CAPÍTULO 38
LAS guerras ce comida no son sólo para los jóvenes.
La tormenta de nieve duró tres días. El estómago de Anabel rechazaba varias comidas. Josie tuvo una rabieta en la que empezó con su familiar cantinela de «Soy una pobre huerfanita», pero luego dejó de hacerlo porque se dio cuenta de que Henrietta le estaba contando un cuento a Anabel y podría perdérselo. Era su cuento favorito, el de la lámpara furiosa que había viajado desde París. Henrietta fingió no notar lo que casi sucedió, y le dio la bienvenida a Josie a su regazo.
De hecho, Josie estaba portándose sorprendentemente bien. Lo peor sucedió cuando le lanzó una cucharada de puré de patatas a su hermana, pero ella no fue la única que jugó con la comida durante esos tres días que estuvieron en El Oso y el Búho.
Por ejemplo, la segunda noche, Henrietta y Darby tomaron la cena en su habitación privada. Sin advertir el momento, él tomó un poco de postre y se lo echó por el escote del vestido de ella.
Henrietta se sentó por un momento con la boca abierta, mirándolo mientras el postre helado resbalaba por sus senos y se quedaba atrapado en el corsé.
Se levantó, tan sofisticado y elegante como siempre.
—¿Has sufrido un accidente, querida? Ven, déjame ayudarte. —Y empezó a abrirle los cierres de su vestido mientras ella se preguntaba si ella no habría comprendido bien lo ocurrido. Tal vez el postre había saltado de su cuchara; pero no.
No fue hasta que la dejó quieta y estaba desatándole el corsé cuando pudo verle el rostro. Su pelo sedoso y dorado le caía sobre la corbata y el cuello. Era travieso, ¡travieso! Sus manos la provocaban mientras desataba el corsé, intentando seguir el rastro del postre.
—Qué lástima —dijo. —Me temo que tendrás que viajar sin el corsé.
Ella entrecerró los ojos.
—Tengo otros, señor.
—Pero esta monstruosidad —dijo, sosteniéndolo en el aire— es lo que ha estado haciéndote parecer a una marioneta, y ha hecho que te cuelguen los vestidos como si estas piezas preciosas no existieran. —Sus dedos dejaron tramos de fuego sobre sus senos.
—No puedes convertirme en una persona como tú —dijo.
—¿Qué tipo de persona? —preguntó.
—Una elegante —dijo Henrietta sin rodeos. —Los vestidos nunca me van a quedar bien. Soy coja y además bajita. El se rió, manifestando una genuina distracción en su voz.
—La ropa existe para que un hombre pueda ver a través de ella y se imagine a la mujer sin ropa. La estatura no tiene nada que ver con eso, y tampoco tu débil cadera.
—Darby, la ropa existe para cubrir el cuerpo decentemente —observó.
—Anoche me llamaste Simón. —Fue todo lo que dijo, quitándose la camisa.
Ella se sonrojó, incluso al pensar en la noche anterior.
—No era yo misma.
Él le sonrió, con cara de travesura.
—Uno dice muchas cosas en el calor de la pasión que no deberían airearse en la mañana.
Había encontrado el principio del pegajoso rastro del postre en su clavícula, y lo estaba lamiendo. Siguió bajando y bajando, y su esposa no dijo una palabra ni cuando estaba de rodillas ante ella, todavía buscando el rastro del postre. Más abajo, más abajo de donde había caído el trozo de pastel. Y cuando se le doblaron las rodillas y dijo: «¡Simón! No estamos en un dormitorio», él simplemente se levantó, le puso el seguro a la puerta y regresó.
Pero ella había sacado ventaja de su ausencia al agarrar un plato de la mesa. Cuando él se giró, la encontró a ella ahí parada, riéndose, con el pelo caído sobre los hombros, su vestido, corsé y camisa apilados en el suelo. Estaba desnuda, pero tenía puestas unas pantuflas azul pálido y unas delicadas medias sujetas a sus rodillas. Desnuda, era la mujer más elegante que jamás hubiera visto. Estaba sosteniendo un plato de postre en una mano, pero él apenas lo notó.
—Me quitas el aliento —dijo lentamente. —No puedo creer que estuvieras allí para que te encontrara. Hasta los zoquetes de Limpley Stoke deben de haber visto lo exquisita que eres.
