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LAS TIERRAS LOGÍSTICAS DE JAUME I

 

 

 

 

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Jo són aquell que en temps de tempesta, / quan les més

gents festejen prop los focs / e pusc haver ab ells los propis

jocs, / vaig sobre neu, descalç, amb nua testa / servint senyor

que jamés fou vassall.

 

AUSIAS MARCH,

No em pren així com al petit vailet, siglo XV

 

 

Valencia es la ciudad menos melancólica de España. La observación es del periodista y escritor Arcadi Espada y se ajusta a la realidad. Valencia es la ciudad que mejor expresa la pulsión euforizante que catorce años consecutivos de crecimiento económico han introducido en aquellas capas de la sociedad española más favorecidas por el maná inmobiliario, la avalancha turística y el abaratamiento salarial propiciado por la inmigración. Valencia se ha acostumbrado a ir a más de cien por hora. Valencia es la ciudad menos melancólica de España porque tiene muy pocas cosas que añorar. Lejos quedan los años noventa en los que las clases medias valencianas miraban de reojo a Barcelona y a Sevilla, sobre todo a Barcelona, beneficiadas por los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal de 1992. En aquel tiempo apareció la siguiente pintada en un muro de la ciudad: «Barcelona, las Olimpiadas. Sevilla, la Expo. Madrid, capital cultural. Y Valencia, ¿qué?». Este incisivo «y Valencia, ¿qué?» (atención al sintagma: he ahí, de nuevo, el «Nosotros no vamos a ser menos», auténtico lema nacional-español desde 1977) abrió las puertas del poder regional y municipal al Partido Popular.

La verdad es que también se las abrió Joan Lerma, presidente de la Generalitat valenciana entre 1983 y 1995 y líder máximo del PSOE-PSPV, que logró dilapidar en los años noventa la sólida posición que los socialistas habían logrado acumular en la cuarta comunidad que más diputados aporta al Parlamento español. Hombre hierático, poco expresivo y tremendamente apegado a los manejos de aparato, Lerma no logró consolidar un buen equipo dirigente que interceptase el cambio de tendencia de una Valencia deseosa de enriquecerse y de «no ser menos». La indiscutible victoria del PP valenciano en las elecciones autonómicas y municipales de 1995 fue una de las señales más claras de que el PSOE de Felipe González se dirigía rápidamente al ocaso. En marzo de 1996 José María Aznar se convertía en el cuarto presidente de la democracia.

Con cerca de cinco millones de habitantes, que representan el 10,5 % de la población española, la Comunidad Valenciana produce el 9,7 % del producto interior bruto y su renta per cápita representa el 92,3 % de la media española. Tradicionalmente la riqueza valenciana provenía de la huerta y de una vivaz industria manufacturera «a la italiana» (calzados, juguetes...) muy entrenada en nadar bajo la línea de flotación de la Inspección de Hacienda. Luego vino el turismo y las primeras grandes pirámides (Benidorm) del negocio inmobiliario. Y ahora reina la construcción. Lo más cerca del mar posible. En un reciente y relevante estudio del Banco Bilbao Vizcaya titulado «El stock y los servicios de capital en España y su distribución territorial», aparecen datos muy interesantes al respecto: la Comunidad Valenciana sobresale de la media española por el elevado índice de su capital residencial. Los activos en vivienda representan el 54,8 % del capital de la comunidad, mientras que en el total español la vivienda supone un 49,2 %. Este ha sido hasta hoy, hasta hace apenas cinco minutos, el gran punto fuerte de la economía valenciana. Y posiblemente su talón de Aquiles.

Damos la palabra a Rafael Blasco, consejero de Inmigración del Gobierno valenciano a finales de 2008, pieza importante en el equipo del presidente Francisco Camps, y algo más: verdadero Rasputín de la política valenciana, al decir de quienes conocen bien sus pliegues barrocos e italianizantes. «El problema para el Partido Popular es que nos hemos quedado sin adversario en Valencia. El PSOE está en caída libre y la coalición electoral entre nacionalistas y comunistas se ha desintegrado a la primera de cambio. Sin un adversario claro, la actual legislatura puede tener riesgos importantes, en un momento en que hay negros nubarrones en el horizonte inmobiliario». En pocas palabras, el consejero Blasco teme que Valencia pueda morir de éxito. Que una vez estilizada por el arquitecto Santiago Calatrava, el omnipresente Calatrava, Valencia cimbree al viento de la coyuntura económica, por falta de una adecuada tensión interna.

