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EL PARTIDO ALFA
Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía.
Carta de don Quijote de la Mancha a Sancho Panza,
gobernador de la ínsula Barataria
Mariano Rajoy tenía un cuaderno con anillas en su despacho de la calle Génova de Madrid, un cuaderno que mostraba a todos quienes acudían a visitarle en 2004 en señal de apoyo o condolencia por la inesperada derrota del Partido Popular en los trágicos idus de marzo. A mí también me mostró ese cuaderno, si bien el motivo de la visita no era el pésame. Acababa de llegar a Madrid como delegado del principal diario de Barcelona y resultaba del todo procedente darme a conocer al nuevo jefe de la oposición. «Observe estos gráficos y verá qué es lo que ha pasado», me dijo Rajoy mientras abría las páginas del cuaderno. La gráfica mostraba dos líneas, una azul y otra roja. La primera señalaba la evolución del Partido Popular en intención de voto, mes a mes, desde las elecciones de 2000, en las que José María Aznar consiguió la mayoría absoluta del «España va bien». La segunda era la línea del PSOE. La línea azul superaba siempre a la roja, excepto en dos momentos de súbito bajón: primer trimestre del año 2003, periodo en el que se produjeron las más importantes manifestaciones de protesta contra la invasión de Irak —trimestre previo a las elecciones municipales de aquel año, en que el PSOE acabó ganando por un estrecho margen de votos— , y marzo de 2004, tras el estallido de las bombas del terrorismo islámico en Madrid, en puertas de las elecciones generales. Una línea azul dominante con dos momentos de desfallecimiento.
Con rostro grave —recuerdo a un Rajoy un poco entristecido, algo ensimismado y evidentemente contrariado por el desenlace de su primera aventura como candidato a la presidencia—, el perdedor de las elecciones más trágicas de la historia española reseguía con el dedo la línea azul y repetía con un leve encogimiento de hombros:
«Esto es lo que ha pasado». No añadía mucho más, como queriendo decir: «No me preguntes más, porque me parece que está suficientemente claro». En aquellos días circulaba por Madrid la historia de su primer encontronazo fuerte con Aznar. La misma noche electoral, el de Pontevedra habría entrado en el despacho del todavía presidente del Gobierno con los resultados en una mano y un amargo reproche en la otra: «Tú y tu maldita guerra». Aquella escena —nunca del todo confirmada— tenía una resonancia en verdad morbosa, puesto que la figura de Aznar aún proyectaba un potente cono de sombra en Madrid. Ocho años después, el tablero ya ha cambiado dos veces de manos, pero Aznar sigue siendo, para muchos, la Autoridad.
Otros dos apuntes de aquellos días permiten acabar de dibujar la política española en marzo de 2004. Solo dos datos para terminar de entenderlo todo. Unas declaraciones de Ana Botella, esposa de Aznar, actual alcaldesa de Madrid, mujer de carácter y de gran ambición, que con mucha llaneza explicó lo siguiente: «La noche electoral, cuando vimos los datos de participación en Cataluña, enseguida nos dimos cuenta de que habíamos perdido las elecciones». Y la siguiente reflexión del diputado Carlos Aragonés, jefe de gabinete de Aznar desde la llegada de este a Madrid como nuevo líder del PP en 1989 hasta el fatídico marzo de 2004: «Lo que ha pasado es fruto de la realidad más profunda del país. España a veces engaña. La falta de autonomía de la sociedad civil impide leer en tiempo real qué es lo que está cambiando en el humor social. Los partidos controlan demasiadas cosas y la actitud de la Cámara de Comercio de Ciudad Real, por poner un ejemplo, nunca te servirá para saber lo que está pasando, qué es lo que realmente se está moviendo en el ánimo de la gente. Ni las encuestas ni las propias elecciones son suficientes para obtener un buen retrato. Faltan canales [...]. Las municipales de mayo de 2003, en las que el PSOE solo nos ganó por medio punto, nos hicieron creer que la fiebre del “No a la guerra” ya había remitido. En realidad no era así, y esa fiebre reapareció bruscamente con los atentados». Aragonés me transmitió esa reflexión meses después del cambio de Gobierno, sin un gramo de crítica a su antiguo jefe. Durante los acontecimientos de marzo, el jefe de gabinete del presidente estaba algo alejado del día a día de la Moncloa, sumergido en la campaña electoral. Y al decir de los buenos conocedores de aquel periodo, había perdido influencia en el entorno de Aznar, donde las nuevas figuras ascendentes eran el secretario de Estado de Comunicación, Alfredo Timermans, y el subdirector del gabinete del presidente, Javier Fernández-Lasquetty. (Después del desastre, Timermans se convirtió en el delegado de Telefónica en América del Norte, mientras que Lasquetty pasó a dirigir la FAES, para después ingresar en el Gobierno de la Comunidad de Madrid.) Aragonés ha mostrado siempre una gran lealtad a Aznar. Aun desde la distancia, nunca le he oído hablar mal de él. Ni un reproche. Carácter castellano.
Empecinamiento con la aventura de los neoconservadores americanos en Irak. Enfrentamiento suicida con el eje París-Berlín. Capacidad de reacción de la izquierda ante una aventura militar que llegó a indignar a una amplia mayoría social, incluidos no pocos votantes del centroderecha. Irritación profunda en Cataluña, la mayor comunidad de las Españas con un espacio político claramente diferenciado. Y dificultad para leer con exactitud y finura el humor social por falta de instrumentos más afinados que las encuestas y las elecciones de carácter parcial o local. Todo ello sobre un fondo de bienestar económico que no parecía correr ningún peligro. Estos factores son más que suficientes para entender el brusco cambio de gobierno de 2004, el ascenso aparentemente irresistible de José Luis Rodríguez Zapatero bajo la marca publicitaria ZP y la también aparente condena de Rajoy a un gris ostracismo. Hace ocho años, el hombre de Pontevedra era la viva imagen de la derrota y en Madrid se cruzaban apuestas sobre el tiempo en que el aznarismo tardaría en quitárselo de encima para colocar a Esperanza Aguirre en su lugar. Y lo intentaron. Vaya que si lo intentaron...
