LXV
ENSALZAMIENTO DE TIMUR O TAMERLÁN AL SOLIO DE SAMARCANDA - SUS CONQUISTAS EN PERSIA, GEORGIA, TARTARIA, RUSIA, INDIA, SIRIA Y ANATOLIA - SU GUERRA TURCA - DERROTA Y CAUTIVERIO DE BAYACETO - MUERTE DE TAMERLÁN - GUERRA CIVIL ENTRE LOS HIJOS DE BAYACETO - RESTABLECIMIENTO DE LA MONARQUÍA TURCA POR MOHAMED I - SITIO DE CONSTANTINOPLA POR AMURATES II
Avasallar el orbe todo es desde luego el ansioso intento de Tamerlán, para granjearse después la memoria y el aprecio honorífico de las edades venideras. Se van apuntando esmeradamente en las secretarías el diario de todos los pormenores civiles y militares; [1077] revistándolos auténticamente los sujetos más enterados de cada particularidad, creyéndose en el Imperio y en la familia de Tamerlán, que el monarca mismo fue quien compuso los Comentarios [1078] de su vida, y las Instituciones [1079] de su gobierno. [1080] Infructuoso vino a ser tan sumo ahínco para la conservación de su nombradía, y aquella preciosidad en los idiomas mogol o persa yacieron ocultas para el mundo, o por lo menos, para el conocimiento de Europa; las naciones vencidas usaron ruin y desaforada venganza, y la ignorancia ha estado repitiendo las hablillas de la calumnia, [1081] empeñada en desfigurar el nacimiento, índole, persona y nombre de Tamerlán. [1082] Realce se granjearía más bien que menoscabo el ensalzamiento de un campesino hasta el solio del Asia, ni cabe tildarle la cojera, a no ser que padeciese la flaqueza de sonrojarse por una lisiadura natural, o acaso muy honorífica.
Para el concepto de los mogoles vinculados en la alcurnia de Gengis, era por supuesto un rebelde; mas correspondía a la tribu hidalga de Berlas, pues su quinto abuelo Carashar Nervian había sido visir de Zagatai, en su nuevo reino de Transoxiana, y en el entronque de algunas generaciones, se enlaza la rama de Timur, a lo menos por hembras [1083] con la cepa imperial. [1084] Nació cuarenta millas [64,37 km] al sur de Samarcanda en la aldea de Sebzar, por el territorio ameno de Cash, cuyos caudillos hereditarios eran sus padres, como también de un cuerpo de diez mil caballos. [1085] Nace [1086] en una de aquellas temporadas de anarquía en que están al caer las dinastías asiáticas y franquean campo anchuroso a la osadía ambiciosa. Extinguidos los khanes de Zagatai, aspiran los emires a la independencia, y sus enconos caseros tan sólo se embotan con la conquista y tiranía de los khanes de Kashgar, quienes con una hueste de getas o calmucos [1087] invaden el reino transoxiano. A los doce años entra en campaña (1361-1370 d. C.), y a los veinticinco campea como libertador de su patria, y el pueblo todo clava la vista en un héroe que se desvive por su causa. Cifraron los prohombres, letrados y militares su salvamento en sostenerlo a todo trance; mas llega ya el peligro y enmudecen despavoridos, y después de estarlos esperando siete días por los cerros de Samarcanda, tiene que engolfarse por el desierto con tan sólo sesenta jinetes. Se estrechan mil getas al alcance; pero se revuelve y los rechaza con tan ejemplar escarmiento que prorrumpen: «Asombroso varón es Tamerlán; la fortuna y el favor divino le acompañan». Pero en aquella refriega sangrientísima vienen a quedar en diez sus secuaces, de los cuales desertan todavía tres carizmios. Vaga por los yermos con su mujer, siete compañeros y cuatro caballos; pasa luego dos meses empozado en una mazmorra, hedionda, y se liberta con su denuedo y el remordimiento de su opresor. Atraviesa a nado el río anchuroso y rapidísimo de Jihoon u Oxo, trae por meses una vida errante y acosada, por los confines de los estados contiguos; pero descuella más y más su nombradía con tantísima adversidad, se va desengañando en el conocimiento de amigos y parciales entrañables, para luego emplearlos con ventaja propia y ajena. Regresa a su patria y se le agolpan ya partidas de confederados, que anduvieron ansiosamente tras él por el desierto, y no puedo menos de retratar con su sencillez afectuosa uno de sus encuentros venturosos. Se presenta por guía a tres caudillos que capitanean setenta jinetes. «Al clavarme los ojos —dice Timur—, estaban rebosando de gozo; se apean, se acercan, y se me arrodillan, y hasta me besan el estribo; entonces me apeo también y les voy abrazando a todos. Encasqueto luego mi turbante al primer caudillo; ciño al segundo con mi ceñidor cuajado de oro y perlas, y cubro al tercero con mi manto, lloran