CAPÍTULO 28
EL placer de los actos de Dios.
La señora Cable estaba encantada con el hecho de que lady Rawlings la hubiera sentado al lado de Rees Holland, el conde de Godwin. Probablemente, él era el conde más escandaloso de la aristocracia, lo que quería decir que tendría muchas cosas para contar durante los próximos años. Sin mencionar el hecho de que ella podría ayudar al pobre hombre a entender los errores de sus actos.
Ella esperó hasta que sirvieron la sopa antes de dirigirle la palabra.
—Lord Godwin, es un placer verlo a usted y a su querida esposa en el mismo evento —le dijo, consciente de su propia imprudencia.
Pero, después de todo, si uno pretende tomarse seriamente el trabajo del Señor, debe ser audaz. No como el vicario, el señor Fetcham, que estaba hablando con lady Holkham como si no tuviera preocupaciones. Aunque estuviera rodeado de pecadores.
Rees Holland se dio la vuelta y la miró por primera vez. Hasta este momento, había estado ignorándola. Tenía los ojos tremendamente negros, ese conde. No quedaba duda de por qué lo llamaban degenerado. El la miró, desde esas terribles cejas.
—Debería decirle lo mismo señora..., señora...
Dudó, porque evidentemente había olvidado su nombre. Era lo mínimo que ella esperaba.
—Soy la señora Cable, señor. Y el señor Cable me acompaña a todos los eventos —le informó.
—Un hombre valiente —dijo él. —Siempre me impresionó la valentía que demuestra la gente en su vida cotidiana.
Luego él cambió la dirección de los ojos y tomó un poco más de sopa.
La señora Cable estaba segura de que la había insultado. A ella o al señor Cable.
—Es un pecado —dijo con tono estridente y luego se acordó del lugar en donde estaba y bajó la voz. —Es un pecado abandonar la cama matrimonial.
Godwin volvió a mirarla. Su mirada era extremadamente fría.
—¿Cama? ¿Desea hablar de camas? Me impresiona, señora Cable.
Pero los pecadores y sus malvados chistes no le interesaban a Myrtle Cable.
—La carta de Pablo a los Corintios aconseja a los hombres amar a sus esposas —anunció ella.
—El también dice que las mujeres han de someterse a sus maridos —dijo Godwin.
Parecía aburrido e irritado, pero eso no le interesó a la señora Cable. El diablo cita las escrituras en su beneficio, se recordó, y regresó al ataque.
—«Un hombre puede tener negocios fuera de su casa, pero al caer la noche regresará a su esposa, Salmo 104» —le dijo.
Él se detuvo por un momento, con la cuchara a medio camino.
—Me hubiera gustado discutir con usted, señora Cable —dijo, en tono burlón—, pero no si usted altera los textos. Salmo 104: «Hombre, ve a trabajar y a tus labores, hasta que caiga la tarde».
—¿Usted conoce los salmos? —preguntó ella, estudiándolo más de cerca.
No parecía ser más que un insolente y malcriado aristócrata, aunque fuera mucho menos elegante que la mayoría de los londinenses. Tenía el cabello demasiado largo y lucía una barba de tres días.
—Le hice unos arreglos musicales al 104 —dijo él. —Las palabras gloriosas eran: «Dios hizo de las nubes carruaje, y camina sobre las alas del viento». ¿Quién podría olvidar esas líneas?
La señora Cable estaba impresionada. Tal vez era un ángel caído. Algo en su descuidada arrogancia resultaba doloroso.
—Entonces el hombre dejará a su padre a y su madre y deberá combinarse con su esposa: y serán un mismo cuerpo —dijo ella. —Génesis.
—Proverbios: Es mejor vivir en las tinieblas, que con una mujer beligerante y molesta —dijo él. Ambos miraron instintivamente a su esposa, sentada frente a ellos.
Para la señora Cable, la condesa no parecía una mujer polémica, en absoluto. La señora Cable, por supuesto, no valoraba la moda, puesto que era una creación del diablo. Pero tampoco era ciega. La condesa tenía una hermosa bata de crepé con caparazones bordeados en el área de los senos. Era elegante pero moderado, nada que ver con los corpiños bajos que las mujeres usaban ahora. Aún más, el cabello de la condesa estaba atado en pequeñas tiras y con tan sólo una perla como ornamento. Eso era mucho más indicado que lo que algunas mujeres se ponían hoy en día.