Ocho años después, Mariano Rajoy tiene todo el poder... Todo el poder político, se entiende. Se halla al frente de una mayoría absoluta de 186 diputados respaldada por 10,8 millones de votos, el 44,63 % de los sufragios emitidos. La mayoría electoral más amplia jamás obtenida por el centroderecha español en la segunda Restauración. (En 2000, Aznar cosechó 10,3 millones de votos y 183 diputados.) El hombre que parecía condenado al fracaso y a un discreto regreso al Casino de Pontevedra o a las oficinas de su Registro de la Propiedad en Santa Pola, provincia de Alicante, tiene hoy en sus manos la mayor concentración de poder político nominal que se ha dado en España en democracia. El Partido Popular controla el Congreso de los Diputados y el Senado; tendrá un papel decisivo en los procesos de renovación y reconfiguración del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, y proyectará su sombra sobre la mayoría de las audiencias territoriales. Gobierna en 11 de las 17 comunidades autónomas; en 34 de las 50 capitales de provincia; en 89 de las 147 ciudades de más de 50.000 habitantes; en 129 de las 248 ciudades de entre 20.000 y 50.000 habitantes; en tres consejos insulares, y en un cabildo. El sueño de Antonio Cánovas del Castillo se ha cumplido ciento catorce años después del asesinato —a manos del anarquista italiano Michele Angiolillo— del político que ideó la hegemonía del conservadurismo español en régimen parlamentario; del hombre que en un momento de amargura del debate de la Constitución de 1876 dijo que «son españoles los que no pueden ser otra cosa».
Mariano Rajoy Brey (Santiago de Compostela, 1955) es el hombre que más manda en España desde los tiempos de Felipe González, que consiguió sumar 200 diputados bajo la bandera del «cambio», en un momento (1982) en el que el Estado español aún administraba una fenomenal nómina de empresas y sociedades públicas, herederas muchas de ellas de la autarquía franquista. El matiz es importante puesto que las cosas de este mundo han cambiado bastante en los últimos treinta años. España aún no formaba parte de la Comunidad Económica Europea. El Estado aún podía alterar bruscamente la vida de los ciudadanos con la devaluación de la moneda nacional y la leva obligatoria de los jóvenes en edad de servir a los tres ejércitos. En efecto, muchas cosas han cambiado en tres décadas. Una parte importante de la soberanía nacional ha sido transferida a la burocracia de Bruselas y al Banco Central Europeo con sede en Frankfurt. Solo hay margen para la devaluación interior de los costes de producción, proceso en el que hoy estamos inmersos. El Estado ha adelgazado notablemente; el Ejército, integrado en la OTAN, se nutre de soldados profesionales; en su mayor parte, las empresas públicas han sido privatizadas, pero el Gobierno del quinto país más poblado de la Unión Europea todavía sigue siendo una realidad contundente. Una columna de mármol. Junto con el de Francia y Gran Bretaña, el poder ejecutivo español es uno de los más robustos de Europa. Sin apenas contrapeso cuando conquista la mayoría absoluta, el presidente del Gobierno de España manda mucho. Siempre recluido en el campamento de la Moncloa.
A Rajoy, sin embargo, le ha faltado un peldaño para llegar a lo más alto del pedestal. El espejo de Blancanieves siempre podrá decirle: «Has ganado, sí; esta vez has humillado a los socialistas, pero en 2004 y 2008 José Luis Rodríguez Zapatero, ese hombre liviano al que siempre consideraste un chisgarabís, sacó más votos que tú». Efectivamente, en las dos convocatorias electorales anteriores, el PSOE superó los once millones de votos (11,02 en 2004 y 11,28 en 2008), una cifra jamás alcanzada en democracia, gracias al incremento del censo y a una más que notable movilización del electorado de centroizquierda en ambas ocasiones. «Espejito, dime, ¿soy el presidente más fuerte de la democracia? No, Felipe González te superó y Aznar, con todos sus errores, siempre se hizo temer; tú deberás cuidar con esmero los votos prestados».
La inapelable victoria de Rajoy es hija de su carácter, de su capacidad de aguante, de una lectura seguramente correcta del fondo sociológico y de la más brutal crisis económica que vive España desde la Gran Depresión de 1929. El PP ha conservado a los suyos, mientras el adversario disgregaba sus fuerzas. Concentrarse cuando el contrario se dispersa es uno de los principios básicos del Arte de la guerra del gran Sun Tzu. Doctrina oriental: concentrarse cuando el adversario se dispersa; dispersarse y rodear al enemigo cuando este se convierte en una roca. Gran agregación del electorado de centroderecha y enorme fuga de votos del campo socialista, desmotivado por los efectos deprimentes de la crisis, por los zigzags de la política económica del PSOE, y por el brutal derrumbe de la figura de Zapatero, rotundamente desautorizado por los suyos. Los estudios efectuados con posterioridad al 20-N indican que un millón de votantes socialistas se desplazó a finales de 2011 hacia el Partido Popular en busca de solidez, eficacia y pragmatismo, en tanto que medio millón de votantes potenciales del centroderecha se alejaba del carro del ganador para dar su apoyo a la nueva formación centralista UPyD (a su vez alimentada por votantes socialistas descontentos), al Foro Asturias (la candidatura regional asturiana de Francisco Álvarez-Cascos con ecos aznarianos) y a diversas candidaturas de extrema derecha, las más relevantes de las cuales serían la xenófoba Plataforma × Catalunya y el grupo España 2000, con cierta implantación en la Comunidad Valenciana. El PP, por consiguiente, se halla hoy más en el centro del espectro sociológico que en tiempos de Aznar. Y ese es un dato importante para interpretar su navegación en los próximos años. El PP, votado masivamente para gestionar la más dura crisis, es hoy el Partido Alfa de la democracia española y a la vez tiene mimbres de la extinta Unión de Centro Democrático. El Partido Alfa se dispone a gestionar la tremenda crisis ocupando el centro.