y lloro; llega la hora de la plegaria y rezamos. Montamos y venimos a mi albergue; convoco mi gente y les doy un banquete». Entonces los prohombres de todas las tribus refuerzan su tropa leal, los acaudilla contra un enemigo superior y después de algunos vaivenes militares, despeja el reino de Transoxiana de sus getas. Esclarecidos son sus afanes, mas faltan otros todavía, y tiene que valerse de artificios y derramar alguna sangre para afianzar la obediencia de sus iguales. El nacimiento y poderío del visir Hasein le precisan a alternar con un compañero vicioso y desproporcionado, cuya hermana era la electa de sus mujeres. Breve y celosa es su alianza; pero la maña de Tamerlán en sus repetidas reyertas hace recaer el baldón de injusticia y alevosía en su competidor, y tras derrota rematada, queda muerto Hasein por amigos sagaces que se arrojan por última vez a desobedecer las ordenes de su señor. A los treinta y cuatro años [1088] y en la asamblea de los curultais, lo revisten con la corona imperial, mas aparenta reverenciar la alcurnia de Gengis, y mientras el emir Timur está reinando en Zagatai y en Oriente (abril de 1370 d. C.) un khan nominal está guerreando de oficial subalterno en los ejércitos de su sirviente. Un reino fertilísimo de cerca de quinientas millas [804,65 km] de largo y de ancho podía saciar la ambición de un súbdito; pero Tamerlán aspira al gobierno del orbe y antes de su fallecimiento la corona de Zagatai es una de las veintisiete que había colocado en sus sienes. Sin explayarme por las victorias de treinta y cinco campañas; sin seguir el rumbo de sus marchas y contramarchas con que fue repetidamente atravesando el continente de Asia, voy a delinear compendiosamente sus conquistas por I. Persia, II. Tartaria, y III. India, [1089] para luego pasar al pormenor más interesante de la guerra.
I. La jurisprudencia de un conquistador tiene siempre a la mano motivos de salvamento, venganza, pundonor, derecho o conveniencia para sus guerras. Al incorporar Tamerlán con su patrimonio de Zagatai las dependencias de Carizme y Candabar, clava ya la vista en los reinos de Irán o Persia. Desde el fallecimiento de Abusaid, postrer heredero del grande Halam, yacía sin soberano legítimo el dilatado ámbito que mediaba entre el Oxo y el Tigris. Ni paz ni justicia asomaron un punto en más de cuarenta años por aquellas comarcas; y así el monarca pudo escuchar el alarido de un pueblo acosado. Pudieran contrarrestarle los tiranillos confederadamente; mas obraron por separado y fracasaron todos, con más o menos prontitud o tenacidad. Besa Ibrahim, príncipe de Shirwan o Albania, la tarima del solio imperial; sus ofrendas de sedas, caballos y joyas, se componían al estilo tártaro, de nueve piezas cada renglón; pero un testigo perspicaz advierte que tan sólo son ocho los esclavos. «Soy yo mismo el noveno» replica Ibrahim, que estaba prevenido contra aquel reparo, quedando su lisonja premiada con la sonrisa de Tamerlán. [1090] Shah Mansur o Almanzor, príncipe de Fars, o la Persia propia, es uno de sus enemigos más temibles, aunque de suyo desvalido. En una refriega trabada bajo los muros de Shiraz, con tres o cuatro mil soldados arrolla el cul, o cuerpo principal de treinta mil caballos, donde pelea en persona el emperador. No le quedan ya más que catorce o quince guardias junto a su pendón; mantiénese inmóvil como un peñasco, y recibe en su yelmo dos tremendos golpes de cimitarra; [1091] se rehacen los mogoles, cae a sus pies la cabeza de Almanzor, y patentiza el sumo aprecio que está haciendo de tanto denuedo, exterminando a todos los varones de su estirpe valerosa. Adelántanse sus tropas desde Shiraz al Golfo Pérsico, y sobresalen la opulencia y la flaqueza de Ormuz [1092] con el tributo anual de seiscientas mil monedas de oro. Ya no es Bagdad la ciudad pacífica y el solar de los califas; pero el sucesor ambicioso de Holagu no puede menos de acudir a su conquista más descollante. Ambos cauces del Tigris y el Éufrates desde sus desembocaduras hasta los manantiales le tributan obediencia; entra en Edesa y castiga luego a los turcomanos del ganado negro, por el salteamiento sacrílego de una caravana de la Meca. Por las serranías de Georgia, los cristianos solariegos siguen contrarrestando la ley y el alfanje de Mahoma; logra con tres expediciones el mérito del gazis o Guerra Santa, y el príncipe de Teflis se constituye su amigo y alumno.
