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EL COLLAR DE LA PALOMA

 

 

 

 

Ha de saber, hermano, que tienen por costumbre los peleantes de la Andalucía, cuando son padrinos de alguna pendencia, no estarse ociosos mano sobre mano en tanto que sus ahijados riñen. Dígolo porque esté advertido que mientras nuestros dueños riñeren nosotros también hemos de pelear y hacernos astillas. —Esa costumbre, señor escudero —respondió Sancho—, allá puede correr y pasar con los rufianes y peleantes que dice, pero con los escuderos de los caballeros andantes, ni por pienso.

 

Don Quijote, primera parte, capítulo XXIV:

«Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena»

 

 

«A finales de 1979, Adolfo Suárez sorprendió a todos recibiendo en la Moncloa al presidente de la preautonomía de Andalucía, Rafael Escuredo, un hombre efervescente que quería ir mucho más allá de lo que el PSOE nos decía en Madrid. El comité ejecutivo de UCD no había sido informado de ese encuentro. Escuredo salió muy ufano. Imitando a Josep Tarradellas el día de su llegada a Madrid, dijo a los periodistas que la entrevista con Suárez había ido muy bien y que el presidente se había comprometido a no obstaculizar el referéndum sobre la autonomía andaluza por la vía rápida del artículo 151 de la Constitución. El referéndum tendría lugar el día 28 de febrero de 1980. Al poco, llamó Alfonso Guerra a mi despacho. Estaba molesto y sorprendido. Me dijo: “Rafael, no era esto en lo que habíamos quedado...”».

Al habla Rafael Arias-Salgado Montalvo (Madrid, 1942), a la sazón secretario general de la Unión de Centro Democrático. El señor Arias-Salgado, cinco veces ministro (su última cartera fue la de Fomento durante la primera legislatura de José María Aznar), tiene un especial interés en puntualizar que Alfonso Guerra no fue el padre del café para todos. «No, no puede decirse que Guerra, en uno de sus usuales giros tácticos, diese la orden al PSOE de envolverse en la bandera de Andalucía para romper el trato diferencial a Cataluña, el País Vasco y Galicia. Es verdad que esa acabó siendo la apuesta del partido socialista, pero yo no lo atribuiría a un maquiavelismo de Guerra. Todo fue un poco más complejo. Tenga en cuenta que la presión política de las élites locales era en aquel momento muy elevada. Más fuerte de lo que se cree. Ese es un dato que muy pocas veces se tiene en cuenta al hablar de la transición. En Galicia, por ejemplo, esa presión complicó mucho la elaboración del Estatuto de autonomía».

Otro personaje ya citado en el capítulo anterior corrobora la apreciación de Arias-Salgado. José Rodríguez de la Borbolla Camoyán ha pertenecido desde la cuna a la élite sevillana. Su bisabuelo fue ministro de Alfonso XIII y alcalde de la ciudad. Una de las grandes avenidas de Sevilla lleva su nombre. Con ese apellido de doble vagón, el joven socialista Rodríguez de la Borbolla participó en la refundación del PSOE y ejerció la presidencia de la Junta de Andalucía durante seis años, de 1984 a 1990, hasta que una tarde, paseando por los jardines del Palacio de la Moncloa, Felipe González le puso la mano en el hombro y le dijo: «Pepe, he pensado que lo mejor es que no te vuelvas a presentar». Guerra se la tenía jurada. «Pepote» podía haberlos mandado a todos al infierno, pero mantiene una fidelidad jesuítica al partido. «En los jesuitas —escribió una vez Antonio Burgos, columnista sevillano del diario ABC—, Borbolla había aprendido muchas cosas: el afán por la excelencia, la disciplina, una voluntad de austeridad. Lo malo es que ni las había olvidado ni las sabía disimular».

Borbolla tampoco está de acuerdo en atribuir la paternidad del café para todos a Alfonso Guerra; ni siquiera le gusta la expresión cafetera, que considera malévola y despectiva. Me lo explicó en mayo de 2010 en Sevilla —la víspera de que José Luis Rodríguez Zapatero anunciase su rendición a los requerimientos económicos del Directorio Europeo— y lo transcribo casi literalmente, con una advertencia al lector: siento amistad por él, creo que es un hombre de una pieza y me place llamarle cada vez que tengo la oportunidad de viajar a Sevilla, aun abrigando desde hace tiempo la sospecha de estar ante el principal responsable del cafetal. Este hombre con pose de califa que se entretiene pronunciando las sílabas andaluzas como si pasease un domingo por la tarde por la suave orilla del Guadalquivir, conoce muy bien los planos del artefacto autonómico español. Fue durante seis años presidente de la Junta de Andalucía. Ayudó a construir el ingenio y, cuando faltaba muy poco para la celebración de la Expo de Sevilla, González le puso la mano sobre el hombro una tarde en la Moncloa. La Expo y sus derivados los controlarían otros. Otros, con menos rigor jesuítico, como el tiempo ha demostrado.

