CAPÍTULO 12
A la mañana siguiente, las lágrimas
Y los secretos son los mejores amigos
El salón donde pasaba las mañanas lady Rawlings era completamente encantador, y los ocupantes debían de sentirse, si no felices, sí al menos alegres. Henrietta se detuvo por un momento a saborear la manera en la que el sol bailaba a través de las cortinas rosas de chifón, enviando pequeños rayos de luz color rosa al suelo.
Eso fue antes de que viera a lady Rawlings. La elegante autoridad de la alta sociedad tenía la complexión pálida y sombras bajo los ojos, a ninguna de las cuales acompañaba un papel satén amarillo limón.
—He escogido un mal momento para visitarla —dijo Henrietta. —Le había ofrecido mi ayuda a Mr. Darby para escoger una niñera, pero fácilmente podré...
—¡No te preocupes! —dijo la anfitriona intentando sonreír sin conseguirlo. —Por favor, siéntate, lady Henrietta. Estoy segura de que Simón bajará inmediatamente. ¿Quieres un té?
Henrietta se sentó al lado de la anfitriona, observándola mientras una lágrima rodaba por la hermosa nariz de lady Rawlings.
—Cuando la señora Raddle estaba embarazada —dijo ella, queriendo iniciar una conversación—, su esposo juró que nunca le permitiría tener otro hijo. Ella le gritaba todo el tiempo, como si fuera una verdulera.
—¿En serio? —Lady Rawlings le alcanzó una taza de té, secándose la lágrima fugitiva con un pañuelo húmedo.
—Sí, yo misma lo escuché —dijo Henrietta. —Pobre señor Raddle, era un poquito voluminoso; su primera esposa lo llamaba glotón cara de jamón, y luego lo acusó de tener unas nalgas de puerco. Eso fue hace seis años, pero nunca he podido olvidarme de aquel mote: «nalgas de cerdo».
Dejó a un lado la taza de té. Las lágrimas brotaban cada vez más rápido de los ojos de lady Rawlings.
—Oh, querida —sonrió tristemente la anfitriona. —Me temo que si la señora Raddle era una verdulera, yo debo de ser un paño húmedo. Si te soy sincera, me paso casi todo el tiempo llorando. Mi niñera dice que le haré daño al bebé.
Henrietta rebuscó en los bolsillos y encontró un pañuelo limpio, que usó para limpiarle las lágrimas a lady Rawlings. Luego, le dijo:
—No tengo la menor idea de lo que es llorar en una condición delicada, pero creo que es poco posible que eso le haga daño al bebé. Lo que sí creo es que llorar no es la mejor opción para la mañana.
—¿Por..., por qué no? ¿Qué podría ser una mejor opción? —Estaba claro que lady Rawlings no se encontraba bien.
—Las lágrimas salarán el té. Toma, bébete éste. —Henrietta había descubierto que esa actividad tendía a cohibir la histeria.
Esme Rawlings bebió un poco de té, pero eso no parecía evaporarle las lágrimas.
—Me imagino que echa mucho de menos a su esposo —dijo Henrietta. —Lo siento mucho.
—Por supuesto, añoro... Añoro a mi esposo Miles. Claro que sí.
Había algo extraño en el tono de su voz. Henrietta sabía, al igual que todos, que Miles y Esme Rawlings no habían vivido juntos durante años. Más aún, al haber vivido toda su vida en Limpley Stoke, se había topado varias veces con lord Rawlings acompañado de lady Childe. Todos sabían de esa relación. Pero la noche anterior Darby había dicho que sus tíos se habían reconciliado antes de que lord Rawlings falleciera.
—Dicen que el dolor se desvanece con los años —dijo ella, de un modo extraño.
—Es muy difícil cargar con un bebé en estas circunstancias. Y, ahora que Darby y las niñas están aquí, me siento tan..., tan... —La voz se perdió.
—Tal vez, si piensa en el bebé se sentirá mejor.
—No puedo imaginármelo —dijo lady Rawlings, con un cierto toque de histeria en su voz. —¡No sé cómo será mi bebé!
—Bueno, nadie puede saberlo, ¿no es cierto? Pero eso no importa. Estoy segura de que se sentirá complacida por su apariencia sin importarle lo estética que sea ésta. El hijo de la señora Raddle es tan gordo como un nabo y sin embargo, ella nunca lo ha llamado cara de jamón. Y lo es, se lo aseguro. Ganó un concurso de comer pasteles la primavera pasada, ¡y eso que tan sólo tiene siete años!
Esme Rawlings dijo, en un mismo sollozo:
—No lo entiendes. Yo no..., yo no..., ¡no estoy segura de cómo será mi bebé!