Es la reflexión de un hombre que militó en la extrema izquierda revolucionaria de los años sesenta, que iniciada la transición formó parte del grupo dirigente del socialismo valenciano —la escuadra que el hierático Joan Lerma ahogó en los años noventa—, para ejercer después de gran consejero áulico de Eduardo Zaplana. Blasco es un hombre temido en Valencia. Es un auténtico «borgiano», un borgiano de los Borgia. Bajo una apariencia auténticamente cardenalicia —rostro tranquilo, frente ancha, una mirada vuelta hacia dentro, brazos robustos y velludos—, Blasco tiene un aire entre curial y eslavo, no desentonaría en el Vaticano, pero también podría pasar por un miembro del politburó del Partido Comunista de Checoslovaquia en los días previos a la invasión de Praga. Sabe lo que es la voluntad de poder. Conoce el secreto más íntimo de la política. Es el que mejor conoce los laberintos de Valencia.

La conversación tuvo lugar en julio de 2007. Nada en Valencia hacía prever, al menos en apariencia, el advenimiento de una fuerte crisis económica. A toda vela, la capital intentaba renovar su contrato para la celebración de la Copa América y se disponía a estrenar un Gran Premio europeo de Fórmula 1, negocio indirectamente gestionado por Alejandro Agag, el influyente yerno de José María Aznar. Dos competiciones deportivas de fuerte pegada en la televisión y en los medios internacionales. Quince años después del 92, Valencia accedía al altar mediático que transforma las ciudades en una marca atractiva para miles de turistas de todo el mundo. Barcelona lo consiguió mucho antes y estos últimos años ha comenzado a pagar algunas consecuencias negativas del éxito: masificación del turismo, banalización de la vida urbana y erosión de los servicios públicos. Sevilla no puede decir exactamente lo mismo, puesto que la Expo no tuvo el mismo papel propulsor. (Sevilla, la novia de España, más guapa que nunca, toca la guitarra a orillas del Guadalquivir.) Valencia ha realizado el proyecto histórico que reclamaba la pintada en el muro: «Y nosotros, ¿qué?». Así ha sido. La realidad valenciana olía, hasta hace unos días, a velocidad, a gasolina, a petardo, a dinero rápido, a hedonismo, a desenfreno, a orgullo, a desafío, a corrupción y a onomatopeya de dieciséis válvulas: «¡Brrrrrrrrmmmmm!».

Valencia estaba desbordando a Barcelona en vitalidad y en algunos indicadores económicos —el tráfico de contenedores por el puerto de Valencia ya supera el tráfico de la capital catalana, por ejemplo—, con la consiguiente excitación política y periodística. Pero algunos datos esenciales de la realidad socioeconómica no deberían perderse de vista: la participación de Cataluña en el PIB español (18,8 %) es el doble que la de la Comunidad Valenciana. Todos los indicadores básicos, incluida la productividad del trabajo y el capital humano (los años de estudio en la población mayor de dieciséis años) decantan la balanza claramente a favor de Cataluña. No, no ha habido sorpasso. No estamos en el siglo XV, cuando Valencia superó en riqueza, cultura y habitantes a una Barcelona diezmada por la peste y el corrosivo conflicto entre la Biga (la oligarquía urbana) y la Busca (mercaderes y menestrales), los dos «partidos» medievales que se combatieron hasta la guerra civil catalana de 1462-1472. No estamos en el siglo XV, cuando Ausias March componía los más bellos poemas escritos jamás en lengua catalana. ¡Alto ahí!, gritaría ahora mismo, despechado y al unísono, un sector nada menospreciable de la sociedad valenciana. Alto ahí, que Ausias March no era catalán y escribía en valenciano. Dejémoslo en un punto intermedio: March escribía en catalán/valenciano, que siendo lo mismo, o prácticamente lo mismo, puede ser vivido como algo muy distinto.

Ni la Comunidad Valenciana ni la ciudad de Valencia, decíamos, han superado a Cataluña y a Barcelona en ninguna de las grandes magnitudes con que se mesuran la economía y la sociología. Solo gana en un registro, nada menor, nada intrascendente: Valencia tiene el tono vital más alto, mucho más alto, frente a una Barcelona desorientada y medio deprimida. Valencia, como decíamos al principio, es la ciudad menos melancólica de la península.