Transcribo:

—No puedes atribuir la autonomía de Andalucía al tacticismo del PSOE. No no, esa es una visión muy sesgada. En el congreso de 1976, que el partido celebra en una situación de semilegalidad, ya se habla de la autonomía como un derecho deseable para todos los pueblos de España. Se habla de la autonomía como norma, no como excepción. Había tres vías posibles: mantenernos en un centralismo ligeramente corregido con unas regiones a la italiana, unas regiones de escaso peso político; cultivar el particularismo de Cataluña, el País Vasco y, acaso, Galicia, con una tímida descentralización para los demás, o avanzar hacia una España federal con las mismas posibilidades para todos. En el congreso de 1976, el PSOE da un paso en esa dirección; en la dirección que había teorizado Anselmo Carretero.

—¿Anselmo Carretero?

—Sí, Anselmo Carretero, segoviano, socialista federal, autor del libro Las nacionalidades españolas, el hombre que acuñó la idea de España como nación de naciones.

—Perdona, pero dudo de que en 1976 mucha gente del PSOE, un partido recién salido de la hibernación, supiese quién era Anselmo Carretero.

—Algunos sí lo sabíamos.

—A Alfonso Guerra le debía de parecer un marciano.

—Sobre este particular, la verdad, es que no te puedo responder.

—¿Alguna vez creyó Felipe González en la autonomía de Andalucía?

—Más bien poco.

—Entonces, podemos llegar a la conclusión de que el 28 de febrero de 1980 fue la culminación de un movimiento táctico del PSOE para romper la pinza que sobre él ejercían la UCD con acento andaluz de Manuel Clavero Arévalo y el Partido Socialista de Andalucía, de Alejandro Rojas-Marcos, el tribuno sevillano de los años setenta, por el que González sentía una notable antipatía. Rojas-Marcos había estado en la cárcel durante el estado de excepción de 1971 y el joven Isidoro solo pisó la comisaría durante unas horas en 1974, donde lo trataron con guante de seda. Los policías ya sabían que a aquel abogado no se le podía tocar ni un pelo. Era el hombre elegido por los alemanes para que en España no hubiese una transición fuera de control como la de Portugal en 1974. Rojas-Marcos se creía el héroe democrático de Sevilla, el tribuno de una nueva Andalucía, y González, el hombre llamado por el destino. Dos egos de primera magnitud. Quizás el actual pastel autonómico se lo debamos a la competición entre ambos gerifaltes.

Borbolla escucha la perorata con ojos entornados, ojos de califa al atardecer. Habla Abderramán III: «Simplificas demasiado. Has de tener en cuenta que, sin saber lo que era la autonomía, mucha gente en Andalucía no tenía ninguna intención de quedar detrás de Cataluña y el País Vasco. Y pasas por alto una cosa aún más importante. En el restablecimiento de la democracia hubo gente situada en varios niveles. La primera línea se fue a Madrid —González y Guerra, al frente— y una segunda línea se quedó más cerca de casa. Yo formaba parte de esa segunda línea. Rafael Escuredo, también. Esa segunda línea fue decisiva en el empuje de la autonomía andaluza. Yo no te diré que González y Guerra estuviesen entusiasmados con nuestros planteamientos, pero no es verdad que existiese un pacto secreto entre las cúpulas del PSOE y UCD para frenar la autonomía andaluza, que, como bien sabes, fue promovida desde los municipios».

La segunda línea del nuevo estamento político que surge con la democracia, he ahí una de las claves del proceso. El empuje de las élites locales de las que hablan Arias-Salgado y Pérez Llorca. La ley electoral de base provincial, protegida por la Constitución, estimulaba el despegue de esas élites. Un sistema electoral mixto, a la alemana (la mitad de los diputados elegidos de manera directa en circunscripciones pequeñas, y la otra mitad, en circunscripción nacional con la obligación de un porcentaje mínimo en todo el territorio nacional) habría generado otra dinámica. El establecimiento de una ley electoral de amplia base territorial que no arrinconase a las minorías nacionalistas fue uno de los pactos de la transición. Lo recuerda Jordi Pujol, en 1977 miembro de la Comisión de los Nueve, organismo que negoció con Adolfo Suárez, en nombre de la oposición democrática, las condiciones básicas de la primera convocatoria electoral libre desde febrero de 1936. «Había entonces —recuerda el expresidente de la Generalitat— un gran acuerdo para que la ley electoral diese representación a todas las aspiraciones, sin marginar a ninguna corriente y a ningún territorio». El autonomismo catalán y el vasco tenían un peso objetivo en el proceso democratizador. Barcelona era la punta de lanza de la movilización democrática y Barcelona era catalanista. La ley electoral es uno de los pactos clave de la transición. Un pacto que ahora las fuerzas recentralizadoras quieren modificar, en nombre de la renovación del sistema democrático, cabalgando las protestas del serpenteante 15-M e invocando las excelencias del modelo alemán. Curiosamente, esa pulsión parece más viva en el PSOE descuajeringado por la reciente derrota electoral que en el PP de Mariano Rajoy. El PSOE es hoy un partido sin poder territorial. Un partido sin tierra. Un partido sin juntas.

