LIII
ESTADO DEL IMPERIO ORIENTAL EN EL SIGLO X - SU EXTENSIÓN Y DIVISIÓN - SU RIQUEZA Y RENTAS - PALACIO DE CONSTANTINOPLA - TÍTULOS Y FUNCIONES - ORGULLO Y PODER DE LOS EMPERADORES - TÁCTICAS DE GRIEGOS, ÁRABES Y FRANCOS - PÉRDIDA DE LA LENGUA LATINA - ESTUDIOS Y SOLEDAD DE LOS GRIEGOS
Un rayo de luz parece equilibrar la oscuridad del siglo X. Abrimos con curiosidad y respeto los volúmenes reales de Constantino Porfirogénito [1] —quien los escribió en la madurez para instrucción de su hijo— ya que prometen desplegar la situación del Imperio oriental en la paz y la guerra, en el interior y en el exterior. En el primero, describe con minuciosidad las ceremonias pomposas de la iglesia y del palacio de Constantinopla, según sus propias costumbres y las de sus antecesores. [2] En el segundo, intenta una reseña ajustada de las provincias —los temas, como los llamaban—, tanto en Asia como en Europa. [3] En la tercera de las colecciones didácticas, que pueden atribuirse a Constantino o a su padre León, [4] se explican el sistema de las tácticas romanas, la disciplina y el orden de la tropa y las operaciones militares de mar y de tierra. En la cuarta obra, sobre el régimen del Imperio, se revelan los secretos de la política bizantina en sus relaciones amistosas u hostiles con las naciones del mundo.
Las obras literarias de la época, el sistema práctico de leyes, la agricultura y la historia redundan en beneficio de los súbditos y en la honra de los príncipes macedonios. Los sesenta libros de los basileos, [5] el código y los digestos de la jurisprudencia civil se estructuraron en los tres primeros reinados de aquella próspera dinastía. Los sabios de la Antigüedad habían ocupado su tiempo libre y ejercitado su pluma con la agricultura, y sus preceptos se compendiaron en los veinte libros de Geoponics (geoponía) de Constantino. [6] Por encargo suyo, ejemplos históricos de vicios y virtudes se inscribieron en cincuenta y tres libros, [7] y cada ciudadano pudo aplicar a sus contemporáneos o a sí mismo las lecciones o advertencias de los tiempos pasados. Del augusto papel de legislador, el emperador de Oriente descendió al más humilde oficio de maestro y escriba, y si tanto sucesores como súbditos quedaron relegados de sus paternales desvelos, nosotros heredamos y disfrutamos su herencia eterna.
Un estudio más profundo reducirá, sin duda, el valor de su legado y la gratitud de la posteridad —aun en posesión de esos tesoros imperiales, debemos lamentar nuestra pobreza e ignorancia—, y el brillo declinante de sus autores se borrará con la indiferencia o el desprecio. Los Basílicos se reducirán a una versión en griego —rota, parcial y cercenada— de las leyes de Justiniano; el tino de los antiguos juristas será suplantado a menudo por la intolerancia, y la prohibición absoluta del divorcio, el concubinato y el préstamo con intereses esclavizarán la libertad de comercio y la felicidad de la vida privada. En los libros históricos, los súbditos de Constantino podían admirar las inimitables virtudes de Grecia y de Roma y aprender cuánta energía y elevación se habían alcanzado en la Antigüedad, pero una nueva edición de la vida de los santos que encargó el gran logoteta o canciller del imperio produjo el efecto contrario, y aquel caudal de supersticiones se enriqueció con las fabulosas y floridas leyendas de Simón Metafrastes. [8] Los méritos y milagros de un calendario íntegro cuentan menos a los ojos de un sabio que el duro trabajo de un simple labrador que multiplica los dones del Creador y abastece a sus hermanos.
Todavía los autores reales de la Geoponics se abocaban más seriamente a exponer los preceptos del arte de la destrucción —que desde los tiempos de Jenofonte [9] se enseñaba como el oficio de héroes y reyes—, pero las Tácticas de León y de Constantino se mezclaban con la aleación más baja de los tiempos en que vivían, pues carecía de genio original y copiaba sin reservas las reglas y máximas que se habían confirmado con las victorias. Carecía de estilo y de método, y confundían las instituciones más lejanas e inconexas: las falanges de Esparta y las de Macedonia, las legiones de Catón y de Trajano, de Augusto y Teodosio. Hasta el uso o, por lo menos, la importancia de aquellos rudimentos militares pueden cuestionarse: la razón dicta la teoría general, pero el mérito y sus inconvenientes residen en su aplicación. El soldado se disciplina y se forma con el ejercicio más que con el estudio; el talento de un comandante radica en una mente calma y rápida a la vez que produce la naturaleza para decidir la suerte de los ejércitos y de las naciones; lo primero es parte de los hábitos de vida; lo segundo, el disparo de un momento. Las batallas ganadas con lecciones de táctica están en los poemas épicos que se crean con las reglas de los críticos.
El libro de ceremonias es un recitado aburrido e imperfecto de la pompa despreciable que infestaba la Iglesia y el Estado desde la pérdida gradual de la pureza de aquélla y del poder de éste. Una reseña de las provincias podría prometer información auténtica y útil, como sólo las curiosidades de los gobiernos pueden dar, en vez de las fábulas tradicionales sobre el origen de las ciudades y de los epigramas maliciosos sobre los vicios de sus habitantes. [10] El historiador habrá estado satisfecho de registrar tal información, y no se debe condenar su silencio si lo más interesante —la población de la capital y los temas, la cantidad de los impuestos y de los réditos, el número de súbditos y extranjeros que sirvieron bajo el estandarte del Imperio— pasó inadvertido para León, el filósofo, y su hijo Constantino.
Su tratado de la administración tiene idénticas deficiencias, aunque se rescatan algunos méritos: la antigüedad de las naciones podrá ser dudosa o fantástica, pero la geografía y las costumbres del mundo de los bárbaros se exponen con notable exactitud. Entre estas naciones, sólo los francos fueron capaces de observar y describir la metrópolis de Oriente. El embajador de Otón el Grande, obispo de Cremona, pintó la situación de Constantinopla a mediados del siglo X con lenguaje florido, narración viva y observaciones agudas; incluso los prejuicios y las pasiones de Luitprando fueron estampadas con libertad y originalidad. [11] Por más que escaseen los materiales extranjeros y locales, investigaré la forma y la sustancia del Imperio Bizantino, sus provincias y riquezas, el gobierno civil y la fuerza militar, el carácter y la literatura de los griegos en un período de seis siglos, desde el reinado de Heraclio hasta la exitosa invasión de los francos o latinos.
Después de la división final entre los hijos de Teodosio, hordas de bárbaros escitas y germanos se extendieron por las provincias y extinguieron el Imperio de la antigua Roma. La debilidad de Constantinopla se ocultaba tras la extensión de sus dominios: sus límites permanecían inviolados o, por lo menos, íntegros, y en el reinado de Justiniano habían crecido con la espléndida adquisición de Italia y de África. Pero esas conquistas fueron transitorias y precarias, y las armas sarracenas arrancaron casi la mitad del Imperio de Oriente. Los califas oprimieron Siria y Egipto y, una vez sometida África, sus lugartenientes invadieron y sojuzgaron la provincia romana de España, que se había transformado en una monarquía goda. Su poderío naval les facilitó las islas del Mediterráneo, y desde sus apostaderos extremos —las bahías de Creta y las fortalezas de Cilicia— los emires, leales o rebeldes, insultaban la majestad del trono y la capital. Las provincias restantes, bajo la obediencia de los emperadores, se amoldaron a la nueva situación; y los temas [12] o gobiernos militares, que prevalecieron con los sucesores de Heraclio y fueron descritos por la pluma del escritor imperial, reemplazaron la jurisdicción de presidentes, cónsules y condes.
El origen de los veintinueve temas —doce en Europa y diecisiete en Asia— es oscuro, y la etimología, dudosa o caprichosa. Sus límites eran arbitrarios y fluctuantes, pero ciertos nombres que suenan muy extraños a los oídos derivan del carácter y los atributos de las tropas que se mantenían a expensas de las respectivas divisiones y para su guardia. La vanidad de los príncipes griegos se aferraba con ansiedad a la sombra de las conquistas y el recuerdo de los dominios perdidos. Al oeste del Éufrates, se creó una nueva Mesopotamia; la pretoría de Sicilia se trasladó a un estrecho sector de Calabria, y a un fragmento del ducado de Benevento le dio el nombre y la categoría de tema de Lombardía. Con la declinación del Imperio árabe, los sucesores de Constantino satisficieron su orgullo con ventajas más sólidas. Las victorias de Nicéforo, de Juan Tzimisces y de Basilio II revivieron la fama y ensancharon los límites del nombre romano, pues la provincia de Cilicia, la metrópolis de Antioquía y las islas de Creta y Chipre volvieron a la alianza de Cristo y César, se anexó al trono de Constantinopla un tercio de Italia, se destruyó el reino de Bulgaria y los últimos soberanos de la dinastía macedonia extendieron sus dominios desde los manantiales del Tigris hasta las cercanías de Roma.
En el siglo XI, nuevos enemigos y fracasos nublaron otra vez la perspectiva, pues los aventureros normandos arrebataron las reliquias de Italia, y los conquistadores turcos podaron casi todas las ramas asiáticas del tronco romano. Después de esas pérdidas, la familia Comneno siguió reinando desde el Danubio hasta el Peloponeso, desde Belgrado hasta Niza, Trebisonda y el serpenteante cauce del Meandro. Obedecían su cetro las extensas provincias de Tracia, Macedonia y Grecia; las cincuenta islas del mar Egeo o Sagrado [13] acompañan la posesión de Chipre, Rodas y Creta, y los residuos de su imperio superaban los territorios del mayor reino europeo.
Los mismos príncipes podían afirmar con dignidad y verdad que, entre todos los monarcas de la cristiandad, ellos poseían la ciudad más grandiosa, [14] la renta más alta y el estado más floreciente y populoso. Las ciudades de Occidente habían declinado y caído junto con el Imperio, y mal podían las ruinas de Roma o los muros de barro, las chozas de madera y los estrechos recintos de París y de Londres preparar al extranjero latino para contemplar la situación y la extensión de Constantinopla, sus grandiosos palacios y templos, y las artes y el lujo de un pueblo numeroso.
