CAPÍTULO 21

EL círculo de costureras se encuentra

en la casa de Lady Rawlings.

La tarde siguiente discurrió muy lentamente. A las cuatro, Josie estaba tan ansiosa que no sabía ya qué hacer. Corrió por la sala de juegos con una canasta bajo el brazo, intentando meter en ella a todos los soldados, para poderlos llevar consigo.

—¿Crees que mi hermano ya está en el salón? —No paraba de preguntar.

La idea era tan emocionante que no dejaba de saltar por toda la habitación. Ese tipo de comportamiento tan poco femenino hubiera enloquecido a la enfermera Peeves, pero su nueva niñera tan sólo la acariciaba suavemente y con cariño cada vez que ella pasaba por su lado, preguntándole si necesitaba usar el baño antes de bajar.

Su nueva amiga Henrietta estaba con su tía Esme cuando entraron en el salón, y Josie estaba tan entusiasmada que corrió haciendo un pequeño círculo antes de hacerles una reverencia y decirles:

—Buenas tardes. —Justo como se lo habían enseñado.

Luego Henrietta le contó nuevamente la historia de las botas perdidas y Josie se comió siete tartaletas de limón sin ni siquiera sentir una pizca de malestar. Cuando Anabel tuvo que subir a dormir una siesta, Josie rogó poder quedarse allí. Se sentó en silencio frente a Henrietta y comenzó a sacar a los soldados de la canasta, uno por uno, para ordenarlos en líneas de combate.

—¿Dónde has encontrado esos juguetes? —le preguntó la tía Esme con una voz aguda, como la de la enfermera Peeves cuando Anabel le vomitaba encima.

Josie la miró rápidamente, se movió unos centímetros hacia Henrietta, y dijo:

—Estaban arriba. La niñera dijo que podía jugar con ellos.

La tía Esme no dijo nada más, y después de un momento, Henrietta le acarició la cabeza y le dijo:

—¿Por qué no llevas los soldados de vuelta a la guardería? Estoy segura de que Anabel te echa de menos.

Josie sabía, al igual que todos, que Anabel estaba durmiendo la siesta. Comenzó a guardar los soldados, uno por uno, muy lentamente. Luego miró por encima del hombro hacia el sofá y vio que la tía Esme estaba llorando de nuevo.

La primera vez que Josie vio a su tía llorando se quedó desconcertada, casi se asusta. Pero ahora conocía a la tía Esme lo suficientemente bien como para saber que ella lloraba con frecuencia, así que Josie guardó en la canasta el último soldado —de un modo bastante sufrido— e hizo una reverencia delante de su tía.

Antes de repetir el gesto frente a Henrietta, susurró:

—¿Crees que podrás venir a visitarme mañana para contarme la historia de las botas perdidas otra vez?

Henrietta le sonrió y le dijo que tal vez, y entonces a Josie no le importó tanto regresar a la guardería.

Eso dejó a Henrietta en el salón a solas con Esme. Le alcanzó un pañuelo. Había tomado la costumbre de llevar varios en su pequeño bolso. Esme estaba en una etapa en la que lloriqueaba tanto que parecía quedarse sin aliento, pero como Henrietta ya había visto al menos dos de esos ataques la semana anterior, no tenía miedo de que le sucediera nada grave.

—Lolo siento —dijo Esme. —Ésos son los soldados de mi hermano, eso es todo. La niñera debió de haberlos traído con ella. No los veía desde hacía muchos años.

—No sabía que tenías un hermano.

—Su nombre era Benjamin.

Henrietta se puso de pie y se sentó junto a Esme en el sofá, abrazándola por encima de los hombros para darle consuelo.

—Lo siento.

—Murió cuando tenía cin-cinco. Fue hace mucho tiempo. No debería llorar por eso. Fue al ver de nuevo esos soldaditos. —Y se disolvió en sollozos sobre el hombro de Henrietta. —Yo nun-nunca lloro —gimió. —¡Nunca! Ni siquiera lloré en su funeral, incluso cuando era mi único y querido Benjamin, mi amorcito y nadie lo quería tanto como yo. Era mi hermanito.

