CAPÍTULO 36
UNA noche de bodas.
Las noches de bodas pueden entenderse de formas muy distintas: son temibles para los que no las quieren, y pasan muy rápido para aquellos que las quieren.
Henrietta había leído suficiente poesía, especialmente esos poemas que anticipaban la noche, para entender lo que anhelaban las mujeres. Julieta, por ejemplo, hablaba y hablaba sobre Romeo acostado encima de ella, como nieve en la espalda de un cuervo. Claro que Julieta había dicho eso antes de que Romeo entrara en su habitación, lo que suponía una diferencia importante en la cabeza de Henrietta. Julieta no sabía lo que significaba el acto marital, mientras ella, Henrietta, sí.
El problema era que ella, Henrietta, sabía demasiado sobre la espera. De hecho, si hubiera habido una escalera de soga atada a su ventana, habría bajado por ella en un instante. Aunque fuera difícil. Miraba anhelante por la ventana, pero no había nada sino una pared de ladrillo con nieve.
—Sólo quédate quieta — le había dicho Millicent esa misma mañana. —Se acabará más rápido si te quedas quieta. Piensa en algo útil. Yo con frecuencia ordenaba la ropa de cama en mi cabeza. De esa manera, una no se siente irritada por el evento. —Luego añadió detalles horribles sobre cómo lidiar con el líquido, algo que Henrietta no entendió. Sonaba como si el procedimiento fuera tan problemático como el de la menstruación, que era para Henrietta la parte del mes más desagradable. De hecho, si hubiera sabido que la intimidad marital requería que una se tuviera que poner compresas al día siguiente nunca hubiera acordado casarse.
Pero luego Anabel la había llamado mamá cuando le había dado las buenas noches. Y Josie sólo había llorado un poco antes de acostarse, y se había debido a que Anabel le había vomitado en el camisón. Henrietta consideró el vómito una razón justificable del mal genio. Ahora ambas niñas estaban dormidas, acompañadas de una amable niñera llamada Jenny que las cuidaba. Mejor aún, Jenny había acordado acompañarlas a Londres.
Todo esto había dejado a la recién casada Henrietta Darby en la habitación más grande que El Búho y el Oso pudiera ofrecer. Para ella sola.
Henrietta no era capaz de decidir si desvestirse o no. No tenía criada hasta que llegaran a Londres y tendría que buscarla, así que estaba vistiendo apenas un vestido de viaje que podía quitárselo ella sola. Al final, se bañó (para borrar el recuerdo de la cena de Anabel) y se puso el camisón.
Estaba sentada cerca de la ventana, pensando tristemente en la habilidad de Rapunzel para convertir su pelo en escalera, cuando la puerta se abrió y apareció Darby.
—¡Buenas noches! —dijo. Sostenía una botella de vino y dos copas. Henrietta lo miró algo amargada. Debía a su inconveniente lujuria el trance de estar allí sentada esperando un evento tan desgraciado.
El hecho de que él estuviera tan elegante hacía todo el procedimiento más vergonzoso. Había sido un día largo, pero estaba impecablemente vestido. El pelo estaba arreglado como si lo hubieran peinado, y sus dedos eran largos y elegantes mientras luchaba con el corcho de la botella. ¿Por qué tendría que aguantar fugas y dolor y sangre cuando él se mantendría tan pulcro como siempre?
Darby le entregó una copa y tomó un sorbo. A pesar de todo, sentía curiosidad por ver a su marido sin ropa. Un pensamiento impropio, sin duda.
—He estado abajo, y el posadero me confirma que ha nevado —dijo, con lo que parecía un énfasis innecesario.
Bebió algo más de vino.
—¿Cómo está tu cadera? —preguntó, y se sentó frente a ella.
Sintió principios de rubor. ¿Ésta era la vida de casados? ¿Un marido mencionándote sin rubor las partes del cuerpo?
—Como siempre —dijo, sin invitarlo a comentar más.