Y España siempre ha sido un país de juntas. La dinámica de la transición conducía de modo necesario al burbujeo de las élites políticas locales. Sin ruptura, sin revolución a la portuguesa, sin una drástica discontinuidad con el franquismo, la instauración del régimen democrático fue un proceso gradual pactado «por arriba» y con una presión muy desigual «por abajo». A excepción del Partido Comunista de España y del PSUC, su acompañante catalán, con una estructura clandestina de acero que de una manera u otra tenía detrás a la Unión Soviética, los grupos de oposición tuvieron en la España franquista una vida muy fragmentada. Eran focos. El PSOE estuvo, de hecho, hibernado desde que quedó sentenciada en el exilio la escisión entre la obcecada firmeza de Juan Negrín (Londres) y el dolorido pragmatismo de Indalecio Prieto (México). La sociedad española fue despertando lentamente y la autonomía regional interesó de manera especial a los grupos sociales entonces emergentes: los jóvenes universitarios en busca de horizonte y los nuevos empleados públicos (abogados, médicos, maestros, profesores de instituto y de la universidad...).

Fue un gran reclamo. La reivindicación de autonomía revitalizaba los viejos orgullos locales. Se sustentaba en una teoría política interesante y sugestiva: la eficacia de la proximidad, hoy puesta en tela de juicio por la extraordinaria gravedad de la crisis económica. Encendía ambiciones y expectativas de progreso, y ocupaba un enorme espacio vacío: el franquismo no era derribado por una revolución política, no había ruptura, pero dejaba tras de sí un verdadero erial ideológico, moral y espiritual. El desprestigio del autoritarismo arrastraba consigo toda noción de nacionalismo español, quedando secuestrado este concepto por la extrema derecha y por los militares intransigentes. La españolidad se había quedado sin un paradigma capaz de seducir e interesar a la nueva ciudadanía atraída por la democracia. Al ser enterrado con vida —como los vampiros de las películas de terror—, el franquismo arrastraba consigo todos los resortes del nacionalismo español explícito. Quedaban los mecanismos implícitos, sobre los cuales pilotaría el debate constitucional y el posterior desarrollo de la democracia. Comenzaba la «dejación de España», por decirlo con el título de un libro de la socióloga Helena Béjar, en el que la autora defiende la tesis de que España solo podrá ser verdaderamente integrativa cuando haya redescubierto el orgullo de ser española, con todas las formalidades que ello exige. El «Nosotros no vamos a ser menos», por consiguiente, también colmaba un vacío espiritual, provocado por la negatividad política de la España oficial y de sus símbolos.

Viví en Almería entre 1979 y 1980 (servicio militar en la Brigada de Infantería de Reserva de Viator, catorce meses cuerpo a tierra defendiendo El Campo de Níjar y el cabo de Gata de una hipotética invasión berberisca, más unos inquietantes ejercicios de control del orden público que los mandos nos hacían repetir semanalmente) y puedo dar fe de que el autonomismo ilusionaba a los jóvenes andaluces; también en Almería, la única provincia andaluza en la que el referéndum del 28 de febrero de 1980 fracasó y estuvo a punto de inmovilizar la audaz maniobra socialista. El PSOE, el PCE y los andalucistas de Rojas-Marcos pedían el voto afirmativo a la «Andalucía de primera», mientras el partido gubernamental abogaba por la abstención, puesto que el referéndum solo sería válido si el voto afirmativo ganaba en todas las provincias y superaba en todas ellas el quórum del 50 % de participación. Almería no alcanzó ese requisito y quedó descolgada del proceso. Fue reincorporada a la nueva comunidad andaluza mediante un decreto de «interés nacional» previsto en el artículo 143 de la Constitución.

