CAPÍTULO 40
SOBRE las hadas de hielo y otros seres sorprendentes.
Henrietta no estaba pensando en términos de rutinas. Ciclos. Días del mes. Pero una mañana se encontró acostada en la cama, pensando en el consejo marital de Millicent y lo triste que era, de verdad, que su madrastra hubiera encontrado la experiencia tan desagradable, y que Millicent pensara en los problemas antes que en los placeres.
Pensar en problemas le ponía rígido todo el cuerpo. No había tenido la regla. Conteniendo la respiración, empezó a contar hacia atrás. Se habían casado hacía casi cuatro semanas. Eso quería decir que habían pasado casi seis semanas desde su último periodo. Tenía un retraso.
Se recostó, con los brazos y las piernas estiradas, y trató de recuperar el aliento. ¿Cómo podía haber pasado? Había seguido las instrucciones de Esme con respecto al preservativo. Contaba y volvía a contar los días, como si eso pudiera hacer una diferencia. Apareció su criada con algo de ropa. Y ella la despidió. ¿Para qué vestirse cuando has recibido una sentencia de muerte?
Era una de las peores mañanas en la vida de Henrietta. Darby se iba a reunir con su gestor. Las niñas jugaban arriba con una nueva niñera.
Nunca se había sentido tan sola en la vida. Pasó la mañana mirando el dosel de encaje sobre la cama. No había llorado. Sólo trataba de respirar.
Finalmente, se levantó y se quitó el camisón y miró su cuerpo en el espejo. No veía ninguna diferencia. No había señas de hinchazón en su barriga. Sus ojos le devolvieron la mirada rodeados de ojeras. Hasta donde sabía, la barriga le podía explotar en cualquier momento. Había mujeres en la aldea que parecían ser capaces de ocultar el embarazo hasta meses después, pero a alguien tan pequeño como ella se le notaría desde el principio.
Abrió las manos sobre la barriga y pensó cosas peligrosas. Dentro de ella, un retoño había empezado a crecer. Un bebé. Un niño propio. Tal vez una pequeña niña con la belleza de Darby. Su cuerpo tembló de anhelo con sólo pensarlo. Si sólo...
Pero en el momento en que se enterara su marido, le preguntaría por la botella que le había dado la noche de bodas. Y Darby estaría en lo cierto, pensó, al tratar de persuadirla. Todos pensaban que era un milagro que ella hubiera sobrevivido. ¿Daría su vida, sólo para perder la vida del bebé en el proceso? ¿Habría algo bueno en ello?
Nada bueno, le decía su corazón. Nada bueno. Nada bueno. Nada bueno.
La sangre latía por su cuerpo, diciéndole con cada latido que no tenía otra opción. Podía oír un rugido en los oídos. Si Henrietta hubiera sido capaz, se hubiera desmayado. Pero en cambio su corazón seguía latiendo, y su cabeza seguía pensando.
Esa noche ella pidió intimidad, fingiendo que se había resfriado. Darby durmió en la otra habitación. Le preguntó qué había pasado de manera tan dulce que casi se lo cuenta; pero contárselo significaría el fin. No podía hacerlo, todavía no. No tomaría la botella, abandonando así a su bebé. Todavía no.
Más o menos una hora después de que él se retirara a la otra habitación, ella se dio cuenta de que cuando la vida de uno se cuenta en meses, pasar una noche sola era una idiotez. Se deslizó en la cama a su lado en éxtasis por la familiaridad de tener sus duras piernas sobre las de ella, por la forma adormilada en que la acogió en sus brazos. Por la manera en que se acostaban juntos, en la que ella se acurrucaba dentro del círculo de sus brazos y se quedaba allí como una nuez en el cascarón.
Tuvo sueños incómodos. Primero, pensó que todavía seguía en un sueño. Él la estaba tocando con suavidad y sus grandes manos le rozaban la espalda. Medio dormida, pensó en protestar, pero había algo sobre su esposo que le permitía libertinajes. Su madrastra no lo aprobaría. Pero entonces la consciencia de lo que estaba haciendo la despertó. ¿No había intimidad en la vida de casados?
—¡Simón Darby! —Dijo y se sentó en la cama. —¿Qué piensas que estás haciendo?
Le sonrió.
—Me hice cargo de ese preservativo, mi amor. Y ahora que tenemos eso fuera del camino... —La levantó y la llevó hasta la ventana con vista al jardín.
Entonces ella protestó. La habitación no estaba fría, pues había una gran chimenea con fuego que todavía estaba vivo, pero era invierno y ella estaba desnuda, gracias a que alguien le había quitado el camisón cuando estaba dormida.