Henrietta parpadeó.
—Pero, lady Rawlings...
—No me llames así, por favor. ¡No me llames con ese nombre!
Esme estaba hundiéndose claramente en un episodio de histeria. Henrietta miró a su alrededor. El carbonato de amonio o las bebidas fuertes eran los remedios indicados para curar este tipo de cosas. Pero ella nunca llevaba encima nada de eso.
Por suerte, lady Rawlings no parecía estar en peligro.
—Mi nombre es Esme —dijo ella con ferocidad, tomando una cucharada de azúcar y poniéndosela al té. —Por favor, llámame Esme. El problema...
En ese momento levantó la delicada taza de té y se la llevó hasta los labios, encontrando los ojos de Henrietta con los suyos.
—El problema es que yo no estoy segura de quién es el padre de este bebé.
Gracias a un gran acto de voluntad, Henrietta se las arregló para no mostrarse alarmada. Levantó su taza de té y tomó un pequeño sorbo.
—Ah, ¿hay..., hay muchos candidatos?
—Pareces mi amiga Gina. La duquesa de Girton. Ése es exactamente el tipo de comentario que ella haría en este momento. Es tan práctica... Gina nunca se encontraría en una situación como ésta... —Esme comenzó a llorar. —Me he portado fatal con ella.
Henrietta intentó pensar en más comentarios prácticos y tonificantes. Pero no pudo, al darse cuenta de que no tenía la menor idea de a qué se refería lady Rawlings.
—Verás, Gina se iba a casar con lord Bonnington, pero no lo hizo —explicó Esme. —Y me temo que él podría ser el padre de este bebé.
Los ojos de Henrietta se agrandaron. Ella había oído, por supuesto, del pérfido marqués y de su travieso intento de engañar a la duquesa de Girton.
—El mismo marqués que intentó obligar a la duquesa a que...
—No, no. Esa historia sólo era una tontería. El entró en mi habitación porque estaba buscando... Porque me estaba buscando. ¡A mí!
—Y se encontró con su esposo —dijo Henrietta. —Eso fue mala suerte.
Había algo tan gentil en su voz que Esme se sintió calmada e, incluso, un poco perdonada.
—Henrietta, ¿te podría llamar Henrietta? —Cuando ella asintió, Esme continuó. —Soy una persona miserable. Pero lo amo, ¡y se trata de algo tan imposible!
Henrietta estaba tratando de entender.
—Amas a lord Bonnington...
—Realmente no soy una mujer perdida, a pesar de mi reputación —interrumpió Esme. —Pasé una noche con Sebastian, sólo una. Lo que ocurre es que fue una noche antes de que Miles y yo nos reconciliáramos debido a nuestra decisión de tener un bebé. Mi esposo dijo que necesitaba hablar primero con lady Childe —miró a Henrietta con los ojos hinchados. —¿Sabes lo que pasó con lady Childe?
Henrietta asintió.
—Debes de pensar que somos un grupo de gente de lo más degenerado. Pero en realidad no es así. Miles y yo nos casamos por error y, diez años después, él encontró la felicidad junto a lady Childe. Sólo que él quería un heredero más que nada y, por consiguiente, le debía informar a ella... —se detuvo.
—Y la noche anterior tú y el marqués, ah...
—Exactamente —dijo Esme, sintiéndose muy mal.
—El marqués se ha ido al continente, ¿no?
Henrietta recordaba vagamente a Imogen contándole excitada toda la sórdida historia del escándalo Bonnington tal y como se había reflejado en las páginas del Daily Recorder de la ciudad.
—Sí. Y yo no sé si el bebé es de él o si es de Miles.
—Entonces no tienes ningún problema —dijo Henrietta, sonriéndole a Esme—, porque este bebé es tuyo y de nadie más.
—Bueno, supongo que eso es cierto, pero...
Henrietta le puso una mano en el brazo.
—Lo digo en serio, lady Rawlings..., Esme. Este bebé es tuyo. Cuando nazca, será una pequeña cosita hinchada a la que nadie excepto tú amará. ¿Alguna vez has visto un recién nacido?
Esme negó con la cabeza.
—Son poco agraciados. Y, por lo que he escuchado, pasas un momento horrible tratándolos de traer al mundo. Y luego, cuando llegan, lo hacen sin un solo pelo, y llenos de manchas. Pero será tu bebé. Si así lo quieres, por supuesto.
Esme se envolvió la barriga con los brazos.
—Oh, claro que así lo quiero. Quiero a este niño. O niña.
—Entonces, no logro comprender el problema. Este bebé va a nacer dentro del amparo del matrimonio.
—Si sólo se tratara de mí, no me sentiría tan horriblemente culpable —dijo Esme. —Pero es que también está Darby.
