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CATALUÑA DESPUÉS DE LOS HERMANOS MARAGALL
Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos.
El Quijote, segunda parte, capítulo LXI: «De lo que le sucedió
a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas
que tienen más de lo verdadero que de lo discreto»
Pasqual Maragall escuchaba música clásica en un Ipod —Mahler, si no recuerdo mal— en su casa veraniega en el Empordà. Una modesta casa de Rupià, comprada en los años sesenta. Una casa pequeña, con porche, un buen jardín y un paisaje espléndido. Estábamos en un salón comedor ligeramente anárquico. Un desorden medianamente controlado, muy al estilo del propietario de la casa: la mesa llena de diarios y papeles, objetos de la más diversa índole repartidos aquí y allá, fotos familiares y una antorcha de Barcelona’ 92 recostada en un estante, muy a mano, como si el presidente de la Generalitat de Catalunya la necesitase para iluminar de noche los alrededores del pequeño pueblo de Rupià. El cálido desorden maragalliano. Un servidor, sentado en un tresillo, y él, en otro, con los auriculares puestos, intentando trenzar ambos una discusión imposible. Se retiraba los auriculares, hablábamos un rato, y se los volvía a poner; se los volvía a quitar y me enseñaba el aparato: «Oye, es fantástico; aquí cabe toda la música que quieras...». Agosto de 2005. Los Ipod estaban conquistando el mercado y a los hermanos Maragall siempre les ha gustado estar al día.
Era la segunda vez que conversaba con Pasqual Maragall desde su elección como presidente de Cataluña en noviembre de 2003. La primera fue una charla breve en su despacho, rápidamente interrumpida por el jefe de ceremonial, ya que se había comprometido a asistir a la boda de un antiguo colaborador suyo, a punto de comenzar en el Ayuntamiento de Barcelona, al otro lado de la plaza de Sant Jaume. Se levantó, se puso la chaqueta, le acompañé escaleras góticas abajo y nos despedimos en la puerta del Palau de la Generalitat. Recuerdo a la perfección sus palabras de despedida: «O cambiamos España, o esto de Catalunya no tiene arreglo». En Rupià, entre Mahler y Beethoven, la conversación fue un poco más larga. Luego me referiré a ella con detalle.
Engañaría al lector si me presentase como amigo de Pasqual Maragall. El círculo de amistades del político catalán más brillante e imprevisible de los últimos tiempos siempre ha sido muy restringido. Los catalanes distinguimos entre amics, coneguts i saludats («amigos, conocidos y gente saludada»). Inclúyanme en la segunda categoría. Fue el líder indiscutible de los Juegos Olímpicos de Barcelona y yo me dediqué durante diez años a la información local. Le entrevisté varias veces; le critiqué; escribí cosas que muy probablemente no le gustaron nada, y le abracé el día posterior al gran éxito de los Juegos. Para la gente de mi generación —y para otra mucha más gente— aquel fue un acontecimiento muy importante. Los catalanes demostramos al mundo que sabemos hacer las cosas bien. La ciudad dio un buen salto en las escalas de la economía internacional —¿qué habría sido de Barcelona sin las Olimpiadas?— y contribuimos al prestigio internacional de España sin renunciar a que el himno de Cataluña sonase en la ceremonia inaugural y a que el propio Maragall invocase el nombre de Lluís Companys, el presidente fusilado en Montjuïc, en la ceremonia de apertura, transmitida al mundo. Ningún otro acontecimiento internacional reciente ha dado a España tanto prestigio como los Juegos Olímpicos de Barcelona. Fueron unos años felices. Saturado de información local, pude marchar a Roma como corresponsal en el verano de 1997..., y al preparar las maletas me enteré de que los caminos del alcalde también le llevaban a la capital de Italia.
Cansado de sus quince años en la alcaldía, Maragall dimitió, cedió el testigo a Joan Clos y se inventó un año sabático en una universidad italiana —la proximidad de Roma le permitía estar cerca de sus padres, ya ancianos—, para comprobar si los suyos le querían como candidato a la presidencia de la Generalitat. En Italia nos vimos varias veces y obtuve la primicia de su regreso a Barcelona para competir con Jordi Pujol. También recuerdo muy bien aquel día. La entrevista finalizó a bordo de un taxi a toda castaña en dirección al aeropuerto de Fiumicino, con el candidato in péctore a punto de perder el avión. Recuerdo el titular: «Regreso a Cataluña para servir, no para obedecer». Pilló el avión por los pelos. Ganó por los pelos (en número de votos) y perdió por los pelos (en escaños) las elecciones catalanas de 1999. Y por los pelos fue elegido presidente de la Generalitat en 2003 después de otro resultado ambivalente que no pronosticaba nada bueno. Siempre por los pelos. Pasqual Maragall es así.
Aquella tarde en Rupià, el president estaba visiblemente inquieto. La negociación sobre el nuevo Estatut se hallaba en la recta final en el Parlament. Pronto sabríamos si había fumata blanca para remitir a las Cortes un texto respaldado por una amplia mayoría de la Cámara. Pronto se llegaría al punto crítico, al cruce definitivo de las diversas astucias en juego: la presión de CiU para alzar el listón y desestabilizar a la coalición tripartita; la tensión entre las dos o tres almas del PSC; las escaramuzas en la inmadura Esquerra Republicana; los repuntes izquierdistas de Iniciativa per Catalunya, y las maniobras de quienes, en Madrid y Barcelona, creían que la aventura debía ser abortada antes de que se produjesen males mayores... Maragall conocía todas esas maniobras y tenía su propia estrategia. Aquel verano consiguió que diez de los principales empresarios y directivos catalanes firmasen un breve texto de apoyo a la iniciativa titulado «Volem el nou Estatut». No había efervescencia en las calles, pero tampoco indiferencia. Se equivocan quienes creen que había indiferencia. La principal inquietud de Maragall tenía otro origen. Sabía que en la Moncloa iban a por él. Intuía que Zapatero, asustado por la deriva catalana, planeaba venderle en el mercado de esclavos de Argel, para después entenderse con CiU buscando una mayor estabilidad de la legislatura. La España plural y federal de los primeros días de vino y rosas del zapaterismo ya languidecía. Flor de pocos meses. Poco a poco, regresaba el pragmatismo de la época de Felipe González: un PSOE bien anclado en el sur, muy bien comunicado con el PNV y amistoso con CiU. Maragall sabía de buena tinta que José Montilla, ministro de Industria y primer secretario del PSC, podía estar colaborando en la operación de venta. La primera advertencia aún estaba caliente. En julio de aquel año, apenas unas semanas antes, Antonio Franco, director de El Periódico de Catalunya, había escrito lo siguiente en un artículo de fondo: «Pasqual Maragall debe empezar a sospechar que, como piensan pero aún no dicen bastantes personas, quizá podrá acabar de sacar adelante este necesario Estatut, pero al precio de un desgaste institucional desmesurado. Y tiene que pagarlo». Antonio Franco, fundador de El Periódico y antiguo director adjunto de El País, no es un chisgarabís. Era —y es— un hombre bien informado. «Y tiene que pagarlo». A Maragall ya le habían enviado la Mota Negra del capitán Flint y de John Silver, el Largo; la black spot, ese pedazo de papel con una mancha de tinta en el centro, que tanto temían los piratas de La isla del tesoro: la señal de que ya te puedes ir preparando. «Y tiene que pagarlo». A lo largo de la conversación, el president me preguntó varias veces por Montilla. «¿Qué hace Montilla en Madrid?».