Darby miró a su nueva esposa y se preguntó cómo diablos debía proceder. No era experto en vírgenes, dado que Molly, la tercera criada, se había resistido a sus caricias. Henrietta estaba sentada tan erguida como una marioneta. Tenía la espalda perfectamente alineada con el respaldo de la silla donde estaba sentada, su cabeza puesta como la bola de cristal al final de la escalera.
Debió de haber supuesto que su madrastra la alimentaría con muchas patrañas sobre la noche de bodas. Lady Holkham había mostrado su disgusto por el acto. Si él seguía su propia inclinación y le quitaba el camisón y llevaba a Henrietta a la cama, se congelaría.
Pero Henrietta no era lady Holkham. Ella lo deseaba. A él le gustaba que sus ojos la miraran, incluso en ese instante. Se levantó.
—Despedí a mi mozo por esta noche —dijo, tratando de buscar un tono despreocupado. No había esperado que ella saltara a sus pies y se ofreciera a ayudarlo, pero ni siquiera hizo un comentario al respecto. En cambio, ella sólo lo observó sospechosamente, como si quisiera arrancarse la ropa.
—¿Te importaría comenzar con tus deberes de esposa? —preguntó. A pesar de su obvia preocupación, él no podía dejar de pensar que era divertido. Probablemente, no se lo había pasado tan bien desde que cierta Madame Bellini decidió mostrarle los siete placeres de Afrodita. Henrietta era una mezcla de contradicciones: su pelo de leona (ahora peinado delicadamente en una trenza y que él quería deshacer lo más pronto posible), su carita delicada, la decisión en sus ojos y en su mentón. La pasión que se escondía detrás de ese cuerpo rígido. Presumiblemente no tenía puesto un corsé, pero estaba tan rígida como si tuviera uno.
Una pequeña fracción de su alma sentía lástima por ella, pero la verdad era que ella lo deseaba. Él había sentido ese deseo atravesando su cuerpo. Ella simplemente no entendía todavía su deseo. O el cuerpo de él.
—Deberes de esposa —dijo lentamente. —Entiendo.
Se levantó y se quitó el camisón. Pero antes de que Darby hiciera más que ver un pedazo de un seno a través de la ropa interior, ella se volvió, se subió a la cama y tiró de la sábana. Por un momento, él se paró en el centro de la habitación, estupefacto.
Luego caminó hacia la cama y miró a su esposa. Ella estaba bastante blanca, acostada, como lista para que la metieran a un ataúd, con las sábanas hasta el mentón.
—Henrietta, ¿qué estás haciendo? —preguntó.
Abrió los ojos.
—Estoy lista para proceder con mis deberes de esposa, Darby. Puedes continuar —Y cerró otra vez los ojos.
—Lista —dijo él, saboreándolo. Esto era delicioso. Ella parecía una mártir cristiana. Alargó una mano y recorrió con el dedo su cuello blanco, hasta el borde de la sábana. Y abrió la mano y le tocó un seno. Era todo lo que podía hacer para dejar su mano ahí. La esperó, sin moverse, fingiendo que no se había dado cuenta de que estaba tomando uno de los senos más perfectos que había sostenido en su vida.
Tenía temple, su Henrietta. Pareció tardar una eternidad en que abriera los ojos y lo mirara.
Se tragó su sonrisa. Todavía, para recompensarla, dejó que su pulgar deambulara sobre su pezón. Otra vez. Y otra vez, hasta que el pulso en la garganta de Henrietta se aceleró, y a él le urgió besarla. Luego se detuvo.
Ella parpadeó. Él no se movió, no dijo nada. Apostaba a que Henrietta no podría resistir un comentario, dada la devastadora honestidad de ella.
Tenía que afirmar la voz primero, lo que la alegraba inmensamente.
—¿Debería estar haciendo yo algo? —preguntó. —Tenía la impresión de que tú ibas simplemente a... proceder.
—Necesitas ayudar.
Miró con el ceño fruncido. Claramente pensó que tenía que proveer ayuda en algo tan de mal gusto para ella no era justo.
—¿Qué te gustaría que yo hiciera? —dijo resignada.