—Darby es un adulto —dijo Henrietta, sucintamente.
—Sí, pero es que no lo entiendes. Darby era un hombre adinerado hasta hace un año, más o menos. Y luego su padre murió y Darby se convirtió en el guardián de sus dos hermanitas. Aun así, era el heredero de Miles.
—El heredero aparente. Siento muy poca lástima por un hombre perfectamente sano como el señor Darby. Dispone de vía libre para hacer lo que desee y tengo la certeza de que lo acabará haciendo. Tan sólo debe casarse con una heredera. Por suerte para él, tiene la cara y la figura para conseguirlo.
—Pero es tan injusto... —protestó Esme.
—No le veo nada de injusto a eso.
—Pero es que no entiendes...
—No. Daría lo que fuera para ser Mr. Darby, con dos niñas hermosas para criar y cuidar. Él puede casarse con alguien... ¡con cualquiera!
Hubo un momento de silencio.
—Lo siento —dijo Esme. —Sé, por supuesto, que no puedes tener hijos. Pero no dudé en molestarte con mi truculenta historia. Fue imperdonablemente grosero por mi parte.
Henrietta le sonrió pálidamente.
—No hay nada que perdonarte.
—Sí, lo hay. Me he estado quejando por asuntos que son triviales en relación con tus circunstancias.
—Es cierto que me encantaría estar en tu situación.
Una pequeña risa se le escapó a Esme.
—¿Entiendes la clase de escándalo en el que me encuentro? ¿La esposa tan terrible que era para Miles? ¡¿Que prácticamente soy responsable de su muerte?!
—Ésa parece ser una conclusión bastante irracional. De acuerdo con todo lo que he escuchado, el corazón de lord Rawlings se detuvo. Por desgracia, su muerte pudo haber ocurrido en cualquier momento. Tal como parece, él tiene el heredero que tanto quería y tú vas a tener ese bebé. Vas a tener un bebé hermosísimo, casi mágico —dudó, y luego continuó. —¡Qué más da que el bebé no tenga padre!
Esme se acomodó y tomó una de las manos de Henrietta entre las suyas.
—¿Estás completamente segura de que no puedes tener hijos?
—Sí. Pero no quiero que pienses que esto me aflige, porque en realidad lo llevo bien casi todo el tiempo. Sin embargo, si alguien me diera un bebé, no me detendría en nimiedades como las circunstancias de su nacimiento.
—Bueno —dijo Esme, pensativa. —Creo que probablemente eres la mejor persona sobre la tierra a quien pude haberle confiado mi secreto.
—Me temo que una de las consecuencias de mi enfermedad es que uno crece siendo un poco cruel. Me paso mucho tiempo observando a la gente, y ésa es la causa de que mis opiniones sean algo excéntricas. Mi hermana se queja constantemente de que soy peculiar.
—Con toda seguridad la mayoría de las mujeres que conozco me tildarían de monstruo por las cosas que te acabo de confesar —dijo Esme, mirando con curiosidad a Henrietta. —Si te soy sincera, no puedo creer que te haya contado todo esto.
—No se lo diré a nadie. Y te ruego que no pienses más en que Mr. Darby puede quedar desheredado. Es un hombre, después de todo.
—Deberías casarte con él —dijo Esme, de repente. —Él tiene los hijos que tú quieres y tú..., tú eres notablemente hermosa, lo que es de gran importancia para él.
—¿Y por qué querría yo casarme con un hombre que usa cuellos de encaje y está obsesionado con la belleza?
Ahora que Esme ponía atención, se dio cuenta de que la sonrisa de Henrietta era increíblemente hermosa.
—Él no es así en realidad. Sé que tiene reputación de remilgado, y sí, se viste cuidadosamente. Pero Darby es bastante sensible. Por favor, ¡al menos considera la idea de casarte con él!
—Él no me lo ha pedido —recalcó Henrietta. —Y no lo hará. Los hombres quieren tener hijos propios. Y yo no me casaré.
—¡¡Pero Darby no! Darby aborrece a los niños. Debiste de haberle oído hablando del tema antes de quedar encargado de sus hermanas. ¿Te lo imaginas interesado en una de esas criaturas calvas y llenas de manchas, como tú dijiste?
—Es difícil de imaginar —dijo Henrietta con una sonrisa.
Esme volvió la cabeza rápidamente.
—¡Por aquí viene! Darby, ¿nos cuentas lo que piensas sobre los niños?
A la luz de la mañana Darby parecía mucho más elegante que la noche anterior, si algo así era posible. Llevaba un chaleco bordado en su parte delantera y unos puños blandos de encaje le adornaban las muñecas.
