CAPÍTULO 34
DE canastas de bebés y familias en carruajes.
Darby y Ress llegaron a El Oso y el Búho alrededor de las tres de la tarde. Ress pasó el viaje en una esquina tarareando sin cesar fragmentos de canciones. Era suficiente como para que cualquiera se hubiera dado a la bebida. Y en el momento en que el carruaje se detuvo, salió a la calle, mascullando algo sobre un órgano y la iglesia de la aldea.
Darby se encargó de conseguir posada, encontró una mujer que cuidara a Anabel y a Josie durante la noche, luego volvió otra vez afuera y miró el camino que habían recorrido. No tenía ningún sentido de culpa por las horas pasadas.
Había manejado mal el viaje. La verdad era que se sentía herido por el énfasis de Henrietta en su matrimonio como conveniencia por el cual ella adquiriría a sus hermanastras, como si fueran una herencia que le hubiera sido dada. De todos modos, no estaba bien dejar a su novia sola en un carruaje con dos niñas, sin importar lo mucho que hablara ella sobre querer ser madre.
Una niñera experimentada no había podido manejar el débil estómago de Anabel y las rabietas de Josie. El viaje desde Londres había sido un infierno: no había razón para pensar que el viaje de regreso fuera diferente. Con un suspiro se giró hacia el posadero y empezó a negociar el contrato de un caballo. Cinco minutos más tarde volvió al camino.
Media hora después vio llegar su carruaje. Venía tranquilamente, parecía precisamente lo que era: un carruaje que contenía la familia de un hombre. Lo saludó, amarró el caballo y lo montó con un miedo intensificado por el olor que lo saludaba. Lo primero que vio fue una gran canasta entre los asientos, que llevaba una pila de sábanas y ropa de niños. Claramente, Anabel ya no vestía la misma ropa que llevaba puesta esa mañana. Pero después de todo, la que encontraron sus ojos fue una escena muy pacífica.
Henrietta estaba en una esquina, Anabel contra su pecho, y ambas dormidas. Como los ojos de Anabel parecían hinchados incluso a pesar de estar durmiendo, se imaginó que probablemente había causado una tormenta antes de echarse la siesta. Josie estaba sentada en el otro asiento con una pierna doblada, chupándose el pulgar. Apenas lo vio, se quitó el pulgar de la boca y dijo:
—¡Shhh! ¡Anabel está durmiendo!
—Ya lo veo —dijo Darby, se sentó a su lado y asintió al cochero, quien cerró la puerta. El carruaje terminó el lento viaje. —Pensé en ir a buscaros, por si acaso Henrietta necesitaba asistencia. ¿Habéis tenido un buen viaje?
Algo en la manera delicada en que Josie se estaba chupando el pulgar y mirándose las botas lo hacía sospechar.
—Habéis tenido un buen viaje, ¿no?
Ella no respondió.
—¿Josie?
Finalmente, su hermanita se sacó el pulgar de la boca y dijo:
—Puedo llamarla Henrietta, porque se casó con mi hermano.
Darby parpadeó.
—Bien.
—Ella tiene su temperamento —dijo Josie de forma deliberada. —Mira—señaló una de las lamparitas que estaba adherida a las paredes del carruaje. A Darby le parecía que estaba bien, pero Josie la contemplaba con satisfacción. Presumiblemente, la caperuza había sufrido algún tipo de abuso.
Bueno, pensó Darby, mi madre lanzó carne asada. Supongo que podría prepararme para lámparas voladoras. Josie no parecía estar perturbada. De hecho, exhibiciones de mal genio probablemente la hacían sentirse en casa. Tenía la vaga sensación de que ella había estado presente la Navidad anterior a la última; claro que Josie había sido llamada abajo, pero ¿estaba abajo cuando su madrastra le había lanzado la salsera al vicario? Todo lo que su padre había dicho era:
—Si esto no es pasarse de la raya...
Puedo cultivar la misma actitud, se dijo Darby. Ahora que había estado en el carruaje por unos momentos, apenas podía notar un olor desagradable. El pelo de Henrietta se le estaba cayendo de la redecilla, y parecía inusualmente desarreglada, lo que le recordaba que todo viaje tenía su final, y el de éste sería la noche de bodas.
