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EL HOMBRE QUE NO PENSABA EN LOS ELEFANTES
Y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él y, poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo:
—Vencido sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío.
El Quijote, segunda parte, capítulo LXIV:
«Que trata de la aventura que más pesadumbres
dio a don Quijote de cuantas hasta entonces
le habían sucedido»
—Menos mal que no vamos a ganar, porque la que viene sobre España es gorda.
—¿Tan mal ves la situación económica?
—Peor que mal. Tenemos una burbuja inmobiliaria y es inevitable que estalle, y cuando esto ocurra se lo va a llevar todo por delante, incluyendo los bancos.
—¿Tú crees?
—No solo lo creo, estoy totalmente convencido. El gobierno del PP ha sido un irresponsable. En lugar de frenar la concesión de créditos hipotecarios a través del Banco de España, ha echado más gasolina al fuego con las desgravaciones fiscales. Este ha sido el mayor error de su mandato: no eliminar la desgravación a la vivienda pasándola a los alquileres.
—¿No es eso lo que decís vosotros en vuestro programa electoral?
—No es un programa electoral para gobernar, sino para que José Luis obtenga un resultado suficientemente bueno para salir reelegido secretario general del PSOE en el próximo congreso. Después ya haremos un programa económico en serio para gobernar. Pero eso ya serán otros quienes lo hagan.
—¿Es que no vas a seguir en política?
—En absoluto. Yo le echo una mano a José Luis por un compromiso personal que tengo con él, pero no por el partido.
—¿Y si ganáis?
—¡Qué horror! Eso sería muy malo para mí, porque trataría de implicarme y no podría negarme..., y mucho peor para él. No estamos preparados ninguno de los dos para gobernar este país...
Este diálogo entre el economista Miguel Sebastián y los periodistas del periódico La Vanguardia Mariano Guindal y Mar Díaz-Varela es del todo verídico y podría constituir la principal prueba de cargo contra el Partido Socialista Obrero Español el día en que el tribunal de la historia se reúna para juzgar el confuso tránsito de España del siglo XX al XXI. Guindal, uno de los periodistas económicos más prestigiosos de Madrid, ha incluido esta reveladora conversación en el libro El declive de los dioses, una buena panorámica del tiempo que media entre dos abismos económicos: el de 1977-1982, con el país al borde de la suspensión de pagos y del golpe de Estado militar, y el abismo de 2009-2012, de nuevo a un paso de la suspensión de pagos y virtualmente intervenidos por el Directorio Europeo. La historia de la España democrática discurre entre esos dos precipicios económicos. Es la historia de una ambición. La ambición de unas clases dirigentes, la ambición de la ciudad de Madrid, convertida al fin en la capital indiscutible e indiscutida de España, y la ambición de las provincias, incluyendo aquí a la mismísima Barcelona. Es la historia de los círculos de poder españoles; un mundo en sí mismo vigoroso, inteligente, atrevido, muchas veces sin escrúpulos y con no pocos episodios de irresponsabilidad a sus espaldas. Es la historia de las élites dirigentes. Y es la historia de un PSOE provincial que, renacido de las cenizas de la derrota de los años noventa, también quiso formar parte de ese círculo, con más audacia y atrevimiento que preparación.
El PSOE sabía lo que iba a ocurrir y no hizo nada para evitarlo. Esa podría ser la acusación del fiscal. El Partido Popular cebó la burbuja inmobiliaria en busca de un boom económico que ensanchase su base electoral y ofreciese al «sistema-España» una gran plataforma de relanzamiento en el mundo: ocupación laboral intensiva, inmigración a mansalva, incremento del consumo interno, acelerada revalorización de los bienes inmobiliarios, sensación difusa de riqueza, hedonismo, tonos euforizantes en todos los estratos sociales, paz laboral, buena relación entre el Gobierno y los sindicatos, estabilidad política, prestigio exterior, reconfiguración de los grupos dirigentes con la privatización de las empresas públicas, cómoda mayoría absoluta en el Parlamento... Afianzamiento, en definitiva, de una nueva oligarquía validada por las urnas. La España conservadora, finalmente rehabilitada por la historia. El PP alimentó la burbuja y la espiral especulativa ha estallado en manos de los socialistas. Ese es el resumen. Aturdidas por la explosión y por sus efectos devastadores, las clases medias han rehabilitado al PP para que actúe de bombero. Así puede resumirse el ciclo político desde 1996. Lo comentábamos en el capítulo anterior: el Partido Alfa ha regresado al poder porque su «fuerza» —una constante de 10 millones de electores en los últimos quince años y un rocoso asentamiento en las grandes ciudades— consigue dejar en segundo plano los errores cometidos.
El PSOE, el Partido Beta, sabía cuál era la avería profunda del sistema y no actuó de manera diligente para evitar el colapso económico. Ocultó la cabeza bajo el ala cuando vio que las cosas empezaban a ir mal. Sin una gran ciudad detrás, sin fuertes apoyos en las clases medias urbanas, pronto se vio desbordado. Vamos a intentar contarlo con cierto detalle.
Al aparecer los primeros síntomas de colapso financiero, José Luis Rodríguez Zapatero no tuvo mejor idea que negar la existencia misma de la crisis, con dos objetivos: evitar la derrota en las elecciones del 8 de marzo de 2008, y proteger a la banca española. Superadas las elecciones, no hubo rectificación. El presidente siguió obsesionado con negar la crisis cuando esta era ya algo más que una evidencia para todos los analistas. Se creó en el segundo trimestre de 2008 una situación verdaderamente kafkiana. Todo el país hablaba de la crisis y el jefe del Ejecutivo se obstinaba en evitar esa palabra, como si hubiese hecho un voto religioso, como si temiese un sortilegio. Agotados todos los eufemismos y con evidentes signos de irritación en la opinión pública, el 8 de julio, cinco meses después de las elecciones generales, se dio por vencido en una entrevista en Televisión Española: «Lo que me importa es lo que va a hacer el Gobierno ante las dificultades de los españoles. A otros les preocupan los nombres, mientras que a mí me preocupan los problemas de los trabajadores, de los jubilados, de los pensionistas, jubilados y familias [...]. No me niego a usar ninguna palabra; solo quiero tomar decisiones [...]. En esta crisis, como ustedes quieren que diga, hay gente que no va a pasar ninguna dificultad». Provoca un cierto sonrojo transcribirlo tres años y medio después, cuando estamos en el tramo más negro de un túnel de incierto final. Cuando la crisis se escribe con mayúsculas y en letra gótica.
