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Y EL PRIVILEGIO VASCO SEGUIRÁ EN PIE
El País Vasco goza de dos privilegios, además de ese extraordinario paisaje con tots els colors del verd, que tan bien cantó Raimon. El primero, ya subrayado en capítulos anteriores, consiste en no aportar prácticamente ni un euro a la caja común del Estado. Cuando se inaugura una escuela pública en Cáceres o en Lugo, puede afirmarse sin riesgo de error que una parte de la inversión proviene de la recaudación fiscal de Madrid y Barcelona —los dos grandes motores de la denominada solidaridad interterritorial—, pero ni una modesta pizarra habrá sido pagada con la renta de los contribuyentes de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava. Tampoco por los de Navarra. Es el cupo. Es el convenio. Es el precio que en 1878 pagó Antonio Cánovas del Castillo a la burguesía vasca para poder suprimir los antiguos fueros, tenaces supervivientes del abrazo de Vergara entre liberales y carlistas. Es la única asimetría sancionada por la Constitución de 1978. La balanza fiscal vasco-navarra es uno de los secretos mejor guardados del Estado español.
El segundo privilegio tiene que ver con el espejo de Narciso y se refiere al desproporcionado espacio que los asuntos vascos vienen ocupando en la vida pública española desde hace treinta años. Desde el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco en noviembre 1973, puede afirmarse que la política española no ha dejado de estar condicionada, ni un solo instante, por la endiablada dinámica vasca: por el terrorismo de ETA y por sus siniestras radiaciones. Es un hecho incuestionable que la transición estuvo muy mediatizada por el temor al golpe militar, pero no es menos cierto que las fuerzas involucionistas se alimentaron de las bombas y de los asesinatos de los separatistas vascos. Sin ETA, la democracia española sería hoy distinta.
La cuestión vasca se ha convertido, por lo tanto, en el punto de fuga del paisaje español, el punto en el que desde hace treinta años acaban convergiendo todas las tensiones. Un paisaje y tres cuadros.
Cuadro número uno.— La aplastante victoria del PSOE en 1982 podía haber modificado la estructura del paisaje, pero los socialistas —seguramente acuciados por el espectacular incremento de la actividad terrorista y poseídos por la soberbia inherente a toda mayoría absoluta— se dejaron llevar por la locura de Ricardo García Damborenea y de otros dirigentes de su partido en Euskadi. El GAL no solucionó nada y lo empeoró todo, acabando de desprestigiar al Estado ante la juventud vasca. El GAL acabó siendo la cuerda en la que moriría ahorcada la hegemonía socialdemócrata en España. El PSOE vuelve hoy a gobernar, es cierto, pero sus complicidades sociales ya no tienen el espesor de la red que protegió a Felipe González durante catorce años.
Cuadro número dos.— Después de sobrevivir a un coche bomba, José María Aznar alcanzó el poder tras una eficaz explotación política del escándalo del GAL. Ocho años después acabaría siendo víctima —primero víctima emocional y después víctima política— del terrorismo vasco. Su obcecación le llevó a comportarse el 11 de marzo como un nuevo capitán Achab: creyendo ver a la ballena blanca por todas partes, no percibió la verdadera dimensión de la ola que se le venía encima. Con todo, su estrategia antiterrorista ha sido la más eficaz del periodo democrático. Ha dejado a ETA muy debilitada y a Batasuna arrinconada (con un efecto colateral nada desdeñable: el fortalecimiento del ala soberanista del Partido Nacionalista Vasco). Quizá porque su abuelo, el periodista Manuel Aznar, había nacido en Bilbao y de joven escribió en el diario del PNV con el seudónimo Imanol, Aznar siempre ha entendido muy bien que la «cuestión vasca» es un asunto de fuerza: gana quien tira de la soga con más fuerza. Tanto lo creyó así, que se dejó llevar por la tentación de descalabrar al PSOE con la política antiterrorista.
Cuadro número tres.— José Luis Rodríguez Zapatero, que alcanzó el Gobierno gracias a la cadena de errores cometidos por Aznar, todavía no ha cometido ninguna equivocación irreparable —la veloz retirada de Irak ha sido compensada por el sacrificio español en Afganistán, la renovación del Estatut de Catalunya es un asunto todavía abierto—, pero sus movimientos en el norte entrañan serios peligros, aunque hayan sido recibidos con prudente optimismo e incluso una velada aura de esperanza. Después del GAL es más que lícito dudar de la pericia de los socialistas vascos, aunque su línea de actuación sea hoy radicalmente distinta a la de quienes en los años ochenta creyeron que se podía acabar con ETA recurriendo al gansterismo.