Centenares de miles de antiguos votantes socialistas han roto el precinto del prejuicio ideológico y no les ha importado votar al partido de la gaviota, creyendo ver en el equipo de Rajoy una garantía de mayor eficacia contra la crisis. Los estudios demoscópicos indican que esta fuga de votos se ha producido con mayor intensidad entre los electores de edad madura. Un fenómeno de similares características se ha registrado en Cataluña en beneficio de Convergència i Unió. La crisis económica y la evolución generacional están desdibujando los antiguos compartimentos ideológicos. A su vez es muy significativa la transferencia de votos del PP hacia formaciones situadas a su derecha, o con un discurso centralista más contundente.
¿Síntomas de cansancio en el turno conservador-socialista de la segunda Restauración? Hay señales evidentes en este sentido que deben ser analizadas con prudencia. En los años ochenta y noventa fueron las formaciones regionalistas de derecha (en Valencia, Aragón, Cantabria, Galicia, Baleares, Canarias y Navarra) las que restaban fuerza a la Alianza Popular transformada en Partido Popular, mientras la Izquierda Unida de Julio Anguita conseguía alcanzar los 21 diputados en 1993, un hito que IU jamás ha vuelto a repetir. Los partidos regionalistas parecen ir a la baja —excepción hecha de los nacionalistas catalanes y vascos, que forman parte de otra esfera—, e Izquierda Unida se recupera sin alcanzar las cotas de antaño, penalizada por la ley D’Hondt, evidentemente, pero sin duda lastrada por el peculiar agrocomunismo de su actual líder, Cayo Lara, cuyas dificultades de conexión con las nuevas generaciones descontentas resultan bastante evidentes.
Es pronto para certificar el irreversible agotamiento del sistema de partidos surgido de las reformas sin ruptura de 1977, pero resulta del todo evidente que las señales de cansancio existen y van a más. En estos momentos afectan de lleno al Partido Socialista Obrero Español. De la evolución de la situación económica dependerá que el próximo golpe de mar no desarbole al PP en febrero-marzo de 2013, cuando el ciclo electoral se reinicie en Galicia y el País Vasco. En todo caso, las líneas de fisura en el consenso institucional comienzan a ser visibles y con la ayuda de los nuevos dispositivos de Internet empieza a haber gente con cierto talento dispuesta a abrirse espacio en el mercado de la política, pese a las dificultades que ofrece una ley electoral de planta provincial y corrección mayoritaria, protegida en lo sustancial por los artículos 68 y 69 de la Constitución.
Tras el fracaso del bombero de León que no sabía manejar la manguera, el Partido Alfa gobierna hoy España. El partido de los pirómanos-bomberos. Esa podría ser una interpretación de la actualidad, con el tono radical e indignado que tanto se estila en los foros de Internet. Los que han montado el lío ahora han sido llamados como especialistas de la reparación. El partido que fomentó la burbuja inmobiliaria y le inyectó ingentes cantidades de anhídrido carbónico desde el Gobierno, las comunidades autónomas y los municipios bajo su control, es reclamado ahora por la sociedad española como la mejor solución posible. ¿El pirómano-bombero? ¿Es esta la paradoja final de la política española después de quince años de crecimiento económico sin interrupción?
Sobre la responsabilidad del Partido Popular en el sobrecalentamiento del sector inmobiliario no hay ninguna duda. Veamos por qué. En 1997, gracias a las ortodoxas medidas de saneamiento adoptadas por Pedro Solbes en la recta final del mandato de Felipe González, gracias al eficaz pragmatismo del tándem formado por José María Aznar y Rodrigo Rato, y gracias a los efectos estabilizadores del denominado Pacto del Majestic (el acuerdo parlamentario PP-CiU que aseguró cuatro años de gobernación centrista), la economía comenzó a mejorar claramente. El PIB subió por encima del 3,2 %, los precios cayeron por debajo del 2 %, el déficit público se situó por debajo del 3 % y solo la deuda pública (68,20 %) superaba en ocho puntos el umbral del Tratado de Maastricht. El coste del dinero era relativamente bajo (4,75 %) y los precios del petróleo estaban en el fondo del valle, merodeando los veinte dólares por barril. Las exportaciones iban bien y la demanda interna comenzaba a tirar. Las privatizaciones de los antiguos monopolios del Estado reconfiguraban la clase dirigente española —reforzando su componente madrileña— y alimentaban las arcas del Estado. La gente comenzaba a notar la mejora. Un buen cuadro. Mientras Italia renqueaba y sugería oficiosamente retrasar unos años el ingreso en el euro, España estaba en condiciones de cumplir con los tres requisitos de Maastricht. «España iba bien», comenzó a repetir Aznar, quien en septiembre de 1996 se permitiría el lujo de poner en ridículo al primer ministro italiano, Romano Prodi. (En una entrevista con el Financial Times, el presidente del Gobierno español desveló la petición del primer ministro italiano de aplazar de común acuerdo el ingreso en el euro, colocando a Prodi en falso ante la opinión pública de su país y ante los circuitos de poder europeos.) Ese ya era el estilo de la casa en tiempos del Majestic.
