LXX

ÍNDOLE Y CORONACIÓN DE PETRARCA - RESTABLECIMIENTO DE LA LIBERTAD Y GOBIERNO DEL TRIBUNO RIENZI EN ROMA - SUS PRENDAS, SUS ACHAQUES, SU EXPULSIÓN Y MUERTE REGRESO DE LOS PAPAS DE AVIÑÓN - GRAN CISMA EN OCCIDENTE - REUNIÓN DE LA IGLESIA LATINA - ÚLTIMOS CONATOS DE LA LIBERTAD ROMANA - ESTATUTOS DE ROMA ESTABLECIMIENTO FINAL DEL ESTADO ECLESIÁSTICO

Para el concepto de los modernos, es Petrarca [1547] el poeta de Laura y del amor. Con la armonía de su metro toscano, Italia vitorea, o más bien está adorando, al padre de su género lírico; repitiendo sus versos o por lo menos su nombre, merced a su entusiasmo o apariencia de sensibilidad amorosa. Prescindiendo del temple de todo extranjero, su conocimiento fútil y superficial tiene que avenirse al dictamen de una nación erudita; mas cabe también conceptuar desahogadamente, que los italianos jamás pueden parangonar aquella uniformidad empalagosa de sonetos y elegías con los arranques sublimes de su musa épica, la maleza original del Dante, los primores peregrinos del Tasso, y la variedad ilimitada del incomparable Ariosto. Todavía me considero menos deslindador de merecimientos amorosos, ni me encarna en gran manera aquella pasión metafísica con una ninfa tan enmarañada, que hasta su misma existencia ha venido a disputarse, [1548] ni me interesa matrona tan fecunda [1549] que dio a luz hasta once niños legítimos [1550] mientras su zagal enamorado estaba suspirando y cantando en la fuente de Vaucluse. [1551] Mas para los ojos de Petrarca y sus circunspectos contemporáneos, pecaba en sus amores, y sus versos italianos se reducían a un entretenimiento volandero. Su nombradía formal se cifra en sus obras latinas de filosofía, poesía y elocuencia, con las cuales sonó desde Aviñón por Francia y por Italia; hervían diferentes pueblos de amigos y alumnos, y si el tomo harto macizo [1552] de sus escritos yace ahora en profundísimo sosiego, no podemos menos de elogiar al individuo, cuyos preceptos y ejemplos resucitaron los estudios y el alma del siglo de Augusto. Aspiró Petrarca desde su tierna mocedad a la corona poética. Los blasones académicos de las tres facultades habían planteado un grado regio de maestro o doctor en el arte poética; [1553] y el título de poeta laureado, perpetuado en la corte inglesa, más bien por costumbre que por vanagloria, [1554] se inventó primitivamente por los Césares germanos. En los juegos de música de la Antigüedad, se daba cierto galardón a los vencedores; [1555] la creencia de que Virgilio y Horacio se habían coronado en el Capitolio inflamó la emulación de un poeta latino, [1556] realzando el atractivo del ansiado laurel [1557] para el amante la semejanza del nombre con el de su querida. Lo arduo de tan sumo logro encarecía más y más el aprecio de entrambos objetos, y si la cautela pundonorosa de Laura se mantuvo inexorable, [1558] disfrutó, y pudo blasonar de aquella dicha, la ninfa de la poesía. No se preciaba de melindres en punto a presunción, pues decanta el premio de sus afanes; su nombre se hizo en extremo popular; los amigos echaron el resto de sus conatos, y el mérito sufrido se amañó para al fin arrollar el contrarresto de la envidia y la preocupación. A los treinta y seis años de su edad, se le galantea para que se digne aceptar el objeto de sus anhelos; y en el mismo día, allá en la soledad de su Vaucluse, recibe un brindis idéntico y solemnísimo del senado de Roma y de la Universidad de París. La institución de una escuela teológica, y la ignorancia de una ciudad desgobernada, carecían igualmente de datos y de suficiencia para otorgar la guirnalda soñada, pero inmortal, que cabe al numen recibir del aplauso libre del público y de la posteridad; pero el candidato se desentendió de reflexión tan congojosa, y tras breve rato de complacencia y suspensión, antepone la intimación de la capital del orbe.

Se plantea al fin la ceremonia de la coronación [1559] en el Capitolio por el primer magistrado de la República. Doce mancebos patricios, con ropajes de escarlata; seis representantes de las familias más esclarecidas, con galas verdes y guirnaldas de flores, encabezan el acompañamiento; en medio de los príncipes y magnates, el vencedor, conde de Anguillara, pariente de los Colonnas, se sienta en un solio, y al pregón de un heraldo se levanta Petrarca. Después de un razonamiento breve sobre un texto de Virgilio, y repitiendo hasta tres veces sus votos por la prosperidad de Roma, se arrodilla ante el solio, y recibe de mano del senador la corona de laurel, con una manifestación todavía más apreciable: «Este es el galardón del mérito». Aclama repetidamente el gentío: «Vivan el Capitolio y el poeta». Recíbese un soneto en alabanza de Roma como derramamiento del numen y de la gratitud entrañable, y después de andar toda la comitiva por el Vaticano, queda la corona profana colgada ante el sagrario de san Pedro. En el acta o diploma [1560] que se presenta a Petrarca, se renuevan en el Capitolio, tras el plazo de trece siglos, el dictado y prerrogativas de poeta laureado, y se engríe con el fuero perpetuo de llevar a su albedrío una corona de laurel, de hiedra o de mirto, de usar el traje poético, de enseñar, argüir, interpretar y componer, por donde quiera y sobre cualquier punto de literatura. Senado y pueblo ratifican la concesión, recompensando con la calidad de ciudadano su afecto al nombre romano; y en cuanto lo decoraban le hacían justicia. En su estrechez incesante con Cicerón y Tito Livio, se empapó en el patriotismo antiguo, y cada concepto le brotaba sublimes arranques de primor y de cariño. Presenciando los siete montes se encarnaron más y más sus impresiones vehementes con la majestad de sus escombros, y se enamoró de un país cuyos ímpetus caballerosos le habían coronado y prohijado. El desamparo y abatimiento de Roma movieron las iras y la compasión de aquel hijo agradecido: disimulaba los desbarros de sus conciudadanos, vitoreaba entrañablemente a sus postreros héroes y matronas, y con el recuerdo de lo pasado, con la esperanza de lo venidero, se complacía en trascordar los quebrantos actuales. Seguía Roma siendo la dueña legítima del mundo; el papa y el emperador, el obispo y el caudillo, habían orillado su colocación retirándose desairadamente al Ródano y al Danubio; mas si acertaba a recobrar su pujanza podía la República reencumbrarse a la libertad y al predominio. En los ímpetus de su entusiasmo y elocuencia [1561] pasmáronse Petrarca, Italia y Europa con una revolución que realizaba momentáneamente sus visiones más esplendorosas. Se dedicarán las páginas siguientes al ensalzamiento y vuelco del tribuno Rienzi, [1562] interesante es el asunto, abundan los materiales, y las miradas de un poeta patricio [1563] acudirán a veces para vivificar las narraciones grandiosas aunque sencillas del historiador florentino [1564] y con especialidad del romano. [1565]

En un barrio de la ciudad, morada peculiar de judíos y artesanos, el desposorio de un mesonero y una lavandera dio a luz al libertador venidero de Roma. [1566] Ni señorío, ni haberes, cupieron por herencia a Nicolás Rienzi Gabrini, y la prenda de una educación culta que le proporcionaron a duras penas, fue la causa de su nombradía y de su muerte anticipada. El estudio de la historia y la elocuencia, los escritos de Cicerón, Tito Livio, Séneca, César y Valerio Máximo, encumbraron sobre sus iguales y contemporáneos el numen del mozo plebeyo: iba leyendo con afán incesante los manuscritos y los mármoles de la Antigüedad, gustaba de comunicar sus conocimientos familiarmente, y solía prorrumpir disparadamente: «¿Somos ahora por ventura tales romanos? ¿Tenemos su pujanza, su entereza, su poderío? ¿Por qué no vine a nacer en tan venturosos tiempos?». [1567] Al enviar la República al solio de Aviñón una embajada de las tres órdenes, descollando Rienzi en brío y elocuencia, es uno de los trece diputados del vecindario. Logra el orador la preeminencia de arengar al papa Clemente VI, y la complacencia de conversar con Petrarca congeniando entrambos hasta lo sumo; mas desfallecen sus anhelos con la escasez y el desaire, vistiendo el gran patricio la ropa única que le ha franqueado el hospital con su corto mantenimiento. Aliviábale de tantas desdichas el concepto de su propio mérito con los halagos del agasajo, y por fin el empleo de notario apostólico le aprontó el sueldo diario de cinco florines de oro, relaciones más honoríficas y numerosas, y el derecho de contraponer en voces y hechos su integridad suma a los achaques del Estado. Repentina y vehemente era la persuasiva de Rienzi; propensa es de suyo la muchedumbre a la envidia y la censura; le estimulan más y más la pérdida de un hermano y la impunidad del asesino, ni sabía él disculpar ni abultar las calamidades públicas. Desterradas huyeron de Roma ya las prendas de la paz y la justicia, para las cuales se instituyó y labró la sociedad civil; los ciudadanos celosos capaces de sobrellevar todo agravio personal o pecuniario eran los menos avenibles con el deshonor de sus consortes o de sus hijas, [1568] oprimiéndolos igualmente la arrogancia del señorío, y el cohecho de los magistrados, y el abuso de armas y leyes era lo único que distinguía a los leones de los perros y serpientes en el Capitolio. Los emblemas alegóricos que iba colgando por calles e iglesias con diversos lemas el travieso Rienzi; y mientras el gentío estaba suspenso y como atónito, con tanta variedad de cuadros, el despejado e intrépido orador iba desentrañando su contenido, aplicando la sátira, encendiendo los ímpetus, y esperanzando para luego el consuelo del venidero rescate. Los fueros de Roma, su soberanía sempiterna sobre príncipes y provincias, era el tema inexhausto de sus arengas públicas y particulares, y un momento de servidumbre sirvió en sus manos para móvil e incentivo de independencia. Aquel decreto del Senado otorgando las prerrogativas más amplias al emperador Vespasiano, se había esculpido en una lámina de cobre, existiendo todavía en el coro de la Iglesia de san Juan de Laterán. [1569] Se convida a junta general para solemnizar aquella lectura política, levantando un teatro adecuado para el intento. Asoma el notario con un ropaje magnífico y misterioso, va explicando la inscripción, acompañada de su traducción y comentario, [1570] y se explaya con fervor y elocuencia sobre las glorias antiguas del Senado y del pueblo, de quienes dimanaba únicamente toda autoridad legítima. La ciega torpeza de todo el señorío no cataba el rumbo formal de tan grandioso aparato; solía sí escarmentar al farsante de palabra y obra; mas no dejaba por eso de perorar desde el palacio de Colonna embelesando siempre la concurrencia con amenazas y profecías, encubriéndose el Bruto moderno [1571] con el disfraz de jocosa demencia. Desprécialo altamente la nobleza, el establecimiento del debido Estado, expresión predilecta, suena de boca en boca como acontecimiento probable, apetecible, y al fin, cercano; y al estar ya todos en el disparador de los aplausos, no falta quien se arroja a sostener al comprometido libertador.