—Oh, Esme, lo siento —repitió Henrietta. Sintió que los ojos se le inundaban. —Eso es horrible.

Pero Esme ya se estaba enderezando.

—Estoy cansada de tanto dolor —dijo titubeando. —En realidad, no había llorado mucho durante mi vida. Sé que probablemente no vayas a creerme, porque nos conocemos hace un mes y todo lo que hago es llorar, pero es verdad. No soy una llorona. Al menos, no en circunstancias normales.

—No hay nada impropio en llorar la memoria de un hermano. La muerte de un niño le parte el alma a cualquiera.

Esme se sonó la nariz, que ya tenía bastante roja, y se estiró para alcanzar una tartaleta de limón, pero Josie se las había comido todas. Henrietta le pasó la bandeja de gelatinas.

—Lloro por todo. Esta mañana derramé el chocolate caliente en la cama y casi me pongo a llorar por eso. Todo lo que hago es comer y llorar. Gracias al cielo que por lo menos disfruto con la primera actividad. Lo siento, Henrietta. ¿De qué hablábamos antes de que esto sucediera?

—De nada que fuera terriblemente importante.

—Sí, estábamos hablando de algo importante —dijo Esme. —Te estaba intentando sonsacar lo que había pasado con Darby. Porque el lunes dejasteis la casa juntos, bastante contentos pero no los he vuelto a ver hablar estos días, ¿verdad?

—Claro que hemos hablado —dijo Henrietta con voz razonable. —No tenemos mucho que decirnos, pero eso es algo natural cuando dos personas tienen gustos tan diferentes.

—No puedo entenderlo. Soy buena juzgando a la gente. Realmente creía que vosotros dos hacíais una buena pareja, si no te molesta que lo diga.

A Henrietta le importaba. Pero ¿cómo podría decírselo?

—Claro que no me importa —se apresuró a decir. —Creo que simplemente malinterpretaste nuestro mutuo interés.

—Yo puedo no saber coser un dobladillo recto, pero soy una experta intérprete de los hombres —dijo Esme. —Y lo que es más: conozco a Darby. Cuando os dejé solos en el salón, tenía la mirada de un hombre que está a punto de robar un beso. Y querida, cuando una ha pertenecido a la alta sociedad de Londres tanto tiempo como yo, y ha besado a una cantidad considerable de hombres, ¡esa mirada se reconoce!

Por suerte (o no, depende de cómo se mire), Henrietta no tuvo que contestar a eso porque las damas del círculo de costureras entraron en la habitación, hablando todas al mismo tiempo. Esme dejó caer su peso sobre los pies y le hizo una seña a Slope para que recogiera los platos vacíos que alguna vez habían albergado tartaletas de limón. Henrietta se puso en pie para saludar a lady Winifred, a la señora Barret-Ducrorq y, para su sorpresa, a su madrastra, Millicent.

Henrietta supo inmediatamente por qué Millicent se había unido al círculo de costureras. Su madrastra jamás atendía las funciones de caridad; las había declarado aburridas como el demonio hacía algunos años. Pero la presencia de Darby en esa casa cambiaba las cosas. Indudablemente, deseaba observar su comportamiento cerca de Henrietta. O viceversa.

La señora Cable entró un poco más tarde, después de que el resto de las señoras se hubieran acomodado para tomarse una copa de té.

—¡Hola! ¡Hola! —gritó, revoloteando por toda la habitación, repartiendo besos. Se detuvo ante Henrietta y dijo:

—Bueno, ¡lady Henrietta!

Henrietta hizo una reverencia con la cabeza.

—Qué agradable verla, señora Cable.

—Yo te vi, pero tú no me viste —dijo la señora Cable maliciosamente, señalando a Henrietta mientras movía ese dedo en círculos.

Henrietta sintió una punzada en el estómago.

—Oh, sí —continuó la señora Cable, con el agudo placer de una mujer que está a punto de contar un chisme. —Estaba ahí.

—¿Ahí? ¿En dónde?