Sus tesoros eran atractivos, pero su poderío virginal había rechazado y prometía continuar rechazando las invasiones audaces de persas, búlgaros, árabes y rusos. Menos afortunadas e inexpugnables eran las provincias, pues había pocos distritos y pocas ciudades que no hubiese descubierto y violado algún bárbaro ávido de despojos. Desde los tiempos de Justiniano el Imperio oriental venía decayendo de su antiguo nivel, el poder de destrucción era más activo que el de mejora, y la tiranía civil y eclesiástica volvía más amargas las calamidades de la guerra. Los cautivos que habían escapado de los bárbaros solían ser desposeídos y encarcelados por los funcionarios del soberano. Con la superstición griega, el rezo quebrantaba el ánimo y el ayuno el cuerpo, y los muchos conventos y festividades quitaban manos al servicio temporal de la nación durante gran cantidad de días.
Los súbditos del Imperio Bizantino todavía eran los más diestros y laboriosos del mundo; su país estaba bendecido por las ventajas naturales del suelo, el clima y la situación, y su carácter paciente y pacífico era más útil para el sostén y la restauración de las artes que la anarquía feudal y el espíritu guerrero de Europa. Las provincias que permanecían en el Imperio se repoblaban y enriquecían con los infortunados que provenían de los territorios perdidos. Los católicos de Siria, Egipto y África, huyendo del yugo de los califas, se acogieron al amparo de su príncipe y a la sociedad de sus hermanos. Con las riquezas que lograron sustraer de las pesquisas, aliviaron su destierro, y Constantinopla recibió en su seno el comercio fugitivo de Alejandría y Tiro. Los líderes de Armenia o Escitia que escaparon de la persecución hostil o religiosa hallaban considerado hospedaje, y sus seguidores fueron alentados para que construyeran nuevas ciudades y cultivaran terrenos baldíos. Así, muchos sitios de Asia y de Europa conservaron el nombre, las costumbres o, por lo menos, la memoria de sus colonias nacionales. Incluso los bárbaros asentados en territorio del Imperio por medio de las armas debieron allanarse a las leyes eclesiásticas y seculares, y desde que fueron separados de los griegos, proveyeron una raza de soldados fieles y obedientes. Poseemos material suficiente para estudiar los veintinueve temas de la monarquía bizantina, y nuestra curiosidad puede satisfacerse con un ejemplo: es una dicha hacer luz sobre la provincia más interesante, pues el nombre del Peloponeso despertará la atención de todo lector de clásicos.
Ya desde el siglo VIII, en medio del turbulento reinado de los iconoclastas, bandas de esclavonios atravesaron Grecia y el Peloponeso [15] hasta llevarse el estandarte real de Bulgaria. Los extranjeros de antaño —Cadmo, Feneo y Pélope— habían plantado en aquel suelo fructífero las semillas de la política y de la literatura, pero los salvajes del norte arrancaron cuanto quedaba de aquellas raíces, ya enfermas y marchitas. Con esta irrupción, el país y los moradores se transformaron: la sangre griega se contaminó y los orgullosos nobles del Peloponeso quedaron marcados con los apelativos de extranjeros y esclavos. Gracias a la diligencia de los sucesivos príncipes, la tierra fue purificada de los bárbaros, hasta cierto punto, y los que quedaron debieron atarse a un juramento de obediencia, tributo y servicio militar, que solían quebrantar y renovar con asiduidad.
El sitio de Patras lo llevó a cabo una extraña conjunción de esclavonios y sarracenos de África. En los últimos estertores, el piadoso engaño de que se acercaba el pretor de Corinto revivió el valor de los ciudadanos: hicieron una salida exitosa, se embarcaron los extranjeros y huyeron los rebeldes. La gloria de aquel día se atribuye a un espíritu o a un extraño que peleó en las primeras filas bajo la forma de san Andrés apóstol. Se decoró el santuario que contiene sus reliquias con los trofeos de la victoria, y los cautivos quedaron atados al servicio y vasallaje de la iglesia metropolitana de Patras.
La paz de aquella península solía quebrarse por las rebeliones, en las cercanías de Helos y Lacedemonia, de dos tribus esclavonias que insultaban la debilidad o resistían la opresión del gobierno bizantino, hasta que por fin hubo que concederles una bula de oro para definir los derechos y obligaciones de los ezeritas y melingos, cuyo tributo anual se fijó en mil doscientas piezas de oro. Entre estos extranjeros, el geógrafo imperial distinguió con certeza un grupo local, quizás originario, cuya sangre debía provenir en cierto grado de los injuriados ilotas. La liberalidad de los romanos, y en especial la de Augusto, había rescatado del dominio de Esparta las ciudades marítimas, que después fueron ennoblecidas con el título de eleuteros o laconios libres. [16] En tiempos de Constantino Porfirogénito, adquirieron el apodo de mainotas, bajo el cual deshonraron su lucha por la libertad con el pillaje de todo lo que naufragaba en sus playas rocosas. Su terreno, estéril de trigo, pero abundante en olivos, se extendía hasta el cabo de Malea. Ellos aceptaron un príncipe o caudillo del pretor bizantino. Un tributo liviano de cuatrocientas piezas de oro era la prenda de su inmunidad, más que de su dependencia. Los ciudadanos de Laconia asumían la identidad de romanos, pero su religión era la de los griegos. El celo del emperador Basilio los hizo bautizar en la fe de Cristo, pero los altares de Venus y de Neptuno seguían coronados con rústicos exvotos quinientos años después de ser prohibidos en el mundo romano.
Todavía se contaban cuarenta ciudades en el tema del Peloponeso, [17] y Esparta, Argos y Corinto se mantenían, en el siglo X, equidistantes entre el antiguo esplendor y la desolación de ese momento. Se impuso en las tierras o en beneficio de la provincia el deber del servicio militar, personal o por sustitutos. Los arrendatarios prósperos estaban gravados en cinco piezas de oro, e igual tasa tenían muchos otros de menor valía. Cuando se proclamó la guerra de Italia, los pobladores del Peloponeso lograron eximirse con la oferta voluntaria de cien libras de oro y mil caballos armados y enjaezados. Las iglesias y los monasterios aprovisionaron su contingente; se obtuvieron beneficios sacrílegos de la venta de honores eclesiásticos, y el indigente obispo de Leucadia [18] fue hecho responsable de una pensión de cien piezas de oro. [19]
Pero la riqueza de la provincia y el afianzamiento de sus rentas se fundaban en el justo y pleno producto del comercio y las manufacturas. Algunas muestras de política liberal se encuentran en una ley que exime de impuestos personales a los marineros del Peloponeso y a los obreros del pergamino y la púrpura. Bajo esta denominación pueden incluirse las manufacturas de lino, lana y, en especial, seda: las dos primeras florecieron desde los tiempos de Homero, y la última se introdujo probablemente en el reinado de Justiniano. Estos oficios —que se ejercían en Corinto, Tebas y Argos— suministraban alimento y trabajo a gran cantidad de personas. Hombres, mujeres y niños eran distribuidos según su edad y sus fuerzas; muchos eran esclavos domésticos, y sus dueños —que dirigían la empresa y disfrutaban de los beneficios— eran libres y de condición honorable.
Los regalos de una matrona rica y generosa del Peloponeso al emperador Basilio, su hijo adoptivo, fueron, sin duda, fabricados en los telares griegos. Danielis le dio una alfombra de lana finísima, cuyo diseño imitaba la cola de un pavo real, y cuyas dimensiones sobrepasaban el piso de la nueva iglesia erigida bajo la triple advocación de Cristo, san Miguel arcángel y el profeta Elías. Además, le dio seiscientas piezas de seda y lino, de varios usos y nombres: las de seda, teñidas de púrpura y adornadas con bordados; y las de lino, tan delgadas que podían arrollarse en el interior de una caña. [20]
En la descripción de las manufacturas griegas, un historiador siciliano calculó su precio según el peso y calidad de la seda, la trama, la belleza de sus colores y el gusto y los materiales del bordado. Un hilado sencillo, doble o triple, se consideraba suficiente para las ventas comunes, pero el de seis hebras era una pieza con mano de obra más costosa. Entre los colores, el historiador elogiaba el fuego del escarlata y el suave brillo del verde. El bordado se realzaba con seda y oro, desde unos simples trazos o círculos hasta hermosas flores; las prendas hechas para palacios y templos solían adornarse con piedras preciosas, y las figuras se delineaban con sartas de perlas orientales. [21]
Hasta el siglo XII, de toda la cristiandad, sólo Grecia poseía gusanos de seda y trabajadores que conocieran el oficio de preparar ese material de lujo. Pero los árabes descubrieron el secreto, pues los califas de Oriente y Occidente no querían comprar sus ropas y otros elementos a los «infieles». Dos ciudades de la península Ibérica, Almería y Lisboa, se hicieron famosas por la manufactura, uso y, quizás, exportación de la seda. Los normandos la introdujeron en Sicilia: aquella migración del comercio hace notable la victoria de Roger entre tantas hostilidades inútiles, pues después de saquear Corinto, Atenas y Tebas, su lugarteniente se embarcó con un grupo de esclavos, tejedores y artesanos de ambos sexos, un gran trofeo para su señor y una desgracia para el emperador griego. [22] El rey de Sicilia supo valorar la calidad del regalo, y cuando devolvió prisioneros, exceptuó únicamente a los fabricantes de Tebas y Corinto, que trabajaban —dice el historiador bizantino— para un señor bárbaro, como los eretrios antiguos al servicio de Darío. [23] Se construyó un edificio majestuoso en el palacio de Palermo para ubicar esa colonia industriosa, [24] y sus hijos y discípulos propagaron el oficio para satisfacer las demandas crecientes del mundo occidental. La decadencia de los telares sicilianos puede atribuirse a las turbulencias de la isla y a la competencia de las ciudades italianas. En 1314, sólo Luca, entre sus repúblicas hermanas, disfrutaba de ese lucrativo monopolio. [25] Una rebelión interna dispersó las manufacturas por Florencia, Bolonia, Venecia, Milán e, incluso, del otro lado de los Alpes. A los trece años de aquel acontecimiento, los estatutos de Módena dispusieron la plantación de moreras y regularon los impuestos sobre la seda cruda. [26] El clima del norte era menos propicio para la cría del gusano de seda, pero los productos de Italia y de la China abastecieron y enriquecieron la industria de Francia e Inglaterra. [27]
Debo reiterar la queja porque las escasas e imprecisas memorias sobre aquellos tiempos no me permiten calcular los impuestos, las rentas y los recursos del Imperio griego. De todas las provincias de Asia y Europa, regueros de oro y plata descargaban un caudal permanente en las reservas imperiales. Así aumentaba la magnitud de Constantinopla, aunque las máximas del despotismo restringían el Estado a la capital, ésta al palacio y el palacio a la persona del emperador. Un viajero judío del siglo XII se asombró de las riquezas bizantinas. «Es aquí —dijo Benjamín de Tudela—, en la reina de las ciudades, donde se depositan anualmente los tributos del Imperio griego, y sus altas torres rebosan de seda, púrpura y oro. Se dice que Constantinopla paga cada día a su soberano veinte mil piezas de oro recaudadas de tiendas, tabernas y mercados, y de los mercaderes de Persia y Egipto, de Rusia y de Hungría, de Italia y de España, que frecuentan la capital por mar y por tierra.» [28] En asuntos pecuniarios, la autoridad de un judío es indudable, pero como por trescientos sesenta y cinco días habría una renta anual de más de siete millones de libras esterlinas, me inclino a descontar por lo menos las numerosas festividades del calendario griego. El total atesorado por Teodora y Basilio II brinda una idea espléndida, aunque indefinida, de sus ingresos y recursos. La madre de Miguel, antes de retirarse al claustro, intentó controlar la prodigalidad de su ingrato hijo con una manifestación fiel de las riquezas que él heredaría: ciento nueve mil libras de oro [50 t] y trescientas mil de plata [138 t], producto de su propia economía y de la de su difunto marido. [29] La avaricia de Basilio no era menor que su valor y su fortuna: recompensó a sus ejércitos victoriosos sin llegar a tocar las doscientas mil libras de oro [92 t] enterradas en los sótanos del palacio. [30] La teoría y la práctica de la política moderna rechazan tal acumulación; tendemos a considerar las riquezas nacionales según el uso y abuso del crédito público, aunque un monarca temible para sus enemigos y una república apreciable para sus aliados todavía se aferran al sistema antiguo, y ambos alcanzaron sus propósitos de poder militar y tranquilidad interna.
