XX

Marta comenzó a sentirse incómoda en aquella casa. Era como cualquier otra, pero la sugestión ejercida por lo que Carlos le acababa de contar comenzaba a hacer su efecto.

—Creo que he contribuido a que su estado empeore. Puede ser que yo no le esté siendo de ninguna utilidad, más bien al contrario.

—No, por favor. Realmente le necesito. Quiero saber si estoy loco, quiero saber si me estoy volviendo loco.

—Mire... Carlos, yo no creo en nada de esto. Al mismo tiempo, usted siempre me ha parecido un hombre cabal y sincero. De lo que estoy segura es de que no se está inventando nada, que realmente dice lo que siente.

Carlos se abrazó a sí mismo, como cuando se tiene frío y nada con lo que cubrirse, salvo el propio cuerpo.

—Lo que me está queriendo decir, con suavidad, es que bajo su criterio, estoy perdiendo el juicio.

—No... y sí.

—Explíquese —casi suplicó.

—Puede ser que en verdad esté perdiendo la noción de la realidad, que embutido en el shock traumático fruto de una pérdida tan dolorosa su mente le esté sometiendo a un juego complicado y que nada tiene que ver con lo que en verdad sucede. Pero esta situación puede ser transitoria... o permanente —sentenció ella, casi en un suspiro de voz.

Carlos notó como sus músculos se aflojaban, cómo la pérdida de control no era solamente sobre lo que su cerebro maquinaba, sino también sobre todo el resto de su ser.

—Para usted no cabe la posibilidad de que todo lo que digo sea cierto...

—Sinceramente, no. Hay cosas muy extrañas, conexiones entre lo que cuenta y hechos de los que en absoluto era conocedor. Pero para mí sólo son fruto de la casualidad, de una curiosa y traicionera casualidad que lo puede estar confundiendo.

—¡Casualidad! ¿Acaso casualidad es oír que tu hija te pide auxilio aterrorizada a través de un aparato de radio? ¿Tiene hijos? ¿Sabe lo que eso supone?

Ella le miró desconcertada, y se quedó en silencio.

—Marta, lo siento, lo siento. Estoy perdiendo el control. No le volveré a gritar nunca más. Discúlpeme.

—No se preocupe, no sé cómo reaccionaría yo en su lugar. Lo que le está sucediendo es terrible —dijo ella, en un tono tranquilo y conciliador.

Él volvió a recogerse como un niño, a la espera de una palabra de aliento, de un gesto de rescate. Marta enseguida captó el mensaje.

—Carlos, aunque yo no crea en estas cosas, tengo una amiga parapsicóloga. Estudiamos psicología juntas, pero ella decidió optar también por alternativas menos... científicas... perdón... empíricas.

—¿Y ella creerá en lo que le cuente?

Marta se sintió dolida fugazmente por aquel comentario, aunque comprendió al momento que era casi normal.

—Ella le escuchará de un modo distinto al que yo lo hago.