Sonrió con ese comentario. ¿Quién no? Bajó el plato por un momento, le desató el corbatín y lo puso a un lado. Luego le quitó la camisa y le echó encima una cucharada de postre en el cuello antes de que él tuviera tiempo de darse cuenta.
Fue una conmoción terrible encontrar que su venganza era implacable: dedos fríos que tenían una dulzura fría, encima del lugar más dulce de su cuerpo.
Y eso le indujo un sentimiento de mareo... suficiente para hacer acostar a cualquiera en el suelo.
No fue hasta que viajaron de vuelta a Londres y empezaron a instalarse en la casa de Darby, cuando se dio cuenta de lo que era realmente el matrimonio. Consistía en ir quitando todas las capas que lo cubrían a uno, y no se refería solamente a aquellas hechas de tela. Toda intimidad era invadida. Estaba realmente desnuda ante Darby.
A su marido le gustaba pasearse por la habitación matrimonial sin ropa, ¿quién lo hubiera imaginado? Él, que generalmente estaba bien vestido en seda y encaje, se sentía feliz sin una puntada en el cuerpo. Pero no le gustaba simplemente estar desnudo. Le gustaba que ella lo acompañara en ese estado de desnudez. Y todo el asunto del preservativo significaba otra capa de intimidad.
Hablaron de ello. Ella nunca se hubiera imaginado que existía algo así. El día que llegaron a Londres, Henrietta subió al dormitorio después de la cena y discretamente empapó el preservativo en vinagre y se lo insertó. No le gustaba. Pero tampoco lo odiaba. En cierta forma, apreciaba el preservativo, ya que le daba la oportunidad de comprometerse en maravillosas intimidades con Darby.
Pero luego, una noche, él la detuvo en la cena y terminó en su regazo. Tenía puesto un vestido de noche y no tenía corsé, y su marido se había propuesto sabotear la ropa interior que él no aprobaba. Fue un poco extraño para Henrietta advertir que ella era como cera en las manos de su marido. Con que sólo la mirara con esos risueños ojos marrones, ella —ella, que dirigía una casa y una escuela desde que tenía diecisiete años— se daba a cualquier exigencia que él impusiera.
Le estaba susurrando sugerencias traviesas sobre subirle el vestido y sentarse en su regazo, y ella quedó confundida por lo que hacían sus manos hasta que de repente se acordó y le apartó la mano.
—¡No, Simón! ¡Mi preservativo!
Se alejó de sus brazos y corrió escaleras arriba. Luego él se acostó en la cama y dijo:
—Déjame hacerlo hoy.
Ella parpadeó. Realmente conmocionada.
—Por supuesto que no.
—¿Por qué no? —la persuadió. Sus dedos estaban por todas partes, ya tenía el vestido levantado hasta la cintura. —Estoy seguro de que puedo colocarlo correctamente.
Dado donde estaban sus dedos, probablemente podría. Gimió involuntariamente.
—No —suspiró. —Es privado.
—Tu cuerpo es mi cuerpo —dijo, y se inclinó sobre ella. Tenía las pestañas tan largas que hacían sombra en sus mejillas. —Estamos casados, Henrietta, ¿recuerdas? ¿No escuchaste el sermón del matrimonio? Debo confesar que lo encontré bastante fascinante, especialmente la parte en que el vicario habló sobre los hombres que aman a sus mujeres como si fueran su propio cuerpo.
Ella lo miró, estupefacta.
Darby tenía una sonrisa, irónica y expectante al mismo tiempo.
«Aquel que ama a su esposa se ama a su mismo: porque ningún hombre ha odiado nunca su propia carne, siempre la ha alimentado y la ha nutrido».
El no esperó una respuesta. Se detuvo y fue hasta la mesita donde la nueva criada había dejado un pequeño vaso de vinagre y el preservativo.
—¡No creo que esto sea lo que signifiquen los votos de matrimonio! —dijo. —¿No hay intimidad?
—¡Ninguna! —Regresó a su lado. Una de sus manos estaba en uno de sus senos, haciéndole difícil hablar. Y la otra mano..., bueno, él no conocía tan bien su anatomía como pensaba.
Más tarde se acostaron juntos en una pila de miembros enredados. Él trazaba una figura en su costado.
—¿Te duele la cadera cuando hacemos el amor? Estabas dolorida esta tarde, ¿no?
—Sólo un poco —dijo, sorprendida. Estaba segura de que lo había escondido. —Estaba cansada.
