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EN CAMPO ABIERTO
Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía la merced y buen tratamiento que en su casa había recebido, pero que por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas al ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio.
El Quijote, segunda parte, capítulo XVIII: «De lo que sucedió
a don Quijote en el castillo o casa del Caballero del Verde Gabán,
con otras cosas extravagantes»
¿Adónde vamos?
Esta es la pregunta que domina la vida española, sin que las últimas elecciones legislativas, pese a su resultado inequívoco, hayan podido dar una respuesta clara y concluyente. El pasado 20 de noviembre de 2011 salió de las urnas un imperioso mandato: cambiar el cuadro de mando y dar entrada al partido político en la oposición; por desgaste de la fuerza gobernante y por su mejor identificación con el manejo técnico de la economía. La sociedad dio una indicación y expresó un estado de ánimo, sin poder hallar una respuesta completa a la pregunta. Por dos motivos: porque el programa del partido ganador era calculadamente ambiguo y porque una respuesta completa o cerrada es hoy, en la práctica, imposible, dada la complejidad de los factores que nos han conducido a la actual situación de crisis.
¿Adónde vamos?
A finales de 2008, cuando el editor Joaquim Palau me mostró el primer boceto para la cubierta de La deriva de España, el libro que estaba a punto de publicar y que consistía en una primera aproximación a las consecuencias políticas de la crisis en España, me asusté un poco. Era una cubierta muy contundente: la península Ibérica desgajándose de Europa, convertida en la balsa de piedra que un día imaginó el escritor portugués José Saramago. A decir verdad, la primera versión no incluía Portugal —era España en solitario la que se desprendía del continente—, de manera que le pedí encarecidamente a Palau que corrigiesen la ilustración. Creo recordar que se lo dije de una manera un poco solemne, quizás algo pedante: «Es la Península entera la que se halla en una incierta deriva, hoy más que nunca los destinos de España y Portugal están unidos». Una vez modificada, la imagen aún resultaba más inquietante. No era mi propósito sumarme a las teorías catastrofistas sobre el futuro de España que han circulado sin descanso desde que en marzo de 2004 el ambicioso proyecto de José María Aznar quedara bruscamente interrumpido por una pésima gestión de las consecuencias políticas y emocionales de los atentados del 11 de marzo en Madrid. Puesto que no quería sumarme a la pintura negra, escribí lo siguiente en la solapa del libro: «La deriva de España no significa exactamente lo mismo que España a la deriva. No es lo mismo. Soy en principio contrario al catastrofismo. Hay en este país demasiada gente que oculta un profundo deseo de que las cosas vayan mal. No me encuentro entre ellos, pero tampoco comulgo con ese optimismo fácil y azucarado que, demasiadas veces, caracteriza el actual oficialismo. Hay que defender la media distancia. Esa es mi opción».
Con el paso del tiempo, aquella cubierta fue cobrando actualidad hasta convertirse en una certera alegoría de la inquietante realidad: la península Ibérica virtualmente desgajada de Europa por los fortísimos impactos de la crisis financiera, flotando en el océano de la incertidumbre y amarrada al continente por unos cabestrantes cada vez más tensos. Portugal, con la economía directamente intervenida por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, y España, sujeta al euro por una intervención camuflada, que ha obligado a una modificación urgente de la Constitución conforme al dictado alemán. Tres años después de su publicación, la cubierta de La deriva de España tiene perfecta vigencia. Es plenamente actual.
¿Adónde vamos?