En un momento dado —ahora me quito los auriculares, ahora me los vuelvo a poner— me contó lo siguiente: «Mira, el Estatut obedece a una idea de fondo, pero también a un movimiento que para nosotros era imprescindible. Cuando en 1999 logré ganar a Pujol empezó una nueva etapa política de la que yo podía haber quedado apeado a pesar de mi victoria, de mi victoria moral. Bastaba con que Pujol ofreciese al PSC un gobierno de coalición. Mi partido no se habría podido negar. Esta vez, no. Ya nos negamos en 1980 y todos hemos convenido que fue un error. Si él hubiese propuesto ese gobierno de coalición, yo debería haberme apartado. La verdad es que aún no sé por qué no lo hizo. No sé por qué se dejó atrapar por Aznar. Fue entonces cuando lancé la propuesta de reforma del Estatut y busqué el pacto con Esquerra. Atado por Aznar, Pujol ya no podía intentar ninguna estrategia envolvente... Y ahora, sin Aznar y sin Pujol, vamos a enviar el nuevo Estatut a Madrid; no fracasaremos. Por mucho que nos cueste, el Parlament aprobará una propuesta en septiembre...».
La conversación siguió por otros derroteros, hasta llegar a la bandera británica. Lo recuerdo bien. La Union Jack. Maragall había impulsado un nuevo tipo de celebración del Onze de Setembre, para dejar en segundo plano la ofrenda floral al monumento a Rafael Casanova, convertida con el paso de los años en una confusa ceremonia colonizada por el sector más freake del independentismo. Aficionado a los rituales desde su tiempo en la alcaldía, se inventó un acto institucional frente a la sede del Parlament en el que se iza la senyera y se interpreta el himno «Els Segadors», completándose el programa con una pieza musical especialmente escogida. Un acto elegante, cívico y muy maragalliano, que en un primer momento disgustó mucho a los nacionalistas. Recluidos en la oposición después de haber ganado las elecciones autonómicas de 2003 (en número de escaños), Convergència i Unió difícilmente podía aceptar que sus adversarios modificasen los rituales de la nación catalana y que encima... ¡lo hiciesen con acierto y elegancia! Aquel verano, en el mes de julio, se habían producido los atentados islamistas de Londres con más de cincuenta muertos. El peor atentado en Europa después del drama de Madrid. (Primero, un golpe a Aznar; después, un golpe a Blair.) Y existe una vieja relación entre Inglaterra y Cataluña. Los ingleses dieron su apoyo a los partidarios del pretendiente de Austria en la guerra de Sucesión española, dejándolos solos en el último momento. Los bombardeos de la aviación fascista italiana sobre Barcelona durante la guerra civil española impresionaron tanto a Winston Churchill que, al comenzar los ataques alemanes sobre Londres en la Segunda Guerra Mundial, el hombre del puro pidió a los londinenses que resistieran con la misma valentía que «el heroico pueblo de Barcelona». Sugerí a Maragall que aquel año se izase la Union Jack en el parque de la Ciutadella, en señal de solidaridad con los londinenses y en presencia del embajador británico. Siempre he pensado que la causa de Cataluña —la causa de Cataluña como nacionalidad europea— exige una búsqueda constante de apoyos. Siempre sumar, nunca restar. Tejer alianzas, buscar complicidades —también en el interior de España—, reducir los enfrentamientos políticos con el poder central a lo imprescindible y a lo verdaderamente importante, no convertir el enfrentamiento en un folclore y en una subcultura política, y nunca nunca encerrarnos en nosotros mismos. Nunca la Liga Norte. Lo reivindico ahora: no era mala idea izar la Union Jack junto a la bandera catalana dos meses después de los graves atentados de Londres.
—Es una buena idea —me respondió Maragall—, pero [...] pero me temo que no podrá ser.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque en mi partido no querrán; ya sabes que Blair no es hoy muy querido por los socialistas...; a mi gente solo le interesa la izquierda francesa...
Transcurridas un par de horas, llegó a la casa de Rupià su hermano Ernest, proveniente de una reunión en Barcelona sobre el Estatut. Se sentó, abrió el ordenador y a la americana manera empezó a ordenar sus notas, ensimismado, ajeno a la conversación. Bajo la apariencia de un mayor hermetismo, Ernest Maragall comparte muchos rasgos de su hermano. Es más cerrado y a la vez más claro. Habló poco aquella tarde. Solo dejó caer esta frase: «Vamos a enviar un Estatut a Madrid del que se hablará durante mucho tiempo..., ya veremos qué pasa». Fuera anochecía. Una franja escarlata en el horizonte con los cipreses romanos del Empordà montando guardia.
Ya nunca más volví a hablar con Pasqual Maragall siendo presidente de la Generalitat. Apenas un año después de aquella conversación, el 22 de junio de 2006, tuve que escribir un comentario sobre su adiós a la política. Tras el fracaso (relativo) del referéndum sobre el Estatut finalmente aprobado por las Cortes españolas, Maragall, debilitado y aislado, había renunciado a la reelección. El artículo se titulaba «La Mota Negra» y acababa así: «En la Moncloa dicen que ellos no han sido. Que el desencuentro comenzó poco a poco: el día de Perpiñán, el día de Jerusalén, el día que el catalán —dijo Maragall— debía ingresar en la francofonía, el día del 3 %, el día que la prensa de Madrid comenzó a ponerse las botas, el día que el periodista Ramírez y el radiofonista Losantos trazaron las abscisas y las ordenadas: “¡A por él, oe, oe, oe...”. El día que él —Maragall, el afortunado— se sobrevaloró, como manda su linaje, y creyó que España se cambia con solo pensarlo. Con solo quererlo. Entre todos la dibujaron y ella sola se tintó: la Mota Negra».
He querido comenzar con este retrato veraniego de Rupià porque contiene muchos de los rasgos que explican la actual situación política de Cataluña: aspiraciones de fondo y enredo táctico; voluntad de poder y regate corto; orgullo y competición narcisista; agresividad soterrada; venenos florentinos; diálogo difícil con la áspera realidad del mundo; lucidez y sobrepeso del «gauchismo»; inteligencia y tendencia al delirio... Así es Cataluña, en su vertiente política e ideológica. La sociedad más democrática de las Españas es también uno de los rincones enrevesados de la Península. Sociedad democrática, sí; por su tradición burguesa, por su tradición obrera-libertaria, por su tradición catalanista y por la inexistencia de un poder interior basado en una fuerte concentración oligárquica: en Barcelona hay centenares de familias acostumbradas a mandar, no dos o tres. Cataluña reposa sobre sus clases medias de antigua tradición menestral. Por ello, el catalanismo es hegemónico. Una sociedad democrática y un fuerte deseo de ser. Nación europea que seguramente no dispondrá nunca de un Estado independiente, pero que no cejará hasta conseguir un alto nivel de soberanía tras la inevitable quiebra del denominado Estado de las autonomías. Lo escribo ahora, antes de que los acontecimientos se precipiten y venga un tiempo de mayor confusión, una niebla que puede durar unos cuantos años y de la que me temo no vamos a poder escapar. Lo escribo ahora, enrollo el pedazo de papel y lanzo la botella al mar: Cataluña no se escindirá por completo de España, pero acabará siendo un sujeto de nuevo tipo en el interior de la Unión: su Estatuto futuro no solo será exclusivamente español, sino que también será europeo... Imaginemos una Unión formada por unos treinta estados y tres o cuatro soberanías con derecho a interlocución directa con el futuro Presidium (con sede en Bruselas o en Berlín) y con una protección específica de su marco cultural y lingüístico, con garantía última en la autoridad supranacional europea. Dentro de unos años quizá sea esta la manera más inteligente y eficaz de asegurar la estabilidad del mosaico continental. Estatuto europeo de las minorías nacionales reconocibles para evitar una mayor fragmentación... En el caso español, la monarquía constitucional —cuya pervivencia no veo en riesgo— parece especialmente concebida para un escenario de esas características. Lanzo la botella al mar y ya veremos.