El mundo nacionalista catalán, o una parte sustantiva de él, ha convertido Valencia en su gran esperanza y en su gran pesadilla. La tierra de promisión del sur, la potente franja mediterránea que se encarna en los mapas del tiempo de TV3 como una unidad meteorológica en lo universal llamada Països Catalans, se ha ido alejando paulatinamente de ese ideal pancatalanista, que llegó a adquirir cierto nervio en los años setenta. Diversos son los factores que han conducido a ello, comenzando por la propia complejidad de la sociedad valenciana, pero ya va siendo hora de aceptar que en la transición se movieron algunas piezas importantes para bloquear cualquier hipótesis reunificadora de la antigua Corona de Aragón o, al menos, de sus tierras de habla catalana.

Hay una paradoja interesante que conviene subrayar, tras unos meses de debate muy intenso sobre la personalidad política de Navarra. Como es sabido, la disposición transitoria cuarta de la Constitución española de 1978 deja abierta la posibilidad de que Navarra se incorpore al País Vasco mediante referéndum: «En el caso de Navarra, y a efectos de su incorporación al Consejo General Vasco o al régimen autonómico vasco que le sustituya, en lugar de lo que establece el Art. 143 de la Constitución, la iniciativa corresponde al Órgano Foral competente, el cual adoptará su decisión por mayoría de los miembros que lo componen. Para la validez de dicha iniciativa será preciso, además, que la decisión del Órgano Foral competente sea ratificada por referéndum expresamente convocado al efecto, y aprobado por mayoría de los votos válidos emitidos». He ahí una faceta interesante del privilegio vasco y navarro, del carné de primera que la historia ha otorgado al Gran Luxemburgo hispánico. El País Vasco y Navarra no solo conservan un beneficioso estatus fiscal que les permite no aportar prácticamente ni un euro a la caja común de la muy solidaria nación española, sino que además tienen abierta la puerta a una fusión o federación, opción prohibida a las demás comunidades autónomas españolas (artículo 145.1 de la Constitución). Sin duda alguna, las tres guerras civiles carlistas han dejado una huella profunda en la anatomía política española. Y la grave amenaza de ETA, también.

Ante la eventualidad de que el artículo 145.1 de la Constitución no fuese suficiente para bloquear la hipótesis de los Països Catalans (la articulación o federación de Cataluña, el entonces llamado País Valencià y las islas Baleares), Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra, fontaneros jefes de la Unión de Centro Democrático y del PSOE, pactaron una ley electoral especialmente pensada para dificultar la presencia de los pancatalanistas en las Cortes valencianas. Mientras en la mayoría de las comunidades el régimen electoral establece un tope del 3 % para obtener representación parlamentaria, el techo en Valencia es del 5 %, techo revalidado por el nuevo Estatuto de 2005, prontamente pactado por el PSOE y el PP, meses antes de que comenzase el «eslalon gigante» del Estatut de Catalunya. Recapitulemos: puerta medio abierta para la federación entre el País Vasco y Navarra; barrera sobre barrera entre la Comunidad Valenciana y Cataluña. ¡Cuidado con la Corona de Aragón! ¡Cuidado con los Països Catalans! Realmente, ETA influyó mucho en la transición.

Barrera sobre barrera entre Alcanar y Vinaròs, pero faltará a la verdad quien atribuya el progresivo debilitamiento de las posiciones catalanistas en Valencia al acreditado maquiavelismo de los señores Abril y Guerra en los momentos decisivos de la transición. Ha sido la propia evolución interna de la sociedad valenciana la que ha ido orillando progresivamente una de las ideas clave del escritor y ensayista Joan Fuster en los años sesenta y setenta: la idea de que la sociedad valenciana podía salir del gris estancamiento del franquismo tomando Barcelona como espejo, reforzando los lazos con Cataluña; en definitiva, tomando el catalanismo como principal referencia. Fuster, colaborador semanal del diario La Vanguardia entre los años setenta y ochenta, gracias a los buenos oficios del periodista Manuel Ibáñez Escofet, influyó de una manera muy importante en la generación progresista que aquellos años oscilaba entre el izquierdismo y el catalanismo. Aún hoy es recordado con verdadera nostalgia en Barcelona, como paradigma de intelectual independiente.

