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EL CABALLERO DEL VERDE GABÁN
Yo, señor Caballero de la Triste Figura, soy un hidalgo natural de un lugar donde iremos a comer hoy, si Dios fuere servido. Soy más que medianamente rico y es mi nombre don Diego de Miranda; paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción otros; los de caballerías aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que destos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados, y nonada escasos; ni gusto de murmurar, ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora, y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor.
El Quijote, segunda parte, capítulo XVI:
«De lo que sucedió a don Quijote
con un discreto caballero de la Mancha»
Mi padre tenía dos libros en casa. El Quijote, de Miguel de Cervantes Saavedra, y El criterio, del sacerdote Jaime Balmes. Mi padre me enseñó las primeras letras con la cabecera de La Vanguardia: la a, la u, la i, la n... Tendría yo unos tres años. El diario sobre el hule de la mesa del comedor el domingo por la tarde, la bombilla encendida, el viejo aparato de radio retransmitiendo los resultados de la jornada de fútbol (lo recuerdo, sí, lo recuerdo: Indauchu, Constancia de Inca, Hércules, Recreativo de Huelva...), el olor a tinta y aquellas letras de trazo contundente. La A era la más fácil... Dos o tres años más tarde, cuando ya sabía leer y escribir, un domingo me convocó a primera hora de la mañana. «Ven, que te voy a leer un libro». Durante un año, durante dos, un domingo tras otro, me leyó El Quijote y después El criterio. Me divertí con el primero —me lo pasé en grande con la ínsula Barataria y la peripecia del caballo Clavileño—, y me aburrí bastante con el segundo. Me aburrí, pero conservo bien grabada en la memoria una de las sesiones matinales con El criterio: mi padre sentado en una butaca de su habitación, yo en otra, riendo ambos con la historia del filósofo y el tintorero.
Junto con la novela Pepita Jiménez, de Juan Valera, El criterio fue uno de los best sellers del siglo XIX en España. Balmes, hoy injustamente olvidado y caricaturizado como un carcunda ultraconservador, fue un personaje digno de una novela de Balzac. Joven sacerdote catalán, a los treinta y cuatro años se instala en Madrid con el propósito de cambiar el rumbo de la política española y prevenirla de los desastres de una revolución industrial mal digerida. Funda un semanario —el Pensamiento de la Nación—, intenta conciliar a liberales y carlistas, cobra fama en Europa como renovador de la escolástica católica, se enfrenta a los racionalistas, conoce en Bélgica al futuro papa León XIII y muere de tuberculosis a los treinta y ocho años. Jaume Balmes i Urpià (Vic, 1810-1848), personaje momificado por el clericalismo franquista y ninguneado por el progresismo, dejó una fuerte impronta en Cataluña con su apología del «sentido común». El famoso seny lleva la impronta de Balmes. Y hay algo de balmesiano en el juego del Fútbol Club Barcelona: esa cooperación manufacturera, esa contención... Para un niño de seis o siete años, Balmes era un buen tostón. Recuerdo que solo me entretenía el capítulo del tintorero y el filósofo, en el que la mentalidad analítica sucumbe a la fatal apariencia de las oscuras y malolientes tinturas. Sumergidas en unos fétidos caldos —sí, lo recuerdo, eso es lo que me hacía reír—, las telas adquirían una gran hermosura. ¡Milagro! Balmes, buen conocedor de la industrialización, se permitía un elogio del proceso fabril: «No es lo mismo saber lo que es una cosa por sí misma, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el componer y reunir».
Recuerdos de infancia. El Quijote deja otro tipo de huella. Escenas prodigiosas que no olvidarás nunca: los molinos de viento, la cueva de Montesinos, el caballo Clavileño saltando por los aires..., y nombres igualmente imborrables: Dulcinea, el Caballero de los Espejos, el Caballero de la Blanca Luna, el bachiller Carrasco, la infanta Micomicona (la hermosa Dorotea)... De esos recuerdos de la infancia ha emergido el personaje que buscaba para esta nueva crónica sobre la deriva de España. Un mediodía en Madrid, durante una conversación con un buen amigo a propósito del libro cuya escritura me disponía a iniciar, surgió de entre la niebla don Diego de Miranda, Caballero del Verde Gabán.