Una profecía, o más bien una intimación, clavada a la puerta de la iglesia de san Jorge es el primer anuncio patente de la empresa, y una reunión nocturna de quinientos ciudadanos en el monte Aventino, el primer paso para su ejecución. Tras el juramento de sigilo y auxilio, manifiesta a los conspiradores la suma entidad y obvia ejecución del intento; que la nobleza, de suyo discorde y desvalida, no tenía más fundamento que el temor general de su soñada pujanza; que toda potestad y todo derecho correspondían al pueblo; que las rentas de la cámara apostólica podían socorrer el apuro de todos, y que hasta el mismo papa aprobaría su victoria contra los enemigos perpetuos del gobierno y de la libertad; y después de afianzar un tercio leal para resguardar el primer anuncio, va pregonando por la ciudad a los ecos del clarín, que todos al día siguiente por la tarde acudiesen sin armas a la plaza de san Ángelo para providenciar el restablecimiento del Estado debido. Se empleó la noche en celebrar treinta misas al Espíritu Santo, y por la madrugada, con la cabeza descubierta y armado de punta en blanco, Rienzi sale de la iglesia escoltado por cien conspiradores. El vicario del papa, mero obispo, a quien se indujo para hacer su papel en aquella ceremonia nunca vista, iba a la derecha, tremolando al mismo tiempo los estandartes principales como simbolizando el intento. En el primero, el pendón de la Libertad, iba Roma sentada sobre dos leones, con una palma en la derecha y un globo en la izquierda; descollaba san Pablo con su espada desnuda, representando en otra bandera la Justicia; y empuñaba san Pedro, en la tercera, las llaves de la Paz y la Concordia. Acude el gentío y palmotea y reenvalentona a Rienzi sin alcanzar el objeto, pero muy esperanzado de felicidades; y luego la inmensa procesión va marchando desde san Ángelo al Capitolio; atraviesa alguna bulla en contrario, pero se esmera en aplacarlo y enfrenarlo todo, y por fin logra trepar sin oposición y con cierta confianza a la ciudadela de la República; arenga al pueblo desde un balcón, y merece la ratificación más lisonjera de sus actas y leyes. La nobleza, atónita y desarmada, está muda y aterrada presenciando revolución tan repentina, habiéndose valido para el trance de la venida de Esteban Colonna, que podía formar el contrarresto más formidable. Al primer aviso, acude ejecutivamente a su palacio; aparenta menospreciar aquella asonada, y manifiesta al mensajero de Rienzi, que sin alterarse está pronto a prender y arrojar desde una ventana del Capitolio al orate desaconsejado. Suena en seguida a somatén la gran campana, y es tan rápida la oleada y tan urgente el peligro, que Colonna huye precipitadamente al arrabal de san Lorenzo, y desde allí, después de respirar un rato, marcha en diligencia a ponerse en salvo dentro del castillo de Palestrina, lamentándose de su propio yerro en no hollar desde su primera chispa tan poderoso incendio. Se pregona desde el Capitolio una orden terminante para toda la nobleza mandándole retirarse sosegadamente a sus estados; obedecen al punto, y con su partida queda afianzada la quietud de los ciudadanos libres y obedientes de Roma.

Mas obediencia tan voluntaria suele luego evaporarse con los primeros arrebatos de la bulla, y Rienzi se hace cargo de lo mucho que le importa el sincerar aquella ocupación por medio del arreglo y la legalidad. Tiene en su mano el que el pueblo todo prorrumpe en ímpetus de cariño, condecorándole con los dictados de senador y cónsul, y aun de rey o emperador; pero antepone el nombre antiguo y comedido de tribuno, cuyo instituto sacrosanto y esencial es el amparo de los indefensos; mas nadie sabía que jamás cupo a los tribunos el desempeño de potestad alguna ejecutiva o legislativa en la República antigua. Bajo esta capa, y con la anuencia de los romanos plantea el nuevo magistrado las leyes más atinadas para el restablecimiento y la conservación del Estado debido. Con la primera satisface a los anhelos de la honradez y la inexperiencia, mandando que ningún pleito pueda durar más de quince días. El peligro de los perjurios redoblados pudiera sincerar el decreto contra todo acusador falso de padecer el idéntico castigo que pudiera acarrear su testimonio, el desgobierno de aquel tiempo pudo precisar al legislador el escarmiento de los homicidas con pena de muerte, y el desagravio con su igualdad a la ofensa. Mas desahuciada vino a quedar la justicia mientras no enfrenase de antemano la tiranía de la nobleza. Se decretó terminantemente, que nadie, excepto el magistrado supremo, poseyese o mandase en puertas, puentes, o torres del Estado; que no se introdujese guarnición particular en los pueblos o castillos del territorio romano; que nadie llevase armas o se propasase a fortificar su casa en la ciudad o en el campo; que los barones fuesen responsables de la seguridad de las carreteras y el tránsito expedito de los abastos, y que todo encubridor de malhechores pagaría una multa de mil marcos de plata. Mas todas estas providencias vendrían a frustrarse si la espada de la potestad civil no atajase el desenfreno de la nobleza. Al primer somatén de la campana del Capitolio acudirían a las banderas más de veinte mil voluntarios; pero el apoyo del tribuno y de las leyes requería otro resguardo más arreglado y permanente. Se fue colocando un bajel en cada bahía de la costa para salvaguardia del comercio; alistose una milicia perpetua de trescientos setenta caballos, con mil trescientos infantes, vestidos y pagados por los trece barrios de la ciudad, y descuella el arranque republicano con el señalamiento de gratitud con cien florines o libras para los herederos de todo soldado que perdiera su vida en el servicio de su patria. Por costear la defensa pública de viudas, huérfanos y conventos necesitados, no escrupulizó Rienzi, por temor de sacrilegio, en apropiarse las rentas de la cámara apostólica; los tres productos de la moneda, las salinas y los derechos, componían anualmente cien mil florines; [1572] y los descarríos serían escandalosos, precio que en tres meses acertó a triplicar el rédito de los alfolíes. Restablecida ya la pujanza y la hacienda de la República, llama el tribuno a la nobleza de sus retiros solitarios, les impone su presentación personal en el Capitolio para imponerles el juramento de homenaje al nuevo gobierno y sumisión a las leyes del Estado debido. Zozobrosos por su resguardo, y todavía más por el peligro de su negativa, regresan príncipes y barones a sus viviendas de Roma en traje sencillo y pacífico de meros ciudadanos, resueltos tienen que acudir Colonnas y Ursinos, Savellis y Frangipanis ante un tribunal plebeyo del bufón, de quien se habían mofado tantísimo; y su desaire se afeaba con las iras que asomaban por el mismo empeño que ponían en estarlas encubriendo. Siguieron tributando el mismo juramento por su orden las varias clases de la sociedad, clero, hidalgos, jueces y escribanos, mercaderes y menestrales, y cuanto más descendía la clase mejoraba siempre en ahínco y sinceridad. Juran vivir o morir con la República y la Iglesia, cuyo interés se procura comprometer con asociar nominalmente al obispo de Orvieto, vicario del papa, al cargo de tribuno. Blasona Rienzi de haber rescatado el solio y el patrimonio de san Pedro de las garras de una aristocracia rebelde; y Clemente VI, que luego se complació tanto con su vuelco, aparentó dar crédito a sus protestas, vitorear los merecimientos y corroborar el título de su leal sirviente. Esmérase en el habla, y tal vez de corazón, en mirar por la pureza de la fe; va insinuando su pretensión a un encargo sobrenatural del Espíritu Santo; reencarga con multa cuantiosa el cumplimiento de confesión y comunión, y custodia más y más la prosperidad espiritual y temporal de pueblo tan fiel. [1573]

Nunca tal vez descolló la pujanza y trascendencia de un solo entendimiento como en la reforma repentina, aunque volandera, de Roma por el tribuno Rienzi. Una guarida de salteadores se convierte en un campamento disciplinado, en un monasterio austerísimo: sufrido para escuchar, veloz para desagraviar, inexorable en el escarmiento, franquea su tribunal a todo desvalido o advenedizo, sin que nacimiento, jerarquía o inmunidad eclesiástica escuden al culpado ni a sus cómplices. Las casas privilegiadas y los santuarios particulares de Roma, en fin los asilos, quedan abolidos, y apropia la madera y el hierro con que se resguardaban las fortificaciones del Capitolio. El padre venerable de los Colonnas está padeciendo en su propio palacio el vaivén vergonzoso de anhelar y verse imposibilitado de amparar a un reo. Se roba una mula con un cántaro de aceite junto a Capadocia, y el caudillo de la alcurnia de Ursino tiene que pagar, además del reintegro, una multa de cuatrocientos florines por su desamparo de las carreteras; así las mismas personas de los barones vinieron a quedar más inviolables que sus casas o haciendas, y sea por acaso o de intento, padecieron el propio rigor los caudillos de las facciones encontradas. Pedro Agapito Colonna, senador que había sido de Roma, fue arrestado en la calle por agravio o deuda, y alcanzó, aunque tardíamente, la justicia a Martín Ursino, quien tras varias tropelías violentísimas había salteado un bajel náufrago a las orillas del Tíber. [1574] El inflexible tribuno se desentiende allá de su nombre, de la púrpura de dos cardenales, de un enlace reciente, de una enfermedad gravísima para asegurar su víctima. Lo arrebatan los alguaciles de su palacio, de su tálamo nupcial, se le sumaria breve y completamente, el somatén del Capitolio convoca al gentío; despojado de su manto, de rodillas y maniatado a la espalda, se le sentencia a muerte y se le ajusticia. Con aquel escarmiento queda desahuciado todo criminal; huyen los malvados, los viciosos y los haraganes y purifícase la ciudad y el territorio de Roma. Regocíjanse, dice el historiador, los bosques desde entonces, pues ya no los infestan gavillas de salteadores; los bueyes surcan la tierra, el peregrino frecuenta los santuarios, los viajantes a miles cuajan los caminos; reinan por los mercados el tráfico, la abundancia y la buena fe, y en medio de las carreteras, bolsillos llenos de oro estarían en salvo. En estando afianzadas la vida y hacienda de los individuos, brotan y descuellan de suyo los afanes y galardones de la industria; vuelve Roma a ser la capital del orbe cristiano, y la nombradía y prosperidad del tribuno resuenan más y más por donde quiera, con las alabanzas de tanto extranjero como ha presenciado y sido partícipe de tan inefable dicha.