¿Por qué esa cerril obstinación? Voluntarismo, orgullo provincial, tozudez, obsesión por las encuestas y una fijación casi infantil por las teorías del neurolingüista norteamericano George Lakoff, asesor del Partido Demócrata de Estados Unidos, sobre la importancia de los «marcos mentales» en la elaboración del discurso político. «No pienses en un elefante», dijo una vez Lakoff a sus alumnos para explicarles, acto seguido, cómo les había incitado con esas simples palabras a pensar de inmediato en el mamífero terrestre de mayor tamaño. «No penséis en la crisis», dijo Zapatero; y España entera no pensó en otra cosa que en la crisis, creándose un brutal divorcio entre el discurso oficial y la percepción de la calle. Los catastróficos resultados están hoy a la vista: se perdió un tiempo precioso, se reaccionó tarde, las defensas keynesianas no funcionaron —porque no fueron política común en Europa—, el país se deslizó hacia la suspensión de pagos y el PSOE acabó estrellándose. Lakoff ha sido la ruina del PSOE.
Las técnicas políticas importadas de Estados Unidos están teniendo un efecto tóxico en España. Me explico. Hace ya algunos años viví una anécdota interesante en Marruecos. Gracias a unos parientes residentes en el país tuve la oportunidad de conocer en Casablanca a algunas familias de la nueva clase media marroquí. Personas de una gran amabilidad y orgullosas de poder mostrar su casa a un extranjero. En una de esas casas, sencilla a la vez que elegante, limpia, perfectamente amueblada, vi que los cuadros colgados en la pared lucían aún las cantoneras de cartón con que suelen ser embalados para evitar desperfectos. Aquel modo de decorar la casa era una novedad para ellos y no habían reparado en el detalle de las cantoneras. A la política española le ha pasado lo mismo con los think-tanks norteamericanos. Les hemos comprado las nuevas técnicas de combate político sin quitarles todo el embalaje. José María Aznar importó las teorías de la polarización social de los neoconservadores norteamericanos —tensar, tensar, tensar...— y España se le fue de las manos entre el 11 y el 14 de marzo de 2004, cuando en vez de tensar había que unir, serenar y pacificar. Con otra política de comunicación, sin mentiras y con el deseo de convertir en un signo de unidad el dolor provocado por la matanza, el PP habría ganado de manera indiscutible las elecciones de 2004. En dirección contraria, José Luis Rodríguez Zapatero y su equipo se entusiasmaron con la teoría de los marcos mentales de Lakoff, con la que los estrategas de Barack Obama creyeron hallar una eficaz respuesta emocional a la agresividad de los neoconservadores. El PSOE compró los marcos Lakoff, pero ¡no les quitó las cantoneras de cartón! No pienses en un elefante. No pienses en la crisis. De esta manera Zapatero acabó construyendo la metáfora de una grave incompetencia: quien no es capaz de reconocer la realidad, difícilmente puede gestionarla.
Parece increíble. Parece inconcebible que un Gobierno de un país europeo de 47 millones de habitantes se deje llevar por una tozudez casi infantil. Había, sin embargo, otro motivo. Una causa mayor. En el otoño de 2007, cuando los nubarrones en el horizonte comenzaban a ser preocupantes, Zapatero se sentía obligado a defender el sistema financiero español. Era un momento interesante y delicado para la principal entidad del país. El Banco de Santander intentaba abrirse paso en el mercado británico, no sin enfrentarse a serias resistencias en la City londinense. Los desembarcos españoles en Inglaterra siempre han sido problemáticos. El brazo mediático de la City —el diario Financial Times y la prestigiosa revista The Economist— disponía de buenos motivos para afilar su tradicional suspicacia sobre las debilidades estructurales de la economía española. La influyente prensa económica anglosajona tiene puesta la proa al euro desde el primer día. Análisis racional y un marco mental profundamente despectivo: los célebres PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España). Sentar plaza en la City no es fácil. ¿Qué hacen estos españoles aquí? Lo último que necesitaba el Banco de Santander en el otoño de 2007 era un clima de pesimismo sobre el porvenir de la economía española. Cuando el Partido Popular intentó centrar la precampaña electoral en la proximidad de una grave crisis, Emilio Botín en persona se encargó de bloquear esa estrategia. El principal banquero del país invitó al presidente del Gobierno a visitar la Ciudad Financiera del Santander en Boadilla del Monte. Ambos comparecieron en mangas de camisa ante las cámaras de televisión. Y Botín, tirantes rojos sobre camisa blanca, le dijo lo siguiente a Zapatero: «Estás haciendo un gran trabajo en Economía. Soy optimista respecto a la economía española a corto y a largo plazo». Aquel día, Mariano Rajoy comenzó a perder su segundo combate electoral con el peso wélter de León. Había nubarrones en el horizonte y la banca necesitaba tranquilidad. Los bancos y cajas españoles no habían resultado contaminados de gravedad por las hipotecas subprime norteamericanas, pero tenían sus propios productos potencialmente tóxicos: centenares de miles de créditos inmobiliarios que podían convertirse en impagados si la economía real de las familias y las empresas sufría un súbito desplome. El presidente del Gobierno no podía actuar de profeta de la crisis.