—Bueno, yo iba en mi carruaje —dijo la señora Cable. —Íbamos a visitar a mi hermana, que vive a unos pocos kilómetros, y como mi esposo siempre me dice: «Señora Cable, vaya cómoda siempre que lo desee». Así que eso es lo que hago, querida. Uso el carruaje de viaje incluso para distancias cortas.

Mientras Henrietta todavía seguía pálida, la señora Cable continuó:

—Bueno, pues yo iba en mi carruaje de viaje. Y si no te importa que lo mencione, verdaderamente pienso que deberías ser más prudente, lady Henrietta. Como dice el segundo libro de Titus, una mujer debe ser discreta, casta y quedarse en casa. —Algo más le faltaba a aquella frase. —Yo podía haber estado con un niño. Una de mis sobrinas, por ejemplo.

—Me temo que no... —Henrietta comenzó a decir, pero su madrastra la interrumpió.

—Señora Cable, ¿está intentando contarnos que fue testigo del admirable beso que le dio Mr. Darby a mi hija?

—Sí —dijo la señora Cable, sentándose en una silla. —Eso fue exactamente lo que vi. ¡Y ese beso mostraba mucho más que admiración!

Henrietta se sentó tiesa en el sofá, pero Millicent tenía el control de la situación.

—El pobre hombre le ofreció su mano, señoras.

Todos miraron a Henrietta y luego desviaron la mirada como si ella tuviera varicela.

—Claro que el señor Darby no estaba al tanto de las circunstancias —finalizó Millicent.

Lady Winifred, que estaba sentada al lado de Henrietta, le acarició la mano.

—Eso debió de haber sido muy difícil para ti, querida. Si tan sólo las viejas costumbres prevalecieran, ¡y los caballeros tuvieran la decencia de acercarse a los padres o a los guardianes de las señoritas antes de expresarles sus sentimientos! En mi época, esto nunca hubiera sucedido.

—Es cierto, es cierto —dijo la señora Barret-Ducrorq, con estridencia. —Le he inculcado a mi querida Lucy que no debe responder a ninguna imprudencia por parte de un caballero a menos que éste haya hablado conmigo y le haya dado mi consentimiento.

Henrietta hizo un gesto con la boca en lo que esperaba pareciera una sonrisa de alguien que fue importunada en contra de sus deseos. Ahora sabía por qué Millicent se había unido al círculo de costureras. No era para observar a Henrietta conversar con Darby. Era para poder defender a Henrietta de las consecuencias de ese beso escandaloso.

Esme se unió a la batalla.

—Mi sobrino está devastado por las noticias —dijo en tono convincente. —Me temo que verdaderamente le entregó el corazón a Henrietta. Me dijo que se debía a que ella le hubiera hecho tan poco caso. Ahora, ¿no sería ésta una buena moraleja para las jóvenes? Como bien saben, mi sobrino es bastante respetado en la alta sociedad. Pero no fue sino hasta que conoció a Henrietta, y se enfrentó a su escasa falta de interés en él, que deseó pedirle matrimonio a nadie.

Millicent asintió.

—Puedo decir que fue un momento terrible, cuando tuve que informarle al pobre caballero sobre las circunstancias de Henrietta.

Todas parecieron comprensivas.

—Creo que él se recuperará —dijo Esme, tristemente. —Pero no dentro de poco tiempo. Sólo digo que espero ver un sobrino nieto, o sobrina, en lo que me queda de vida.

Eso fue demasiado, al parecer de Henrietta, pero las señoras estaban asintiendo.

—Debió de haber sido toda una desilusión —murmuró la señora Cable. —Por la manera en la que él..., él sostenía a lady Henrietta, era fácil decir que su corazón ya se había comprometido con ella. ¡Y todo porque no le demostraste interés alguno! Es una lástima que no haya más jóvenes que tengan el recato de lady Henrietta.

—Varias veces le he tenido que decir a mi sobrina que sea más prudente en sus maneras —admitió la señora Barret-Ducrorq, amargamente. —Imagínate, Lucy no le prestó atención al señor Darby. Dijo que no le había parecido excesivamente agradable. Ya ves, siempre fuimos una familia muy perceptiva.