«No vamos a ser menos que vosotros, los catalanes». Ese era el sentimiento imperante entre mis jóvenes amigos almerienses. Ese sentimiento obedecía a una suma de factores, difíciles de aislar en aquel momento de efervescencia. Voy a intentar enumerarlos. Una honda sensación de agravio, en primer lugar. El espejo reflectante de la emigración: la emigración, la emigración a Barcelona, en especial, ha sido un gran factor de coagulación del orgullo andaluz. Un oculto sentimiento de culpa, probablemente. Las heridas de la guerra civil, que en Andalucía fueron crueles y dolorosas. Los dos héroes fusilados por los falangistas: Federico García Lorca y Blas Infante. Las ansias de justicia social. La mitificación de la reforma agraria. La formulación intelectual de la cuestión meridional, con ecos del mezzogiorno italiano. Un perceptible influjo católico: el libro Noticia de Andalucía, escrito en 1970 por Alfonso Carlos Comín, con un título que intenta dar la réplica al Notícia de Catalunya de Jaume Vicens Vives, escrito veinte años atrás. (Alfonso Carlos Comín, un hombre de apasionantes duplicidades, comunista y católico, catalán y aragonés, bien puede ser considerado como uno de los padres intelectuales del andalucismo moderno gracias a ese libro, escrito tras una larga estancia en Málaga.) Más factores. Un andalucismo sensual e islamizante, en un tiempo de mitificación de la cultura andalusí. La bandera verde y blanca de los Omeyas, las visitas a la Alhambra de Granada y los refinados versos de amor del Collar de la paloma, del poeta cordobés Ibn Hazm, que en su tiempo merecieron la atención de don José Ortega y Gasset. Para los jóvenes andaluces de los años setenta lo árabe era culto, elegante y sutil. Había estallado la revolución en Irán, los soviéticos ya combatían en Afganistán, pero casi nadie en España había oído hablar de la yihad. El tribuno Rojas-Marcos viajaba a Trípoli para obtener fondos de Muammar el Gadafi. Esos eran los factores que se combinaban en la olla exprés andaluza. El último de ellos, Trípoli, bien merece una atención especial, dadas las actuales circunstancias en el norte de África.

Trípoli. Las excursiones a Trípoli. Este episodio, relativamente poco conocido, tiene una significación especial. En propiedad deberíamos hablar del té moruno para todos, puesto que el norte de África —donde el té con hierbabuena es signo de hospitalidad— influyó bastante más de lo que creemos en los laberintos de la transición. Hubo un influjo de la media luna en la peculiar configuración territorial de España. Libia, inmensa bolsa de petróleo y gas natural entre Argelia y Egipto, también tuvo su papel en el grito fundacional del «¡No vamos a ser menos!».

Libia, una de las primeras colonias de África en conquistar la independencia en 1951 (después de Liberia en 1847), constituida en Gran República Árabe Popular y Socialista, dio su apoyo a la corriente andalucista que enarbolaba la bandera verde y blanca de los Omeyas con ahínco y con aires de desquite histórico. Fantasías de Al Ándalus, coplas de Carlos Cano, versos del Collar de la paloma, injusticias acumuladas durante siglos, resquemores, juego táctico, mucho juego táctico, y unos viajes a la Tripolitanía que pusieron los pelos de punta a los servicios secretos.

Mientras el abogado Manuel Clavero Arévalo, a la sazón presidente de la organización regional andaluza de UCD, estimulaba la adhesión de los alcaldes y concejales centristas al pronunciamiento de Andalucía como «autonomía de primera» por la vía del artículo 151 de la Constitución, el CESID (Centro Superior de Inteligencia de la Defensa, unificado en 1977 por el general Manuel Gutiérrez Mellado) detectaba la presencia en Trípoli de enviados del Partido Socialista de Andalucía para recabar el apoyo financiero del régimen del coronel Gadafi. Palabras mayores para una España que aún no había formalizado su ingreso en la OTAN. Libia era entonces un país totalmente hermético. En 1977, Gadafi había proclamado la Yamahiriyya (una supuesta democracia directa que tomaba el nombre de Estado de las masas) e intentaba erigirse en el nuevo campeón panárabe. El nuevo Naser. En Teherán todavía reinaba el sah Reza Pahlevi y los soldados soviéticos ya combatían en los desfiladeros de Afganistán. Estados Unidos observaba a Libia con mucha prevención y la principal potencia del Mediterráneo era la Sexta Flota.

Palabras mayores. La tensión con Marruecos no se había desvanecido. En una tensa conversación con el rey Hassan II —en presencia de don Juan Carlos—, Adolfo Suárez había llegado a amenazar al monarca alauí con bombardear Rabat si intentaba la reconquista de las ciudades de Ceuta y Melilla. Argelia apoyaba con muy escaso disimulo el movimiento independentista canario MPAIAC hasta que unos desconocidos (en realidad, sicarios con algún hilo de comunicación con el servicio secreto español) apuñalaron a su líder, Antonio Cubillo, en una callejuela de Argel y lo dejaron paralítico. Eran años de vértigo y el partido de Alejandro Rojas-Marcos y Luis Uruñuela necesitaba fondos para seguir compitiendo con el PSOE en un tablero cada vez más inclinado a favor del hábil tándem sevillano formado por el abogado Felipe González y el librero Alfonso Guerra.