Zapatero se mantuvo encastillado en el optimismo durante todo un año. Desde ese encuentro en Boadilla en septiembre de 2007 hasta la citada entrevista en Televisión Española en julio de 2008. Todos en su entorno —casi todos— le empujaban en una misma dirección. Las encuestas de José Blanco, vicesecretario general del partido: «Presidente, no te preocupes, la gente sigue desconfiando de los mensajes catastrofistas del PP». Los informes sociológicos del diputado malagueño José Andrés Torres Mora, amigo íntimo del presidente y jefe de su gabinete en el tiempo de oposición: «José Luis, he examinado las tripas del último CIS y el cruce de datos me dice que la exigencia de austeridad viene de los sectores que menos padecen la crisis. Los votantes de la derecha con más nivel de renta son los que piden medidas drásticas; la gente humilde que vota a la izquierda está más tranquila, dispuesta a capear el temporal, como ha hecho siempre; no te dejes aturdir por la situación, las derechas tienen un impulso sádico...». El optimismo de Miguel Sebastián, entonces jefe de la Oficina Económica de la Moncloa: «Presidente, habrá que dar una respuesta keynesiana si las cosas se complican; tenemos margen, nuestra deuda pública es baja». El entusiasmo de Jesús Caldera, exministro de Trabajo, presidente de la Fundación Ideas y director de la campaña electoral del PSOE: «Presidente, je, je (Caldera siempre sonríe), hazme caso; como dice Lakoff, los valores enmarcados son los que deciden una campaña electoral, no la economía. Obama ha ganado con un discurso de valores. Valores y buenas metáforas». El consejo de su amigo Javier de Paz, antiguo secretario general de las Juventudes Socialistas, consejero de Telefónica y el hombre del PSOE más influyente en la nueva nomenclatura económica del país: «Presidente, hay que crear un clima de optimismo en el país; acabo de hablar con Javier Gómez Navarro, presidente de las cámaras de comercio, y vamos a lanzar una gran campaña publicitaria que llevará por lema: “Esto lo arreglamos entre todos”». El vicepresidente económico Pedro Solbes era el más reticente. Solbes tuvo un papel decisivo en la segunda victoria electoral de Zapatero con su apelación al «aterrizaje suave» frente a los catastrofismos de Manuel Pizarro en el debate televisado que ambos mantuvieron. Solbes ganó. Pese a comparecer ante las cámaras de televisión con un ojo a la funerala, ganó el debate. Fue más convincente y dijo lo que la gente tenía ganas de oír: catástrofe, no; aterrizaje suave. Pasadas las elecciones, el vicepresidente veía cómo los nubarrones se hacían cada vez más espesos y empezó a mostrar reticencia al optimismo antropológico y keynesiano del presidente y su círculo. Sabía que el crecimiento del paro iba a disparar amenazadoramente el coste de los amortizadores sociales, con el consiguiente disparo del déficit. Fue relevado en abril de 2007. Su sucesora en la Vicepresidencia Económica, Elena Salgado, se estrenó con las siguientes declaraciones a La Vanguardia: «Nos queda un margen de endeudamiento de 150.000 millones» (20-5- 2009).
Un año después, la noche del 9 al 10 de mayo de 2010, la tragedia de la economía española se consumaba en Bruselas. El déficit público se había disparado al 9 % y la deuda pública estaba siendo zarandeada en los mercados. En efecto, España tenía margen en términos contables, pero la infección de Grecia había roto los compartimentos en apariencia estancos entre deuda pública y deuda privada. La contabilidad del Estado español aún tenía margen para recurrir al crédito sin contravenir el tercero de los preceptos del Tratado de Maastricht (60 % máximo del PIB en deuda pública), pero el enorme peso de la deuda privada (un billón de euros las familias y 1,2 billones de euros las empresas) sumado al lastre inmobiliario de un sector financiero a su vez fuertemente endeudado convertían la virtud del Estado español en una mera ilusión contable. La economía real española estaba demasiado endeudada y las previsiones de crecimiento eran nulas. Un bocado muy apetitoso para los especuladores financieros. España no tenía un margen de 150.000 millones de euros para gastarlo en amortiguadores sociales o en medidas de choque como el muy criticado Plan E. España se aproximaba al precipicio con los faros apagados y así se lo hicieron saber a Zapatero la cancillería de Berlín, la Casa Blanca y el Palacio del Pueblo de Pekín en el fatídico mayo de 2010. Si España no frenaba el déficit, podía llevarse por delante el euro y con él el maltrecho equilibrio del sistema financiero internacional. Ni en el más audaz de sus sueños, el secretario del Partido Socialista Obrero Español en la provincia de León podía haberse imaginado en semejante tesitura. El castillo de naipes se venía abajo. «¡No pienses en un elefante!». Cinco siglos después de la firma del Tratado de Tordesillas, España y Portugal volvían a estar en el centro del mundo. En 1496, ante la astuta mirada del papa valenciano Alejandro VI se repartieron el Nuevo Mundo y los mares océanos. En 2010, el default de la península Ibérica podía provocar un agujero de gravísimas consecuencias en líquida esfera del capitalismo globalizado.
He buceado en la hemeroteca en busca del artículo que escribí tras la primera investidura de José Luis Rodríguez Zapatero el 15 de abril de 2004. Debo advertir al lector que es mi primer artículo sobre política española escrito en Madrid. Acababa de llegar a la capital de España y apenas me había dedicado profesionalmente al seguimiento de la política interior española, pese a mi interés por ella desde mi juventud. Después de una estancia en Roma como corresponsal, mi última labor periodística había consistido en la coordinación de las áreas «sociales» de la redacción de La Vanguardia: cultura, sociedad, deportes, información local..., y la puesta en marcha del suplemento semanal «Cultura/s». Era un periodista politizado que había escrito poco de política española. He encontrado lo siguiente:
En tiempos de turbación, España hace mudanza. Contra el precepto de san Ignacio, ese es el mandato de las urnas, cuyo perímetro José Luis Rodríguez Zapatero delimitó ayer, lejos del trazo grueso, con una línea de puntos no muy difícil de interpretar, como esos dibujos con los que nos entreteníamos antes de Internet... Siga con atención la línea punteada y descubrirá los perfiles de un castellano socialista a fuer de liberal.