De todo lo que podía usarse para las necesidades presentes o reservarse para el futuro, el primero y el más sagrado requerimiento era el del ceremonial y el placer del emperador, y quedaba a su criterio la dimensión de sus gastos privados. Los príncipes de Constantinopla vivían lejos de toda sencillez natural, pero por temporadas se retiraban, por gusto o por moda, hacia el aire puro, lejos del humo y el bullicio de la capital. Disfrutaban, o aparentaban hacerlo, del rústico festival de la vendimia; se divertían con la caza o con el sosiego de la pesca, y en los veranos ardientes se alejaban del sol y se refrescaban con la brisa marina. Las playas e islas de Asia y Europa estaban cubiertas de villas lujosas, cuyos mármoles, en vez de realzar la grandiosidad de la naturaleza, destacaban la opulencia de sus dueños y el trabajo de los arquitectos. Las sucesivas herencias recibidas y las confiscaciones hicieron de los soberanos dueños de muchas viviendas majestuosas en la ciudad y en los suburbios, de las cuales, doce estaban adjudicadas a los ministros de Estado. Sin embargo, el gran palacio, [31] centro de la residencia imperial, se mantuvo once siglos situado en el mismo lugar, entre el hipódromo, la catedral de Santa Sofía y los jardines que descendían en terrazas a las playas del Propóntide [actual mar de Mármara]. El edificio primitivo del primer Constantino era una copia de la antigua Roma; las mejoras graduales de los sucesores aspiraban a emular las maravillas del viejo mundo, [32] y en el siglo X el palacio bizantino despertaba la admiración, al menos, de los latinos, por su indiscutible fortaleza, extensión y suntuosidad. [33]
Pero el trabajo y los tesoros de tanto tiempo habían producido un gran amontonamiento, pues cada edificio llevaba las marcas de su tiempo y su fundador, y la necesidad de espacio podía disculpar al monarca reinante que derribaba, quizás con secreto placer, las obras de sus antecesores. La economía de Teófilo le permitió mayor libertad y alcance para sus lujos privados. Un embajador favorito, quien dejó atónitos a los abásidas con su orgullo y su liberalidad, mostró a su regreso la maqueta de un palacio recién construido por el califa de Bagdad a la orilla del Tigris: el modelo fue copiado y sobrepasado de inmediato, pues el nuevo edificio de Teófilo [34] tenía jardines y cinco iglesias, una de las cuales se destacaba por su grandiosidad y hermosura. La coronaban tres domos, el techo dorado descansaba sobre columnas de mármol de Italia y las paredes estaban revestidas de mármol de varios colores. En la fachada de la iglesia, un pórtico en semicírculo con el nombre y la forma de la letra griega sigma se sostenía con quince columnas de mármol frigio, y las criptas tenían una construcción similar. Una fuente con las márgenes chapeadas de plata decoraba la parte delantera de la sigma. Al principio de cada estación, aquel estanque, en vez de agua, se llenaba con las frutas más exquisitas, que se dejaban al pueblo para entretenimiento del príncipe, quien observaba sentado en un trono de oro y piedras preciosas, que se elevaba por una escalera de mármol a una terraza alta. Debajo del trono se sentaban los oficiales de su guardia, los magistrados y los jefes de las facciones del circo; en los últimos escalones, se arremolinaba el pueblo, y luego los bailarines, cantantes y mimos. La plaza estaba rodeada por el salón de la justicia, el arsenal y varias oficinas de negocios o de recreos. La sala de la púrpura se llamaba así porque en ella la propia emperatriz repartía anualmente ropas escarlata y púrpura. Las numerosas estancias se adaptaban a las diversas estaciones y estaban decoradas con mármoles y pórfido, pinturas, esculturas y mosaicos, y oro, plata y pedrería. Su magnificencia extravagante requería la habilidad de los artistas de la época, aunque el gusto de Atenas despreciara esas labores frívolas y costosísimas: un árbol de oro cuyas hojas y ramas abrigaban bandadas de pajaritos que trinaban gorjeos artificiales, y dos leones de oro macizo, de tamaño natural, que rugían como sus hermanos de la selva.
Los sucesores de Teófilo, de las dinastías Basilia y Comnena, no eran menos ambiciosos y querían dejar alguna memoria de su residencia. La parte del palacio más augusta y esplendorosa estaba dignificada con el nombre de triclinio dorado. [35] Con apropiada modestia, los griegos nobles y acaudalados trataban de imitar a su soberano, y cuando transitaban por las calles a caballo con sus ropas de seda bordadas, los confundían con hijos de reyes. [36] Una matrona del Peloponeso [37] que había mantenido la fortuna de Basilio el Macedonio quiso, por cariño o vanidad, visitar a su hijo adoptivo. Le resultaba difícil —por su edad o su indolencia— hacer el viaje de quinientas millas [805 km] desde Patras hasta Constantinopla a caballo o en carro, y diez esclavos robustos la cargaron con la litera a hombros. Unos trescientos esclavos fueron usados para hacer relevos a distancias cómodas. En el palacio bizantino, la agasajaron con reverencia filial y los honores de una reina, y, cualquiera haya sido el origen de su riqueza, sus regalos no eran indignos de la jerarquía imperial. Ya he descrito las manufacturas curiosas y delicadas del Peloponeso, en lino, seda y lana, pero el regalo más halagüeño fue el de trescientos jóvenes hermosísimos, de los cuales cien eran eunucos, [38] pues «ella no ignoraba —dice el historiador— que el ambiente de palacio era más propicio para tales insectos que el establo de un pastor para las moscas de verano». Durante su vida donó la mayor parte de sus propiedades del Peloponeso, y en su testamento instituyó a León, hijo de Basilio, como heredero universal. Después de descontar los legados, se adicionaron ochenta villas o granjas al dominio imperial, y el nuevo dueño libertó a tres mil esclavos de Danielis y los trasladó a las colonias de la costa de Italia. Con este ejemplo de la matrona, se puede estimar la riqueza y magnificencia de los emperadores. Nuestros placeres se reducirán a un círculo estrecho, pero, cualquiera sea su valor, el amo de sí mismo posee sus lujos con más inocencia y seguridad que el administrador de la fortuna pública.
En un gobierno absolutista que nivela las distinciones de nacimiento noble y plebeyo, el soberano es la única fuente de honor, y las jerarquías en palacio y en el Imperio estriban únicamente en los títulos y cargos que se conceden según su arbitrariedad. Durante más de mil años, desde Vespasiano hasta Alejo Comneno, [39] el de César era el segundo grado después del supremo título de Augusto que se otorgó con más liberalidad a los hijos y hermanos del monarca reinante. Para eludir sin violar su promesa a un asociado poderoso, el marido de su hermana, y sin colocarse a sí mismo en igualdad, premiar la religiosidad de su hermano Isaac, el astuto Alejo interpuso una dignidad nueva y superior. La flexibilidad de la lengua griega le permitió unir los nombres de Augusto y de emperador (Sebastos y Autocrator) en el altisonante título de Sebastocrator. Se encumbraba sobre el César, en un primer paso hacia el trono; se vitoreaba su nombre en las aclamaciones públicas y sólo se diferenciaba del soberano con ciertos adornos peculiares en los pies y en la cabeza.