Vuela el espíritu de Rienzi en alas de su prosperidad hasta el punto de idear una república federativa, tan grandiosa, que abarcase Italia entera encabezándola, como allá en la antigua, aquella Roma excelsa de siempre, y asociando al par los príncipes y los estados independientes. No cede su pluma en elocuencia a su lengua, y mensajeros fieles y veloces van repartiendo por donde quiera sus infinitas cartas. Marchan a pie con una varilla blanca en la mano y trepan por los riscos y atraviesan las selvas; los tratan por los pueblos con acatamiento de embajadores, y refieren con verdad o por lisonja que las carreteras en su tránsito asoman cuajadas de muchedumbre, que de rodillas está invocando al cielo para el éxito de su empresa. Si la razón enfrenase los ímpetus, si el interés privado se orillase ante el bienestar general, el tribunal supremo de la unión confederada pudiera atajar toda discordia intestina y vallar los Alpes contra la oleada bárbara del norte. Pero volara ya el trance favorable; pues si Venecia, Florencia, Siena y Perugia, con otras poblaciones inferiores, brindan con sus vidas y haberes al Estado debido, los tiranos de Lombardía y Toscana están despreciando y aborreciendo al autor plebeyo de una constitución libre. Contestan todos, sin embargo, amistosa y acatadamente al tribuno, siguen sus agasajos embajadas sin número de príncipes y repúblicas, y en aquella concurrencia advenediza, en todas las funciones placenteras o formales, el notario de humilde cuna, se entona familiar o cortesanamente con ínfulas de soberano. [1575] El trance más esclarecido de su reinado es una apelación de Luis, rey de Hungría, quejándose de que su hermano y su esposa habían sido ahorcados alevosamente por Juana, reina de Nápoles. [1576] Se abogó por su maldad o su inocencia solemnemente en el tribunal de Roma [1577] pero oídas las causas, aplazó el tribuno su sentencia, que luego puso en cobro el alfanje húngaro. Allende los Alpes, y particularmente en Aviñón, la gran revolución era el pasmo y el aplauso de todas las clases. Petrarca había sido íntimo amigo, y tal vez consejero reservado, de Rienzi: sus escritos están rebosando de pujante patriotismo y ostentoso regocijo, y todo acatamiento con el papa y toda correspondencia al afecto de los Colonnas se arrinconaban mediando las obligaciones predominantes de un ciudadano de Roma; y el poeta laureado del Capitolio sostiene el acto, vitorea al héroe, y entreteje con algunas zozobras y advertencias, las esperanzas más encumbradas de los medros rapidísimos de la República. [1578]

Mientras Petrarca se está empapando en sus visiones proféticas, el prohombre romano se apea rápidamente de la cumbre de su aplauso y poderío, y el gentío, que estuvo mirando atónito el meteoro centelleante en sus medros y en lo sumo de su esclarecimiento, empieza a notar el desvío de su gran carrera, y los vaivenes de la claridad y la lobreguez. Campea más en elocuencia que en tino, en travesura que en tesón, y las prendas eminentes carecen del equilibrio de una racionalidad despejada y reflexiva, pues abultan siempre la fantasía de Rienzi los objetos para la esperanza y la zozobra. Todo lo anhela y lo teme todo, y la cordura que no fue su ensalzadora al solio, tampoco acudió a sostenerlo. Sus arranques rayaron siempre en los achaques cercanos, bastardeó su justicia con tropelías, su liberalidad paró en profusión, y su afán de nombradía lo enloqueció con vanagloria ostentosa y pueril. Pudiera estar enterado de que los tribunos antiguos, tan poderosos y sagrados en la opinión pública, nada los diferenciaba en habla, traje y exterioridad de los demás plebeyos; [1579] y al andar por la ciudad a pie, un mero encaminador o bedel les acompañaba en el desempeño de su instituto. Se encresparan o se sonrieran los Gracos al leer los adjetivos y dictados altisonantes de aquel sucesor: NICOLÁS, JUSTICIERO Y MISERICORDIOSO, LIBERTADOR DE ROMA, DEFENSOR DE ITALIA, [1580] AMIGO DE LA HUMANIDAD, DE LA INDEPENDENCIA, DE LA PAZ, DE LA JUSTICIA, TRIBUNO AUGUSTO. Su boato teatral abortó por fin la revolución; pues Rienzi con su lujosa altanería desquició la máxima política de hablar con la muchedumbre a la vista, al mismo tiempo que al entendimiento. Era de suyo galán y aun primoroso; pero vino a desfigurarse con su destemplanza, parando en el extremo de una corpulencia monstruosa; y enfrenó su propensión violenta a la risa con una gravedad afectada, empalagosa y aun ceñuda, conceptuándola requisito esencial de la magistratura. [1581] Para las funciones públicas se engalanaba con un manto de varios matices de terciopelo y de raso, forrado de pieles y bordado de oro. La varilla de la justicia venía a ser de acero bruñido, coronado con una cruz de oro, engastando una astilla de la verdadera y sagrada cruz. En sus carreras o procesiones civiles y religiosas por la ciudad, montaba en un caballo blanco, símbolo de la soberanía; tremolaba sobre su cabeza el gran pendón de la República, ostentando un sol con un cerco de estrellas, una paloma con una rama de oliva; llovía el oro y la plata sobre el gentío, escoltaban cincuenta alabarderos su persona, un escuadrón de caballería abría la marcha y eran sus timbales y clarines de plata maciza.

El afán de armarse caballero [1582] sacó a luz la ruindad de su nacimiento, y desdoró el señorío de su cargo, acarreándose el tribuno acaballerado la odiosidad, no menos de la nobleza que lo prohijaba, que de la plebe, de quien había desertado. Apura el tesoro, y echa el resto del lujo y del primor para la solemnidad de aquel día. Encabeza Rienzi el gentío o la procesión desde el Capitolio al Laterán; galas y juegos amenizan la dilatada carrera; las órdenes eclesiásticas, militares y civiles van caminando bajo sus banderas respectivas, las damas romanas acompañan a la esposa del prohombre; y los embajadores de Italia toda pudieron aplaudir estruendosamente, o escarnecer en su interior, la novedad del aparato. Por la tarde, llegados a la iglesia y palacio de Constantino, despide agradecido a la inmensa comitiva, convidándola para la función del día siguiente. Recibe de manos de un caballero veterano la orden del Espíritu Santo; ya se había purificado con el baño; mas ningún paso de la vida de Rienzi escandalizó tanto como el de profanar el vaso de pórfido con que el papa Silvestre [1583] (conseja mentecata) curó a Constantino de la lepra. Con iguales ínfulas veló las armas y descansó el tribuno entre el ámbito consagrado del baptisterio, y el vuelco de su lecho imperial se conceptuó por agüero de su propia caída. A la hora de la celebración se ostentó a la muchedumbre recién vuelta en ademán majestuoso, con un ropaje de púrpura, espada y espuelas de oro, interrumpiendo luego los ritos sagrados con su liviandad y descoco. Se alza en su solio, y adelantándose hacia el gentío, vocea descompasadamente: «Citamos a nuestro tribunal a la persona del papa Clemente, y le mandamos que se venga a residir en su diócesis de Roma, intimando igualmente al sagrado colegio de cardenales. [1584] Citamos también a entrambos aspirantes, Carlos de Bohemia y Luis de Baviera, que se están apellidando emperadores; como igualmente intimamos a todos los electores de Germania, para que nos enteren del pretexto con que enajenaron y usurparon el derecho incontrastable del pueblo romano, único y antiguo soberano del Imperio». [1585] Desenvainando su espada virgen, la está blandiendo por tres veces, a todas las partes del mundo, repitiendo otras veces aqueste pregón disparatado: «También ésta es mía». El vicario del papa, el obispo de Orvieto, intenta atajarle aquel ímpetu frenético, pero una música marcial acalla su apocada protesta, y en vez de retirarse de la concurrencia, se aviene a comer con su hermano el tribuno, en una mesa reservada hasta entonces para el pontífice supremo. Se dispone un banquete imperial para el pueblo todo. Se cubren mesas sinnúmero por las viviendas, pórticos y patios del Laterán para entrambos sexos, de toda condición; las narices del caballo de bronce de Constantino manan un arroyo de vino, sin sonar otra queja que la escasez de agua, y el arreglo y el temor atajan el desenfreno de la muchedumbre. Queda señalado el día próximo para la coronación de Rienzi, [1586] siete coronas de diferente hojarasca o metal se van colocando sobre su cabeza por los primeros prebendados del clero romano; representando los siete dones del Espíritu Santo; y entre tanto sigue blasonando de remedar a los tribunos antiguos. Festejos tan extraordinarios embebecían y lisonjeaban la plebe, y su propia vanagloria se empapaba en la del mismo caudillo. Pero allá en su vida privada se desentienden luego de las estrecheces de la frugalidad y la abstinencia; y hasta los mismos plebeyos, asombrados con el esplendor de la nobleza, se destemplan con el boato de un igual. Esposa, hijo y tío, barbero en nombre y en la realidad, están hermanando los modales más vulgares con su ostentación regia; pues ajeno de toda majestad, bastardea Rienzi con los desbarros de un rey.

Un mero ciudadano va describiendo con lástima, y quizá con recreo, la humillación de los varones de Roma. «Con la cabeza descubierta, con sus manos cruzadas sobre el pecho, se mantienen cabizbajos en presencia del tribuno: tiemblan y ¡ay, Dios mío, hasta qué punto están temblando!» [1587] Mientras el yugo de Rienzi fue el de la justicia y el de su patria, su conciencia les dicta el aprecio del individuo, a quien su orgullo y su instinto les precisa a odiar; pero su conducta descabellada les hace acompañar el odio con menosprecio, y entonces se vienen esperanzados de dar al través con una prepotencia, que carece ya de amigo en la confianza pública. Colonnas y Ursinos enfrenan por una temporada su mutuo y añejo encono: asocian sus anhelos y acaso sus intentos; pero se prende y se da tormento a un asesino; Rienzi acusa a los nobles, y desde el punto en que va mereciendo su destino, se labra las zozobras y los arranques de un tirano. En el mismo día convida, bajo varios pretextos, al Capitolio a sus principales enemigos, entre los cuales hay cinco individuos de los Ursinos y tres con el nombre de Colonnas; y en vez de conferencia o banquete, se hallan todos presos, bajo los filos del despotismo o de la justicia, y sea con la satisfacción de su inocencia, o con el remordimiento de su maldad, corren el idéntico peligro. Suena el somatén de su gran campana, acude el gentío; se les tilda de conspiradores contra la vida del tribuno, y por más que algunos se conduelan de su conflicto, no hay voz, no hay mano que acuda a escudar a individuos de la primera nobleza del estrago que les amaga. La desesperación al parecer los envalentona, pasan respectivamente incomunicados una noche de azorado desvelo; y aquel héroe venerable, Esteban Colonna, golpea a la puerta de su encierro, clamando a los guardas repetidamente que le liberten por medio de una muerte ejecutiva de esa indecorosa servidumbre. A la madrugada quedan enterados de su sentencia con la visita de un confesor, y con el eco de la sonora campana. Se engalana el grandioso salón del Capitolio para el trance sangriento con vistosas colgaduras blancas y encarnadas; ceñudo y lóbrego aparece el semblante del tribuno, rodeado ya de los sayones con espadas desnudas, y el clarín aterrador suena y acalla las desmayadas arengas de los barones. Pero en el momento decisivo no se acongoja menos Rienzi que sus indefensos reos; se estremece con el timbre de sus alcurnias, su parentela apesadumbrada, la inconstancia del gentío, y las reconvenciones de todos, y tras la temeridad de tamaño desacato, está soñando que si él indulta, quedará también indultado. Se esmera en parecer como cristiano y suplicante, y como ministro humilde y oficioso del vecindario, está abogando por el perdón de reos tan esclarecidos, por cuyo arrepentimiento y servicios venideros compromete desde luego su solemne palabra y su autoridad. «¿Mediando el indulto —pregunta el tribuno—, por la clemencia de los romanos, me prometéis sostener el Estado debido con vuestras vidas y haberes?». Atónitos con aquella blandura portentosa, bajan los barones la cabeza, y al repetir compungidamente el juramento de homenaje, pueden insinuarse mutuamente un apunte más entrañable de ejecutiva venganza. Pronuncia un sacerdote, en nombre del pueblo, la absolución; comulgan con el tribuno, asisten al banquete, y acompañan la procesión; y tras las muestras espirituales y profanas de íntima reconciliación, se retiran salvos a sus albergues, con los nuevos blasones y dictados de generales, cónsules y patricios. [1588]