El estilo fue el mensaje inaugural del quinto presidente de la ya no tan joven democracia española. Bajo el foco de las cancillerías extranjeras, interesadas como nunca lo habían estado antes por las variables que la política española puede aportar al plano internacional, ante todo, Zapatero se autoproclamó en el Congreso de los Diputados como una nueva manera de hacer. Como un método abierto, más que una solución cerrada.
Un talante, dicho a la castellana manera, palabra que el líder socialista empleó ayer en numerosas ocasiones, recordando, al menos en el léxico, la retórica sedante del abulense Adolfo Suárez en la primera legislatura. Lejana es la época, pero no muy grande la distancia, geográfica y cultural, entre Ávila y León. La apreciación quizá sea arriesgada, pero hay algún matiz, algún reflejo «suarista» en el discurso de Zapatero, en tanto que oferta tranquilizante, de Prozac político en tiempos de turbulencia. Hoy por hoy, ZP gusta porque calma. El paralelismo da más de sí. Al igual que el Suárez primigenio, Zapatero surge de la tormenta. Si nos fijamos bien, por primera vez en democracia el partido entrante no llega al poder con el «consentimiento» más o menos tácito de la parte de la sociedad que no le ha votado. No fue así con la UCD, que venció dos veces en la medida que la alternativa socialista era percibida por las clases medias como todavía inmadura, como un cierto riesgo. Después de 1982, el PSOE ganó con solvencia —ciertamente apurada en el tramo final de su hegemonía— hasta la «dulce derrota» de 1996, momento en el que el propio electorado de centroizquierda llegó a interiorizar psicológicamente la necesidad de la alternativa para no prolongar cruelmente la agonía política de Felipe González: el PP ganó con el «consentimiento» de la otra parte. Y como la política es, en muy buena medida, un sistema de expectativas, José María Aznar acuñó su gran triunfo en 2000, cuando consiguió cabalgar con sensatez y moderación la extraordinaria coyuntura económica propiciada por el saneamiento estructural español, más la burbuja financiera clintoniana, de añorada memoria. Pero el «consentimiento» de la otra parte no ha sido la clave de la imprevista victoria socialista en las elecciones del 14-M. Esta vez ha ganado la mayoría sociológica a pelo, en una coyuntura tensa, novísima e inquietante.
José Luis Rodríguez Zapatero accede a la presidencia del Gobierno a caballo del regreso «fuerte» de la política en la dialéctica española. Por ello, por contraste con la dureza del momento y por la existencia objetiva de un deseo de tranquilidad colectiva, el estilo Zapatero contiene hoy más veracidad que retórica. Incluso cuando la línea de puntos de su programa se espació mucho al llegar a los contornos del espinoso asunto de Irak. Sostiene el premio Nobel de Literatura Günter Grass, con el entusiasmo propio de muchos artistas ante el dramatismo ibérico, que la democracia española acaba de protagonizar uno de los «momentos estelares de la humanidad» que en los años treinta invocaba el escritor austriaco Stefan Zweig. Consciente de que le esperan curvas muy peligrosas, Zapatero se alejó ayer voluntariamente de cualquier tono épico, de la subjetividad del «momento histórico», hasta tal punto que algunos pasajes de su discurso parecían sugerir que entiende el socialismo liberal más que nada como un nuevo lenguaje. Un código alejado del viejo discurso de la «transformación de la realidad», pero también del pragmatismo felipista de los años ochenta («no importa que el gato sea blanco o sea negro, sino que cace ratones»). Un idioma capaz de generar sensación de seguridad: la gestión del Estado como fuerza de interposición en el conflicto entre las incertidumbres individuales y la crudeza del mundo, encarnada por el nuevo terrorismo. Pero ¿bastará con un nuevo lenguaje? Para el Partido Popular, rotundamente no. Mariano Rajoy también marcó estilo —el que no pudo desarrollar a su aire en la campaña electoral—, apurando hasta el límite el grado de acidez que puede soportar la ironía. Pero el PP también sugirió ayer la imagen del barco del capitán Achab en busca de la revancha, del combate mortal con la ballena blanca. Desde el 14-M hay un dólar de plata clavado en el palo mayor, y, por encima de Rajoy, todavía emerge la potente y dolorida personalidad de Achab/Aznar: «¡A estribor, a estribor, perseguid a Moby Dick!». Este frenesí alcanzó ayer por la tarde un punto irreal, un extraño cruce entre fantasía y realidad, cuando el asunto del equipo catalán de hockey patines fue puesto sobre el tapete de las «contradicciones» del futuro Gobierno a escasa distancia de los graves dilemas que suscita el cataclismo iraquí.
Zapatero se escabulló bien y mostró un sólido dominio de la inteligencia emocional —espléndido en el pasaje dedicado al reconocimiento de la lengua catalana—. Pero ojo con el de León. Quizás un día se escriba de él lo que Andrei Gromyko dijo del novel Mijail Gorbachev: «Detrás de esa sonrisa, hay una mandíbula de acero».