Ese es el horizonte, en el mejor de los casos..., para Cataluña, cuya fuerza como nacionalidad (artículo 2 de la Constitución) reside paradójicamente en su naturaleza heterogénea y en la ambigüedad casi genética de sus grupos dirigentes. Una gran amalgama social articulada por una mentalidad nacional de mediano calibre (el catalanismo), cuya persistente hegemonía se basa en su carácter difuso y en la sagaz indefinición de sus límites: el catalanismo triunfa porque el anticatalanismo nunca acaba de cuajar como alternativa política, ideológica y sentimental. Y no cuaja porque nunca se acaban de dar las condiciones de temperatura y humedad que lo hagan posible. No es fácil de explicar. Hay que observarlo desde fuera para poder describirlo mejor. Hay que distanciarse. Cedo la palabra al escritor portugués Gabriel Magalhães, que en enero de 2012 publicaba en La Vanguardia uno de los artículos más amables y perspicaces que se han escrito sobre la cuestión catalana en sus términos actuales: «La memoria del tiempo en que fuimos imperiales todavía está presente por todas partes, en un momento en el que esto ya no tiene sentido. Cuando Sarkozy se pone tieso haciendo declaraciones a la prensa, le nacen en los hombros unas lucidas charreteras de general de Napoleón. Y ya no es tiempo para tal. Hay que cambiar de traje mental. Si no, terminaremos haciendo el ridículo, como pasaba con los líderes del Tercer Mundo que se fotografiaban luciendo uniformes de gala con medallas. Aprendamos, pues, a ser catalanes. Varias cosas nos puede enseñar Cataluña. La primera: ceder no es arrojar la toalla. Ceder a veces es la mejor forma de resistir. Segunda: debemos tener un pensamiento sutil, capaz de una gran ductilidad. Los cuadros de Dalí que se pueden ver de varias maneras porque enhebran varias imágenes solo los podía haber pintado un catalán. Y esta capacidad de tener un pensamiento poliédrico, como el de Pla, por ejemplo, falta mucho en Europa. Merkel debería leer a Pla todas las noches antes de dormirse». Buen artículo de Magalhães. Sugiero al lector, casi le suplico, que retenga esa idea: ceder a veces es la mejor manera de resistir. La suscribo plenamente. Muchos catalanes ya no.
Cataluña es hoy el más completo mosaico español: ninguna otra comunidad hispánica ofrece un mayor y más complejo juego de orígenes y caracteres en su interior; una complejidad acentuada por la notoria presencia de la inmigración de origen africano y magrebí y una menor preponderancia del factor católico-latinoamericano. Cataluña, por consiguiente, también tiene un problema sistémico: su realidad interna es muy compleja en un momento de graves dificultades presupuestarias para mantener unos niveles medios de bienestar social. Cataluña no dispone en estos momentos de los recursos suficientes para garantizar a medio plazo la estabilidad de sus tensiones internas. Nunca habrá que perder ese ángulo de visión para entender los movimientos políticos catalanes de los próximos tiempos. Ciertamente, el problema es general en Europa, pero Cataluña, la economía que más aporta al PIB español, liderando las exportaciones y la producción industrial, es hoy una caldera de presión. Una caldera que podría llegar a estallar, como ya ocurrió en otros momentos de su historia.
La región de Madrid —el potente distrito que recibe todos los beneficios de la capitalidad sin que en su momento se le asignase un cargo extra de solidaridad interna— soporta un menor grado de tensión social y complejidad interna gracias a su poderosa centralidad y a una fuerte aleación española-latinoamericana en el nuevo paisaje humano de la metrópoli. Madrid ha tenido el gran acierto de haberse transformado en la principal cabeza de puente de Europa con Latinoamérica. Madrid, con rasgos urbanos de Caracas, Buenos Aires y Miami, es una fortaleza con póliza de seguros en Brasil y México, las dos fuerzas emergentes del continente americano. Después de treinta años de autonomía monocolor socialista, Andalucía es una tierra de una gran homogeneidad cultural y psicológica. Andalucía es un hecho diferencial de habla castellana. Cohesionada por el comunitarismo de raíz agraria y muy trabada por unas redes de política cooperativa y sesgo clientelar, que ahora han entrado en crisis, es la región española por excelencia. Andalucía puede cambiar de signo político, pero ello no modificará sus estructuras profundas. El País Vasco dedicará los próximos años a cultivar su próspero cluster confederal, a cicatrizar unas heridas que no son nada fáciles de curar, y a jugar al mus con sucesivos gobiernos de coalición en los que todos combinarán con todos (incluidos Bildu-Amaiur y el PP). Y Galicia es la vieja nación, la más vieja de las naciones hispánicas, para siempre inserta en el cuadro español, porque más allá de Finisterre solo hay océano. Completa el mapa, el singular mapa de la cubierta de este libro, elaborado en 1854,[2] la España asimilada que, en un grado u otro, conserva fragmentos culturales, idiomáticos y jurídicos de la antigua Corona de Aragón. Una España «asimilada» que nunca más volverá a ser confederación. Aragón, cada vez más polarizado por Zaragoza —una de las ciudades españolas que en términos relativos ha experimentado un mayor crecimiento demográfico en los últimos años—, quiere perforar los Pirineos para ofrecer la mejor comunicación estratégica del Reino de España con Europa sin riesgos separatistas: el eje ferroviario central independiente de vascos y catalanes. Las autoridades europeas no están muy por la labor —no son tiempos para perforar montañas—, pero los aragoneses siempre han sido gente persistente. Los valencianos se enfrentan a una crisis económica y moral de durísimo porvenir —lo veremos en los siguientes capítulos—, y los baleares tienen depositados sus intereses en tres cestos, de mayor a menor tamaño: Alemania, Madrid y Barcelona. Nada indica que ese orden vaya a cambiar en los próximos años. Queda Cataluña, el más completo mosaico español. Un mosaico que no se identifica con la España uniforme o constitucionalmente pura del mapa de la cubierta. Queda Barcelona, la ciudad más dinámica del Mediterráneo junto con Estambul. Una ciudad internacional, en buena medida gracias al talento estratégico del mayor de los hermanos Maragall. Una ciudad que mantiene un peso muy importante en la economía española y podría acrecentarlo en los próximos tiempos. Cataluña, al igual que el resto de España y buena parte de los países europeos, se halla en una muy delicada encrucijada. No soy muy capaz de ir más allá en el pronóstico. No veo rupturas inminentes en el horizonte, si algunas de las labores de reparación en curso prosperan y no desembocan en nuevos episodios de frustración. Un nuevo caso Endesa tendría consecuencias catastróficas para quienes desean la estabilidad de España en estos tiempos difíciles. Cualquier tentación madrileña de repetir en La Caixa una operación similar al golpe de mano contra los vascos en el BBVA en 2001 sería pura temeridad. Hoy por hoy, todo ello son hipótesis y especulaciones. Es difícil ver más allá. Hay mucha niebla en el horizonte. Solo sé que los catalanes perderán la partida el día que pierdan la paciencia y comiencen a cansarse de sí mismos; el día que renuncien a la modestia entendida como una oscilación constante entre la afirmación y la cesión.
