CAPÍTULO 37

EN el que Lady Rawlings recuerda que el decoro, la decencia

y el honor gobiernan la sociedad inglesa

Estaba sentado cerca de la chimenea, afilando un equipo de útiles de jardinería. Se sorprendió cuando ella entró.

—Esme.

—¿Sabías que mi amiga Henrietta se casó con Simón Darby? —le dijo sin preámbulos, sentada en el banco labrado de enfrente.

Él alzó la herramienta de nuevo, con ojos cautelosos.

—Se habla de la boda en la aldea.

—¿Has oído alguna ceremonia de matrimonio últimamente, Sebastián? Es muy hermoso —se le entrecortó la voz. —Creo que no escuché el sermón cuando me casé con Miles. Había una parte..., no recuerdo bien pero el vicario decía que el matrimonio era un remedio contra el pecado, y para evitar, para evitar la fornicación.

—Tú ya no estás casada, Esme.

—Nunca lo honré en el matrimonio —dijo, y una lágrima se le escurrió por la mejilla. —Es lo mínimo que debo hacer para comportarme con decoro después de su muerte.

Sebastián dejó la herramienta a un lado. Se arrodilló al lado del banco con poca consciencia de sí mismo.

—Cásate conmigo, Esme. Por favor. Hónrame. Yo te honraré como tu esposo nunca lo hizo. Nuestro matrimonio sería un remedio contra el pecado, si es que alguien se atreviera a llamar pecado a amarte.

Ella movió la cabeza, tenía la garganta llena de lágrimas.

—No puedo. Soñé con Miles anoche —dijo, tratando de explicarse. —En mi sueño, él estaba tan feliz por el bebé... Y estaba vivo y estaba bien.

—No puedo decir que quisiera que estuviera vivo, pero siento mucho que su recuerdo te cause dolor.

—No es el recuerdo, o no exactamente. Me odio por lo que estamos haciéndole a su memoria. Todavía estoy en duelo. ¡En duelo! Y sin embargo aquí estamos... ¡Me odio!

—¿Por qué te odias?

—Estoy traicionando a Miles, mi marido.

—No estoy de acuerdo —dijo, y ese tono tenía toda la rigidez que solía acompañar los pronunciamientos del marqués de Bonnington. —Lord Rawlings está muerto. No tienes marido. Eres una viuda y yo estoy soltero. Nuestra relación sería poco adecuada, pero no veo cómo se puede traicionar a un muerto.

—Él sigue vivo en mi corazón —Esme dijo lentamente. —No paro de pensar en él. Y en el bebé. Sigo pensando también en el bebé.

—Siento mucho la muerte de tu marido. Pero nosotros no lo matamos, Esme. Tenía un corazón débil. Pudo haber muerto en cualquier momento. Tú misma me dijiste que tuvo dos ataques en una semana, y que el doctor sólo le había dado esperanzas de vida hasta finales del verano.

—Da igual, Sebastián. No puedo hacer esto. No puedo ser esa clase de persona.

Abrió la boca, pero ella se adelantó.

—El verano pasado, en la fiesta de lady Troubridge, entraste en mi habitación como si yo fuera una cortesana, disponible para todo el que llamara. —No lo dijo con rabia, simplemente como un hecho. —Entraste porque yo actuaba como una prostituta.

—¡No!

Pero ella lo detuvo otra vez.

—Como una prostituta —repitió tranquilamente. —Cayendo en tus brazos en la sala de estar. Con razón tú pensaste en entrar en mi habitación sin advertencia y tú esperabas que yo te saludara con los brazos abiertos. Yo misma me hice una mujer fácil. —Sorprendentemente, no estaba ni siquiera llorando. Su dolor era demasiado profundo para ello.

—Por favor, vete, Sebastián. Vuelve a Italia. Me he reconocido prostituta dos veces; por favor no hagas que lo vuelva a hacer.

—Nunca digas eso sobre ti —dijo. Sus ojos tenían la rabia de un águila.

—Yo sólo digo la verdad —dijo. —Estaríamos defendiendo la mentira más grande del mundo si supieran lo que realmente pasó entre nosotros. Tu simple presencia aquí, en mi estado, amenaza que esa verdad se haga pública. Y ese apelativo, prostituta, arruinará el futuro de este niño.

Los ojos de Sebastián eran de color azul oscuro y ardían al verla, pero ella sabía que la estaba escuchando.

—Cuando Miles y yo acordamos reconciliarnos, era lo único que preguntaba. Dijo que teníamos que vivir juntos, y que debíamos ser discretos. Porque era importante para el bienestar del niño. Sigo soñando que él está ahí y que me pide, me ruega, realmente, que sea una buena madre.

Esme miró a Sebastián, arrodillado a su lado. Miles no era el único en su corazón.

—Hazlo por Miles, si no por mí —dijo Esme, y se le entrecortó la voz. —Le debes tanto a su hijo.

El puso la cabeza sobre el brazo, fue la primera vez que Esme le vio demostrar desesperación.

Ella puso su mano en la cabeza de él, y un mechón de pelo dorado se enredó en su dedo como intentando mantenerla allí. Salió por la puerta sin mirar atrás.