ELOGIO DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
Un enorme cuadro de la Inmaculada Concepción de María presidía la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española. Es un lienzo de sor Isabel Guerra, religiosa cisterciense del monasterio de Santa Lucía de Zaragoza, que destaca por ser una de las pocas pintoras de arte sacro con mayor renombre hoy en España. El dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por Pío IX, es una de las aportaciones de la Iglesia española a la doctrina católica. En recuerdo de ello, frente al palacio de la embajada española ante la Santa Sede, en la romana plaza de España, se alza un monumento que cada 8 de diciembre recibe la visita del Papa.
El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado en un momento de relativa estabilización de las relaciones entre la Iglesia española y el sistema político liberal, tras las fiebres anticlericales que culminaron con las leyes de desamortización de Juan Álvarez Mendizábal. Leyes que han quedado inscritas en la memoria colectiva y que supusieron la demolición de las bases del fuerte poder económico de la Iglesia católica en España.
Con tales antecedentes, la firma en 1851 del primer concordato entre el Estado español y la Santa Sede fue un acontecimiento de especial importancia. Los liberales moderados, acusados por los progresistas de capitulación, obtenían una importante legitimación de la jerarquía eclesiástica para hacer frente a los radicales y al carlismo, y la Iglesia, también criticada por sectores intransigentes de la opinión católica, asentaba su posición después de un largo periodo de turbulencias: la religión católica era proclamada «la única religión de la nación española con exclusión de cualquier otro culto», la educación quedaba sujeta a «la pureza de la doctrina de la fe», el Estado se comprometía a sostener económicamente al clero diocesano, se autorizaba, con cierta ambigüedad, una restauración paulatina de las órdenes religiosas masculinas y se aceptaba el derecho de los obispos a actuar con independencia en el desarrollo de sus funciones pastorales. El pacto de 1851 fue la gran piedra angular de las relaciones eclesiástico-civiles en España hasta el advenimiento de la Segunda República en 1931.
Afianzada, por lo tanto, una cierta estabilidad, la proclamación del dogma de la Inmaculada ofreció al poder religioso un interesante instrumento de persuasión ideológica. Un valioso icono popular que apelaba a la dignidad de la mujer en una fase incipiente de las nuevas corrientes de emancipación social. Seguramente, para los mozalbetes que hace quince días se manifestaron ante la catedral de Barcelona, con el apoyo de las juventudes de los tres partidos de la izquierda catalana, con una pancarta que decía IGLESIA ESPAÑOLA: HISTORIA DE UNA IMBECILIDAD ILUSTRADA, el dogma de la Inmaculada Concepción es una antigualla impresentable. Una cosa de marcianos. El lema de la pancarta ilustra hasta qué punto el fracaso escolar está causando estragos en Cataluña. El dogma de la Inmaculada es un episodio interesantísimo de la naciente sociedad industrial: reforzó la dignidad de la mujer en el imaginario popular y afianzó su papel de garante de la estabilidad familiar en un periodo de severa mutación social y de fuerte trasiego del campo a la ciudad.
Y podía haber sido un buen estandarte para una fuerza política católico-popular plenamente autónoma, como intentó Ángel Herrera Oria en los años treinta. Como se sabe, la democracia cristiana española —que no la CEDA— no pudo ser. Su consolidación quizá habría evitado el gran drama hispánico del siglo XX.
El cuadro de la Inmaculada ayer en la asamblea de la Conferencia Episcopal también podría evocar las actuales dificultades de la Iglesia para disponer de un atractivo mensaje «nacional-popular» en una sociedad fuertemente secularizada y gobernada por una fuerza política que ha adquirido un claro acento laico-liberal. Y el discurso moderado del cardenal Antonio María Rouco Varela debe interpretarse, en clave interna, como un esfuerzo centrista para asegurarse los votos necesarios para su reelección. Pero ofrece, asimismo, un interesante contraste con los sectores católicos que desearían un choque frontal con el Gobierno Zapatero, donde también se observan pulsiones en favor del pragmatismo.
Rouco, prudente, recordó ayer la apelación del Concilio Vaticano II para que la Iglesia no opere como fuerza política. Pero son vigorosos los sectores que, en Madrid y Roma, contemplan la política del Gobierno socialista como un laboratorio de laicidad cuya intención estratégica trascendería las fronteras españolas. Como una gran prueba piloto que algunos intelectuales de la esfera vaticana se atreven a situar en la órbita de las grandes logias masónicas de Bruselas y Estrasburgo. Como un enorme desafío, en definitiva. No fue ayer ese el tono de Rouco, que, como cardenal y buen gallego, domina con refinamiento el arte de bajar y subir las escaleras.
NOTAS SOBRE LA ESPAÑA BLANCA, QUE NO NACIONAL
Este artículo fue publicado en La Vanguardia en marzo de 2005, el día antes de que el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, perdiese por sorpresa la presidencia de la Conferencia Episcopal Española (le faltó un voto para reunir los dos tercios necesarios, según algunas versiones como consecuencia del error de uno de sus electores a la hora de votar). Es un artículo que habla de la España blanca, más que de la España nacional. La superposición y la confusión entre ambas es una desgraciada constante en la historia de este país, desde que el Altar, caído el Trono, estrechó su alianza con la Espada. La ausencia de un catolicismo con auténtica voluntad de autonomía política —tal y como intuyeron Jaime Balmes a mediados del siglo XIX y Ángel Herrera Oria a principios del siglo XX— es una desgracia histórica que todavía hoy pervive, con estragos muy dolorosos en la cultura y la política españolas.
Por ello resulta insólito y quizás hasta cierto punto extraño rememorar desde un ángulo no confesional el dogma de la Inmaculada Concepción. España tiene todavía algunas asignaturas pendientes y una de ellas es abordar seriamente la cuestión religiosa desde una perspectiva laica, con voluntad de diálogo; con doble voluntad de diálogo: desde la laicidad y desde la religión. En un país que durante siglos encarnó el «imperio católico» —el único imperio católico que ha existido a lo largo de la historia—, la Iglesia debería acostumbrarse, ahora sí, a vivir sin la perpetua protección del poder político, pero la abolición del constantinismo tampoco puede significar la tabla rasa: el catolicismo sigue siendo la principal matriz cultural de la sociedad española.