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TEORÍA DE LA CATÁSTROFE
Una de las novedades que parece traer consigo el nuevo siglo es la consagración de la catástrofe, de lo imprevisto, como acontecimiento político. La destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 se ha convertido en una metáfora tan rotunda de los nuevos tiempos que desde aquella fecha cada sobresalto, aunque no esté necesariamente vinculado al terrorismo —un terremoto, el hundimiento de un petrolero, una extraña gripe en Oriente, un tsunami o un huracán de efectos devastadores— reaviva la sensación colectiva de inseguridad y se convierte en una dura prueba para los poderes públicos. Atentados terroristas, catástrofes naturales y accidentes de grandes dimensiones son acontecimientos de muy distinta naturaleza —en unos interviene la mano del hombre y en otros no; en unos interviene de manera voluntaria y en otros no—, pero ocupan planos paralelos en el Reino de lo Imprevisto.
Desgraciadamente, España se ha convertido en un buen ejemplo de la alta capacidad de intervención política que ha adquirido la tragedia. En ninguna otra democracia liberal del mundo se ha producido un vuelco electoral bajo el estado de shock provocado por un atentado terrorista con casi doscientos muertos. Aunque en muchos aspectos la reacción de la sociedad española ha sido ejemplar —en los meses posteriores al atentado no se registró ningún brote de xenofobia contra la numerosa población musulmana instalada en el país—, los hechos de marzo de 2004 serán objeto de controversia durante mucho tiempo.
El fenómeno no es nuevo. Unos años antes del 11-M, la catástrofe ya había dado señales de vida en España como fenómeno político de alta intensidad. Me refiero, evidentemente, al hundimiento del petrolero Prestige. Los hechos son conocidos, pero vale la pena recordarlos con cierto detalle porque el naufragio ocurrido frente a las costas de Galicia el 13 de noviembre de 2002 no tardaría en provocar la súbita coagulación de una corriente de opinión fuertemente contraria al cambio de estilo manifestado por el Gobierno Aznar en su segunda legislatura.
Tras obtener la mayoría absoluta en las elecciones de 2000, el líder indiscutido del Partido Popular se mostraba extremadamente desinhibido. Liberado de la necesidad de pactos en el Parlamento, el partido único del centro derecha pasó a mandar a la hispánica manera: sin reparar en gestos. Aznar explayaba su personalidad, quizá demasiado tiempo reprimida, a la vez que ponía en marcha un ambicioso proyecto de «renacionalización» de la vida pública española. Su objetivo último era disminuir drásticamente la influencia de las minorías nacionalistas y regionales en la gobernación del país mediante la reforma del artículo 68 de la Constitución que consagra la elección de los diputados por circunscripción provincial «atendiendo a criterios de representación proporcional». En aquel tiempo, el líder del PP daba la impresión de verse a sí mismo como un nuevo Cánovas del Castillo. Pero no hay Cánovas sin Sagasta. El Práxedes Mateo Sagasta de un PSOE «renacionalizado» podría haber sido el presidente manchego José Bono, de no haberse cruzado en su camino un joven diputado leonés llamado José Luis Rodríguez Zapatero, ganador del XXXV Congreso del PSOE por solo nueve votos de ventaja, gracias al decisivo apoyo de la corriente guerrista y del socialismo catalán.
La búsqueda de una duradera hegemonía del centro derecha en un país que mantenía y mantiene una ligera inclinación sociológica hacia el centro izquierda le exigía a Aznar introducir algunas atmósferas más de presión en los medios de comunicación públicos y en aquellos privados susceptibles de ser reorientados. Un clima de oficialismo, de un oficialismo seco y ministerial, comenzó a apoderarse del país en la segunda legislatura de los populares, hasta que la presión disparó una válvula de escape: el caso Prestige.
Si el periodismo político, en lugar de vivir exclusivamente pendiente de las señales de la Moncloa, del Parlamento, de los partidos políticos, de los lehendakaris y de los jefes de las centrales sindicales, tuviese tiempo para cruzar sus datos con las principales noticias económicas y culturales, además de las internacionales, obtendría retratos mucho más completos e interesantes de la actualidad. También más complejos de elaborar, por supuesto. Aquel año 2002 tuvo gran éxito de público una película titulada Los lunes al sol en la que, curiosamente, aparecía un barco. Un transbordador a bordo del cual los protagonistas del film atravesaban la ría de Vigo para acudir a su agonizante puesto de trabajo en la industria naval. Es una película amarga, de una gran intensidad humana, que plantea crudamente el problema del paro, sin recurrir a la ácida ironía de Full Monty, la famosa comedia británica en la que un grupo de obreros ingleses en paro acaba organizando un espectáculo de streaptease masculino.