—Ayúdame a desvestirme —dijo, con el justo toque de patetismo. Ella lo miró sospechosamente, pero se levantó de la cama. Dada la manera en que se había retorcido bajo las sábanas, él suponía que su madrastra le había dado instrucciones para quitarse el camisón hasta la cintura. Apostaba a que la mujer también le había dicho que el marido se le lanzaría encima como una bestia salvaje.
—¿Ves, Henrietta? —Dijo en tono discursivo—, los hombres no pueden hacer sus deberes maritales sin algo de participación.
Ella parpadeó.
—¿Por qué no? —Preguntó, inclinando su encantadora cabeza hacia los puños. —Yo pensaba que este tipo de cosas era... —se detuvo y arregló la afirmación—, que los hombres siempre encontraban placer en esta actividad. —Henrietta no se molestó en esconder el más mínimo desdén en su tono.
—No todos los hombres —dijo. —¿Por qué me iba a dar placer hacer daño a mi esposa? —La mirada en los ojos de ella lo animó. —¿Piensas que quiero causarte vergüenza? ¿O incomodidad?
—¡No, claro que no! —dijo aliviada. —Sabía que Millicent debía de estar equivocada sobre tus intenciones, Darby. —Una gran sonrisa se dibujó por toda su cara. —Intenté decirle que tú no eras tan... —hizo una pausa, sin certeza de la palabra—, tan zafio como ella pensaba.
—¿No me vas a llamar Simón? —Preguntó sin ponerle atención a la bestia de sus entrañas que le sugería que satisficiera las presunciones de su madrastra. —Te lo he pedido antes.
Ella se sonrojó un poco.
—Lo siento. Mi madrastra se dirigió a mi padre por el apellido hasta que murió. Tal informalidad parece antinatural.
—Me puedes llamar Darby en público, si quieres —dijo.
—¿Entonces qué debemos hacer en vez de eso? —preguntó Henrietta. Claramente había saltado a la conclusión de que era muy caballero para requerir relaciones sexuales. La cara le brillaba de felicidad.
Darby se contuvo para no reírse.
—Si pudieras ayudarme a quitarme la ropa —dijo seriamente—, podría prepararme para meterme en la cama. No voy a pedirte ayuda todas las noches, naturalmente. Es sólo porque despedí al mozo.
Pero Henrietta estaba tan complacida de deshacerse de sus deberes maritales que hubiera vaciado el orinal de la estancia, si se lo hubieran pedido.
—Me temo que la moda me exige que me ponga ropas ajustadas —dijo.
Ella se puso a su lado inmediatamente, mordiéndose su delicado labio rosa con concentración.
—Mi mozo simplemente tira de ello —explicó. Empezó lentamente a sacar un brazo. Las manos de ella se pusieron enseguida sobre las mangas, ayudándolo a quitarse la camisa. Fingía ser un inepto, rozaba los senos de ella mientras luchaba por liberarse de la chaqueta.
—Ay —gritó, cuando ella le estaba doblando la chaqueta.
—¿Qué pasa?
—He debido de herirme con un botón —gimió. —Vamos a tener que quitarme la camisa para echar un vistazo. Si pudieras... —Dejó que los dedos se movieran perezosamente por los botones. Ella tuvo que acercarse mucho a él para quitarle la camisa. Él podía oler un poco de perfume de rosas. Casi lo enloqueció, pero consiguió manejar su lujuria y quedarse callado mientras ella descubría que no usaba hombreras, que no tenía necesidad de ellas. Ella fue desabotonando la camisa lentamente, le rozaba los dedos con el pecho, y él se quedó mirando hacia la pared como si estuviera en trance.
Cuando terminó de desabotonarla, se quitó la camisa por encima de la cabeza, dejándola a un lado.
—¿Dónde te duele? —preguntó, mirándole el pecho.
—No estoy seguro. Tal vez si me tocas por todas partes, te podría decir dónde me duele.
Ella lo miró.
—¿Por qué rayos iba a tener que localizar yo una herida en tu pecho? No debe de dolerte mucho si no sabes dónde está.