Podríamos hablar de la «paradoja Fuster». El Montaigne de Sueca, el hombre introvertido al que tantos jóvenes rendían visita, creó un artefacto de cierta utilidad para la política catalana y de progresiva inutilidad en Valencia. El concepto Països Catalans (la transformación de los territorios de habla catalana en una única nación política) pronto contribuyó a dibujar las primeras líneas divisorias en la política catalanista, necesitada de una fuerte competición interna dada la amplitud de sus fronteras. La adhesión a los Països Catalans sirvió para trazar una buena línea de puntos entre nacionalistas y «sucursalistas», puesto que los partidos que mantenían algún tipo de vínculo federal o semifederal con fuerzas de ámbito español (estamos hablando, básicamente, del PSOE y el PSC, y del PCE y el PSUC) difícilmente podían defender la absorción de Valencia por el proyecto nacional catalán. En una segunda fase, los Països Catalans dibujaron una línea de puntos en el interior del propio nacionalismo: la muy pragmática Convergència i Unió se mantenía en una posición ambigua, mientras que el área independentista convertía el irredentismo en una de sus grandes señas de identidad. Una intensa emulsión sentimental. Los Països Catalans han sido uno de los grandes banderines de enganche de las sucesivas juventudes nacionalistas e independentistas. Así, hasta nuestros días, con el apoyo entusiasta de TV3.

En Valencia, por el contrario, los Països Catalans han sido un perfecto y constante acicate para el fortalecimiento de un fibroso bloque anticatalanista que va desde la extrema derecha «blavera» hasta sectores del electorado del PSOE. El fantasma de la anexión ha sido de una preciosa utilidad para quienes durante treinta años han tenido como principal objetivo dinamitar todos los puentes posibles entre Valencia y Cataluña, e intentar destruir uno de los bienes más preciosos que ambas tierras comparten: la lengua y una tradición cultural, que sin ser la misma, tiene muchos puntos de contacto. No han sido pocos los que han trabajado y siguen trabajando con ahínco en esa dirección. La hipótesis de un volkgeist pancatalanista, de un único «espíritu del pueblo» a lo largo de la franja mediterránea española, sin duda resultaba un horizonte inquietante para los arquitectos de la transición. No es difícil imaginar que en los despachos de Madrid alguien dijese: «Con el problema vasco ya tenemos suficiente».

El catalanismo, sin embargo, no fue muy hábil en la artesanía volkgeist, al menos en Valencia. Jordi Pujol lo reconocía hace unos años: «Los catalanistas no supimos entender dos cosas muy importantes del pueblo valenciano: las fallas y la “Geperudeta”». En pocas palabras, muy ocupados en las veladas con Joan Fuster en Sueca, los catalanistas se pusieron de espaldas a dos signos populares llamados a crecer, a elevarse: las fallas se convertirían en el primer gran atractivo turístico de Valencia, antes de la actual fase cosmopolita (Copa América, Fórmula 1), y la «Geperudeta», Nuestra Señora de los Desamparados, seguiría encarnando una religiosidad popular que abraza, que reúne, que articula y da cobijo, como una antigua deidad romana, a una sociedad hedonista y de fuertes impulsos individualistas.

Una sociedad que ahora se enfrenta a los rigores de la crisis económica. A medida que el horizonte se ennegrece, han comenzado a tomar cuerpo en el Gobierno autónomo valenciano inéditas posiciones de reconciliación respecto a Cataluña. Gestos que hasta la fecha han encontrado en la sociedad catalana un eco cualitativamente importante —en los medios de comunicación más influyentes— pese a la fuerte inercia del mito Països Catalans entre un sector todavía apreciable de la militancia y el electorado nacionalista.

La crisis ha roto con el ensueño de una Valencia absolutamente desvinculada de Cataluña y muy bien hermanada con Madrid. Valencia, playa de Madrid. Valencia, puerto de Madrid.

Adulando a Joan Fuster hasta extremos dogmáticos, el catalanismo no entendió los mecanismos más profundos de la sociedad valenciana y la evolución de sus coordenadas internas en los años ochenta y noventa. Pese a que algunos en Barcelona todavía se resisten a ver lo que es evidente, la escisión política y emocional entre catalanes y valencianos se ha ensanchado hasta abrir un auténtico foso entre Alcanar y Vinaròs. Gente perspicaz de ambas partes intenta ahora tender nuevos puentes.

