CAPÍTULO 27
EL esplendor de la moda no puede
resolver todos los problemas.
Darby estaba aburrido. Aburrido e irritado, como si esa noche no fuera él mismo. Lo que era ridículo, puesto que el hecho de vestir ese magnífico traje debía hacer que se sintiera mejor.
Por un lado, tenía que lidiar con Rees, quien se había dirigido precipitadamente a Limpley Stoke en respuesta a la nota de Darby. No es que Darby hubiera pedido esa compañía, pero como Rees le había explicado lacónicamente, cuando un hombre anuncia la intención de casarse, le incumbe a su mejor amigo disuadirlo. Bueno, llegó bastante tarde a la tarea de disuadir, porque casarse ya no era una opción.
Por otro lado, Darby era intolerablemente consciente de la presencia de Henrietta en la habitación. Estaba vestida adecuadamente esta noche, aunque el verde pálido no le favorecía mucho a su cabello. Se quedó pensando en ello durante un buen rato y decidió que el rubí probablemente le favorecería más.
El vestido verde pálido era de corte recto, como si Henrietta no tuviera ni una sola curva en el cuerpo, aunque él sabía perfectamente que sí las tenía. El hecho de pensar en ella le obligó a tomarse una copa de vino apresuradamente, mientras se imaginaba un cabello del color de la miel cayendo delicadamente sobre una espalda desnuda. Y sobre un seno.
—Te acompañaré mañana de vuelta a Londres —le dijo a Rees. —Tengo que reunirme con mis gestores.
—¿Viajarás sin las niñas? —dijo Rees, mostrándose particularmente inclinado a negarse.
—Esme se ofreció a tenerlas aquí. Creo que contrataré a una niñera decente en Londres y la traeré a mi regreso. Mientras tanto, se quedarán bajo el cuidado de la niñera de Esme, quien parece ser una buena persona. Josie ha desarrollado un interés por los pequeños soldados de juguete, y ya no le dan tantas pataletas, gracias a Dios.
Rees se puso de pie.
—No podremos marcharnos muy temprano —recalcó. —¿Por qué no se me ocurrió que Helena estaría aquí? Jesús.
Ambos miraron hacia el otro extremo del salón, donde su esposa se encontraba sentada, al lado del piano. Helena no lo estaba tocando, tan sólo miraba las partituras. Desde esa distancia, ella parecía bastante delgada; sus salientes pómulos le remarcaban el perfil y un intrincado juego de trenzas le rodeaba la cabeza.
—Tal vez toque para nosotros más tarde —murmuró Rees. —Eso sería lo único que podría mejorar esta reunión.
Echó un vistazo a la habitación.
—No he oído tocar el piano a Helena desde que ella abandonó la casa—dijo Darby. —¿Cómo sabes si todavía disfruta con la música?
—La oí tocar el año pasado, en casa de la señora Kittlebliss. Acababa de entrar. En cualquier caso, toca mejor que cuando estábamos casados. De hecho, tuve que irme para resistir la tentación de hablarle.
—Rees parecía impresionado.
—No hay nada sorprendente en ello. Según lo recuerdo, el único momento en el que no discutíais era cuando tocabais juntos.
—Entonces no recuerdas bien —dijo Rees, rápidamente. —También discutíamos tocando. Pero esas batallas eran divertidas. Ella siempre fue muy crítica con mi trabajo.
Pareció bastante sorprendido frente a tal afirmación.
—¿Qué? —Dijo Darby con ironía. —¿Ella criticaba el trabajo de uno de los más importantes compositores de ópera de Londres?
—Baja el volumen —gruñó Rees.
—¿Verdaderamente criticaba tu trabajo?
Rees asintió.
—Así lo mejoraba, diré eso a su favor. Helena tiene un oído perfecto. Podía distinguir fácilmente cuándo algo estaba desafinado.
Henrietta estaba en un sofá cercano a ellos y Darby se descubrió mirando cómo se reía.
—Lo malo del matrimonio es que no logras olvidarte del todo de la mujer —dijo Rees, abruptamente. —Eso fue lo que vine a decirte. Los matrimonios se acaban, pero lo que nadie te dice es que tu esposa es como un ronroneo que siempre está a tu lado. No puedes deshacerte de ella.