Enfrénales por breve tiempo el pavor de su peligro, más que el recuerdo de su indulto, hasta que los Colonnas más poderosos huyen de la ciudad con los Ursinos, y tremolan en Marino el pendón de su rebeldía. Restablecen arrebatadamente las fortificaciones del castillo; acompañan los vasallos a sus caudillos; los huidos se arman contra el magistrado, y el pueblo todo acrimina a Rienzi como causador de cuantas desventuras está padeciendo, al ver que desde Marino hasta las puertas de Roma, se arrebatan ganados y se talan mieses y viñedos. Mengua la gallardía de Rienzi, en vez de sobresalir por el campo, y se desentiende allá del progreso de los barones, hasta que se agolpa su gente y hacen sus fortalezas inexpugnables. Leyó a Tito Livio, mas no se empapó en planes de guerra, ni menos abrigó el denuedo de los generales antiguos. Junta veinte mil hombres, embiste Marino y queda rechazado, y su venganza se ridiculiza retratando a sus enemigos con la cabeza abajo y los pies en alto, y ahogando a dos perros (que debieran en rigor ser osos) representando a los Ursinos. Con el desengaño de su ningún desempeño militar, los parciales instan a los rebeldes, y se empeñan los barones en apoderarse de cuatro mil infantes y mil seiscientos caballos, a viva fuerza o por alguna sorpresa. Se aparata la ciudad para su rechazo, suena toda la noche a somatén la gran campana; se resguardan poderosamente las puertas, o bien se patentizan descocadamente, y titubeando algún tiempo, se retira por fin el enemigo. Ya las dos divisiones de vanguardia y centro habían desfilado a la vista de las murallas, pero los nobles de vanguardia embisten ciega y desesperadamente, con la aprensión de lograr una entrada expedita, y tras una escaramuza ventajosa se les agolpa el gentío de la ciudad, los arrolla y los mata sin conmiseración. Esteban Colonna Menor, en cuyo heroísmo cifraba Petrarca la redención de Italia, fenece con su hijo Juan, bizarro mancebo, con su hermano Pedro, prebendado de cuenta, un sobrino legítimo y dos bastardos de la alcurnia de Colonna, y el número de siete, como las coronas de Rienzi, se redondea con la agonía del lastimado pariente del caudillo antiguo, único vástago que conservaba las esperanzas y logros del esclarecido linaje. El tribuno echa mano hasta de las visiones y profecías de san Martín y del papa Bonifacio, para envalentonar a los suyos, [1589] y a lo menos en el alcance ostenta el arrojo de un héroe; pero trascuerda la gran máxima de los antiguos romanos quienes abominaban todo trofeo en guerra civil. Trepa el vencedor al Capitolio; coloca su corona y cetro sobre el altar, y blasona con asomos de verdad, que había cortado una espiga que ni papa ni emperador habían acertado a afianzar. [1590] Su venganza ruin e implacable niega los honores del entierro a los cadáveres de los Colonnas, que intentaba colgar junto a los muchos que había de malhechores, y quedan reservadamente sepultados por la diligencia de las vírgenes santas del mismo nombre y alcurnia. [1591] El pueblo se conduele de su quebranto, se arrepiente de su propia saña, y maldice el regocijo indecoroso de Rienzi, que anda paseando por el sitio donde fracasaron aquellas víctimas esclarecidas; y en aquel sitio infausto quiere honrar a su propio hijo armándolo caballero, redondeando las ceremonias con un golpecillo de cada jinete de su guardia, y con lavatorio ridículo e inhumano, en un estanque manchado todavía con sangre. [1592]

Con una leve demora se salvaban los Colonnas, con el rezago de un mes que medió entre el triunfo y el destierro de Rienzi. Ufanísimo con su victoria, se desprende allá de los poquísimos realces que le iban quedando, sin granjearse el concepto de guerrero. Se fragua en la misma ciudad una oposición arrojada y poderosa, y al proponer al tribuno en su consejo un nuevo impuesto [1593] y arreglar el gobierno de Perugia, votan hasta treinta y nueve vocales contra aquella propuesta, rechazan el cargo feísimo de traición y cohecho, y lo estrechan para que se propase a excluirlos a viva fuerza, y entonces palpará que si la hez le conserva todavía algún apego, el vecindario honrado lo mira con menosprecio. Nunca sus profusiones ostentosas habían deslumbrado al papa ni al colegio de cardenales; antes bien se mostraban desabridos con la insolencia de sus fantasías. Envían un cardenal legado por Italia, quien tras un tratado infructuoso y dos avistamientos personales, su paradero es fulminar una bula de excomunión, en la que se apea al tribuno de su cargo, tiznándole con el atentado de rebeldía, sacrilegio y herejía. [1594] Yacen los pocos barones restantes en Roma humillados con su rendido homenaje; y a impulsos de su interés y su venganza, acuden al servicio de la Iglesia, pero teniendo todavía a la vista el paradero de los Colonnas, abandonan en manos de un vengador aventurero el afán y el peligro de una revolución. Juan Pipino, conde de Minorbino, [1595] en el reino de Nápoles, yace sentenciado, por sus delitos, o por sus riquezas, en encierro perpetuo, y Petrarca, intercediendo por su libertad, contribuye indirectamente al vuelco de su amigo. Se interna Pipino reservadamente en Roma, capitaneando hasta ciento cincuenta soldados; ataja y valla el barrio de los Colonnas, y halla la empresa tan llana y obvia, cuanto había parecido imposible. Desde el primer asomo, suena y resuena la campana del Capitolio, pero en vez de acudir al eco tan sabido, permanece el vecindario silencioso y sosegado; y el cobarde Rienzi, prorrumpiendo en lágrimas y suspiros, al presenciar aquella ingratitud, desampara el mando y el poderío de la República.

Restablece el conde Pipino, sin desenvainar su espada, la aristocracia y la Iglesia; se escogen tres senadores, y encabezando el legado la junta, admite a sus dos compañeros de las familias encontradas de Colonnas y Ursinos. Quedan abolidas las actas del tribuno, pregonada su cabeza; mas infunde su nombre tal pavor todavía, que los barones siguen hasta tres días titubeando, antes que se avengan a permanecer en la ciudad; y Rienzi está morando por más de un mes en el castillo de san Ángelo, de donde se retira sosegadamente, afanándose en vano por reencender el afecto y el denuedo de los romanos. Voló la soñada decoración del Imperio y la libertad, se avinieron en aquella postración a todo género de servidumbre, con tal que la sobredorase el buen orden, y apenas se hace alto en que los nuevos senadores deriven o no su autoridad de la Silla Apostólica, y en que cuatro cardenales se hallan encargados con ínfulas de una dictadura para constituir de planta la República. Los enconos sangrientos de los barones siguen atropellando a Roma, odiándose mutuamente y menospreciando la generalidad sus fortalezas contrapuestas en la ciudad y por las campiñas, se encumbran otra vez, para yacer de nuevo demolidas, y los ciudadanos, como grey pacífica e indefensa, quedan, dice el historiador Florentino, devorados por lobos insaciables. Mas apurado por fin el sufrimiento de los romanos, una hermandad de la Virgen María escuda y venga a la República; retumba de nuevo la campana del Capitolio; la nobleza armada está temblando ante la muchedumbre indefensa, y de los dos senadores, huye Colonna por una ventana del palacio, y el Ursino queda apedreado al mismo pie del altar. Dos plebeyos, Cerroni y Baroncelli ejercen sucesivamente el cargo de tribuno. La mansedumbre de Cerroni es ajena de los vaivenes de aquel tiempo, y tras una resistencia apocada, se retira con una reputación tersa y haberes decorosos a la vida campestre. Sin persuasiva ni desempeño, Baroncelli descuella con su denuedo, habla con el temple y el pundonor de un patricio y sigue las huellas de la tiranía; una mera sospecha es ya sentencia de muerte, y al fin su paradero es una muerte afrentosa, correspondiente a su cúmulo de crueldades. En el vaivén de tanta desventura, los desbarres de Rienzi quedan olvidados, y los romanos están suspirando por el sosiego y la prosperidad del Estado debido. [1596]

El primer libertador, tras un destierro de siete años, queda restablecido en su patria. Disfrazado de monje o de peregrino, huye del castillo de san Ángelo, implora en Nápoles la amistad del rey de Hungría, va estimulando la ambición de todo aventurero, se baraja en Roma con los peregrinos del jubileo, se oculta entre los ermitaños del Apenino, y vaga luego por las ciudades de Italia, Germania y Bohemia. Invisible se hace su persona, pero su nombre suena siempre como formidable, y las zozobras de la corte de Aviñón, dan por supuestos, y tal vez abultan, sus merecimientos personales. El emperador Carlos IV franquea su audiencia a un advenedizo, que se le manifiesta sin rebozo como el tribuno de la República, y deja atónitos a los embajadores y príncipes, con la elocuencia de un patricio y las visiones de un profeta, sobre el vuelco de la tiranía y el reino del Espíritu Santo. [1597] Rienzi, en medio de sus esperanzas, se halla cautivo, pero sosteniendo siempre las ínfulas de su independencia y señorío; y obedece voluntariamente a la intimación del Sumo Pontífice. El afán de Petrarca, enfriado con la conducta desatinada, revive con la desventura de su amigo, y el influjo de su presencia, lamentándose esforzadamente del tiempo en que el salvador de Roma, por mano del emperador, va a parar a las de su obispo. Trasladan pausadamente, pero siempre a buen recaudo, a Rienzi, desde Praga hasta Aviñón. Su entrada en aquella corte viene a ser la de un forajido; le aherrojan una pierna en la cárcel, y se nombran cuatro cardenales para pesquisar sus delitos de rebelión o herejía. Pero las probanzas y sumaria tenían que sacar a luz interioridades que la cordura debía encubrir; pues habían de mediar cuestiones sobre la supremacía temporal de los papas; la obligación de su residencia, las regalías civiles eclesiásticas del clero y vecindario de Roma, etc. Era el pontífice a la sazón acreedor a su apellido de Clemente; se conduele y se inclina, por sus extrañas vicisitudes y entereza magnánima, al prisionero, y opina Petrarca aun que acató en el héroe el nombre y el carácter sagrado de un poeta. [1598] Franquean a Rienzi un destierro desahogado y el uso de libros, y con el estudio incesante de la Biblia y Tito Livio, se dedicó a indagar la causa y el alivio de sus desventuras.

