CAPÍTULO 10
HENRIETTA en casa, después de haber dejado la reunión de Esme.
Era algo inusual para Henrietta sentirse inquieta una vez que se había retirado a su habitación. Habitualmente, apartaba su trenza por encima del hombro, rezaba y se iba a dormir en paz. Bueno, siempre había noches en las que la cadera le dolía. Y otras, muy ocasionales, en las que la idea de no ser madre y no tener esposo parecía un peso que no podía resistir y lloraba sobre la almohada.
Pero tenía amigos, y se sentía valorada y le gustaba su vida durante la mayor parte del tiempo. Con los años, Henrietta se había apoderado en silencio de las tareas de su madrastra, para su mutua satisfacción. Pasaba los días visitando a los enfermos y haciendo que ciertas familias recién llegadas estuvieran acomodadas adecuadamente, quedaba con el vicario cuando lo necesitaba y planeaba las celebraciones varias que marcaban al pueblo a lo largo del año.
Era verdaderamente feliz, excepto por los momentos en los que una persona insensata la tomaba con ella porque Henrietta hubiera hablado con más franqueza de la que debía. No le molestaba demasiado no haber participado en una sola temporada. ¿Por qué motivo iba a hacerlo?
Pero, al parecer, esa noche, no conseguía tranquilizarse. Divagó por su habitación levantando algunos libros de poesía y volviendo a dejarlos en su sitio.
Había visto grabados de estatuas griegas en El Diario de las mujeres, y él se parecía a un dios sólo en el perfil. De frente, era demasiado inteligente. Sus mejillas eran netamente inglesas, al igual que sus ojos.
Era una pena que hubiera tenido que contarle lo de su cadera, aunque, si él hubiera seguido prestándole tanta atención, alguien se lo habría acabado contando de todas formas. Ella sabía que él había sospechado de su interés en ayudarlo a encontrar una niñera y él hubiera podido descubrir muy fácilmente que ella era una heredera. Qué cómodo era todo para él: una heredera y una madre, todo en el mismo paquete. Por supuesto, ella había tenido sus razones para desengañarlo. No quería que nadie anduviera cotilleando.
Sus intenciones eran claras. Ella no podía dejar de deleitarse con el delicioso recuerdo de cómo él se dio la vuelta y caminó directamente a su mesa. Y la manera en la que regresó escoltado por Lucy. La manera en la que le trajo un plato de faisán. La manera en la que le sostuvo la mano...
Ella había observado el modo en que hombres y mujeres coqueteaban durante años. Pero nunca se había percatado de lo placentero que era encontrarse con la mirada de un hombre al otro lado de la habitación y saber que éste te desea. Especialmente cuando este hombre es el primer caballero londinense en aparecer en Wiltshire desde hace más de un año, desde que lord Fastlebinder se quedó durante un mes y sedujo a la criada de la señora Pidcock. A su parecer, Fastlebinder estaba demasiado gordo y era poco atractivo. Pero Darby conseguía que palidecieran todos los hombres locales.
La propia señora Pidcock se había apresurado a acercársele y preguntarle con un susurro penetrante:
—¿De qué te estaba hablando el señor Darby, lady Henrietta? No me gustaría que te hicieras ilusiones por un cazafortunas de Londres. Porque él lo es.
Lo cual era una manera oblicua de recordarle a Henrietta que Darby no sabía nada acerca de su imposibilidad de tener hijos o de otra manera no perdería el tiempo coqueteando con ella.
Henrietta la había golpeado suavemente en el brazo y le había dicho, con estricta confianza, que ella prefería que el señor Darby estuviera detrás de Lucy Aiken.
Pero la misma Henrietta no podía parar de sonreír frente al hecho de que Darby la hubiera considerado como una esposa en potencia. De otra manera, ¿para qué tantos cumplidos? ¿Por qué pasó tiempo en su mesa? ¿Para qué hablar de su cabello y su simetría y sostenerle la mano? ¿Para qué mirarla con esa suave y fácil sonrisa si él estuviera pensando...?
Por un momento sintió la misma desesperación que solía atacarla cuando era joven, el anhelo de ser una persona normal. De ser una chica como cualquier otra, libre de casarse y de tener hijos sin necesidad de poner su vida en riesgo.
Pero sabía apartar de su mente los pensamientos de esa naturaleza, y lo hizo en ese instante. Ese no era el hecho. El hecho era que había conocido a un hombre realmente atractivo que no sabía nada acerca de su enfermedad y que había contemplado la posibilidad de cortejarla. Como había pasado toda su vida en Limpley Stoke, donde todos sabían que no podía casarse, para ella todo esto era una nueva experiencia. «Y vivir nuevas experiencias», se dijo Henrietta, «siempre es bueno».
