El Sueño Infinito
“Le he enseñado a encontrar oro, pero el oro que encuentre
le pertenece sólo a ella”.
Auguste Rodin
Montdevergues, 21 de Octubre de 1943
Hoy hemos enterrado a una mujer excepcional en una fosa común, junto a los cadáveres de otros enfermos anónimos, olvidados también para siempre por sus familias, si es que alguna vez la tuvieron. Como un cobarde me he quedado mirando cómo lanzaban su pequeño y estilizado cuerpo, amortajado con una sencilla sábana, a su indigna tumba. Allí estaba yo, aparentemente impertérrito, aburrido espectador silencioso, mientras mis entrañas clamaban desgarrándome por dentro. He visto cómo se confundía con los demás cadáveres, cómo la cubrían primero con cal y luego con paladas y paladas de tierra sucia y húmeda. Llueve sin descanso desde hace dos días, en este otoño que se me aparece infinito, como si el cielo y todas las almas geniales que lo pueblan lloraran sin descanso la trágica muerte de Camille.
Ella vaticinó que se aproximaban su fin, que se agotaba su triste existencia. Hace una semana me dijo en un susurro: “Me muero, Edouard, apenas me quedan unos días”. Yo traté en vano de animarla, pero en el fondo de mi ser la creí, pensé que en verdad estaba pronunciando sus últimas palabras, y de hecho me sigue resultando increíble que haya resistido tantos años. Camille ocultaba tras la fragilidad de su cuerpo a una mujer resistente y poderosa, un ser extraordinario cuya huella nada ni nadie podrá borrar de mi memoria. Camille...
Recuerdo la primera vez que descubrí sus ojos alucinados, nada más llegar a Montdevergues. No sabía de quién se trataba. Yo entonces, hace ya casi veinte años, era un joven insolente e inculto. Quizá después de dos décadas sólo me he convertido en un hombre insolente e inculto, y cobarde. Conocí a Camille siendo ya anciana, una anciana de sesenta años muy bien llevados. Tras su rostro plagado de manchas y profundas arrugas se adivinaba la belleza de una mujer maltratada por todo y por todos. Recuerdo su mirada, profunda y desconfiada.
—Puede hacer conmigo lo que quiera, doctor, pues hace ya años que me han despojado de todo lo que tengo y nada más puede usted arrebatarme —me espetó, al poco de conocerme.
Camille estaba resentida, y la verdad es que nunca nadie ha tenido más motivos para justificar su animadversión hacia el mundo que la rodea. Yo no sabía quién era, porque su nombre había sido borrado por el viento cruel de la historia; por la imponente grandiosidad de otro genio, Auguste Rodin, que la había abarcado hasta engullirla con sus fauces de animal creador; por la felicidad ingenua y sin límites de los años veinte que trataban de tapar toda la inmundicia y la crueldad de la Gran Guerra; por una sociedad oscurantista que se empecina en que una mujer no puede ser libre y muchísimo menos hacer gala casi obscena de dicha libertad. Nunca nadie ha podido tener más sólidos fundamentos para odiar a toda una comunidad. Tampoco sabía quién era porque yo era un ignorante que casi lo único que había hecho en la vida era estudiar medicina.
Al poco de asumir mi cargo en Montdevergues recuerdo que descubrí a unos celadores destruyendo unas piezas de barro modelado y secado al sol. Se trataban de figuras que evocaban vagamente el torso de hombres y mujeres, entrelazados, estirados, aferrados como dos náufragos que no han encontrado isla alguna en la que salvarse y se hunden juntos irremisiblemente en el océano.
—¿Qué hacéis? —pregunté, extrañado por aquella curiosa escena.
—Obedecemos órdenes del director. Tenemos que destruir cualquier pieza que haga la señora Claudel. El director le deja trabajar el barro y secarlo en su ventana, pero luego a nosotros nos toca romper las piezas y tirarlas a la basura —me contestó uno de los celadores, desganado.