Campea allá para él una nueva perspectiva con el pontificado del sucesor Inocencio VI; raya la aurora de su rescate y reposición; pues la corte de Aviñón vive persuadida de que tan sólo el descollante rebelde alcanzará a refrenar la anarquía indómita de la capital. Promete y jura solemnemente fidelidad el tribuno romano, y camina ufano para Italia con el dictado de senador; pero entre tanto fallece Baroncelli, con lo cual se conceptúa excusada su empresa, y el cardenal y legado Albornoz, [1599] sumo estadista, le franquea ensanche para su intento, sin demostración alguna de auxilio, antes bien con extremada repugnancia. Halagüeña, y a medida de sus anhelos, es la entrada, con brillantes regocijos, y con su elocuencia y su prestigio reflorecen las leyes del Estado debido. Pero tanto sus propios desbarres, como los vicios del pueblo, nublan muy pronto aquel instantáneo mediodía de su esplendor. Encumbrado en el Capitolio, tal vez echa menos el esmero de Aviñón, y tras su segundo mando de cuatro meses, fenece Rienzi en una asonada dispuesta por los barones romanos. Parece que con su roce de germanos y bohemios contrajo o extremó su desbarro de glotonería y destemplanza, y sobre todo de crueldad; amainara su entusiasmo con la adversidad, sin corroborar su entendimiento y sus prendas; y aquella esperanza juvenil, aquella arrogancia desahogada, que suele afianzar el éxito, desapareció ahora ante la desconfianza y la desesperación. Reinó allá el tribuno a sus anchuras por la elección y al arrimo de los corazones romanos; pasa luego en senador procesado ante una corte extranjera, y malquisto con la plebe, yace desamparado por el príncipe. El legado Albornoz, al parecer deseoso de su exterminio, le niega inexorablemente todo auxilio de gente y dinero; no cabe ya en un súbdito leal el abalanzarse a los fondos de la cámara apostólica, y al más remoto anuncio de un impuesto suena el clamor y se dispara la rebeldía. Con achaque de justiciero, se propasó basta los ámbitos de la crueldad; sacrifican sus celos al prohombre de la virtud moderna, y al ajusticiar a un salteador, cuyo bolsillo le había socorrido, vino el magistrado a olvidar, o tal vez a tener muy presente, el compromiso del ingrato deudor. [1600] Una guerra civil desangró sus tesoros, y los Colonnas siguieron hostilmente atrincherados en Palestrina, y sus asalariados vinieron luego a menospreciar un caudillo cuya ignorancia y zozobra estaban siempre envidiando todo merecimiento ajeno; pues en vida y en muerte el heroísmo de Rienzi asomaba siempre barajado con visos de cobardía. Al embestir una muchedumbre sañuda el Capitolio, al verse ruinmente desamparado por sus sirvientes civiles y militares, el senador denodado va tremolando el pendón de la libertad, asoma al balcón, apropia su elocuencia a los varios impulsos del auditorio, aferrándose en demostrarles que corren idéntico peligro, pues a todos les cabe el extremo del triunfo o del exterminio a un tiempo. Le atajan el raudal de su persuasiva con una descarga general de imprecaciones y de piedras, y al atravesarle una mano de un saetazo, se postra desesperado, huyendo luego al interior, con lágrimas y lamentos, y al fin se descuelga por una sábana ante las ventanas de la cárcel. Desahuciado en su desamparo, lo sitian hasta la tarde, en que el fuego y el hierro quebrantan y allanan las puertas del Capitolio; y al quererse salvar disfrazado de plebeyo, lo descubren y arrastran hasta el terrado del palacio, paraje infausto de sentencias y ejecuciones. Yace por una hora entera, sin voz y sin movimiento, medio desnudo y medio muerto, en medio de la muchedumbre, cuya saña por un rato se trueca en curiosidad y pasmo. Asoma algún acatamiento y compasión en el gentío, y tal vez le salvaran, cuando un asesino desalmado se adelanta y le atraviesa el pecho con su daga. Cae al primer golpe sin sentido; la venganza desenfrenada de sus enemigos lo desgarra con miles de heridas, arrojando el cadáver de un senador a judíos, perros y llamas. Parangonará la posteridad los extremos de heroísmo y de flaqueza en aquel varón extraordinario; pero en aquel dilatado plazo de anarquía y servidumbre, sonó y resonó el nombre de Rienzi como libertador de su patria, y el postrero de los patriotas romanos. [1601]

Anhela desaladamente Petrarca el restablecimiento de la República absoluta; pero desterrado ya y luego muerto su héroe plebeyo, vuélvese la vista del tribuno al rey mismo de los romanos. Mancillado está todavía el Capitolio con la sangre de Rienzi, cuando Carlos IX se descuelga de los Alpes para ceñirse ambas coronas, imperial e italiana. Recibe en Milán la visita y galardona las lisonjas del poeta laureado; acepta una medalla de Augusto, y se compromete ceñudamente a remedar al fundador de la monarquía romana. La aplicación equivocada de nombres y máximas de la Antigüedad es el manantial de las esperanzas y desengaños de Petrarca; no podía sin embargo desentenderse de la suma diferencia entre los tiempos y los individuos, ni menos la distancia descompasada de los primeros Césares a un príncipe bohemio, que por la privanza con el clero había logrado aquella elección de cabeza titular de la aristocracia germana. En vez de reintegrar a Roma su gloria y sus provincias, se había obligado por un convenio reservado con el papa, a evacuar la ciudad en el mismo día de su coronación, y a su retirada el poeta patricio le reconviene personalmente. [1602]

Yace la libertad, yace el Imperio, y su sincero y apocado anhelo se cifra en hermanar al pastor con su rebaño, y reponer el obispo romano en su propia y antigua diócesis. Lozana en medio de su mucha edad, exhorta más y más Petrarca a cinco papas sucesivos, empapando siempre su elocuencia en acalorado entusiasmo y en el desahogo de su lenguaje. [1603] El hijo de un ciudadano florentino, antepone invariablemente su patria nativa al solar de su educación, y para su concepto es la reina, y es el jardín del universo. En medio de sus desavenencias intestinas, la sobrepone indudablemente a la Francia en ciencias y artes, en riqueza y cultura; mas no es tan suma la diferencia que en realidad quepa el apellido de bárbaros que va indistintamente aplicando a cuantos habitan allende los Alpes. Aviñón, la Babilonia mística, sentina de vicios y bastardías, es el objeto de su odio y menosprecio; pero trascuerda que sus desbarros escandalosos no son en realidad cosecha de su propio suelo, y que en cualquier residencia están siguiendo el poderío y el desenfreno de la corte pontificia. Confiesa que el sucesor de san Pedro es el obispo de la Iglesia universal; pero que en las márgenes del Tíber, y no en las del Ródano, era donde el Apóstol había plantado su solio sempiterno, y mientras todas las iglesias del mundo cristiano vivían favorecidas con su respectivo prelado, únicamente la metrópoli yacía en aquella postración y desamparo. Desde la traslación de la Santa Sede, los edificios sagrados del Laterán y el Vaticano, sus altares y santos, yacían en suma desnudez y decadencia, retratando los más a Roma bajo el símbolo de una matrona inconsolable, como si el consorte vagaroso pudiera acudir al llamamiento rendido y exánime de la esposa anciana, enferma y bañada en llanto. [1604] Pero el soberano legítimo no podía menos de aventar aquel densísimo nublado que estaba encapotando los siete cerros, y nombradía perpetua, la prosperidad de Roma y el sosiego de Italia, serían el galardón del papa que se dignase prorrumpir en aquel denodado arranque. De los cinco a quienes Petrarca estuvo exhortando, los tres primeros, Juan XXII, Benedicto XII y Clemente VI se desazonaban o se divertían con los arrojes del orador; pero la mudanza memorable entablada por Urbano V vino a realizarse por Urbano XI obstáculos poderosísimos se atraviesan a la ejecución del aquel intento. Un rey de Francia, acreedor a su dictado de sabio, se opone a descargar a los papas de aquella dependencia local; los cardenales, por lo más súbditos suyos, están bien hallados con el idioma, costumbres y clima de Aviñón, con sus palacios grandiosos, y ante todo con los vinos de Borgoña. Aparécese Italia como extraña y aun enemiga para ellos, y por fin se embarcan en Marsella, con tanta repugnancia como si les vendieran para morar entre sarracenos. Reside Urbano V por tres años a su salvo y satisfacción en el Vaticano; una guardia de dos mil caballos escuda a su santidad, y el rey de Chipre, la reina de Nápoles y los emperadores de levante y poniente saludan devotamente al Padre común en la cátedra de san Pedro. Mas el gozo y ufanía de Petrarca y demás italianos se trueca luego en pesadumbre y en ira. Razones de interés público o particular, su propia impaciencia, o las instancias de los cardenales arrebatan a Urbano de nuevo a su Francia. Se declaran a su favor las potestades celestes; Brígida de Suecia, santa y peregrina, desaprueba el regreso y profetiza la muerte de Urbano V; santa Catalina de Siena, esposa de Jesucristo y embajadora de Florencia, fomenta la traslación de Gregorio XI; y los mismos papas, árbitros de la creencia humana aparentaban dar oídos a los demás soñadores. [1605] Pero median argumentos de política temporal que sostienen y corroboran las advertencias celestiales. Tropelías hostiles infestan la residencia de Aviñón; un héroe, con treinta mil salteadores, asalta, esquilma y arrebata su absolución al vicario de Jesucristo y al sagrado colegio y el sistema de la hueste francesa en contemplar al pueblo y saquear la iglesia, es una herejía nueva y de suma trascendencia. [1606] Arrojan al papa de Aviñón, Roma le brinda eficacísimamente con su regazo. Reconócenle Senado y pueblo por su soberano legítimo, y rinden a sus pies las llaves de puertas, puentes y fortalezas; por lo menos en el barrio de allende el Tíber. [1607] Mas aquella demostración expresiva, al mismo tiempo va acompañada con la declaración terminante de que en lo sucesivo no han de tolerar el escándalo y el quebranto de su ausencia; sin cuyo cumplimiento acudirán al arbitrio de volver al sistema antiguo de elección. Ya estaba consultando al intento el abad de Monte Casino sobre aceptar o no la triple corona [1608] de manos del clero o del pueblo. «Ciudadano rey de Roma —contesta el eclesiástico venerable—, [1609] mi primera ley es la voz de mi patria». [1610]