Él se detuvo e hizo una reverencia. Hasta el más pequeño de sus gestos tenía una elegancia estudiada.
—Si les informara de que ésta es mi segunda muda de ropa en lo que va del día, debido a la infortunada propensión de Anabel por vomitar su desayuno en todas las direcciones, ¿sería ésta una respuesta suficiente a su pregunta? Buenos días, lady Henrietta.
Le hizo otra reverencia a Esme, y Henrietta advirtió que Darby había notado su cara llena de lágrimas.
—Tal vez si Anabel fuera tu hija, no te sentirías igual —sugirió Esme.
Darby se encogió de hombros.
—Me temo que no. No me interesan ni la responsabilidad ni esas tareas pesadas y aburridas que asocio al cuidado de los niños. —Se le veía realmente convencido de esto.
Henrietta no pudo evitar sonreír.
—Los niños no deberían dar tanto trabajo. La mayoría de los padres apenas se ocupan de sus crías y no tienen problemas con su educación.
—No —dijo él, con firmeza—, me siento feliz al poder decir, con toda sinceridad, que no tengo interés alguno en reproducirme.
Si no tuviera la barbilla tan definida, Henrietta hubiera pensado que él no era más que un frívolo. Pero en ese momento advirtió la fuerza contenida de sus piernas. ¡Los pantalones no les quedaban tan bien a los caballeros de Wiltshire!
Esme comenzó a ponerse en pie, y Darby inmediatamente se levantó para ayudarla.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Esme parecía un poco avergonzada.
—Me temo que le he estado contando mi tediosa historia a Henrietta. Lo mismo que hice contigo anoche. Os lo advertí —le sonrió a Darby. —Estos días no soy más que un paño húmedo.
Él tenía una sonrisa dulce, según Henrietta.
Esme no paraba de manosear su chal.
—Creo que me iré a mi habitación por un momento. No, por favor, no te molestes en acompañarme. Regresaré inmediatamente porque las niñeras llegarán en pocos minutos, ¿no es cierto? Y no sólo eso, la agencia de empleos prometió enviar también al menos un candidato para ser el jardinero. Por favor, excusadme. Os dejaré solos durante unos minutos.
Luego se agachó y le susurró a Henrietta en el oído:
—¿Ves? ¡No quiere hijos!
Y se fue.
—¿Quiere un poco de té, señor? Aunque me temo que está frío.
Darby se sentó en el lado opuesto a Henrietta y le miró el vestido.
—No gracias. ¿El vestido que tiene puesto está hecho aquí en el pueblo?
—Sí, así es —dijo ella. —¿Fue el suyo fabricado en Londres?
—Por parisinos exiliados.
—En ese caso, no me molestaré en darle la dirección de la señora Pinnock. Me imagino que encontrará su francés poco adecuado.
El sonrió.
—Ni su dirección ni la de su costurero. Le estoy muy agradecido, lady Henrietta, por ayudarme en este proyecto. Me siento poco preparado para escoger una niñera.
El mayordomo de lady Rawlings, Slope, entró en la habitación y anunció:
—Las niñeras están aquí, Mr. Darby. ¿Las hago pasar de una en una?
Darby miró a Henrietta.
—Es mejor que atenderlas a todas juntas, ¿no cree?
—Por supuesto.
Slope hizo una reverencia y regresó con una mujer bajita y fornida con una nariz prominente y un pecho que parecía una cornisa. Iba vestida de riguroso negro. El saludo encantador de Darby pareció incomodarla; hizo una valoración severa de sus mangas de encaje, olió los alrededores ruidosamente y saludó a lady Henrietta.
Henrietta sabía con tan sólo verla que la señora Bramble no era la persona adecuada. Por esto, sólo puso atención en sus palabras cuando se dio cuenta de que la niñera decía:
—Entonces, verá, señora, creo que la vida de un niño se debe organizar y regir bajo los mejores principios cristianos. De hecho, como miembro de una de las mejores familias metodistas de Upper Glimpton, le puedo asegurar, señora, que...
Henrietta palideció al darse cuenta de que la señora Bramble la había tomado por la esposa de Mr. Darby. Debió de haber asumido que «lady Henrietta» era la «señora Darby», que habría conservado el título de su familia después de su matrimonio. Por supuesto que había asumido eso. Ninguna mujer joven v soltera estaría sola en la misma habitación con el señor Darby sin vigilancia.
Darby la miró rápidamente. Sus ojos estaban repletos de diversión.
—Ah —dijo—, usted parece ser la clase de persona que yo había estado buscando para mis hijos, señora Bramble. Verá, nuestra niñera anterior tenía tendencias papistas.