Los ojos de Josie parecían cansados, y Darby supuso que se quedaría dormida en un momento. Dudó un momento, luego levantó a Anabel y la puso en la canasta a medio llenar en el suelo. Podría haber sido diseñada sólo para ese propósito; la niña apenas cambiaba de posición cuando dormía. Luego Darby se sentó al lado de su esposa y la atrajo hacia su hombro.
Henrietta abrió brevemente los ojos, lo miró aturdida y dijo:
—¡Te lo advertí! —Y volvió a dormir.
Entonces Darby se fue hasta la esquina y vio a Josie quedarse dormida. Cuando cerró los ojos, él había decidido complacerse y quitarle la redecilla que usaba Henrietta para recogerse el pelo. Lentamente, lentamente, empezó a quitarle las horquillas que pudiera alcanzar sin despertarla. Con razón parecía tan dócil el pelo. Se ponía más horquillas de lo que hubiera supuesto que necesitaba una mujer. Finalmente, consiguió quitarle la redecilla. Su esposa no iba a vestirse como una abuela.
Dos minutos después, supo por qué Henrietta Maclellan recurría a una redecilla y más ganchos de lo que se veía normalmente en las tiendas. El pelo le caía sobre los hombros como la melena de un león, con reflejos dorados y ambarinos. No se encrespaba: la palabra rizo le traía a la mente ringletes y niñas pequeñas. Combinaba con el fuego, sin reglas, sin gobierno, hasta la cintura. Sus dedos acariciaban grandes masas de seda áspera.
Naturalmente, tenía puesto un vestido para viajar, diseñado sin consideración por la figura femenina. Era grueso y las costuras ni siquiera caían bien. Darby hizo un experimento quitándole la parte de arriba, pero no era capaz de notar nada. Bueno, había bultos que le escondían los senos, pero sí que podía sentir la forma. Tampoco le hacía falta tocarlos para recordar, pensó desalentado. La hinchazón de los senos en su mano perseguía sus sueños. Sus dedos recorrieron la resistente lana del traje. Debajo de la lana, sus senos eran del color de la crema más fina, y más suaves. Y de la crema florecía un pezón tan oscuro como una rosa madura.
Josie roncó y Darby se quedó quieto. No era muy caballeroso sentir los senos de su esposa en la presencia de niños, aunque estuvieran dormidos. Dejó la mano en la tibia curva del seno derecho de Henrietta, o al menos en el arrugado trapo que cubría su seno, mientras pensaba en ello. Luego dejó de pensar y empezó a sentir la forma de su cuerpo con la mano. Era como intentar adivinar la forma de una fruta en la oscuridad.
Excepto que lo único que notaba eran las prendas de vestir. Podía sentir cada hueso por separado en el corsé, lo cual quería decir que estaba vistiendo prendas tan restrictivas, tan pesadas, como las que se ponía su abuela. Ociosamente, él recorrió las costuras, sintiendo las capas de lana. Con razón Henrietta mantenía la espalda tan rígida. No tenía otra opción.
Por su parte, Henrietta estaba disfrutando del momento demasiado como para abrir los ojos. Era extrañamente tranquilizante despertar para encontrar los dedos largos de Darby bailando sobre sus senos, tocándola por los costados. Casi temblaba, se sentía muy bien, excepto que eso la delataría. Aun a través de las capas de lana, del corsé y la ropa interior, su cuerpo sabía que la mano de él estaba allí.
Ahora parecía estar palpando su corsé. Los párpados de Henrietta temblaron y casi se abrieron, tensos por el deseo de preguntarle qué estaba haciendo. La sensación de los dedos de él sobre sus senos era intoxicante. Sólo el pensarlo hacía que su corazón emitiera un ruido sordo entre sus costillas, que un temblor le bajara..., le bajara hasta la entrepierna. Era como si él tocara la superficie del agua, y ella estuviera justo debajo. Anhelando que él rompiera la superficie. Sus senos cosquilleaban y casi rogaban por su tacto.