Más tarde me enteré de que tenía prohibido recibir correspondencia, y visitas, y escribir, y esculpir. Tenía prohibido cualquier contacto con el exterior y cualquier atisbo de desarrollo creativo. Todo ello con el cómplice beneplácito de su familia, la misma familia que no ha atendido mis llamadas durante años, la misma familia que la ha olvidado para siempre en una fosa común en un lugar perdido de Francia donde nunca nadie la encontrará.
Desde el principio supe que Camille, al menos la Camille que yo conocía, no estaba loca, ni muchísimo menos. Estaba más cuerda que el resto de los enfermos, más cuerda que los médicos y celadores, más cuerda que el director del sanatorio y más cuerda que yo mismo. Y, desde luego, estaba infinitamente más cuerda que toda su miserable familia, que la había enterrado en vida en un apartado manicomio.
Montdevergues es un lugar irónicamente hermoso, una sólida construcción rodeada de jardines a la que van a parar los alienados del noreste de Francia. Si no fuera un sanatorio mental sería casi un lugar idílico de vacaciones. Pero aquí convivimos los supuestamente cabales con los supuestamente desequilibrados.
Camille, Camille, Camille. ¿Qué te hemos hecho? Cada día detesto más este horrible mundo que ha permitido que una persona tan única, tan maravillosa e inteligente, se haya marchitado en una celda, como una vulgar ratera, como un criminal cualquiera. Hoy yo también soy mezquino, y me odio. No me consuelan las decenas de cartas que dirigí a Paul, el hermano de Camille, rogándole, casi suplicándole, que la dejara en libertad. Jamás se avino a ello, ni siquiera se dignó a visitarla, ni siquiera pagó los gastos de su manutención en los últimos diez años...
—Edouard, mi hermano vendrá un día y me llevará con él a China. Sí, vendrá un día y me sacará de aquí para que yo vuelva a ser libre.
No soy capaz de recordar cuándo comencé a robarle algunas de las piezas a las que el destino había reservado la destrucción. Me anticipaba a los insensibles y abyectos celadores y escondía bajo mi bata una de aquellas figuras de barro, casi sin terminar, todavía húmeda, y la ocultaba en mi despacho, para luego llevarla a casa. Ahora pueblan mi habitación medio centenar de ellas, y las contemplo mientras escribo estas líneas, y así permanece Camille conmigo, ahora que su cuerpo y sus palabras se han extinguido para siempre.
Yo sólo conocía a una anciana de ojos azul oscuro que observaba con melancolía y rabia el mundo, que no comprendía su reclusión y que clamaba, con una locuacidad reservada únicamente a las grandes mentes, por su libertad. Pero poco a poco fui descubriendo la historia que aquel dramático encierro silenciaba. Camille, una mujer que siendo adolescente había emigrado de su pequeño pueblo con apenas trescientos vecinos hasta París, arrastrada por una única pasión: la escultura. Fue así como pronto llegó al taller del genio sin parangón, de Auguste Rodin, que la acogió, que le enseñó, que la amó y que, finalmente, la abandonó por otra mujer y no dudó en contribuir a su descalabro mental, temeroso de que aquella escultora a la que había mostrado su arte fuera capaz de superarle en vida.
—Rodin me cerró todas las puertas. Rodin no sólo me apartó de él, sino que además deseó mi destrucción... y la consiguió.
Cuando Rodin la abandonó se recluyó en sí misma, se encerró en su estudio y siguió esculpiendo sin descanso, aunque destruyendo luego todo lo que creaba. Camille no estaba loca, estaba desquiciada, rota, y deseaba negarse a sí misma.
—Auguste deseaba mi arte, sabía que yo era una artista excepcional. Yo temía que me robaran mis piezas, que se las atribuyeran, ¿me comprende?
—En ese caso, Camille, ¿por qué seguía esculpiendo?
—Porque yo soy escultora por encima de todo, porque no sé ni puedo hacer otra cosa. Desde muy niña tuve muy claro qué era lo que quería hacer. Tomaba un pedazo de arcilla y le daba forma. Cuando había terminado una pieza, a veces, le quitaba la cabeza. Aquello me encantaba.