La señora Bramble contuvo el aliento.
—Sí, de hecho —dijo él, enfatizando—, temía por las almas de mis niñas.
Henrietta intervino.
—Señora Bramble, a una de las niñas, Josie, se le está haciendo difícil el luto por la muerte de su madre. ¿Ha tenido experiencia con este tipo de casos en el pasado?
—De hecho, sí. De hecho, sí. Estoy llorando la muerte de mi propia madre, como pueden ver por mi vestido.
La cara se le suavizó, y por primera vez Henrietta pensó que tal vez la señora Bramble no fuera tan rígida como parecía.
—Sé perfectamente la angustia que puede suponer la muerte de un padre —dijo, sonriendo con cierta melancolía. —Creo que puedo decir, sin reservas, que le sería de gran ayuda a la pequeña. Podríamos compartir nuestra tristeza.
—Lamento su pérdida —dijo Henrietta. —¿Cuándo murió su madre?
—Se cumplirán cinco años y una quincena el próximo jueves. —La señora Bramble se apartó un poco la falda y dijo, dándolo por sentado. —Puedo mudarme el sábado, señora, y estaré muy contenta de cuidar a una pobre y triste criatura. Encontraremos resguardo en el Señor.
—Señora Bramble —dijo Darby, levantándose y ayudándola a ponerse de pie—, ha sido un extraño placer.
Slope regresó dos minutos más tarde con una mujer joven de rasgos marcados que parecía recién sacada del colegio. Llevaba puesto un vestido de muselina impresa, con cuatro o cinco capas de volantes alrededor del final y otras pocas capas del mismo en los brazos, para equilibrar el conjunto.
Esta vez Darby fue más explícito en resaltar su relación con las niñas y el hecho de que Henrietta tan sólo lo estuviera asistiendo en la elección de la niñera. Pero a la señorita Penélope Eckersall no le preocupaba su relación.
Ella explicó, con voz decidida y algo chillona, que, aunque encontraba la casa muy agradable, no sabía que estaba tan lejos de Bath, el lugar en donde se encontraba la agencia de empleos.
—Simplemente no puedo vivir tan lejos de la ciudad —dijo sinceramente.
—Limpley Stoke queda a tan sólo dos kilómetros de aquí—dijo Henrietta.
—Bueno, con respecto a eso —dijo la señorita Eckersall—, pasamos por ese pueblo al venir hacia aquí. Es muy pequeño, ¿no es cierto? Tan sólo tiene la calle Mayor y una posada, eso es todo. Si hubiera un campamento militar, o algo que atrajera..., no sé, algo de vida a esta región... ¡Pero lo único que vi en el camino fueron algunas vacas! ¡Fue terrible!
—Es una comunidad de granjeros —accedió Henrietta—, pero...
Estaba a punto de aclarar que Darby vivía en Londres, pero él intervino.
—Estoy de acuerdo con usted en que lo encuentre tedioso. Después de todo, a una mujer joven como usted le gustará divertirse de vez en cuando.
—Exactamente —dijo la señorita Eckersall. Cuando asintió con la cabeza, los tres hilos de cabello que le colgaban sobre la espalda asintieron también. —Le dije a mi madre que me encantaría encontrar empleo en Londres. Eso es lo que realmente deseo. Pero mi madre no me lo permitiría, bajo ninguna circunstancia. Por eso no me deja contestar anuncios que sean en la ciudad.
—Es una pena —dijo Darby en tono de confidencia.
Al igual que la señora Bramble, la señorita Eckersall no parecía muy impresionada por su atuendo. Pero sí le miró de reojo las mangas, desviando luego la vista para otro lado como si acabara de ver algo embarazoso.
Sin responder a Darby, se dio la vuelta hacia Henrietta y le dijo:
—Porque una joven necesita hacer amigos de vez en cuando, ya me entiende. —Se levantó del asiento. —Me disculpo por haberles hecho perder el tiempo, lo siento muchísimo. Pero estoy segura de que esta oferta no es la correcta para mí.
Mientras Darby hacía sonar la campana para llamar al mayordomo, la señorita Eckersall se giró hacia Henrietta y le dijo:
—¿Podría hablar un momento con usted, milady?
Darby hizo una reverencia y se apartó al rincón más alejado del salón mientras Henrietta se ponía de pie, asintiendo con la cabeza.
La señorita Eckersall susurró a un volumen considerablemente alto:
—No le permita contratar a la otra señorita que viajó conmigo, milady. Esa señora Bramble, o al menos así dice que se llama.
—Oh —dijo Henrietta, un poco incómoda por esta advertencia.