De acuerdo con la cartografía náutica, materia en la que los portugueses fueron verdaderos maestros, vamos hacia las costas de Brasil. Una balsa de piedra que consiguiese flotar en el Atlántico más allá de las Azores y de las Canarias sería conducida por las corrientes hacia la costa norte de Brasil, hacia las playas de Pernambuco, el lugar donde arribaron en los primeros meses del año 1500 los dos hombres a los que la historia adjudica el descubrimiento de un enorme país que fue bautizado con el nombre de un árbol de roja resina que los indígenas llamaban pau brasil. La historiografía española sostiene que el navegante Vicente Yáñez Pinzón fue el primero en llegar a Cabo San Agustín, el 26 de enero de 1500. La crónica portuguesa dice que el primero en arribar fue Pedro Álvares Cabral, el 22 de abril del mismo año. No nos vamos a pelear ahora, en la balsa de piedra, por un litigio de hace quinientos años. Todo indica que el Tratado de Tordesillas daba la razón a los portugueses. El compromiso con el que en 1494 España y Portugal se repartieron el Nuevo Mundo, gracias a la mediación del papa Alejandro VI (el legendario Rodrigo Borja), situaba aquellas lejanas costas en la zona del Nuevo Mundo reservada al dominio portugués. Si Yáñez Pinzón llegó primero, tuvo que ceder el pabellón.
Vamos hacia Pernambuco acompañados de viejas glorias en el interior de la balsa; con un Papa alemán en la cátedra de San Pedro y una irónica paradoja en la deriva oceánica: gracias a Brasil, las economías de España y Portugal no se hallan aún más dañadas. Brasil es hoy el mercado más robusto de las grandes empresas transnacionales españolas que están logrando sortear la crisis. Brasil es la gran tabla de salvación de la cuenta de resultados del Banco de Santander, de Telefónica y de Repsol, por citar los tres ejemplos más conocidos. Y Brasil es, junto con China y Angola, la gran esperanza de la maltrecha economía de Portugal. Con Brasil sueñan hoy miles de jóvenes universitarios, españoles y portugueses, en busca de un horizonte profesional que no hallan en sus respectivos países.
Brasil es el nuevo mito de la Iberia deprimida. La balsa de piedra se dirige hacia sus costas, como ya imaginó Saramago en aquella novela de 1987 en la que sus personajes principales cuentan en primera persona el alucinante viaje de la Península que se rompe por los Pirineos y acaba convertida en la Nueva Atlántida ante el asombro mundial. La insólita pieza de un nuevo orden, flotando en el Atlántico, lejos de Europa, sin chocar con las costas de Pernambuco. Una novela profética. En fecha reciente, otro autor lusitano, el economista Álvaro Santos Pereira, ministro de Economía de Portugal, ha sido más tajante y en un ensayo sobre la situación del país en 2010 (Portugal, na ora da verdade) ilustra la cubierta con una imagen de la Península en la que Portugal se hunde en vertical hacia el fondo del Atlántico, ante la indiferencia de España. Mayor crudeza, imposible.
¿Adónde vamos?
¿Adónde se dirige esa Nueva Atlántida aún sujeta a Europa por el cable submarino de la disciplina fiscal? La intención de este libro —el tercero que escribo en seis años sobre la política española— es la de esbozar una respuesta; esbozar, imaginar, intuir. Mi tesis es la siguiente: España se dirige hacia las costas de la MODESTIA, y si no sabe encontrarlas, si no acierta en el rumbo, va a sufrir graves padecimientos y quizá la dolorosa amputación de alguno de sus miembros. Modestia, concepto difícil de aquilatar. Palabra que no casa bien con el orgullo hispánico. Palabra que habrá que explicar bien. Observe el lector que no hablo de federalismo, de confederalismo, de Estado de las autonomías corregido o de Estado unitario; de la España plural o de la España centralista. Ni de una España más liberal, ni de una España más socialdemócrata. Llevamos demasiados años especulando sobre los ismos y los «modelos» como si la realidad social, la indiferente realidad del mundo siguiese obedeciendo de manera estricta a la voluntad humana y a los proyectos políticos organizados. Me temo que las últimas trincheras del voluntarismo han sido desbordadas. El sistema-mundo puede haber escapado ya a toda forma de control.
¿Adónde vamos?