Sólo el emperador podía usar la púrpura o los borceguíes rojos, y la diadema o tiara ajustada, según la moda de los reyes persas. [40] Ésta era un casquete piramidal, de paño o de seda, lleno de perlas y joyas; la corona se formaba con un círculo horizontal y dos arcos de oro; en el tope, donde se cruzaban, llevaba un globo o cruz, y tiras de perlas colgaban por ambos lados sobre las mejillas. En lugar de rojos, los borceguíes del Sebastocrator y del César eran verdes, y las piedras eran más escasas en sus coronas. Al lado y debajo del César, la fantasía de Alejo creó el Panhipersebastos y el Protosebastos, cuyas sonoridad y significación halagaban los oídos griegos, pues implicaban una superioridad sobre el nombre simple de Augusto. Este título primitivo y sagrado de los príncipes romanos fue degradado para los familiares y sirvientes de la corte bizantina. La hija de Alejo celebró con complacencia la astuta gradación de títulos y honores, pero la ciencia de las palabras es accesible también para los menos capaces, y este diccionario de vanidades fue enriquecido con facilidad por el orgullo de sus sucesores. A sus hijos y hermanos predilectos, Alejo otorgó el título más alto de señor o déspota, que ilustró con nuevos ornamentos y prerrogativas, y colocó inmediatamente después de la propia persona del emperador. Los cinco títulos (déspota, Sebastocrator, César, Panhipersebastos y Protosebastos) se limitaban a los príncipes de su sangre y eran prolongaciones de su majestad, pero como éstos no desempeñaban función alguna, su existencia era inútil; y su autoridad, precaria.
Pero en toda monarquía hay que dividir el gobierno entre los ministros del palacio, del tesoro, del ejército y de la armada. Los títulos pueden modificarse, y con los siglos, condes y prefectos, pretores y cuestores fueron imperceptiblemente descendiendo, mientras sus sirvientes fueron elevados a los sumos honores del Estado. 1. En una monarquía que todo lo refiere a la persona del príncipe, el cuidado y las ceremonias del palacio son las más respetables instituciones. El protovestiario, cuyo cargo primitivo se limitaba al resguardo del ajuar, desbancó al curopalata, [41] tan encumbrado en tiempos de Justiniano. Desde entonces su jurisdicción se extendió sobre numerosas minucias del lujo y el ceremonial, y presidía con su varilla de plata las audiencias públicas y privadas. 2. En el sistema antiguo de Constantino, se aplicaba el nombre de logoteta o contable a los recaudadores de la hacienda. Sus principales empleados se distinguían como logoteta del patrimonio, de las postas, del ejército, del patrimonio público y privado, y el gran logoteta, guardián supremo de leyes y rentas, se compara con el canciller de las monarquías latinas. [42] Su ojo perspicaz vigilaba todo el ámbito de la administración civil; lo acompañaban, con debida subordinación, el exarca o prefecto de la ciudad, el primer secretario, los guardasellos y los archiveros. La tinta roja o de púrpura estaba reservada únicamente para la firma sagrada del emperador. [43] El introductor y el intérprete de los embajadores extranjeros eran el gran chiaus [44] y el dragoman, [45] voces de origen turco y corrientes todavía en la Sublime Puerta. 3. Desde el lenguaje humilde y la servidumbre de guardias, los domésticos fueron ascendiendo a la jerarquía de generales; los temas militares de Este y Oeste, con sus legiones de Asia y Europa, se solían dividir, hasta que por último el gran doméstico quedó revestido con el mando universal y absoluto de las fuerzas terrestres. El protostrator, al principio un simple asistente del emperador cuando éste montaba a caballo, ascendió gradualmente hasta ser lugarteniente del gran doméstico en campaña, y su jurisdicción llegó a comprender las caballerizas, la caballería y hasta la caravana real de caza y cetrería. El estratopedarca era el juez supremo del campamento; el protospatario mandaba la guardia, el condestable, [46] el gran eteriarca y el acólito eran los caudillos de francos, bárbaros y vástagos o ingleses, los extranjeros asalariados que, con la decadencia del espíritu nacional, constituían el nervio del ejército bizantino. 4. Las fuerzas navales estaban bajo el mando del gran duque; en su ausencia, estaba el gran drungario de la armada, y en su lugar, el emir o almirante, nombre de origen sarraceno, [47] naturalizado ya en todas las lenguas modernas de Europa. Con esos oficiales y muchos otros cuyos nombres sería inútil enumerar, se estructuraban las jerarquías civiles y militares. Sus honores y sueldos, sus trajes y títulos, sus saludos mutuos y preeminencias respectivas se equilibraban con más trabajo que el que habría podido fijar la constitución de un pueblo libre. Ese código estaba casi perfeccionado cuando esta estructura infundada, el monumento al orgullo y a la servidumbre, quedó enterrada para siempre en las ruinas del Imperio. [48]
Los títulos más altos y las posiciones más humildes, cuya devoción aplicaban al Ser Supremo, se prostituyeron por la adulación y el miedo hacia criaturas de la misma naturaleza que nosotros. Diocleciano había tomado de la servidumbre persa el sistema de adoración [49] de postrarse en el suelo y besar los pies al emperador, sistema que continuó y se agravó hasta el final de la monarquía griega. Excepto los domingos, en que se dejaba de lado por motivos religiosos, se exigía aquella inclinación humillante a cuantos asomaban a la presencia real, desde príncipes revestidos de diadema y púrpura; embajadores que representaban a sus soberanos independientes, a los califas de Asia, Egipto o España, a los reyes de Francia y de Italia, y a los emperadores latinos de la antigua Roma. Luitprando, obispo de Cremona, [50] durante sus negociaciones afirmó el espíritu libre de un franco y la dignidad de su señor Otón, pero su sinceridad no puede ocultar la humillación de su primera audiencia. Al acercarse al trono, los pájaros del árbol de oro prorrumpieron en gorjeos, acompañados con el rugido de los dos leones también de oro. Luitprando y sus dos compañeros debieron saludar, postrarse en el suelo y tocarlo hasta tres veces con la frente. Se levantó, pero en aquel breve intermedio, el trono se había alzado desde el pavimento hasta el techo, apareció la figura imperial en nuevas y suntuosas vestimentas, y la entrevista terminó con majestuoso silencio. En su franca y curiosa narración, el obispo de Cremona relató el ceremonial de la corte bizantina que se practica todavía en la Sublime Puerta y que mantenían en el último siglo los duques de Rusia y de Moscovia. Después de un largo viaje por mar y tierra desde Venecia a Constantinopla, el embajador se detuvo en la puerta dorada hasta que fue conducido por unos funcionarios al palacio preparado para hospedarlo, pero el palacio era una cárcel, pues sus cuidadores impedían todo intercambio social con extranjeros y nativos. En su primera audiencia, ofreció los regalos de su señor: esclavos, vasos de oro y armaduras costosísimas. En su presencia, se pagó a los empleados y tropa, ostentando las riquezas del Imperio; lo agasajaron en un banquete real [51] en el que los embajadores de las naciones se ubicaban según la estima o el desprecio de los griegos. Desde su propia mesa, muestra de su favor, el emperador envió algunos platos que había saboreado y despidió a los favoritos con vestidos honorables. [52]
Los sirvientes civiles y militares acudían mañana y tarde a palacio a cumplir con sus deberes; la recompensa de sus labores era la vista y, tal vez, una sonrisa del señor, que expresaba sus órdenes con una señal o un gesto de la cabeza, y ante cuya presencia toda grandeza terrestre enmudecía y se postraba. En las procesiones regulares o extraordinarias por la capital, descubría su persona a la vista del público. El ceremonial político se daba la mano con el religioso, y sus visitas a las iglesias principales se regían por las festividades del calendario griego. La víspera de esas procesiones, los heraldos pregonaban las devotas intenciones del monarca. Se barrían las calles, se desparramaban flores en el pavimento, las ventanas y los balcones se engalanaban con oro, plata y colgaduras de seda, y una severa disciplina moderaba y silenciaba a la plebe. Abrían la marcha los oficiales a la cabeza de sus tropas, seguidos en orden por los magistrados y ministros del gobierno civil; los eunucos y domésticos cuidaban la persona del emperador, a quien recibían el patriarca y su clero a las puertas de la iglesia. La tarea de los aplausos no se abandonaba a la espontaneidad de la muchedumbre, pues las mejores plazas del camino las ocupaban cuadrillas de las facciones verde y azul del circo, cuyas contiendas sangrientas que solían estremecer la capital, fueron trocando en competencias de servidumbre. De cada lado, hacían eco con sonoras alabanzas al emperador, y sus poetas y músicos dirigían los coros que en cada canción deseaban larga vida y victorias. [53] Las mismas aclamaciones se escuchaban en las audiencias, en los banquetes y en la iglesia, y para demostrar un dominio ilimitado las repetían en latín, [54] godo, persa, francés y aun inglés [55] los empleados que representaban —real o ficticiamente— a aquellas naciones. La pluma de Constantino Porfirogénito llevó la ciencia de los ceremoniales y las lisonjas a un libro pomposo y trivial, [56] al que la vanidad de los tiempos posteriores engrandeció con un amplio suplemento. Pero cualquier príncipe que reflexionara a solas seguramente pensaría que las mismas aclamaciones se dedicarían a todo individuo y a todo reinado, y si él había ascendido desde una humilde jerarquía podría recordar que su propia voz había sido la más deseosa y estruendosa cuando envidiaba la suerte o conspiraba contra la vida de su antecesor. [57]
