CAPÍTULO 26
UN hombre en encaje y terciopelo.
Dos horas más tarde, lady Holkham y su hijastra llegaron a la cena. Slope las condujo hasta su anfitriona, que estaba sentada en un sofá.
—¿Te sientes bien? —preguntó Henrietta.
—Sí, simplemente estoy descansando de estar de pie —dijo Esme, sonriéndoles. —¡Qué hermosa está su hija esta noche, madame!
Millicent miró a Henrietta.
—Eso espero —dijo, un poco enfadada. —Generalmente, suele ser Imogen la que se retrasa para las fiestas, ¡pero esta noche Henrietta se cambió de vestido al menos tres veces!
Esme le sonrió a Henrietta.
—Ha merecido la pena. Estás maravillosa.
Henrietta tenía puesto un vestido verde pálido de tela rizada, bordada alrededor del cuello. Se sentó al lado de Esme mientras Millicent iba a saludar a la señora Barret-Ducrorq.
—Creo que éste no era el vestido apropiado. Darby es tan... —Y se le cortó la voz.
—Nadie puede competir con Darby —dijo Esme. —Sólo para que lo sepas, viste de terciopelo color café. Ya se han desmayado varias mujeres al verlo con esa ropa.
—Es imposible —Henrietta miró a Esme con tristeza. —No entiendo por qué pensé que tendría la menor oportunidad. Él es un pavo real... ¡Y yo no soy más que un cuervo!
—¿Un cuervo? —dijo Esme, sonriendo. —No lo creo. Veamos —miró a Henrietta de los pies a la cabeza. —Espera, debo recordar todas esas ampulosas cartas que me han enviado. Tu cabello es del color de los rayos de luna, no, del sol, y reluce con destellos del color de la miel. Tus ojos son del color de los pensamientos; tus labios son del color de los rubíes; tus mejillas son como melocotones con crema... ¿quieres que siga? Se me están acabando los colores.
Henrietta entornó los ojos.
—Sabes a lo que me refiero. Estoy coja, Esme, coja. No puedo tener hijos. Y no estoy acostumbrada a sentirme elegante, ni quisiera podría acostumbrarme. Ayer vi a Darby caminando por la calle Mayor. Es diferente a todos los hombres que he conocido.
—Darby también es diferente a todos en Londres —dijo Esme, abanicándose suavemente la cara. —No te engañes, Henrietta. Londres no está llena de hombres que vistan encaje y terciopelo. Mira a Rees, por ejemplo.
Ella apuntó con la cabeza hacia el otro lado de la habitación en donde un hombre, cuya corbata parecía haber sido arrojada a su cuello y atada sin dedicarle más de dos segundos, estaba bebiendo una copa de algo.
Como Henrietta se quedó un poco pálida, Esme le dijo:
—Rees Holland, conde de Godwin, esposo de mi amiga Helena. Creo que ya la has conocido, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Henrietta. —Es encantadora.
—Bueno, pues él no lo es —dijo Esme. —Y, evidentemente, el desorden de su traje no es nada comparado con el desorden de su vida privada.
—De todas maneras, estás sugiriendo que un hombre que viste una levita rosa...
—¿Rosa? —preguntó Esme, sonriendo. —¿Darby iba de rosa por la calle Mayor? Lamento haberme perdido eso.
—Rosa. Mi madrastra lo halagó por el color y él le contestó que se llamaba «sonrojado de doncella». ¿Cómo puedo casarme con un hombre que sabe que un cierto tono de rosa se llama sonrojado de doncella, cuando yo nunca me tomo más de veinte minutos para vestirme?
Por encima del hombro de Esme, Henrietta vio que Darby entraba a la habitación. Estaba resplandeciente, no cabía duda. Seguramente diría que el color de su levita era topacio en lugar de café puesto que tenía un tono dorado. Lo que le importaba a Henrietta era que esa chaqueta le quedaba perfecta, como un guante... ¡Y qué cuerpo el que abrigaba! Amplios hombros que se estrechaban en la cintura, piernas poderosas, y esa comodidad tan elegante e insignificante. Él caminó hacia Rees, encarnando a la perfección el cuento de LA BELLA Y LA BESTIA, en su versión masculina.
—¿Sabes por qué deberías casarte con él? —dijo Esme, riendo. —Porque tus ojos se han vuelto del azul oscuro más profundo que jamás he visto. Y eso, querida, me indica que mi sobrino acaba de entrar a la habitación —miró por encima del hombro. —Aquí está, tan elegante vestido como seguramente lo estaría sin vestir.
—¡Esssmeee! —dijo Henrietta, alarmada.
Ella sólo se rió.
—No te preocupes. No estoy intentando imaginármelo. No quiero; nunca me relaciono con hombres inteligentes, y Darby es demasiado inteligente para mí.
Henrietta entrecerró los ojos.
—Supongo que se te olvidó decirme que al marqués de Bonnington le falta ingenio.
—Eso es diferente —dijo Esme. —Achácalo al hecho de que me despisté por un momento. En todo caso, ya es la hora, querida.
Henrietta la miró a modo de súplica.
—Esto no va a funcionar, Esme.
Esme la ignoró.
—Ve a sentarte en el rincón, Henrietta —dijo ella. —Y dale alguna señal para que vaya a acompañarte, ¿no?
—No puedo hacer esto —dijo Henrietta, desesperadamente.
Pero Esme se fue tambaleándose. Quería tener una última palabra con Slope sobre la acomodación de la mesa. Había escogido muy cuidadosamente a las cuatro personas que se sentarían junto a ella. El vicario, Mr. Fetcham, a su derecha y la señora Barret-Ducrorq a su izquierda. Barret-Ducrorq era lo suficientemente almidonada como para desenvolverse a la perfección en el pequeño papel sin que nadie lo advirtiera. Carola, al lado de la señora Barret-Ducrorq y su esposo al otro lado. Tuppy casi no hablaba, así que ella lo contaba como una presencia benigna, que estaría dispuesto a apoyar a su esposa.
Henrietta estaría sentada al lado del vicario, con Darby al lado. Helena se encontraría al lado de Tuppy, lo que dejaba a Rees al lado opuesto, y a lady Holkham entre Darby y Rees. Rees era la carta que no casaba con las demás. Después de todo, un hombre que abandonaba a su esposa para vivir con una cantante de ópera difícilmente podía ser considerado buena compañía, y tampoco era apto para promover el matrimonio. Pero en el curso de su malgastada vida había descubierto que las personas menos conservadoras acababan respondiendo con mayor rigidez y viceversa.
Él único que faltaba era Sebastian. Vaya, con lo bien que habría podido interpretar el rol... Al menos, el nuevo Sebastian, el que era capaz de reírse de sí mismo. Con su inflexible propiedad y su estricta observancia de las convenciones sociales... Bueno, era una pena que estuviera fuera, en la cabaña del jardinero. Aunque seguramente estaba mucho más cómodo que ella, estirado en esa silla, tomándose un trago de whisky y leyendo a Homero.
Tenía que ir al baño —era como la decimocuarta vez que tenía que ir esa noche—, se sentía mucho más nerviosa que de costumbre debido al plan de lo que le permitió saber a Henrietta. Administrar un plan de semejante magnitud no era tarea fácil. Era mucho más fácil que Carola organizara uno de sus trucos de cama. Carola debía hacer todo el trabajo sucio.
Pero este plan realmente era una obra de arte.
Ella se levantó.
—¿Pueden acompañarme al comedor? La obra estaba a punto de comenzar.