Si la superstición se empeña en interpretar toda muerte muy temprana, [1611] si el mérito de un consejo se ha de justipreciar por los acontecimientos, parece que el cielo se aira contra una disposición al parecer acertada y oportuna. Como quiera, poco más de un año subsiste Gregorio XI en el Vaticano; fallece y estalla luego un cisma violentísimo en Occidente, desgarrando la Iglesia latina por más de cuarenta años. Componen a la sazón veintidós cardenales el sagrado colegio; permanecían seis en Aviñón; once franceses, un español y cuatro italianos, celebraron según costumbre el cónclave. No se ceñía por entonces la elección en los purpurados, y sus votos unánimes recaen desde luego en el arzobispo de Bari, súbdito de Nápoles, descollante por su entusiasmo y sabiduría; y sube al solio de san Pedro bajo el nombre de Urbano VI. La carta del sagrado colegio sienta y afianza su libre elección, inspirada como siempre por el Espíritu Santo; se le adora, reviste y corona, según el rito inalterable; se obedece su autoridad temporal en Roma y en Aviñón, y el orbe latino reconoce su eclesiástica supremacía. Por algunas semanas los cardenales le acompañan con muestras patentes de afecto y lealtad, hasta que llega la temporada de marcharse decorosamente a veranear; pero reunidos luego en Anagni y Fundi, puestos allí a su salvo, arrojan la máscara, se tachan su propia falsedad e hipocresía, excomulgan al apóstata y anticristo de Roma y pasan a la nueva elección de Roberto de Ginebra, Clemente VII, a quien anuncian, a las naciones, como el verdadero y legítimo vicario de Jesucristo. Anulan su primera elección, como acto involuntario e ilegal, por aborto del temor y de las amenazas de los romanos, sincerando aquella declaración, por medio de la probabilidad suma y presunción vehemente del hecho. Los doce cardenales franceses, más de dos tercios de los votos, son árbitros de la elección, y orillando celillos provinciales, no es de suponer que sacrificasen su derecho y su interés por un candidato extranjero, que no los había de restituir a su patria. En el vaivén de varias relaciones, asoman [1612] confusamente algunos ímpetus de violencia popular; pero inflamaron el desenfreno sedicioso de los romanos miras interesadas de fueros y privilegios, y la zozobra de nueva emigración. La asonada con amagos de armas acobardó al cónclave, temeroso de más de treinta mil desaforados que redoblan el somatén del Capitolio al eco de su gran campana, acompañada con las de san Pedro. «Muerte o papa italiano» vocean; y al eco de aquel alarido, tremolan los doce pendoncillos con sus caudillos de barrio, que prorrumpen a porfía en aquel aviso saludable. Asoman preparativos de leña para la quema de cardenales, y si nombraran a un individuo trasalpino, es muy probable que no salieran vivos del Vaticano. Aquella misma ejecución les obligó a estar aparentando sinceridad para Roma y el mundo entero, y luego el orgullo y crueldad de Urbano manifestaban todavía mayor peligro, y además presenciaron todos una muestra de suma tiranía, con estar el déspota leyendo su breviario, y oyendo en el aposento cercano los ayes de cuatro cardenales a quienes a la sazón estaban dando tormentos. Su austeridad inexorable que estaba a veces tildando su lujo y sus liviandades, trataba de sujetarlos a la mansión y asistencia de las parroquias de Roma, y a no dilatar torpemente una gran promoción, quedaban vendidos y malparados los cardenales franceses. Con tan poderosos motivos, y esperanzados de tramontar los Alpes, atropellan temerariamente la paz y unidad de la Iglesia, y el tema de sus dos elecciones se está todavía ventilando en las iglesias católicas. [1613] La vanagloria, más bien que el interés por la nación, arrebató a la corte y al clero de Francia. [1614] Los estados de Saboya, Sicilia, Chipre, Aragón, Castilla, Navarra y Escocia, se inclinaron con su ejemplo y la autoridad a la obediencia de Clemente VII, y a su fallecimiento, de Benedicto XIII; Roma y los estados principales de Italia, Germania, Portugal, Inglaterra, [1615] los Países Bajos y los reinos del Norte, siguieron la elección primera de Urbano V, a quien sucedieron Bonifacio IX, Inocencio V y Gregorio XII.

Desde las márgenes del Tíber y del Ródano, los papas contrapuestos se están hostilizando mutuamente con la pluma y con el acero; alteran el sistema eclesiástico y civil de la sociedad, y alcanza aquel menoscabo en grandísima parte a los romanos causantes primitivos de todo el trastorno. [1616] Esperanzaban lisonjera e infundadamente restablecer el solio de la monarquía eclesiástica, y acudir a sus escaseces con los tributos y ofrendas de las naciones; pero el desvío de España y Francia revolvió el cauce del río devoto y productivo, ni alcanzó a remediar aquel malogro el redoble en diez años del concurridísimo jubileo. Entre los desvaríos del cisma, las armas extranjeras, y las asonadas, Urbano VI y sus tres sucesores tienen a menudo que trocar la residencia del Vaticano. Siguen Colonnas y Ursinos ejercitando sus enconos mortales, los baroncillos de Roma recobran abusan y extreman sus fueros republicanos; los vicarios de Jesucristo, levantando fuerzas militares, solían castigar sus rebeldías con horca, cuchillo o daga, y en una conferencia amistosa, hasta once diputados del pueblo fueron alevosamente asesinados y en seguida arrojados a la calle. Desde la invasión de Roberto el Normando, los romanos se acosaban mutuamente con sus enemistades y matanzas, sin la menor intervención advenediza; pero con los vaivenes del cisma, un vecino travieso, Ladislao, rey de Nápoles, suele alternativamente sostener y acuchillar a la milicia papal o al pueblo: por el primero fue declarado alférez mayor o gonfaloniero, o adalid de la iglesia, y el segundo los avasalló con el nombramiento de los magistrados. Hasta tres veces sitia a Roma y entra a viva fuerza por sus puertas en ademán de un salteador desaforado; profana altares, atropella vírgenes, saquea a los moradores, reza sus devociones a san Pedro, y deja guarnición en san Ángelo. Fracasan a veces sus armas, y debe a una demora de tres días vida y corona; mas triunfó Ladislao de nuevo, y merced a su muerte anticipada, se salvó la capital y el Estado eclesiástico de las garras del ambicioso, que usurpó el dictado, o por lo menos el poderío de rey de Roma. [1617]

No entabla la historia eclesiástica aquel cisma; pero la gran Roma, objeto de estos últimos capítulos, tercia en gran manera sobre la sucesión tan reñida de sus soberanos. El primer arranque para la paz y hermandad de la cristiandad entera, brotó de la universidad de París, de la facultad de la Sorbona, cuyos doctores se conceptuaban, por lo menos en la Iglesia galicana, por los más consumados de Europa en la ciencia teológica. [1618] Desentendiéndose cuerdamente de todo escrutinio sobre el origen y entidad de la contienda, proponen, como arbitrio radical, que entrambos pretendientes, de Roma y Aviñón, renuncien a un mismo tiempo facultando a sus respectivos cardenales para que acudan todos a una elección nueva, y que las naciones desechen toda obediencia [1619] a cualquiera de los aspirantes que anteponga su propio interés al bien general. A cada vacante, aquellos médicos de achaques eclesiásticos hacían presentes los estragos de cualquier elección atropellada; pero el sistema del cónclave, y la ambición de sus vocales, ensordecían a la razón y a sus encarecimientos, y por más promesas que se atravesasen, jamás el papa se daba por comprometido con los juramentos del cardenal. Por espacio de quince años, los pacíficos designios de la Universidad quedaron burlados con los amaños de entrambos pontífices competidores, los escrúpulos o los ímpetus de sus parciales, y los vaivenes de los bandos en Francia que predominaban en el achaque de Carlos VI entablan por fin una determinación esforzada, y una grandiosa embajada, del patriarca titular de Alejandría, dos arzobispos, cinco obispos, cinco abades, tres caballeros y veinte doctores, pasan a las cortes de Aviñón y de Roma, y requieren denodadamente, en nombre de la Iglesia y del rey, la renuncia de entrambos pretendientes, Pedro de Luna, que se apellidaba Benedicto XIII, y, Ángelo Corrario, titulado Gregorio XII. Por el decoro debido a Roma, y el éxito de la comisión, solicitan los embajadores una conferencia con los magistrados de la ciudad, a quienes agasajan con el compromiso terminante de que el rey cristianísimo por ningún título ha de intentar ya traer la Santa Sede fuera del Vaticano considerándolo como el solar legítimo y adecuado para todo sucesor de san Pedro. Un romano elocuente explaya, en nombre del Senado y del pueblo el afán unánime de cooperar a la unión entrañable de la Iglesia, se lamenta de tantísimo quebranto como acarrea el cisma, e invoca el auxilio de Francia contra las armas del rey de Nápoles. Las contestaciones de Benedicto y de Gregorio son por igual edificativas y engañosas, y en cuanto a soslayarse del requerimiento de renuncia, entrambos competidores seguían el mismo rumbo. Se muestran acordes en punto a la necesidad de un avistamiento precedente a los demás pasos; pero en el plazo, sitio y método no cupo jamás convenio. «Si el uno adelanta —dice un sirviente de Gregorio— el otro ceja, aparece el uno como viviente en extremo temeroso de la tierra, y el otro como que se horroriza con el mar, y así por el corto resto de sus vidas y poderío, estos dos sacerdotes ancianos están comprometiendo la paz y salvación del mundo cristiano». [1620]

