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TRES RETRATOS DE GALICIA

 

 

 

 

NIETZSCHE TAMBIÉN HABITA EN GALICIA

 

Antes de hablar considera, primero, lo que dices; segundo, por qué lo dices; tercero, a quién lo dices; cuarto, quién te lo ha dicho; quinto, las consecuencias de tus palabras; sexto, qué provecho resultará de estas; séptimo, quién escuchará lo que digas. Luego, pon tus palabras en la punta de tu dedo y hazlas girar de estas siete maneras antes de pronunciarlas; y de tus palabras no se seguirá nunca daño alguno (Consejos del sabio celta Cadoc, siglo VI).

 

Galicia nunca acaba de ser exactamente tal y como se aparece. El hablar cauto y melodioso, una dulzura que compensa la dureza de fondo de una sociedad que ha sido agreste, un individualismo acérrimo derivado de la dispersión y el minifundio, un apego al lugar más que al grupo y esa aparente sumisión al que manda, parecen dar la razón al tópico del gallego de que no se sabe si sube o baja; como si el gallego fuese un Sísifo atlántico condenado por los dioses a vivir en una escalera.

Pero como todos los tópicos, este también se da de bruces con la realidad. De entre las brumas y la melodía de las gaitas, de entre la ambigüedad y la saudade, surgen personajes de un carácter tremendo. Furias como el caballero Juan Manuel Montenegro, héroe nietzschiano de las Comedias bárbaras de Valle-Inclán. Personajes extremos en la ficción y en la vida real, como el héroe trágico de la actual campaña electoral: don Manuel Fraga, aferrado de manera casi sobrehumana más que al poder, a la voluntad de poder.

Xosé Manuel Beiras es otro gallego sulfúrico. Sin Beiras no se acaba de entender el éxito del Bloque Nacionalista Galego, único caso en España de extrema izquierda inteligente y democrática. Capaz de moderarse, por tanto. En los orígenes del Bloque se mezclan el obrerismo católico de los años sesenta todavía son muchos los caminos que conducen al Concilio Vaticano II y el izquierdismo guevarista, que vio en el nacionalismo un nuevo sujeto revolucionario (Argelia, Congo, Vietnam, la misma Cuba...).

Galicia era una nación colonizada que debía ser liberada por un bloque nacional-popular. La fantasía estructuralista fracasó en las primeras elecciones de 1977, pero Beiras, socialista primigenio apeado de la reconstrucción del PSOE gallego, se vio capaz de insuflar alma a un movimiento que, con los años, lograría convertirse en la más genuina representación sentimental y política del gallego cabreado. Que no es exactamente lo mismo que el català emprenyat, más mesocrático y menos sindicalizado.

Beiras ha sido el rostro del Bloque hasta que os coroneis han decidido jubilarle, para contraponer un candidato joven al anciano Fraga. «Os coroneis» —dos grados más que los denominados capitanes del socialismo catalán son los que mandan en la marxista UPG (Unión do Povo Galego), matriz histórica del Bloque. Su jefe en la sombra es Francisco Rodríguez, hombre enjuto y siempre vestido de oscuro en el Congreso de los Diputados. Y su rostro amable, Anxo Quintana, exalcalde del pueblo orensano de Allariz, donde se crio Alfonso X el Sabio. En campaña, Quintana tiene más pegada que el socialista Emilio Pérez Touriño, muy correcto, muy profesional, pero con dificultades para hallar ese punto de delirio cósmico que requieren las grandes batallas políticas.

Los druidas dicen que el PP recuperó intención de voto entre el lunes y el martes, pero quizá de una manera insuficiente para amarrar la mayoría absoluta. La batalla se disputa pueblo por pueblo, casa por casa. Habitación por habitación, como anticipó Amparo González Méndez, joven cabeza de lista de los populares por la provincia de Ourense, donde manda Xosé Luis Baltar, o mestre, presidente de la Diputación. Ese hombre brinca en los mítines. Grita, ordena, manda, abraza y prepara la rebelión interna de las boinas si al PP las cosas le van mal dadas.

 

 

MUXÍA, TODAVÍA PLATÓ

 

Conviene decir que los gallegos estamos asustados porque de nuevo en el océano Atlántico, en el mar Tenebroso, han aparecido grandes bestias (Álvaro Cunqueiro, Fábulas y leyendas de la mar, 1982).

 

Y al principio fue el adverbio. Nunca más olvidarán los políticos españoles qué puede pasar después del hundimiento de un petrolero. Y difícilmente volverá a repetirse en Galicia un movimiento como «Nunca máis».