Los príncipes del norte de aquellas naciones —dice Constantino—, sin fe ni renombre, ansiaban emparentarse con los Césares casándose con alguna virgen real o enlazando a sus hijas con algún príncipe romano. [58] El monarca anciano, en sus instrucciones al hijo, reveló las máximas secretas de su política y orgullo, e indicó las razones más aceptables para rehusar pedidos tan insolentes y disparatados. Todo animal —expresó el discreto emperador— se distingue de otros por el idioma, la religión y las costumbres. Cuidar la pureza de la descendencia conserva la armonía de la vida pública o privada; la mezcla de sangre extraña es una fuente fructífera de discordia y desorden. Ésa había sido la opinión y la práctica de los sabios romanos, pues su jurisprudencia prohibía los enlaces entre ciudadanos y extranjeros; en aquellos días de libertad y virtud, un senador podía despreciar el casamiento de su hija con un rey; Marco Antonio se mancilló con una esposa egipcia, [59] y el emperador Tito, impelido por el pueblo, tuvo que despedir con disgusto a la repugnante Berenice. [60] Esta interdicción perpetua se revalidó con la fabulosa sanción del gran Constantino. Advirtieron a los embajadores, y en especial a los de las naciones infieles, que esos enlaces habían sido prohibidos por el fundador de la Iglesia y de la ciudad. Se inscribió la ley irrevocable en el altar de Santa Sofía, y todo príncipe impío que dañara la majestad de la púrpura imperial quedaría excluido de la comunión civil y eclesiástica de los romanos. Los embajadores instruidos en la historia bizantina por algún falsario podrían haber alegado tres ejemplos de violación de esa ley: el casamiento de León o, más bien, de su padre Constantino IV con la hija del rey de los jázaros, el de la nieta de Romano con un príncipe búlgaro, y el de Berta de Francia o Italia con el joven Romano, hijo del propio Constantino Porfirogénito. Para esas objeciones había tres respuestas que resolvían la dificultad y corroboraban la ley. 1) Se reconocían el acto y la culpa de Constantino Coprónimo (735 d. C.), pues el hereje que ensució la pila bautismal y combatió las imágenes sagradas se había casado, en efecto, con una novia bárbara. Ese enlace aumentó la dimensión de sus crímenes y lo hizo merecedor de la censura de la Iglesia y la posteridad. 2) Romano (944 d. C.) no podía considerarse como emperador legítimo, pues era un usurpador plebeyo, ignorante de las leyes y descuidado respecto del honor de la monarquía. Su hijo Cristóbal, padre de la novia, era el tercero en jerarquía de los príncipes, súbdito y cómplice a la vez de un padre rebelde. Los búlgaros eran cristianos sinceros y devotos, y la seguridad del Imperio, con el rescate de largos miles de cautivos, dependía de aquel absurdo enlace. Sin embargo, no había dispensa para la ley de Constantino; y clero, Senado y pueblo desaprobaron el proceder de Romano, aun después de muerto, tildándolo de responsable de la desgracia pública. 3) En cuanto al casamiento de su propio hijo con la hija de Hugo, rey de Italia, el sagaz Porfirogénito ideó otra defensa más honorable (943 d. C.). Constantino, grande y santo, apreciaba la fidelidad y el valor de los francos, [61] y su espíritu profético tuvo la visión de su futura grandeza, por lo que sólo ellos se exceptuaban de la prohibición general (945 d. C.). Hugo, rey de Francia, descendía en línea recta de Carlomagno, [62] y su hija Berta heredó las prerrogativas de su familia y su nación. De todos modos, finalmente se supo la verdad sobre ese fraude o error de la corte imperial, y el patrimonio de Hugo se redujo de la monarquía de Francia al simple condado de Arles, aunque constaba que, con los años, había usurpado la soberanía de Provenza e invadido el reino de Italia. Su padre era noble y, si bien Berta descendía de la familia carolingia por el lado materno, cada eslabón de esa rama estaba manchado por la ilegitimidad. La abuela de Hugo era la famosa Valdrada, concubina antes que esposa de Lotario II, cuyo adulterio, divorcio y segundo matrimonio le habían acarreado la ira del Vaticano. Su madre —la gran Berta, como estilaba llamarse— fue consorte del conde de Arles y del marqués de Toscana, escandalizó Francia e Italia con sus galanteos, y hasta los sesenta años, sus amantes, de toda clase, fueron siervos de su ambición. El rey de Italia siguió su ejemplo, pues Hugo condecoró a sus tres concubinas favoritas con los títulos clásicos de Venus, Juno y Semele. [63] Cuando la hija de Venus fue concedida a la corte bizantina, cambió el nombre de Berta por el de Eudocia y se desposó —o más bien se comprometió— con el joven Romano, futuro heredero del Imperio de Oriente. La consumación del matrimonio se suspendió por la tierna edad de los contrayentes, y a los cinco años se anuló por el fallecimiento de la novia. La segunda esposa del emperador Romano fue una muchacha de cuna plebeya, pero romana, y sus dos hijas, Teófano y Ana, se casaron con príncipes. La primera se comprometió, en prenda de paz, con el primogénito de Otón el Grande, quien solicitó esta alianza con las armas y con embajadores. Podría dudarse sobre la legitimidad de que un sajón pueda acceder a los privilegios de los francos, pero se acallaron todos los escrúpulos por la fama y la piedad del héroe que había restaurado el Imperio occidental. Muertos el suegro y el marido, Teófano gobernó Roma, Italia y Germania durante la minoría de su hijo Otón III, y los latinos agradecieron la virtud de una emperatriz que sacrificó el recuerdo de su patria a un deber superior. [64] Para el casamiento de la hermana menor, Ana, se perdió todo prejuicio y noción de dignidad bajo el fuerte argumento de la necesidad y el miedo. Un pagano del norte —Vladimiro, gran príncipe de Rusia— aspiraba a la mano de la hija del purpurado romano y reforzó su pedido con amenazas de guerra, promesas de conversión y el ofrecimiento de socorro contra rebeliones internas. Víctima de su religión y su patria, la princesa griega fue arrebatada del palacio de sus padres (988 d. C.) y condenada a un reino salvaje y un exilio sin esperanzas sobre las orillas del Borístenes, en las cercanías del círculo polar; [65] pero el enlace de Ana fue afortunado y fructífero. Por su ascendencia imperial, recomendaron a la hija de su nieto Yaroslav, y el rey de Francia Enrique I encontró una esposa en los últimos confines de Europa y la cristiandad. [66]
En el palacio bizantino, el emperador era el primer esclavo del ceremonial que había impuesto; las formas rígidas que regulaban cada palabra y cada gesto lo sitiaban y arruinaban su placer, incluso, en la soledad del campo. Pero vida y hacienda de millones dependían de su arbitrio, y aun las mentes más firmes, más allá del lujo, podían ser seducidas por el placer de mandar sobre sus iguales. Los poderes legislativo y ejecutivo se centraban en la persona del monarca, y León el filósofo [67] eliminó los últimos restos de autoridad del Senado. La mente de los griegos se había adormecido con la servidumbre, y ni en las revueltas más violentas pensaron en una constitución libre, y el carácter personal del príncipe era para ellos la única fuente y medida de la felicidad pública. La superstición remachaba sus cadenas, pues el patriarca de la iglesia de Santa Sofía coronaba solemnemente al emperador, y todos al pie del altar se comprometían a una obediencia incondicional ante su gobierno y su familia. El emperador, por su parte, se comprometía a no propasarse en penas de muerte o de mutilación, con su propia mano suscribía la creencia en la fe ortodoxa y prometía cumplir los decretos de los siete sínodos y los cánones de la santa Iglesia. [68] Pero aquellas declaraciones de clemencia se perdían en la nada, pues él no juraba ante el pueblo, sino ante un juez invisible, y los ministros del cielo —salvo en el delito de herejía— estaban dispuestos a predicar el derecho indefendible y a absolver las transgresiones veniales del soberano. Los propios eclesiásticos estaban subordinados al magistrado civil, y a una señal del tirano se nombraban, transferían o deponían obispos, o sufrían la pena de muerte. Cualquiera fuese su riqueza o influencia, nunca tendrían éxito, como el clero latino, en el establecimiento de una república independiente. El patriarca de Constantinopla condenaba —y en secreto envidiaba— el engrandecimiento temporal de su par romano.
Por suerte, las leyes de la naturaleza y la necesidad frenan el ejercicio del despotismo ilimitado. Proporcionalmente a su inteligencia y virtud, el señor de un imperio se restringe al desempeño de su deber sagrado, pero, según sus vicios y locura, deja caer el cetro —demasiado pesado para sus manos—, y sus movimientos son gobernados por los hilos imperceptibles de algún ministro o favorito que oprime al pueblo por sus propios intereses privados. En ciertos momentos, el monarca más absoluto puede temer las razones o el capricho de una nación de esclavos, y la experiencia ha probado que lo que se gana en extensión se pierde en seguridad y solidez del poder real. Cualquiera sea el título que asuma un déspota, o los reclamos que sostenga, en última instancia, dependerá de la espada para protegerse de sus enemigos externos o internos.
Desde el tiempo de Carlomagno hasta el de las cruzadas, el mundo (sin contar la remota monarquía de China) era disputado por los tres grandes imperios de los griegos, los sarracenos y los francos. Sus fuerzas militares podían compararse según su valor, sus artes y riquezas y su obediencia a un mando supremo, que podía poner en acción todas las fuerzas del Estado. Los griegos, en extremo inferiores a los demás en el primer punto, sobrepasaban a los francos y, por lo menos, igualaban a los sarracenos en los dos últimos.