Podría decirse que los vascos son protagonistas destacados de la vida política española a pesar suyo. Sin duda, la gran mayoría de los ciudadanos del País Vasco desean que se acabe el terrorismo y están más que dispuestos a convertirse en habitantes de un tranquilo territorio del norte; una Bretaña española. Los medios de comunicación hablarían menos de ellos, pero el privilegio económico no se lo quitaría nadie. Por mucho que los políticos catalanes se esfuercen en mejorar la financiación de la Generalitat, Cataluña jamás tendrá un concierto económico como el de Euskadi, por la sencilla razón —como ya hemos visto en páginas anteriores— de que ello supondría la quiebra del Estado español. Por este flanco, los vascos pueden estar muy tranquilos: los políticos catalanes se quejan mucho, han dado un paso adelante al cuestionar el actual reparto de los flujos fiscales, pero es muy difícil que se atrevan a cuestionar el único privilegio realmente existente en España. Como dicen algunos tertulianos de Madrid, el vasco es «un privilegio constitucionalizado». ¡Y hay de quien ose tocar la Constitución!
Impelido por un sentimiento romántico que cree ver en el pueblo vasco un ejemplo a seguir, el nacionalismo catalán jamás se atreverá a cuestionar que en pleno siglo XXI siga vigente una regalía del siglo XIX, cuya amplitud —el concierto también beneficia a Navarra— dificulta cualquier corrección seria de los flujos fiscales en España. La ecuación es sencilla: si las haciendas del País Vasco y Navarra aportasen a la caja común en una proporción similar a Cataluña y Madrid, los catalanes podrían reclamar un mejor trato sin riesgo de suscitar la inquina de la España meridional y de otras regiones relativamente pobres, como Galicia. Todo sería mucho más sencillo. Lo más complicado sería dilucidar qué grado de asimetría le proporciona a Madrid el provechoso ejercicio de la capitalidad del Estado. Sin el cupo vasco la cuestión territorial sería un poco más llevadera.
El único político que se ha atrevido a enfocar las cosas desde este punto de vista —aunque a su manera y con su peculiar lenguaje— ha sido tildado de loco. Pocas veces alguien había recibido tantos garrotazos dialécticos como Pasqual Maragall el día que el actual presidente de la Generalitat se atrevió a cuestionar el cupo vasco. Con qué virilidad le arrearon, sin distinción de credo y de siglas, populares, socialistas, peneuvistas, alkartasunos, batasunos y requetés navarros. ¡Con qué virilidad arrean los vascos cuando hay que defender el privilegio! Quizás en este punto tenga razón Jon Juaristi cuando escribe en El bucle melancólico que el sentido último del mal llamado conflicto vasco es el deseo de mantener «el privilegio tradicional de ser españoles con carné de primera, de ser unos españoles privilegiados».
Seguramente la mayoría de su población sueña con un País Vasco de perfil suizo, toda vez que el drama del terrorismo no ha supuesto la quiebra de su economía, cada vez más próspera. He ahí un dato de primer orden, que se suele pasar por alto. A principios de los años ochenta estaba muy extendida la opinión de que el terrorismo de ETA acabaría arruinando a la sociedad vasca. Veinticinco años después, esta hipótesis ha resultado ser del todo falsa. Pese a la violencia organizada, pese a la extorsión sistemática de empresarios y profesionales liberales; pese a una situación política instalada de manera permanente en el laberinto, la economía no se ha resentido y ha sido capaz de atraer numerosas inversiones extranjeras. ¿Cuál es el secreto? Sin duda la reconocida capacidad de iniciativa de los empresarios vascos, pero también una política de promoción industrial generosamente subvencionada por el cupo. He ahí una tremenda paradoja: el terrorismo ha combatido a la autonomía en nombre de la independencia y de la arcadia abertzale, pero ha sido gracias a la autonomía que la sociedad no ha acabado arruinada por los terroristas y por el mito independentista.
La pregunta, sin embargo, es si las élites vascas, acostumbradas a desempeñar un papel de primer orden en la vida española (en las finanzas, en el alto funcionariado del Estado, en la intelectualidad y en el periodismo) también sabrían adaptarse a una súbita extinción del País Vasco como «anomalía», como constante piedra de toque del enrevesado cuadro español. No estoy afirmando, en absoluto, que empresarios, altos funcionarios, periodistas e intelectuales vascos ubicados en Madrid deseen en algún modo la continuidad del terrorismo; solo constato que la permanencia de un trasfondo dramático les ha proporcionado —aun en contra de su propia voluntad, de sus sentimientos y de su propia seguridad personal— un relieve especial, unos como potenciales víctimas, otros como expertos o entendidos en una situación inescrutable para la gran mayoría de los españoles. La pregunta, por lo tanto, no es si desean el fin del drama —se da por supuesto de que sí y además en mayúsculas—, sino cómo vivirían la extinción de una situación que durante años les ha proporcionado un rol especial en el ruedo español. ¿Cómo la viviría el Partido Nacionalista Vasco?