Era una competición que venía de lejos. A principios de los años setenta, como he señalado antes, el hombre del momento en Sevilla es Alejandro Rojas-Marcos de la Viesca. Porte aristocrático, verbo fenomenal, procesado dos veces por el Tribunal de Orden Público y fundador en la clandestinidad de la Alianza Socialista de Andalucía. Su rival se hace llamar Isidoro. Su rival es Felipe González Márquez, vecino del barrio de Bellavista, hijo de un vaquero cántabro, miembro de la Acción Católica antes del bautismo socialista en el PSOE. No congenian. Hay una anécdota interesante de 1971. Rojas-Marcos se halla encarcelado y coincide en el locutorio con González, que visita a otro preso en calidad de abogado. Ambos cruzan la mirada, se saludan e Isidoro (nombre que adoptó González en su suave clandestinidad) le dice: «Estarás contento».

Tres años más tarde, Isidoro es el hombre del futuro. La socialdemocracia alemana ya sabe qué carta tiene que jugar para evitar que en España se repitan los vértigos de Portugal. El PSOE, sin embargo, se enfrenta a una dura competencia. Durante su larga hibernación han surgido partidos socialistas regionales como setas, siguiendo la estela de la Convergència Socialista de Catalunya. Y el Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván tiene prestigio. Hay que pactar, integrar y achicar el campo. El orgulloso tribuno Rojas-Marcos decide seguir su camino. Envía mensajeros a Trípoli y adopta el lema «Poder andaluz».

UCD le ofrece financiación. «No fueron donaciones directas, como alguna vez se ha escrito, pero se les ayudó a obtener buenos créditos», certifica Rafael Arias-Salgado, entonces secretario general del partido de Suárez. En las elecciones generales de 1979, el rebautizado Partido Andalucista obtiene cinco diputados y grupo parlamentario en el Congreso. Será un fiel escudero de Suárez, hasta que González y Guerra decidan romper la pinza. Llegado el momento, el grupo dirigente sevillano dará cuerda a Rafael Escuredo (Estepa, Sevilla, 1944), su alternativa andalusí.

PSOE, UCD y PSA (Suárez, Clavero, González, Guerra, Escuredo, Rodríguez de la Borbolla, el tribuno Rojas-Marcos...) jugaron una partida de ajedrez que ríete tú de los tableros de marfil del califa de Bagdad. Escuredo, el socialista de pelo ensortijado que clamaba en los mítines que la política es poesía, fue el caballo audaz con el que el PSOE rompió la pinza formada por los suaristas y los andalucistas; la pinza Suárez-Clavero-Rojas-Marcos. Ganador de las primeras elecciones regionales (1982), Rafael Escuredo fue defenestrado al cabo de dos años, sin que Felipe González le pusiera la mano sobre el hombro como a Pepote Rodríguez de la Borbolla. En el diario El País apareció publicada una detallada información sobre la deferencia con que la empresa Dragados y Construcciones (adjudicataria de las obras de la Feria de Sevilla) había construido la nueva residencia particular del presidente de Andalucía: un chalet de trescientos metros cuadrados en la urbanización Simón Verde, a unos diez kilómetros del centro de Sevilla. Un chalet cuyo proyecto técnico le había salido gratis al presidente, regalo de un arquitecto que al cabo de unos meses desempeñaría la gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento de Sevilla. Primeras señales de deriva califal en una España que aún no se había adentrado en la fiebre del ladrillo. Sin duda, Escuredo no era el Caballero del Verde Gabán. El modesto piso de clase media en el que había vivido hasta entonces en el sevillano polígono San Pablo se le antojaba insuficiente para la dignidad del cargo que iba a ocupar. Quería una buena casa y se dejó ayudar por Dragados y Construcciones, en aquel momento la principal adjudicataria de obra pública en Sevilla; una ayuda leve, observada con los parámetros actuales: rapidez en los plazos de construcción y buen precio de los materiales. Aún no estábamos plenamente instalados en la cultura del pelotazo. Más que enriquecerse, Escuredo quería estatus («no voy a ser menos») y alguien le estaba esperando con el trabuco bien cargado. Salió publicada la historia del chalet y el tribuno andalusí de pelo ensortijado captó de inmediato el aviso. La Mota Negra. Escuredo no iba a ser el nuevo califa andaluz. No iba a ser el lehendakari del nacionalismo meridional.

