CAPÍTULO 20

EL jardín de las delicias terrenales.

Era imposible no pensar en el jardín. La atraía como el norte a las brújulas. Sebastian estaba allí en los jardines. Haciendo... lo que sea que hagan los jardineros. ¿Qué hacían los jardineros en enero?

Simplemente era irresistible: la idea del correcto y recto marqués de Bonnington cavando huecos en el suelo congelado, o atando ramas de frutas. Esme le había dado vueltas al asunto durante dos días, preguntándose en dónde estaría viviendo Sebastian. Si habría desistido y se habría ido. Toda aquella situación parecía tan poco propia de él... La mayoría de sus conversaciones durante el tiempo que estuvo comprometido con Gina le habían conducido a amonestarla por comportamientos poco apropiados. Pero ¿qué podrías ser más imprudente que lo que él estaba haciendo en este momento?

¿Qué había sido del mesurado y racional marqués, que jamás tomaba una decisión sin antes consultarle a su conciencia? Tal vez, haber arruinado su reputación lo había convertido en otro hombre y lo había liberado de la carga de la opinión social.

Ella estaba frente a la ventana de su habitación —no quería pensar en la cantidad de veces que había estado últimamente allí—, mirando los jardines traseros, cuando vio rápidamente la figura de un hombre alto y de hombros amplios dirigiéndose hacia el huerto. Ella lo observó hasta que desapareció.

Había algo profundamente diferente en Sebastian. Podría haber jurado que iba silbando, aunque no podía verle la cara o escucharlo. Caminaba diferente, no con la rigidez propia de un marqués, sino con libertad. Eso le hizo preguntarse por otros aspectos de él. Por ejemplo, ¿serían los besos de un marqués que seguía las reglas diferentes a los besos de un jardinero?

No era que no le gustaran los besos del Sebastian marqués..., en absoluto. Pero un pensamiento llevó al otro: ¿cambiaría la manera en la que harían el amor, si él estuviera viviendo en la cabaña de un jardinero en lugar de dormir sobre sábanas de lino?

Todavía la hacía sonreír el hecho de pensar que ella era la única mujer en el mundo que sabía cómo hacía el amor Sebastian Bonnington. Esa moralidad rígida que tenía era lo que lo había mantenido virgen.

Sebastian había llegado al huerto y parecía estar cortando varios tipos de ramas. Era demasiado tentador. Tenía que ir a ver qué estaba haciendo. Después de todo, la señora de la casa debía demostrar preocupación por el estado del jardín de su propiedad.

Debía subir con mucho cuidado la pendiente hasta la pérgola de rosas, pues había trozos de hielo resbaladizo sobre la hierba. Ya había resbalado más de una vez, y la única cosa que le impedía regresar era darse cuenta de que probablemente necesitaría el brazo de alguien para hacerlo desde esa pendiente.

«Mi señora es un ruiseñor, tan dulcemente puede ella cantar». El se detuvo y cortó otra rama del manzano que estaba podando. Tenía un tono profundo y barítono. «Es tan bella como Filomela, la hija de un rey».

—¡Qué hermoso! —dijo ella.

El se meció para los lados con una pequeña sonrisa en la boca.

—Milady. —Hizo un gesto con la cabeza, como de trabajador que saluda a su jefe.

—Detente —dijo Esme, sonriendo a pesar de sí misma. —Se te ha olvidado levantar el sombrero.

Él levantó una ceja.

—Sólo me levanto el sombrero con los miembros masculinos de la casa. No ando coqueteando con las mujeres que intentan interrumpir mi trabajo.

—Oh, calla —dijo Esme. —¿Sabes más de esa canción, Sebastian? Es hermosa.

—No es una canción para una dama.

—¡Sí, lo es! —Esme tenía buena memoria, y la cantó alto y con voz clara. —«Es tan bella como Filomela, la hija de un rey». Hermosa. ¿Es ésa la canción de la corte de Enrique VIII? Suena como una de esas viejas baladas.

Ella nunca se hubiera imaginado que el tan comedido marqués pudiera parecer tan travieso. Estaba recostado contra el tronco del manzano, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su voz se oía tan suave como la miel: «Es tan bella como Filomela, la hija de un rey. Y en la noche oscura y espesa, le gusta recostarse sobre un pene».

Esme dio un grito sofocado.

Él sonrió.

—Me imagino que es mucho más reciente que Enrique VIII. La aprendí en un bar del pueblo. ¿Quieres oír otro verso? —y sin esperar la respuesta, continuó cantando. —«Mi señora brilla como la luna, desearía poder tenerla».