El mundo cristiano por fin se destempla con su terquedad y alevosía; todos los cardenales los van desamparando, hasta que se abrazan todos a fuer de amigos y compañeros, y crecido número de embajadores y prelados acuden a robustecer su rebeldía. El concilio de Pisa depone justicieramente entrambos papas, el de Roma y el de Aviñón; y el cónclave se aúna en la elección de Alejandro V, y vacante su asiento, eligen luego con igual armonía a Juan XXIII, malvado sin segundo; y en vez de exterminar el cisma, franceses e italianos logran tan sólo aprontar tercer pretendiente a la cátedra de san Pedro. Se controvierten las nuevas pretensiones del sínodo y del cónclave; tres reyes, los de Germania, Hungría y Nápoles, sostienen la causa de Gregorio XII, y Benedicto XIII, español, goza el arrimo de toda aquella nación devota y poderosa. El concilio de Constancia ataja los ímpetus temerarios del ya celebrado en Pisa; descuella el emperador Segismundo abogando a todo trance por la Iglesia católica, y el número y trascendencia de vocales civiles y eclesiásticos vienen a constituir como unas cortes generales de Europa. Juan XXIII para luego en víctima de la prepotencia; huye, lo alcanzan y traen preso; los cargos más escandalosos se callan y tan sólo tildan al vicario de Jesucristo de salteamiento, homicidio, rapto, sodomía e incesto, y teniendo que firmar su propia condena, pagó en su encierro perpetuo la inconsideración de confiar su persona a una ciudad libre allende los Alpes. Gregorio XII, cuya jurisdicción queda reducida al recinto de Rímini, se apea más honoríficamente del solio, y su embajador acude a la sesión en que renuncia por fin al dictado y autoridad de pontífice. Para recabar de la aferrada pertinacia de Benedicto XIII su renuncia, el emperador en persona emprende un viaje desde Constancia a Perpiñán. Los reyes de Aragón, Castilla, Navarra y Escocia alcanzan un tratado amistoso y honorífico y al arrimo de los españoles mismos, el concilio depone a Benedicto, y aquel anciano desvalido se encierra en un castillo aislado, para estar dos veces al día excomulgando a los reinos rebeldes que se desentendiesen de su causa. Desarraigadas por fin las sectas del cisma, pasa el sínodo de Constancia a elegir pausada y reflexivamente el soberano de Roma y cabeza de la Iglesia. Con aquel trance grandioso, hasta treinta diputados robustecen el sagrado colegio de treinta y tres cardenales, siendo aquéllos en número de seis por cada una de las cinco naciones predominantes en la cristiandad. Italianos, germanos, franceses, españoles e ingleses, [1621] y aquella intervención extranjera se cohonesta con su avenencia caballerosa a un italiano y a un romano; pues el mérito hereditario y personal de Otón Colonna lo está recomendando a todo el cónclave. Aclama Roma gozosamente y obedece su esclarecido hijo; su familia poderosa escuda al Estado eclesiástico, y aquella alcurnia poderosa, con la elevación de Martín V, encabeza la época grandiosa del restablecimiento de los papas en el Vaticano. [1622]

La prerrogativa regia de acuñar moneda, disfrutada casi tres siglos enteros por el Senado, paró por la vez primera en manos de Martín V, [1623] busto y rótulo encabezan la serie de las medallas pontificias. Eugenio IV uno de los sucesores inmediatos, es el último papa arrojado por las asonadas del pueblo romano, [1624] o bien acosado con la presencia del emperador romano, como le cupo a Nicolás V. [1625]

I. La contienda de Eugenio con los padres del concilio de Basilea, y el recargo o la zozobra de un imperio nuevo, enardece y envalentona a los romanos para ocupar el gobierno temporal de la ciudad. Se arman, eligen siete gobernadores de la República, y un condestable del Capitolio; encarcelan al sobrino del papa; sitian su misma persona en el palacio, y le disparan una nube de saetazos a la misma barca donde se marcha arrebatadamente río abajo vestido de monje. Conserva sin embargo, en el castillo de san Ángelo, guarnición y artillería, cuyas baterías están de continuo cañoneando la ciudad, y una descarga entera vuelve la valla que ataja al puente, y aventa de improviso los prohombres de la República. Cede al fin su tesón, tras una rebeldía de cinco meses; y bajo la tiranía de la nobleza gibelina, los patricios más sensatos, echan de menos el predominio de la Iglesia, mostrando un arrepentimiento entrañable y ejecutivo. Recobran las tropas de san Pedro el Capitolio, los magistrados regresan a sus hogares; los más criminales quedan ajusticiados o padecen destierro, y el legado acaudillando cuatro mil caballos y doscientos infantes, logra aclamaciones de padre de la ciudad. Los concilios de Ferrara y de Florencia, y la zozobra del encono de Eugenio va dilatando su ausencia. Por fin el pueblo sale rendidamente a recibirle; pero el pontífice con la algazara triunfal de su entrada, se hace cargo de que para afianzar su sosiego y la lealtad del pueblo, tiene que providenciar el descargo de sus impuestos.

II. El reinado pacífico de Nicolás V restablece, hermosea y aun ilustra a Roma; y en medio de aquellos afanes tan plausibles, le sobreviene la visita acelerada, amenazando Federico III de Austria, aunque no daba motivo, ni por su índole ni por su poderío a tan extremado sobresalto. Escuadrona sus tercios en la capital, mediando [1626] solemnísimos juramentos, y entonces Nicolás lo recibe risueñamente, como escudo y vasallo de la Iglesia. Temporada apacible, y débil el austríaco, se vitorea la coronación sagrada y amistosamente; pero aquellos honores pomposos son odiados para toda nación independiente y los sucesores se han desentendido de una peregrinación cansadísima al Vaticano, y cifran su dictado imperial en los electores de Germania.

Advierte un ciudadano con engreimiento y complacencia, que el rey de romanos, después de escasear su saludo a los cardenales y prelados, que se esperan a la puerta, hace alto en la vestimenta y traza del senador de Roma, y en aquella despedida, los personajes del Imperio se estrecharon con un brazo amistoso. [1627] Con arreglo a la legislación romana, el primer magistrado tenía que ser doctor en derecho, forastero y de una patria distante cuarenta millas [64,37 km] de la capital, con cuyo vecindario no había de estar emparentado cercanamente. Era la elección anual y se residenciaba estrechamente al senador saliente, teniendo luego que mediar lo menos dos años antes de ejercer nuevamente aquel cargo. Su dotación harto pingüe era de tres mil florines por sí y desembolsos, y al asomar en público estaba representando la majestad de un monarca. Era su ropaje de brocado de oro o de terciopelo encarnado, y por el estío de tela también de seda pero más ligera; empuñaba un cetro de marfil; anunciaban los clarines su llegada sonora y estruendosamente; y al andar pausado y señorilmente le antecedían por lo menos cuatro lictores o acompañantes, cuyas varillas encarnadas tremolaban unos gallardetes de color de oro, y la librea de la ciudad. Se juramentaban en el Capitolio invocando el derecho y el acierto, la observancia de las leyes, el enfrenamiento de los poderosos, el amparo de los desvalidos, y el acatamiento de la justicia y de la clemencia en el desempeño de sus funciones; para lo cual le asistían dos colaterales, tres sabios forasteros, y el juez de apelaciones criminales. Las leyes acreditan la frecuencia de salteamientos, raptos y homicidios, pero aquella legislación apocada tolera los enconos mutuos y asociaciones armadas para su respectivo resguardo. El senador tenía que ceñirse a la administración de justicia; el Capitolio, el erario, el gobierno de la ciudad y su ejido, corrían a cargo de tres conservadores, que se mudaban a cada trimestre; la milicia de sus trece legiones se juntaba siempre bajo los pendones de sus respectivos caudillos o caporioni, descollando el primero con el nombre y señorío de prior. Se cifraba la legislatura popular en los consejos reservados o públicos de los romanos. El primero se componía de los magistrados con sus antecesores inmediatos, con algún fiscal o promotor y tres clases de trece, veintiséis y cuarenta consejeros, componiendo al todo como ciento veinte personas. En el consejo general, todo varón tenía derecho para votar, realzándose la importancia de aquel fuero, con el sumo ahínco que se ponía en atajar la intervención de todo advenedizo el intento de ocupar el derecho y el ejercicio de ciudadano romano. Precauciones atinadas acudían a zanjar las asonadas, achaque general de la democracia; pues nadie, excepto los magistrados, debía proponer disposición alguna; a nadie era lícito hablar, sino desde un tabladillo o tribunal; se vedaba toda aclamación descompasada; la decisión de la mayoría se manifestaba en escrutinio secreto, promulgando los decretos bajo el nombre tan venerable del Senado y pueblo romano. [1628] No cabe deslindar la época fija de todo aquel establecimiento, con aquel esmero y tesón en su desempeño, puesto que el buen orden se fue planteando al mismo paso que decaía el ejercicio de la libertad. Pero en el año 1580, se recopilaron y arreglaron los estatutos antiguos en tres libros, ajustándolos, y aplicándolos al uso corriente y merecieron la aprobación de Gregorio XIII: [1629] el código civil y criminal es la ley moderna de la ciudad, han cesado los consejos o juntas populares, y un senador forastero, con tres conservadores están todavía decidiendo en el palacio del Capitolio. [1630] Los papas vienen a seguir ahora el sistema de los Césares; y aparentaba el obispo de Roma conservar la planta republicana, al paso que estaba reinando despóticamente, cual monarca espiritual y temporal.