II. Desagravio justísimo pudiera apellidarse la invasión del Turkestán, o Tartaria oriental; y aun fuera desdoro para Tamerlán el desafuero de los getas; atraviesa el Jihoon y avasalla el reino de Kashgar, marchando hasta siete veces por el corazón de sus ámbitos. Sus recelos más remotos están a sesenta jornadas, o cuatrocientas ochenta leguas [2674,56 km] al nordeste de Samarcanda; y sus emires atravesando, el río Irtysh, dejaron estampado en Siberia un tosquísimo rastro de su tránsito por las selvas. La conquista de Kipzag, o Tartaria occidental [1093] tuvo por móvil el escarmiento de ingratos y el amparo de desvalidos. Agasaja en su corte al príncipe fugitivo Toctamish; desaira amargamente a los embajadores de Auruss-Khan, y los van siguiendo las huestes de Zagatai, para luego plantear victoriosamente a Toctamish en el imperio septentrional del Mogol. Pero tras diez años de reinado olvida el nuevo khan la pujanza de su bienhechor, como ruin usurpador de los derechos de la alcurnia de Gengis. Entra en Persia por las puertas de Derbend capitaneando noventa mil caballos; luego con las fuerzas innumerables de Kipzag, Bulgaria, Circasia y Rusia, pasa el Jihoon, abrasa los palacios de Tamerlán, y le precisa en el rigor del invierno a pelear por Samarcanda y por su vida (1390-1396 d. C.). Tras blanda reconvención y victoria esclarecida, acude el emperador a la venganza; por el oriente y el ocaso del Caspio y del Volga, invade por dos veces el Kipzag con fuerzas tan exorbitantes que cogen de frente trece millas [20,92 km]. En una marcha de cinco meses por maravilla asoma rastro humano, y suelen cifrar en la caza su escasísima subsistencia. Se arrostran por fin las huestes; pero la traición del alférez mayor, que en lo recio del trance vuelca el estandarte imperial de Kipzag, afianza la victoria a los zagatais, y Toctamish (hablo en términos de las Instituciones) entrega la tribu de tushi al soplo de la asolación. [1094] Huye al duque cristiano de Lituania, revuelve luego sobre las orillas del Volga, y tras quince refriegas con un competidor casero fenece por fin por los yermos de Siberia. El alcance de un enemigo fugitivo trae a Tamerlán sobre las provincias tributarias de Rusia; coge entre los escombros de su capital a un duque de la familia reinante; y los orientales, engreídos e ignorantes, equivocan quizá Yeletz con la verdadera metrópoli de la nación. Tiembla Moscú al asomo del tártaro, y endeble fuera su resistencia, puesto que cifran sus esperanzas en la imagen milagrosa de su Virgen, a cuyo amparo atribuyen la retirada casual y voluntaria del conquistador. Encaminando la ambición y la cordura al mediodía, el país yace asolado y exhausto, y la soldadesca mogola se enriquece con un despojo de exquisitas pieles, lienzos de Antioquía [1095] y barras de oro y plata. [1096] Recibe en las márgenes del Dan o Tanais una diputación rendida de los cónsules y traficantes de Egipto, [1097] Venecia, Génova, Cataluña y Vizcaya, que están poseyendo el comercio y la ciudad de Tana, o Azov, a la boca del río. Le tributan dones, acatan su magnificencia y se confían en su palabra real; pero la visita pacífica de un emir escudriñador de sus almacenes y su bahía, tiene por resultas la presencia asoladora de tártaros, quienes reducen la ciudad a cenizas, saquean y arrojan a los musulmanes, y cuantos cristianos tardan en acogerse a sus naves padecen muerte o servidumbre. [1098] Quema también, a impulsos de su venganza, las ciudades de Serai y de Astracán, monumentos de una civilización en auge, y su vanagloria pregona que se engolfó por la región del día perpetuo, fenómeno extrañísimo, que autoriza a los doctores mahometanos para eximirse del rezo de la tarde. [1099]