Dimitió el hombre que en primera persona había trastocado el tablero territorial español. El referéndum del 28 de febrero de 1980 dejó herida de muerte a la UCD y en toda España se había formado cola para seguir la senda rápida de Andalucía. Y en los cuarteles se llevaban las manos a la cabeza. El juguete se le había escapado de las manos al partido socialista. Comenzaba la reconducción. La primera reconducción de un mapa autonómico que al cabo de unos años se demostraría muy eficaz para drenar las ayudas y subvenciones por la Comunidad Económica Europea.

Tres planes Marshall. España ha recibido de Europa una suma de dinero tres veces superior a lo que supuso el plan ideado en 1947 por el secretario de Estado norteamericano, general George Marshall, para ayudar a la reconstrucción de los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial y bloquear el avance de la influencia soviética. España ha percibido más de ciento veinte mil millones de euros desde su ingreso en la Comunidad Económica Europea en 1985, frente a los 12.841 millones de dólares que Estados Unidos transfirió a los gobiernos de Europa occidental entre 1947 y 1951, con la única excepción de España y los pequeños estados de Andorra, Liechtenstein y San Marino. Tres veces más si actualizamos el valor de la divisa estadounidense en la posguerra.

Mr. Marshall pasó de largo y dejó a Pepe Isbert con un palmo de narices en la plaza Mayor de Villar del Río, ante las cámaras de Luis G. Berlanga. Cuarenta años después (la unidad de tiempo del franquismo), llegó la hora del resarcimiento. La hora del Gran Drenaje. Un acontecimiento único en Occidente. «España se ha convertido en el país del mundo que históricamente más se ha beneficiado de una corriente de solidaridad proveniente de otros países», escriben José Luis González Vallvé y Miguel Ángel Benedicto Solsona en La mayor operación de solidaridad de la historia, la crónica mejor documentada sobre el efecto de las ayudas comunitarias en una España deseosa de bienestar, que, en junio de 1985, fecha de ingreso en la CEE, apenas alcanzaba el 68 % de la renta per cápita europea. En el momento de escribir estas líneas, invierno del 2011, en plena recesión, España ha bajado cuatro escalones y se halla en la cota cien: su riqueza por habitante coincide con el promedio de los 27 países de la Unión Europea. Seguramente nos daríamos con un canto en los dientes si pudiésemos mantener esa posición en los próximos años.

Tres planes Marshall. Más de treinta veces el dinero que recibió Alemania Occidental (1.440 millones de dólares) para que pudiese levantar cabeza en 1947. Una ayuda gigantesca que se ha concentrado, de manera preferente, en la España meridional, en la meseta castellana y en Galicia. Un evento de tal magnitud justificaría la colocación de una placa de homenaje al ciudadano alemán en la plaza Mayor de cada municipio de las Españas. Una cívica señal de agradecimiento al Carolingio Solidario. Al anónimo contribuyente de la Blue Banana, puestos a ser puntillosos, justos y geográficamente modernos; Banana Azul es el nombre que recibe hoy en día la nebulosa formada por los nódulos europeos más poblados y con mayor nivel de desarrollo, una dorsal rica y curvada que efectúa el siguiente recorrido: norte de Italia, cuenca del Rin, valle del Ródano, área de París, Benelux y sur de Inglaterra. «Villar del Río, que un día vio pasar a Mr. Marshall, para siempre agradecida al Plátano Azul».

No menudean en España las placas de homenaje a la ayuda extranjera, aunque la bandera de Europa ondea en cada municipio. El Caballero del Verde Gabán habría dado las gracias; sin falsas alharacas, sin reverencias innecesarias, habría dado las gracias. Y quizás habría empleado todo ese dinero de otra manera. La distribución territorial de las ayudas europeas en el periodo 1986-2006, laboriosamente documentada por los dos autores antes citados, es del todo imprescindible para entender el auge y caída del denominado milagro español. Ese mapa nos explica de una vez para siempre que el café para todos no fue, contrariamente a lo que dice la leyenda, una imposición directa de los militares, sino el fruto de una conjunción de factores muy dispares: el pertinaz tacticismo de Adolfo Suárez, la férrea voluntad de poder del joven núcleo dirigente del PSOE, el terrorismo de ETA, el pragmatismo catalán, la sombra militar, por supuesto, y el ímpetu de unas élites locales que, desde Santander hasta Algeciras, exigieron su lugar en la nueva planta democrática al grito de «¡Nosotros no vamos a ser menos!».

El mapa de las ayudas europeas nos enseña cómo el precario sistema autonómico español —un federalismo vergonzante hoy en crisis inapelable— ha conseguido legitimarse durante dos décadas en tanto que eficaz instrumento de drenaje de una monumental contribución extranjera. Nos ayuda a entender la preponderancia electoral del Partido Socialista Obrero Español durante veintidós de los treinta y tantos años de Restauración democrática. Nos demuestra el papel clave que ha tenido y seguirá teniendo Andalucía en el devenir político del país. Nos ofrece la base documental suficiente para que empecemos a hablar de la Liga Sur como poder fáctico de una España sin riesgo de golpe militar. (Retengan esta idea para el debate en los tiempos que vienen: en España, a diferencia de Italia, hay más Liga Sur que Liga Norte.) Y nos ofrece un punto de referencia imprescindible para leer mejor la actual crisis.

