CAPÍTULO 04
LAS verdades de la casa rara vez son placenteras
Darby cerró la puerta tras Anabel y Josie con una profunda sensación de alivio. Desde el momento en que partió de Londres, su vida había sido un infierno. Josie lo había obligado a llevarla en su carruaje, debido al vómito de Anabel. Fue una exigencia a la que él no pudo negarse, dado que el carruaje de las niñas tenía un olor pestilente. Pero la compañía de Josie no era precisamente un deleite. Cuando no estaba quejándose, se estiraba en el suelo del carruaje dando gritos.
Lady Henrietta aún parecía angustiada. «Debe de estar sintiéndose culpable», pensó él, con petulancia. Cuando la vio por primera vez, sosteniendo a Anabel, se sintió alarmado: una niñera tan hermosa estaba destinada a causar problemas entre los lacayos. Su segunda reacción fue descartar esa posibilidad. La mujer tenía una cara hermosa, pero se comportaba de forma desgarbada, como si no fuera consciente de su feminidad. Independientemente de lo que estuviera vistiendo. Además, estaba claro que en materia de sentimientos parecía algo varonil. No era de extrañar que siguiera soltera.
—Por favor, acepte mis disculpas en nombre de Josie —dijo él. —Ambas se han portado con una grosería inexcusable.
Y aquella mujer varonil se mordió los labios. Eran unos labios tremendamente suaves y rosados, para ser de alguien de lengua tan afilada.
—Me temo que el mal comportamiento de Josie se debe a la poca atención que usted le presta —dijo, sin rodeos. —Los niños que son tratados con amor y afecto son dulces y dóciles en todo momento.
No era necesario recalcar que Josie no encajaba en tal descripción.
Darby nunca había participado en una discusión sobre métodos de educación, y tampoco tenía el menor interés de empezar a hacerlo. Sin embargo, herido en su orgullo, contestó:
—No es probable que su conclusión sea acertada, ya que Josie casi no me conoce. Contrataré a una niñera que le pueda dar el afecto necesario. Aunque me compadezco de la pobre mujer.
—Una niñera no puede reemplazar a un padre —dijo ella, de forma severa.
«Tal vez su falta de altura explique su ferocidad», pensó Darby. Alta o bajita, esta marimandona que había rescatado a las niñas tenía unos pechos gloriosos. Gracias a la humedad, el vestido se le ajustaba a los senos, resaltándole cada curva. Cualquier otra mujer en su lugar habría intentado hacer ostentación de ello u ocultarlo por todos los medios. Pero lady Henrietta ni siquiera parecía haberse dado cuenta.
—El hecho es que su hija casi no lo conoce. ¡Y eso no es algo de lo que se pueda uno vanagloriar, señor!
—Josie es mi hermanastra—dijo Darby, repentinamente. —Creo que la vi unas dos o tres veces antes de tener que convertirme en su guardián, después de que mi padre y su madrastra murieran en un accidente de carruajes. Probablemente mi madrastra la mandara traer de la guardería durante una Navidad cuando yo estaba allí para que la viera, pero el caso es que no recuerdo gran cosa de aquel día.
Desde que se había independizado, había tenido que ceder en pasar la época de Navidad con su familia, pero lo hacía contando las horas que le faltaban para poder salir de aquella casa.
Henrietta parpadeó.
—¿Josie es su hermanastra? ¿Y Anabel también?
—Sí.
—¿Por qué demonios no me dijo eso inmediatamente?
Él se encogió de hombros.
—Si a Josie se le recuerda su estado de huérfana, inmediatamente comienza a gritar.
—Su comportamiento evidencia claramente señales de duelo por la inoportuna muerte de su madre.
—Ah, ¿pero está guardando duelo? Creo que las rabietas de Josie se deben más bien a una debilidad de carácter. Su niñera así lo creía, y estoy seguro de que esa mujer la conocía mucho mejor que yo.
Pudo ver un poco de incertidumbre en los ojos de Henrietta, lo que confirmaba su sospecha de que Josie era una mujer de comportamiento algo masculino. De hecho, era una versión de su madre en joven.
—¿Su madre murió hace mucho tiempo?
—Hará unos ocho meses —respondió Darby. —Si sirve de disculpa, lady Henrietta, le aseguro que tendré más cuidado al contratar a la próxima niñera. Mi tía, lady Rawlings, vive en la Casa Shantill, muy cerca de Limpley Stoke, y sin duda ella será capaz de localizar a una apropiada para las niñas.
Se dirigió hacia la puerta del salón.
Henrietta lo siguió y levantó la mano para despedirse.
—Seguramente volveremos a vernos, Mr. Darby. Su tía recibe en casa esta noche y mi familia ha aceptado su invitación.
El hombre se transformó frente a sus ojos en todo un caballero de alta elegancia. Le hizo una venia que le habría encantado al mismísimo rey. Luego, tomó su mano entre las de él y le besó las puntas de los guantes.
—Eso será un placer extraordinario. —Su voz tomó un tono ronco previamente practicado que prometía deleite.