Pero él no le puso atención, sólo la llevó hasta el asiento de la ventana y dijo:
—Mira, Henrietta.
La parte de atrás de la casa se había convertido en un paisaje de hadas. El jardín era usualmente un delicado bosque de árboles y rosales. Pero ahora el hielo brillaba en cada rama, incluso las más pequeñas. La luz de la luna se reflejaba y bailaba de un punto plateado a otro. Hasta la ventana estaba decorada con helechos y flores congeladas.
—Las hadas del hielo han estado aquí —dijo Henrietta, tocando una flor con un dedo. —Ay, Simón, qué hermoso.
—Mmmm —dijo, besando el hueso delicado de su hombro.
—Me dan ganas de llorar —murmuró. El jardín parecía de fantasía, como un pastel de bodas decorado para gigantes.
Su cuerpo tibio se acercaba detrás de ella. Ya conocía esa fuerza y se recostó sobre ella, la recibió como un glotón le da la bienvenida a un festín.
—Llorar me parece una reacción innecesaria a una noche fresca —dijo. Tema la voz atravesada de deseo, y sus manos estaban sobre los senos de ella, convencido de que su cabeza se recostaba en su hombro, y un gemido se le escapó en la silenciosa noche.
Frotó los dedos en la ventana helada y luego le tocó el pezón. Ella jadeó. Se sentía muy bien. Frotó la ventana otra vez y le puso hielo en la barriga hasta en sus delgados pliegues, que ardían por él, resistiéndose a sus dedos.
Donde sus dedos habían derretido la escarcha, la ventana se había vuelto tan negra como una cueva, reflejando sólo la larga línea de su costado en la habitación. Se arrodilló en el asiento de la ventana, tratando de no despertar a toda la casa mientras los dedos helados de él se deslizaban por todas partes. Presionó los labios contra el vidrio y luego la besó en el cuello, riendo mientras se retorcía.
Más tarde, no oyó más risa, sólo el aliento de él en su pecho, cuando algo tibio reemplazó los dedos fríos. Su fuerte cuerpo se arqueaba detrás del de ella. En un punto incluso había puesto la mejilla contra el vidrio helado pero no le había importado porque ella estaba ardiendo, su cuerpo consumido con sentirlo a él, con los cientos de puntos de fuego líquido que volaban por su cuerpo cuando la tocaba.
La llevó de vuelta al tibio nido de su cama, después. Mientras se enroscó en su cuerpo, sintió que le levantaba la barriga nuevamente. Alargó la mano para tocarlo, para llevar esa fuerza y ese calor hacia ella.
La estaba besando, tomando su cara entre las manos, y besando sus ojos y su boca y sus mejillas.
—Te amo —dijo jadeando, entre besos. —Te amo, Simón. —Su boca tomó la de ella y le ahogó la voz, pero su corazón cantaba con la verdad.
Soñó que había tenido un hijo, un niño. Tenía rizos como los de ella, y la risa alegre de Anabel. Estaba tomando té con el vicario, y señoritas del círculo de costureras vagaban por la habitación llevando flores para un funeral. Finalmente, el vicario se fue y ella fue a recoger al bebé en la guardería, pero la niñera no lo había visto. Y Henrietta no podía recordar haberlo dejado allá en la mañana. Empezó a correr, buscando en pilas de ropa, tratando de encontrarlo desesperadamente, pero era muy pequeño. No podía encontrarlo. El corazón le golpeaba las costillas. Estaba muy asustada para llorar, no le quedaba aliento para gritar.
Se despertó. La falta de aire le agarró las costillas.
Pasó la mañana mirando al dosel de encaje de su cama. Escuchó un sonido de rasguños en su puerta, y se sentó, esperando a la nueva criada, Keyes, para un baño caliente. Pero no era Keyes. Era Josie.
—Hola —murmuró la niña en voz alta, y entró en la habitación.
—¡Hola! —dijo Henrietta sonriendo.
—La niñera Millie dice que estás enferma. ¿Vas a saltarte el desayuno? —dijo Josie sosteniéndose cerca de la puerta.
Henrietta podía entender la renuencia de Josie a entrar. En apenas un mes que llevaba como madre de Anabel, había visto suficiente vómito por una vida entera.
—Ni de broma —dijo segura, extendiendo la mano. —Sólo tengo un resfriado. Ven y cuéntame qué hiciste ayer.
La sonrisa de Josie calentó las esquinas del corazón de Henrietta.