Se acercó un momento a la ventana, pero los cuidados prados de la casa Holkham quedaban ocultos bajo la oscuridad de la noche. Si Darby realmente quisiera cortejar a alguien, qué suerte tendría esa mujer. Tenía ojos hermosos. Incluso le pareció que quisieran decirle algo, salvo porque ella no creía en esas tonterías. Si él realmente estuviera tratando de cortejarla...
Durante años, muchas de sus amigas habían recibido cartas de amor, habitualmente previas a una proposición formal de matrimonio. Una carta de Mr. Darby sería mucho más suave y sofisticada que las misivas de un caballero de Wiltshire. Él escribiría una carta dulce y llena de deseo y...
No. Él era demasiado hermoso, y claramente estaba acostumbrado a mujeres que se desvivían por un poco de atención. Él escribiría una carta de amor arrogante, agresiva y expectante.
Sin embargo, él no la había mirado de esa manera: como si esperara que fuera su esposa. La había mirado como si él pensara que había algo delicioso en ella, en sus labios o su nariz o..., mejor ni pensarlo. Era un tipo de mirada que le hacía sentir a una mujer una especie de sofoco.
Y ésa era una clase de sentimiento que ella, lady Henrietta Maclellan, no había sentido jamás. Nunca.
Dejando los sentimientos a un lado, Darby le escribiría una carta que haría que una mujer se sintiera deseada. Hermosa, aunque fuera coja. Deseable, aunque no pudiera tener hijos. Apetecida. Él tenía esa tonta y calculadora sonrisa que le decía a una mujer que era hermosa. Incluso pensar en ello hizo que Henrietta sintiera un pequeño temblor por la espalda.
Se dirigió a su escritorio y se sentó. Casi podía leer la carta en su mente.
«Mi queridísima Henrietta», escribió, y luego se detuvo, mordisqueando el final de la pluma por un momento. Por lo que había visto, citar poesía en las cartas de amor era algo de rigueur.
«¿Deberé compararte con un día de verano?» No es que Shakespeare fuera su poeta favorito. Henrietta tenía una pasión secreta por John Donne. Más aún, Darby era demasiado vanidoso para adoptar la típica actitud autocrítica shakespeariana. Nunca asumiría en su querido pensamiento que él era viejo o no muy hermoso. Hizo una bola con la hoja de papel y la tiró a un lado.
Darby sólo escribiría una carta si estuviera obligado a separarse de la mujer que ama. De otro modo, tan sólo la besaría.
Comenzó de nuevo con otra hoja de papel, pensando en su poema favorito de John Donne. «No me voy, por estar cansado de ti. Ni tampoco con el deseo de que el mundo demuestre un amor mecánico por mí». Con ojos ensoñadores, se detuvo a llenar la pluma de tinta. Era hora de moverse de las palabras de Donne a las suyas. O mejor dicho, a las palabras de Darby:
«Nunca encontraré a alguien a quien adore como a ti. Aunque el destino nos haya separado cruelmente, atesoraré tu recuerdo en mi corazón. Desecharía la luna y las estrellas con tal de pasar una noche a tu lado...».
En ese momento, dudó. La carta tendría tal profundidad si Darby tuviera que abandonarla después de haber pasado la noche junto a ella. Cuando Cecily Waite huyó junto a Toby Dittlesby y su padre no los encontró sino hasta la mañana siguiente fue una tragedia.
Agregó una palabra para que la frase quedara así: «Desecharía la luna y las estrellas con tal de pasar una noche más a tu lado. Nunca más suspiraré...». ¿Moriré? Estas cartas eran más difíciles de escribir de lo que ella se hubiera imaginado. Les envió una disculpa silenciosa a los caballeros cuyos esfuerzos literarios ella había ridiculizado en el pasado.
«Nunca conoceré a otra mujer con el cabello tan iluminado por las estrellas como el tuyo, mi querida Henrietta. La belleza peligrosa de esos cabellos permanecerá en mi corazón por siempre».
Se quedó mirándose la cabeza frente al espejo por un momento. Su cabello era, por supuesto, su mejor rasgo. Excepto por su pecho, posiblemente. Por supuesto, ella no había usado nunca vestidos tan ceñidos como los de Selina Davenport, pero en secreto pensaba que sus senos eran igual de abundantes, sobre todo si los metía en un sujetador como los que usaba Selina.
Introdujo la pluma en la tinta una vez más. Si fuera a escribirse a sí misma más cartas, tendría que conseguir tinta verde. La tinta de colores era muy elegante.
