XXXIV
No conocía demasiado a Ana, aunque más de una vez habían coincidido en su casa o en la de ella, en alguna fiesta o comida. Por eso le había costado un esfuerzo terrible llamarla y buscar alguna excusa para tomar un café, adelantándole de una manera muy superficial que deseaba hablar de Alicia y su relación con Laura. La mujer, aunque extrañada, había aceptado, seguramente obligada por la memoria de su amiga, y porque tampoco en todo aquel tiempo Carlos le había molestado en absoluto.
La esperaba sentado en la terraza de un céntrico café en el que habían quedado, y mientras aguardaba, Carlos se entretenía contemplando a la gente: gente vulgar y corriente como lo había sido él mismo hasta hacía bien poco, hasta que toda su vida había dado un inexplicable giro.
—Hola, Carlos...
Ana lo sacó de sus ensueños con una sonrisa nerviosa. Era una mujer joven y jovial, inteligente y preparada, con la que Alicia había trabado una amistad única y poco habitual en ella.
—¡Ana! Por favor, siéntate... ¡Qué alegría verte! Estás estupenda.
—Venga... muchas gracias.
—¿Qué tal por el estudio?
—Bien, ya sabes. Mucho trabajo y todo eso.
Carlos le hizo algunas preguntas más, como deseando que la conversación no terminase donde debía concluir, como intentando que aquella tarde fuera un agradable encuentro entre dos amigos. Que aquella fuera una tarde vulgar entre dos personas vulgares. Aunque al fin se decidió.
—Mira, te he llamado porque han sucedido una serie de cosas extrañas desde la muerte de Alicia y Laura.
Ana lo miró fijamente, y él tuvo la sensación de que ella había estado esperando aquello desde un tiempo inmemorial.
—¿Qué clase de cosas?
—Bueno, quizá sea mejor que primero hablemos de Alicia, para luego contarte otras cosas que me han sucedido.
—¿Y por qué quieres hablar ahora de Alicia?
—Ana, creo que ella me ocultaba cosas. Creo que sabía cosas de Laura que no me decía, por el motivo que fuese.
La mujer esquivó sus ojos, y él supo de inmediato que efectivamente aquel encuentro no iba a ser baldío.
—Alicia, es cierto, te ocultaba cosas.
—¿Y eso?
—Ella deseaba protegerte. Y quizá también quería protegerse a sí misma, no lo sé...
—¿Protegerme de qué? ¿Protegerme de quién?
—De Laura.
Ana pronunció aquellas palabras con una rotundidad casi a modo de sentencia, casi con una cierta ira en el tono de la voz.
—De Laura...
—¿No pareces extrañado?
—Ya te he dicho que me han sucedido algunas cosas estas últimas semanas. Ya casi no me extraño de nada. Pero, por favor, ¿qué podía hacerme Laura?
—Fue un proceso lento, aunque se iba acelerando conforme pasaban los meses. Alicia al principio no quería hablar de ello, pero luego me lo fue confiando todo. También tuvo que llevar a Laura a la sicóloga del colegio.
—Lo sé, he hablado con ella.
La mujer se detuvo antes de proseguir. Se pasó las manos alargadas y cuidadas por el rostro.
—De alguna forma Alicia temía estar deformando la realidad, y por eso tampoco te lo contaba. Ella creía que Laura estaba volviéndose loca, y eso es algo muy duro para una madre. De algún modo, hacía lo imposible para evitar que tú te enterases de nada.
Carlos se sintió culpable, y echó de menos a su mujer con una intensidad que sólo había sentido justo tras enterarse de su muerte.
—Yo he estado muy lejos de ella, muy lejos de las dos...
—Carlos... Alicia tenía la certeza de que Laura os quería matar a los dos, que vuestra hija había perdido la razón y os odiaba con toda su alma... aunque no todo el tiempo...
—¿No todo el tiempo?
—Sí. Era de vez en cuando, aunque cada vez más. Laura tenía accesos de odio, y los reflejaba en unos dibujos terribles, o en su diario, o con amenazas directas.
Él enseguida reaccionó ante aquellas últimas palabras, porque podían encajar con los sueños que había tenido y con la experiencia en su propio coche.
—¿Qué clase de amenazas?
—Yo nunca pude verlo, pero Alicia me contaba que Laura había ocasiones en las que tenía horribles convulsiones que le retorcían el cuerpo y el rostro. Y entonces hablaba con una voz que parecía no ser la suya y gritaba que los demonios se la iban a llevar al infierno...
—Pero entonces no amenazaba... ¡pedía auxilio!
—Carlos, había otras veces en las que se dirigía directamente a Alicia, mirándola a los ojos, y le gritaba que la iba a matar, que os iba a matar a los dos.
Carlos apretó con fuerza sus manos contra la tacita de café que tenía frente a sí. Por un instante sus pensamientos se alejaron de aquel lugar, de aquella conversación, y durante unos segundos se sintió libre.
—No es posible. Aunque Ana, todo encaja, todo está empezando a encajar.
Ana volvió a mirarlo con severidad, al mismo tiempo que con una cierta afectación, antes de decir:
—Carlos, es posible. Estoy segura de que Alicia no tuvo un accidente. Al final sus temores eran ciertos. Estoy convencida de que Laura la mató.