—Sabe que yo no quiero este puesto, así que no piense que lo digo en mi beneficio. Esa señora Bramble me contó que tenía la mano de su madre disecada, ¡sobre la repisa de la chimenea! ¡Sobre la repisa de la chimenea! —Repitió la chica con un susurro de suspenso. —No la creí y me dijo que era la mano que tenía el anillo de matrimonio. ¿No es la cosa más extraña que ha oído?
Y se fue, dirigiéndose a la puerta de salida.
Darby la miró con seriedad desde el otro lado de la habitación, acercándose luego a Henrietta.
—Supongo que ninguna de las dos candidatas pasaron la prueba, para usted, lady Henrietta.
A Darby se le arrugaban los ojos en los extremos y esas arrugas hicieron a Henrietta hervir a fuego lento, incluso cuando ella sabía que él no era más que un tipo frívolo.
—Las confesiones son buenas para el alma —dijo él. —¿Estaba la señorita Eckersall advirtiéndole sobre mí?
Henrietta parpadeó.
—¿Sobre usted?
Él sonrió.
—Por sus serias miradas a mi atuendo, pensé que ella había decidido advertirle que se alejara de caballeros como yo.
Henrietta lo miró deliberadamente de los pies a la cabeza.
—¿Lleva encaje? —le preguntó dulcemente. —No lo había notado. Y no, debo desilusionarlo al confesarle que ella no me contaba nada acerca de usted. ¿Está seguro, segurísimo, de que ella se fijó en su atuendo? Me temo que debo decirle, señor, que la gente de las afueras de Londres no le da tanta importancia a la moda como usted.
Él soltó una carcajada, y eso hizo que el calor que Henrietta sentía le llegara hasta las piernas.
—Herido por mi propio petardo, ¿no es cierto? Creo que usted le viene bien a mi vanidad, lady Henrietta. —Él le sostuvo la mano y se la llevó a la boca, dándole un beso. —Usted no me considera más que un pavo real.
Ella no pudo resistir sonreírle.
—Tal vez no un pavo real, sino...
—¿Un macho cabrío? ¿Alguien hinchado de orgullo?
—No estoy segura de dominar la jerga de la ciudad, señor, dado que yo jamás he ido a Londres. ¿Podría decir un charlatán?
Él gruñó.
—¿Acaso me ve vistiendo medias color cereza, lady Henrietta? ¿Cómo puede herirme de esa manera? Ella levantó una ceja.
—Dicen que el autoconocimiento es una virtud. Usted es exquisito, ¿verdad?
—¡Ay de mí! Mis hombros no son lo suficientemente abultados ni mis tacones lo suficientemente altos.
—¿Cómo de abultados son sus hombros? —le preguntó ella con algo de interés, mirando su chaqueta para averiguar si todo lo que estaba a la vista era verdaderamente suyo.
Darby sonrió débilmente.
—Yo estaría más que dispuesto a satisfacer su curiosidad con respecto a mi musculatura, lady Henrietta, pero me temo que su petición es demasiado íntima teniendo en cuenta que el jardinero nos acompañará en cualquier momento. Le aseguro que jamás me opondré a satisfacer esas curiosidades en privado.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Entiendo perfectamente que usted se sienta más cómodo en círculos íntimos —le dijo. Maldita sea, tal como lo dijo pareció dar a entender que a él no le importara nada más que los asuntos de la habitación—, pero no tengo gran interés por su musculatura. Tan sólo era un capricho pasajero. Una oye mucho sobre los frívolos de Londres, si puedo usar el término sin ofenderle, señor Darby, pero en muy pocas ocasiones puede tener uno tan cerca.
Lo miró como si él fuera una lagartija de colores desagradables.
Darby sintió una inexplicable puñalada de placer. No sabía si eran sus comentarios punzantes o su hermosa cara lo que más le atraía de ella. Cada vez que Henrietta bajaba la mirada, se sentía deslumbrado por la forma delicada de su cara y la protuberancia de su labio inferior, que siempre le despertaba deseos de besarlo. Pero luego ella lo miraba y lo aplastaba como un insecto.
—Le aseguro que la mayoría de la gente aprueba mi vestuario —le dijo él. Qué comentario tan tonto. Maldita sea, ¡le estaba haciendo parecer un completo idiota!
Ella negó con la cabeza.
—No soy nadie para juzgar su vestuario —dijo ella, echando un vistazo a su propio vestido. Tenía un rincón bordado con espigas. Lo miró a él de nuevo, con un brillo en los ojos. —Ahora, si usted se pone en las manos de la señora Pinnock, podría usted ser tildado de charlatán.
—Intentaré recordarlo —dijo él. —¿Es la señora Pinnock la responsable de sus guantes?
Ella miró sus guantes, confundida.