Era hora de terminar la carta.
«No había conocido el amor antes de conocerte; nunca había visto la belleza antes de verte; nunca había probado la felicidad hasta que probé tus labios».
En otras circunstancias, le habría encantado participar en una temporada y haber recibido cartas de amor. «Y escribirlas también», pensó con un toque de picardía. Responder a la misiva de un caballero era considerado imperdonablemente precipitado, pero si estabas comprometida para casarte, podrías intercambiar un par de cartas sin problema.
«Sin ti, no hay razón para seguir». Tal vez eso era un poco abrumador. Pero bueno, tan sólo era una simulación.
«Sin ti, nunca me casaré. Como no puedes casarte conmigo, querida Henrietta, nunca me casaré. Los hijos no significan nada para mí; son superfluos. Todo lo que quiero eres tú.
Para esta vida y más allá».
Las lágrimas brotaron de los ojos de Henrietta. Todo era muy triste. Imagínense a Darby regresando solo a Londres y viviendo en esa soledad durante el resto de su vida, sin casarse jamás, por amor a ella. Tembló cuando una brisa de la ventana la besó en el cuello.
Luego, el sentido común vino a su rescate y una sonrisa tonta se le escapó de los labios. Una imagen del frío y reservado Darby le cruzó la mente. ¡El champaña debió de habérsele subido a la cabeza! Ese hombre caería muerto si supiera de esta carta.
Le estaría bien empleado. Uno podía decir, con tan sólo mirarlo, que Mr. Darby el londinense nunca se enamoraría. Era demasiado egoísta para amar a una mujer de la manera en la que ella quería que la amaran: con devoción.
Henrietta tenía la certeza de que un día conocería a un hombre al que no le importaran los hijos. Que la amaría tanto que eso lo tuviera sin cuidado. No un cazafortunas como Darby. Un hombre que la amara por lo que era, tanto que el asunto de los hijos no le importara.
Las manos se le paralizaron mientras doblaba la carta que ella misma se había escrito. Era una pena lo de Darby. Él era perfecto para ella, pues ya tenía los hijos que ella tanto quería. Pero él nunca la amaría de la manera en la que ella se lo merecía. Su boca se abrió literalmente de par en par cuando ella le dijo que no podía tener hijos. Había sido un placer, en cierta manera, haber turbado el carácter de un elegante londinense.
Probablemente él se casaría con Lucy Aiken, o cualquier otra heredera, puesto que al parecer Lucy no le había llamado tanto la atención. Lucy hubiera sido bastante bondadosa con Josie y Anabel, aunque seguramente ella hubiera preferido dejarlas en el pueblo a cargo de una enfermera y una tutora.
Los ojos de Henrietta se iluminaron al recordar la dulce manera en la que Anabel la había llamado «Mamá» cuando la tenía en brazos. Tal vez la nueva niñera de Anabel la obligaría a dejarse puesto el vestido mojado causándole una gripe y provocando así la muerte de la niña. Se estremeció sólo pensarlo.
Eso era absurdo. Naturalmente, Darby no volvería a contratar a una enfermera partidaria de dejar a Anabel con la ropa húmeda puesta. Aunque ella no parecía ser mejor que el resto... ¡Le había vertido agua por la cabeza a la pequeña Josie! Incluso el hecho de pensar en su falta de control la hizo sentirse enferma. Después de todo el tiempo que había pasado leyendo libros sobre educación y todo el tiempo que había pasado en la escuela del pueblo...
Lo que sí podía hacer era ayudar a Mr. Darby a seleccionar una nueva niñera al día siguiente. Él no estaba hecho para esas tareas.
Cualquiera podía darse cuenta de que no sabía nada sobre niños. Y ahora que ya se había enterado de lo de su cadera, no juzgaría su oferta como atrevida.
Así que escribió:
Querido Sr. Darby:
Le escribo para renovar mi oferta de ayudarlo a contratar a una niñera apropiada para Anabel y Josie. Estaré más que feliz de acompañarlo a entrevistar a varias de ellas. Si no desea aceptar mi ayuda, lo entenderé, por supuesto.
Sinceramente, Lady Henrietta Maclellan
Henrietta dobló la carta y la puso en el lugar en el que un sirviente la tomaría para llevarla a su destino a la mañana siguiente. No pudo evitar sonreír al pensar lo diferentes que eran esas dos cartas que había escrito. Probablemente debería deshacerse de la carta de amor. Excepto que era la única carta por el estilo que jamás recibiría. La dejó sobre el tocador. Se la podría enseñar a Imogen, y podrían reírse juntas de ella.