XXIII

El tiempo transcurría con una lentitud cansina y exasperante. Carlos deseaba que las horas se acelerasen, y que llegase un momento en que todo lo que le estaba sucediendo se disolviera en la memoria común de las cosas, y terminase por ser casi irreal.

“Acabaré pensando que nada sucedió”.

Muchas veces se sentía como un animal encerrado, dando vueltas sin cesar al salón. Había decidido menguar el espacio vital de su vivienda, dejando dos habitaciones clausuradas para siempre: la de su hija y una pequeña estancia, que había transformado en un trastero con los recuerdos de su mujer.

“O terminaré encerrado en algún centro psiquiátrico, atenazado por el mismo terror que Laura”.

Los amigos de siempre (pocos) habían ido dejando de llamar. El era un hombre huraño y encerrado en sí mismo, y esta personalidad suya se había acentuado desde el accidente. Ya nadie, excepto su padre y quizá Marta, se preocuparía de él.

“Lo importante ahora es sumar horas, contar días, dejar que pasen los años, esperar, esperar a que todo vuelva a la normalidad”.

Se estaba habituando a leer y a ver y escuchar programas de parapsicología, de temas inexplicables y situaciones cercanas a lo irreal. Estaba madurando la idea de escribir a alguna revista, o compartir su caso en directo en alguna emisora de radio. Pero al final siempre desistía en el último momento, en la creencia que el resto de la humanidad lo tomaría por loco.

“Mi padre me cree, mi padre sabe que estoy contándole la verdad, que no he perdido el juicio”.

Era espantoso, pero los últimos acontecimientos, los datos que Marta y Esteban le habían facilitado, confirmaban su teoría: su hija de verdad estaba siendo acosada desde el infierno, Laura por algún motivo había sido arrastrada hacia aquel lugar en el que seguro la estarían mortificando, tal y como ya vaticinaba ella misma en sus dibujos.

“Cómo me puede estar sucediendo esto a mí, que ni siquiera creo en Dios, que nunca he tenido fe en nada que no pudiera ver o tocar”.

Cada noche empezaba la misma diatriba, y cada noche tenía que someterse al cuestionario de su otro yo, el más cabal, el que tenía los pies en la tierra, y se resistía a dar rienda suelta a una explicación que rayaba en la demencia más profunda e incontrolada.

“¿Está sucediendo realmente todo esto? ¿He hablado con mi padre? ¿He conocido a una psicóloga llamada Marta? No será que mi mente está creando una maraña de sueño y realidad en la que me tiene atrapado...”.

Y todo volvía a empezar. Y de este modo podían pasar horas y horas, toda la noche en vela, hasta bien entrado el amanecer. Y así iba exterminando ese tiempo que él ansiaba transitar de una forma veloz y casi anestesiado. Pero la conclusión final siempre era la misma: todo era real, y su hija estaba en el infierno y necesitaba urgentemente de su ayuda.