Necesitamos aferrarnos al voluntarismo de los «modelos» para mantener una visión estable del desorden que nos circunda y no sucumbir a la sospecha de que todo está perdido. El voluntarismo necesario para superar el drama de las dos guerras mundiales y de la siniestra aparición de la bomba atómica ha determinado la biografía de varias generaciones: la moral de la reconstrucción y de la coexistencia, la bonanza material resultante de la recuperación posbélica; el enriquecimiento (de algunos) y la modesta prosperidad (de la mayoría); el despliegue de la tecnología en todos los pliegues de la vida cotidiana; el lenguaje amable y paternal de la democracia socializante; el tambor lejano de las guerras en el exterior del Palacio de Cristal y la irrupción en el mismo de la nueva religión ecologista. Así hemos vivido. Todo nos parecía susceptible de ser «diseñado». Pensado, previsto y ejecutado. Hegel, más tecnología, más velocidad de cálculo, más panteísmo ecológico: una ligera confianza en el devenir que ahora se ha estropeado. De una manera abrupta, áspera y acaso insuperable en el sur de Europa. La ilusión del «mañana será mejor» se ha trasladado a otros puntos del planeta: a Brasil, a India, a Sudáfrica, a Angola, a Egipto... ¿Podremos recuperar esa ilusión? ¿Regresará o, por el contrario, conviene ir madurando una nueva aceptación del mañana? Una idea modesta del mañana.
¿Adónde vamos?
Hay, de nuevo, sensación de intemperie y descontrol. Acelerado por sistemas informáticos que mueven miles de millones de dólares o de euros en décimas de segundo, el sistema-mundo se halla ya fuera del control humano. La cinética es la nueva fuerza absoluta. Movimiento en el interior del movimiento. Mobilis in mobili, como había intuido Julio Verne al buscar un lema para el Nautilus, el submarino futurista del capitán Nemo. La cinética es la nueva fuerza absoluta. Ninguna ideología, ningún método, ninguna religión, ninguna organización internacional, ninguna fuerza militar, ninguna alianza estable se halla en condiciones de abarcarla y dirigirla hacia un destino preconcebido. El mundo se desplaza muy probablemente hacia una fase de prolongada anarquía en la que las zonas seguras —aún sólidamente organizadas en naciones-estado, al modo de los palacios de cristal de las grandes exposiciones internacionales del siglo XX— coexistirán con regiones neofeudales sin apenas articulación estatal (ya está pasando en África), y con estados colonizados por la delincuencia organizada (ya está pasando en América Central y en Asia central y podría ocurrir en un futuro no muy lejano en la misma Europa del sur). Nos espera un mundo muy distinto del que habíamos imaginado. En Europa volverán a convivir, como en tiempos de Dickens, grupos sociales poseedores de una extraordinaria riqueza con zonas urbanas hundidas en la más extrema pobreza. Un mundo en el que la clase media, tal y como esta categoría social ha sido entendida y sublimada en los últimos decenios, tiende a desdibujarse y a desaparecer. Un mundo en el que naciones que habían alcanzado un prometedor nivel de bienestar pueden verse empujadas hacia la Quiebra Perpetua por la aleación de la crisis financiera con las contradicciones locales. Un mundo en el que nuevas formaciones imperiales como la Unión Europea corren el riesgo de implosión por la falta de empuje del núcleo reactor y por el peso muerto de una periferia súbitamente debilitada. Un mundo multipolar, dicen los analistas. Un mundo líquido, suele escribirse gracias al éxito de una metáfora del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que de tanto repetirse acabará adquiriendo estado sólido. Un mundo desplazado hacia Oriente. Un mundo paradójicamente menos violento que hace cincuenta años, en el que el valor de la vida humana ha ganado enteros gracias al papel civilizador de la democracia y de las comunicaciones instantáneas. Un mundo más democrático y más anárquico; más desigual y menos violento; más inaprensible y seguramente más humano.