Darby se sentó en aquella pequeña cama, peleando contra su conciencia. No había razón alguna para bajar a tomar el té. Lo que debía hacer era regresar a Londres. Había ido a Limpley Stoke para averiguar si su tía estaba embarazada de su tío, y así era. De hecho, se sintió apenado por haberlo sospechado. El hecho de que Esme tuviera un amante en sus tierras, dado que Sebastian Bonnington se estaba haciendo pasar por jardinero, no era de su incumbencia. No había nada que lo retuviera a este lugar.

El problema es que no podía recordar que nunca hubiera deseado algo tan ansiosamente como quería a Henrietta Maclellan. Parecía que lo único en lo que pensaba en los últimos cuatro días era que debió haber tomado las riendas de ese pequeño y absurdo carruaje para dirigirlo de vuelta a casa y luego..., y luego...

Incluso el hecho de pensar en ella hacía que se le secara la boca. Recordar la manera en la que ella tembló cuando su mano le recorrió la espalda y la sujetó hizo que su entrepierna captara toda la tensión. Pensar en su pequeño grito gutural cuando él se alejó del beso lo hizo estar seguro de que si se las hubiera podido arreglar para llevarla a una cama, hubiera podido ser su compañera de por vida.

Ése era el infierno. Nunca antes había considerado a una mujer para que fuera la compañera de su vida. Como ocupante exclusiva de su cama.

Nunca.

Un caballero jamás discutía esos asuntos, por supuesto, pero sabía que Rees y él estarían de acuerdo en este tema. A ambos les gustaban las mujeres salvajes y rebeldes. En el caso de Rees, las mujeres debían tener grandes voces, a la altura de unos pechos igualmente abundantes; en su caso, tan sólo debían tener un fino sentido del humor. Una manera sensual de vestir. Y una mirada que se encontrara con la suya en medio de una habitación y le dijera, tan claro como la luz del sol, «ven a mí».

Henrietta tenía el sentido del humor, pero nada más de esa lista. Vestía la seda como si fuera tela de costal, y se movía como si su cuerpo fuera de madera.

Claro que él podía hacer otra lista, una diferente; una que incluyera una franqueza que le quitara el aliento. Una pasión genuina, pero limitada a gestos sensuales y prendas sedosas. Una manera de reírse de él que fuera tierna e inteligente, que lo hiciera sentir admirado por lo que es y no por su poder en la alta sociedad londinense, ni por sus atributos físicos. Por él mismo.

Pensar en todo esto hizo que Darby sintiera como si unas hormigas le caminaran por la espalda. No es que él nunca hubiera pensado en tener una esposa. Claro que lo había hecho. Quería una esposa tanto como el resto de los hombres: es decir, de un modo confuso, futuro y que tenía que ver con el compromiso. Tenía la tenue idea de que tal vez su matrimonio podría ser mejor que el de sus padres. Era mejor sentir algo de afecto por la esposa. Y de ser capaz de disfrutar el tiempo en compañía.

Sin embargo, hasta que conoció a Henrietta, nunca había imaginado pasar su vida con una mujer. Tampoco había considerado los placeres de presentarle a una mujer los placeres sexuales. Tendía a acostarse con mujeres experimentadas, tan diestras en los asuntos de cama como lo eran con el personal de la casa.

Pero con Henrietta... las cosas podían ser diferentes.

Un golpe fuerte en la puerta le indicó que Slope traía una nota de Esme.

TE VIERON BESANDO A HENRIETTA; CREO QUE LO MEJOR PARA TODOS ES QUE NO BAJES A TOMAR EL TÉ CON NOSOTRAS HOY.

Mejor para todos si regreso a Londres. Mejor para Henrietta si jamás la vuelvo a ver.

Salvo porque, ¿cómo podría una mujer tan sensual vivir toda su vida sin un hombre? Un recuerdo de cómo su lengua bailaba con la de él hizo que el cuerpo se le endureciera de nuevo.

Al menos, la nota de Esme había resuelto la cuestión de si debía bajar a acompañar al círculo de costureras del piso de abajo. Partiría hacia Londres tan pronto como preparara sus cosas.