Él suspiró, dándose por vencido a la idea de que sus dedos le recorrieran todo el pecho. En cambio, la dirigió hacia los pantalones. Los ojos de Henrietta se abrieron, pero empezó a tirar obediente de la cintura. Sus dedos largos le rozaron el estómago, y él tembló. Ella se ruborizó, pero estaba decidida a continuar. Además, pensaba que si no lo desvestía, él podría cambiar de opinión y exigir su satisfacción marital.
Darby casi gruñó mientras ella luchaba por liberarlo de sus pantalones ante una obstrucción inesperada entre sus piernas. Él miró hacia abajo e inclinó la cabeza, preguntándose si ella tendría idea de lo que era ese bulto. Puesto que se había ruborizado mucho, se podía asumir que sí lo sabía. Consiguió luchar hasta quitarle los pantalones, y se levantó con un aire de haber hecho todo lo que podía para satisfacer a su marido.
Él la miró poner los pantalones sobre una silla. Podía ver la larga y delgada línea de su muslo a través del camisón.
—Henrietta —dijo gentilmente—, yo duermo sin ropa.
Ella entrecerró los ojos.
—Ése es un hábito indecoroso.
Darby tenía que admitir que si ella tenía un gramo de conciencia en su cuerpo podría casi, casi, sentir lástima por ella. Se encogió de hombros.
Se mordió el labio otro poco, y él tiró de su ropa interior tan rápido que se movió hacia delante.
—Maldición —dijo, cogiéndose las joyas de la familia. —Cuidado.
Su dulce esposa estaba cambiando de humor, disparándosele la lujuria (o eso esperaba Darby).
—Aquellos que son incapaces de desvestirse solos deben esperar inconvenientes —dijo bruscamente.
Él se rió, no podía evitarlo. Luego destapó el puño, lentamente, para que ella no se perdiera nada. Los ojos de Henrietta se abrieron.
—¿Cómo iba a saber que tú, que esa parte de ti iba a estar de tal manera? —preguntó.
—Ocurre lo mismo que con esta parte tuya —dijo. Su mano parecía rodear de un modo natural su seno, mientras su pulgar le masajeaba el pezón otra vez. Y ya estaba hinchado, esperándolo. Por un momento no hubo otro sonido en la habitación que el suave roce de su pulgar contra el pezón.
—Me estás seduciendo, ¿verdad? —Henrietta sonaba sorprendida. Pero cualquier idiota podía ver que ella tampoco podía quitarle los ojos de encima. Al menos de parte de él. De la parte más importante.
—Por supuesto —asintió, dándole al seno un pequeño apretón. Estaba tan lleno de deseo que, si no lo tenía pronto en su boca, no respondería de sí mismo.
Ella tembló, y él la tomó entre sus brazos. Encajaban de un modo tan adecuado como si estuvieran hechos el uno para el otro, todas las partes delicadas de ella, y las rudas y masculinas de él. Inclinó la cabeza y le lamió la oreja, sus delicados remolinos y sus bellas curvas, mientras ella temblaba.
—¿Vas a hacer eso, verdad? —preguntó, sorprendiéndolo como siempre con su franqueza.
—¿Y si te gusta? —Mantuvo su aliento caliente junto a la oreja de ella. Dejó que los labios se deslizaran por el delgado cuello de ella. Los dedos bailaban por sus senos, visitando y volviendo a visitar la curva cercana a sus brazos.
—Imposible —dijo de manera tensa.
—Te prometo no hacer nada que tú no pidas explícitamente —prometió.
—¿Por qué iba a pedir ninguna mujer algo así? Simplemente no entiendo el objetivo de ello, excepto por tener hijos, claro.
Había descubierto una curva suave debajo de su mandíbula.
—Por placer —dijo. —Las mujeres pueden encontrar placer en ello, Henrietta.
Hubo silencio por un momento mientras él le besaba la esquina de la boca, pequeños besos, tan ligeros como plumas. Ay, ella sabía de placer, su Henrietta. Simplemente no se daba cuenta de que sabía. Porque cuando los labios de él se acercaban a los de ella, tan suaves, ella abría la dulzura de su boca sin dudarlo, demostrando que había estado esperando un beso.