La modestia no es el atributo principal de los hermanos Maragall. Han tenido la virtud de no dejar indiferente a nadie y creo que han dejado una huella visible en la política catalana y española. Han acelerado el ciclo político catalán, alterando con ello el entero ciclo español. Una evolución normal de los acontecimientos habría podido desembocar en 1999 en un gobierno de coalición de CiU y PSC, un compromiso a la italiana para dar paso, de forma gradual, a nuevos equilibrios y a nuevos liderazgos. Un pacto maquiavélico y lampedusiano que no pudo ser porque Cataluña no es Italia, aunque a veces lo quiera parecer, y porque ambas facciones (CiU y PSC) son socialmente próximas y por ello se detestan con una intensidad verdaderamente mediterránea. No se pueden ver. Jordi Pujol quería culminar su dilatada trayectoria como gobernante sin compartir el poder con nadie —tampoco accedió a un posible pacto alternativo con Esquerra Republicana—, y los hermanos Maragall vivieron los años noventa obsesionados por el sorpasso. La alternativa. El vuelco. La ansiada conquista del poder por parte del progresismo barcelonés. Era la causa del socialismo, era la causa de la izquierda y era también una causa familiar y casi dinástica, correspondida a la perfección por la otra parte: Pujol, su esposa, Marta Ferrusola, y su numerosa prole. Capuletos contra Montescos. Los Maragall tenían que derrotar a los Pujol, de la misma manera que Francesc Macià desplazó a Francesc Cambó. La dinastía socializante del poeta Joan Maragall —escritor, periodista, secretario de redacción del Diario de Barcelona, espíritu libre y a la vez intelectual orgánico de la Lliga— tenía que vencer a los Pujol, linaje mesocrático de raíces rurales —Olot, Ribes de Freser, Queralbs...— de menor intensidad barcelonesa y mayor reverberación católica y montserratina.
Veintitrés años en el poder son muchos y el infatigable activismo pujoliano consiguió transmitir la sensación de que el país giraba alrededor de una sola persona. El deseo de cambio caló en la sociedad, no de una manera absoluta, pero sí suficiente. Era un deseo higiénico y razonable que no pretendía anular la figura de Pujol, aunque el antipujolismo logró tener muchos y ardientes adeptos. Con todos sus defectos, ese hombre estaba de forma clara por encima de la media. Pujol ha sido el político catalán de mayor relieve en la Cataluña moderna. Y uno de los más completos de la política española en los últimos cincuenta años. La alternancia llamaba a la puerta, pero las elecciones catalanas de 1999, las de 2003 y las de 2006 no dieron un claro ganador. Empate, empate, empate. Un empate prolongado. Un empate poco constructivo. Un empate maquiavélico. Cataluña, principal fuente del PIB español, líder en exportaciones y producción industrial, sociedad compleja con un creciente sentimiento nacional, al que no son ajenas las competencias exclusivas de la Generalitat sobre la educación y la cultura, ha vivido políticamente condicionada durante ocho años por Esquerra Republicana, un pequeño partido de cuadros comarcales, filólogos politizados y una militancia radical-democrática con tonalidades libertarias, en la que se entremezclan el catalanismo laico, el català emprenyat, un vientecillo anticlerical y brotes del viejo carlismo rural. Un partido con un nombre perfecto para el catalán idealista, una marca política muy buena si dispusiera de mejores administradores: Esquerra Republicana de Catalunya. Los hermanos Maragall apostaron a fondo por la alianza con ERC, con la mirada puesta más allá del PSOE. Y ello tuvo consecuencias.
José Luis Rodríguez Zapatero se dio cuenta de que los Maragall le estorbaban a los pocos días de ser elegido presidente del Gobierno. El apoyo a la experiencia tripartita había sido una opción expresamente deliberada en la ejecutiva socialista española. No todo fue un invento del PSC. Ferraz también apostó por la alianza con ERC. Hoy nadie en el PSOE quiere hacerse responsable de aquella decisión, pero esa deliberación existió y la respuesta fue afirmativa. «Éramos conscientes de los riesgos que entrañaba, pero decidimos incluir a ERC en nuestro campo de alianzas», me reconoció un alto dirigente del socialismo español durante la tramitación del Estatut en el Congreso. Fue una decisión bien meditada, no una alocada improvisación. Estamos hablando de los años 2002-2003. En estrictos términos tácticos, el pacto del PSC con ERC podía ser altamente ventajoso para el PSOE en la medida en que ponía en crisis la ya deteriorada relación del Partido Popular con Convergència i Unió durante la segunda legislatura de Aznar. Si Rajoy hubiese conseguido ganar las elecciones generales de 2004 por mayoría relativa (la única forma posible de ganarlas en aquel momento), el necesario apoyo parlamentario de CiU se habría visto complicado por el Gobierno tripartito de Cataluña. Para los nacionalistas era un escenario diabólico: en la oposición en el Parlament pese a haber ganado las elecciones en número de escaños; expulsados del gobierno de los principales ayuntamientos, diputaciones y consejos comarcales; recluidos en los pequeños municipios —sus principales centros de poder en marzo de 2004 eran la Diputación de Tarragona y el Ayuntamiento de Sant Cugat del Vallès—, y constreñidos a apoyar a un PP menguante en el Congreso de los Diputados y en el Senado ante la atenta mirada de las fuerzas económicas catalanas y madrileñas. ¡Maquiavelo no habría podido imaginarlo mejor! El Estatut de Catalunya se convertía así en el eje rotor de un nuevo tiempo político. Por esa razón, el PSOE dijo sí al pacto con Esquerra Republicana y dio luz verde a la iniciativa maragalliana del tercer Estatut (Núria, 1932; Sau, 1979; Miravet, 2006). Por esa razón, Zapatero dijo en Barcelona que apoyaría el Estatut que saliese aprobado del Parlament, una afirmación que le perseguirá toda su vida y cuya autoría el de León atribuye ahora —en confidencia al director del diario El Mundo— a su entonces asesor de comunicación, Miguel Barroso.
(Esa confidencia al periodista Ramírez contribuye a dibujar el retrato final del expresidente del Gobierno: «Leí la frase de Barroso en el último momento antes del mitin de Barcelona y no tuve tiempo de reacción». En la misma ronda de confidencias, Zapatero también atribuyó la expresión «matrimonio gay» a la tozudez de Pedro Zerolo, responsable de Movimientos Sociales en la ejecutiva socialista. Efectivamente, Zapatero se ha retirado a León después de firmar las oportunas pólizas de seguros.)