En aquel momento, la economía española estaba muy lejos de la depresión, el paro había bajado notablemente y el nivel de consumo seguía siendo muy alto. España iba bien, como le gustaba repetir a Aznar, que acababa de soportar la primera huelga general contra la política laboral de su Gobierno en un clima de fuerte tensión con los sindicatos y la oposición. La huelga tuvo un seguimiento más bien irregular, pero fue especialmente intensa en Cataluña, donde comerciantes y profesionales liberales de muchas ciudades se sumaron a la misma. Con los sensores siempre bien activados y con la vista puesta en la difícil sucesión de Jordi Pujol, Convergència i Unió comenzaba a distanciarse del Ejecutivo, ante la alarma del ministro de Economía Rodrigo Rato, uno de los hombres más inteligentes del gabinete. Todo eso ocurría en junio. Impasible el ademán, Aznar inició el nuevo curso casando a su hija por todo lo alto en la basílica de El Escorial, con asistencia de un notable elenco de mandatarios extranjeros.
En este contexto se produjo el éxito de Los lunes al sol. En los tablones de anuncios de muchos lugares de trabajo era frecuente ver aquellos meses carteles y rótulos jugando con el título de la película y con la imagen de un doliente Javier Bardem a bordo del desvencijado transbordador. Algún click se había disparado. Un deseo de ir a la contra estaba en marcha.
El hundimiento del Prestige lo acabó de activar. El accidente era importante, pero la secuencia informativa del mismo fue rápidamente alimentada por el comportamiento de las autoridades, que parecían empeñadas en minimizar el alcance de la marea negra, cuya propia existencia llegaron a negar. Al cabo de unos días se supo que los dos políticos con un mayor nivel de responsabilidad en la gestión del accidente, el ministro de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos, y el presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga, se hallaban de asueto en los momentos clave del suceso. Cascos estaba cazando rebecos en el Pirineo y el siguiente fin de semana se fue a esquiar a Sierra Nevada, impartiendo órdenes por teléfono mientras los voluntarios comenzaban a llegar a Galicia para colaborar en la limpieza de fuel de las playas. Fraga cazaba perdices en Aranjuez, pero acabó comportándose con bastante más prudencia que el impetuoso ministro de Obras Públicas.
La movilización de miles de voluntarios de toda España acabó de desbordar al Gobierno. Una fuerte corriente emocional se había puesto en marcha, gravitando alrededor de un culto casi pagano a la naturaleza ultrajada en la lejana Galicia. Parecía latir entre los jóvenes el deseo de preservar una pureza, un orden primigenio. Los trajes de los voluntarios eran, antes de entrar en acción, de un blanco inmaculado. Como túnicas de un sacerdocio. Dos o más generaciones educadas sentimentalmente con los reportajes del doctor Félix Rodríguez de la Fuente, del comandante Cousteau y del National Geographic tomaban la palabra. La cadena de televisión Tele 5, poco sospechosa de izquierdismo (uno de sus principales accionistas es Mediaset, el poderoso holding de Silvio Berlusconi), transmitió las campanadas de Fin de Año desde el pueblo coruñés de Muxía, epicentro de la tragedia. Algunos veteranos columnistas de Madrid no lograban salir de su asombro ignorantes, o casi, de que la moderna industria mediática debe honrar a la audiencia por encima de todas las cosas. De las muchas imágenes interesantes de aquellos días, hay una que vale la pena rememorar: la del rey Juan Carlos saludando a los voluntarios, con sus monos blancos ya manchados de negro. El buen Rey con el buen pueblo. La Corona dando la mano al orgullo popular mancillado. Viejos reflejos hispánicos.
Aznar y su gobierno acabaron reaccionando, pero al cabo de un par de meses una nueva sacudida social les ponía contra las cuerdas. Una gran oleada de protestas sacaba a la calle a centenares de miles de manifestantes contra la inminente invasión de Irak y la activa complicidad del Gobierno español en la misma. La famosa foto de las Azores. Pese al drama de Galicia, el PP se mantenía muy seguro de sí mismo. Y no le faltaban razones.
Las elecciones municipales celebradas en la primavera de 2003 fueron ganadas por el PSOE por muy estrecho margen, para mayor alivio del PP, que temía un fuerte castigo electoral. Aquellos resultados —subrayados unos meses después por la bochornosa crisis socialista en la Asamblea de Madrid— parecían dar la razón al desdén de Aznar ante las protestas. Aparentemente, reforzaban las conclusiones de su apasionada (y muy publicitada) lectura de las memorias de sir Winston Churchill: había que avanzar sin complejos conforme al viento de las propias convicciones.