—He venido a visitarte porque la niñera está limpiando lo que vomitó Anabel después del desayuno. —Se subió a la cama. Henrietta pasó un brazo alrededor de los hombros de
Josie.
—¿Crees que el estómago de Anabel está más fuerte?
—No —dijo Josie, después de considerar el asunto por un momento.
—Bueno, ya se arreglará. No conozco ningún adulto con esos hábitos peculiares.
—Yo no estaría tan segura —dijo Josie con una solemne combinación de comportamiento adulto y una voz infantil que siempre hacía anhelar a Henrietta una sonrisa.
Keyes tocó la puerta y entró, seguida de dos criados con agua caliente.
Josie tiró de la manga de Henrietta.
—¿Puedo quedarme? Por favor, no me mandes de nuevo a la guardería.
—¿Mientras tomo un baño?
Josie la miró y el labio inferior le tembló.
—Soy una señorita. La enfermera Millie nos baña a Anabel y a mí juntas porque ambas somos señoritas.
Pero Henrietta apenas se estaba recuperando de la invasión de su marido en el baño.
—No creo que ésa sea una buena idea, Josie —dijo suavemente. —Las niñas muy pequeñas, como tú y Anabel, pueden bañarse juntas. Pero las mujeres adultas se bañan en privado.
Henrietta terminó bañando a Josie. Había algo tentador en una tina vaporosa de agua caliente, después de todo, y una vez que Keyes había vertido aceite de rosas en el agua, Josie metió un pie y rogó poder sumergirse entera.
Tenía un cuerpecillo enjuto con barriga de niña pequeña. Henrietta intentó lavarla, pero se pasó todo el tiempo salpicando agua fuera de la tina. Le mostró a Henrietta la cicatriz de su rodilla de cuando se cayó por las escaleras de los sirvientes («La niñera Peeves dijo que fue culpa mía porque yo no debía bajar por esas escaleras»). Le dijo tres veces que quería una cachorrita mamá para su cumpleaños. Henrietta trató de explicarle sin éxito la disonancia entre la palabra mamá y cachorra.
En algún punto, la niñera Millie apareció, una vez descubrió dónde se encontraba la joven acompañante que había extraviado. Henrietta se despidió de ella disculpándose. Josie se quedó en la tina hasta que el agua se enfrió y se le formaron arrugas en la piel. Hablaba, y hablaba y hablaba.
Incluso cuando Henrietta sacó a Josie de la tina y la envolvió en un pedazo de toalla, Josie seguía hablando. Le contó a Henrietta sobre la rana que había visto en el pozo, al fondo del jardín el verano pasado, y los patos que nacían allí y decidían vivir en el establo. Le contó a Henrietta toda la cena de Navidad en la que aparentemente su madre le había lanzado un plato al vicario. Le dijo a Henrietta que Anabel parecía un pollo desplumado cuando nació, y que su madre había enviado al bebé a la guardería y no había vuelto por ella hasta que tuviera más pelo. A Josie le encantaba esa historia, Henrietta la odiaba.
No fue hasta que Josie se cansó cuando Henrietta supo exactamente lo que debía hacer. Se bebería la botella azul, porque Josie y Anabel la necesitaban. Porque las amaba. Tenía responsabilidades, pero no podía pensar en un bebé propio, simplemente no podía. No había nada que pudiera hacer por ese bebé.
Morir en el parto no mantendría vivo a su bebé. No lo haría, no lo haría, no lo haría. Tal vez si lo dijera mil veces más, parecería real.
—Es hora de volver a la guardería —le dijo a Josie, cuando terminó de peinarle el pelo.
El labio inferior de Josie tembló.
—No quiero.
—Anabel debe de estar echándote de menos.
—¡No me importa!
Para entonces, Henrietta conocía todas las señales de advertencia. Dentro de treinta segundos, Josie iba a llorar tan fuerte que probablemente la oirían a dos calles de distancia. Y seguía con el mismo discurso: «Soy una pobre...». El llanto que la desgarraba por dentro se saltó la parte de «... huerfanita», pero Henrietta sabía que lo habría dicho.
De repente se agachó, levantó a Josie y la puso sobre la cama. Ya estaba bien.
—Josephine Darby —dijo, con las manos en la cintura—, tranquilízate y escúchame. —Josie nunca prestaba atención a ese tipo de órdenes y esta vez tampoco lo hizo. El llanto se volvió más fuerte.
—Yo soy tu madre.
Josie seguía gritando.
—¡Yo soy tu madre! —gritó Henrietta.
Los ojos de Josie se volvieron tan redondos como las canicas, y se quedó callada.
