CAPÍTULO 39
CONOCER al enemigo.
Esa no es la manera apropiada de hacer avanzar tus tropas —dijo Josie intransigente, alargando la mano deteniendo el contingente de soldados de plomo de Henrietta. Uno se cayó de bruces, y lo volvió a poner en formación. —Si los traes a la vuelta de la colina allá, vas a ser vista por mi vigía. No puedes ser vista. Esa es una regla.
Henrietta parpadeó. No recordaba los juegos con su hermana tan llenos de reglas.
—Debes dejarme jugar como quiera, aunque cometa errores —señaló. —Así ganarás más rápido.
Las tropas de Josie siempre ganaban, ya que Henrietta siempre trataba de encontrar de qué manera podría sacrificar a sus hombres más rápido para perder la batalla.
—No sería divertido así. Si traes a tus hombres por el oeste, pueden atacarte por la parte trasera del castillo.
Henrietta suspiró y empezó a mover las tropas alrededor de un cojín carmesí hacia el oeste para un ataque desde atrás. Ya era suficiente tedioso tener que estar vigilando continuamente la cuna de Anabel. Seguro que su siesta de la tarde estaba a punto de acabar.
Los soldados de plomo parecían más desgastados que hacía unos meses, cuando Josie los encontró en la guardería de Esme. Los rojos sólo podían identificarse por un rosa pálido alrededor de los cinturones. Los azules estaban mejor, no le gustaban tanto a Josie. A algunos incluso todavía se les veía el uniforme. No les daba baños diarios, después de todo, y no tenían que dormir con su comandante, como sí lo hacían los rojos. Henrietta se había acostumbrado a sentir cerca el cuerpo dormido de Josie con bultos de metal de soldados masculinos. Pero por lo que sabía Henrietta, Josie nunca se preguntaba cómo sus tropas conseguían trepar de la cama a la mesa de noche.
—Si atacas por detrás —dijo Josie, acomodando a sus hombres en los batallones del castillo (alias el cojín rojo)—, probablemente te herviré en aceite. —Miró hacia arriba sinceramente. —No lo digo para decepcionarte, pero pensé que tal vez deberías estar advertida.
—¡Qué idea tan mercenaria! —Dijo Henrietta. —¿Dónde rayos aprendiste algo así?
—Mi hermano Simón me lo contó. Nunca ataca por detrás por esa misma razón. Pero él sabe mucho de todo. —Josie miró a Henrietta con lástima.
—Hummm —dijo Henrietta. —¿Y cuándo te enseñó tu hermano Simón sobre la fascinante práctica de hervir a los enemigos?
—Esta misma mañana —dijo una voz profunda, justo encima de su cabeza.
Henrietta miró hacia arriba.
—No hubiera pensado que sabías sobre estrategias de batalla —dijo, resistiendo el impulso de lanzarse a los brazos de su marido y besarlo.
—Hay muchas cosas que no conoces sobre mí —dijo Darby, poniéndose al lado de su hermanita. —¿Por qué has puesto a estos hombres en doble fila, Josie? Si una flecha en llamas cae sobre los batallones, perderás a todos tus hombres.
Josie lo miró por un momento.
—Los pondré detrás del pilar —dijo, señalando un espacio vacío.
—Buena idea —dijo Darby, y Josie empezó a mover cuidadosamente los soldados.
—¿No les podrías poner a estos pobres hombres algo de ropa? —Le preguntó Henrietta a su esposo sosteniendo en las manos un soldado azul. —El pobre hombre está desnudo.
—¿Te gustaría más vestido de encaje? —Preguntó Darby. —Es un hombre de guerra, por Dios, mujer. Además, no me gusta la ropa.
—Mejor el encaje que nada —señaló Henrietta.
—Me llegó una nota de Rees en la que me pregunta si quiero asistir al estreno de su nueva ópera. Debe de ser un cumplido para ti. Nunca me había invitado a asistir a un estreno.
—¡Maravilloso! ¿Cuándo es?
—Esta noche —dijo con una sonrisa. —Tengo la sensación de que se acordó de nosotros al final.
El rostro de Henrietta pareció apagarse.
—¿Esta noche? No estoy segura de que pueda asistir.
Darby levantó una ceja.
—Seguramente Madame Humphries entregó por lo menos un vestido de noche entre toda la ropa.
—A Henrietta le duelen sus piernas hoy —dijo Josie. —Por eso no pudo venir a nuestra caminata. El aceite ya está hirviendo.
Era una llamada poco sutil para explicarle que iba a ser hervida. Henrietta empezó a mover los soldados hacia el lugar donde caían líquidos ardientes.
Una gran mano ayudó al último cordero de sacrificio a tomar su lugar.