—Debiste habérmelo dicho. Madame Humphries está tan alegre de vestirte que te hubiera dejado de pie toda la tarde.
Henrietta sonrió. Todavía no le importaba un pepino la ropa, pero era bastante sorprendente descubrir lo diferente que parecía con una ropa que no había sido diseñada y cosida por la señora Pinnock.
—Encuentro interesante que tu cadera mala no se note distinta a la otra —dijo Darby. —No entiendo por qué los doctores creen que serías incapaz de tener un hijo, Henrietta. No hay diferencia entre esta cadera —la acarició— y la de otras mujeres.
Henrietta frunció el ceño. No le gustaba pensar en las caderas de otras mujeres en relación con su marido. Él lo sabía, por supuesto.
—No es que esté comparando tu seductora cadera con la de nadie más —le dijo al oído. —¿Por qué no visitamos a un doctor de Londres, Henrietta? Hay un famoso médico en la calle Saint James que también es un obstetra. Ortolon, creo que es su nombre.
—Puedas verlo o no, el problema existe. De verdad, fue un milagro que sobreviviera —dijo honestamente. —Y mi madre no tuvo esa suerte.
—¿La gente era cruel contigo cuando eras niña?
—No la gente —dijo lentamente. —Lo que era cruel era la realidad. Como crecí en una pequeña aldea, no había nada inesperado sobre el futuro de nadie. Billy Lent era el chico malo de la escuela, y todos decían que tendría aprietos judiciales. Y, claro, así fue antes de que cumpliera los dieciocho. Yo era tonta, y todos decían que nunca me casaría.
Lo miró con el esbozo de una sonrisa.
—Yo lo hubiera visto como un destino más cruel si me hubiera imaginado a alguien como tú caminando por la calle de Limpley Stoke. —Su tibio cabello marrón le caía de aquella perfecta oreja. La caída de las sábanas sobre su cadera le hacía parecer un senador romano.
—¿O sea que nunca soñaste en el matrimonio? ¡Debiste haberlo hecho!
—Claro que lo hice. Pero pensaba que iba a encontrar a un hombre mayor, algún día, tal vez un viudo con niños. Alguien que quisiera compañía, no...
El alzó la boca de su seno.
—No a un compañero de cama.
—No sabía qué era eso —dijo Henrietta.
—Así es. Nunca habías relacionado el placer marital y los bebés, ¿verdad?
Movió la cabeza hacia los lados y añadió, bromeando:
—¡Y todavía no entiendo por qué es tan importante para los caballeros!
—Probablemente no hubiera sido importante para el tipo decrépito con el que pensabas para casarte.
—No lo imaginaba decrépito. Pero ¿qué otra opción tenía?
—Yo tuve suerte de ser el primer caballero en entrar en esa aldea, Henrietta. No hay un hombre entre mis amigos que no hubiera coqueteado contigo, con o sin cadera.
—Rees no lo habría hecho —señaló.
—Sí, claro que lo haría. De hecho, lo está pasando mal tratando de asumir el hecho de que te encuentra divertida, inteligente y hermosa —dijo Darby, sus labios dejaban trazos en la piel de ella. —Has puesto su mundo del revés.
—¡No! —jadeó Henrietta.
—Pobre tipo. Llegó demasiado tarde. Tú eres mía. —La acercó hacia sí, debajo de su cuerpo.
Ella se agarró de sus antebrazos.
—Pero ¿y qué ocurre con los niños? ¿Todos esos caballeros de Londres no hubieran querido hijos?
—No, a no ser que fueran primogénitos —dijo Darby, con la cabeza en otra parte. —Yo no tengo una propiedad para disponer de ella libremente. Y no soy el único que está en esa situación, ¿sabes? Ahora, si me perdonas, amor...
Ella consiguió jadear, incluso a pesar de que él entrara entre sus piernas y del dolor que se extendía por todo su cuerpo.
—Todavía creo que hubieran querido hijos.
Los músculos de sus hombros sobresalían. Henrietta lamió uno con la lengua.
—Les importaría un rábano —dijo Darby. —Les importaría un rábano si pudieran estar aquí contigo. —La miró con tal fiereza que ella sabía que él decía la verdad, o su verdad al menos. —Pero no pueden —le dijo contra su boca. —Nadie nunca te tendrá sino yo. Eres mía, Henrietta.
No pudo evitar sonreírle.