Volvamos a Cataluña. La imprevista victoria del PSOE en marzo de 2004 lo trastoca todo. Lo cambia todo de pies a cabeza, pero lo prometido es deuda. A las pocas semanas, Zapatero y su gente se dan cuenta de que hay dos tipos fuera de control frente a la Generalitat catalana, la más potente máquina política y administrativa radicada fuera de Madrid. Uno en la presidencia (Pasqual) y el otro, acaso el más peligroso, en el cuarto de máquinas (Ernest). Son los hermanos Maragall, descendientes de un linaje de viva impronta, gente poco dada a obedecer y con una cierta idea de España en la cabeza. La España idealizada por el abuelo Joan Maragall: una España austracista que reconoce la existencia de otra nación en su seno. Una España jamás imaginada por el PSOE, excepción hecha de un buen hombre llamado Anselmo Carretero Jiménez (1908-2002), socialista segoviano exiliado en México, teórico de la España federal y acuñador de la expresión «nación de naciones», al que nadie hizo mucho caso, fuera de José Rodríguez de la Borbolla, tenaz defensor del autonomismo andaluz; Raimon Obiols, el hombre del PSC que abrió las puertas de Barcelona a Felipe González, y los hermanos Maragall. La España plural de la cual el PSOE ha abjurado de manera definitiva en el congreso de Sevilla fue ideada por un castellano de pura cepa: el ingeniero y geógrafo segoviano Anselmo Carretero.
Zapatero pasó sus primeras vacaciones familiares como presidente del Gobierno de España en la isla de Menorca, uno de los lugares de veraneo preferidos por la pequeña burguesía liberal de Barcelona. Un día recibió la visita del presidente de la Generalitat y su esposa, Diana Garrigosa. Ambas parejas se hicieron a la mar a bordo de un pequeño yate propiedad del empresario menorquín Carles Sintes. Preste atención el lector al nombre de la embarcación: Niloco. Creo estar en condiciones de afirmar que fue en aquella singladura cuando Zapatero llegó a la conclusión de que debía desembarazarse de Pasqual Maragall cuanto antes. Tirarlo por la borda antes de que le complicase del todo la legislatura. Hubo poca pesca, algún mareo a bordo y el matrimonio Zapatero-Espinosa jamás regresaría a Menorca para disfrutar sus vacaciones estivales. En el entorno monclovita, sin embargo, el encono tenía como principal destinatario Ernest Maragall, a quien se le atribuía el avieso propósito de transformar el PSC en un partido absolutamente independiente del PSOE, con grupo propio en el Congreso de los Diputados, y la secreta intención de acabar configurando con sectores de Esquerra Republicana la réplica de centroizquierda a Convergència i Unió. Un partido nacional catalán de centro izquierda con plena libertad de apoyar, o no, al Partido Socialista Obrero Español. Ese era el proyecto latente. Ya en el ocaso de su carrera, Pasqual Maragall le dio nombre y lo inscribió en el registro del Ministerio del Interior: el Partit Català d’Europa. Un nombre hoy hibernado, que algún día quizás adquiera vida propia. Un nombre interesante. Ese era el proyecto latente, y la guardia pretoriana de Zapatero no tardó en emplearse a fondo para acabar con los hermanos Maragall, reos de desviacionismo nacionalista y pequeñoburgués.
Ocho años después —como en las películas: «Unos años después...»—, Pasqual Maragall vive retirado de la política y preside una fundación contra la enfermedad de Alzheimer, dolencia que padece en una fase inicial, confortado por el reconocimiento y el cariño de una gran mayoría de la sociedad catalana, que ve en él, concluida su peripecia, un hombre valiente y genuino. Muchos nacionalistas que jamás le votaron ahora sienten un profundo afecto por Pasqual Maragall. Su hermano Ernest acaba de ser apartado de toda función dirigente en el PSC; finalmente, han conseguido echarle por la borda. Alfredo Pérez Rubalcaba, defensor en su momento del pacto con ERC, acaba de ser elegido secretario general del PSOE con un discurso español, español, español. Carme Chacón ha conseguido un brillante resultado en Sevilla después de disfrazar su nacimiento en Cataluña con las raíces andaluzas, castellanas y aragonesas de sus padres y abuelos. Zapatero descansa tranquilo en León y declara a los periódicos locales que la lección más importante de su experiencia como presidente del Gobierno es la siguiente: «He aprendido a amar España». Ese es el paisaje después de la batalla.
(La historia se repite siempre de una forma asombrosa; a veces con crueldad, a veces con benevolencia. En los años cuarenta, un político muy poco recordado actualmente, Joan Comorera i Soler, fundador y secretario general del Partit Socialista Unificat de Catalunya, singular fusión de los socialistas y comunistas catalanes en el marco de la III Internacional, fue depurado por el PCE de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo bajo la acusación de «desviacionismo nacionalista». Era otra época y el estalinismo desconocía la piedad. Comorera fue acusado de traidor y su propia hija le repudió. Sintiéndose amenazado por sus excamaradas, atravesó la frontera para instalarse de forma clandestina en Barcelona, donde vivió escondido en un piso del barrio del Eixample, traduciendo novelas de Simenon e imprimiendo una versión propia del periódico comunista Treball. Desde Radio España Independiente (la legendaria Pirenaica) se informaba que el traidor Comorera podía hallarse en el interior de España. Finalmente descubierto por la policía franquista —nunca se ha sabido de qué manera—, fue juzgado en consejo de guerra y condenado a una larga pena de prisión. Murió al cabo de poco tiempo afectado por una enfermedad pulmonar. Desoyendo las diatribas radiofónicas del PCE, comunistas presos en el penal de Burgos, liderados por un catalán, le regalaron su amistad. Personaje de película, posiblemente el político más capaz de la Cataluña republicana —el único que había vivido en el extranjero y uno de los pocos que tenía una cierta noción de la política internacional—, el desviacionista Comorera sigue siendo un gran desconocido. Los hermanos Maragall han tenido suerte de vivir en otra época y de querer desviar el curso de un partido socialdemócrata español donde te echarán por la borda pero nunca te enviarán al gulag.)
Sería tedioso repasar ahora, de manera exhaustiva, los siete años de gobierno tripartito en Cataluña. La caricaturización de esa alianza de gobierno ha sido tan brutal en España, que del tripartito solo queda carbonilla en la opinión pública española: una sonrisa de satisfacción en los distintos estratos de la derecha —«les dimos su merecido»— y un sentimiento de vergüenza mal disimulado en la izquierda. Si te he visto, no me acuerdo. Agua pasada no mueve molino. Mejor pasemos página. A otra cosa, mariposa. Nunca más lo volveremos a repetir. Nunca más ese berenjenal. Pérez Rubalcaba ha luchado por la secretaría general del PSOE invocando el retorno del socialismo a un discurso «nacional» que diga lo mismo en toda la geografía ibérica, con la única excepción de Portugal. Chacón ha combatido con denuedo por el liderazgo enmascarando su origen catalán con una profusa y sentimental evocación de las raíces castellano-andaluzas de su árbol genealógico. Nunca los abuelos habían dado tanto de sí en un combate político de la España moderna. Lo dicho: tripartito, si te he visto no me acuerdo. Los nuevos dirigentes de Esquerra Republicana visten el escapulario carmelita en señal de arrepentimiento. Solo los atribulados dirigentes de Iniciativa per Catalunya —el PSUC disminuido, diluido, liofilizado, sin gérmenes del viejo marxismo, sin apenas base obrera, amnésico de su propia historia y con sabor a menta ecologista— reivindican esos siete años de estrés y novedad.