(Las guerras han devenido conflictos de escala local o regional y la violencia social ha disminuido o se ha estancado en muchos países. En Europa, por ejemplo, hoy se registran menos muertes violentas que hace cinco décadas. Menos que hace diez años. En Estados Unidos, también. Hay millones de personas que siguen pasando hambre, sí; pero también hay menos homicidios en buena parte de los cinco continentes. Gracias a la globalización de los mensajes, la difusión instantánea de la información y la lenta mejora de las condiciones de vida en vastas regiones del planeta, el valor promedio de la vida humana ha aumentado. La vida de un hombre o de una mujer vale hoy más que el día en que Hitler dio la orden de instaurar el gueto de Varsovia o que Pol Pot decidió convertir Camboya en el corazón de las tinieblas. Y a la vez, el dolor-mundo sigue en aumento. La constante transmisión de informaciones sobre el drama humano desborda con creces el umbral de recepción de los individuos, generando una honda sensación de impotencia. A partir de un cierto umbral de información, el hombre se desentiende del hombre. Transmitido en directo, el valle de lágrimas resulta insoportable. Nadie puede vivir como propio el dolor de muchos por mucho tiempo. Solo pueden hacerlo los hombres santos, y de estos hay pocos. Embotado por todos sus llantos, el mundo acelerado deja de percibirse como un proyecto de mejora —Ilustración— y comienza a ser vivido como un proyecto irresoluble; como un no proyecto. El mundo acelerado es fractal. Cada fragmento reproduce en su interior las líneas de tensión generales. Regiones en constante fricción entre sí. Un mundo archipiélago con zonas emergidas y vastos territorios hundidos o semihundidos en la depresión económica. Una Italia medieval a escala planetaria. Quizá por eso se vuelve a hablar tanto de Maquiavelo.)
¿Adónde vamos?
Esa imposibilidad de seguir catalogando la realidad según modelos estables y preconcebidos, esa constante variabilidad de la geografía política, debería conducirnos racionalmente a la modestia. «Regreso a la modestia», pensaba que podía ser un buen titular para el libro que el lector tiene en sus manos. Pero no me he atrevido. En España, la palabra modestia conduce siempre al equívoco. España es un país vigoroso. Un país vigoroso y desorientado. Un país de 46 millones de personas, que ha duplicado la renta por habitante en solo dos décadas; que ha vivido quince años de crecimiento económico consecutivo; que ha incrementado de una manera muy notable —pese a los déficits persistentes— los niveles de educación y formación profesionales; que ha producido profesionales, artistas y deportistas de creciente relieve internacional; que había superado el complejo de inferioridad acumulado durante más de tres siglos de lenta decadencia; que casi se había olvidado de los grandes pesimismos del pasado... Su primera reacción ante la nueva adversidad económica fue la de no querer creerse el cambio de ritmo y de perspectiva. «No puede ser». El comportamiento de José Luis Rodríguez Zapatero negando obstinadamente la crisis no era excéntrico, aunque ahora, con la debida distancia, pueda parecer un desatino impropio de un político maduro. Aquella obstinación bebía de las encuestas y obedecía a un cierto patrón social. «No puede ser». Luego vino la irritación y la búsqueda del chivo expiatorio —el propio Zapatero, cómo no, atrapado por su levedad, su falta de experiencia y su irritante ausencia de sentido dramático—, y después han aparecido los primeros brotes de depresión. Más tarde, cuando se asiente la política del nuevo Gobierno, vendrá una dolorosa aceptación de la realidad, que podría degenerar en resignación y apatía según cómo evolucionen la economía y el liderazgo político. Se cumple así, a escala colectiva, el ciclo psicológico de los grandes traumas. Negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Son las cinco fases por las que pasan los pacientes a quienes se les ha diagnosticado una enfermedad terminal, según el modelo redactado en 1969 por la doctora suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross, precursora de los movimientos cívicos en favor de una muerte digna.
¿Morirá España?