—Siento mucho que estés dolorida —dijo Darby, bajo los gritos de guerra de Josie. El aceite hirviendo estaba derramándose con gran escándalo.
—Está bien —dijo Henrietta, ayudando a Josie a tumbar a los últimos hombres. —Josie, no grites tanto. No queremos despertar a Anabel de su siesta.
Henrietta se puso de pie con ayuda de Darby.
—¿Le pido a Flanning que cambie de hora la cena para que estés preparado a tiempo?
—¿Crees que iría sin ti? —Había un curioso examen en su voz.
Le frunció el ceño.
—Debes ir. Una noche de estreno es una ocasión muy importante para Rees, especialmente porque es la primera a la que tú estás invitada.
—¿Crees que quiero ir a alguna parte sin mi esposa? —Empezó a besarle las puntas de los dedos.
—Ésa no es la cuestión —dijo Henrietta, tratando de ser seria. —Debes asistir a la noche de estreno de Rees porque de otra forma me sentiría más inválida de lo que soy.
Fue el turno de Darby de fruncir el ceño.
—Debes hacerlo —dijo firmemente. —Voy a esperar a que vuelvas a casa para oír si la ópera fue un éxito.
Él se inclinó más cerca.
—No te preocupes si te quedas dormida. A mí me gusta despertar a una mujer dormida. —Con la sonrisa en los ojos.
Henrietta se volvió rápidamente.
Unas horas después Henrietta acompañó a su marido en la sala. Su único saludo fue una blasfemia.
Henrietta se miró a sí misma con ansiedad. Era un proyecto formidable vivir al tanto de la magnificencia de su marido, pero en la seguridad de su habitación, donde sabía que la tenía.
—¿No te gusta el vestido? —preguntó.
Sus ojos se movieron de la cabeza a los pies.
—Supongo que es el vestido de fiesta que recogimos donde Madame Humphries.
—Sí—dijo. Y luego, porque vio algo en sus ojos que le dio el coraje, dio una vuelta para que él la viera. El vestido era corto, sobre unas enaguas de satén blancas, y mostraba sus bellos tobillos cuando se movía. Pero sin duda la mejor parte del atuendo era el corpiño rosa pálido. Se ataba en su parte delantera, y era extremadamente bajo por delante y por detrás.
—Maldición —dijo otra vez.
—Cuando te conocí no tenía idea de que tu discurso fuera tan expresivo. —Se reajustó los guantes blancos para que le llegaran justo hasta el codo. —¿Qué piensas del velo? Madame Humphries me asegura que está hecho con tu encaje. —Madame Humphrey había usado el encaje de Darby en cada vestido que le había diseñado a Henrietta. Este vestido en particular no tenía encaje, así que creó un velo que le caía desde detrás de la cabeza sobre los hombros.
Se acercó hacia ella. Había algo felino en su caminar.
—Muy lindo. Me gusta cómo le quedan las perlas.
—Es bastante inusual encontrarlas en este diseño, o eso dijo Madame Humphrey.
—Veo que el patrón se repite en las mangas.
—Si puedes llamarlas mangas —dijo Henrietta. —Son mucho más pequeñas que nada que me haya puesto antes.
—El corpiño es mucho más ajustado que cualquier otra prenda que haya tenido el placer de verte vestir.
Henrietta se atragantó al sonreír.
—Ese es el encaje —señaló. —Ves que el corpiño se ata en la parte delantera.
Recorrió con el dedo el encaje sobre sus senos.
—Eso veo.
—Parece que te gusta el vestido —dijo Henrietta, y sus dedos se quedaron quietos en el encaje. —Entonces, ¿por qué la blasfemia cuando entré?
Tenía la cabeza mirando abajo, de repente la levantó y la miró directo a los ojos.
—Viendo ese vestido uno no desea dejar a su esposa en casa —le dijo.
La pierna le dolía al quedarse de pie, y Darby parecía saberlo, porque la levantó y la llevó hasta una silla cerca de la ventana.
—Lo siento —dijo ella. No había manera de demostrar cuánto sentía que fuera tan tonta de no poder asistir a la apertura de Rees. O de decirle a su marido la celosa desesperación que sentía en el corazón al pensar en un teatro lleno de bellas mujeres. Esos celos eran lo que la había impulsado a ponerse el vestido de fiesta para una simple cena con su marido.
Se sentó y la dobló en su regazo, como si estuvieran diseñados para estar juntos.
—He estado pensándolo, Henrietta, y creo que a tu cadera no le gusta cuando pongo tus piernas sobre mis hombros.
—No debes decir tales cosas en voz alta —dijo, sin sonar convincente. Ya se estaba acostumbrando al despreocupado desprecio por las convenciones.
Se encogió de hombros.