Los dramáticos acontecimientos de Madrid en marzo de 2004 volvieron a poner a prueba la férrea dialéctica de Aznar. Dos años después, parece bastante evidente que el desenlace electoral podía haber sido distinto si el presidente del Gobierno y sus principales ayudantes hubiesen abordado aquella situación tan extrema con otro enfoque emocional. En privado así lo reconocen personalidades importantes del PP y seguramente también lo admiten, al menos en su fuero interno, el propio Aznar, su esposa, Ana Botella, y demás personas de su máxima confianza. «El problema —relata uno de los antiguos fontaneros de la Moncloa, un hombre que estuvo muy cerca de Aznar en aquellas horas trágicas— fue la falta de sensores. Las elecciones municipales nos ofrecieron una imagen falsa o cuando menos desenfocada de la realidad social y de sus humores. Este es un problema estructural de España; no tenemos una sociedad civil bien articulada y capaz de plantear sus opiniones con autonomía del poder político de turno. Hay mucho gregarismo. Por ello en España se producen explosiones de malhumor que la política no logra detectar a tiempo».
La catástrofe, sin embargo, seguiría jugando un importante papel político en España. El 27 de enero de 2005, las obras de perforación de un túnel del metro en Barcelona provocaban el hundimiento de dos bloques de viviendas en el barrio del Carmel y al cabo de unos días de verdadera incertidumbre y confusión se hacía necesario desalojar de sus pisos a más de un millar de vecinos ante el riesgo de una tragedia de gran magnitud. Lo que en un principio parecía un incidente serio pero sin mayores consecuencias —el hundimiento de los inmuebles no provocó daños personales— acabó abollando la carrocería del Gobierno tripartito de la Generalitat: ¡la izquierda hundiendo las casas de los obreros! Pasqual Maragall no estaba cazando rebecos en el Pirineo de Lleida pero su consejero jefe, el republicano Josep Bargalló, se hallaba en Vitoria intentando aportar luz al laberinto vasco —Euskadi es una vieja pasión de los nacionalistas y progresistas catalanes: un amor que jamás ha sido correspondido— mientras en Barcelona una serie de instrucciones contradictorias de la Administración catalana colocaban a los vecinos del Carmel al borde del ataque de nervios. La envergadura del desalojo llamó de inmediato la atención de todos los medios de comunicación. De las páginas de local el asunto saltó de inmediato a las portadas. La dinámica Prestige se ponía de nuevo en marcha.
La avalancha de información y emociones desbocadas pilló absolutamente desprevenida a la izquierda catalana, que acababa de proclamar en los anuncios publicitarios del discutido Forum 2004 la ambición de Barcelona de «mover el mundo». Era el mundo —el mundo mediático— el que ahora estaba moviendo y zarandeado a Barcelona para mayor perplejidad del alcalde Joan Clos. Unos meses antes, en vísperas del Forum y ante la incredulidad de muchos barceloneses, el socialista Clos se había exhibido bailando en lo alto de la caravana del cantante brasileño Carlinhos Brown en su festivo recorrido por el paseo de Gracia. El alcalde lucía una ajustada camiseta amarillo carioca y exhibía un desenfado pocas veces visto en la historia milenaria de la municipalidad de Barcelona. Un sordo malestar se estaba mascando ya aquella mañana de mayo: el divorcio a la catalana entre política y sociedad. Con una interesante paradoja: lo que en la era Aznar era desdén y lejanía, en la Barcelona festiva y progresista era falsa proximidad.
Clos organizó un buen dispositivo de asistencia a los vecinos del Carmel, pero no se atrevió a dar el «salto Giuliani», esto es, a seguir los pasos del alcalde de Nueva York, que tuvo el coraje de afrontar la tragedia del 11-S dramatizando al máximo su implicación en el problema. El paso del tiempo ha demostrado que los auxilios del Ayuntamiento de Barcelona —con más de un millar de funcionarios implicados en el barrio siniestrado— fueron verdaderamente eficaces, pero las continuas visitas del alcalde al barrio a bordo de su oscuro coche oficial no hicieron otra cosa que ahondar la brecha psicológica. El alcalde que se había puesto a bailar en pleno paseo de Gracia —en un arrebato de pasión o asesorado por algún publicista indocumentado—, no se atrevía ahora con un ritual mucho más arriesgado: trasladar su oficina al Carmel para no moverse del barrio hasta que la situación estuviese bien encauzada.
Maragall tardó diez días en acudir al barrio, momento en el que este ya se había convertido en centro de peregrinación de todos los periodistas de Barcelona. Poco tiempo o una eternidad, según se mire, puesto que las obras del metro eran responsabilidad de la Generalitat. Con esa extraña mezcla de ingenuidad y agudeza que le caracteriza, Maragall dio en el clavo al dar la siguiente explicación a una vecina: «Esto que les ha pasado a ustedes es una desgracia tan grande como la del chapapote». El enjambre de reporteros regresó a sus redacciones con un auténtico botín. Y en la Moncloa, los asesores de Zapatero no se lo podían creer: ¡Maragall convocando al fantasma del Prestige!