La riqueza de los griegos les permitía comprar el servicio de las naciones más pobres y mantener su poder naval para proteger sus costas y hostigar a los enemigos. [69] El oro de Constantinopla se cambiaba, con beneficio mutuo, por la sangre de esclavonios, turcos, búlgaros y rusos; su valor contribuyó a las victorias de Nicéforo y de Tzimisces, y si algún pueblo presionaba demasiado cerca de la frontera, pronto debía volver para defender su propio país del oportuno ataque de otro pueblo. [70] Los sucesores de Constantino pretendían y, a veces, poseían el dominio del Mediterráneo desde la desembocadura del Tanais hasta las columnas de Hércules. Su capital estaba llena de astilleros y de artesanos diestros: la situación de Grecia y Asia, sus largas costas, golfos profundos y un sinnúmero de islas acostumbraron a los súbditos al ejercicio de la navegación, y el comercio con Venecia y Amalfi resultó ser un semillero de marinos para la armada imperial. [71]
Desde el tiempo de las guerras Púnicas y del Peloponeso, no se había ampliado la esfera de acción, y la ciencia de la arquitectura naval parecía haber declinado. [72] El arte de construir aquellas moles asombrosas que exhibían tres, seis y aun diez hileras de remos que se elevan o caen uno tras otro era tan ignorado en los astilleros de Constantinopla como en los tiempos modernos. Los dromones, [73] unas galeras livianas del Imperio Bizantino, tenían dos filas de remos, cada cual de veinticinco bancos con dos remeros en cada uno, que bogan por ambos costados del bajel. Hay que añadir al capitán o centurión, que en tiempos de acción se erguía con su escudero en la popa, dos timoneles en su sitio y dos contramaestres en la proa, uno para manejar el ancla y el otro para apuntar y disparar el tubo del fuego líquido contra el enemigo. Toda la tripulación, como en los primeros tiempos del oficio, cumplía la doble función de marinero y soldado; todos provistos de armas defensivas y ofensivas, con arcos y flechas que arrojaban desde la cubierta y picas largas que empujaban por los huecos de las filas más bajas. A veces los barcos de guerra eran más grandes y sólidos, y el trabajo del combate y de la navegación se dividía entre setenta soldados y doscientos treinta marineros, pero la mayor parte eran embarcaciones livianas y manejables. Como el cabo de Malea todavía despertaba temores antiguos, los barcos de la flota imperial eran cargados por tierra cinco millas [8 km] a través del istmo de Corinto. [74]
La táctica naval no había cambiado desde el tiempo de Tucídides: la escuadra de galeras avanzaba en forma de media luna, cargaba al frente y procuraba lanzar sus picas agudas contra los flancos débiles del enemigo. En medio de la cubierta, asomaba una máquina que disparaba piedras y saetas; el abordaje se hacía subiendo con un aparejo grandes cestas llenas de hombres armados. El idioma de señales, tan claro y extendido en el sistema naval moderno, se limitaba apenas a unas cuantas posiciones y algunos colores de la bandera que comandaba. En la oscuridad de la noche, las órdenes de caza, ataque, asalto o retirada se transmitían con luces desde la nave capitana. Por tierra, las señales de fuego se repetían de una montaña a otra, y una cadena de ocho estaciones cubría un espacio de quinientas millas [800 km], de modo que en pocas horas se conocían en Constantinopla los movimientos amenazadores de los sarracenos en Tarso. [75] Se puede estimar el poder de los emperadores griegos por el curioso y detallado relato del armamento aprontado para la conquista de Creta. Una escuadra de ciento doce galeras y setenta y cinco veleros de estilo pánfilo se equiparon en la capital, las islas del mar Egeo y los puertos de Asia, Macedonia y Grecia; la tripulaban treinta y cuatro mil marineros, siete mil trescientos cuarenta soldados, setecientos rusos y cinco mil ochenta y siete marditas, cuyos padres habían sido trasladados de las cumbres del Líbano. Su paga, probablemente mensual, era de treinta y cuatro centenarios de oro [1270 g], cerca de ciento treinta y seis mil libras esterlinas. Nuestra fantasía se desconcierta ante la enumeración sin fin de armas y artefactos, de vestimenta y ropa blanca, de alimentos para la gente y forraje para la caballería, de provisiones y utensilios de todo género, inadecuados para la conquista de una isla pequeña, pero más que suficientes para el establecimiento de una colonia floreciente. [76]
El fuego griego no produjo una revolución total en el arte de la guerra, como lo hizo la pólvora, pero la ciudad y el Imperio de Constantino debieron su seguridad a aquellos combustibles líquidos, que emplearon después en sitios y combates navales con gran efecto. Pero no hicieron mejoras: las máquinas de la Antigüedad —catapultas, ballestas y arietes— seguían en uso como poderosos inventos para el ataque y la defensa de las fortificaciones, y no decidía las batallas el fuego pesado de una línea de infantería que no se podía cuidar con armaduras contra igual fuego de los enemigos. El acero y el hierro todavía eran los instrumentos usuales para la destrucción o la seguridad, y los cascos, corazas y escudos del siglo X no se diferenciaban esencialmente, ni en la hechura ni en la resistencia, de los que resguardaban a los compañeros de Alejandro y Aquiles. [77] Pero en vez de acostumbrarse los griegos —como los antiguos legionarios— al uso constante de aquel peso benéfico, colocaban sus armaduras en carros ligeros que seguían la caravana hasta que, al aproximarse el enemigo, volvían rápidamente y sin ganas a su desusada cobertura. Sus armas ofensivas eran espadas, hachas y lanzas, y acortaron la pica macedónica en una cuarta parte para reducirla a una medida más manuable de doce codos o pies. Se había sufrido enormemente la agudeza de las flechas escitas y árabes, y los emperadores se lamentaban de la decadencia de los arqueros como causa del infortunio público y recomendaron, como consejo y orden, que la juventud militar se ejercitara continuamente hasta los cuarenta años en el manejo del arco. [78] Los tercios o regimientos solían ser de trescientas plazas. Como término medio de entre cuatro y dieciséis, las tropas de León y de Constantino formaban sobre ocho de fondo. La caballería cargaba sobre cuatro filas, bajo el razonable supuesto de que el peso de las de adelante no aumentaría por la presión de las filas de atrás. Si a veces se duplicaba la formación de la infantería y la caballería, era por una secreta falta de confianza en el valor de la tropa, cuyo número abultaba el aspecto de la línea, aunque sólo unos pocos se atrevían a enfrentar las espadas y lanzas de los bárbaros. El orden de batalla debe de haber variado según el terreno, el intento y la clase de enemigos, pero la formación corriente de dos líneas y una reserva presentaba una serie de posibilidades y recursos más acordes al carácter de los griegos. [79] En caso de rechazo, la primera línea retrocedía sobre los claros de la segunda, y entonces la reserva, rompiendo en dos divisiones, se abalanzaba a los flancos enemigos para ayudar a la victoria o cubrir la retirada.
Cuanto disponía la autoridad debía cumplirse, por lo menos en teoría, en los campamentos y en las marchas, los ejercicios y evoluciones, los edictos y los libros del monarca bizantino. [80] Los artefactos de fragua, telar o taller eran abastecidos por las riquezas del príncipe y la industria de sus numerosos trabajadores. Pero ni autoridad ni oficio podían dar forma a la maquinaria más importante, el soldado mismo, y si el ceremonial de Constantino siempre suponía la seguridad y el regreso triunfal del emperador, [81] sus tácticas rara vez se elevaban más allá de evitar una derrota y dilatar la guerra. [82] A pesar de algunos éxitos transitorios, la estima de los griegos se hundía para ellos y para sus vecinos. Una mano fría y una lengua locuaz eran la descripción común de la nación: el autor de las tácticas fue sitiado en su capital, y el último de los bárbaros, que temblaba ante el nombre de los sarracenos o los francos, mostraba orgulloso las medallas de oro y plata que había obtenido del débil soberano de Constantinopla. Que su gobierno y su carácter carecieran de genio podía deberse a la influencia de la religión, pues la de los griegos sólo les enseñaba a sufrir y ceder. El emperador Nicéforo, quien restableció por un tiempo la disciplina y gloria de los romanos, quiso elevar a la categoría de mártires a los cristianos que perdieron la vida en las guerras contra los infieles, pero el patriarca, los obispos y los senadores principales se opusieron a esa ley, siguiendo el canon de san Basilio, que negaba la comunión durante tres años a aquellos que se ensuciaran con el oficio sangriento de soldado. [83]
Los escrúpulos de los griegos se han comparado con las lágrimas que derramaban los musulmanes primitivos cuando debían retroceder en una batalla; y ese contraste entre una superstición básica y un entusiasmo tan vivo revela a un ojo filosófico la historia de ambas naciones. Los súbditos de los últimos califas [84] habían degradado sin duda el celo y la fe de los compañeros del profeta, pero su credo guerrero todavía consideraba a Dios como autor de la guerra. [85] La chispa latente del fanatismo flotaba en el corazón de su religión, y entre los sarracenos, que habitaban en las fronteras de la cristiandad, solía renovarse en una llama vivaz. Su ejército regular estaba formado por esclavos valientes, educados para cuidar la persona de su señor y acompañar su estandarte. Pero el clarín que proclamaba la Guerra Santa contra los infieles despertaba a los musulmanes de Siria, Cilicia, África y España. Los ricos ambicionaban la muerte o la victoria por la causa de Dios, los pobres se tentaban con la esperanza de algún saqueo, e incluso ancianos, enfermos y mujeres asumían su parte en ese servicio meritorio y enviaban sustitutos con armas y caballos al campo de batalla. Sus armas ofensivas y defensivas eran similares en fuerza y calidad a las de los romanos, a quienes aventajaban en el manejo del caballo y del arco; sus cinturones de plata maciza, sus bridas y espadas exhibían la magnificencia de la nación y, salvo algunos arqueros negros del sur, los árabes desdeñaban la valentía desnuda de sus antepasados. En vez de carros, ellos llevaban una larga fila de camellos, mulas y asnos, una multitud de animales adornados con banderas y cintas que parecían aumentar la magnificencia de sus dueños. Los caballos del enemigo se desordenaban a menudo por la tosca figura y el hedor desagradable de los camellos de Oriente. Invencibles por su aguante a la sed y al calor, su carácter se congelaba con el frío del invierno, y su propensión al sueño exigía las precauciones más rigurosas contra las sorpresas de la noche.
La formación de batalla de los árabes consistía en un largo cuadrilátero de dos líneas profundas y sólidas, la primera de arqueros y la segunda de caballería. En sus combates de mar y tierra, contenían con firmeza la furia de los ataques y rara vez cargaban hasta asegurarse de la debilidad del oponente. Si eran rechazados y sus filas, quebradas, no sabían rehacerse y renovar el combate, su consternación aumentaba con la superstición de que Dios se había declarado del lado de sus enemigos. La declinación y caída de los califas corroboraba esta opinión, y ni musulmanes ni cristianos querían esas oscuras profecías [86] que pronosticaban sus derrotas.