Superados los fastos de la Copa América de Vela y de la puesta en marcha de su circuito urbano de Fórmula 1, la valenciana es una sociedad que ahora se enfrenta con notable dificultad a los rigores de la crisis económica. El 15 % del producto interior bruto de la región dependía hasta hace unos meses de la actividad inmobiliaria, verdaderamente frenética en amplias zonas del litoral. Véase la película Huevos de oro, de Bigas Luna, con Javier Bardem y la dulce María de Medeiros. Se calcula que en el otoño de 2008 había en toda la Comunidad Valenciana más de cien mil viviendas de nueva construcción sin vender. Al igual que en el resto de España, la paralización del negocio inmobiliario se convertía en heraldo de un inquietante horizonte: incremento del paro, posible tensión con la población inmigrante, severa reducción de los ingresos públicos (vía impuestos) con la consiguiente repercusión en los servicios públicos y acicate para el victimismo...

Los efectos devastadores de la crisis económica obligan a Valencia a prestar una atención prioritaria a sus posibilidades logísticas para incrementar la exportación de manufacturas a Europa en el menor tiempo posible: manufacturas producidas en la propia comunidad y las mercancías que llegan al puerto de Valencia desde Extremo Oriente. La autopista ya no basta. Reaparece en el discurso valenciano la reivindicación de un corredor ferroviario de ancho europeo a lo largo de todo el litoral mediterráneo: de La Jonquera a Murcia. Emerge la expresión «corredor mediterráneo» como expresión de un anhelo que va más allá de la logística, sin confundirse con los Països Catalans, de los que cada vez menos gente habla en Cataluña. Para entendernos: lo que ahora importa no es la bandera (con franja azul o sin franja azul), sino que los coches de la factoría Ford de Almussafes tarden lo menos posible en llegar a Europa.

Pilotado por las cámaras de comercio y las asociaciones empresariales, ha comenzado un lento deshielo entre Valencia y Catalunya. Un deshielo que tardará en alcanzar las capas más profundas: aquellas más íntimamente ligadas a la lengua y a los sentimientos de pertenencia. Incluso es probable que se produzca alguna marcha atrás. La complicación del horizonte económico, al aumento del paro y los problemas más que probables con la inmigración pueden excitar de nuevo los sentimientos radicales ansiosos de un chivo expiatorio.

El fantasma del «imperialismo catalán» no desaparecerá fácilmente. Si se mitiga en Valencia, si se reduce a la mínima expresión en Baleares y si se difumina en Aragón, pronto lo veremos azuzado desde Madrid, desde las almenas de la «renacionalización» de España. El hostigamiento a lo catalán se ha consolidado como un pingüe negocio: parece que ayuda a vender libros y diarios, y genera la vana ilusión de que algún día puede ser decisivo para ganar unas elecciones generales en España (ilusión severamente desmentida por la realidad, el 9 de marzo de 2008).

El fantasma del «imperialismo catalán» aún tardará más en desaparecer si Cataluña no efectúa, de una vez por todas, una seria revisión de su política de vecindad, que no puede basarse únicamente en la sintonía partidista o ideológica de los gobiernos de turno. El reconocimiento de los intereses comunes debería ir acompañado de la franca aceptación de que la gran mayoría de la sociedad valenciana no se siente catalana y de que una hegemonía cultural en la «franja» de Aragón (las comarcas aragonesas de habla catalana) es hoy un asunto perfectamente secundario. Como secundarias son las querellas parroquiales entre Lleida y Barbastro.

La crisis económica redimensionará las pequeñas querellas hispánicas. Puede que las inflame. O quizá las empequeñezca, cediendo el paso a nuevas formas de cooperación y aprovechamiento de la vecindad. A nuevas escalas. Barcelona, Valencia y Zaragoza conforman hoy el más potente triángulo logístico de la península Ibérica. La franja o corredor mediterráneo concentra el mayor número de pequeñas y medianas empresas, base productiva imprescindible para el relanzamiento de la economía española. Los puertos de Barcelona y Valencia son la gran puerta de entrada de las mercancías de Extremo Oriente. Están condenados a competir, pero también a cooperar: ambos necesitan el ancho de vía europeo.

Hay más. Suspendida —al menos de momento— la estrategia que pretendía convertir las islas Baleares, especialmente Mallorca, en base náutica, inmobiliaria y política de la oligarquía madrileña (cuyos portavoces periodísticos cometieron el craso error de querer arrinconar de manera chulesca a los sectores más tradicionales de la burguesía local, entre ellos a Pere Serra, el más destacado editor de la prensa regional), la apertura balear hacia Barcelona, pero también hacia Valencia, se impone.