En Madrid tomaron nota. Al cabo de cinco días, el presidente del Gobierno visitaba el barrio habiendo anunciado una ayuda específica a los damnificados, totalmente al margen de las medidas arbitradas por la Generalitat. Aquella mañana del 12 de febrero de 2005 se produjo en Barcelona una escena que conviene retener: Zapatero fue aplaudido por los vecinos, mientras Maragall y Clos eran abucheados. Desde aquel día las relaciones entre el presidente de la Generalitat y el líder del PSOE no han vuelto a ser las mismas. Y unas semanas después, el 5 de marzo, se registraba en Barcelona otra escena memorable. Convocadas por las asociaciones de vecinos, 3.000 personas se manifestaban por las calles de la ciudad en solidaridad con los vecinos del Carmel, sin la presencia de ningún líder o representante de los principales partidos políticos. Era la primera vez que eso ocurría en Barcelona, al menos desde los tiempos de la Segunda República. Fue un día especialmente amargo para la izquierda catalana, la izquierda peninsular más imbuida de un sentimiento de superioridad moral.
En la era de la saturación informativa la catástrofe rompe la caótica pugna cotidiana en pos de la noticia importante. A medida que su magnitud crece —por el número de víctimas, por los costes económicos, por el daño provocado a la naturaleza, o por sus repercusiones políticas— el suceso imprevisto absorbe todos los focos de la actualidad. Alimentado por esa luz cegadora se impone como referencia dominante, dando lugar a la sublime ceremonia del directo: el último gran reducto de la televisión. El tiempo queda en suspenso y la relación entre gobernantes y gobernados se somete a una dura prueba. Comienza el ritual de verificación. Así es la ordalía del siglo XXI: el juicio de Dios ha cedido el paso al tribunal mediático.
Incapaz de seguir ejerciendo un nítido liderazgo espiritual sobre la sociedad y muy debilitado por la globalización, el Estado-nación está viendo incrementada la exigencia de proteger al ciudadano y a sus bienes en situaciones de infortunio o de anormalidad. El pueblo televisado se lo pide con nostalgia, con la nostalgia de quien comienza a saber que el Estado ya no es lo que fue. Y en este ritual, el político no solo debe actuar con prontitud, sino que debe mostrar capacidad de sacrificio, puesto que en la era de la información instantánea siempre hay algo que falla, algo que podía haber sido previsto o haberse hecho mejor, así en las costas gallegas como en la metrópolis de Barcelona.
Y no hay tragedia sin pharmakós, la víctima propiciatoria de los griegos. No hay tragedia sin chivo expiatorio, el carnero que los hebreos abandonaban en el desierto con las culpas de la comunidad escritas en rollos de pergamino. Edipo abandonando Tebas para salvarla de la peste. Cuando algo muy grave ocurre ante los ojos de todo el mundo, alguien debe pagar; alguien debe ser expulsado para sanar el malestar.
Es lo que no entendió Cascos durante la crisis Prestige, ensoberbecido por la mayoría absoluta de su partido. Es lo que no entendió la izquierda catalana —¡cómo nos va a ocurrir a nosotros lo mismo que al PP!— imbuida de un anacrónico sentimiento de superioridad. Es lo que sí entendió Aznar la mañana del fatídico 11 de marzo. Pero se equivocó de chivo expiatorio al señalar como culpable a ETA y por extensión al PSOE, que había pactado con Esquerra Republicana, que a su vez había tenido oscuros tratos en Perpiñán con los de la boina y el pasamontañas.
También dio señales de haberlo entendido el Gobierno del PSOE durante el trágico incendio forestal de Guadalajara, que costó la vida de once jóvenes agentes forestales el 16 julio de 2005. El rostro compungido de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega aquella misma noche en el lugar de los hechos, aguantando la ira de los vecinos de Alcolea del Pinar como una Ifigenia pronta al sacrificio salvó a Zapatero, que aquella tarde estaba en la ópera. Días después, la dimisión de la consejera de Medio Ambiente de la junta regional de Castilla-La Mancha —la inevitable víctima propiciatoria— acabó de proteger a los socialistas de la cólera mediática, mientras el PP se desgañitaba por equiparar el incendio del Alto Tajo con el hundimiento del Prestige. ¡En Guadalajara ha habido once muertes y en Galicia no hubo ninguna víctima!, argumentaban, ignorando que toda tragedia es una espiral con vida propia, cuya fuerza y orientación dramática no se decide allá en lo alto, en los despachos de los directivos de televisión, ni en las sedes de los partidos, sino que viene de abajo, de muy abajo. Como en la Antigüedad.