III. Al proponer Tamerlán a los príncipes y emires la invasión de la India [1100] o Indostán (1398-1399 d. C.) oye un susurro desapacible: «¡Ríos, cumbres, yermos; soldados vestidos de hierro y elefantes matadores de gente!». Pero es más tremendo el desagrado del emperador que todos aquellos abortos, y sus alcances sobresalientes se hacen cargo de que empresa al parecer tan pavorosa es obvia y expedita en su ejecución. Sus espías le tienen enterado de la flaqueza y anarquía del Indostán; los subahes de las provincias están tremolando sus estandartes rebeldes, y hasta en el harem del mismo Delhi miran con menosprecio la niñez perpetua del sultán Mahmud. Muévese la hueste mogola en tres divisiones grandiosas, y Tamerlán advierte ufanísimo, que los noventa y dos escuadrones de a mil caballos cuadran por dicha con los otros tantos nombres o adjetivos del profeta Mahoma. Entre el Jihoon y el Indo atraviesan una cordillera que los geógrafos árabes apellidan el Ceñidor Pedregoso de la Tierra. Subyuga y extermina a los salteadores montañeses; mas fenecen muchísimos hombres y caballos en la nieve; descuelgan al emperador en un andamio portátil, cuyas cuerdas tienen ciento cincuenta codos [63 m] de largo, y hay que repetir hasta cinco veces artimaña tan expuesta antes de llegar al suelo. Atraviesa el Indo por el tránsito sabido de Attok, y va siguiendo más y más las huellas de Alejandro, cruza el Penjab, o cinco ríos [1101] que desaguan en el cauce principal. Desde Attok a Delhi la carretera mide como seiscientas millas [965,58 km], pero ambos conquistadores se igualan en torcer sobre el sudeste, por cuanto Tamerlán acude a incorporarse con su nieto, que redondeó ya de su orden la conquista del Multan. A la orilla oriental del Hifasis, asomado al desierto el héroe macedonio se para y llora; el mogol se engolfa en el desierto, allana la fortaleza de Batmir, y se presenta con sus armas ante las puertas de Delhi, ciudad grandísima que floreció por tres siglos bajo el señorío de los reyes mahometanos. Dilatárase el sitio en gran manera, especialmente sobre el castillo, mas logra al fin, aparentando flaqueza, atraer al sultán Mahmud a la llanura con diez mil coraceros, cuarenta mil guardias de infantería y ciento veinte elefantes cuyos colmillos, cuentan, iban armados con dagas agudísimas y envenenadas. Contra tamaños monstruos, o sea contra la aprensión de sus tropas, acude a precauciones desusadas de fuego y de un foso, de chuzos clavados y un valladar de escudos pero llegado el trance se sonríen los mogoles de sus propias zozobras, y derrotadas aquellas alimañas descomunales, la especie inferior (los hombres de la India) desaparece por toda la campiña. Entra en seguida Tamerlán triunfalmente en la capital del Indostán; y se enamora, con afán de remedarla luego, de la grandiosidad de la mezquita, pero la orden, el permiso del saqueo general y sangriento mancilla la función de su victoria. Se empeña en purificar la soldadesca con la sangre de los idólatras o gentiles, quienes sobrepujan todavía en la proporción de diez a uno el número de los mahometanos. Con anhelo tan bravío se adelanta cien millas [160,93 km] al nordeste de Delhi, atraviesa el Ganges, traba repetidas refriegas por agua y tierra, se interna hasta el peñasco afamado de Cupela, una estatua de vaca, que está como desembocando el anchuroso río, cuyo manantial dista muchísimo por las serranías del Tíbet. [1102] Regresa luego faldeando las cumbres del norte, ni cabe en su rapidísima campaña de un año sincerar le previsión de sus emires, de que sus hijos en clima tan cálido vendrían a bastardear al par de los indios.