Abrió los ojos con un jadeo. De inmediato, los dedos se detuvieron, relajados como si no estuvieran haciendo más que sostener a su esposa que dormía, algo que había sucedido al cubrir el pecho de ella con su mano.
Por un segundo, la miró con ojos ardientes. Luego ella vio, en las profundidades de sus ojos, un destello de una sonrisa. Él sabía que ella no estaba dormida. Lo había adivinado de alguna manera. Ella nunca podía guardar un secreto.
—¿Estás disfrutando, querida? —susurró e inclinó el cuello para que su aliento revolviera los rizos de su frente.
Ella debería negarlo, debería pedir que la dejara dormir, debería actuar como una señorita. Se sentó y pensó en lo que quería hacer a continuación.
—¿Estás cómoda? —preguntó, y la voz ronca, casi de dormida, hizo que cayera sobre su hombro. Era como si hubiera leído sus pensamientos. —¿Por qué no te recuestas, Henrietta?
Ella nunca se inclinaba o se echaba. «Mantén la espalda erguida y tu deformidad no se notará tanto», le había aconsejado un doctor. Henrietta nunca había olvidado ese consejo.
De repente se levantó.
—¡Las niñas! —jadeó.
—Ambas están dormidas —dijo Darby, atrayendo la espalda de ella hacia él. Ella perdió el equilibrio y cayó justo en su regazo. El aliento de él acarició su cuello.
—¿Qué rayos le ha pasado a mi peinado? —Mientras se volvía para coger la gran caída de cabello, oyó el sonido más extraño de Darby.
—¿Pasa algo?
Darby debía de estar pensando cómo responder a eso. Los dioses crueles que habían diseñado corsés habían olvidado cubrir el trasero de Henrietta. Redondeaba la unión de las piernas, embriagadoramente redondo, suave y tierno. Probablemente no tenía idea de lo que tenía entre las piernas.
Pero ella sí notó algo. Se movía tratando de encontrar un lugar cómodo.
Él puso sus manos en la cintura de ella y la puso al lado de él en el asiento. Su esposa estaba buscando, preguntándose adonde había ido a parar la redecilla.
Luego los ojos se le abrieron cuando se dio cuenta de que algo más hacía falta.
—¿Dónde está Anabel?
—Aquí —dijo Darby, y levantó la tapa de la canasta, orgulloso. Era un coche para bebés admirable, si podía decirlo.
—¿Pusiste a Anabel en una canasta de picnic? Y luego pusiste una... ¡tapa en la canasta!
—No se iba a sofocar —señaló Darby. —La canasta está hecha de mimbre tejido, y hay aire suficiente.
Henrietta lo miró con la boca abierta, y Darby estaba bastante seguro de que si hubiera habido un pedazo de carne a su alrededor, estaría volando por los aires hacia su dirección. Entonces se movió primero.
No la iba a besar.
Era una advertencia para esa noche. Si no sabía por qué el regazo de él se había convertido en un asiento con un bulto, Darby sí lo sabía. Por una razón desconocida, su esposa terriblemente vestida lo tenía doliendo de lujuria en una forma que él no había experimentado ni siquiera cuando se encaprichó de la tercera criada. Era una necesidad profunda que sentía, tan primitiva como la rabia o el dolor.
Su lengua invadió la boca de ella del mismo modo en que los cosacos invadían pequeñas aldeas: invasión primero, preguntas después. Era un beso que hablaba de desnudez, de senos sin corsés y regazos sin pantalones.
Y su esposa, su pequeña y rígida esposa, entendía bien el mensaje. Ella apoyó las manos sobre sus hombros y dijo algo incoherente. Una amonestación, seguro. Pero él no podía saborearla, no saboreaba la pasión en ella, así ella lo agarrara de los hombros. Apenas la cogió y la puso sobre su regazo otra vez, una llamarada le atravesó la ingle cuando el trasero de ella se posó en sus piernas. Luego tomó su boca, se sumergió en las profundidades, las manos la sostenían cerca.