En ese contexto de mejora paulatina de la economía, el vicepresidente Rato redobló la apuesta por un crecimiento intensivo en mano de obra. Del «España va bien» se quería pasar al «España va superbién», para así poder ganar las elecciones de 2000 por mayoría absoluta y gobernar con manos libres y sin incómodas ataduras. Una mayoría absoluta para gobernar a lo grande y afrontar de una vez por todas la modificación estructural del régimen de 1977. Era el momento de empezar a soñar en una nueva era de pujanza española en el mundo: estrecha alianza con Estados Unidos; emancipación de la tutela francesa; trato de tú a tú con los alemanes (entonces en horas bajas); reforma de la Constitución para alumbrar una nueva ley electoral con una cuota mínima nacional que corrigiese a la baja las representaciones territoriales; embridar a los nacionalistas (choque frontal con el PNV, maniobra envolvente sobre Barcelona); reconfigurar el Estado autonómico con un patrón más centralista, y domesticación del PSOE, como fiel acompañante en la nueva aventura nacional. Todo Cánovas necesita siempre un Sagasta. Y Aznar soñaba con ser el Gran Cánovas de la revitalización española en el mundo. El combustible de la locomotora hispánica eran los ladrillos: las plusvalías inmobiliarias.
Entre 1996 y 2002 se crearon más de cuatro millones de empleos gracias al auge del sector de la construcción y la llegada masiva de mano de obra extranjera: mano de obra barata y poco cualificada, que el Gobierno satanizaba de día con un discurso agresivo sobre los inmigrantes-delincuentes, y dejaba entrar de noche a través de unos filtros bien camuflados en los aeropuertos. Mientras la mayoría de la población creía que los inmigrantes arribaban en cayuco —aquellas terribles imágenes de los africanos tiritando de frío, aquellas terribles noticias de los ahogados en el Estrecho—, la mayoría de los inmigrantes, legales e ilegales, llegaban en avión o en coche, favorecidos por la buena relación con los países latinoamericanos y la relajación transfronteriza europea. La locomotora española necesitaba a esos inmigrantes. Los empresarios exigían manga ancha. La izquierda, siempre atenta al pálpito sentimental de las clases medias más politizadas, casi llegó a pedir «papeles para todos». (En Barcelona, el PSC de Pasqual Maragall se implicó de manera directa en una iniciativa de ese tipo.) Bien informada por las encuestas, la derecha administraba un prodigioso doble lenguaje sobre los inmigrantes: los dejaba entrar y a la vez abanderaba el recelo social. España iba bien; iba muy bien, y a la vez se estaba debilitando. En solo seis años se crearon cuatro millones de empleos y la capacidad de competición en el exterior cayó a uno de los niveles más bajos de la historia reciente, como muy bien señala el periodista Mariano Guindal en el libro El declive de los dioses, texto muy recomendable para acabar de entender qué diablos ha ocurrido en España en los últimos años. España iba bien. De día era una fiesta; de noche unos espectrales sepultureros cavaban su tumba. En 1998, el PIB crecía el 5,6 % para mayor admiración de toda Europa. En aquel tiempo yo residía en Italia, ejerciendo la corresponsalía de La Vanguardia en Roma. Recuerdo las portadas de los periódicos italianos. Recuerdo los reproches de Silvio Berlusconi al bueno de Romano Prodi: «¡España nos está sobrepasando!». Recuerdo las declaraciones de Aznar al Corriere della Sera, dando consejos a diestro y siniestro. Y recuerdo, sobre todo, a la señora de la frutería más cercana a mi casa en la Vía San Pío V, en el barrio Aurelio. En invierno, vendía unas excelentes naranjas sanguíneas de Sicilia, unas naranjas de pulpa roja que dan un zumo muy bueno. Yo le elogiaba las naranjas de Sicilia y ella me respondía: «Voi, spagnoli, siete più bravi che noi!». («Vosotros sí que sois mejores».) El mensaje había calado. España era motivo de admiración.
Aquel mismo año 1998, el gobernador del Banco de España, Jaime Caruana, hizo la primera advertencia de que la economía se estaba recalentando en exceso. Atento al termostato, Rato comenzó a sugerir a las cajas de ahorro que moderasen la concesión de créditos, esbozando un primer discurso sobre la deseable despolitización de las mismas. Una sugerencia en do menor. A ver quién era el guapo que se atrevía a pinchar la burbuja y a poner a dieta a la gallina de los huevos de oro, después de haber permitido que la calificación del suelo se convirtiese en el mecanismo de financiación exprés de las autonomías, los ayuntamientos y los cabildos insulares. Centenares de ayuntamientos españoles se habían transformado en auténticas agencias inmobiliarias. Los planes de urbanismo se modificaban de acuerdo con las ofertas del mejor postor. Los grupos inmobiliarios y las empresas constructoras compraban y vendían concejales y se apoderaban de no pocas cabeceras de la prensa local, hoy en grave crisis. (Ha habido también en España una burbuja mediática.) En algunos lugares, el circuito cerrado política-negocio inmobiliario-medios de comunicación local y regional adquiría tonos auténticamente mafiosos, mientras la criminalidad internacional (italiana y rusa, sobre todo) aprovechaba la situación para efectuar cuantiosas inversiones en la costa española. El Estado solo reaccionó con gran firmeza cuando Jesús Gil y Gil, el aventurero que en Marbella había logrado fusionar los dos negocios —el político y el inmobiliario—, intentó atravesar el estrecho de Gibraltar para apoderarse políticamente de las plazas de Ceuta y Melilla. Fue entonces cuando le pararon los pies en seco.