Don Quijote se cruza con un extraño personaje en el capítulo decimosexto de la segunda parte de sus andanzas. Es un encuentro tranquilo, apacible, sin tensión, que llega inmediatamente después de las emociones de un combate victorioso. El Caballero de la Triste Figura acaba de derrotar en buena lid al Caballero de los Espejos (por los espejuelos que llevaba en la capa), que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, empeñado en forzar el regreso a casa de su alocado vecino don Alonso Quijano. Una derrota que traerá cola. El bachiller Carrasco encaja mal el lance y cultivará sentimientos de venganza. Sentimientos que acabarán teniendo un cruel desenlace a orillas del Mediterráneo. La burla y la diversión a propósito del vecino al que se le ha ido la cabeza ceden paso a un oscuro rencor. Transformado en el Caballero de la Blanca Luna, Carrasco alcanzará a don Quijote en Barcelona, donde le derrotará de manera arrogante en la playa donde hoy pasean y se tuestan al sol los turistas que visitan la ciudad olímpica. Caballero de los Espejos: juego, fantasía, complicidad con la locura. Caballero de la Blanca Luna: heraldo de la muerte.
Don Quijote, ignorante de los sentimientos que incuba su joven vecino, está contento de la aventura vivida con el de los Espejos, al que también llama Caballero del Bosque. ¡Ha vencido! Él y Sancho Panza piensan que han sido víctimas de un encantamiento. En pleno combate les ha parecido que el adversario y su escudero guardaban una rara semejanza con sus vecinos Sansón Carrasco y Tomé Cecial. Una fugaz sensación. Andan los dos divagando sobre esa visión, «artificio y traza de los magos que me persiguen», dice el hidalgo, cuando les alcanza un hombre vestido de verde.
Procedamos a las presentaciones.
En estas razones estaban —escribe Cervantes—, cuando les alcanzó un hombre que detrás dellos por el mismo camino venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido con un gabán de paño fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo de morado y verde; traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas, que, por hacer labor con todo el vestido, parecían mejor que si fuera de oro puro. Cuando llegó a ellos el caminante los saludó cortésmente, y, picando a la yegua, se pasaba de largo, pero don Quijote le dijo:
—Señor galán, si es que vuestra merced lleva el camino que nosotros y no importa el darse priesa, merced recibiría en que nos fuésemos juntos.
El del Verde Gabán —viste de verde porque en aquella época los vestidos de camino solían ser de colores vistosos— acepta la compañía y no tardará en invitar a su casa a la extraña pareja. Mientras les explica la preocupación que tiene por un hijo dado a la poesía —un joven estudiante que desprecia los textos en latín y los prefiere en romance—, se desencadena el delirante episodio de los leones. Se les cruza por el camino una carreta real con dos leones regalados por el sultán de Argel al rey Felipe III, gran amante de la tauromaquia en su versión más extrema: la lucha del toro con el león. Don Quijote se empeña en que abran la jaula para batirse con las dos fieras y don Diego de Miranda, el del Verde Gabán, alucina. Queda sorprendido por la locura de su extravagante compañero de viaje, pero le deja hacer. Ni le reprende, ni le amonesta, ni intenta hacerle entrar en razón. Respeta su libertad y su delirio. Se aparta y deja que los acontecimientos sigan su curso. Protegido detrás de unos árboles, ve cómo el conductor del carromato acaba cediendo y abre la jaula. Los leones miran a don Quijote sin apenas inmutarse. Uno de ellos se gira y da la espalda al caballero andante. Perspicaz, el hombre del carromato logra convencerle de que los leones han sentido miedo ante su presencia y se compromete a propagar durante todo el camino y ante el propio rey la singular aventura del Caballero de los Leones, antes conocido como Caballero de la Triste Figura. Sancho suspira de alivio y el Caballero del Verde Gabán sigue sin expresar censura alguna. Mira. Observa. Intenta comprender. Los tres reemprenden el camino y se dirigen a la casa del pragmático y modesto hidalgo don Diego de Miranda.