En las mismas orillas del Ganges se entera Tamerlán, por mensajeros diligentes, de los disturbios sobrevenidos al confín de Georgia y Anatolia, de la rebeldía de los cristianos y de los intentos ambiciosos del sultán Bayaceto. No se menoscaba un ápice su pujanza de cuerpo y alma, a los sesenta y tres años, con tantísimos afanes, y en disfrutando algunos meses de ensanche y desahogo en el palacio de Samarcanda, pregona nueva expedición de siete años a los países occidentales del Asia. [1103] Deja a su soldadesca libre de permanecer en sus hogares o seguir a su príncipe; pero manda a la tropa de todas las provincias y reinos de Persia que vayan acudiendo a Ispahán y esperen la llegada del estandarte imperial. Encamínase al punto contra los cristianos de Georgia, que cifran su fortaleza en peñascos, castillos y la estación del invierno; pero el afán y tesón de Tamerlán arrollan todos los obstáculos; los rebeldes se allanan al pago del tributo o el rezo del Alcorán, y si blasonan entrambas religiones de sus mártires corresponde este dictado con mayor justicia a los cristianos a quienes dan a escoger entre la abjuración o la muerte. Al bajar de las cumbres, da el emperador audiencia a los primeros embajadores de Bayaceto, y entabla ya la correspondencia contrapuesta de quejas y amenazas que sigue fermentando por dos años hasta su explosión terminante. No suelen escasear motivos de contienda entre vecinos celosos y altaneros. Por las cercanías de Esteran y el Éufrates las conquistas mogolas y otomanas están en contacto, sin que ni tiempo ni tratados llegaran a deslindar sus dudosos confines. Cabe de sobras entre aquellos monarcas ambiciosos en reconvenirse mutuamente de atropellar su territorio, amagar a sus vasallos y amparar a sus rebeldes, bajo cuyo último nombre ambos al par entienden los príncipes fugitivos, cuyos reinos han usurpado, y cuya vida y libertad están implacablemente acosando. Más azarosa es todavía su semejanza en índole que la contraposición en intereses, y Tamerlán en su rumbo victorioso se impacienta de competidores, y Bayaceto desconoce ínfulas de superioridad. La primera carta [1104] del emperador mogol fomenta la desavenencia en vez de zanjarla, provocando con menosprecio a la familia de Bayaceto y a la nación entera. [1105] «¿Ignoras por ventura que el Asia casi toda yace ante nuestras armas y leyes? ¿Que nuestras fuerzas invictas se explayan de mar a mar? ¿Que los potentados de la tierra se asoman en línea a nuestros umbrales? ¿Y que tenemos aherrojada a la misma fortuna para que cele y atalaye la prosperidad de nuestro imperio? ¿En qué puedes fundar tu delirante desacato? Has trabado tal cual refriega por los bosques de Anatolia; ¡trofeíllos baladíes! Alcanzaste alguna victoria contra los cristianos de Europa; el apóstol de Dios bendijo tu alfanje, y tu obediencia al mandato del Alcorán en guerrear contra infieles viene a ser el único miramiento que nos retrae de asolar tu país, frontera y antemural del mundo mahometano. Ve de ser cuerdo a tiempo, de recapacitar y arrepentirte, y sortea así el rayo de nuestra venganza que está todavía pendiente sobre tu cabeza. Hormiga eres ¿a qué pues andas provocando a elefantes? ¡Ay de ti que te van a estrellar bajo sus plantas!». Dispara Bayaceto en su contestación el raudal de la ira en que hierve su pecho malherido con tan sumo menosprecio. Tras devolverle sus torpes baldones de rebelde y salteador de los desiertos, va el otomano encareciendo pomposamente sus victorias en Irán, Turán y las Indias, y luego se empeña en probar que Tamerlán jamás venció sino por sus alevosías y los achaques de sus enemigos. «Innumerables son tus huestes; séanlo desde luego, pero ¿qué suponen los flechazos de tus tártaros asombradizos contra las cimitarras y mazas de mis jenízaros invictos? Apadrino a los príncipes que me buscaron, y