—Tú hiciste un buen trabajo —dijo Darby, dejando de mirar a Henrietta. —¿Cuánto tiempo viviste con Helena, un año, más o menos?
—Ni siquiera —gruñó Rees. —No importa. Las esposas se te meten en la piel. Todavía me pregunto qué pensaría ella de este o aquel verso. —Parecía escandalizado.
—Hmmm —dijo Darby. —¿Y entonces por qué no le tocas uno o dos versos?
Y se fue, como si le estuviera dando permiso a Rees para ir, cuando era él mismo quien quería acercarse a Henrietta, pero no lo iba a hacer.
Ella estaba sentada en un sofá acomodado en un ángulo extraño, casi atrapado en la esquina del salón. Antes, le había dado la impresión de que su cojera se le notaba un poco más de lo normal. Pensó en eso por un momento y decidió acercarse y preguntarle amablemente sobre su estado.
No estaba seguro de hacerlo hasta que ella lo miró. Sin previo aviso, ella le sonrió.
Puede que Henrietta Maclellan no hubiera tenido experiencia suficiente en atraer a los hombres hacia el lugar en el que ella se encontraba, pero eso no quería decir que no fuera capaz de hacerlo. Darby había sido víctima de varias sonrisas que lo llamaban y disfrutaba reconociendo el brillo de ellas cuando las veía.
Ella abrió los ojos un poco, y luego sonrió. Ni siquiera sonrió con la boca. Todo estaba en los ojos. Naturalmente, él caminó hacia allí como un marinero hacia una sirena.
Carola Perwinkle estaba sentada al lado de Henrietta. A él siempre le había agradado, aunque fuera una pequeña descarada, y le gustó aún más cuando ella se levantó mientras él se acercaba, sonriéndole descaradamente, y pavoneándose hasta el comedor, en donde estaba su marido.
El se sentó, naturalmente. Un poco más cerca de Henrietta de lo que era necesario.
—¿Cómo se siente, lady Henrietta? —le preguntó, finalmente.
Henrietta debía fingir que estaba completamente tranquila, como si nada de lo que hubiera pasado hubiera perturbado su amistad.
—Estoy bastante bien, gracias.
Mirándola con detenimiento, pudo ver que estaba nerviosa. Aun así, no se movió de ese lugar. Él estiró un poco la pierna para que ésta tocara levemente la de ella. No se preocupó por pensar por qué estaba coqueteando con una mujer no disponible. Tan sólo quería hacerlo, eso era todo. De hecho, lo que realmente deseaba era lamerle el lóbulo de la oreja. Ella tenía el cabello recogido con algunos rizos sueltos sobre las orejas. El los apartaría suavemente y encontraría su oreja, así como alguien busca moras en la maleza.
—¿En qué diablos está pensando? —preguntó ella finalmente.
—En comer moras —dijo él, distraídamente.
—¿En serio? —Pareció sorprendida.
—En encontrarlas en un camino, cuando tienes que buscarlas dentro de la maleza. Y en morderlas, serán acidas si no están maduras pero un milagro de la creación si lo están.
Ella lo miró con sospecha.
—Lo que quisiera hacer yo —dijo, dulcemente— es tener una de ésas entre los dientes, ¿sabía que es la mejor de manera de probar si están maduras? —Él no pudo contenerse y levantó una mano y la tocó casualmente en la nuca.
Ella movió la cabeza.
—Tan sólo dejarla rodar entre los dientes y enrollarla con la lengua. Si está madura, le llenará la boca de dulzura.
Ella tragó saliva, lo que provocó en él una tremenda satisfacción.
—Creo que usted no está hablando de moras —dijo ella, finalmente.
Él le estaba acariciando una oreja, deslizándole los dedos a través del delgado cuello. Gracias a Dios que ese sofá estaba puesto en un ángulo extraño, que hacía parecer que estaban a punto de prepararse para entrar en el comedor.
—¿Puedo acompañarla hasta la mesa? —preguntó él. Tenía la voz un poco tensa, pero esto se debía a que aquella mujer no disponible le había causado un imperceptible bulto en los pantalones, simplemente con haberle permitido que se sentara a su lado y le tocara el cuello.