Aparentemente queda poco rastro de la tragedia del Prestige, aunque en Galicia nunca hay que fiarse de las apariencias. Subiendo hacia el cabo Finisterre, antes de llegar a la Costa de la Muerte, las playas están pendientes de estreno. En la de Camota, blanca y solitaria como un manifiesto existencialista, las rocas llevan la contraria a la bruma y parecen recién pintadas de un verde vivísimo. Esas algas panteístas son un desafío en toda regla a la vulgata periodística que imagina el planeta como una catástrofe permanente: el día después del fin del mundo, cuando las trompetas nos convoquen a todos al valle de Josafat, sobre una roca calcinada nacerá una flor.

Antes de llegar a la ensenada de Corcubión, el puerto de Brens asusta y explica, herrumbroso como un plan quinquenal, por qué Galicia es una permanente tensión entre belleza y fealdad. En el siguiente pueblo, Cée, las cosas no mejoran del todo, pero conviene detenerse ante la cristalería Vevey. Cuando se viaja con bloc de notas hay dos lugares que siempre es aconsejable visitar: la parroquia y los comercios especializados en baños y espejos. Hay que conocer cuáles son los santos de la localidad y de qué manera los lugareños se honran a sí mismos. En la Calabria profunda, por ejemplo, donde los pueblos son de espanto y de escopeta recortada, a tenor de las bañeras expuestas diríase que en cada casa hay una Cleopatra. En Cée, la cristalería Vevey nos informa de que en el noroeste de España la autoestima se halla en fase ascendente; comienza a quedar atrás la Galicia pobriña pobriña. En la iglesia parroquial de Corcubión es viva la devoción a san Marcos.

Envuelto por la niebla, el cabo de Finisterre da la razón a los soldados romanos que telegrafiaron a los cónsules para informar de los límites de todo expansionismo. Una bocina como de transatlántico aúlla para avisar del peligro, mientras dos turistas escandinavas honran la libertad de culto quemando unos papeles, acaso cartas de amor, en un pequeño pebetero instalado justo detrás del faro. Cosas de los celtas.

Y en Muxía, sus dos paseos marítimos todavía huelen a plató televisivo y a dinero fresco del Plan Galicia. Muxía fue el anfiteatro principal del drama del Prestige. Aquí, la periodista de Televisión Española Letizia Ortiz puso el rostro en tensión y posiblemente entró en conflicto psicológico con la esfera gubernamental. A Muxía llegaron centenares de voluntarios de todo el país y en sus playas cercanas se produjo la muy comentada escena de don Juan Carlos dándoles aliento, mientras Aznar rumiaba su papel en el mundo, encerrado en El Escorial. El buen Rey con el buen pueblo. No hay que olvidar aquella imagen, porque ayuda a entender algunas de las cosas importantes que después han sucedido en España.

Sostiene el escritor Manuel Rivas, hombre apreciado en Galicia incluso por quienes no comparten su ubicación política, galaicamente equidistante del PSOE y el Bloque, que Muxía acabó convirtiéndose en la «aldea potemkiana» del Gobierno Aznar, en referencia a los pueblos felices que el cortesano Potemkin mostraba a la gran zarina Catalina.

Lo cierto es que el resultado de las elecciones municipales en Muxía, claramente favorable al Partido Popular, vino a decir que «Nunca máis» se había evaporado. Rivas, que fue su entusiasta portavoz, sostiene, al contrario, que en las municipales del 2003 comenzó a fraguarse la ola de cambio que ahora parece apunto de culminar. Habrá que esperar al domingo, pero hace un par de días, camino de Lugo, un detalle llamó la atención de este cronista. El resumen de prensa de Radio Galega, dependiente de la Xunta, incluyó con mucha pulcritud todos los titulares de la portada de La Vanguardia, excepción hecha de la encuesta electoral sobre Galicia que daba al PP perdedor. Una omisión potemkiana, quizá.

 

 

PIEDRAS SAGRADAS, DOGMA ESCASO

 

¡Tengo miedo de ser el Diablo! (frase final de «Cara de plata», la primera de las Comedias bárbaras de Ramón del Valle-Inclán, pronunciada por el caballero Don Juan Manuel Montenegro, después de arrojar al suelo el copón de plata con el Santo Sacramento, portado por el abad de San Clemente al frente de una procesión que pretende atravesar las tierras del pazo de Lantañón, 1930).

 

La catedral de Santiago, el más emocionante templo de la España cristiana, es un lugar magnético y medieval. Los peregrinos llegan a destino con un fulgor místico en la mirada, con un evidente deseo de reposar el alma, pero también los pies. Y con ganas de comentar, bulliciosos, los últimos avatares del camino. De manera que los bancos del templo no acaban nunca de estar quietos y en silencio.