Adiós, Països Catalans, ¿bienvenida la «neocorona» de Aragón? No asustemos al personal. Digamos solamente que las tierras de Jaume I son hoy base y baza imprescindible para el relanzamiento económico de España.

 

 

SUITE VALENCIANA

(CUANDO LA CRISIS SE VEÍA VENIR)

 

Camino de la estación del Nord, donde todavía no llega ningún AVE, suena la música. Una música alegre y azul marino, una música de banda uniformada, que invade la acera más municipal de Valencia. La señora Rita Barberà debe de haber organizado una fiesta, porque la melodía sale del interior del ayuntamiento, y llega gente endomingada. Camino de la estación del Nord, donde los trenes Alaris son de velocidad alta, pero no de alta velocidad, el momento es feliz. A veces basta con poco. La ingravidez de una tarde de primavera. Una música que te asalta por sorpresa y despierta la alegría simple que todos llevamos dentro. Y la perspectiva. Sobre todo, la perspectiva. Una estación al fondo. Un punto de fuga. «Mobilis in mobili», que decía el capitán Nemo. Moverse dentro del movimiento.

La que se mueve es Valencia. Hay una preocupación evidente por el porvenir. El mercado inmobiliario ha frenado en seco, como en toda España, y comienza a cundir la idea de que nada volverá a ser como antes. Hay un mal presagio en ciernes. Una negatividad a la que todavía faltan unos meses de recorrido para ser densa, masiva y angustiosa. Cuando llegue el momento de reconstruir la perspectiva y la estación esté demasiado inmóvil. Hay una evidente preocupación valenciana por el futuro, pero sin sensación de desplome ni de agarrotamiento. El aire no es depresivo. Por ahora. No, no es uno de esos momentos Ingmar Bergman que tanto gustan en Catalunya, en los que el alma se reúne en simposio: quiénes somos y adónde vamos. Esos momentos introspectivos, montserratinos, en los que la tradición católica y menestral dicta su ley a la conciencia, luteranamente. (Un día habrá que explicar por qué las iglesias están bastante vacías en Catalunya. No es que Catalunya se haya vuelto atea; es que entre los años sesenta y setenta, la religión salió de los templos y se transformó en mentalidad civil. Sacralizó todo lo que tocaba: el catalanismo, el progresismo, el sindicalismo, el montañismo, la pedagogía, el periodismo... Se escapó la religión por debajo de la puerta del templo y aún no ha vuelto.)

En Valencia no ocurre lo mismo. La religión está bien custodiada por la Virgen de los Desamparados, la «Geperudeta», que preside la ciudad como una gran deidad romana. Al atardecer aún puede verse cómo algunas mujeres dan las nueve vueltas de rigor a la catedral. Están embarazadas y conjuran el destino.

Valencia es la ciudad más italiana de la península. Ya lo fue en el siglo XV, en su momento de mayor grandeza. El Papa de la primera globalización, el que dividió el mundo en dos oceánicas áreas de influencia (Tratado de Tordesillas entre Castilla y Portugal), fue valenciano: Alejandro VI, el gran Borja, crápula de finísima inteligencia política. Por lo tanto, a nadie debiera extrañar que, lejos de hundirse en el desasosiego, la Valencia preocupada por los malos augurios de la economía envíe hoy señales de reconciliación a Catalunya, mediante un giro tan verídico como teatral.

Una svolta, como dicen en Italia. (Svolta, qué palabra tan bella: ligera y circular como el vuelo de una túnica.) Una svolta seguramente sincera, pero también táctica, puesto que los del Partido Popular valenciano, que son los que mandan, no son tontos. Abren juego a Barcelona sin romper con Madrid. Treinta años después de los intensos manejos de Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra para abrir una zanja preventiva e insalvable entre valencianos y catalanes, alguna cosa se mueve bajo el lecho del río Turia.

«Don Vicent, si vós voleu, cremen València», le dijeron una vez los obreros portuarios del barrio de El Grao al escritor Vicente Blasco Ibáñez, tras un inflamado mitin republicano. He ahí una buena pregunta (una más) para el atribulado catalanista. ¿Cremen València? ¿Dejamos pasar la svolta valenciana? ¿Nos mantenemos inmóviles en el movimiento?