Una casa sin lujos con la que Cervantes redondea el retrato del hombre vestido de verde: «Ancha como de aldea; las armas, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva (habitación subterránea donde se conservaban los alimentos), en el portal; y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea». Los recibe doña Cristina, esposa del prudente caballero, una mujer cordial que tratará con mucha amabilidad y comedimiento a los dos huéspedes. Los anfitriones llegan a la conclusión de que don Quijote está rematadamente loco, pero le agasajan con gran consideración. Preguntado discretamente por su padre, el joven poeta Lorenzo aporta este fino diagnóstico de don Quijote: «No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos».
Muy bien cuidados por sus anfitriones, don Quijote y Sancho se despiden al cuarto día, cuando el tedio empieza a llamar a la puerta de los Miranda: «Cuatro días estuvo don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le pidió licencia para irse, diciéndole que le agradecía la merced y buen tratamiento que en su casa había recibido, pero que por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas al ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio...». Así acaba la aventura más relajada, más serena, más reflexiva y más modesta del Quijote.
Algunas cosas han escrito los expertos en la obra de Cervantes sobre el Caballero del Verde Gabán y casi todas ellas están de acuerdo en que don Diego de Miranda es el más afinado contrapunto del ingenioso hidalgo. Cordura, contención, sobriedad, mesura, pragmatismo... El profesor Francisco Rico, excelente tipo, miembro de la Real Academia Española, autoridad en Petrarca, estudioso del humanismo renacentista y uno de los grandes divulgadores del Quijote, cree que no hay que darle muchas vueltas: Cervantes crea la figura del Caballero del Verde Gabán para subrayar el contraste entre lo viejo y lo nuevo; el mundo que se va, envuelto en una locura triste e irónica, y una figura estilizada del mundo que parece estar viniendo: un hidalgo moderno y con la cabeza bien asentada, que preanuncia la llegada del orden burgués. Tengo el honor de compartir amistad y vecindario con el profesor Rico cuando me es posible pasar unos días en Barcelona. En el verano de 2011, durante un paseo peripatético por Sant Cugat del Vallès, Rico me lo explicó de la siguiente manera: «Cervantes fue un voluntario de la División Azul que aceptó la transición. Estuvo en Lepanto, luchó contra el turco, sufrió cautiverio en Argel, sirvió al rey no sin contratiempos, y a la vez intuyó los cambios que se avecinaban y los aceptó con ironía». El titular del sillón p de la Real Academia acepta, en sus líneas generales, la interpretación del Caballero del Verde Gabán que efectúa el ensayista francés Marcel Bataillon en el libro Erasmo y España, obra de referencia para la comprensión del siglo XVI español. Don Diego de Miranda sería un erasmista castellano. Mejor dicho, sería un reflejo del interés de Cervantes por la figura de Erasmo de Rotterdam.
Dice Bataillon: «Si nos preguntamos en qué personaje del Quijote parece haber querido encarnar el autor su ideal moral y religioso, cualquier lector del inmortal libro designará sin vacilaciones a un seglar, el Caballero del Verde Gabán. El episodio en el que él interviene es uno de esos en que no pasa nada; simple parada del caballero andante en casa de un anfitrión que es hombre sensato y cuyo hijo es poeta en una acogedora casa provinciana donde reina un “maravilloso silencio”, como en un monasterio de cartujo...».
Bataillon, principal investigador de la influencia erasmista en España, no tiene dudas sobre el significado del personaje y afirma que el del Verde Gabán es una prueba irrefutable de la espiritualidad reformista de Cervantes.