 

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MAPA 1. Distribución territorial de las ayudas europeas, 1986-2006

(en miles de millones de euros).

Fuente: Unión Europea.

 

Imaginemos una sesión de Power Point en Frankfurt, Hamburgo, Colonia o Rotterdam. O en la cancillería de Berlín. Señoras y señores, la mayor operación de solidaridad de la historia ha concluido con el estallido consecutivo de tres burbujas en el solar hispánico: la burbuja inmobiliaria (con los bancos alemanes y franceses bien pillados); la burbuja de los bancos de desarrollo regional (las politizadas cajas de ahorro, en fase de desguace buena parte de ellas), y la burbuja de los parques fotovoltaicos, cuyas primas de escándalo han generado un negocio especulativo apenas disimulado por la nueva religión del medio ambiente. A los tres planes Marshall concentrados en veinticinco años (más de ciento veinte mil millones de euros) hay que añadir ahora el Fondo de Estabilización Financiera de la eurozona. He ahí la dimensión histórica de la actual crisis española.

Toma ahora la palabra el abogado defensor del orgullo hispánico. Cuidado con una excesiva mitificación del Plan Marshall. Tuvo más importancia en el plano político y psicológico que en el económico. Sentó las bases de la OTAN y de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, embrión de la actual Unión Europea. Redujo la angustia de las cartillas de racionamiento y atemperó el prestigio de los partidos comunistas en el mundo obrero occidental tras el arrollador avance del Ejército Rojo hasta Berlín. Contribuyó al crecimiento de Estados Unidos, puesto que la devastada Europa occidental dedicó buena parte de las ayudas a comprar víveres y demás productos de primera necesidad a Norteamérica. El general Marshall ayudó a muchos países a levantar cabeza, pero la gran recuperación de Alemania no se entiende sin la reforma monetaria de 1948, que alumbró el marco y puso las bases de una eficaz política antiinflacionista. Gracias a esa reforma monetaria existe el euro, y Alemania, sesenta años después, vuelve a ejercer un papel imperial en el interior de las acolchadas y contradictorias estructuras europeas. El Plan Marshall es un mito singularmente español gracias a la extraordinaria película de Berlanga. El Plan Marshall evoca nuestros fantasmas preferidos. La autarquía. Carpanta. El pañuelo con nudos en la cabeza y el botijo. El aislamiento. La emigración a Barcelona, a Madrid, a Bilbao y a Europa. Los primeros polígonos de periferia. La imperiosa necesidad de salir del hoyo. La pacífica y gradual recuperación de la democracia. «Nosotros no vamos a ser menos». La euforia europeísta de los últimos veinticinco años. La burbuja inmobiliaria. La alianza de don Quijote y don Juan Tenorio contra el Caballero del Verde Gabán durante quince años de fiesta económica, sin interrupción y sin suficiente reflexión. Y la enorme perplejidad actual. La enorme crisis actual.

Sigue en el uso de la palabra el abogado defensor de la virtud española. Hemos aportado más de cuarenta millones de consumidores al mercado europeo. Y hoy tenemos un país con excelentes infraestructuras: autovías libres de peaje, la mayor red de alta velocidad ferroviaria del mundo (2.600 kilómetros), parques tecnológicos y logísticos en cada esquina..., amén de polideportivos como jamás se habían visto, carreteras comarcales de primera división y mejoramientos materiales de todo tipo. Han sido unos años extraordinarios. El excelente drenaje de los fondos europeos ha legitimado la España de las autonomías, dando pie a un extraño federalismo, un federalismo camuflado, engañoso y vergonzante, que en los próximos años será reajustado en profundidad y uniformizado por una serie de leyes orgánicas que recentralizará España sin grandes mudanzas en la fachada, junto con una gran privatización o externalización privada de muchos de los servicios sociales que hoy dependen de las autonomías. Sin tocar la fachada, insisto, puesto que es muy complicado retirar una bandera cuando hace tiempo que cuelga de un balcón. Han sido años provechosos, en los que el himno madrileño del poeta Agustín García Calvo ha cobrado todo su sentido: «Madrid, Metrópoli», «capital de la esencia y potencia». Observen el mapa. Qué finura: un distrito federal con poco territorio que puede acreditar modestia en la recepción de las ayudas europeas, habiéndose beneficiado de ellas gracias al mapa radial de carreteras, autopistas y líneas de ferrocarril. Un ejemplo, uno solo: los túneles del Guadarrama, una de las mayores obras de ingeniería acometidas en Europa en los últimos años, dos túneles de 28,4 kilómetros imprescindibles para llevar el AVE a Galicia, a Oviedo, a Santander y al País Vasco, han costado 1.219 millones de euros y han sido financiados en un 85 % por los Fondos de Cohesión Europeos. En los libros de la contabilidad territorial figuran como inversiones en Castilla y León.