Con la capacidad de competición industrial en acelerado descenso, España se estaba convirtiendo en un pequeño gigante con pies de barro y estadísticas de oro. El anhelado ingreso en el euro acabó de llenar el depósito de las ambiciones. Con una moneda fuerte en el bolsillo y unos tipos de interés más bajos que nunca, los españoles redoblaron su apuesta en el mercado de la vivienda. Una locura. El calentamiento de la economía y de las costumbres comenzaba a estar fuera de control. En una década España había construido tantas viviendas como Francia, Italia, Gran Bretaña y Alemania juntas. Algunas voces alzaban la voz advirtiendo contra la salvaje depredación que estaban sufriendo los lugares más apetitosos de la costa mediterránea, se publicaban algunos artículos sobre la corrupción en los ayuntamientos, circulaban algunas advertencias sobre los riesgos de futuro... El partido socialista en la oposición protestaba los lunes y los miércoles y asentía los demás días de la semana, porque el ladrillo se había convertido en el más genuino capitalismo popular de un país en el que el hambre todavía figuraba en el recuerdo de las generaciones vivas. Por primera vez en la historia, millones de españoles disponían de un patrimonio valorado en unas cantidades que sus padres habrían tardado toda una vida en ahorrar. Los jóvenes preferían firmar una hipoteca a cincuenta años antes que pagar un alquiler. Los ahorros se invertían en casas, apartamentos, plazas de garaje y locales comerciales. La ruleta no cesaba de girar y España, rebosante de dinero en circulación, se convertía, literalmente, en el gran prostíbulo de Europa y en el país con un mayor consumo de cocaína. Y nadie levantaba una barricada; ni la política, ni la prensa, ni los sindicatos, ni los estudiantes... porque, en el fondo, a todos, en un grado u otro, les iba bien. Nos iba bien. ¡Adiós, Caballero del Verde Gabán!
La inesperada derrota de 2004, vivida por la derecha como un auténtico drama gótico, puso la burbuja en otras manos. José Luis Rodríguez Zapatero no sabía mucho de economía cuando llegó a la presidencia, pero sus principales asesores sí conocían los riesgos de la situación. Y en algunas conversaciones se referían a ellos en términos de gran preocupación. No hicieron nada para evitar la catástrofe. En el próximo capítulo veremos por qué. Creyeron —o quisieron creer— en la teoría del «aterrizaje suave». Pensaron que la burbuja especulativa iría disminuyendo de tamaño paulatinamente y decidieron aprovechar los beneficios políticos de la situación y el superávit del Estado para alimentar unas políticas de redistribución social de gran contundencia propagandística: el PSOE ya no se contentaba con ofrecer el salario social indirecto de los servicios públicos, ampliados ahora con las promesas de asistencia y ayuda a las familias con personas imposibilitadas en casa, sino que daba un paso más. Ante el estupor de la derecha y la perplejidad de no pocos socialdemócratas clásicos, pasaba a repartir dinero a escote entre la población, sin distinción del nivel de renta (cheque-bebé y devolución de 400 euros del IRPF). Una devolution posmoderna, con toques de populismo latinoamericano. El presidente Zapatero, obsesionado por las encuestas, sonreía, sonreía, sonreía, hasta que la burbuja le estalló en las manos con un estruendo que resonó en todo el planeta.
Al partido en la oposición le bastaba con sentarse en la puerta de su tienda y dedicarse a observar el triste espectáculo: Zapatero eliminando el cheque-bebé y la bonificación del IRPF, bajando el salario de los funcionarios y endureciendo las condiciones de jubilación en mayo de 2010, bajo la atenta mirada del Directorio Europeo, la presidencia de Estados Unidos y el mandarinato del Partido Comunista Chino. A la oposición, fortalecida electoralmente en las principales ciudades del país —con la única excepción de Barcelona y Bilbao—, le bastaba con azuzar un malhumor que ya caminaba solo por las calles y explicar a los transeúntes que con el PP en el poder las cosas habrían ido de otra manera. La gente así lo creyó, de forma mayoritaria, como acreditan los resultados del 20 de noviembre de 2011. El PP conseguía finalmente el descarrilamiento del socialismo mediático de Zapatero. El PP se asentaba como el Partido Alfa de la democracia española. El partido fuerte, el partido contundente, el partido de las clases medias asustadas por el riesgo de imparable declive después de quince años de fiesta. Ahí, en ese punto, radica el éxito de la derecha en una sociedad ligeramente inclinada, aún, hacia los valores igualitarios de una izquierda templada. Un éxito que le debe mucho a José María Aznar, pese a los errores cometidos. Los españoles —los que le votan y los que no le votan— perciben al Partido Popular como una «fuerza». Un vector político fuerte, berroqueño e insumergible que cuenta con el férreo apoyo de la gran ciudad de Madrid, la capital indiscutible del país, y de las principales capitales de provincia, excepción hecha de las dos ciudades antes mencionadas —Barcelona y Bilbao—, cabeceras de las dos únicas nacionalidades hispánicas que acompañan a la fuerte y orgullosa nación española en la incierta aventura de Occidente. Hundida la credibilidad de Rodríguez Zapatero, un hombre seguramente bien intencionado que abusó de las astucias aprendidas en la política provincial, y mellada la capacidad de persuasión del partido socialista como fuerza «repartidora» e «igualadora», alrededor del Partido Alfa se ha articulado una gran mayoría. Fenómenos parecidos ya se han registrado en otros países europeos. Los partidos liberal-conservadores siguen apareciendo ante la sociedad como los principales especialistas en los engranajes de la economía capitalista. La derecha sabe cómo funciona esa endiablada máquina; la izquierda redistribuye, cuando las cosas van bien, o protege, cuando se ponen muy feas. El repartidor queda en segundo plano cuando la máquina se estropea; entonces es la hora del especialista. En el caso español, el PP, además de aparecer como el especialista en economía, es percibido como el partido más cohesionado y más identificado con el interés nacional de la España que nunca consigue ser Una y solo Una.