No, pero va a sufrir un retroceso inimaginable hace apenas unos años; una vuelta atrás que no encaja narrativamente con las tres últimas décadas de hedonismo y democracia. Las elecciones legislativas de noviembre de 2011 se celebraron a caballo entre la irritación y los primeros síntomas de negociación y aceptación de la nueva realidad. La propia victoria del Partido Popular por mayoría absoluta contiene elementos de ambos estadios psicológicos: irracional esperanza en el milagro y pragmatismo. ¿Dónde encaja la modestia en la cadena traumática de la doctora Kübler-Ross? No es fácil adivinarlo, pero seguramente se situaría en la segunda fase del proceso.
La palabra modestia es problemática en España, decía antes. Para muchas personas, modestia significa falta de empuje y de ambición; resignación, quietud, indeterminación, miedo, ausencia de arrojo y valentía, pobreza de espíritu, pusilanimidad y, en última instancia, rendición. Y un español —dice el tópico— no se rinde jamás. La modestia no encaja bien con la épica. No hace falta recurrir a los ejemplos de la guerra civil, a la lúcida tozudez del doctor Negrín o a la heroica obstinación del general Moscardó para certificarlo.
Sin embargo, acaso sea la modestia la única virtud que puede aliviarnos de la gran depresión del ciclo Kübler-Ross. La modestia como mecanismo de diálogo con la realidad, como guía para el reconocimiento de los nuevos límites y como eficaz reductora del engreimiento.
¿Adónde vamos?
A la modestia. A una modestia fraudulenta —a una nueva humillación de los que menos tienen como ritual expiatorio por los excesos cometidos—, o a la modestia pactada. ¿Y si el Caballero del Verde Gabán resurgiese como enseña de la España que se esfuerza por salir del atolladero en este inquietante arranque del siglo XXI? Frente a la tentación castiza, erasmismo. Frente a los impulsos reactivos que empujan a un repliegue histérico, una moral del esfuerzo, abierta, inteligente, moderada e integrativa. Frente a los síntomas de pánico, el ademán tranquilo de una España inteligente y modesta. Frente a la frivolidad de la izquierda encerrada en sus juegos de palabras, un modesto regreso al principio de realidad.
Aterricemos, aunque sea por un momento, en el pedregal de la actualidad. La tentación casticista es fuerte y persigue a la derecha española desde el origen de sus tiempos. Tradición, enroque, recelo, descaro y un punto de aventurerismo. Una tensión irresuelta con el alma popular a la que nunca logra encuadrar y disciplinar en su totalidad. En estos meses de aguda crisis económica, el casticismo ha regresado como posible válvula de escape. El miedo ante una situación fuera de control. El miedo a una nueva decadencia cuando España parecía haber despegado. El compulsivo deseo de las élites políticas, económicas y funcionariales mejor colocadas bajo la sombra protectora del Estado de proceder a un nuevo acopio de poder ante el riesgo de que «todo estalle». Y un constante reduccionismo en la lectura de los acontecimientos internacionales: la eterna falta de curiosidad por los matices de nuestro entorno.
Frente a esta pulsión, la izquierda también presenta una réplica castiza. Literalmente aterrorizado por la gravedad de la crisis y por la posibilidad cierta de quedar inscrito en la historia como el peor presidente de la historia desde la pérdida de Cuba y las islas Filipinas, José Luis Rodríguez Zapatero se refugió en 2010 en su cápsula provincial. Se encerró en el cuarto de las herramientas que todo especialista tiene en su casa. Zapatero, ha quedado claro, era un habilidoso secretario provincial de partido. Como tal llegó a Madrid; como tal tuvo la suerte de conquistar la secretaría general del PSOE en 2000; como tal tuvo la inmensa fortuna de ganar las elecciones generales de 2004 tras el grandioso error de Aznar y su equipo en los idus de marzo; como tal enredó las cuestiones vasca y catalana en su primera legislatura sin apercibirse de los negros nubarrones que se insinuaban en el horizonte económico; como tal ganó por mayoría simple las elecciones generales de 2008, unos comicios en los que podía haber alcanzado la mayoría absoluta obligando al centroderecha español a una revisión a fondo de su identidad y de su programa; como tal fue engullido por la escalofriante evolución de la crisis; como tal fue perdiendo de forma gradual el favor de su partido, y como tal dedicó sus últimos meses en la Moncloa a construir el puente de plata que le garantizará un retiro tranquilo en León. O en Madrid.