La distribución territorial de las ayudas europeas complementa muy bien un discurso oído en infinidad de ocasiones durante los últimos años. Un discurso que dice que «los impuestos los pagan las personas, no los territorios». Seguro que el lector ha oído esta frase lapidaria. Probablemente en una tertulia radiofónica. «Los impuestos los pagan las personas, no los territorios». Pronúncienlo en tono altivo y obtendrán un buen retrato del moderno esencialismo español. Don Quijote y don Juan Tenorio en sólida aleación, hasta convertir en invisible al modesto Caballero del Verde Gabán.

Si solo cuentan los individuos y no los territorios, ¿qué pasa con las ayudas y subvenciones europeas? En estricta aplicación de la nueva dogmática liberal, todos los españoles deberían recibir cada año un sobre con matasellos de Bruselas y 130 euros en su interior (21.630 de las antiguas pesetas). Ciento treinta euros por español censado y adiós inútiles reclamaciones territoriales que solo sirven para exacerbar la insolidaridad, el localismo y el egoísmo. Ciento treinta euros al año. La cifra no es inventada. La calcularon González Vallvé y Benedicto, los citados autores del libro La mayor operación de solidaridad de la historia. Tres planes Marshall. ¿Cómo lo calcularon? Comparando la ayuda europea recibida por España en términos per cápita con la del Plan Marshall, distribuida estadísticamente entre unos doscientos millones de europeos durante tres anualidades, a razón de unos veinte dólares por cabeza y año. Ponderando ambos cocientes con la Paridad de Poder Adquisitivo (PPA), un indicador que tiene en cuenta las variaciones de los precios y que evita la distorsión de las oscilaciones monetarias, los autores del estudio llegaron a la conclusión de que España ha percibido desde 1986 el equivalente a tres planes Marshall. Y muy posiblemente se quedaron cortos, ya que, junto con los fondos regionales, España recibe otro tipo de ayudas, en especial las subvenciones FEOGA (Fondo Europeo de Orientación y Garantía Agrícola) en el marco de los pagos compensatorios de la Política Agrícola Común (PAC).

Los fondos europeos van menguando, pero no se han interrumpido. La cifra actualizada, según fuentes oficiales, supera los ciento cuarenta mil millones de euros. Una cantidad colosal, que permite suscribir a la perfección la tesis de que España ha sido objeto de la mayor operación de solidaridad a un país desde el extranjero. La mayor de todas. Una masiva e inédita transferencia de dinero del todo imprescindible para entender la evolución sociopolítica de los últimos treinta años y para comprender mejor el vértigo de la actual crisis. Una aportación a chorro que explica el europeísmo de los españoles y que deja sin fundamento el dogma pretendidamente liberal de que los territorios no cuentan en las transferencias de esfuerzo fiscal. Que se lo pregunten a los alemanes.

Los territorios no pagan, pero cobrar, cobran. Y algunos mucho, por razones históricas de justicia y equidad que ni siquiera pueden ponerse matizadamente en discusión, ¡treinta años después!, so pena de excomunión y pública acusación de insolidaridad y connivencia con la extremista Liga Norte italiana (doctrina defendida por Felipe González y Carme Chacón después de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Catalunya y expuesta en un artículo conjunto publicado en el diario El País el 26 de julio de 2010 con el título «Apuntes sobre Cataluña y España»).

España ha edificado su verdad democrática con la ayuda de tres planes Marshall, muy bien aprovechados por la tríada formada por el poder regional, las empresas concesionarias de obras públicas (verdaderas potencias de la economía nacional) y el poderoso lobby de los ingenieros de caminos, sin el cual no se entiende el funcionamiento del Ministerio de Fomento, antes de Obras Públicas. Retengan la importancia de ese triunvirato: poder regional (partidos y cajas de ahorro)-empresas concesionarias de obra pública-ingenieros. Tres planes Marshall y un exagerado endeudamiento privado (banca, cajas de ahorro y, de nuevo, los grandes grupos constructores) del que ahora pagamos las consecuencias. Este es uno de los datos clave para entender el confuso presente. Un dato quizás incómodo para el incorregible orgullo hispánico. El viejo orgullo. La coalición de don Quijote y don Juan Tenorio contra el Caballero del Verde Gabán.