Ella le sonrió con una sonrisa tensa; la misma sonrisa que le puso cuando le dolían las piernas.
—Algo anda mal —dijo él, entrecerrando los ojos. —¿Se hirió la cadera ayer?
—No, claro que no.
Sus ojos eran sinceros, pero estaba esa sonrisa. Obviamente, ella no tenía idea alguna de lo fácil que era de leer.
—¿Qué sucede entonces?
Ella comenzó a ponerse en pie, pero él permitió que su mano se deslizara por su espalda de una manera poco apropiada. Él miró rápidamente para todos lados. Ya habían salido todos del salón. Aparentemente, Slope no los había visto, concentrado en colocar otro sofá.
¿Y por qué no? Él se inclinó hacia delante y la probó. Puso sus labios en los de ella. Sólo un pequeño contacto.
Pero ese contacto... Bueno, ese contacto hizo que ella le pusiera las manos alrededor del cuello y que él le deslizara una mano por el cuello. Ese contacto significó que no escucharon al mayordomo de Esme, Slope, sino hasta que éste emitió un fuerte carraspeo justo desde detrás del sofá.
Él hubiera esperado que Henrietta se alejara, no sin algo de ira, galopando hasta el comedor. Pero ella lo miró fijamente, y luego levantó una mano para acomodarle un rizo de cabello detrás de la oreja. Y sus labios formaron otro tipo de sonrisa, muy diferente a la anterior.
«Tengo que irme mañana», pensó Darby entumecido, «me estoy volviendo loco».
—Lady Henrietta, Mr. Darby —estaba diciendo Slope. —Me temo que los invitados a la cena ya les están esperando en el comedor.
Tenía en la mirada cierto toque de complacencia.
Darby se puso de pie y le ofreció el brazo a Henrietta. Luego se lo pensó de nuevo y la ayudó a ponerse de pie. Ella se sonrojó aún más cuando él hizo eso.
—Gracias —dijo ella.
Slope se había dado la vuelta y avanzaba hacia la puerta.
—¿Está bien? —dijo Darby, sosteniéndola. —¿Lista para entrar?
Ella asintió, sin dejar de mirarlo.
Decir que fue una entrada elegante no haría justicia a lo que sucedió. Normalmente, a Darby le gustaba ser el centro de atención. Siempre pensó que, cuanta más atención recibiera, más tiempo se hablaría de su encaje en las columnas de moda. Una cosa llevaba a la otra.
Pero nunca había entrado en una habitación y había hecho que las copas se detuvieran, que en una habitación llena de voces se provocara un absoluto silencio.
Slope obviamente se divirtió al acomodarlos magistralmente en la mesa:
—Lady Henrietta, por favor —dijo. —Mr. Darby.
Ella estaba sentada a su lado. Darby se sentó y se dio cuenta de que estaba en un estado de agitación sexual tan fuerte como no había sentido desde que era un estudiante y se había enamorado de su tercera criada, Molly. Luego, la espiaría por los pasillos, desviviéndose porque ella pasara frente a él y le susurrara: «Discúlpeme, señorito Simón».
Estaba viviendo la misma situación ahora. Acercó su silla a la de Henrietta tan lentamente que nadie se dio cuenta. En el momento en el que sirvieron el primer plato, él se las había arreglado para juntar su pierna a la de ella. Cuando ella se volvió y lo miró con ojos asustados, él retiró la pierna, pero un segundo después tocó su brazo con el de él.
Y ese sonrojado..., ese sonrojado en sus mejillas se hacía cada vez más intenso. Bueno, ella se dejaba llevar, lo sentía también. «Me voy mañana», pensó Darby sin descanso, «Me voy mañana y no regresaré».
Ella le estaba sonriendo nuevamente. Sonriendo con los ojos. Sonriendo con una promesa. Cada vez que él miraba a su izquierda se decía que no se equivocaba al pensar que Henrietta era exquisita.
Los labios de Henrietta se enroscaron en una sonrisa que podría, sólo podría, ser sarcástica. Pero esa curva, en esos labios sonrojados, le producía un calor palpitante entre las piernas, tan fuerte, que ninguna otra sonrisa femenina podría hacerlo.