Camille se quedaba con la mirada perdida en el infinito, contemplando el inagotable paisaje que se adivinaba desde el ventanuco de su celda. En ocasiones se encogía como un bebé y se pasaba horas en silencio, con la cabeza enterrada entre las piernas. Pero cuando yo hacía ademán de irme me suplicaba de inmediato que no la dejara sola.
—¿Qué quiere Camille? No dice nada, será mejor que me marche —razonaba yo.
—Si me abandona, si me deja en este momento, me volveré loca —replicaba ella. ¡Qué ironía! «Me volveré loca».
Durante un tiempo estuvo ubicada en primera, pero ella misma solicitó regresar a tercera porque le parecía un robo los precios y también porque pensaba que estaba mejor atendida entre los enfermos menos pudientes. Durante el invierno se quejaba amargamente del frío, del frío cruel que se apoderaba primero de Montdevergues y luego se hacía dueño de su cuerpo. Además, odiaba aquel frío infernal porque le recordaba al que pasó en su estudio en París antes de ser “apresada” para traerla aquí.
—Esperaron a la muerte de mi padre para encerrarme. Él fue el único en comprenderme desde niña, cuando regresaba a casa con el cabello revuelto y manchado de barro y decía que deseaba ser escultora. Mi madre me odiaba, siempre me odió, y me llamaba “endemoniada”.
Camille me contó un día que había quedado embarazada de Rodin, del señor Rodin, pero que la obligaron a abortar. Y así perdió para siempre al que habría sido su único hijo, y el fruto de su pasión por el gran maestro y genio. Cuando se separaron creyó volverse loca, loca de verdad, y aunque intentó rehacer su vida comprendió que ya la había entregado y que nada podía hacer por recuperarla. Comprendió que había sido derrotada por el mundo en el que le había tocado vivir, un mundo por el que profesaba una aversión extrema.
Camille olvidada, Camille encerrada, Camille casi muerta en vida. ¿Cómo ha podido sucederle esto a una mujer así? ¿De verdad no quedará ninguna impresión en la historia del arte de esta persona excepcional con la apenas sólo yo departía en las últimas dos décadas? Recuerdo cómo apretaba con fuerza sus manos delgadas y de piel arrugada y me decía con rabia:
—No, yo no nací para acabar así, Edouard. Yo no luché y me formé y esculpí junto al más grande para terminar enclaustrada entre cuatro paredes blancas. No, Edouard, no trabajé y me esforcé tanto para esto, para esta nada en la que me veo obligada a existir. Creo, sinceramente, que merecía algo mejor.
Y sí, Camille, es cierto, merecías algo mejor. ¿Seré ya el único en pensar así? ¿De verdad no quedará vestigio de esta mujer fabulosa a la que he tenido el placer y la gloria de conocer? Un día hice traer, exponiéndome a una severa sanción, un bloque de mármol de un metro cúbico para que pudiese modelarlo en el jardín.
—Jamás volveré a esculpir piedra. No permitiré que nadie más me robe lo que es mío. Si desean que trabaje que me liberen.
Camille, yo también te sustraía a escondidas tus sencillas piezas de barro. ¿Cómo permitir que acabaran confundiéndose con los escombros de un manicomio? Camille, ¿a quién dirigirme hoy, en este tiempo convulso que nos ha tocado vivir, para evitar este sacrilegio terrible?
—Déjeme marchar, Edouard. Sólo deseo regresar a Villeneuve, al pueblecito que me vio nacer, el lugar más hermoso que hay sobre la Tierra. Déjeme ir al único lugar en el que he sido feliz de verdad. Allí moriré en silencio, sin molestar a nadie.
Camille, Camille, Camille...
Yace tu cuerpo envuelto por la arcilla roja de Avignon, apresándote, petrificando tus huesos para siempre en un lugar en el que nunca nadie los encontrará. Como una escultura maravillosa sepultada bajo las cenizas de un volcán se pierde en el infinito, así hemos enterrado para siempre el cuerpo de Camille Claudel hoy en una anónima fosa común reservada a los dementes.
Descanse en paz tu alma atormentada y genial.