La unidad del Imperio árabe se disolvió, pero cada fragmento era igual a un reino rico y populoso; y en armamentos navales y militares, un emir de Alepo o de Túnez comandaba una importante reserva de habilidad, industrias y tesoros. En sus tratos de paz y de guerra con los sarracenos, los príncipes de Constantinopla sintieron muy a menudo que esos bárbaros no tenían nada de bárbaros en cuanto a su disciplina, y que si carecían de originalidad, estaban dotados de un gran espíritu de curiosidad y de imitación. Los modelos que tomaban eran, sin duda, más perfectos que las copias; sus barcos, máquinas y fortificaciones eran más toscos, y los propios árabes confesaban sin vergüenza que el mismo Dios que les dio una lengua había fabricado mejor las manos de los chinos y la cabeza de los griegos. [87]
Algunas tribus germanas entre el Rin y el Weser habían extendido su influencia por la mayor parte de Galia, Germania e Italia. Los griegos y los árabes llamaban francos [88] indistintamente a los cristianos de la Iglesia latina y a las naciones de Occidente que llegaban hasta las playas del océano Atlántico. El alma de Carlomagno había creado ese inmenso cuerpo, pero las divisiones y la degradación de su raza pronto aniquilaron el poder imperial, que podía haber rivalizado con los césares de Bizancio y vengado el nombre de los cristianos. Sus enemigos ya no temían más, ni sus súbditos confiaban en la aplicación de una renta pública, los trabajos del comercio y las manufacturas, el servicio militar, la ayuda mutua de provincias y ejércitos, y las escuadras navales que iban de la boca del Elba a la del Tíber. A principios del siglo X, la familia de Carlomagno casi había desaparecido, su monarquía se había fragmentado en naciones independientes y hostiles entre sí, los jefes más ambiciosos asumían títulos reales, sus revueltas desencadenaban anarquía y discordia, y los nobles de cada provincia desobedecían a sus soberanos, oprimían a sus vasallos y ejercitaban perpetuas hostilidades contra sus iguales y sus vecinos. Las guerras privadas, que revolucionaban los gobiernos, fomentaban el espíritu guerrero de la nación. En el sistema de la Europa moderna, por lo menos de hecho, cinco o seis potentados tenían el poder de la espada: sus operaciones en las fronteras lejanas eran conducidas por una clase de hombres que dedicaban su vida a estudiar y practicar las artes militares, y el resto de la comunidad disfrutaba de la paz en medio de la guerra y sólo se sentía el aumento o la disminución de los impuestos. En el desorden de los siglos XI y XII, todo campesino era soldado, y toda aldea, una fortaleza; cada bosque o valle era escenario de crimen y rapiña, y los señores de cada castillo estaban obligados a asumir el papel de príncipes y guerreros. Ellos confiaban en su propio valor y su política para la seguridad de sus familias, el cuidado de sus tierras y la venganza por injurias recibidas. Como los grandes conquistadores, solían transgredir los límites de las guerras defensivas. Su cuerpo y su mente se endurecían con la presencia del peligro y la necesidad de resolución; un mismo temple les impedía abandonar al amigo tanto como perdonar al enemigo, y en vez de adormecerse bajo el cuidado celoso del magistrado, desdeñaban con orgullo la autoridad de las leyes. En esos tiempos de anarquía feudal, los instrumentos de labranza y de las artes se convertían en armas de guerra, y se abolieron o corrompieron las pacíficas ocupaciones de la sociedad civil o eclesiástica: el obispo que cambió su mitra por el escudo seguramente lo hizo impulsado por las costumbres de la época más que por obligación. [89]
Los francos eran conscientes y estaban orgullosos de su amor por la libertad y por las armas, como habían advertido los griegos con asombro y temor. «Los francos —dijo el emperador Constantino— son audaces y valientes hasta el límite de la temeridad, y su espíritu intrépido se sostiene por el desprecio al peligro y a la muerte. En el campo, cuerpo a cuerpo, presionan hacia el frente y acometen precipitadamente contra el enemigo sin preocuparse por cuántos son sus rivales ni ellos mismos. Sus jerarquías se forman por fuertes lazos de consanguinidad y amistad, y sus actos militares se inspiran en el deseo de rescatar o vengar a sus compañeros más queridos. A sus ojos, toda retirada es una fuga vergonzosa, y toda fuga, una infamia». [90] Una nación dotada con espíritu tan alto e intrépido habría tenido asegurada la victoria si esas ventajas no hubieran estado contrabalanceadas por muchos y grandes defectos. La decadencia de su poder naval dejó a griegos y sarracenos en posesión del mar para cualquier propósito hostil o de aprovisionamiento. En los tiempos anteriores a la institución de los caballeros andantes, los francos no estaban dotados para la caballería, [91] y en las situaciones de emergencia, sus guerreros eran tan conscientes de su ignorancia, que desmontaban y peleaban a pie. Poco prácticos en el uso de las picas y las armas arrojadizas, los estorbaba la longitud de sus espadas, el peso de sus armaduras, la dimensión de sus escudos y —si puedo repetir la sátira de los griegos— sus inmanejables excesos con la bebida. Su espíritu independiente despreciaba el yugo de la subordinación, y abandonaban el estandarte de su líder si éste pretendía permanecer en el campo más allá de los términos estipulados para su servicio. En todos lados, caían en las trampas de enemigos menos valerosos, pero más astutos que ellos: podían ser sobornados —pues los bárbaros eran venales— o se los sorprendía de noche porque no tomaban las precauciones de cerrar un campamento o de colocar centinelas. Las fatigas de una campaña de verano colmaban sus fuerzas y su paciencia, y caían en la desesperación si les faltaban comida y vino para saciar su voracidad. Este carácter general de los francos tenía marcas nacionales y locales —que yo atribuiría a accidentes antes que al clima— que saltaban a la vista ante naturales y extranjeros. Un embajador de Otón el Grande declaró, en el palacio de Constantinopla, que los sajones peleaban mejor con espadas que con plomadas, y que preferían la muerte al deshonor de volver la espalda al enemigo. [92] Los nobles de Francia se jactaban de que en sus humildes moradas la guerra y la rapiña eran los únicos placeres y ocupaciones de sus vidas. Ellos simulaban burlarse de los palacios, los banquetes y los modales corteses de los italianos, quienes, para los propios griegos, habían degenerado respecto de la libertad y la valentía de los antiguos lombardos. [93]
Según el conocido edicto de Caracalla, desde Bretaña hasta Egipto, sus súbditos eran considerados romanos, y su soberano podía fijar residencia temporaria o permanente en cualquier provincia del país común. Cuando se dividieron Oriente y Occidente, se mantuvo cierta unidad ideal, y en dictados, leyes y estatutos, los sucesores de Arcadio y Honorio se presentaban como colegas inseparables del mismo cargo de soberanos del mundo romano y de la ciudad, restringidos por los mismos límites. Después de la caída de la monarquía occidental, la majestad de la púrpura residió sólo en los príncipes de Constantinopla; y de éstos fue Justiniano el primero que, después de una separación de sesenta años, recuperó el dominio de la antigua Roma e impuso, por derecho de conquista, el augusto título de emperador de los romanos. [94]
Por vanidad o descontento, uno de sus sucesores, Constante II, quiso abandonar el Bósforo de Tracia, y restaurar los honores del Tíber. Un proyecto extravagante —exclama el malicioso bizantino— como si despojara a una joven doncella para engalanar o más bien exponer la deformidad de una matrona arrugada y decrépita. [95] Pero la espada de los lombardos se opuso a ese asentamiento en Italia, y el emperador entró en Roma no como vencedor, sino como fugitivo. Tras una visita de doce días, saqueó y abandonó para siempre la antigua capital del mundo. [96]
La rebelión final y la separación de Italia se llevó a cabo dos siglos después de las conquistas de Justiniano, y desde aquel reinado, se podría fechar el olvido de la lengua latina. El legislador compuso sus institutos, su código y sus pandectas en un idioma que celebra como propio del gobierno romano, consagrado en el palacio y el Senado de Constantinopla, y en los campos y tribunales de Oriente. [97] Pero el pueblo y los soldados de las provincias asiáticas ignoraban aquel dialecto, y la mayor parte de los legisladores y ministros de Estado lo entendían escasamente. Después de algún pequeño conflicto, la naturaleza y la costumbre prevalecieron sobre las instituciones obsoletas del poder humano. En beneficio general de los súbditos, Justiniano promulgó sus textos en ambos idiomas, griego y latín. La mayor parte de su voluminosa jurisprudencia fue traducida, [98] el original fue olvidado y se estudió la versión. El griego, merecedor de la preferencia, logró su establecimiento popular y legal en la monarquía bizantina. El nacimiento y la residencia de los príncipes posteriores los alejó del idioma romano. Tiberio para los árabes [99] y Mauricio para los italianos [100] fueron considerados los primeros césares griegos y fundadores de una nueva dinastía y de otro imperio; la revolución silenciosa se cumplió antes del fallecimiento de Heraclio, y el habla latina se conservó oscuramente en algunas voces de jurisprudencia y en las aclamaciones de palacio.
Después de la restauración del Imperio occidental por Carlomagno y los Otones, los nombres de francos y de latinos adquirieron igual significado y extensión. Aquellos bárbaros altaneros alegaban, con cierta justicia, su predominio para el idioma y la posesión de Roma. Insultaban a los extranjeros de Oriente que habían abandonado el traje y la lengua romanos; esa práctica justificaba el apelativo de griegos. [101] Pero el príncipe y el pueblo rechazaban con indignación el nombre que les daban: el paso del tiempo nada había cambiado, pues ellos alegaban una sucesión lineal e intacta desde Augusto y Constantino, y en los períodos de mayor decadencia el nombre de romanos mantenía unidos los últimos fragmentos del Imperio de Constantinopla. [102]
Cuando todavía el gobierno de Oriente se ejercía en latín, el griego era el idioma de la literatura y la filosofía, y los maestros de este idioma rico y perfecto no podían envidiar la enseñanza y el gusto falso de sus discípulos romanos. Después de la caída del paganismo, la pérdida de Siria y de Egipto y el cierre de las escuelas de Alejandría y Atenas, los estudios de los griegos se refugiaron en algunos monasterios y, sobre todo, en el colegio real de Constantinopla, que se incendió en el reinado de León el Isaurio. [103] Según el estilo pomposo de la época, el presidente de aquella fundación era llamado el Sol de la Ciencia, y sus doce colegas, profesores en varias artes y facultades, eran los doce signos del Zodíaco. Contaban para sus tareas con una biblioteca de treinta y seis mil quinientos volúmenes, y podían mostrar un manuscrito antiquísimo de Homero en un rollo de pergamino de ciento veinte pies de largo [36 m], hecho de intestinos de una serpiente prodigiosa, según cuenta la leyenda. [104] Pero los siglos VII y VIII fueron un período de discordia y de oscuridad: ardió la biblioteca, se cerró el colegio, y los iconoclastas fueron presentados como enemigos de la Antigüedad. Una ignorancia salvaje y un gran desprecio por las letras deshonró a los príncipes de las dinastías heraclia e isauria. [105]
En el siglo IX, comenzó a asomar la restauración de la ciencia. [106] Cuando cedió el fanatismo de los árabes, los califas trataron de conquistar las artes, más que las provincias del Imperio: su curiosidad liberal reavivó la imitación de los griegos y quitó el polvo de las bibliotecas antiguas. Les enseñaron a reconocer y recompensar a los filósofos, cuyos trabajos hasta entonces sólo habían sido compensados con el placer del estudio y la búsqueda de la verdad. El césar Bardas, tío de Miguel III, apadrinó las letras, un hecho que preserva su memoria y justifica su ambición. Alguna parte de los tesoros del sobrino se desvió de los vicios, pues abrió una escuela en el palacio de Magnaura, y la presencia de Bardas fomentó la emulación de catedráticos y estudiantes. Los acaudillaba el filósofo León, arzobispo de Tesalónica, cuyos vastos conocimientos en astronomía y matemáticas despertaban la admiración de los extranjeros de Oriente, y su ciencia oculta era magnificada por la credulidad popular, que suponía que todo conocimiento superior al propio debía ser efecto de la inspiración o la magia.
