CAPÍTULO 18

ESME RAWLINGS descubre que algunas verdades

son difíciles de encubrir

—No es hijo tuyo —dijo Esme, poniéndose de pie con alguna dificultad. —Es de Miles.

Sebastian la miró fijamente sin ponerse en pie, lo que era señal de que estaba anonadado.

—Oh, dios mío —susurró. —Estás embarazada.

—El hijo es de Miles —repitió, intentando imponer algo de autoridad en la conversación.

Como él no dijo nada, ella se abrió la parte delantera de la pelliza.

—¡Mira! —dijo, moldeando la tela del vestido contra su barriga.

Él miró.

Ella esperó a que él sacara las obvias conclusiones.

Como él no dijo nada, ella admitió la verdad.

—Si este bebé fuera tuyo, yo tendría seis meses de embarazo, lord Bonnington. Difícilmente estaría tan hinchada.

El despegó los ojos de su barriga y la miró fijamente a los ojos.

—Creo que ya es hora de que nos tuteemos, Esme.

Había algo en su mirada que ella no quería contradecir, no al menos cuando se trataba de algo tan trivial.

—Está bien, Sebastian —dijo ella. —En cualquier caso, estoy embarazada de más de seis meses.

—¿Cuándo nacerá? —preguntó él. Ella intentó parecer poco interesada.

—Tal vez el mes que viene.

De repente, él se dio cuenta de que ella estaba de pie y saltó a sus pies. Sin decir una palabra, la miró de la cabeza a los pies. Esme lo aguantó. Advirtió que él podría darse cuenta de lo hinchada que estaba. Eso lo convencería de que el bebé no era suyo sino de Miles. Y eso era clave, porque..., porque..., ella no estaba segura de por qué. Y él perdería esa mirada de amor al darse cuenta de que ella ya no era la mujer más hermosa de la alta sociedad, sino una hinchada y redonda, propensa al llanto sin ningún rastro de sentido común en la cabeza.

A él no parecía importarle. Sin hablar todavía, él levantó los brazos y le puso las manos sobre los hombros y comenzó a acariciarlos tan suavemente que ella casi se le arroja encima.

—Bueno —dijo ella en lugar de hacer eso—, mejor regreso a la casa. Tengo muchas cosas que hacer. El círculo de costureras viene mañana.

Él sonrió un poco en tono de burla.

—¿Eres la anfitriona de un círculo de costureras? ¿Tú, Esme la infame?

—No me llames así —dijo ella, frunciendo el ceño. —Soy una viuda, intento comportarme como una mujer respetable, ¿no te das cuenta?

—¿Y eres buena cosiendo?

Ella no hubiera tenido que contestarle, pero él parecía genuinamente interesado en lugar de sarcástico.

—No mucho —admitió. —Pero todo lo que hacemos es hacerles dobladillos a las sábanas para los pobres. El vicario a veces viene a darnos ánimos.

—Suena extremadamente tedioso —comentó Sebastian.

—Mr. Fetcham es un hombre dulce, en realidad. Y bastante apuesto —dijo con un rastro de presunción en la voz.

Él apretó las manos detrás de su espalda, pero la miró igual de calmado que siempre.

—Un vicario nunca podría mantenerte bajo control, cariño.

—No necesito que me mantengan bajo control —dijo, indignada. —En cualquier caso, Sebastian Bonnington, la realidad es que estoy muy ocupada y feliz. Y te estaría muy agradecida si regresaras a Italia. Algunas personas que te conocen asistirán aquí a una fiesta la próxima semana. —Se detuvo, pensando que no era muy educado hablarle de una fiesta a la que obviamente no estaba invitado.

—Y debes dejar a un lado esta tonta idea de ser jardinero —dijo, mirando alrededor. Por suerte, las viejas parras y ramas habían crecido y se habían entretejido tan espesamente entre las tablillas que era poco probable que alguien pudiera verlos en ese lugar. Y nadie podía pensar que ella hubiera arreglado una reunión clandestina con el jardinero en medio de las rosas. No en invierno, al menos.

—Si te vas, nadie se enterará de nada. Escribiré a la agencia de empleos de Bath pidiendo que me envíen otro jardinero inmediatamente.

—No me iré a ningún lado —dijo él. Su voz era casi casual, como si no tuviera interés alguno en lo que ella decía.

—¡Sí, te irás! —Dijo Esme, comenzando a sentirse un poco molesta. —Como dije, ofreceré una comida, Sebastian. Vendrá Carola, junto a su esposo Tuppy... Y tú conoces a Carola. Helena también vendrá.

—Podrías cancelar esa comida. —Había deslizado las manos por su espalda y la estaba acariciando con pequeños giros que resultaban tan agradables, que ella casi se desmaya a sus pies.

—Por supuesto que no. ¿Por qué diablos iba a cancelar la comida porque tú decidieras regresar de Italia para venir a vivir a un lugar en el que no eres bienvenido?