En las naves laterales, los confesionarios muestran en su interior a clérigos severos aguardando la llegada del pecado, como viejos lobos de mar en los caladeros del Gran Sol. En un rincón crepitan unos cirios y entre penumbras el cronista cree descubrir a Max von Sydow y Bengt Ekerot jugando la definitiva partida de ajedrez entre el Caballero y la Muerte en El séptimo sello. Visiones de Bergman. Visiones en Santiago.

La religiosidad en Galicia tiende a dar la razón a quienes subrayan la extraordinaria capacidad del cristianismo para reciclar los cultos paganos; para imponerse sin destrozar la ancestral convivencia de los hombres con montañas sagradas, piedras mágicas y dioses lares. Jon Juaristi, antiguo militante abertzale y actual ideólogo de la nueva España nacional, hombre inteligente y de pluma afilada, en el ensayo La tribu atribulada no duda en reprochar al catolicismo la conservación de los arquetipos tribales que, en su opinión, alimentan al nacionalismo vasco. Juaristi se ha convertido al judaísmo y atribuye a la objetividad semítica el hombre en diálogo directo con Dios y sus leyes escritas el fundamento de la civilidad democrática: la supremacía de los derechos individuales frente a la sacralización de lo colectivo.

Galicia muy luterana no lo es. Donde hubo una piedra sagrada, ahora hay una imagen de la Virgen o una cruz. En los alrededores de Muxía, por ejemplo, se halla el santuario de la Virxe da Barca, erigido en recuerdo de una aparición al apóstol Santiago. En el lugar los celtas, o quizá sus primitivos antecesores, rendían culto a unas rocas: la piedra plana y oscilante de Abalar, a la que el imaginario católico atribuye una similitud con la vela del navío en el que viajaba la Virgen aparecida, y las piedras de Cadrís y del Timón, de las que se dice que curan el reuma y el mal de riñones. Sincretismos de una Galicia mágica que todavía pervive, pese al vendaval de Internet, la telefonía móvil y la televisión; pese a las capas de esmalte de la educación general básica y los ecos de la efímera instrucción republicana.

Es una religiosidad de intercambio: un comercio entre el hombre y el lugar. Los vascos no pueden vivir sin la cuadrilla, el grupo los envuelve y los conduce; los gallegos, dispersos e individuales, pueden pasar toda la vida soñando con un paraje. Pueden luchar ferozmente por el acceso a un camino, como ocurre en Cara de plata, la primera comedia bárbara de Valle-Inclán. Las rutas sendas, carreteras, autopistas, líneas de barco y ferrocarril siempre han fascinado a los gallegos.

Galicia sincrética y laxa. País de madres solteras respetadas y viudas prematuras, de barraganas y sacristanes de cera rancia y mano larga, no parece que su voto vaya a ser muy influido por la multitudinaria manifestación católica de la que hoy deberemos tomar nota en Madrid.

A la espera de las elecciones, estas postales galaicas concluyen con la sabrosa historia del emigrante que deja a su mujer sola, demasiado sola. A los pocos meses, recibe la carta de un vecino poniéndole al corriente de que el párroco del pueblo visita su casa cada vez más a menudo. Coge lápiz y papel y escribe al cura. Una sola línea: «Don Manuel, don Manuel, don Manuel...». Al cabo de unas semanas, recibe la respuesta del párroco: «Ya te entiendo, ya te entiendo, ya te entiendo».

 

 

BREVE COMENTARIO ADICIONAL

SOBRE EL PUNTO DE VISTA «NACIONAL»

 

Estas tres crónicas pertenecen a una serie de pequeños retratos de Galicia publicados en La Vanguardia durante la última campaña electoral autonómica. Fueron escritas en busca de un doble placer: el de la escritura y el viaje; el viaje por España. El periodismo español viaja poco por España. Las ediciones regionales de los grandes diarios prácticamente han acabado con el viaje por España. Los periódicos diarios tienden hoy a ser muy generales (las grandes historias del mundo), o terriblemente locales: tremendamente implicados en las dialécticas locales de poder —dialécticas que también son «locales» en Madrid y Barcelona, pese a su grosor y trascendencia—. De hecho, podría decirse que casi no existe un relato «nacional-español» que conciba España como un sujeto global y a la vez externo al propio relato. La gran trampa —o el gran acierto, según cómo se mire— del periodismo madrileño es haber logrado legitimar su punto de vista como el verdadero enfoque «nacional». Siguiendo esa lógica, los textos que preceden no han sido publicados en un diario dicho «nacional», razón por la cual no corresponden a una visión «nacional». Como tampoco han sido publicados en un diario nacionalista (catalán) ni obedecen a una visión estrictamente nacionalista de la dialéctica entre Galicia y el resto de España, solo nos cabe concluir que han sido pensados y redactados por un periodista anacional. Por un pingüino.