Henrietta parpadeó y casi se ríe, pero se contuvo.
—Usted debe de haber vivido toda su vida en Londres —inquirió, con curiosidad.
Había algo en la calidez de sus ojos marrones que resultaba levemente inquietante.
—Rara vez vengo al campo —dijo él. —Creo que los placeres bucólicos no me atraen mucho.
A Henrietta no le cabía ninguna duda. Incluso así de desaliñado y sucio después de su encuentro con Anabel, Darby parecía un pez fuera del agua en Limpley Stoke.
—¿Se quedará mucho tiempo?
—Eso depende... —dijo él, con los ojos absortos en los de ella—... de los placeres del campo. Debo decir que de momento me veo... sorprendido.
Henrietta casi sonríe nuevamente pero se las arregló para contener la risa. No sería bueno insultar a este tipo tan elegante, especialmente cuando él intentaba practicar sus galanterías con ella. Evidentemente, él no tenía ni idea de que estaba desperdiciando sus piropos.
Mientras regresaba de nuevo a la calle Mayor, arrastrando la pierna derecha en cada paso, su hermana Imogen salió bajando atropelladamente las escaleras de la mercería.
—Oh, Henrietta —la llamó. —¡Por fin te encuentro! Te he buscado por todos lados —se detuvo en ese instante. —¿Qué diablos te ha ocurrido? ¿Ya qué se debe ese olor tan terrible?
—No ha ocurrido nada extraordinario —dijo Henrietta, subiendo al carruaje. —Salvo que efectivamente mi vestido apesta.
Se presionó con fuerza la cadera dolorida con el puño enguantado. Tal como le dolía, vaticinaba una cojera de varios días.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Imogen. —¿Te molesta la cadera?
—Sólo estoy un poco cansada. Estuve con un bebé y me temo que me vomitó en el vestido.
—Bueno, así se te curará tu apego por los niños —dijo Imogen, alegremente. —Realmente apestas, Henrietta.
Henrietta suspiró. Imogen se había tomado los dieciséis años como un permiso para realizar comentarios sinceros que ella consideraba maduros.
—Debes descansar —continuó Imogen. —Aunque opino que esta excursión te ha hecho bien. No se te ve tan pálida como siempre.
Henrietta sabía muy bien que normalmente tenía el color de los fantasmas sin que Imogen se lo tuviera que recalcar. Al menos eso no tenía nada que ver con su enfermedad. Su padre siempre le había dicho que ella había heredado la apariencia de su madre.
De pequeña, Henrietta pasaba horas mirando las pequeñas miniaturas de la mujer que había muerto al darle la vida, preguntándose si su extraño surtido de facciones podría llegar a convertirse en algo tan exquisito como el rostro de su madre.
El problema es que, ahora que su apariencia había mejorado, ya no importaba. La atenazaban su cojera y su imposibilidad de casarse.
Desde el momento en que fue consciente de su persona, lo fue también de su cadera. No era una cuestión de dolor. Si no caminaba mucho ni cargaba objetos pesados, no le molestaba mucho.
Pero su madre tenía la misma cadera, y ella había muerto al alumbrarla. Henrietta era consciente de ello desde hacía años: si intentaba tener un hijo, moriría también, al igual que su madre.
Lloró inconteniblemente cuando se enteró. Un día, su padre la encontró y le preguntó qué le sucedía. Cuando finalmente se calmó, él la abrazó y le prometió que ella nunca jamás se vería afectada por su enfermedad, porque ella no se casaría.
—Te quedarás en casa conmigo. ¿Quién necesita un esposo? —le dijo, con tranquilidad fingida y ella, a sus nueve tiernos años, había estado de acuerdo.
—Nunca querré abandonarte, papá —le había dicho.
—Y nunca me abandonarás —le dijo, con ternura, besándola en la frente.
Ahora tenía veintitrés. Su padre había muerto hacía dos años. Pero tampoco es que le llovieran pretendientes todos los días.
La verdad dolía. Sí, su padre le había dejado bien claro que nunca le permitiría casarse. Pero en cualquier caso los hombres no querían tener nada que ver con ella en cuanto se enteraban del problema de su cadera. ¿Quién querría una esposa que seguramente moriría dando a luz, y muy seguramente llevándose al bebé consigo? Todos afirmaban que ella misma había sobrevivido gracias a un milagro.
—Tal vez debas renunciar a la velada de esta noche si estás muy cansada —dijo Imogen, mirándose los rizos en un pequeño espejo que llevaba en su bolso.
Normalmente, Henrietta habría estado de acuerdo con su hermana sin pensarlo. Pero esa noche estaban invitadas a la casa de lady Rawlings y allí iba a estar Mr. Darby. Y no es que él hubiera demostrado interés alguno en verla de nuevo.
Pero sería divertido verlo exhibir sus aires y gracias frente a los vecinos. Merecería la pena tener un asiento en primera fila cuando ellos se dieran cuenta de que un cisne había quedado atrapado en aquella agua estancada.