No lo hicieron tan mal. No cometieron abusos escandalosos, sin ser todo el monte orégano y ejemplaridad. No fomentaron la corrupción a gran escala, aunque siempre cuidaron sus intereses clientelares (de mayor a menor: PSC, ERC, ICV...) con algunos episodios hirientes (colocación de funcionarios, estudios e informes injustificados, gastos que ahora se revelan del todo innecesarios...). Administraron con cautela los tres pilares de la autonomía —la sanidad, la educación y la policía— hasta que en la segunda legislatura se equivocaron gravemente asignando el Departamento del Interior al secretario del partido situado más a la izquierda (un secretario de partido nunca debe ser jefe de Policía, eso hasta lo tenían prohibido en la URSS y en la Europa oriental). Fueron perezosos en temas estructurales que no admitían demora (el agua, por ejemplo). Dieron a los periodistas de la televisión y a la radio autonómicas una libertad profesional desconocida en cualquier otro rincón de España (TV3 se halla a años luz de cualquier otra televisión autonómica); les dieron libertad y un generoso presupuesto —hoy insostenible— que convirtió la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals en la Compañía de las Indias Orientales de la política catalana: un poder dentro del poder. El tripartito gastó, ensayó políticas de redistribución social y no quiso poner el pie en el freno cuando la crisis comenzaba a ser algo más que una hipótesis. La factura ha sido cuantiosa y aún se está pagando. Colocaron la cuestión catalana en el centro del debate político español, para bien, para mal y para muy mal, durante siete obsesivos años. Y les faltó liderazgo, sobre todo, les faltó liderazgo. En su primera y en su segunda edición, el tripartito fue, ante todo y por encima de todo, un pacto entre los secretarios de los partidos; un pacto entre aparatos. Pasqual Maragall presidió la Generalitat sin ser el jefe del PSC. José Montilla, hombre de muy pocas palabras, presidió la Generalitat sin dejar de ser el jefe del aparato del PSC. Si tuviese que dibujar la cara y la cruz de esa época, el trazo sería el siguiente. Cara: la creación de la Oficina Antifraude, un mecanismo inédito en España para el control de la corrupción. Cruz: el conseller de Interior, Joan Saura, el secretario de partido que nunca debería haber sido jefe de Policía, encargando informes de Feng shui para la ubicación de su despacho. El problema número uno de la fase tripartita ha sido la desproporción. Un desequilibrio constante e irreparable entre la altitud de los objetivos, la dimensión de los actos y la estética que relataba la relación entre ambos, entre idea y acción.
Lo explicaré de otra manera. La primera impresión de que algo no iba bien en el tripartito la tuve antes del famoso viaje de Josep-Lluís Carod-Rovira a Perpiñán. Un día por la noche, el nuevo presidente del Parlament, Ernest Benach, el tercer hombre de Esquerra Republicana, fue invitado a un programa de entretenimiento de la cadena TV3. Era su primera aparición pública en la televisión autonómica desde el inicio de la nueva legislatura. Los presentadores hacían broma con la ropa interior de un tendedero y desde el primer momento trataron de tú a Benach, quien les siguió el juego con gran entusiasmo por su parte. ¡Estaba encantado! Benach, modesto empleado de la Generalitat antes de ocupar el segundo puesto del ordenamiento institucional catalán, estaba encantado de haberse conocido. Aquella noche me dije que algo no iba bien. Lo recuerdo porque unos días antes había escrito un artículo recordando una imagen literaria del admirado Manuel Vázquez Montalbán sobre lo que, en realidad, significa, o debiera significar, el cambio cuando gobierna la izquierda. «El sordo rumor de la quilla cortando el agua, que solo saben distinguir los escualos», escribió MVM. Trabajar, trabajar, trabajar y no hacer más ruido que el estrictamente necesario. Llámenme anticuado, pero aquella noche —diciembre de 2003— supe que el tripartito iba a acabar mal. Años más tarde, el día en que vi a la actual presidenta del Parlament, Núria de Gispert, vestida de hada madrina en una entrevista en la contraportada del diario El País (24 de abril de 2011), también tuve el presentimiento de que alguna cosa acabará mal en la compleja y desequilibrada relación entre los dos brazos del nacionalismo catalán, entre Convergència i Unió.
Las izquierdas catalanas se creyeron invencibles. El tripartito era una espléndida máquina de sumar sentimientos reactivos, propulsada por la delirante agresividad de la cadena radiofónica COPE y de todo el polo aznariano. Se creían irrompibles y no supieron captar el cambio en el signo de los tiempos. Hubo un día en que los catalanes comenzaron a cansarse de esa dialéctica irresoluble y los tres secretarios de partido no lo supieron ver. Y si lo vieron no lo supieron concertar. Faltó liderazgo, faltó carácter y faltó respeto a la debida proporción de las cosas. La regla áurea descubierta por Euclides en el siglo III a. C., reformulada por el matemático italiano Pacioli en el siglo XV y plasmada por Leonardo da Vinci: «Para que un espacio dado dividido en partes desiguales resulte agradable y a la vez sea estético deberá haber entre la parte más pequeña y la mayor la misma relación que entre dicha parte mayor y el todo». ¿Cuál era la parte mayor en Cataluña? ¿Cuál era la justa correspondencia entre esa parte mayor, las partes más pequeñas y el todo? Esa es la cuestión. Esa era la contradicción que acabó estallando.
La parte mayor seguía siendo Convergència i Unió, mejor dicho, la suma de intereses, complicidades, mitologías, ideas y sentimientos que confluían en el partido principal del catalanismo, que nunca dejó de serlo en su tiempo de oposición. El error número uno, el fallo principal de la coalición tripartita fue la desproporción, por falta de base suficiente, por la ausencia de una victoria electoral de carácter inapelable. Maragall había conseguido ganar moralmente las elecciones de 1999. Superó en 5.000 votos a Pujol (38,2 contra 38 % de los votos emitidos) y perdió en número de escaños, 56 frente a 52, gracias a una ley electoral inalterada de 1980 que prima las circunscripciones de Lleida, Tarragona y Girona. Por un solo escaño, las izquierdas no consiguieron sumar la mayoría. En los cuatro años siguientes, a Maragall se le pasó ligeramente el arroz. Las ansias de cambio, recalentadas por la alianza Pujol-Aznar, empezaron a depositarse en los partidos menores: ERC e ICV. El tiempo nunca pasa en vano. En 2003, Maragall volvió a ganar en número de votos (7.000 en esta ocasión, 31,4 contra 31,2 %) y de nuevo la distribución de escaños le fue desfavorable: 46 CiU frente a 42 el PSC. El crecimiento de los partidos menores facilitaba la creación de la alianza de izquierdas, pero faltaba el sello de la victoria indiscutible. Faltaba ese sello, porque la nueva coalición se articulaba alrededor de un punto crucial: aprobar un nuevo Estatuto de autonomía y modificar con esa iniciativa el cuadro interpretativo de la Constitución de 1978. Se iba a una gran batalla sin la fuerza suficiente. La Brigada Pomorska. La caballería polaca de 1939.