Una fuerza berroqueña, sí, pero con fisuras y contradicciones internas que se pueden agrandar como consecuencia de la glaciación económica. Una parte de los electores del PP sabía lo que iba a venir, aunque los grandes ajustes y los recortes no figurasen en el programa electoral de noviembre de 2011. Otra parte de su electorado, sin embargo, no se esperaba la inmediata subida de impuestos. Esa otra parte se dejó seducir por el «pensamiento mágico», por la fantasiosa creencia en el milagroso retorno de la derecha al poder. ¡Bastaba con cambiar el Gobierno!, creían algunos. Hay un pensamiento Alicia de izquierda, reiteradamente atribuido a Zapatero, para denigrarle, y hay un pensamiento mágico de la derecha intoxicada por las tertulias radiofónicas. Una parte importante de la sociedad española ha vivido engañada por la coincidencia de la crisis de la deuda y el ciclo electoral. Nadie ha hablado claro. Nadie ha sido mínimamente sincero. Ha faltado modestia en las élites económicas y políticas desde que la crisis comenzó a ser una brutal evidencia. Nos ha faltado el Caballero del Verde Gabán.
El presidente Rajoy, investido con una sólida mayoría absoluta, se enfrenta ahora a una tremenda responsabilidad: sacar al país de la crisis, aunque sea de forma lenta; sanear el sistema financiero con una fórmula de depuración de los pasivos inmobiliarios que tenga un mínimo consenso social; evitar la desmembración nacional del Ibex 35 con la entrada a saco de capitales extranjeros en empresas estratégicas que han perdido, como promedio, el 13 % de su valor en bolsa en 2011; rehacer el anclaje español en el sistema de poder europeo, a su vez en crisis, y convencer a una parte sustantiva de la sociedad española, desorientada, perpleja y engañada, de que los milagros no existen y de que toda mejora llegará poco a poco. Quizá, muy poco a poco. Al PP le acompaña la «fuerza». La sensación de fuerza es el principal activo del centro-derecha español. ¿Será suficiente? Mucho antes de que fuese nombrado ministro de Economía, tuve la oportunidad de compartir desayuno con el economista Luis de Guindos. Faltaban algunos meses para las elecciones generales y se mostraba muy preocupado por el devenir del país. Temía que España fuese formalmente intervenida por la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional. En un momento dado, deslizó el siguiente comentario: «Esta crisis se va a llevar por delante al actual Gobierno, y quizá al Gobierno que venga después».
Creo que el cuadro se puede resumir de la siguiente manera. En 1977 y 1979, los españoles votaron a un hombre del anterior régimen que se había pasado de bando, sin desprenderse de todos los gestos y lenguajes de su vida anterior, al que veían como garante de una transición sin sangre. En 1982 apoyaron con generosidad al partido mejor situado para alejar España del fantasma del golpismo y garantizar el ingreso en la próspera Europa. Le siguieron votando hasta 1996 gracias al carisma, la templanza y la profesionalidad de Felipe González. Desgastada la intensa y persuasora hegemonía «felipista» por la usura del tiempo, la irrupción de nuevos intereses y la corrupción de diversos altos cargos, los españoles votaron en 1996 al Partido Popular con la precaución de no dar demasiado poder a José María Aznar. En 2000, entusiasmados por una oleada de bienestar material sin precedentes —una oleada de alto consumo, para ser más exactos, estimulada por las privatizaciones de las empresas públicas y por la burbuja especulativa—, entregaron al Partido Popular la mayoría absoluta sin más preguntas ni precauciones. En 2004, bajo el impacto emocional de los atentados de Madrid, votaron contra la prepotencia y la obstinación de Aznar. En 2008 volvieron a votar contra un relato que en buena medida no les gustaba: la interpretación paranoica del 11-M y la excesiva agresividad del PP; el voto de los catalanes fue esta vez más decisivo que en la anterior ocasión: sin la pertinaz inclinación de los catalanes por el centroizquierda, Rajoy habría obtenido una pronta revancha. En 2011 se produjo finalmente el golpe de péndulo que se veía venir. Ante el pavoroso avance de la crisis, ganó el Partido Alfa. Ganó por la gravedad objetiva de la situación, porque ya tenía a las clases medias predispuestas a su favor, porque los catalanes —y los andaluces— habían empezado a cansarse de los socialistas y, sobre todo y por encima de todo, porque el país demandaba una percepción de fuerza y solidez. La Fuerza. He ahí un asunto verdaderamente español.
¿Qué hará Rajoy? Aunque la palabra modestia tardaremos en oírla en el discurso oficial, algo de ello se insinúa en el horizonte. Mariano Rajoy intentará ser eficiente, predecible y factible. Intentará enmendar los puntos débiles de José Luis Rodríguez Zapatero y evitar los más graves errores de José María Aznar. El Gobierno español buscará una vía de acuerdo preferente con la cancillería de Berlín; trabajará para mantener una buena relación con Francia, sin ser prisionero del Palacio del Elíseo, e intentará contrapesar la actual debilidad de España en la Unión Europea con una intensa reaproximación a todo el continente americano con la vista puesta en la protección del Ibex 35. La debilitada España se esforzará en ganar peso en el núcleo europeo cultivando su dimensión atlántica, justo en el momento en que Gran Bretaña se aleja del continente.