«Reemplacemos la misa de cada día por la misa del domingo, pasemos por alto la devoción a Nuestra Señora —que, por lo demás, no impide a don Diego poner toda su confianza en la misericordia divina—: este cuadro de una vida sencilla, holgada, piadosa y benefactora, sin sombra de farisaísmo, aparecerá rigurosamente conforme al ideal erasmiano». Otros autores rebajan un poco los entusiasmos de Bataillon y no ven con tanta claridad el nexo entre Cervantes y el teólogo holandés que estimuló el libre pensamiento en la Europa mercantil, abriendo camino a la Reforma luterana. El trabajo del hispanista Bataillon, sin embargo, es de gran envergadura. Puede contener algunos fallos de apreciación, pero documenta muy bien el impacto que tuvo en España esa primera oleada de modernidad espiritual. A través del puerto de Santander y gracias al comercio de lanas y tejidos, Castilla estaba bien conectada con Flandes. Hubo a principios del siglo XVI un precioso momento liberal en la España preburguesa. Una liberalidad protegida por el propio poder imperial. Interesado por las ideas de Erasmo, el rey-emperador Carlos de Habsburgo permitió la publicación del más afamado de los libros del teólogo holandés, el Enchiridion (traducido como Manual del caballero cristiano). Un grupo de presión erasmista, encabezado por los hermanos Juan y Alfonso de Valdés, llegó a ejercer cierta influencia sobre el rey, y el cardenal Cisneros parece que se atrevió a invitar a Erasmo a dar una conferencia en la Universidad de Alcalá de Henares, invitación que el de Rotterdam rechazó porque España le caía demasiado lejos y no figuraba entre sus intereses. «Non placet Hispania», habría dicho. («No me interesa España».)
«Non placet Erasmus», dijeron los franciscanos y los dominicos, encabezados por Francisco de Vitoria y los teólogos de la Universidad de Salamanca. Tocaron a rebato y en la denominada Conferencia de Valladolid, disgustada por la liberalidad ideológica del monarca, comenzó a articularse el frente de rechazo. Se traducen más libros y Erasmo quizá se arrepiente de no haber aceptado la invitación de viajar a España. Agotado y torturado por la gota, ensimismado en el monasterio de Yuste, Carlos V abdica en 1556 y el Concilio de Trento activa la Contrarreforma con la publicación del índice de libros prohibidos. Con Felipe II ideando soledades en el monasterio del Escorial, Erasmo va desapareciendo lentamente de la vida intelectual y eclesiástica española. La Inquisición se reactiva, algunos heterodoxos van a parar a la hoguera, y cuatro siglos después Miguel Delibes nos lo explicará en la novela El hereje. Si Marcel Bataillon está en lo cierto, Cervantes intenta sortear la Contrarreforma e imagina la figura del Caballero del Verde Gabán para mostrar un arquetipo social y espiritual sobre el que podía haberse cimentado el carácter español. Señala el profesor Rico: «Cervantes en nuestro tiempo habría sido un viejo combatiente de la División Azul resignado a los reformismos de la UCD». Consciente de hallarse en una encrucijada entre lo viejo y lo nuevo, el de Lepanto toma sus precauciones católicas. Por ello, don Diego de Miranda oye misa todos los días y se encomienda a Nuestra Señora, no fuera a ser que tanta contención y rectitud de perfil neerlandés levantase sospechas. Américo Castro coincidió parcialmente con Bataillon y también sostuvo que en El Quijote hay un reflejo de Erasmo en clave racionalista (El pensamiento de Cervantes). En pocas palabras: el Caballero del Verde Gabán es un personaje programático; el pálido reflejo de un deseo y de un proyecto incumplidos. La discreta metáfora de una España que podía haber sido y no fue.
