CAPÍTULO 23
UNA isla, una ninfa y tú.
Tenía que planear el menú. El cocinero había pedido otra reunión, pues había sido incapaz de conseguir truchas suficientes y el menú debía ser otro. Tenía que repasar la lista de prioridades con el mayordomo, y la acomodación con el ama de llaves. ¿Por qué se le ocurrió traer invitados a la casa? Supuestamente estaba retirada, sin ofrecer fiestas. Pero ya era muy tarde para cambiar de idea. A causa de la soledad durante el primer mes después de la muerte de Miles, le había pedido a Carola que la visitara tan pronto como el periodo inicial del luto de seis meses finalizara.
Esme suspiró y se recostó en la cama de nuevo, mirando la lista de invitados. Tal vez había tiempo para dormir una pequeña siesta. Después de todo, Carola no llegaría sino hasta mañana.
Su cabeza funcionaba con lentitud. No parecía saber qué hacer con respecto al hecho de haber recibido una carta de Rees Holland, el abominable esposo de Helena. Darby debió haberlo invitado a quedarse, y eso era desastroso, porque Helena llegaría en cualquier momento. Si Helena no quería quedarse en la casa porque Darby iba a estar allí, no podía imaginarse lo que haría cuando se enterara de que Rees también iba a estarlo.
Tal vez debería darse un paseo por el huerto de manzanos. El marqués de Bonnington estaba muy al tanto de las complejidades de las personalidades y de los antecedentes.
Él era la persona indicada para preguntarle por tales asuntos. «A menos que esté ocupado cavando un hoyo», pensó ella en tono burlón.
Él no estaba ocupado. Esme encontró la cabaña sin problema. Parecía ser bastante cómoda y acogedora, una pequeña estructura de una sola habitación a los pies de los jardines. Estaba construida en madera labrada y el humo brotaba por la pequeña chimenea curvada. Estuvo a punto de no llamar a la puerta. Bien sabía que el ama de la casa no debía visitar al jardinero en su morada. Eso no se hacía. Una imagen del censurador rostro de Sebastian antes de convertirse en jardinero le pasó rápidamente por la cabeza, y ella abrió la puerta sin golpear.
Él estaba sentado de manera poco elegante en una silla rústica cercana al fuego, con un brazo sobre la cabeza. Estaba leyendo. Esa imagen quedó atrapada en su cabeza: la comodidad y la flexibilidad de su largo cuerpo. La intensidad con la que estaba leyendo. La felicidad que parecía emanar de cada poro.
—Una escena bucólica —dijo ella, burlándose.
Él levantó la cabeza pero no se levantó de inmediato. En su lugar, suspiró y puso a un lado el libro, y luego balanceó los pies hasta el suelo, sin prisa. «El marqués correcto y recatado había desaparecido del todo y para bien», pensó Esme asombrada.
De repente la cabaña pareció mucho más pequeña cuando el jardinero se puso en pie. Ella se las arregló para detenerse y no arrojársele contra el pecho a verificar si lo que se le veía a través de la camisa de trabajo eran músculos bien formados.
—Esme, qué sorpresa tan agradable...
—¿Qué estás leyendo? —preguntó ella, abandonando la idea de preguntarle sobre los antecedentes. Se acercó a la silla y se sentó. Se hubiera estirado un poco para tomar el libro, pero era imposible hacerlo con esa barriga.
—LA ODISEA —dijo él, echándole más madera al fuego.
—¿Dios mío, Homero? ¿Por qué diablos estás leyendo algo tan antiguo?
—No es algo antiguo... Es sólo la historia de un hombre que intenta regresar a casa. Pero no para de ser acechado por mujeres.
Ella lo miró punzantemente. ¿Podría estar refiriéndose a la insinuación que ella leyó en esa frase? No. Eso hubiera bordeado la mala educación y el marqués de Bonnington nunca era descortés.
—¿Mujeres? —preguntó ella. —¿Ulises, no? ¿No fue su barco el que se encontró con un cíclope? Yo tenía la impresión de que un cíclope era un monstruo de un ojo, muy masculino.
—Es cierto. Pero yo estaba leyendo sobre el momento en el que él está atrapado en una isla como esclavo de la ninfa Calipso. —Él ni siquiera la miró, estaba absorto en el fuego. Puso el brazo sobre la repisa y Esme se deleitó con la fuerza de éste. Dios, era tan hermoso...
—¿Qué estaba haciendo en la isla? —preguntó ella, mientras se ofrecía a sí misma una pequeña lección silenciosa sobre los pecados de la lujuria.
—Oh, parece que era el esclavo de la ninfa —dijo Sebastian, soñando. Ahora sí la miró, de una forma traviesa. —Debía obedecer todas sus órdenes. Y según le entiendo a Homero, ella deseaba su continua presencia en la cama. Uno podría imaginarse que...
—Sí —dijo Esme, pensativa. —Calipso era muy afortunada.
—O lo era Ulises. Después de todo, ella era su amante, y él no tenía que preocuparse por nada. Su único deber era complacer los deseos de Calipso. —Tenía la voz manchada con unos tintes de sonrisa y algo más. Algo más fuerte y perturbador que la risa.
—Bueno, mejor me voy —dijo Esme, poniéndose de pie. —Sólo quería asegurarme de que estuvieras bien instalado, cómodo, y puedo ver que...
Él se puso delante de ella y las palabras murieron en sus labios.
—¿Hay algo más que quisiera exigir, señora?
Esme se quedó sin palabras. Este bárbaro hermoso se le estaba ofreciendo. Con una mano, tosca por el trabajo físico, le acarició la mejilla, de un modo tan suave como la brisa. Luego se apartó y se recostó contra la pared y esperó.
—Sebastian —comenzó a decir ella y se detuvo.
Él se dio la vuelta y abrió la puerta. Estaba oscuro afuera. Dentro de la cabaña todo era brillante y cálido. El farol brillaba con finas tiras de luz dorada sobre las paredes de madera y bailaba sobre la mesa, la cama de la esquina, la silla y un banco. Y sobre todo ese cuerpo recostado contra la pared.
Uno de sus dedos se levantó contra su propia voluntad, trazándole el rayo de luz que se le reflejaba en el pecho. Se quedó sin aliento.
Él se sintió como oro líquido con esa caricia.
—¡Debo irme!
—Te acompañaré hasta la casa —dijo, serenamente. Él le tocó el brazo mientras ella se daba la vuelta para entrar en la casa.
—Lo que usted desee, ninfa.