Se iba al choque frontal con la rocosa derecha española, sin fuerza suficiente, sin un nervio central claramente definido. Sin la piedra angular de una sólida victoria electoral. Si vencía la alianza de las izquierdas catalanas con el PSOE de Rodríguez Zapatero, lo más que probable era que el Partido Popular sufriese una irreversible fractura interna (ese era el secreto deseo del nuevo líder socialista y de su círculo); si el PP resistía, el tripartito saltaría por los aires. El desenlace es de sobra conocido. El primero en ser echado por la borda fue Maragall, luego se hundió Montilla con el segundo tripartito y después se hundió Zapatero. Falló la regla áurea y falló el sentido de la historia. Había una desproporción insuperable entre la magnitud de la empresa —reformular la arquitectura constitucional española— y la calidad de la tropa que debía llevarla a cabo. Dirigentes políticos que se dejan tratar de tú en televisión jamás harán nada bueno. Políticos que viajan a Perpiñán para entrevistarse con militantes de ETA ignorando la eficacia de los servicios secretos franceses y españoles no pueden llegar muy lejos. Hay una abrumadora y fatal desproporción entre Patufet (popular personaje de la literatura infantil catalana) y el deseo de cambiar España o modificar las fronteras interiores de la Unión Europea. Esa desproporción hundió al tripartito y la crisis económica hizo el resto. Esa desproporción sigue vigente y no es de descartar que provoque nuevos estragos en el futuro.
El primer error: iniciar una gran aventura política sin el apoyo de una indiscutible victoria electoral. Segundo error: una vez en alta mar, fallar en el instante decisivo. El momento clave del Estatut era el referéndum, y los partidos catalanistas no supieron gestionarlo. La sociedad catalana había dado su conformidad a la iniciativa en tanto que reflejaba un deseo de fondo: retomar la iniciativa y frenar los impulsos de regresión centralista de Aznar. Poco más que eso. La sociedad delegó en la política con burguesa comodidad: no se esperaban graves daños ni nocivos efectos secundarios. ¡Las sociedades también son ingenuas! Cuando los daños y los efectos negativos comenzaron a ser evidentes —una fenomenal bronca política en toda España—, la inquietud se fue apoderando de los catalanes. Unos se radicalizaron —No hi ha res a fer! («¡No hay nada que hacer!»)— y otros empezaron a preocuparse. En el interior de un auténtico barullo táctico, ERC decidió llamar a la abstención, para evitar que CiU capitalizase el nuevo Estatut y se consagrase a ojos de la sociedad como la verdadera fuerza dirigente. La actitud de los republicanos tenía su pequeña lógica: el Estatut se había impulsado, entre otros motivos, para expulsar a CiU del centro de la política catalana. ¡No le podían dar esa baza! No se la quisieron dar y propiciaron el tercer error fundamental de la política catalana en un siglo. En 1921, la Lliga, asustada por el sindicalismo obrero, apoyó equivocadamente al general Primo de Rivera y facilitó el desguace de la Mancomunitat, la obra principal de Prat de la Riba. En 1934, ERC secundó la aventura revolucionaria del socialismo español en Asturias, dejando a la intemperie la autoridad moral que estaba acumulando la Generalitat republicana, con la consiguiente aceleración de las tensiones que condujeron al estallido de la guerra civil. En 2006, ERC alimenta la abstención en el referéndum del tercer Estatuto de autonomía provocando un nuevo debilitamiento objetivo de la Generalitat en una España crispada y a la defensiva. Miedo en 1921. Aventurerismo en 1934. Frivolidad en 2006. Hay cosas que no tienen arreglo. Una participación claramente superior al 50 % en el referéndum habría dificultado la posterior acumulación de maniobras en el Tribunal Constitucional y esa sentencia de junio de 2010, entre confusa, malhumorada y regresiva. El escritor austriaco Stefan Zweig publicó en los años treinta un precioso libro sobre los «momentos estelares» de la humanidad; aquellos instantes —días, horas o minutos— en los que se ha decidido el curso de cosas muy importantes. No quiero ahora exagerar. Voy a ser cauto con las proporciones. En España hemos vivido en los últimos años algunos «momentos peculiares»: las horas en que Aznar se equivocó de diagnóstico sobre los atentados de Madrid; la tarde en que Zapatero prometió lo que prometió en Barcelona; la alocada decisión de ERC de dinamitar el referéndum catalán; la noche en que Elena Salgado tuvo que ceder en Bruselas a las presiones del Directorio Europeo para que Zapatero girase como un calcetín la política económica...
Y ahora, ¿qué? Finalizo de escribir estas páginas de Modesta España a finales de febrero de 2012 y todo lo que acabo de contar sobre Cataluña me parece un poco viejo, herrumbroso, embrollado y lejano. El vendaval de la crisis está barriendo toda esa hojarasca, descarnando una realidad política y social mucho más precaria de lo que cabía imaginar. La Generalitat, en riesgo de no poder pagar sus nóminas, una tajante disminución de los ingresos tributarios como consecuencia del debilitamiento del consumo, la presión inclemente de las agencias de calificación de riesgos sobre la deuda contraída y una fenomenal campaña en toda España contra la supervivencia del Estado autonómico, es decir, contra la supervivencia de la propia autonomía catalana. Y una Cataluña que oscila entre la radicalización, el orgullo herido, la indignación y la protesta por los recortes y el desapego. Entre la protesta y la indiferencia.
¿La herencia de los hermanos Maragall es el crecimiento del independentismo en Cataluña? Depende de cómo se mire. Algunas encuestas dicen que sí, en la medida en que el independentismo se ha convertido en el grito de protesta con más decibelios. Ahí, ERC ha triunfado: la aceleración del ciclo político ha dado mayor centralidad al discurso secesionista. ¿Por qué seguir en una comunidad de vecinos en la que pagas una cuota mensual elevada, que se redistribuye entre buena parte de la escalera, y encima no te saludan y te miran mal por hablar en casa tu propio idioma? Retomo el razonamiento que oí hace tres años en Madrid a un destacado diplomático europeo: «Puede ocurrir que, dentro de unos años, los catalanes lleguen a la conclusión de que ya no les sale a cuenta seguir en España». Pues bien, para más del 30 % de los catalanes, ese momento ya ha llegado. El porcentaje es mayor en algunas encuestas, en las que alcanza el 50 %. Depende de cómo se pregunte. Unos creen firmemente que no hay otra salida; otros se dejan llevar por la fantasía de que una declaración unilateral de independencia serviría para resolver las actuales estrecheces, en vez de generar una inmediata reacción contraria de los principales estados nacionales europeos, y otros se aproximan a la reclamación de independencia porque intuyen —con razón— que puede ser un buen grito de protesta. El «partido de la independencia» —que ya cuenta con el apoyo moral de Jordi Pujol, siempre atento a la dirección del viento— no es mayoritario, pero hoy da sentido a la fracción más dinámica de la sociedad catalana. No es un «partido» homogéneo —en su versión más radical, una auténtica jaula de grillos— pero configura una corriente de opinión importante, que se torna mucho más potente cuando adopta el discurso de la soberanía (independentismo rebajado con soda). La explicación es fácil: «Ya que estos años hemos sido tratados como un cuerpo extraño por la nación española, empecemos a pensar y a actuar como si fuésemos independientes. No hay prisa. No rompemos, pero no excluimos nada». Ese razonamiento —ese sentimiento— es hoy mayoritario en Cataluña y agrupa, insisto, a los sectores más dinámicos de la sociedad. El día en que el Partido Popular decidió instalar «mesas petitorias» en todos los pueblos de España para recabar firmas contra el Estatut, cometió un error de graves proporciones. Lo recuerdo bien: en la calle Potosí de Madrid, frente al mercado de Chamartín, unas señoras me pararon y pidieron mi firma «contra los catalanes» [sic]. El día en que el Episcopado español, sin previa consulta al Vaticano, permitió que desde el principal medio de comunicación de la Iglesia católica en España se calificase de nazi al Gobierno de Cataluña, se cometió un error fenomenal. La concordia se ha debilitado. El «nosotros» catalán ha adquirido más consistencia, se ha solidificado, y a la vez ha perdido porosidad y flexibilidad. Esa es la principal conclusión.