—¿No te has dado cuenta, Josie? —Exigió Henrietta. —Tienes una madre: soy yo.
Josie parpadeó. Y miró.
Henrietta se arrodilló en frente de Josie y le movió el pelo mojado de la cara.
—Te quiero, Josephine Darby. Y voy a ser tu madre, lo quieras o no.
La carita de Josie estaba conmocionada. Henrietta le tomó la mano y empezó a caminar hacia la puerta.
—Soy tu madre y Simón va a ser tu padre. No tienes que decirme mamá, pero así es como pienso sobre mí misma.
Josie todavía no decía nada, y Henrietta siguió caminando hasta la guardería.
Cuando llegó al tercer piso, Henrietta olió a queso tostado y Josie de pronto se giró y corrió hacia la guardería.
—¡Anabel! —gritó. —¡Estuve abajo y me dieron un baño! —Corrió alrededor de la guardería varias veces como si la conversación no hubiera sucedido.
Henrietta se detuvo en la puerta. ¿Qué esperaba? ¿Que de pronto Josie empezara a decirle mamá y se arreglara todo?
—Espero no habérmela llevado mucho tiempo, Millie —le dijo a la niñera. —Qué rato tan encantador.
—En absoluto —contestó Millie. —La señorita Josephine siempre está tratando de escapar y buscarla. Era razonable que tuviera éxito una vez.
—¿De verdad?
—Sí —dijo la niñera con indulgencia. —Corre en círculos alrededor de mí, me aburre hasta morir. «¡Quiero ir a ver a mamá! ¡Quiero ir a ver a mamá!». Por Dios, oímos eso todo el tiempo. —Consiguió atrapar el lazo del vestido de Josie mientras corría. —Ahora, siéntate, jovencita, y muéstrale a tu mamá que te estoy enseñando buenos modales.
La sonrisa que se desenroscaba en el corazón de Henrietta era tan grande, que no le cabía en el cuerpo.
—Debo ir a tomar un baño, niñas —dijo. —Sed buenas con Millie.
Josie la miró desde donde estaba haciendo una buena imitación de una jovencita con modales, sentada en un banco delante de una mesa.
—¿Vendrás a darnos el beso de las buenas noches?
Henrietta sonrió.
—Siempre lo hago.
—¿Y nos contarás un cuento?
—Por supuesto.
Volvió a su habitación y llamó para otro baño. Enjabonarse los brazos y las piernas tenía otra sensación, ahora que Simón era su marido. Él había besado ese codo, y adoraba sus hombros. No podía restregarse con una esponja los senos sin pensar en él.
Henrietta siempre se había enorgullecido de sus facultades lógicas. Podía ver el fondo de un problema. ¿Pero cuál era el fondo de este problema? Había un defecto en el preservativo, eso era claro. ¿Ella y Darby nunca más harían el amor? ¿Debía beberse la botella sin decírselo? Eso parecía ser deshonesto, sin mencionar inútil. Si el preservativo no funcionaba, se enfrentaría al mismo problema el mes siguiente. Y no podría volver a hacerlo sin enloquecer.
O Darby podría conseguirse una amante. Volverían al plan que acordaron en un principio, en el que ella actuaría como una niñera glorificada y él tendría una amante. O varias. Sólo de pensar en Darby en brazos de otras mujeres se le revolvía el estómago.
Pero Darby no aguantaría una vida de celibato. Él no era un hombre para vivir sin una mujer. Aprendería a odiarme, pensó. Un rayo de angustia le tocó el corazón.
Tenía que disponer de una amante. Debía. Porque si tenía una amante, al menos ella podría verlo, vivir en la misma casa con él. Y esas migajas serían suficientes, la mantendrían viva. Si la odiaba...
Preferiría morir, pensó Henrietta, y pensarlo hizo que el aire de la habitación desapareciera.
Era bueno que hubiera descubierto que el preservativo era defectuoso, ya que iba a ser presentada a la alta sociedad. La estación no estaba en todo su furor, pero Darby le había explicado que Londres ya estaba lleno de gente importante, y que casi todos asistirían al baile ofrecido por la duquesa de Savington esa misma noche.
Pero ahora Darby intentaría que ella se quedara en casa. Seguramente una esposa se entrometería en la búsqueda de una amante. Dada la manera cómo iba a buscarla noche tras noche, hasta (se ruborizó sólo de pensarlo) dos veces por noche, su madrastra estaba en lo cierto. Él tendría que disponer de dos amantes.
Se atormentó por un momento al imaginar un par de manos femeninas jugando sobre el suave pecho de Darby, tocando... Alejó la cabeza de esos pensamientos.