se pasean por mis reales. Mías son las ciudades de Arzingan y Erzerum, y en no aprontándome puntualmente el tributo, voy a pedir mis atrasos bajo los muros de Tauris y de Sultania». El desfogue de su saña desenfrenada lo hace prorrumpir en otro desacato de jaez más íntimo. «Si llego a huir de tus armas —dice—, así mis mujeres se divorcien hasta tres veces de mi lecho; pero si no tienes aliento para arrostrarme en el campo, así tengas que recibir tus mujeres, después de gozarlas algún extraño hasta tres veces». [1106] El profanar de palabra u obra los azares del serrallo, es agravio irremisible entre las naciones turcas [1107] y la contienda política de aquellos monarcas se enconó hasta lo sumo con la ojeriza privada y personal que se profesaban. En su primera expedición se ciñe Tamerlán al sitio y exterminio de Siwas o Sebaste, ciudad fortísima al confín de Anatolia, desagraviándose de los improperios del otomano contra la guarnición de cuatro mil armenios, enterrados vivos por el cabal desempeño de su obligación. Aparenta como musulmán acatar el afán religiosísimo de Bayaceto que esta bloqueando Constantinopla, y tras lección tan benéfica, el conquistador mogol enfrena sus ímpetus, y se ladea para invadir Siria y Egipto (1400 d. C.) y en el ámbito de aquellos acontecimientos, los orientales, y aun Tamerlán, apellidaban al príncipe otomano el Kaisar de rum, el César de los romanos dictado que con breve anticipación podía tributarse a un monarca poseedor de las provincias y amenazador de la ciudad de los sucesores de Constantino. [1108]
Sigue reinando en Siria y Egipto la república militar de los mamelucos; pero los circasianos derriban la dinastía turca [1109] y su predilecto Barkok, de esclavo y prisionero se ve ensalzado al solio; pues en medio de rebeldías y discordias, arrostra las amenazas, se corresponde con los enemigos y detiene los embajadores de todo un emperador mogol, quien está ansiando su fallecimiento para vengar las demasías del padre en el reinado exánime de su hijo Faradge. Júntanse los emires sirios [1110] en Alepo para rechazar la invasión, muy confiados en la nombradía y disciplina de los mamelucos, en el temple de sus alfanjes y lanzas de acero finísimo de Damasco, en la fortaleza de sus ciudades amuralladas y en la popularidad de sesenta mil aldeas, y en vez de sostener sitios abren de par en par sus puertas y se escuadronan en la llanura. Mas carecen sus fuerzas de pundonor y enlace, y hay emires poderosos que se dejan cohechar y desamparan a sus leales compañeros. Escuda Tamerlán su frente con una línea de elefantes indios, cuyas torrecillas están cuajadas de flecheros y de fuegos griegos; las evoluciones rapidísimas de la caballería completan el desaliento y el trastorno; la muchedumbre siria ceja y se arremolina toda; miles y miles se agolpan, se estrechan y fenecen a la entrada de la calle mayor, adonde se abocan los mogoles revueltos con los fugitivos, y tras corta resistencia aquella inexpugnable ciudadela de Alepo se rinde por traición o cobardía. Entresaca Tamerlán de los cautivos suplicantes a los letrados, a quienes convida el agasajo azaroso de una conferencia personal. [1111] El príncipe mogol es un musulmán celosísimo, pero las escuelas persas le tenían impuesto en reverenciar la memoria de Alí y de Hosein, y se halla preocupadísimo contra los sirios, como enemigos del hijo y la hija del Apóstol de Dios. Propone a los doctores, por vía de tranquilla, una cuestión peliaguda e insoluble para los casuistas de Bujara, Samarcanda y Herat. «¿Quiénes son los verdaderos mártires: los difuntos por mi parte o por la del enemigo?». Pero lo acalla o satisface la maestría de un cadí de Alepo, quien replica con las palabras de Mahoma, que el motivo y no la insignia constituye los atributos de mártir, y cuantos musulmanes de ambos partidos pelean