No creo que Cataluña sea una nación independiente en los próximos años. Ni tampoco creo que lo sea Escocia. Del dicho al hecho hay mucho trecho. Los intereses compartidos siguen siendo importantes. Las complicidades emocionales subsisten por mucho que se hayan debilitado. La inercia ideológica y cultural de carácter unitario es potente, puesto que la lengua castellana, tranquilamente usada en Cataluña, sin ningún tipo de persecución, tiene una gran fuerza aglutinante. Parte de los ciudadanos catalanes que mañana votarían independencia y que hoy optan por una cierta adhesión a esa idea como señal de protesta hablan castellano en su casa y no se consideran desgajados de la comunidad cultural española. Entender esa aparente contradicción es básico para captar el sentido exacto de la situación. Crecerá en Cataluña un soberanismo de habla castellana. Esa es la tendencia, y el final del recorrido lo desconocemos. El Estado español no es una broma y sus clases dirigentes no dejarán que se desgaje el 19 % del producto interior bruto nacional. Aunque algunos estudios económicos sostengan que la independencia catalana es materialmente posible, nadie está hoy en condiciones de certificar que Cataluña sea política y económicamente viable fuera de España en medio de la actual zozobra política y económica de la Unión Europea. Es difícil imaginar la independencia de Cataluña después del episodio Spanair y tras los evidentes fallos de estrategia en la desgraciada Operación Endesa. El Estatut, Endesa y Spanair configuran la verdadera Mota Negra de los últimos siete años catalanes. Falta cuajo, falta fibra, falta realismo político. Ha faltado modestia.
Los grandes estados nacionales se enrocarán y es probable que Escocia sea la prueba piloto. La política británica siempre ha sido inteligente. Nada de pedir firmas en las calles de Londres, Liverpool y Manchester «contra los escoceses»; nada de insultar y tachar de nazi al Gobierno y al Parlamento de Edimburgo desde los micrófonos de la emisora de la Iglesia anglicana, en el improbable caso de que tal emisora exista, pocos dramas y mucho pragmatismo: convoquen ustedes un referéndum cuanto antes y digan claramente sí o no, y luego ya hablaremos. David Cameron quiere colocar el asunto de Escocia en el interior de la agenda europea, no tenga el lector ninguna duda de ello. A estas alturas de la crisis, cualquier modificación de fronteras ya no sería un asunto exclusivamente nacional, sería un asunto europeo. Ya no es un asunto para los carros de combate. Es materia para el Directorio Europeo. Oficiosamente, la diplomacia española ya ha hecho saber (diario The Independent, 22 de enero de 2012) que vetaría el ingreso de un nuevo Estado escocés en la Unión Europea. Italia, en grave situación económica, está obligada a acotar el terreno de la Liga Norte. Francia, cuya fuerza reside en el estatalismo, no está para bromas desde 1789. Y Alemania, con toda su fuerza económica, siempre deberá estar atenta al Estado Libre de Baviera. La República Popular China no tiene ningún motivo estratégico para desear en los próximos años una mayor fragmentación del mosaico europeo. Tampoco Rusia. Rusia odia la fragmentación territorial. Tampoco los países mal denominados emergentes: Brasil, India, Sudáfrica, Angola... Tampoco, por razones obvias, los países latinoamericanos. Tampoco el Vaticano, que no quiere más problemas en la debilitada retaguardia europea del catolicismo. Paradójicamente, podría ser Estados Unidos la fuerza que, en determinadas circunstancias, considerase un mal menor una mayor fragmentación del mapa europeo. A Estados Unidos siempre le ha fascinado el mosaico europeo. La proclama del presidente Woodrow Wilson en 1918 en favor del «derecho de autodeterminación de los pueblos» (artículo 5 de su célebre declaración de 14 puntos) tenía como principal objetivo la desintegración del Imperio Central. Hace apenas tres años, Estados Unidos propulsó la independencia unilateral de la región de Kosovo, sentando un precedente nuevo en territorio europeo. En Pristina, capital de Kosovo, se asienta una de las principales bases militares de Estados Unidos en el mundo. Kosovo es una potente base americana en el este de Europa. España y Rusia protestaron airadamente. Alemania estuvo de acuerdo.
Los tiempos están cambiando en varias direcciones a la vez. La crisis y sus incertidumbres, el estrés de la Unión Europa, la concentración de Estados Unidos en el área del Pacífico... Europa se está quedando sola consigo misma y con sus debilidades. La cuestión es cómo enfocará España sus problemas de cohesión interna los próximos años, una vez haya desaparecido el terrorismo de ETA y el estado de excepción moral y psicológico que su existencia ha supuesto. Sin ETA, España es otra. Sin ETA, España es más libre para encauzar sus debates y sus contradicciones internas. Sin ETA, se puede hablar tranquilamente de todo. Al modo británico. La derecha española ha conseguido afianzar estos últimos años la idea de que ningún cambio en la estructura del Estado es posible sin su consentimiento. Ese fue el envite de Zapatero y el PSOE lo ha perdido. Corresponde ahora al centroderecha dominante administrar la realidad. La realidad; no sus fantasías. Mariano Rajoy parece inclinarse por la entente, por un cierto fortalecimiento de Barcelona en el interior del esquema económico español y por la conllevancia cultural. Una eventual victoria del sector del PP que ve en el catalanismo el principal enemigo por batir después de la derrota definitiva de ETA podría tener consecuencias catastróficas para la estabilidad española.
No es una advertencia. Es la constatación de que estos siete años no han sido un paréntesis. En un país civilmente más maduro, en un país menos obsesionado por la fortaleza del Estado, en un país con menos quijotes y tenorios, algunas cosas de los últimos siete años no habrían ocurrido, o se habrían desarrollado de otra manera. Era legítimo oponerse al Estatut de Catalunya, pero no fueron legítimas algunas de las respuestas a esa iniciativa. Quienes las impulsaron no pensaron seriamente en España. Lo que se ha roto es difícil que pueda ser recompuesto, pese a las evidentes flaquezas, fallos y debilidades de la nacionalidad catalana. Solo el Caballero del Verde Gabán puede construir nuevos equilibrios. Aún posibles.