Ella suspiró en la boca de él, y sus lenguas se tocaron. Él se sumergió, tomando posesión, tornando un gemido en una oscura posesión. Y estaba con él. No se alejó cuando él atrajo su delgado cuerpo contra el de él y le recorrió con la mano la espalda, moldeando todas las curvas de su cuerpo. Luego se arqueó contra el cuerpo de ella, que le mostró sus intenciones y dejó claro su dominio.
—¿Te importaría que fuéramos ya a la cama, Henrietta? —La pregunta salió medio ahogada.
—Pues no, no me importaría —dijo de una forma que daba a entender que no se encontraba totalmente cómoda. De hecho, ella todavía estaba pensando demasiado. Es difícil sonreír cuando estás recogiendo un paquete de feminidad en tus brazos, pero lo logró.
La puso en la cama. Lo primero que hizo fue desatarle la trenza. Liberarle el pelo le llevó tiempo, ya que la trenza le llegaba casi hasta la cintura. Darby podía notar que estaba pensando, de modo que la ayudó al ponerse entre sus piernas, para que tuviera bastante contacto con él.
—¿No harás nada que yo no pida? —preguntó, finalmente.
Él levantó la cabeza. Le dio un beso en cada párpado.
—Lo prometo —dijo ronco. —Si no me lo pides, no lo haré.
—Nunca te pediría que..., que..., —se detuvo, claramente insegura de cómo expresar la idea del coito.
—Entiendo. Pero sólo en el caso de que me lo pidas, ¿trajiste el preservativo que te dio Esme?
Se ruborizó aún más.
—No lo necesito porque es mi primera vez —murmuró.
—¿Estás segura?
Asintió.
—Esme dijo que ninguna mujer se queda embarazada en su primera noche. Y yo no lo usaré; parece ser que tengo una obstrucción ahí. —Se le apagaron las palabras, claramente mortificada por el tema de conversación.
Darby pensó rápidamente. Presumiblemente el preservativo no serviría por su virginidad. Pero probablemente debían tener una charla franca antes de que las cosas se pusieran muy candentes para discutirlas.
Él esperó hasta que terminó de desatarle la trenza, y después dejó que sus dedos le recorrieran el sedoso pelo una o dos veces, sólo por placer. Dios, era tan hermosa... A la luz de la vela, su pelo parecía oro, tan suave y resbaladizo como la mantequilla.
Luego tomó una pequeña botella de su bolso. La sostuvo. Henrietta vio la botella de vidrio azul y lo miró inquieta.
—Esta hierba parece ser un remedio para la concepción —le dijo.
—¿A qué te refieres?
—Si quedas embarazada incluso usando el preservativo de Esme, todo lo que tienes que hacer es beber esta medicina y no habrá embarazo. Es por seguridad, Henrietta.
Un destello de ceño fruncido se vio en la cara de Henrietta.
—Yo nunca podría hacer algo así. —No tenemos que pensar en eso —dijo calmado. —No es fácil quedarse embarazada si no lo hacemos, Darby.
Eso era cierto.
Tomó la botella y la metió en la mesa de noche.
—Simplemente no quise que le tuvieras miedo a la intimidad debido al embarazo, Henrietta.
—Ah, no le tengo miedo. No soy temerosa —se detuvo. —Sólo estoy un poco reacia. No me gusta la suciedad, Darby.
Ella había usado ese término antes, al referirse a su cadera, pensó él. Gentilmente la puso de espaldas, le alzó el camisón y, sin más, deslizó su cabeza debajo. Instantáneamente descendieron los dedos de ella por sus hombros para alejarlo, pero los labios de Darby encontraron primero su seno antes de que ella pudiera oponer más resistencia. Era deliciosa. Tenía senos perfectos, gloriosamente grandes, rodeados de una suavidad que hacía que las entrañas de cualquier hombre explotaran.
La podía oír protestando, pero era demasiado tarde. El merodeador había entrado en la aldea. Estaba en la tenue tienda del camisón, dándose un festín con su cuerpo. Tenía los pezones hinchados y rosa oscuro. Las manos danzaban sobre su piel, y en pocos momentos lo había dejado de alejar y empezó a retorcerse para ofrecerle su seno. No había más protestas, sólo gemidos volando hacia la luz de la vela.