—Ésta es nuestra sala, querida, y no hay ningún mozo a la vista. —Sus ojos tenían ese travieso brillo otra vez. —Hay muchas otras posiciones deliciosas que podríamos probar. Mirándote en ese encaje, igual me place que no me acompañes a la ópera. No puedo tener a todos los hombres de Londres soñando con quitarte el vestido.
—Pero nunca seré tan bella como tú —dijo.
El rubor se asomó en sus mejillas. ¿Cuándo iba aprender a tener la boca cerrada?
—¿Por qué diablos dices eso? —Tenía sus dedos en el pecho de ella y la miraba con curiosidad.
La irritaba.
—Nunca pareces recordar que soy lisiada. Deforme. Tú eres perfecto. No tienes un solo defecto en el cuerpo. —Tampoco veo que el tuyo esté desfigurado. Ella tragó saliva.
—¿No lo entiendes, Darby? No es sólo mi cadera. Si una mujer no puede procrear, no es nada. Bartholomew Batt dice que los niños son el mayor logro de una mujer.
—Me está empezando a caer mal Bartholomew.
—Bueno, pues yo estoy de acuerdo con él. Ser una madre es..., es... —Ni siquiera podía poner en palabras lo que quería decir.
—Cuando mi padre perdió la propiedad donde crecí —dijo Darby, dándole un beso en la oreja—, no podía imaginar qué iba a hacer conmigo. Después de todo, sólo estaba entrenado para administrar una gran propiedad. Esa propiedad en particular, en mi opinión: la que había establecido mi abuelo. Y ya no estaba.
—¿Perdida? ¿Cómo la perdió tu padre?
—La apostó. —Los labios de Darby se alejaron de la piel de Henrietta, dejando una frialdad poco grata. —El juego. Perdió nuestra casa y nuestra tierra por un par de dados. Todavía los tengo. Llevó el par a casa, jurando que se mataría. No lo hizo, pero sí me despertó, me dio los dados, y me dijo que eso era todo lo que iba a heredar de él.
—¿Cuántos años tenías?
—Catorce.
—Ay, Simón, eso es terrible —Henrietta se giró y lo besó. Había decidido llamarlo Simón en momentos íntimos, aunque todavía no podía hacerlo en público.
—Pero ahora tengo mi propia propiedad —dijo. —No es donde vivía mi abuelo, pero es mía. Y soy feliz ahí. ¿Eres feliz en la guardería, Henrietta?
Ella parpadeó.
—¿Y cómo está esa pestilente niña tuya el día de hoy? —Le dio un beso en la oreja. —¿Anabel te vomitó una comida encima, o sólo cerca de ti?
Sonrió irónicamente al entender a qué se refería.
—Las familias son lo que hacemos de ellas —dijo Darby. —Tengo dos hermanos, Henrietta, ¿sabías eso?
Movió la cabeza hacia los lados, fascinada.
—No tenía idea. ¿Dónde están ahora? ¿Y cómo se llaman?
—No pensé que fueras del tipo de mujer que memoriza una novela. Sus nombres son Giles y Tobias. Son gemelos. Pero en cuanto a dónde están..., nadie lo sabe.
—¿Cómo así? —Preguntó Henrietta. —¿Dónde podrían estar?
—El mundo es grande. —Sus dedos recorrían los hombros de Henrietta y deambulaban por su espalda. —Se fueron de Inglaterra cuando tenían dieciocho años.
—¡Pero debes de tener alguna idea de dónde están!
—Ninguna. Mi padre preguntaba todos los años, y yo continué con esa práctica. Él estaba seguro de que no se habían perdido en el mar. Yo no soy tan optimista. Es una de las razones por las que decidí no tener hijos. Me he dado cuenta de que nadie sabe qué puede pasar mañana.
Henrietta colgó un brazo alrededor de su cuello, y le frotó la mejilla contra el hombro.
—Lo siento mucho. Debes de extrañar mucho a tus hermanos. Espero que no se hayan perdido en el mar.
—Yo también —dijo su marido. —Yo también.
Se sentaron cómodamente en el crepúsculo mientras Henrietta pensaba sobre hermanos perdidos y niñas encontradas. Y luego decidió que el papel de esposa incluía animar a su marido en momentos de desánimo.
Entonces se levantó, sonrió al señor Simón Darby, y empezó a desatar lentamente el encaje que adornaba la parte delantera del vestido de noche de Madame Humphrey.
Al final, Simón Darby se perdió el estreno de su amigo más cercano en la ópera cómica. La nota que le mandó a Rees al día siguiente decía que tenía un achaque que lo confinaría unos días en su habitación.
Rees leyó la nota y resopló. Nadie se creería que Darby tuviera varicela. Y tampoco tenía muchas esperanzas en que una invasión de ronchas fuera a mantener a Darby acostado.