Desde una perspectiva más historicista, el Caballero del Verde Gabán sería un buen ejemplo de uno de los grupos sociales emergentes en la Castilla del siglo XVI: el propietario rural preburgués que ha conseguido vivir, modestamente, de su heredad en un momento de crisis y ruptura en el campo castellano. El historiador e hispanista francés Noël Salomon lo explica de la siguiente manera en La vida rural castellana en tiempos de Felipe II: «Vemos pues que los labradores que viven de sus heredades son una minoría, pero en ocasiones esta minoría consigue la riqueza. Esta clase rural aparece en medio de la masa de los campesinos pobres o medios (trabajadores y renteros) como una especie de “burguesía agraria” asentada en su propiedad individual y en la abundancia agrícola o ganadera. Se sitúa en la cima de la pirámide social pueblerina. Es la clase de los “villanos ricos”, según una expresión consagrada que incluso se encuentra en la literatura de la época, enriquecida por los productos de su heredad y por el trabajo de los jornaleros que emplea a su servicio. Corresponde a los coqs de village del campo francés en la misma época. En la relación de Daimiel (Ciudad Real) aparece la expresión “labradores ricos pecheros” en el apartado referente al modo de elección de los magistrados municipales [...]. Cuando una capa social tiene un nombre propio que la define y la delimita de este modo de las demás, significa que la estratificación social está acompañada de una fuerte conciencia de esta misma estratificación. Si así sucedía es porque los “labradores ricos pecheros”, aunque muy poco numerosos, constituían una clase campesina delimitada y enfrentada a las restantes. La fuerza económica, la homogeneidad, y la unidad de acción y de intereses de esta minoría superaba en mucho su importancia numérica, lo que bastaría para conferirle su carácter de clase».
Los historiadores José Luis Gómez Urdáñez y Pedro Luis Lorenzo Cadarso no difieren mucho de esta visión en su aportación a la Historia de Castilla dirigida por Juan José García González. El igualitarismo medieval castellano se estaba rompiendo y de su interior surgían nuevos grupos de poder y nuevas desigualdades. «La élite campesina formada por grandes propietarios de tierra fue así protagonista de los cambios sociales del siglo XVI. Acumularon primero dinero y luego tierras y oficios municipales, por los que la sociedad rural, que nunca había sido tan igualitaria como se pretendía desde el púlpito o desde el dosel augusto, se polarizó todavía más. También, gracias a la monetarización de la economía y a la aparición de un sector social con posibilidades de consumir productos de lujo, se abrieron tiendas en las que se vendían mercaderías importadas de media Europa y afincándose artesanos sumamente especializados, plateros, batidores de oro, maestros armeros, sederos, pintores, impresores y oficiales que trabajaban para el clero y las élites urbanas enriquecidas con el comercio y el crédito. Estas élites urbanas, que amaban lo exquisito, que se hacían instalar columnas toscanas en sus patios y vestían trajes flamencos, fueron las responsables de que las novedades europeas llegaran a las ciudades castellanas, empezando por el urbanismo y la casa, símbolo del estatus social. Era de buen gusto saber de poesía e historia y ser capaz de rimar un soneto. Incluso la gastronomía se llenó de exquisiteces».
Don Diego de Miranda no parece que coma muchas exquisiteces, pero come bien —«son mis convites limpios y aseados, y nonada escasos»—, la casa es elegante y sus tinajas le recuerdan a don Quijote la aldea del Toboso; el caballero no viste traje flamenco, pero cuando sale al campo endosa un verde gabán. Y su hijo Lorenzo escribe poesías dedicadas a la Fortuna, que maravillan a don Quijote:
Al fin, como todo pasa, / se pasó el bien que me dio / fortuna, un tiempo no escasa, / y nunca me le volvió / ni abundante ni por tasa. / Siglos ha ya que me ves, / fortuna puesto a tus pies; / vuélveme a ser venturoso, / que será mi ser dichoso / si mi fue tornase a es.