Creo que el artículo se puede republicar sin que su autor tenga que sonrojarse. Algo espeso y falto de soltura, algo ingenuo en algún pasaje y con un error de principiante: Zapatero no es castellano, sino leonés, un matiz que tiene su importancia en el diván español. El leonés suele ser menos imperativo que el castellano; menos «imperial». Comparte con el castellano el apego a la nobleza del carácter: el respeto a la palabra dada, la valentía, un cierto punto de arrogancia. Es un hidalgo con más trastienda. Reino que no pudo ser —por la capacidad expansiva de Castilla— y lugar de paso entre la Meseta y el Cantábrico, León fomenta la astucia y el cálculo. Es muy probable que acabe de escribir una sarta de tópicos, pero quiero decir que no me avergüenzo de aquel artículo. Efectivamente el PSOE ganó en 2004 y 2008 sin el «consentimiento» de la otra parte; mientras el PP acaba de regresar ahora al poder con un millón de votos socialistas. Efectivamente, José María Aznar se iba a convertir en un apesadumbrado capitán Achab (buena la imagen de la moneda de plata clavada en el mástil). En efecto, aquella sonrisa algo estirada escondía una mandíbula trituradora. Zapatero no tardaría en devorar a los hombres de su círculo —no a las mujeres—, que se atrevían a llevarle la contraria o a perfilar sus propias ambiciones: Jordi Sevilla, Jesús Caldera, Juan Fernando López Aguilar, Pedro Solbes, Pasqual Maragall, José Montilla, Manuel Chaves, Juan Carlos Rodríguez Ibarra... y, en el último minuto, el propio Alfredo Pérez Rubalcaba.
Zapatero, el discreto diputado que durante más de quince años había vegetado en el Congreso observando en silencio el funcionamiento real de los mecanismos de la política española; el secretario provincial de León acostumbrado a bregar en un avispero en el que los sindicalistas mineros querían mandar; el táctico impenitente que en una ocasión tuvo que llamar a la Policía Nacional para que un congreso provincial no acabase a bofetadas, se embriagó muy pronto con el licor de la baraka, esa superchería norteafricana que, desde los tiempos del general Franco, hace creer a los gobernantes españoles que la suerte está a su favor y una fuerza invisible les protege. Franco tuvo baraka y murió —mal— en la cama, después de más de cuarenta años de dictadura. Adolfo Suárez, jugador de póquer hasta el amanecer, creía en la baraka. Felipe González achinaba los ojos cuando le hablaban de la baraka. José María Aznar, también se creyó en manos del destino. Y Zapatero no tardó en caer en la fantasía bereber. ¡No pienses en la baraka!
He hablado personalmente con Zapatero en dos o tres ocasiones durante los últimos ocho años. La primera vez, en el Palacio de la Moncloa. Durante el proceso de negociación con ETA, el presidente quiso explicar su política a varios periodistas de Madrid y sus servicios de prensa organizaron una ronda de desayunos. Recuerdo bien aquella mañana, porque los dos invitados vinculados a La Vanguardia —un servidor y Florencio Domínguez, el periodista español que más sabe de la lucha antiterrorista— fuimos los únicos que tratamos de usted al presidente del Gobierno. Gente de provincias, al fin y al cabo —Florencio, de Bilbao; yo, de Badalona—, nos sentíamos incómodos ante el tuteo reinante. El periodismo ha sido mi manera de descubrir el mundo. Trabajo de periodista desde los diecisiete años y me siento, en este aspecto, una persona muy afortunada. Y a la Fortuna hay que tratarla con respeto. Hijo de una ciudad de la periferia, nunca me habría imaginado sentado a una mesa del Palacio de la Moncloa departiendo con el presidente del Gobierno. Me sentía incapaz de tratar de tú a una persona con la alta responsabilidad de administrar la confianza de millones de ciudadanos. Milito en el partido del Usted. Primavera de 2006. El presidente del Gobierno se mostraba audaz, elástico, radiante, confiado en sí mismo y convencido de que su estrategia con ETA iba a tener éxito. En un aparte, Florencio Domínguez intentó convencerle de los riesgos de tanto optimismo. A finales de diciembre de 2006, ETA hacía estallar por los aires uno de los aparcamientos del nuevo aeropuerto de Madrid.
La segunda conversación tuvo lugar en el Congreso de los Diputados, el 6 de diciembre de 2009, tres años más tarde, durante la celebración del Día de la Constitución. Diez días antes, los diarios catalanes habían publicado un editorial conjunto titulado «La dignidad de Catalunya», que fue recibido en Madrid a cañonazos. Vi a Zapatero tenso, como la cuerda de un arco. Inquieto. La situación económica estaba empeorando por momentos y Cataluña se le había ido de las manos. La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut iba a ser negativa —y sobre todo iba a ser percibida por la sociedad catalana de una manera muy negativa—; él lo sabía y no podía hacer nada para modificar la ruta de colisión. No podía evitarlo y no deseaba evitarlo. La carpeta catalana se había convertido en un quebradero de cabeza excesivo para el PSOE y cuanto antes quedase archivada, mejor. La suerte estaba echada, el PSC iba a perder las elecciones autonómicas, la fórmula tripartita iba a desaparecer, y con esa derrota el PSOE obtendría dos ventajas: un mayor dominio sobre el incómodo partido hermano y una mejor interlocución con CiU. Solo cabía un riesgo: un bajón excesivo en Cataluña también sería letal para el PSOE. Creo que aquel 6 de diciembre, el presidente de las astucias ya veía venir ese segundo escenario. Cataluña se le había ido de las manos.