—Claro que sí. La señora Pinnock es lo suficientemente buena como para hacer cualquier cosa que embellezca un vestido. De esa manera, una no tiene que pensar en todo antes de vestirse.
Él se encogió de hombros y luego comenzó a quitarle el guante color trigo de la mano derecha.
—¿Qué está haciendo? —Preguntó Henrietta, mirando atenta mientras le aparecía la mano. —Seguramente ya viene Slope en compañía del jardinero. Aunque deberíamos mandar llamar a lady Rawlings. No creo que ella quiera que seamos nosotros quienes entrevistemos al nuevo jardinero.
—Ella me pidió el favor de que hablara con el hombre —dijo Darby. —Mientras tanto, estoy cerciorándome de que sus dedos no estén excesivamente delgados o enfermos. La forma de sus guantes me hizo preocuparme por su salud. —Le acarició uno de los esbeltos dedos. —Los dedos hinchados son indicio de una enfermedad grave.
Definitivamente, él estaba coqueteando con ella. Con ella. Aunque ella le hubiera dicho, sin rodeos, que no podía tener hijos. Henrietta no sabía qué hacer al respecto. Él se encontraba frente a ella, grande y masculino y hermoso, sosteniéndole la mano desnuda.
—Verá —le dijo suavemente. —Hermosos. Dedos esbeltos.
Le acarició levemente un segundo dedo.
—¿Simétricos? —apuntó ella, levantando una ceja. —Creo que podemos estar de acuerdo en eso. ¿No lleva anillos?
—No estoy muy interesada en la decoración.
—Qué lástima —le dijo, dulcemente. —Yo mismo soy una decoración tan hermosa.
¿Quiso decir lo que ella había pensado que había dicho? ¿Que él...? Ella debió de haberle malinterpretado. Él llevó sus dedos lentamente hacia la punta de los de ella, recorriendo un corto camino. Luego, unió su palma con la de ella.
—Verá —le dijo seriamente—, hay momentos en los que los dedos de una mujer se embellecen al sumarles una mano masculina.
La palma le temblaba y eso era absurdo. Ella retiró la mano antes de que él pudiera tocarla de nuevo y le dijo:
—Mr. Darby, mi guante, por favor.
Pero Darby no se lo devolvió. La miró con sus ojos color miel, que reflejaban una luz traviesa y risueña.
—Hay momentos, horas realmente, en las que los labios de una mujer también mejoran al realizar la misma suma sobre ellos, Henrietta.
Ella parpadeó. Con qué derecho él la llamaba...
Él inclinó la cabeza.
Su boca era cálida. Ésa fue la primera impresión. Ella se quedó rígida, de pie, preguntándose qué debía hacer mientras él ponía su boca en la de ella. Claramente, la estaba besando. Haberse dado cuenta de eso fue la segunda impresión. Él parecía estar disfrutándolo. Una mano grande la agarró por el cuello y la atrajo gentilmente hacia él. ¿Lo estaba disfrutando ella? Probablemente, ése sería su único beso. ¿Debería estar disfrutándolo más?
Probablemente ella debería apartarse de él. Sus labios se movían en los de ella y era algo, casi se sentía como...
Él se apartó.
—¿Ha sido éste su primer beso? —le preguntó.
—Sí, así es —dijo ella, dudando. En cualquier caso, su franqueza no parecía haber perturbado a Darby anteriormente.
—Los besos están algo sobrevalorados hoy en día, ¿no cree? —le dijo, sonriéndole. —No es que esté poniendo en duda sus habilidades, Mr. Darby. En lo más mínimo. A mí tampoco se me han dado nunca bien las habilidades físicas.
Él quedó callado ante eso. Henrietta confió en que él no tuviera tanta fama por sus besos como por sus opiniones sobre moda.
—¿Podría devolverme mi guante, por favor?
Él se lo dio.
—Muchas gracias.
Henrietta no había terminado de recibirlo cuando Slope abrió la puerta y dijo:
—El jardinero, Mr. Darby. Su nombre es Baring.
Darby ni siquiera se dio la vuelta. Se la quedó mirando, con una expresión a mitad de camino entre la sonrisa y la inquietud que hizo que Henrietta se estremeciera. Su agitación se debía a la inusual circunstancia de que un caballero le estuviera prestando tanta atención. No había razón para que su corazón latiera a paso acelerado. Ni para encontrarse preguntándose si él hubiera intentado quitarle ambos guantes. O besarla otra vez.
Ella se dio la vuelta y saludó a Baring. Era un hombre grande, igual de alto que Darby. Y era guapo, de un modo informal. Tenía rizos rubios y ojos azules claros y, si no tuviera una expresión un poco estúpida, ella hubiera pensado que era capaz de moverse unas cuantas posiciones sociales hacia arriba.