Él sonrió. Al diablo con los siete placeres de Afrodita, o los catorce, si es el caso. No había otro lugar donde prefiriera estar que escondido bajo el camisón, escuchando a su Henrietta descubrir que su cuerpo no era sucio, sino placentero.
La presencia de Darby bajo su camisón era una de las experiencias más salvajes de la vida de Henrietta. Cuando se agachó por primera vez bajo el camisón, sintió una tensión fugaz de terror y violación. Millicent le había dicho que su marido haría el trabajo sucio bajo las sabanas, ¡pero nunca había mencionado nada sobre ver el cuerpo del otro o poner la boca! Seguramente ésta era una nueva perversión de Londres, que conocían sólo los adinerados.
Pero cuando descendió la boca hasta su seno, perdió todas las facultades lógicas. La succión violenta la hacía sentir suave y no podía moverse. Y cuanto más tiempo se quedara allí, más débil se volvía, hasta que sus piernas y abdomen acabaron licuándose y le fue difícil respirar. Estaba temblando de la manera más vergonzosa.
El resultado fue que cuando se agachaba fuera del camisón y empezaba a tirar de él hacia arriba, centímetro a centímetro, recorriendo su pierna con una mano fuerte, ella ni siquiera protestaba. Lo dejaba exponer sus piernas en el aire porque estaba muy ocupada tratando de lidiar con el creciente fuego que sentía en el vientre, con los impulsos vergonzosos que la invadían. Más que querer recitar listas de ropa sucia, quería tocarlo. O peor, ponerle la boca encima, sobre la piel dorada.
Le tomó toda la fortaleza mental no descender a las profundidades de la depravación. Dejar sus manos a los lados, aunque anhelaba...
—Parecen iguales, ¿no? —dijo.
Henrietta levantó la cabeza y descubrió que ya no estaba su camisón. Su marido estaba de rodillas sobre ella; las piernas bronceadas y musculosas de él sobre las piernas blancas de ella. Le estaba acariciando la cadera derecha con los dedos, calmándola como si fuera a hacer desaparecer cualquier dolor.
Ella no podía pensar con claridad. Sus dedos le rozaban la piel una y otra vez, lo cual era suficiente para crear la sensación de apertura entre sus piernas. Era incapaz de moverse. Así que se recostó y le dejó..., bueno, le dejó hacer lo que él hacía. Le besó el hombro y después le dio besos en las costillas, y le recorrió la tripa con la lengua. Subió una mano inquieta por su pierna e incluso en ese estado de aturdimiento supo exactamente qué estaba pidiendo, porque había anhelado hacerlo.
Dejó que las piernas se abrieran a su mano, y apenas se dio cuenta de su susurro «Buena chica», porque la estaba tocando allí, y se sentía tan bien que se encontró arqueada contra su mano, gimiendo en voz alta, desde lo más profundo de su garganta.
Pero él se fue, se fue. Parecía estar fascinado con su pelo. Lo estaba usando para acariciarle los senos, ponía los bucles sobre sus pezones hasta que temblaba y pedía una caricia más firme. Dejó su seno con una última pincelada.
—No puedes —dijo, aterrada, pero él ya lo había hecho. La sensación era fuerte, y suave, e increíblemente emocionante entre sus piernas, especialmente cuando de repente agachó la cabeza para ver cómo él le lamía y frotaba todo el cuerpo.
Ahora tenía las rodillas hacia arriba, donde él las puso, y ni siquiera había pensado si le dolería la cadera (no le dolía), sólo se quedó donde la había mordido.
—Simón —gimió, sin darse cuenta de que era la primera vez que lo llamaba por su nombre. —Simón, por favor, por favor.
Había un vacío entre sus piernas, y sus besos estaban avivando el fuego, no apagándolo. De hecho, el hambre era tan grande que abrió los ojos y rodeó los brazos alrededor de su cuello. Estaba apoyado en sus manos, inclinándose hacia ella, y ella se dio cuenta de que él no parecía sereno, en absoluto. Tenía el pelo despeinado, y los ojos salvajes.