La tercera y última conversación, también breve, el 6 de diciembre de 2011, de nuevo en el Congreso, de nuevo durante la celebración de la fiesta de la Constitución. Eran días de interinidad y traspaso de poderes. Zapatero se acercó sonriente a un grupo de periodistas apostados en el pasillo principal que conduce al hemiciclo. Fresco, relajado, diría que ligero. Mientras conversábamos, me fijé en su rostro: una máscara de cera que ocultaba un enorme cansancio, una gran tensión y, posiblemente, una profunda decepción. Una máscara tensa instalada en un porte flexible y deportivo. Creo que a Zapatero le ha salvado su personalidad hermética. «Nadie sabe lo que hay dentro de Zapatero, creo que ni siquiera su mujer lo sabe», me confesó en una ocasión el escritor Juan José Millás, que lo ha tratado de manera asidua. Zapatero ha sido el último gran aventurero de la política en España. Creyó en la política politizada sin haber leído y sin haber viajado lo suficiente. Y el país se le vino abajo.
Ha dejado al PSOE hecho trizas. Hablar mal del presidente de la sonrisa perpetua se ha convertido en los últimos meses en un auténtico deporte nacional. A árbol caído... Su propia generación se ha encarnizado con él. En los compases previos al XXXVIII Congreso Federal del PSOE, la corriente encabezada por Carme Chacón emitió un documento titulado «Queda mucho PSOE por hacer», en el que se vertían duras consideraciones críticas sobre la gestión económica del Gobierno saliente, suscrito por personas que habían participado en las deliberaciones del Consejo de Ministros. Un documento firmado por la exministra de Defensa y el exministro de Justicia. Chacón, la ministra que negoció de forma discreta con Leon Panetta, secretario de Defensa de Estados Unidos, el despliegue del nuevo sistema balístico norteamericano, el llamado «escudo de mísiles», en la base gaditana de Rota y que no afrontó la reestructuración de la cuantiosa deuda contraída en tiempos de Aznar por compra de armamento (más de treinta mil millones de euros), coqueteando mediáticamente con el 15-M y embarcada en una revisión de izquierdas de la trayectoria gubernamental. Francisco Caamaño, el jurista que formateó con encajes semiconfederales el Estatut de Catalunya durante su paso por el Congreso y que después no supo armonizar la compleja relación de fuerzas en el Tribunal Constitucional, dando lecciones de liderazgo político. La política 2.0 tiene como especial característica la reducción de la memoria. Al igual que ocurre con los nuevos artefactos electrónicos, la memoria del político 2.0 no debe pesar. Equipaje ligero para un mundo fluido y acelerado. Que lo que dijiste o hiciste ayer no condicione demasiado lo que puedas hacer hoy. La política mediática funciona como el cerebro de un reptil: poca memoria y muchos reflejos.
Paradójicamente, Zapatero, el hombre mediático por excelencia en el moderno panorama español, se refugió en la memoria cuando las cosas empezaron a irle mal. Se adhirió al viejo realismo analógico —la política con memoria— para salvar su biografía de la devastación. Oír a Zapatero invocar el «principio de realidad» en un debate en el Congreso de los Diputados —creo que en una respuesta al diputado Joan Herrera— fue para mí toda una revelación del cambio de época que comportaba la crisis. Zapatero ha abandonado la esfera gubernamental sin poder culminar el movimiento parabólico de casi todos sus predecesores: una plena inserción en el establishment español, con buenos asideros internacionales. Adolfo Suárez habría encontrado un buen puesto en el sistema de no ser por su imperiosa querencia por la política y su insaciable búsqueda del reconocimiento social. Necesitaba estar en la palestra y se metió en el berenjenal del banquero Mario Conde buscando apoyos para el Centro Democrático y Social. Felipe González es desde hace años un hombre destacado, muy destacado, en los círculos de poder hispanoamericanos. José María Aznar, que posiblemente abrigaba el sueño y la esperanza de convertirse en un patricio con notable poder económico (véase el capítulo anterior), escogió la alianza con el Partido Republicano de Estados Unidos y no le ha ido nada mal, pese a la amarga vicisitud de 2004. Los principales ministros de la democracia son hoy personas relevantes en el mundo de la empresa, pública y privada. La generación Zapatero va a tener muchas dificultades para completar esa parábola.
La Nueva Vía, el grupo de Zapatero, también aspiraba al ascensor social. Es lógico. Así funciona la política española desde 1977. La abrupta irrupción de la crisis ha dejado el ascensor gubernamental encallado. No es de extrañar, por lo tanto, que una buena parte del círculo zapaterista haya intentado reventar el techo del ascensor para proseguir la ascensión por su cuenta, con audacia, con poca memoria y desafiando todo tipo de inclemencias. Quieren llegar. Sienten la obligación de llegar. Este es uno de los impulsos que dio vida a la candidatura de Chacón en el XXXVIII congreso Federal del PSOE, frente a un hombre maduro, castigado por la derrota electoral de noviembre, bañado por una lluvia de cenizas y, sin embargo, bien instalado en el palco socialista del Santiago Bernabéu y muy bien comunicado con el grupo PRISA, el principal nódulo de la industria de la comunicación en España. Zapatero intentó abrir una nueva vía de ascenso, desde la ayudantía en una facultad de provincias a lo más alto de la pirámide, siempre atado al cable mediático: que la política de imagen te haga subir mientras vas apoyando el pie, con tiento, en las estructuras del partido. Con su radicalismo democrático y su esbozo de cesarismo mediático, ZP, el primer político español que se ofertó con aires de producto comercial, intentó abrir una inédita vía de promoción política y social. Una vía rápida y audaz que Carme Chacón ha querido recorrer con un esfuerzo y un tesón dignos de una novela de Stendhal o Balzac.
¿En que se equivocó el hombre que no quería pensar en un elefante? El economista Miguel Sebastián lo apunta con claridad en el diálogo inicial de este capítulo: «José Luis y yo aún no estamos preparados para gobernar». Llegó al Gobierno de España con un exceso de energía y una disimulada falta de preparación. Le faltaban más lecturas, más viajes y un poco más de sentimiento trágico de la vida. Enamorado de su fuerza de voluntad, Zapatero creyó que lo peor no le podía pasar. A él, no. Un Quijote de izquierdas sucedió a un Quijote de derechas, olvidándose del Caballero del Verde Gabán.