únicamente por la gloria de Dios se hacen acreedores a tan sagrado timbre. La verdadera sucesión de los califas es controversia de jaez todavía más vidrioso, y el desahogo de un doctor pundonoroso para tamaña situación hace prorrumpir al emperador: «Eres tan fementido como los de Damasco; fue Mowiyah un usurpador, Yezid un tirano, y tan sólo Alí es el sucesor legítimo del Profeta». Mediaron explicaciones atinadas y amainó su ira, torciendo luego con familiaridad el rumbo de la conversación, para decir al cadí: «¿Qué edad tienes?». «Cincuenta años». «Ésa sería la edad de mi primogénito, siendo yo aquí un mortal cuitado, cojo y caduco; y sin embargo ha tenido a bien el Altísimo sojuzgar por mi brazo los reinos de Irán, de Turán y las Indias. No soy sangriento, y pongo a Dios por testigo de que nunca en mis guerras fui agresor, de que siempre mis enemigos han sido los causadores de sus propios fracasos». En medio de conversación tan apacible, corre la sangre a ríos por las calles de Alepo, resonando más y más el alarido de madres, niñas, y doncellas atropelladas. El despojo riquísimo puesto a merced de la soldadesca pudo halagar su codicia. Pero se extremó su crueldad en cumplimiento de la orden terminante para aprontarle el número proporcionado de cabezas que han de formar las columnas y pirámides en que esmeradamente las va colocando; y luego los mogoles pasan la noche en algazara triunfal, mientras los musulmanes restantes de la matanza yacen aherrojados sollozando. No iré siguiendo la marcha del asolador desde Alepo hasta Damasco, donde le embiste y casi le arrolla reciamente la hueste de Egipto. Ceja desesperado en aquel conflicto; se pasa uno de sus sobrinos al enemigo, y se está ya vitoreando su descalabro por toda Siria, cuando se rebelan los mamelucos contra el sultán, quien tiene que huir arrebatada y bochornosamente a su palacio del Cairo. En aquel desamparo, defiende el vecindario de Damasco sus muros. Se aviene Tamerlán a levantar el sitio, cohonestándole la retirada con un presente o rescate, siendo cada renglón de nueve piezas. Mas apenas entra en la ciudad, socolor de tregua, quebranta alevosamente el convenio, impone una contribución de diez millones de oro (23 de enero de 1401 d. C.), y enardece a sus soldados para que castiguen a aquellos sirios, ejecutores o aprobantes de la muerte del nieto de Mahoma. Tan sólo se reservan la familia que había enterrado honoríficamente la cabeza de Hosein, y una colonia de artistas enviada a trabajar en Samarcanda, y el degüello es general para los demás; y así tras el ámbito de siete siglos, yace Damasco en cenizas, porque un tártaro, a impulsos de su religiosidad, quiere vengar la sangre de un árabe. Los afanes y quebrantos de la campiña le precisan a desentenderse de Palestina y Egipto; pero al regresar hacia el Éufrates, entrega Alepo a las llamas, y trata de sincerar su afán religioso con el indulto y galardón de dos mil secuaces de Alí, ansiosos de visitar el túmulo de su hijo. He venido a explayarme en los lances personales que retratan al vivo la índole del campeón mogol, pero mencionaré de paso [1112] que levantó sobre los escombros de Bagdad una columna de noventa mil cabezas, visitó de nuevo la Georgia, plantó sus reales a las orillas del Araxes, y pregonó su intento de marchar contra el emperador otomano. Hecho cargo de la suma entidad de aquella guerra, va con todo ahínco agolpando fuerzas de donde quiera, y hasta ochocientos mil hombres vienen a resultar en el padrón de su hueste; [1113] pero los mandos altisonantes de cinco a diez mil caballos, son en suma la jerarquía y sueldo de los caudillos, y no el número efectivo de sus soldados. [1114] Riquezas inmensas habían los mogoles adquirido en el saqueo de Siria, pero la entrega de su paga y atrasos de siete años los afianza aferradamente en el estandarte imperial.