Aznar intentó uno de los movimientos más audaces de la política exterior española desde la pérdida de Cuba y Filipinas. Buscó una alianza preferente con Estados Unidos y Gran Bretaña en un momento de alta tensión entre Washington y la vieja Europa franco-alemana. Atlantis contra Carolingia. Convencido de que la hegemonía neoconservadora en Estados Unidos tenía por delante un largo recorrido, quiso emanciparse de la secular tutela francesa —el sueño de todo buen nacionalista español— y de la potencia alemana, en aquel momento en horas bajas. Soñaba seguramente con ser el Gran Patricio de la Restauración democrática, mediante una fórmula todavía no ensayada en España. Una vez transferido el poder a Rajoy —su intención inicial, dicen, era designar a Ángel Acebes, pero Rodrigo Rato lo consideró una afrenta—, imaginemos a Aznar en el puesto de chairman del banco multinacional resultante de la fusión del BBVA y la banca JP Morgan u otra entidad bancaria estadounidense. E imaginemos a ese mismo chairman en el Consejo de Administración del Grupo Mudorch, a su vez implantado en España con la propiedad de un potente canal de televisión y una influyente cabecera de prensa en Madrid. ¿El Vladimir Putin español? El primer tutor transnacional de la democracia liberal-conservadora española. Aznar quería ser el Gran Tutor. Política y finanzas en un mismo círculo de poder sin aventuras populistas, ni transgresiones condenadas al fracaso como las de Mario Conde. Una minuciosa operación de acumulación de poder. Una fusión fría de Cánovas del Castillo y el banquero March. Una figura de nuevo tipo en la historia contemporánea de España. Ese podía haber sido el curso de las cosas de no mediar los atentados del 11 de marzo en Madrid. Ruego al lector que no lo tome al pie de la letra. Es una hipótesis. Es el apunte de una posibilidad verosímil.
La historia transcurrió de otra manera. Aznar se enemistó con Jacques Chirac, el soberbio presidente de la República Francesa. Tensó la cuerda con el Reino de Marruecos (enojando aún más a París). Quiso dar lecciones de estabilidad presupuestaria al canciller alemán Gerhard Schröder, gracias a los ingresos extraordinarios de las privatizaciones y los efectos euforizantes de la burbuja inmobiliaria. Puso los pies encima de la mesa en un receso de la cumbre del G-8 en Canadá (reunión a la que asistía en calidad de presidente de turno de la Unión Europea). Y adquirió un asombroso acento texano a medida que fortalecía su amistad con George W. Bush. La guerra de Irak fue la gran piedra de toque de la Operación Gran Tutor. Estados Unidos necesitaba los buenos oficios de España en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y Aznar se los ofreció, con la opinión en contra del 80 % de la sociedad española. Se enemistó entonces con buena parte de los países latinoamericanos, pero consiguió inmortalizar su apuesta estratégica en la famosa foto de las Azores. Estaba contento. Había conquistado su lugar en el mundo. Luego vino el 11-M: el zarpazo del terrorismo islámico en Madrid y la errónea lectura de aquel fatídico momento. Cedo la palabra al periodista británico Giles Tremlett, corresponsal del diario The Guardian en España y autor de España ante sus fantasmas, un libro que nunca me cansaré de recomendar. «Aznar, con su disposición al combate y su negativa a cambiar de opinión en lo que consideraba cuestiones de honor, tenía unos cuantos rasgos quijotescos. La tentación de trazar paralelos entre don Quijote, que creía ver gigantes donde solo había molinos, y Aznar, que convirtió Al Qaeda en ETA después de los atentados de Madrid, es casi irresistible [...]. El fiel corcel de Aznar no era un caballo llamado Rocinante, sino un aparato de gobierno basado en líneas presidenciales. Donde él veía a ETA, este (el aparato gubernamental) también se había entrenado para verla. Esta treta particular no era nueva. La inteligencia británica y la estadounidense habían hecho lo mismo en Irak viendo armas de destrucción masiva donde no las había [...]. “Lo que digo es verdad y ahora lo verás”, dijo don Quijote cuando se convenció de que un grupo de monjes eran en realidad perversos hechiceros. Esta frase resume la forma en que Aznar hizo frente a los atentados del 11-M». En marzo del 2004, imperó, una vez más, la alianza de don Quijote y don Juan Tenorio: la obturación idealista y el cinismo. El Caballero del Verde Gabán estaba lejos, muy lejos de España.