Esme se tapó los oídos.

—No quiero saber nada —murmuró.

—«Ella nunca camina, pero en la noche... —Se incorporó, acercándose a Esme—... aguanta a un hombre encima de ella».

—¡Eso es despreciable!

—¿Qué parte? —Preguntó en tono de conversación. —¿La parte en la que él dice que podría ganar a su señora? O la pregunta sobre qué hace ella por la noche.

—¡Todo el verso! ¿No tienes nada mejor que hacer que repetir versos picantes aprendidos en el bar? ¡Nunca hubieras cantado tal canción antes de convertirte en jardinero! —lo acusó.

Tenía los ojos brillantes de tanto sonreír.

—Es cierto. Y tiene razón, milady, tengo mucho trabajo. —Se levantó el sombrero y se dio la vuelta para cortar otra rama.

—¿Deberías estar podando en medio del invierno? —preguntó ella sospechosamente. El se encogió de hombros.

—No, pero estos árboles no han sido podados en tanto tiempo que creo que no hará mayor diferencia. —Se estiró para cortar una rama que estaba por encima de su cabeza.

Ella lo observó ociosamente por un momento pero descubrió que lo que realmente estaba mirando era la manera en que se apretaban hasta la cintura. Y la manera en que las polainas enfatizaban el poder y la fuerza de sus muslos.

Se sonrojó un poco al darse cuenta y se quitó el gancho de la pelliza, pero en ese instante la rama cayó al suelo y él se dio la vuelta.

A Sebastian siempre podías leerle el rostro. Se movía lentamente, pero con el aplomo que marcaba cada uno de sus movimientos. Levantó los brazos y puso las manos por detrás de su pequeña cintura, atrayéndola suavemente hacia él. Se detuvo cuando la pequeña esfera de su barriga le tocó el cuerpo. Esme no dejaba de mirarlo. Sabía que si miraba para otro lado pensaría en eso que no quería pensar.

Él inclinó la cabeza y sus labios tocaron suavemente los de ella. Tenía los labios calientes y dulces. No exigían nada.

Una de las manos divagó hacia abajo y le tocó la barriga tan suavemente como una pluma cayendo al suelo.

—Desearía que éste fuera nuestro bebé, Esme —le dijo sin despegar los labios de su boca.

—No lo es —contestó ella, apresuradamente.

Pero no se movió y su boca se acercó un poco más y, como siempre, hasta la menor caricia de sus labios la hizo tambalearse. Hacía que sus resoluciones morales se derritieran.

Ella quería apartarse. Realmente quería. Pero de alguna manera abrió la boca y no porque él se lo exigiera, sino porque ella recordó... y recordó correctamente. El sabor de esos labios era como si se unieran cielo y tierra.

Sus lenguas se encontraron, emparejándose, y todos sus sueños regresaron a ella en un abrir y cerrar de ojos. No era como si fueran amantes reales, pero ella había soñado tantas variaciones de esa noche que pasaron juntos que sentía como si hubieran estado juntos durante años. Así de sencillo era. Se besaron con la dulzura de la familiaridad, y las ansias profundas de dos amantes separados durante meses. El se movía como si conociera cada rasgo de su cuerpo, como si los años lo hubieran compenetrado con sus anhelos.

Ella se estremeció contra su pecho bien marcado y fuerte y una de las grandes manos de él se movió en dirección sur, se escabulló entre su pelliza y le apretó firmemente los senos. Ella se arqueó hacia delante, sólo un poco más, hacia las palmas.

Él en realidad no dijo más que su nombre, pero su voz, usualmente tan calmada y cívica, sonó gruesa y ronca.

En esa crispada sílaba había una importante lección. De repente, Esme se dio cuenta de que no estuvo del todo mal haber subido de peso. Por supuesto que tenía algunas curvas antes de quedar embarazada, pero se había dado cuenta de que su pecho se había expandido tan generosamente como el resto de su cuerpo. Sin embargo, no fue hasta oír ese gemido en la voz de Sebastian, y ver la manera en la que se estremecía con el solo contacto de la pesada hinchazón de sus senos, cuando le vio un beneficio a la situación.

Ella se derritió en él como si el bebé que tenía en las entrañas no existiera, como si se estuvieran besando sobre una cama. Él le devolvía los besos, con la boca dura y posesiva, y movía los dedos sobre su pecho de tal manera que ella sentía llamas por todo el cuerpo, debilitando todas sus promesas aún más. Un ansia, eso era la que sentía. Un ansia de él, de Sebastian, una sed que había crecido durante los seis meses que habían permanecido separados.