—Parece una verdadera condesa —le dijo ella a lord Godwin. —Virtuosa, no como otras mujeres jóvenes de hoy día.
Él comió un poco de pescado y dijo:
—Oh, ella es virtuosa, de acuerdo.
La señora Cable se sentía insegura. Ella había expuesto su punto de vista. ¿Qué más podía destacar? Tal vez ella debía dejar que ahora las semillas del amor de Dios hicieran su trabajo en aquel corazón estéril. Aunque un rayo más de sabiduría no podía hacerle daño.
—¿Quién puede encontrar a una mujer virtuosa? Pues su precio es mucho más alto que el de un rubí —comentó.
Lord Godwin la miró fijamente y la señora Cable sintió una punzada en el estómago.
Se dio la vuelta para conversar con la otra persona que tenía al lado. Lord Godwin era un hombre peligroso, y le resultaba descuidado, por mucho que así les pareciera atractivo a las jóvenes. Con razón tenía esa reputación. Probablemente era cierto el chisme de que vivía con una cantante de ópera.
Slope estaba interpretando su papel a la perfección. Esme esperó hasta que hubieran retirado la sopa y todos se hubieran comido el pescado. Estuvo muy pendiente de que Helena y Rees no fueran a explotar en una nube de humo negro, porque si no ella tendría que improvisar un poco; pero, aparte del hecho de que a Helena el cuello se le fuera a poner tieso de tanto evitar las miradas de su esposo, se estaban comportando bastante bien.
El asado había llegado y Esme envió a Slope a buscar más vino. Quería asegurarse de que su lado de la mesa tuviera suficiente licor encima para responder instintivamente. La señora Barret-Ducrorq tenía la cara rubicunda, y estaba diciendo cosas rimbombantes sobre el Regente, al que creía bastante mojigato. Henrietta estaba pálida pero no había abandonado el salón y Darby mostraba señales de desear seriamente a Henrietta. Esme sonreía en silencio.
Tal y como lo pidió, Slope entró sosteniendo una bandejita de plata. Hablando lo suficientemente alto como para llamar la atención de toda la mesa, dijo:
—Excúseme, milady, pero he encontrado esta carta. Está marcada como urgente y, sintiéndome un poco preocupado de haber, inadvertidamente, retrasado la entrega de una misiva tan importante, pensé en traerla de inmediato.
Un poco exagerado, pensó Esme. Evidentemente, Slope era un actor principiante. Tomó la nota y la abrió.
—Oh, pero Slope —gritó—, ¡la carta no es para mí!
—No había ningún nombre en el sobre —dijo Slope—, así que pensé que estaba dirigida a usted, milady. ¿Quiere que la reenvíe? —Quedó en suspenso junto a ella.
Era mejor que ella tomara las riendas de la actuación. Su mayordomo estaba amenazando con sacarla del escenario.
—Así está bien, Slope —dijo ella. Luego miró hacia arriba con una sonrisa brillante. —No parece estar dirigida a nadie. Eso significa que podemos leerla —hizo una sonrisa de niña chiquita. —¡Me encanta leer las cartas privadas!
Rees era el único que parecía profundamente aburrido y continuó comiendo el asado.
—No me he cansado de ti—dijo Esme en tono melodioso—, ni tampoco de la esperanza de que el mundo tenga guardado un amor para mí. Me encanta este poema, ¿no es tierno?
—John Donne —dijo Darby—, y le faltan las tres primeras palabras. El poema comienza así: Mi querido amor, no me he cansado de ti.
A Esme le resultaba difícil disimular su regocijo. No hubiera podido imaginarse un mejor comentario de la autoría de Darby. ¡Conocía el poema en cuestión! No se atrevió a mirar a Henrietta. Ya era difícil fingir que era la lectora más lenta de Limpley Stoke.
—Nunca encontraré a nadie a quien pueda amar más que a ti. Aunque el destino nos haya separado cruelmente, atesoraré tu recuerdo en mi corazón.
—No creo que esta carta deba ser leída en voz alta —dijo la señora Cable—, si es que realmente es una carta. ¿No es sólo un poema?
—Prosiga —dijo Rees. Al parecer había desarrollado un activo desagrado por su acompañante de mesa. —Me gustaría escucharla por completo. A menos que esta misiva fuese para usted, señora Cable.