 

 

ELOGIO DE ZARAGOZA

(CUANDO LA CRISIS YA ESTABA AQUÍ)

 

La obtención de un kilo de vainilla exige 96.469 litros de agua. Cada ramita cuesta un manantial. (Pronto veremos la tradicional crema de Sant Josep en el banquillo de la Inquisición Sostenible.) Un kilo de garbanzos se bebe 3.230 litros de agua. Y un kilo de cemento solo requiere 32 litros, lo cual ayuda a explicar algunas de las cosas que han ocurrido recientemente en España. Son datos, curiosos e instructivos, de la Expo de Zaragoza, que ha cerrado sus puertas con un balance más satisfactorio que triunfalista.

«La Expo ha levantado la moral de la sociedad aragonesa, de antiguo poco habituada al optimismo. Zaragoza ha pegado un gran salto, pero ahora el reto es dar continuidad y rentabilidad al esfuerzo en un contexto de crisis económica», explica Miguel Iturbe, director del Heraldo de Aragón, diario-institución (La Vanguardia aragonesa) que preside el paseo de la Independencia. Durante el verano Iturbe paseó su amabilidad más de veinte veces por el recinto de la Expo, para cumplimentar a los invitados del Heraldo. Elegancia aragonesa. Hombre riguroso y exponente de una nueva generación periodística mucho más atenta a los interrogantes del futuro que a los ecos de 1968, Iturbe tiene noticia de Cataluña. Con pies de plomo, puesto que conoce el percal, avanza una opinión: «Me da la impresión de que las élites catalanas han caído prisioneras de una visión muy tétrica de todo lo que los rodea. La verdad es que no estáis tan mal».

Cataluña es un simposio abierto las veinticuatro horas del día —què ens passa?, on anem?—, pero los catalanes siguen siendo gente viajera, curiosa y con muchos menos prejuicios de los que le atribuye esa prensa madrileña que se está acostumbrando a vivir del cuento. Del viejo filón. En determinados círculos de la oligarquía madrileña existe la tentación, creciente, de convertir a Cataluña en cabeza de turco de todos los malhumores que trae consigo la crisis económica. Lo ha recordado el filósofo Ferran Sáez Mateu en el diario Avui, citando un libro titulado La rectificació, del que fue coautor: «¿Qué secuelas tendrá el impacto del Estatut si la actual prosperidad española se interrumpe? ¿Se convertirá la “cuestión catalana” en el chivo expiatorio de una hipotética pero no imposible recesión del “milagro español”? Que nadie pierda de vista en los próximos tiempos el precio del barril de petróleo» (septiembre de 2006).

Volvamos a Zaragoza. Los visitantes catalanes han dado vida a la Expo, alegremente montados en el AVE, ese tranvía veloz que está subvirtiendo la cartografía española. Hay un mapa de la inflamación autonómica, es cierto. Hay un mapa que reúne las miradas tétricas, acaso injustificadas, y las euforias exageradas, que el frenazo económico está dejando fuera de lugar. («Si le da la gana, España puede comprar Portugal», escribían hace un par de años los quevedistas embriagados por la Bolsa.) Y está el nuevo mapa de los intercambios veloces y constantes. Somos una cartografía variable. Una confederación de expectativas y estados de ánimo en movimiento. Los catalanes los de a pie, no las élites sombrías han sido puntales de la Expo del agua, por delante de los madrileños, ya que la promoción del acontecimiento zaragozano ha sido bastante desigual. Han trabajado con pulcritud los aragoneses, han vigilado mucho las cuentas, no les pasará lo de Sevilla, pero les han fallado los lobbies. El Madrid que manda no se ha volcado al cien por cien con el esfuerzo de Zaragoza, puesto que en la capital, aunque lo nieguen, quienes dirigen la orquesta también son relativistas. La engolada nación muchas veces acaba en los predios enmoquetados del paseo de la Castellana.

Lo mejor de la Expo: la compacta belleza del pabellón-puente de la arquitecta iraquí Zaha Adid y la escultura metafísica de Jaume Plensa (El Alma del Ebro), que en invierno resistirá con valentía los furores del cierzo. Lo más discutible: un discurso apocalíptico sobre el agua, que pasa totalmente de puntillas sobre su complicada gestión en España. Ese ecologismo tétrico y a la vez dulzón. ¡Con la de litros de agua que exige la vainilla!