Aterricemos, sí. Es aleccionadora esa imagen final de Zapatero. El secretario de partido en su sala de bricolaje. Una tarde de café con pastas en la Moncloa, a finales de julio, Zapatero le confiesa a Aznar que ha cometido «diversos errores», le elogia con astucia sus conocimientos de política internacional y se ofrece a propiciar «grandes acuerdos institucionales» entre los dos partidos, para que Mariano Rajoy no quede en manos de «los catalanes» en el supuesto de que el 20-N se salde con una mayoría relativa del centroderecha. El hombre de la «España plural», el político que en una ocasión afirmó en el Senado que el concepto de nación española le parecía relativo, buscando el amparo de su gran antagonista. Primum, vivere. Le adula. Le regala los oídos. Hay momentos en los que lo más importante es suscribir una buena póliza de seguros. Observen cómo ha acabado José Blanco, el hombre que más ayudó a Zapatero a ganar el congreso socialista del año 2000. Bruscamente apartado del primer plano por un golpe de mar en las costas de Finisterre. Blanco se olvidó de suscribir una póliza de seguros cuando las cosas empezaron a ponerse feas. Olvidó que Madrid no perdona a los hombres de provincia cuando caen en desgracia. Zapatero, más frío, más gélido y seguramente mejor informado de los peligros que le acechaban, no hizo otra cosa que buscar una salida tranquila desde el día en que los poderes de este mundo —el presidente de Estados Unidos, el primer ministro de la Repúbica Popular China, la canciller de la República Federal Alemana y el presidente de la República Francesa— le llamaron a la Moncloa con una común admonición: «Señor presidente, cambie de política, frene en seco el déficit español o el euro va al desastre». Fue el 10 de mayo de 2010.
Mientras Zapatero tomaba café con Aznar en la Moncloa, Luis María Anson, que nunca ha dado puntada sin hilo y sigue en la misma tónica pese a su ancianidad, chuleaba al presidente desde las páginas del diario El Mundo advirtiéndole que la investigación judicial sobre el presunto chivatazo a ETA durante el denominado proceso de paz (el conocido como caso Faisán) podía efectuar un salto de calidad, centrándose las indagaciones en el complejo de la Moncloa y en el staff de la presidencia del Gobierno. En el verano de 2011, con las bolsas amenazando un derrumbe colosal de la economía, el hombre que presumía de haber sido el primer presidente socialista de España después de Juan Negrín, tenía un miedo razonable. Un secretario de partido listo, provincial, habilidoso, astuto, ambicioso, idealista, gélido, poco viajado y temerario en sus ratos libres, completamente desbordado por una crisis económica que pone en cuestión las bases sobre las que se reconstruyó Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Un hombre con una notable voluntad de poder al que le ha fallado el sentido de la proporción entre las dimensiones reales del mundo y su idealización de la democracia deliberativa. Un escueto quijote de izquierdas que al verse en dificultades no dudó en abrazar el cinismo de don Juan Tenorio: puesto que la Historia me abandona, responda ella y no yo.
Llamé al cielo, y no me oyó,
y si sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, no yo.