—Esposa... —dijo con voz ronca. Ella no escuchó porque estaba muy ocupada frotándose contra él, una y otra vez, como una gata, tratando de aliviar un picor que no entendía por qué tenía.
—Henrietta, pídemelo —dijo, y el dolor de su voz le llegó.
Tomó las manos de ella fuera de su pecho y dijo:
—¿Sí? —Ni siquiera pareció su propia voz.
—¡Pídemelo, Henrietta! —Tenía los ojos negros, y se echó un poco hacia delante. Ella se agarró de su brazo y se arqueó hacia delante, dejándose arrastrar por la sensación.
—Por favor —dijo sin esperanzas. —Ay Dios, por favor.
—¿Por favor, qué?
Henrietta Maclellan tenía coraje. Le hacía frente al mundo todos los días debido a su cadera herida. Se había enfrentado con mujeres desdeñosas y, una vez, con un hombre borracho en la aldea. Pero nada se comparaba al momento en que soltó las manos del cuello de su marido y alargó la mano entre las piernas.
—Dámelo, Simón —dijo, y la voz se le quebró con anhelo. Le latía, caliente y suave en su pequeña mano. Ella le besó el mentón y el borde del hombro y se arqueó contra él. —Dámelo.
Soltó la mano y Darby bajó la cabeza en busca de un último beso agonizante. Luego, cuando estaba temblando, entró con un largo, suave golpe, rezando por mantener el control. Ella era virgen, efectivamente. Él golpeó la barrera y se detuvo.
Miró hacia abajo y besó la dulce boca de ella, hinchada por los besos.
—Esta parte va a doler —murmuró.
Ella gimió como respuesta, pero no era de dolor. Estaba agarrando sus brazos tan fuerte que le quedarían magulladuras.
—¿Qué sientes, Henrietta? —murmuró. Nunca le había importado mucho cómo se sentían sus otras parejas, mientras se vieran satisfechas, pero ahora no podía parar de vigilar el rostro de Henrietta: ella lo miraba con puro anhelo. Cuando se trataba de su esposa, quería saberlo todo sobre ella.
Abrió los ojos y lo que vio lo empapó de lujuria. Se lanzó hacia delante sin esperar una respuesta, contuvo el grito de ella en su boca y lo contestó con un gruñido.
Hubo una pausa en su conversación, si podían llamarla así, mientras Darby trataba de ajustarse a la experiencia más dulce y maravillosa de su vida.
—Dios, Henrietta, me resulta tan agradable... —dijo.
—A mí no. —El casi se ríe por su honestidad. —Pero... —Ella se movió un poco, y contuvo el aliento en el fondo de la garganta. —Tal vez...
Él se retiró y volvió a introducirse suavemente.
—¿Te gusta eso? —susurró, y le dio besos ligeros como plumas en el borde de la boca.
Le estaba enseñando algo. Henrietta lo intuía. Lo único que podía hacer era perseguir el sentimiento que corría por su cuerpo cuando se movía. Ella no lo habría descrito como placer. Era demasiado salvaje para llamarlo así, y abarcaba demasiado, demasiado. La hacía sentir angustiada por anhelarlo.
—Hazlo otra vez —gritó. Había estado colgada de sus antebrazos, pero no los sentía lo suficiente; nada se sentía suficiente. Dejó que las manos recorrieran su espalda, sus encantadores músculos y..., ¿qué eran un par de nalgas en comparación con lo que había tocado? Éstas eran musculosas y firmes y las había agarrado con fiereza, para hacer que su marido se moviera más hacia ella, hasta el fondo.
Él se estremeció en el momento en que ella lo tocó. Sutilmente Henrietta se dio cuenta de que podía hacerlo gruñir, hacerlo arder como estaba ardiendo.
Entonces lo atrajo más hacia ella, arqueándose hasta que sintió cada centímetro de él, hasta que ese espacio vacío, ansiado, se llenó de él, y también lo hicieron sus brazos y su corazón y...
Eso también.