A instancias del César, su amigo, el célebre Focio, [107] renunció a su independencia de seglar estudioso, ascendió al trono patriarcal y fue alternativamente excomulgado y absuelto por sínodos de Oriente y Occidente. Aun quienes lo odiaban reconocían que no había arte ni ciencia, excepto la poesía, que fuera ajena a este erudito, profundo en los pensamientos, infatigable en la lectura y elocuente en la expresión. Mientras ejercía el oficio de protospatario o capitán de guardia, lo enviaron como embajador al califa de Bagdad. [108] Amenizó las horas tediosas del exilio y, quizás, del confinamiento con la rápida construcción de su biblioteca, monumento vivo de la erudición y la crítica. Reseñó doscientos ochenta escritores, historiadores, filósofos, oradores y teólogos, aunque sin un método regular. Compendió sus doctrinas o narrativas, apreció sus estilos y caracteres, y juzgó aun a los padres de la Iglesia con una discreta libertad que rompía las supersticiones de aquel tiempo.
El emperador Basilio, quien lamentaba los defectos de su propia educación, puso a cargo de Focio la de su hijo y sucesor, León el Filósofo, cuyo reinado —así como el de su hijo Constantino Porfirogénito— constituyó uno de los períodos preeminentes de la literatura bizantina. Gracias a su munificencia, la biblioteca imperial guardó los tesoros de la Antigüedad, y con sus plumas o las de sus compañeros los colocaron en extractos y compendios que pudieran despertar la curiosidad del público, sin forzarlo. Además de los Basílicos o código de leyes, las artes de la agricultura y de la guerra, de alimentar o destruir la especie humana se propagaron con igual esmero. La historia de Grecia y de Roma fue resumida en cincuenta y tres títulos o encabezamientos, de los cuales tan sólo dos («De embajadas» y «De virtudes y vicios») se salvaron del daño de los tiempos. En cualquier momento, el lector puede contemplar la imagen del mundo pasado, encontrar una lección o advertencia en cada página, y aprender a admirar —y quizás a imitar— los ejemplos de períodos más luminosos.
No me explayaré en los trabajos de los griegos bizantinos, quienes, por el estudio continuo de los antiguos, se hicieron merecedores del recuerdo y agradecimiento de los modernos. Los estudiantes del presente todavía disfrutan del manual filosófico de Estobeo, del diccionario histórico y gramático de Suidas, de los Quilíadas de Tretzés —que compendian seiscientas narraciones en doce mil versos— y los comentarios sobre Homero de Eustacio, arzobispo de Tesalónica, quien derrama de su cuerno de la abundancia el nombre y la autoridad de cuatrocientos escritores. De estos originales y de los numerosos escoliastas y críticos, [109] se puede estimar las riquezas literarias del siglo XII, pues Constantinopla se iluminaba con el genio de Homero y Demóstenes, de Aristóteles y Platón. En medio de los placeres y la dejadez de nuestras riquezas presentes, debemos envidiar a una generación que todavía podía estudiar la historia de Teopompo, las oraciones de Hipérides, las comedias de Menandro [110] y las odas de Alceo y de Safo. Aquel frecuente trabajo de ilustración demuestra no sólo la existencia, sino la popularidad de los clásicos griegos. El nivel de conocimientos de ese siglo se comprueba con el ejemplo de dos mujeres instruidas, la emperatriz Eudocia y la princesa Ana Comneno, quienes cultivaron en la púrpura las artes de la retórica y la filosofía. [111] El dialecto vulgar de la ciudad era tosco y bárbaro, pero un estilo más correcto y elaborado distinguía el discurso, o por lo menos las composiciones, de la Iglesia y el palacio, donde se interesaban por copiar la pureza del modelo ateniense.
En el sistema moderno de educación, el penoso, pero necesario, aprendizaje de dos idiomas que ya murieron suele ocupar el tiempo y atenuar el ardor del estudiante joven. Los poetas y oradores de Occidente fueron aprisionados durante mucho tiempo en las lenguas bárbaras de nuestros antepasados, desprovistas de armonía y gracia, y sus espíritus, sin preceptos ni ejemplo, fueron abandonados a las reglas de sus propios juicios y fantasías.
Los griegos de Constantinopla, en cambio, después de purgar las impurezas de la lengua vulgar, adquirieron el uso del lenguaje antiguo —la más feliz composición de arte humano— y el conocimiento familiar de los sublimes maestros que habían satisfecho e instruido a la primera de las naciones. Pero estas ventajas sólo tienden a agravar el reproche y la vergüenza de un pueblo degenerado. Ellos tuvieron en sus manos sin vida aquellas riquezas de sus padres, sin haber heredado el espíritu que había creado y engrandecido ese sagrado patrimonio. Leían, rezaban y compilaban, pero sus almas lánguidas parecían incapaces de pensar y actuar. En diez siglos, no hubo un descubrimiento que exaltara la dignidad o promoviera la felicidad de los hombres. Ni una sola idea se añadió a los sistemas especulativos de la Antigüedad, y una sucesión de discípulos pacientes devino a su turno en los profesores dogmáticos de la siguiente generación servil. Ni una sola obra de historia, filosofía o literatura se salvó del olvido por la belleza intrínseca de su estilo, su inventiva original o, incluso, por una imitación exitosa. En la prosa, los escritores bizantinos menos ofensivos fueron absueltos de la censura por su simplicidad desnuda y sin pretensiones, pero los oradores —más elocuentes según su propia vanidad— [112] fueron privados de los modelos a quienes intentaban emular. En cada página, el gusto y la razón son heridos por la elección de palabras altisonantes y obsoletas, una difícil e intrincada fraseología, imágenes discordantes, una ornamentación pueril y el intento penoso de asombrar al lector y dar significados triviales entre la oscuridad y la exageración. La prosa se dispara con la afectación viciada de la poesía, y la poesía se hunde bajo la chatura e insipidez de la prosa. Las musas trágicas, épicas y líricas enmudecieron sin gloria, pues rara vez los bardos de Constantinopla se remontaban sobre un acertijo, un enigma, un epigrama, un panegírico o una leyenda; olvidaron hasta las reglas de la prosodia y, pese a tener la melodía de Homero todavía en sus oídos, confundían la medida de pies y sílabas en esos esfuerzos impotentes a los que llamaron versos políticos o ciudadanos. [113]
La mente de los griegos quedó apresada en los grilletes de la superstición, que extendió su dominio alrededor de la ciencia profana. Sus entendimientos se perdían en contiendas metafísicas. Por creer en visiones y milagros, habían perdido los principios de la evidencia intelectual, y su gusto estaba enviciado con las homilías de los monjes, mezcla de declamación y Escrituras. Incluso esos despreciables estudios dejaron de ser dignificados a causa del abuso de los talentos superiores, pues los líderes de la Iglesia griega se contentaban humildemente con admirar y copiar los oráculos de la Antigüedad, y las escuelas no produjeron rivales de la fama de Atanasio y Crisóstomo. [114]
En la persecución de la vida activa y especulativa, la imitación de Estados e individuos es el resorte más poderoso para los esfuerzos y mejoras de la humanidad. Las ciudades de la antigua Grecia estaban moldeadas en una feliz combinación de hermandad e independencia, que reina ahora en mayor escala, pero con menor pujanza, entre las naciones modernas de Europa: aquella unión de idioma, religión y costumbres que constituye a los espectadores en jueces de sus mutuos méritos, [115] aquella independencia de gobierno y de intereses que afianza la libertad y estimula a competir por la preeminencia en la carrera de la gloria.
La situación de los romanos era menos favorable, pero en los primeros tiempos de la república, en los que se forjó el carácter nacional, una competencia muy parecida prendió entre los Estados del Lacio y de Italia, que aspiraron a igualar y sobrepasar en artes y ciencias a sus maestros griegos. El Imperio de los césares sin duda restringió la actividad y los progresos de la mente humana. Su magnitud podía permitir cierto ámbito para la competencia interna, pero a medida que se redujo, primero al Oriente y luego a Grecia y Constantinopla, los bizantinos adquirieron un carácter resignado y apático, efecto natural de su situación aislada y solitaria. Por el Norte los acosaban tribus de bárbaros sin nombre, a quienes apenas se podía llamar personas. La lengua y la religión de los árabes, más cultos, resultaban una barrera insuperable para todo intercambio social. Los conquistadores de Europa eran hermanos en la fe cristiana, pero se ignoraban los idiomas de francos y latinos, sus costumbres eran salvajes, y rara vez se relacionaban, en paz o en guerra, con los sucesores de Heraclio. Solos en el mundo, el orgullo autocomplaciente de los griegos no se molestaba en compararse con los extranjeros. Cabría preguntarse si no se debilitaron porque no tuvieron competidores que los acicatearan ni jueces que coronasen su victoria.
Las naciones de Europa y Asia se mezclaron en sus expediciones a la Tierra Santa, y bajo la dinastía de los Comneno la chispa de una débil imitación de conocimiento y de virtud militar pareció encenderse otra vez en el Imperio Bizantino.