Presionado por el Banco Central Europeo y por el directorio franco-alemán, Zapatero ponía en marcha a principios de septiembre de 2011, cuatro semanas después de su encuentro con Aznar, una reforma urgente del artículo 135 de la Constitución para inscribir el principio de austeridad presupuestaria en la Carta Magna española. El pacto quedó zanjado con una rápida conversación con Mariano Rajoy, obviamente interesado en que el partido socialista aprobase aquello que el Partido Popular había propuesto un año atrás. Zapatero evitó dirigirse a los españoles para justificar una medida inédita en treinta y cuatro años de democracia. Ni siquiera solicitó ser entrevistado por Televisión Española. Se reformó la Constitución como si se aprobase un reglamento de urgencia en estado de guerra. Aterrorizado ante la posibilidad de que su nombre quedase asociado al de una intervención de España por parte de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, el secretario provincial lanzaba un torpedo a la frágil línea de flotación del improvisado candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Todos los guiños sobre una hipotética renovación de la democracia en España se convertían en mueca. Todas las complicidades socialistas con el movimiento 15-M, hábilmente ensayadas por Rubalcaba durante las acampadas de mayo y junio en la Puerta del Sol de Madrid, quedaban en papel mojado. A finales de septiembre, en un episodio oscuro y difícil de explicar desde la racionalidad política, los consejeros del PSOE y del PP en el Consejo de Administración de TVE decidían tener acceso a la agenda informática de los servicios informativos, esto es, a la escaleta de los telediarios y a los documentos en los que aparece reflejada la labor de los periodistas. Escándalo mayúsculo y retractación en veinticuatro horas. En solo un mes, la España oficial que decía escuchar y tomar nota de las protestas de los indignados procedía a la reforma de la Constitución sin un mínimo debate público e intentaba el asalto político a los telediarios. ¡Toma 15-M! Don Quijote, arrollado por la áspera realidad, echándose en brazos de don Juan Tenorio. Después de la enajenación idealista, el regreso a un cinismo de baja intensidad.
Frente a esas dos pulsiones que he intentado describir —el casticismo de derechas y el cinismo de la izquierda asustada—, hay que reivindicar al Caballero del Verde Gabán. Austeridad, ponderación, mesura, solidez y un respetuoso sentido de la realidad para hacer frente a un futuro áspero y difícil. Modestia contra prepotencia; ponderación frente a aventurerismo; mesura frente a gratuita excitación; cuajo y solidez frente a vacuidad ideológica. El moderantismo de don Diego de Miranda como razón práctica de la España que durante veinte años deberá trabajar duro, muy duro, para levantar cabeza.
A dos acreditados defensores de un centroderecha moderado como son José Antonio Zarzalejos y Valentí Puig, ambos figuras de referencia del diario ABC hasta hace unos años (Zarzalejos, director en dos ocasiones; Puig, columnista de cabecera), les gusta hablar del moderantismo, palabra con brillos caoba del siglo XIX. Moderantismo y modestia, casan bien, aunque la primera acepción tiene ecos de casa de antigüedades y la segunda sabe a café con leche con poco café. Admito que es una combinación sin casta. «¿Moderan... qué...?». A la raza no le gusta la moderación. La raza no está para medias tintas. El casticismo es alérgico a la modestia. El quijotismo es alérgico a la modestia. El cinismo del Tenorio es enemigo de la modestia. El señorío de los fueros vasco-navarros es alérgico a la modestia. El tronío andaluz es alérgico a la modestia. El atrevimiento valenciano es alérgico a la modestia. La voluntad de poder madrileña es alérgica a la modestia. La ensoñación catalanista es, en algunos casos, alérgica a la modestia. Más de media España es alérgica a la modestia, atributo que las clases altas, las bajas y las de en medio suelen asociar a la debilidad, a la falta de espíritu y vigor, al repliegue, al declive, a un posible retorno a la pobreza y, en definitiva, a la resignación.
Moderantismo suena a disimulo de derechas y a tecnología centrista. Y modestia no sería la palabra favorita de los españoles en un concurso de televisión. ¿Una España erasmista para sintonizar con la Alemania protestante? Bueno, no exageremos. El Caballero del Verde Gabán no es otra cosa que una buena metáfora. No hace falta recurrir a ejemplos extranjeros para invocar una España modesta y moderada. Los tenemos en nuestra propia tradición literaria. Están en El Quijote, el libro de las Españas.