«Si mi fue tornase a es». Bonito juego de palabras. Cuatrocientos años después, el Caballero del Verde Gabán vuelve a cruzarse en el camino del hidalgo español, cabizbajo y desorientado tras su súbita e imprevista derrota —en mala lid— ante el Caballero de la Burbuja Inmobiliaria. Don Diego de Miranda, la España burguesa y prudente que no pudo ser, porque pronto se transformó en oligarquía, observa con un punto de ironía al deprimido hidalgo y le pregunta:
—¿Adónde va vuesa merced?
—A la modestia, responde el hidalgo.
La sola mención de la modestia pone en tensión el carácter español. Mala señal: derrota, encogimiento, pobreza de espíritu, ausencia de ambición, declive... La modestia, sin embargo, es un asunto universal. Acabo con un apunte europeo. El filósofo francés Vladimir Jankélévitch, intelectual judío de origen ruso que consiguió escapar de la persecución antisemita, define así la modestia en su Traité des vertus (1949): «Lejos del alfa y omega, el hombre vive, piensa y sufre en la zona claroscura de la semiconsciencia y de la voluntad mezclada. La modestia es el buen uso de esa impureza, que nos mantiene a media distancia de los extremos y nos preserva de los delirios de grandeza y de la neurosis de la pequeñez, de la megalomanía y de la micromanía, o sea, de todo frenesí purista».
¿Un estático justo término? No. Jankélévitch sostiene que la modestia es una dialéctica constante entre el Todo y el Casi Nada. «El término medio de Aristóteles —dice el filósofo— se contempla a sí mismo; carece de heroísmo e inquietud, mientras que la modestia es una conciencia inquieta que nunca olvida el dolor del ser impuro; la modestia es movimiento, no quietud». Y añade: «La modestia reina sobre una macedonia de tendencias incoherentes. Intuye un orden justo y racional, obedece a un logos moderador, regulador y compensador. Para conservar el control sobre las tendencias extremistas, así como para afrontar el irresoluble antagonismo de las contradicciones extremas, conviene ser modesto».
La modestia, por lo tanto, es una ironía. «No la ironía solemne de una conciencia que solo se toma en serio a sí misma, sino la ironía que toma en serio la totalidad del ser; la que se toma en serio todo aquello que merece ser tomado en serio».
Finalmente Jankélévitch distingue entre modestia y humildad, un matiz interesante y muy procedente en todo país católico: «La modestia trabaja y fermenta en su sitio, en su modesto lugar, mientras que la humildad en un determinado momento se humilla, razón por la cual la humildad suele aparecer después de la culpa y como remordimiento de esa culpa [...]. La penitencia no exige modestia (puesto que el modesto no tiene nada que expiar), pero sí exige humildad. La modestia tiene una respiración más profunda y los pulmones más sólidos. El modesto será alguna cosa porque su manera de ser no puede ser extinguida y porque un pobre siempre es resistente. Todo, sin embargo, tiene un precio: el humilde renace, el modesto, sobrevive...».
La modestia es movimiento, dice el filósofo. Movimiento en el interior del movimiento. Mobilis in mobili. Acción política por lo tanto. En un momento en que el poder nos pide humildad y arrepentimiento por los excesos cometidos, la modestia sería un buen programa moral frente al cinismo dominante, según el cual, los excesos de unos cuantos —mejor dicho, los excesos compartidos en distinto grado por un amplio espectro social— se convierten en el exceso de todos y exigen la penitencia de todos. Humillación y penitencia de los de abajo porque, desde siempre, suyo es el lugar más cercano al altar de los sacrificios y de la expiación. Lejos de la radicalidad retórica que en estos tiempos confusos mucho agita y nada mueve, la modestia propondría un pacto a los de arriba mientras vamos averiguando hacia dónde vamos. Yo me sacrifico y tú me acompañas. Yo acepto la dureza de los nuevos tiempos, pero tú no me humillas. Yo intento salir ordenadamente de la nave naufragada, esa concordia que la frivolidad ha arrimado peligrosamente a los escollos, y tú, capitán, Francesco Schettino, no te escaqueas.
El Caballero del Verde Gabán es un personaje político.