Es verdad trillada que todo prohombre tiene que asomar en una época adecuada, y en el día, todo un Cromwell o un cardenal de Retz, vendrían a desaparecer desconocidos, o yacerían en tinieblas. El entusiasmo político de Rienzi llega por fin a entronizarle, y en el siglo siguiente, igual entusiasmo aherroja al remedador suyo en galeras. Hidalgo es de nacimiento Esteban Porcaro, y acendrado su concepto, brota su lengua persuasiva, su entendimiento atesora despejo e instrucción, y tramonta los pensamientos del vulgo con el intento de libertar su patria e inmortalizar su nombre. Todo arranque caballeroso se estrella contra el predominio sacerdotal, y el descubrimiento reciente de la fábula o patraña de la donación de Constantino; sigue Petrarca siendo el oráculo de Italia, y cuantas veces repasa Porcaro la oda en que retrata al vivo al heroico patricio de Roma, se está apropiando las visiones del profético poeta. Muere Eugenio IV, y en sus exequias ensaya el rumbo de los arranques populares, y en una arenga esmerada entona el pregón de llamamiento a la libertad y a las armas con todos los romanos, quienes lo están escuchando al parecer con deleite, hasta que lo interrumpe y le contesta un abogado antiguo que pleitea por la Iglesia y el Estado. Criminal reconocían todas las leyes en tal caso al orador sedicioso; pero la mansedumbre del nuevo pontífice, que conceptúa al atrevido con lástima, digno de aprecio y recomendación y le honra con un destino decoroso para convertir y acallar sus travesuras. El romano inflexible regresa de Anagni con redobles de nombradía y acaloramiento, y con motivo de juegos en la plaza navona, sobreviniendo una riña entre muchachos y menestrales, se esmera en utilizar aquella coyuntura para formalizar una asonada. Pero Nicolás, siempre humano, se desentiende todavía de aceptar aquel sacrificio de una vida, por lo demás inocente, contentándose con trasladar al reo a Bolonia, fuera del recinto de sus tentaciones, haciéndole un señalamiento decoroso para su holgada manutención, con el mero requisito de presentarse diariamente al gobernador de la ciudad. Mas Porcaro tiene presente la máxima de Bruto el Menor, a saber: que no hay miramiento ni fe que guardar con los tiranos; y así el desterrado sigue más y más declamando contra su sentencia arbitraria, abanderiza secuaces, conspira con ellos; su sobrino, gallardo mancebo, junta una partida de voluntarios, y en cierto día se dispone una función en su casa para los amantes de la República. El caudillo, huyendo de Bolonia se presenta con un manto de púrpura y oro; su voz, su traza, sus ademanes, todo está pregonando el prohombre que tiene comprometida su existencia en tan preciosa causa. Trae su oración estudiada, y se va explayando sobre los motivos de la empresa y los medios adecuados para recobrar el nombre y las libertades de Roma; la pereza y orgullo de sus tiranos eclesiásticos; la anuencia ejecutiva de sus parciales y conciudadanos; trescientos soldados y cuatrocientos desterrados, harto ejercitados en armas y en agravios; el desahogo de su venganza con aceros afilados, y un millón de ducados por galardón de su victoria. «Facilísimo es —les dice—, mañana mismo, festividad de la Epifanía, afianzar al papa y a los cardenales, a la puerta, o en el mismo altar de san Pedro; llevarlos aherrojados ante las murallas de san Ángelo; precisarle con amagos de muerte a la entrega del castillo; trepar al Capitolio desalojado; y retumbando la gran campana, restablecer en consejo general la antigua República romana», pero en medio de su triunfo, está ya frustrando su intento. El senador con escolta poderosa, cerca la casa; el sobrino de Porcaro se abre calle a viva fuerza por la muchedumbre; pero sacan al desventurado Esteban de un arcón, lamentándose de que sus enemigos han, por tres horas, anticipado la ejecución de la empresa. Enmudece por fin la clemencia de Nicolás, en vista de tan repetidos desengaños, y así Porcaro con nueve compañeros van a la horca sin el auxilio de los sacramentos, y entre las zozobras y recargos de la corte pontificia, los romanos compadecen y casi vitorean a aquellos mártires de su patria. [1631] Mudo es no obstante el arranque e inservible su compasión, con su libertad ya muerta para siempre; y si tal vez ha venido a asomar en las vacantes del solio o en las carestías de pan, asonadillas, tan escasas y accidentales, se aparecen también aun en medio de la más postrada servidumbre.

Pero la independencia general de la nobleza, atizada con el fuego de las discordias, sobrevive a la libertad de la plebe, que estriba en la mutua hermandad. Los barones se aferran más y más en su regalía de estafar y oprimir, fortalezas y santuarios son sus albergues, y bandoleros y reos se agolpan a gavillas, para escudarse allí contra la ley, pagando su hospedaje con espadas y dagas. Los intereses particulares de papas y sobrinos solían hermanarse con aquellos enconos solariegos. En el reinado de Sixto IV, refriegas y asaltos estuvieron desgarrando a Roma. El protonotario Colonna ve arder su palacio, le prenden, le dan tormento y lo degüellan, y luego asesinan en la calle a Savelli su amigo por no querer acompañar en sus aclamaciones a los parciales de los Ursinos. [1632] Mas luego no tiemblan ya los papas en el Vaticano, por cuanto disponen de fuerzas, y se arrojan a imponer obediencia a sus desmandados súbditos, y los extranjeros que presenciaron el anterior desenfreno se pasman al ver ahora el desahogo en los impuestos y en todos los ramos de la administración. [1633]

En alas de la opinión vuelan y estallan los rayos espirituales del Vaticano, y entonces, al arrimo de la racionalidad se hacen irresistibles; pero en interviniendo pasioncillas que desconceptúan aquel usurpado rumbo, el eco vuela en balde y cesa sin estrago, y el sacerdote desvalido queda expuesto a la ferocidad desenfrenada de los prepotentes. Pero al regreso de Aviñón, la espada de san Pablo centellea enarbolada para custodiar las llaves de san Pedro. Una fortaleza inexpugnable está señoreando Roma; máquina irresistible es la artillería contra toda asonada; infantería y caballería en regla están prontas para acudir con sus banderas pontificias a donde convenga, pues median rentas pingües que sostengan aquellos desembolsos, teniendo a mayor abundamiento vecinos poderosos que le auxilien ejecutivamente en las urgencias; [1634] incorporados ya los ducados de Ferrara y de Urbino, el Estado eclesiástico se explaya desde el Mediterráneo al Adriático, y desde el confín de Nápoles hasta las márgenes del Po; pues ya desde el siglo XVI, la mayor parte de aquellas fértiles comarcas estaban reconociendo la autoridad temporal y las pretensiones legítimas de los papas. Dimanaban aquellas pretensiones de las donaciones efectivas o soñadas de tiempos lóbregos, y los pasos sucesivos de sus ensanches, y la plantificación final de su reinado nos arrebataría por dilatados espacios de los vaivenes de Italia y de Europa; las maldades continuas de Alejandro VI, las operaciones militares de Julio II y el régimen culto de León X son asunto engalanado por las plumas descollantes de los primeros historiadores del siglo. [1635] En la primera temporada de sus conquistas, hasta la expedición de Carlos VIII, podían los papas lidiar con los estados convecinos, cuyas fuerzas por lo más apenas equilibraban a las suyas. Mas una vez empeñadas las potencias de España, Francia y Germania, en avasallar con huestes agigantadas Italia toda, acudieron a los amaños para suplir la escasez de sus fuerzas, encapotando en un laberinto de miras revueltas y guerras y negociaciones sus verdaderos intentos, y la esperanza incesante de arrojar a los bárbaros allende los Alpes. Solía, no obstante, la soldadesca denodada del norte y el occidente echar al través la balanza peliaguda de las marañas eclesiásticas. La política endeble y vagarosa de Clemente VII brindó a Carlos V con la coyuntura de disputar sus ímpetus y avasallar la persona y los dominios del pontífice, y por siete meses el desenfreno de una hueste permanente fue asolando y empobreciendo a Roma, con mayor desacato que los mismos vándalos y godos. [1636] Tras lección tan amarga, recogieron velas los papas y fueron ciñendo los ámbitos de su política, y tuvieron que obrar por su rumbo propio, recobrando su instituto de padres, absteniéndose de toda hostilidad ofensiva, excepto en un trance pasajero, cuando el vicario de Jesucristo y el sultán turco se armaron juntos contra el rey de Nápoles. [1637] Retiráronse por fin franceses y germanos; los españoles señorean de asiento a Milán, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, y las playas de Toscana, y tenían que echar el resto en conservar la paz y la subordinación de Italia, que siguieron allá sin alteración considerable por espacio de más de dos siglos. La pobreza religiosa del rey católico escudaba al Vaticano, cuyas preocupaciones e intereses le inclinaban a ladearse al príncipe contra el pueblo, que en vez de abrigo, remedio, o refugio que solían lograr en los estados convecinos, los amantes de la libertad, o enemigos de las leyes, se hallaban cercados en derredor por el ámbito de hierro del crudo despotismo. Se postra más y más la nobleza con el raudal de la obediencia y de la educación, y enmudece la turbulencia popular de Roma. Olvidan los barones las armas y la bandería de sus antepasados, y van siendo rendidos sirvientes del lujo y del gobierno. En vez del gentío que estuvieron manteniendo para su pomposa servidumbre, todo el producto de sus estados se empleaba ya en sus propios gastos, aumentadores de goces, pero quebrantadores del poderío señoril. [1638] Colonnas y Ursinos compiten ya únicamente en los palacios y quintas, apocándose más y más su antiguo boato en la competencia de las alcurnias respectivas y papales. Enmudecieron en Roma las discordias y el desenfreno, y en vez de espumosos torrentes, tan sólo asoman estanques bruñidos y plateados, que están reflejando destellos de ocio y servidumbre.

Cristianos, filósofos y patricios se escandalizan al par con el reinado del clero, y aquella majestad romana, [1639] el recuerdo de cónsules triunfadores parece que deben acibarar la sensación, o extremar el oprobio de tan rendida esclavitud. Si nos hacemos imparcialmente cargo de las ventajas o nulidades que aparecen por el conjunto del gobierno eclesiástico, merecen recomendación en la actualidad por su mansedumbre, decoro y sosiego, y luego se muestra exento de contingencias en menorías, en disparos juveniles, en extremos de lujo y estragos de la guerra. Contrarrestan estos logros elecciones de soberano, en el plazo de siete años, quien por maravilla es natural del recinto; el reinado de un estadista novel de sesenta o más años, desahuciado de acabalar planes grandiosos, ajeno de toda traslación hereditaria, que pueda coronar el rumbo de sus afanes. Suele una jerarquía o bien un claustro brotar el candidato coronado o tosco por su educación, de escasa racionalidad y de arranques vulgares y tal vez inhumanos. Sacado en la nidada de una creencia servil, aprendió a creer hasta lo más absurdo, a reverenciar lo menos apreciable, y a hollar cuanto realza la humanidad: enseñado a castigar todo desacierto como delito insufrible, y a recompensar el celibato y las mortificaciones como prendas descollantes, a sobreponer los prohombres de su calendario a los [1640] héroes de Roma y a los sabios de Atenas, y conceptuar las cruces de la sacristía como instrumentos preferibles al arado y al telar. Con el cargo de Nuncio y en la jerarquía de cardenal, puede ir adquiriendo algún conocimiento del mundo, pero la estampa primitiva está clavada en su ánimo y en sus modales; con el estudio y la experiencia ahuyentará tal vez los misterios de su profesión; pero el artífice sacerdotal se amañará siempre a utilizar las apariencias en que vivió empapado; y así el numen de Sixto V [1641] salió a luz de las lobregueces de un claustro franciscano. En su reinado de cinco años exterminó bandoleros y vagos, abolió los santuarios profanos de Roma; [1642] planteó fuerzas militares y navales, restableció y emuló monumentos grandiosos de la Antigüedad; y tras el uso garboso y aumento considerable de las rentas pingües del Estado, dejó cinco millones de coronas en el castillo de san Ángelo. Mas si fue justiciero, bastardeó con sus crueldades, y tiznó su actividad con intentos de conquistador; muere, y reviven los abusos, se desperdician sus tesoros; recarga la posteridad con treinta y cinco impuestos nuevos, y por fin aquel pueblo ingrato, o tal vez ofendido entra y destroza para siempre su estatua. [1643] Descuella como único el personaje bravío de Sixto V en toda la serie pontificia cuyo gobierno temporal se muestra al cabo en las máximas y resultados que dan de sí la perspectiva y parangón de artes y filosofía, de labranza, comercio, riqueza y población del Estado eclesiástico respecto de otros muchos. Por mi parte estoy anhelando despedirme en paz y cariño del orbe entero, y estoy muy ajeno, en estas postrimerías de querer agraviar al papa ni al clero de Roma. [1644]