Quizá sea muy impertinente plantear así la cuestión, pero hay un dato que jamás debe perderse de vista: la violencia de ETA se disparó con el advenimiento de la democracia y se convirtió en un fenómeno crónico en la medida en que fue convirtiéndose en un factor añadido a la libre competición política. Antes de la muerte de Franco, el tirano al que decía combatir, ETA cometió 43 asesinatos; en los tres años siguientes —entre las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 y el intento de golpe de Estado de febrero de 1981— la cifra de muertos superó los doscientos debido, sobre todo, a la competición frenética entre las dos facciones que entonces tenía la banda: la militar y la político-militar, disuelta esta última en 1982. El fenómeno de ETA tiene más que ver con la democracia que con la dictadura, aunque sus orígenes haya que buscarlos en el pasado, en una larga y compleja secuencia de acontecimientos históricos —que van desde la humillación sufrida por los gudaris vascos en el puerto de Santoña al abortar el general Franco su rendición a las benevolentes tropas italianas, hasta la peculiar incidencia del Concilio Vaticano II en la Iglesia católica vasca que acabó llevando a muchos curas hasta inauditas posiciones de extrema izquierda—. ETA ha seguido existiendo por el fanatismo de sus dirigentes, obviamente, pero también por su capacidad de intervenir en el mercado político vasco y español. Es la famosa imagen atribuida a Xavier Arzallus en una reunión con dirigentes de Herri Batasuna en 1981: unos agitan el árbol y otros recogen las nueces.
El gran problema es que entre las nueces esparcidas hay muchas que son terriblemente amargas. Casi un millar de familias españolas tienen a un familiar directo asesinado por ETA. Y casi veinte mil familias más tienen en su seno secuelas de algún atentado. Cualquier acuerdo que ayude a poner fin a la violencia terrorista deberá tener en cuenta a estas personas, que harán oír su voz; quizá no de una manera unánime —puesto que la condición de víctima del terrorismo no supone la adopción automática de un único credo político— pero sí con el deseo compartido de que su sufrimiento no acabe siendo banalizado.
La multitudinaria manifestación de protesta contra toda negociación con ETA celebrada en Madrid el 4 de junio de 2005 fue algo más que una demostración de fuerza del Partido Popular. Es evidente que el PP movió los hilos de la convocatoria y que la hizo coincidir en el tiempo con otras dos manifestaciones —la de Salamanca contra la devolución de parte del Archivo General de la Guerra Civil Española a la Generalitat de Catalunya y la de los movimientos católicos contra el matrimonio entre homosexuales— con el propósito de influir en las elecciones autonómicas gallegas. No hay muchas dudas sobre eso, pero quien haya asistido a esa manifestación sabe que allí se respiraba «algo más» que un apoyo explícito a la línea dura del PP. No será fácil cicatrizar las heridas. Alguien deberá pedir perdón por el mal causado. Y esa petición de perdón no parece próxima en el horizonte.
El riesgo más inquietante de la política desplegada por José Luis Rodríguez Zapatero en relación con el País Vasco es que ETA pueda creer en la posibilidad de un final banal de sus actividades; en una especie de extinción silenciosa, recompensada con el reintegro de Batasuna a la legalidad y con graduales medidas de gracia o benevolencia: acercamiento de presos al País Vasco y una eventual reducción de penas a los presos sin delitos de sangre.
El actual presidente del Gobierno no solo tiene el derecho, sino también la obligación de intentar un final. En su lugar, un primer ministro del PP no se quedaría atrás. En circunstancias más adversas que las actuales, Aznar tanteó el terreno e incluso se refirió en una ocasión al entorno de ETA como «Movimiento Vasco de Liberación Nacional». Cuando tuvo necesidad de ello, Aznar supo ser muy flexible.
El riesgo principal reside, a mi modo de ver, en la propia densidad de la coyuntura política española. El presidente del Gobierno que consiga anunciar un día a los españoles que ETA se ha rendido o ha renunciado a las armas probablemente obtendrá un sólido premio electoral. Y alguna empresa de mármoles recibirá de inmediato el encargo de esculpir una placa donde ponga «Al pacificador». No es broma. Esa placa ya existe en Madrid. Se encuentra en la calle de Alcalá confluencia con O’Donell, a los pies del monumento ecuestre al general Baldomero Espartero, el hombre que puso fin a la primera guerra carlista. Dice el pedestal: A ESPARTERO, EL PACIFICADOR. 1839. LA NACIÓN AGRADECIDA.
La actual desunión de los dos grandes partidos sobre la política antiterrorista facilita objetivamente que ETA juegue a regalar —o a regatear— la franquicia de el pacificador, en búsqueda de un final suave, avivando así la durísima competición política ya existente. El talento táctico de determinadas personas próximas a ETA no es nada despreciable. No lo ha sido nunca.
Una cosa, sin embargo, es prácticamente segura: en el siglo XXI los vascos y los navarros no perderán las regalías obtenidas en el siglo XIX. La salida al laberinto tardará muchos años o quizá pocos; será Zapatero el pacificador o quien le suceda en la Moncloa; habrá paz o quizá seguirá persistiendo una guerra sorda e intermitente. Pero el privilegio, como la casa del padre que cantaba Gabriel Aresti en el poema «Harri eta Herri»[1] seguirá en pie.