Darby se dio la vuelta y, por un instante, su cuerpo se congeló. Todo sucedió tan rápido que Henrietta se preguntó si lo había imaginado, porque, al segundo, él estaba diciendo:
—Baring, ¿verdad? Lady Henrietta, siéntese para que discutamos juntos si Baring tiene o no experiencia suficiente en jardines.
A Henrietta le pareció una pregunta extraña. Por supuesto que el hombre debía de ser hábil con la jardinería. Pero ¿qué sabía ella de entrevistar personal para la parte exterior de la casa? Su madrastra siempre le dejaba esa labor al encargado, puesto que a ella sólo le interesaba contratar a sus criadas personales.
Darby acompañó a Henrietta al sofá y se sentó a su lado. Luego se recostó de un modo informal en el respaldo y pasó un brazo sobre éste. Henrietta se sentó con la espalda erguida, como solía hacerlo. Él estaba tan cerca que de hecho su hombro tocaba el de ella. Ella se apartó un poco.
—Me imagino que la agencia de empleos le informó de que estamos buscando a un experto en rosas —dijo Darby.
—Sí, eso me dijeron —respondió Baring. —He estado rodeado de rosas desde que era un chico.
Para Henrietta, lady Rawlings era una pésima carabina. Era interesante darse cuenta de que la tarea de vigilar tenía su mérito. Los hombres claramente tendían a besar a cualquier mujer que se encontrara a un brazo de distancia.
Por suerte, ella parecía no verse afectada por esos besos. Había oído muchas conversaciones de otras chicas sobre los besos. Molly Maplethorpe juró que cuando su esposo Harold la besó por primera vez se derritió como si fuera pudín de vainilla. A Henrietta la había inquietado esa imagen durante mucho tiempo antes de decidir que Molly era extremadamente creativa en el uso del lenguaje. Aunque muchas otras habían dicho cosas por el estilo.
De todas maneras, era difícil no sentir placer, aunque ella no se hubiera notado tan líquida. ¡La habían besado! Ahora que las chicas compartían confidencias no se sentiría como una monja vieja.
Darby le estaba preguntando al jardinero sobre técnicas de manejo de suelos. ¿Dónde diablos habría aprendido todo eso? Ella sabía que él había vivido en Londres la mayor parte de su vida. Aunque en Londres también cultivaban rosas, por lo que ella había oído, aunque le parecía complicado, con todo ese humo de carbón contaminante.
—¿Y cómo curaría la roya? —le estaba preguntando Darby al jardinero, con cierto tono de diversión en la voz, como si estuviera a punto de reventar de la risa. Qué hombre tan extraño.
Ella dejó de escucharlo y volvió a pensar en los besos. Tenía que ir al grano: ¿por qué la había besado Darby? Ella le dejó muy claro que no podía tener hijos, pero al parecer eso no lo había desanimado.
De hecho, eso pareció haberle despertado la atención. Tal vez, pensó ella confundida, él realmente no quería tener hijos.
Darby y el jardinero habían terminado la entrevista. El hombre hizo un gesto de despedida con la cabeza y se fue de la habitación junto a Slope.
—¿Cree que lady Rawlings se encontrará bien? —le preguntó ella, mirándolo fijamente. —¿Le presentará mis disculpas, por favor, Mr. Darby? Es una pena que ninguna de las dos niñeras fuera apropiada para el cargo. Tal vez debamos enviar un mensaje urgente a la agencia de empleos, pidiendo más candidatas, ¿no cree? Me temo que tengo una cita en el pueblo y debo irme ya.
—No se preocupe por las niñeras. Tenemos suerte de tener a varias criadas en esta casa. Y hemos contratado a un jardinero, así que no hemos perdido la mañana. La sonrisa con la que dijo esto hizo que Henrietta se sintiera mareada. —¿Su cita es en Limpley Stoke? Puedo acompañarla, lady Henrietta, si es tan amable de llevarme en su carruaje. Parece ser una pequeña villa encantadora. Tal vez pueda averiguar si la señorita Eckersall estaba en lo correcto cuando decía que le faltaba algo de vida.
—¿Está pensando en quedarse mucho tiempo en el pueblo? —preguntó Henrietta, sin detenerse.
—No, no pensaba —dijo Darby, pensativo.
La miró, oh, ¡de tal manera!, que Henrietta no supo cómo responder. Por un momento se le ocurrió preguntarle por qué diablos estaba coqueteando con ella. Pero aunque había intentado pasar la mayor parte de su vida adulta siendo sincera y directa cada vez que le era posible, éste no era el momento indicado para hacerlo.