Zapatero se equivocó con Cataluña y acertó en el País Vasco, con una complicación irreparable en el orden de los factores. En esta ocasión, el orden de los factores sí alteraba el resultado. Tenía que haber empezado por la cuestión vasca para después afrontar la más compleja cuestión catalana. El exministro Ramón Jáuregui ha expresado en alguna ocasión que este era el plan inicial. Primero acelerar el final de ETA y después modificar el marco del Estado autonómico para intentar establecer una cierta «asimetría» entre las dos principales nacionalidades y el resto de las autonomías. Primero reforzar y ampliar la autoridad política con el final efectivo del terrorismo y después remover el polvorín autonómico. El PSOE no pudo detener o aplazar la tramitación del nuevo Estatut por motivos que veremos en el próximo capítulo. Habían prometido demasiado —el propio Zapatero, en persona— y el socialismo catalán se había embarcado en una alianza de alto riesgo sin la autoridad política y moral que proporciona toda victoria electoral indiscutible. Política a la italiana —eso fue en buena medida el tripartito catalán— en una España muy poco amante de las filigranas. El tripartito estaba en un principio pensado —esa era la lectura del Estado Mayor de Ferraz— para poner en serias dificultades a Mariano Rajoy, en el supuesto de que este hubiese ganado las elecciones generales de 2004 por mayoría simple. La alianza PP-CiU habría sido verdaderamente difícil. Tácticamente, el tripartito catalán era un artefacto de gran eficacia... concebido en un momento en el que sus actores no contemplaban una victoria inmediata del PSOE. El súbito cambio de escenario lo trastocó todo.
En este contexto, el partido socialista cometió un error de especial significado al principio de la primera legislatura, al secundar la iniciativa de Izquierda Unida-ICV y Esquerra Republicana de Catalunya para someter a investigación parlamentaria los atentados del 11 de marzo en Madrid. El error consistió en querer acorralar a Aznar a cuenta de los atentados; de la misma manera que Aznar cayó en la tentación de querer acorralar a la izquierda durante los fatídicos días de marzo. Las dos Españas siempre a cara de perro. La vieja simetría entre rojos y azules. La sórdida tentación de eliminar al contrario por la vía expeditiva. La vieja pulsión de muerte en el Ruedo Ibérico. Aznar, lógicamente, se defendió. Sabía que iban a por él y se revolvió con furia instalando en Madrid la teoría de la conspiración sobre la autoría de los atentados y la sospecha sobre el comportamiento de algunos mandos de la Policía durante aquellos días de extrema confusión. Cuadros de la Policía pilotados a distancia por el partido socialista habrían conspirado contra el Gobierno ocultando y manipulando pruebas para inducirlo a error, en confabulación con los medios de comunicación antigubernamentales. Las teorías conspirativas a propósito del 11-M han sido muy diversas y contradictorias —desde la autoría de ETA pese a todas las evidencias en contra, hasta una presunta intervención de los servicios secretos marroquíes, que podrían haber tenido conocimiento de la trama sin informar a la policía española—, y todas han apuntado siempre en la misma dirección: sembrar la sospecha, alimentar la confusión, reforzar la idea de la «accidentalidad» del gobierno Zapatero y preservar la figura de Aznar. El expresidente fue contundente en el XV Congreso Nacional del PP, celebrado entre el 1 y el 3 de octubre de 2004 en Madrid, meses después de la derrota electoral: «No os dejéis engañar, nos dirán que nos hemos equivocado y no nos hemos equivocado». Resistir es vencer, otro viejo lema español.
Las teorías conspirativas no prevalecieron, los intentos de forzar la nulidad del juicio por los atentados —el primer gran proceso penal en el mundo a raíz de un atentado islamista de gran escala— fracasaron, y lo más probable es que Mariano Rajoy y su ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, dejen ese dossier tranquilo, pese a las presiones que van a recibir en sentido contrario. La derecha demostró en 2004 y 2005 que era capaz de pautar la agenda informativa y de polarizar buena parte de la ciudad de Madrid a su favor, como se revelaría más tarde con las reiteradas manifestaciones contra la negociación del Gobierno con ETA. La citada comisión de investigación parlamentaria acabó sus labores dejando un mal sabor de boca en toda la sociedad. Nada se había aclarado y la política española parecía más turbia que nunca. La derecha sociológica protegió a Aznar, delimitó sus líneas rojas y le dijo a Zapatero que no podía contar con Madrid. En junio de 2004, el PSOE ganaba las elecciones europeas (José Borrell frente a Jaime Mayor Oreja) por un estrecho margen de 300.000 votos y un solo diputado de diferencia. La foto estaba clara: la derecha estaba movilizada y tenía ganas de revancha; la izquierda solo lograba coagular con el voto de rechazo. El PP tenía consigo un bloque social berroqueño; el PSOE, un electorado filiforme que solo se agrupaba bajo determinadas condiciones de temperatura, humedad y presión atmosférica. Solidez frente a liquidez. Esa dialéctica determinaría las dos legislaturas de Zapatero, hasta que la crisis económica rompió el termostato y una parte del electorado de izquierdas, confuso y desorientado por el avatar económico, pasó del estado líquido al vaporoso. Y se esfumó.
La labor principal de Alfredo Pérez Rubalcaba como nuevo secretario general del PSOE será intentar la reabsorción de ese vapor para favorecer su regreso al estado líquido en el serpentín socialista. Para ello, el señor Rubalcaba se dispone a actualizar la vieja fórmula de Indalecio Prieto: un PSOE reformista, socialdemócrata a la antigua, maduro, amigo de la UGT y español, muy español. Socialista a fuer de liberal. Socialista a fuer de nacional. El secretario general Pérez Rubalcaba —defensor en su día del primer tripartito catalán y de la concordancia entre PSOE y Esquerra Republicana— sabe que entre los muchos peligros que acechan al partido de la izquierda moderada, el más inquietante de todos es el de aparecer ante la sociedad como una fuerza escasamente útil, como un partido sin tierra, sin influencia y sin rumbo. Un partido estigmatizado por dos crisis: la de los años noventa y la de la primera década del siglo XXI. Un partido asociado al fracaso económico y al paro. Un partido, entre paréntesis. El partido menor de la democracia española. Sagasta en minúsculas.