—Soñé con esto —dijo él, con la voz nublada de deseo. Se separó hacia atrás. —Pensé en ti hasta casi volverme loco, Esme. Regresé porque decidí que era mejor volver que soportar uno más de estos sueños.

Esas palabras le devolvieron un poco de cordura.

—¡No podemos hacer esto! —dijo ella, empujándolo tan rápido que casi se cae para atrás. Él la aseguró.

—¿Por qué no?

Ella lo miró, boquiabierta.

—¿Qué te ha pasado, Sebastian Bonnington? Solía llamarte «El santo» cuando estabas comprometido con Gina.

Algunas veces pensaba que vivías sólo para atraparme indiscretamente y echarme un sermón.

—Lo hacía porque quería hablar contigo, Esme —dijo él. —Quería ver cómo se sonrojaban tus mejillas, y cómo tus magníficos ojos se concentraban sólo en mí y en ningún otro hombre. Nunca quise verte coquetear con un inocentón como Bernie Burdett. Quería que sólo me miraras a mí.

—Pero estabas comprometido con Gina.

El se encogió de hombros.

—Fuimos amigos durante años, y parecía ser un matrimonio bastante razonable.

—Tú estabas casada —dijo él, silenciosamente.

—Sí, en un matrimonio razonable.

—Creo que Gina y yo hubiéramos sido un poco más amables entre nosotros que tú y Miles. Amo a Gina y la respeto enormemente.

—¡Miles me amaba!

Él levantó una ceja.

—Bueno, me apreciaba sinceramente —corrigió ella.

—Él no te respetaba.

Ella miró para otro lado encogiendo los hombros de forma descuidada.

—Bueno, ¿quién podría? Tan pronto como nos casamos, me comporté como una prostituta... Pero amaba a Miles. Es cierto que no lo amaba de una manera cariñosa, pero hay pocas parejas que se amen realmente hoy en día.

—Nunca fuiste una prostituta —dijo Sebastian, mirándola fijamente.

Ella le devolvió la mirada. Tenía los ojos de un color azul nublado. Como un día encapotado en verano.

—No me gustaría que malinterpretaras la vida que he llevado, Sebastian, gracias a las nociones románticas que hayas aprendido en Italia. Sólo has dormido con una sola mujer en toda tu vida, pero tan sólo fuiste uno en la lista de los distintos hombres que entraron en mi cama. Es cierto que esta lista no es muy larga, pero sabes tan bien como yo que hay cuatro clases de mujeres en el mundo: criada, esposa, viuda y puta. Yo diría que he interpretado el papel de las últimas dos a la perfección.

Él le tomó la cara entre sus manos.

—¿Disfrutaste la primera vez que le fuiste infiel a tu esposo?

Ella se atragantó y luego levantó la cabeza.

—No, pero en cualquier caso le fui infiel. Y sí disfruté las siguientes ocasiones —dijo ella, desafiante.

—Si Miles hubiera regresado a tu lado, si no hubiera mostrado molestia alguna frente a tus flagrantes seducciones públicas, y en cambio sí algún deseo por complacerte, ¿hubieras buscado a esos hombres?

Hubo un momento de silencio.

Ella levantó la cara, tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

—Te hubiera buscado a ti, Sebastian.

Él no dijo nada, tan sólo la tomó entre los brazos y la abrazó tan fuerte como nunca antes lo había hecho nadie. Olía a manzano, como a madera. Él le acercó la cara contra un abrigo tan desastrado que un marqués jamás se lo pondría, y ella se quedó aferrada a él.

Después de un momento, él la tomó por la barbilla y le dio otro beso. Ella tragó saliva, con fuerza.

—Me tengo que ir.

Él asintió.

—No digo esto debido a un impulso lascivo, pero puedes encontrarme en cualquier momento en la cabaña del jardinero que hay al final del huerto de manzanos, Esme.

—¿Estás viviendo en una cabaña? ¿Tú?

Él asintió.

—Lo disfruto. Pero lo importante es que estoy aquí para lo que necesites. Lo que sea.

Ella no podía sonreír de nuevo porque volvería a ponerse a llorar. Él la miró en silencio, y luego le dijo:

—Doy gracias a Dios de no haberme casado con Gina. Incluso si lo hubiera hecho, estaría viviendo al final de este huerto de manzanos. Y eso hubiera sido todo un escándalo.

Ella regresó por la pendiente congelada completamente sola.