Rajoy perdió las elecciones: la línea azul de su cuaderno de anillas se fue para abajo y quedó superada por la línea roja. Los tiempos estaban cambiando y la alianza de las Azores comenzó a venirse abajo. La invasión de Irak acabó fortaleciendo a los ayatolás de Irán, y hoy, con las tropas norteamericanas en retirada, aquel país se halla en soterrada guerra civil. Al terrorista Bin Laden lo cazaría años más tarde —liquidándolo en el acto— un presidente negro y demócrata. Catapultado al poder de manera inesperada, Zapatero se convirtió en la negación del aznarismo. Retiró las tropas de Irak, se enemistó con Bush, puso al Vaticano en guardia, hizo las paces con el rey de Marruecos, restableció la cordialidad con los países latinoamericanos (con una fuerte querencia por el caudillo bolivariano Hugo Chávez) y se reconcilió teatralmente con la vieja Europa. Chirac y Schröder viajaron a Madrid para sellar el regreso de España a Carolingia. A Zapatero, sin embargo, no le apasionaba la política europea. Menos aún a su ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, experto en Oriente Medio. La España de la burbuja inmobiliaria cambió un Quijote de derechas por un Quijote de izquierdas. Si Aznar soñaba con una aleación de Felipe II, Cánovas del Castillo y el banquero March, Zapatero se propuso forjar una Alianza de Civilizaciones a escala planetaria. La Paz Perpetua de Inmanuel Kant propulsada por el secretario provincial de León del Partido Socialista Obrero Español, ni más ni menos. En efecto, un Quijote de izquierdas sucedió a un Quijote de derechas mientras el viento inmobiliario hacía girar las aspas de los molinos. El Hidalgo de la Eterna Sonrisa no captó a tiempo el cambio que se gestaba en Alemania y menospreció de una manera casi infantil a Angela Merkel en 2005. Carolingia es un castillo gótico. Si te equivocas de pasadizo puedes acabar encerrado en la torre. Rota la sintonía con Berlín, el de León quedó en manos de París. La historia imponía su ley. La relación de Francia con España jamás será simétrica: mayor fuerza económica, demográfica y militar, un servicio exterior potentísimo, la energía nuclear, el control de ETA y la llave de los Pirineos. Al estallar la crisis, Nicolas Sarkozy salvó a Zapatero de un humillante aislamiento internacional. Le garantizó una silla en el G-20 y el inquilino de la Moncloa pasó a deberle gratitud eterna. Obligado a cambiar de política económica en mayo de 2010, el presidente español quedó en manos del Directorio Europeo. El súbito bajón español y la insólita evolución de Italia —la apoteosis felliniana de Silvio Berlusconi con la viagra— dejaron inermes a dos países que suman más de cien millones de habitantes. Sin esa suma de debilidades, el cuadro europeo sería hoy matizadamente distinto.
Rajoy parece buscar otra geometría sin poner los pies encima de la mesa. No están los tiempos para nuevas prepotencias españolas. En términos hegelianos, el PP, que acaba de ganar las elecciones con un millón de votos provenientes del PSOE, estaría buscando una síntesis de los dos estadios anteriores. Una España bien anclada en Carolingia que recaba fuerzas en Atlantis. Una España de obediencia europea que juega a fondo su baza transatlántica, primero para salvar los muebles —el Ibex 35, no perdamos nunca de vista la propiedad del Ibex 35 en los próximos años—, y después, si las cosas van medianamente bien, para intentar recuperar una posición de potencia mediana en un mundo cuyo centro de gravedad ya se halla en Oriente.
Un 30 % del producto nacional bruto español se produce en América. Las principales empresas del Ibex 35 tienen hoy su principal fuente de negocio en Latinoamérica, sobre todo en el Gran Brasil. Dos cosas han cambiado en América en estos últimos años: el presidente de Estados Unidos es un liberal-progresista del Partido Demócrata y el populismo bolivariano está en retroceso. El PP marianista ha abandonado el monocultivo del Partido Republicano y tiene abiertas vías de contacto con la Administración Obama. Las relaciones con Brasil, Colombia, Perú, Chile, Uruguay y Paraguay se prevé que sean buenas desde el principio. Con México y Argentina —dos referencias de primer orden— cabe esperar un poco más de complejidad. Venezuela está en vilo por la salud de Chávez y no se esperan grandes problemas con Bolivia y Ecuador. Dos serán las bazas a jugar: el fortalecimiento de la lengua española como vector internacional (450 millones de hablantes) y la apertura de mercados para las pequeñas y medianas empresas. El nuevo Gobierno ofrecerá cooperación y paridad.
«Soñar con una política de liderazgo en Latinoamérica como la que se intentó, de distinta manera, en tiempos de González y Aznar es hoy una quimera. Las cosas han cambiado. España deberá ofrecer cooperación en un plano de mayor igualdad», subrayaban fuentes del entorno de Rajoy pocos días antes de su toma de posesión.
Mariano Rajoy tiene hoy en sus manos la mayor concentración de poder político-administrativo que se da en España desde el gran cambio de rasante de 1982. Se halla al frente de un Gobierno aparentemente cohesionado, formado en su mayoría por altos funcionarios del Estado con experiencia política, en el que sobresale la figura puntera de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. No es un oligarca, ni un patricio venido a más con poderes fuera de la política. Ni siquiera es un genuino representante del establishment madrileño. Es un político profesional que ha llegado a la cima sin deberle nada a nadie. No tiene deudas pendientes con el hombre que en 2003 le designó sucesor, porque después de los idus de marzo pasó lo que pasó. Tampoco debe nada a los medios de comunicación y menos aún a los medios capitalinos de la derecha, uno de los cuales (el diario El Mundo) hizo todo lo posible para hundirle en la primavera de 2008. Político previsible y a la vez atípico, Rajoy se halla al mando del Partido Alfa en un momento vertiginoso para España: la crisis, el malestar en la calle, la extensión de la pobreza y unos preocupantes signos de erosión y desgaste en la arquitectura institucional que alcanzan a la propia monarquía. No cabe descartar que en los próximos años los países del sur de Europa empiecen a dar bandazos —ora a la derecha, ora a la izquierda—, como les ocurrió a los países del este de Europa después de la caída del muro de Berlín. Un aura de soledad envuelve al nuevo presidente del Gobierno de España en el momento de firmar el más tajante endurecimiento de las reglas laborales en España desde la instauración del paternalismo franquista.