La crisis, sin embargo, también puede provocar una gran erosión a la nueva mayoría gubernamental. Es muy posible que así sea. Recordemos el pronóstico de Luis de Guindos, antes de ser nombrado ministro de Economía: «Esta crisis se va a llevar por delante al actual Gobierno, y quizá al Gobierno que venga después». El PSOE flanqueará a UGT —el viejo binomio socialista es de nuevo imprescindible para la supervivencia de ambos componentes— y ofrecerá concertación al Partido Popular a medida que las políticas de austeridad incrementen el malestar social. Se alejará de Cataluña, esbozando nuevos e inéditos discursos de carácter antinacionalista catalán, e intentará estar muy presente en todas las combinaciones de gobierno que se puedan dar en el País Vasco pacificado de los próximos años. Más España, más País Vasco pacificado, menos Cataluña, más centrismo, más discurso intergeneracional, más gravidez, más madurez, menos radicalidad mediática y simpatía contenida por el movimiento 15-M si este logra reaparecer con consistencia en los próximos tiempos. Esta es la fórmula Rubalcaba que sale ganadora del congreso de Sevilla por un estrecho margen de 22 votos, arañados a última hora gracias a la pericia orgánica de José Blanco y de Gaspar Zarrías, y a la movilización de última hora de los tres césares del socialismo andaluz: José Rodríguez de la Borbolla, Alfonso Guerra y Felipe González, a favor de la matriz clásica del socialismo español. Objetivos de Rubalcaba: volver a poner los pies en el centro, reabsorber todo lo que se pueda del millón de votantes que ha emigrado hacia el PP y UPyD, esperar el desgaste del adversario y sobre todo, y por encima de todo, ser útil a los trabajadores y a las capas medias de una sociedad consternada ante la regresión económica y el severo riesgo de empobrecimiento. Rubalcaba tiene dos años para reorientar un partido muy debilitado en toda España, dividido y peleado en casi todas sus federaciones, anémico en Cataluña, al borde la inanición en Valencia y Murcia y con riesgo de grave fractura interna en Andalucía. Chacón, una mujer verdaderamente tenaz que en Sevilla cometió el error de minusvalorar la capacidad de maniobra de sus adversarios y escogió malas compañías en el socialismo andaluz, querrá tener su tercera oportunidad en las anunciadas primarias para la candidatura socialista en las próximas elecciones generales. Chacón y su equipo de amigos y asesores harán todo lo posible para reavivar el frente progresista-mediático como alternativa al socialismo clásico a medida que se acentúe la crisis social y el descontento de los jóvenes se convierta en uno de los principales acentos de la misma. Ese flanco va a ser muy competido, dada la situación social de fondo y la actual ineptitud del liderazgo de Izquierda Unida. No excluya el lector la entrada de Baltasar Garzón por el ala izquierda del escenario. Rubalcaba y los chicos del norte (Patxi López, Eduardo Madina, Óscar López, Javier Moscoso...) conduciendo un PSOE equilibrado, prietista y español; Chacón, pasionaria de 140 caracteres, y el frente progresista-mediático, intentando el contragolpe; y la hipótesis Garzón, el juez castigado que sueña con la venganza de Edmond Dantès en El conde de Montecristo, capitaneando a los indignados. Ese puede ser el panorama de la izquierda española en los próximos años.
El radicalismo democrático y el esbozo de cesarismo mediático de Zapatero han sido derrotados, aunque no barridos del mapa. Que el expresidente haya salido civilmente vivo de tan extraordinaria contingencia habla a favor de la madurez de la democracia y del instinto de supervivencia del propio interesado. No supo intuir la magnitud de la crisis, pero cuando vio el brillo acerado de sus dientes trituradores actuó en consecuencia y aceptó la disciplina prusiana. Ningún reproche a Alemania —podía haber recordado a Angela Merkel que la reunificación alemana fue posible, entre otros factores, gracias al apoyo de España ante las reticencias de Francia y Gran Bretaña—, ningún conato de rebelión ante el Directorio Europeo. Una mansedumbre que la historia juzgará. Superviviente de un vuelco especialmente infausto, podrá escuchar el eco de sus pasos desde detrás de los visillos de su chalet. Perdido entre la senda de don Quijote y la tentación cínica del Tenorio, diría que Zapatero ha hallado finalmente refugio en la ordenada casa de don Diego de Miranda, Caballero del Verde Gabán. La naturaleza le ha regalado un físico resistente. Su hermetismo le protege. Cursó el bachillerato de las astucias. Ha sabido sobrevivir. Ha tenido suerte. Su amigo José Blanco no ha tenido tanta suerte.
Mientras desgranaba su informe de gestión en el congreso socialista de Sevilla, de nuevo pensé en el Quijote. El Quijote de izquierdas que sucedió a un Quijote de derechas sigue creyendo que la crisis es un mal americano que ha torcido su destino en la tierra. La crisis es para Zapatero el Caballero de la Blanca Luna, que en la playa de Barcelona acabó con los sueños de don Alonso Quijano, Caballero de la Triste Figura.
Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído, y dijo:
—¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí finalmente cayó mi ventura para jamás levantarse!
El Quijote, segunda parte, capítulo LXVI:
«Que trata de lo que verá el que lo leyere o lo oirá
el que lo escuchare leer»