De repente su lengua tocó la de él, tímidamente, buscando la certeza. La cruda lujuria que le mecía el cuerpo era una revelación.
Simón Darby nunca perdía la compostura. Nunca. De muy joven, se había hecho a la idea de que la emoción cruda no era aconsejable ni atractiva. Había visto a su madrastra explotar en éxtasis de rabia mientras su padre, todavía encantado con su esposa, casi no se quejaba. Después, Darby vio a su padre sucumbir a la fiebre del juego, sin parar de apostar cada vez más, incluso con cartas sin valor. Darby había tenido éxito en darse sus propias respuestas sobre las medidas apropiadas.
Pero ahora, al dejar descansar su cabeza, Darby era consciente de que su propia esposa podría probar su mal comportamiento. Estaba temblando, literalmente. Nunca había temblado al sostener a ninguna mujer en su vida. Era mortificante.
Tenía que hablar con ella, explicarle que no era...
—¿Qué estás haciendo, Henrietta? —dijo una vocecita del otro lado del carruaje, con algo de interés.
Su esposa emitió un sonido ronco y se alejó de él tan rápido que casi se cae al suelo.
Darby se enderezó y miró a su hermana. ¿Cuánto tiempo hacía que Josie estaba despierta? Se sentó en el asiento opuesto, el pulgar en la boca, mirándolos con una expresión inquietante.
—Estaba saludando a Henrietta —dijo.
Los ojos de Josie se entrecerraron.
—Tú nunca me saludas así—dijo.
—Tú no eres mi esposa.
La boca de Josie inmediatamente se adelgazó. Darby se preparó para una explosión de lloriqueos y gritos, pero Henrietta detuvo el grito cuando iba a aparecer.
—Recuerda qué te dije, querida —dijo, y señaló la lámpara con la cabeza.
Para su inmensa sorpresa, Josie parpadeó y se quedó quieta. Estaba claro que existía una terrible advertencia que tenía que ver con la lámpara.
—El señor Darby no quiere ser cortante —continuó Henrietta. Estaba moviendo su gran mata de pelo mientras hablaba. Cómo iba a hacer que se mantuviera sobre su cabeza sin la redecilla (ahora guardada en el bolsillo de Darby) era algo indescifrable.
Afortunadamente, el carruaje pareció pasar por encima de piedras, una seña segura de que habían llegado a El Oso y el Búho—Tu hermano y yo estábamos saludándonos —dijo Henrietta. Se dio por vencida en hacer el esfuerzo de arreglarse el pelo y se puso un sombrero encima. —Las personas casadas se saludan con un beso cuando se encuentran sin esperarlo.
Josie no parecía convencida, pero Henrietta sugirió serenamente que se cambiara el sombrero, ya que habían llegado al hotel.
Darby tampoco estaba convencido. Miró su regazó. Si esto era apenas un saludo, ¿qué intentaría su esposa durante la noche?
Miró a Henrietta y agradeció ver algo de color en sus mejillas, una abundancia en su labio inferior que hablaba de sus besos lujuriosos.
Pequeños copos de nieve caían en la mata de cabello de Henrietta. Desaparecían instantáneamente, quemados, sin duda.
—No creo que podamos viajar mañana —dijo Darby, acercándose a su esposa mientras ella dirigía a Josie hacia la posada.
—Ay, Dios —dijo Henrietta y miró al cielo.
Él se rindió a una dulce tentación.
—Tal vez tengamos que pasar el día en cama —dijo, inclinándose hacia la oreja de ella. —Sólo para mantenernos en calor, claro.
Ella lo miró, con los labios hinchados por los besos, y lo sorprendió de nuevo. Una sonrisa brillaba en sus ojos, ondulando esos profundos labios rosas. Copos de nieve le caían en el pelo y en las pestañas, pero ella no estaba precisamente hecha de nieve, ni era de corazón frío.
Silenciosamente, él la siguió hasta la puerta de la posada porque no sabía qué decir. La idea de que apenas una sonrisa pudiera hacer que el calor invadiera su cuerpo como una plaga era atemorizante.