Sus manos le habían alcanzado la cintura, o el lugar en donde ésta solía estar, y ahora él las estaba uniendo suavemente por el frente.

—Esto es poco apropiado —recalcó ella. Pero no se alejó ni le quitó las manos.

—Ah, dios, Esme —susurró él. —Eres cuarenta veces más bella ahora, ¿sabes? Tu cuerpo es completamente diferente.

—Eso es verdad —dijo ella, en tono sombrío, pensando en sus caderas esbeltas de antes.

—La maternidad te sienta bien —dijo él. —Esto te sienta bien.

Ella miró hacia abajo fugazmente y vio que un par de manos bronceadas le estaban acariciando la barriga. La hizo sentir una traicionera ola de calidez en las rodillas y se apartó rápidamente, abotonándose la pelliza.

—Preferiría que encontrarás otro trabajo —dijo. —¡No! Lo que quise decir es: ¿Regresarías por favor a Italia lo más pronto posible? Debes darte cuenta de lo comprometedor que es para mí tenerte aquí. Mi reputación se verá gravemente afectada por el simple hecho de tenerte en mis tierras.

Él se quedó de pie, con las manos a los lados, y le sonrió.

—No puedo irme, Esme —le dijo con dulzura. —Ahora más que nunca, no me puedo ir.

—Te lo dije —dijo ella, tajante. —¡El bebé es de Miles!

—No podría dudarlo jamás —dijo él. —No sé mucho de estos asuntos, por supuesto, pero tu figura es parecida a la de mi prima cuando estaba a punto de dar a luz.

Ella asintió.

—Entonces, verás, debes irte de aquí. —Ella tragó y lo miró con las manos en el corazón. —Ya no quiero ser Esme la Infame, Sebastian. Quiero ser simplemente lady Rawlings, una viuda que cría a su hijo. Así que, por favor..., vete.

Él negó con la cabeza.

—No hace falta que vengas al jardín a verme, pero me quedaré.

—¡Arruinarás mi reputación! —dijo ella, en un tono de voz algo estridente. —Algún invitado a la comida podría reconocerte.

—Lo dudo —dijo, calmadamente. —Me aseguraré de que nadie se me acerque. Aunque no te aseguro que no vaya a conocer a otros jardineros fuera de esta propiedad.

Ella tenía que admitir que eso era justo.

—Buenas tardes, lady Rawlings —le dijo a Esme, levantándose el sombrero a la manera en la que lo haría un jardinero. Luego, se dio la vuelta y regresó al libro y a las ramas de las rosas.

Slope se apresuró a abrir la puerta al ver las dificultades que tenía su señora para regresar de la pérgola de rosas. Lady Rawlings seguía caminando mucho por la propiedad, a pesar de que parecía que iba a dar a luz en cualquier momento. El apartó los ojos educadamente ya que era evidente que ella no se encontraba, una vez más, con el mejor ánimo.

Eran extrañas tantas lágrimas. En los diez años desde que se había casado con lord Rawlings, no había visitado esa propiedad más que dos o tres veces. En su lugar, Rawlings venía con aquella pieza de adorno, pues eso era, a la que todos debían llamar lady. Era lady Childe, por supuesto. No estaba a la altura de lo que debería.

Dadas las circunstancias, él no hubiera esperado que la señora se hubiera dejado ver llorando tantas veces en el pasillo principal. «Más que las que la señora Slope mostrará jamás», pensó Slope, melancólico. «Esa esposa mía probablemente bailaría en mi tumba.»

La señora Slope, esa misma mañana, había incurrido en la desaprobación de su esposo al anunciar que se había unido al grupo de La sociedad para el progreso de la mujer, fundado por la señorita Pettigrew, la directora de la escuela. Todos los hombres del pueblo y sus alrededores sabían que esa sociedad no era más que una oportunidad para crear problemas.

Slope recibió la pelliza de su señora, y le pasó un pañuelo recién lavado.

—Gracias, Slope —dijo ella, pausadamente.

—¿Quiere tomar el té en el salón, señora?

—Creo que iré a la guardería, Slope.

—Tal vez allí se encuentre con lady Henrietta —dijo Slope, un poco rígido. Encontrar gente adulta visitando frecuentemente la guardería no entraba dentro de su sentido del decoro. Los niños debían estar en la guardería, y los adultos en el salón de té. El día en que llegó a la casa, Mr. Darby le pareció un modelo de decoro, pero había desarrollado una inquietante tendencia a rondar la guardería en los momentos más extraños.

—¿Quiere que pida que lleven a los niños al salón, señora? —Eso era algo mucho más aceptable, a su parecer. —Lo pediré yo misma, Slope.

Él movió la cabeza en negación mientras lady Rawlings se alejaba por las escaleras. No le interesaban las nociones modernas. Y visitar la guardería, bueno... Si eso no era moderno, o exótico... ¿qué podría serlo?

Bueno, quizá también la idea de la señora Slope intentando ascender.