Ella se molestó por el comentario.
—Claro que no —dijo.
—Si no lo es, ¿por qué diablos le importa que un pedazo de poesía sin brillo sea leído en voz alta?
Ella apretó los labios.
Esme continuó, como en un sueño:
—Desecharía las estrellas y la luna con tal de pasar una noche más. —Jadeó, se interrumpió y dobló la nota, rezando para no haber sobreactuado.
—¿Y bien? —dijo la señora Cable.
—¿No vas a terminar de leer? —Dijo la señora Barret-Ducrorq con su vocecita. —Estaba pensando que tal vez yo deba leer algo de este John Donne. Aunque no lo haré si su trabajo es poco apropiado para las damas, por supuesto —añadió rápidamente.
—Creo que no —dijo Esme, dejando caer la carta lentamente a su izquierda, delante del señor Barret-Ducrorq.
—¡La leeré por ti! —dijo, jovialmente. —Veamos: Desecharía las estrellas y la luna con tal de pasar una noche más en tus brazos —y se detuvo. —Este Donne es poesía sofocante. Lo dejo así.
—Ése que habla ya no es John Donne —recalcó Darby. —El autor está improvisando.
—Hummm —dijo el señor Barret-Ducrorq.
—¿Se refería esa carta a una noche en tus brazos? —preguntó la señora Cable, sin estar segura de lo que había oído.
—Me temo que sí —dijo Esme, suspirando.
—Entonces no debemos oír más —dijo la señora Cable, firmemente, cortando al señor Barret-Ducrorq en el instante en el que él iba a continuar con la lectura.
—Ah, hummm, exacto, tiene razón —dijo él.
Esme miró a Carola, quien se volvió hacia el señor Barret-Ducrorq y le quitó suavemente la hoja de papel de los dedos.
—Creo que esto se parece a la clase de nota que mi querido, queridísimo esposo me enviaría —dijo, con un tono tan suave como la miel y los ojos absortos en la hoja de papel, en lugar de los de su esposo. —De hecho, estoy segura de que él me escribió esta nota, y simplemente se extravió.
Esme veía que la señora Cable estaba a punto de reventar en su silla. Henrietta estaba bastante pálida pero aún no abandonaba el salón. Tuppy Perwinkle se debatía entre la risa y la consternación. Darby parecía medianamente interesado y Rees nada en absoluto.
Helena levantó la cabeza. Había pasado la mayor parte de la cena mirando al plato.
—Lee la carta de tu esposo, Carola —dijo. —Creo que siempre es interesante ver que hay esposos que reconocen la existencia de sus esposas.
Esme hizo un gesto de dolor, pero Rees se metió otro tenedor repleto de carne en la boca.
Carola leyó obedientemente:
—Nunca conoceré a otra mujer con el cabello bañado por las estrellas como el tuyo, mi querida Henrie... —se detuvo.
Todas las miradas se volvieron hacia Henrietta.
—¡Lo siento! ¡No ha sido a propósito! —Gritó Carola. —Realmente pensé que la carta era de mi esposo.
Henrietta mantuvo una calma admirable, aunque un agitado color rosa reemplazó la palidez de sus mejillas.
Para su enorme satisfacción, Esme vio que Darby estaba absolutamente furioso.
—¿Quién firma esa carta? —preguntó la señora Cable.
Carola no dijo nada.
—¿Quién firma esa carta? —repitió la señora Cable.
—Me temo que es muy tarde para mentir, Carola. Ahora debemos preocuparnos por el futuro de nuestra querida Henrietta.
La señora Cable asintió.
—Está firmada por Simón —dijo Carola, mirándolo fijamente. —Simón Darby, por supuesto. Es una carta bastante poética, señor Darby. Me gusta el final, particularmente, si me disculpa por decirlo.
—Léalo —dijo lady Holkham con una voz implacable.
—Sin ti, nunca me casaré. Como no puedes casarte conmigo, querida Henrietta, nunca me casaré. Los hijos no significan nada para mí; son superfluos. Todo lo que quiero eres tú. Para esta vida y más allá. —Carola suspiró. —¡Qué romántico!
Luego Henrietta hizo algo que Esme no había contemplado, y que fue la mejor de todas las acciones posibles.
Se movió un poco a la derecha y cayó justo en los brazos de Darby.
Se desmayó.