Embargadas las armas mogolas allá por dos años, recolecta Bayaceto competente desahogo para ir agolpando sus fuerzas al memorable contrarresto. Ascienden a cuatrocientos mil hombres entre infantería y caballería, [1115] cuyo mérito y lealtad varían infinito. Descuellan los jenízaros, que con repetidos aumentos llegan a la planta crecida de cuarenta mil hombres; una caballería nacional como los sipahis modernos; veinte mil coraceros europeos, encajonados en sus armadoras negras e impenetrables; las tropas de Anatolia, cuyos príncipes se habían guarecido en los reales de Tamerlán, y una colonia de tártaros, sacada de Kipzag y planteada por Bayaceto en las llanuras de Andrinópolis. Campea el sultán sin zozobra y sale al encuentro a su enemigo, escogiendo como para palco, que de su venganza, el solar contiguo a los escombros de la desventurada Suvas, y desplegando a miles sus banderas. Acude Tamerlán desde el Araxes por los países de Armenia y Anatolia; cauteloso es siempre su denuedo y entonada y sabia su diligencia; adelántanse a diestro y siniestro las guerrillas, y despejando bosques, malezas, serranías y tránsitos de ríos, le habilitan el camino y encabezan su estandarte. Aferrado en su intento de pelear en el corazón del reino otomano, le sortea su campamento, se inclina acertadamente a su izquierda; ocupa Cesárea, atraviesa el desierto salado y el río Halis, y se asoma sobre Angora; mientras el sultán inmoble y sin hacerse cargo de su sitio, está parangonando la velocidad del tártaro con el rastro de un caracol. [1116] Regresa, en alas de su ira, al auxilio de Angora; y como uno y otro caudillo están al par ansiando la refriega, el ejido de aquella ciudad es el teatro de una batalla memorable, que inmortalizó la gloria de Tamerlán y el baldón de Bayaceto. El emperador mogol debió la victoria a sí mismo, a su desempeño en el trance, y a la disciplina de treinta años, pues había estado sin cesar perfeccionando la táctica sin quebrantar las costumbres de su nación, [1117] cuya preponderancia se cifraba en las arrojadizas, y en las evoluciones rapidísimas de su crecida caballería. Idéntico era el sistema de arranques y giros desde el ínfimo trocillo hasta el ejército entero. Disparábase al avance una línea de guerrillas, sostenida por los escuadrones de la vanguardia grande. Oteaba el general todos los puntos, y así movía desde luego frente, retaguardia, derecha o izquierda, en varias divisiones y en rumbo directo u oblicuo, estrechando siempre al enemigo con dieciocho o veinte ataques, y alguno había de acarrear la victoria. Si se malograban todos, entonces el trance correspondía al emperador en persona, [1118] capitaneando el cuerpo principal con su estandarte. Pero en la batalla de Angora acude a sostener este mismo cuerpo con los escuadrones selectos de la reserva, mandados por sus hijos y nietos. Ostenta además una línea de elefantes, trofeos más bien que instrumentos de victoria: usan unos y otros el fuego griego, pero si tomaran ya de Europa la pólvora y la artillería recién inventada, el rayo artificial en manos de su poseedor afianzara el éxito de la lid. [1119] Desempeña Bayaceto en aquel día los atributos de caudillo y de soldado; pero descuella más el competidor y lo arrolla, y luego con varios tropiezos le desayudan sus mejores tropas en lo recio del trance. Sus rigores y su codicia habían ocasionado un alboroto entre los turcos, y hasta su hijo Solimán se desvía anticipadamente de la lucha. Las tropas de Anatolia, leales en su rebeldía acuden a sus príncipes legítimos. Cartas y emisarios de Tamerlán tienen ya conmovidos a los aliados tártaros, [1120] afeándoles su torpe servidumbre bajo los esclavos de sus padres, y brindándoles con el señorío de la nueva patria o con la libertad de la antigua. Embisten por el ala derecha de Bayaceto los coraceros con pechos denodados y armas incontrastables; pero se quiebra su mole de hierro con una huida artificiosa y su alcance disparado, y los cazadores mogoles acorralan a los jenízaros desamparados sin caballería y sin arrojadizas. Calor, sed y preponderancia en el número los acosan de remate, y un caballo velocísimo está arrebatando a Bayaceto, doliente de la gota en pies y manos. Lo estrecha y alcanza el titulado khan de Zagatai, quien tras aquella presa y el descalabro del poderío otomano, avasalla la Anatolia, enarbola su estandarte en Kiotahia, derramando a diestro y siniestro ejecutores de robo y exterminio. Mirza Mehemet Sultán, el primogénito y predilecto de sus nietos, corre a Bursa con treinta mil caballos, y es tan extremado su ímpetu juvenil, que llega con sólo cuatro mil a las puertas de la capital, ejecutando en cinco días una marcha de doscientas treinta millas [370,13 km]. Pero es todavía más veloz el miedo en su escape, y Solimán, hijo de Bayaceto, ha transitado ya a Europa con su tesoro. Inmenso es no obstante el despojo del palacio y de la capital: el vecindario se salva, pero el caserío, en su mayor parte de madera, queda en cenizas. Desde Bursa, el nieto de Tamerlán se adelanta a Niza, ciudad también floreciente, y las aguas de Propóntide son el único antemural contra los escuadrones mogoles. Los demás mirzas y emires son igualmente venturosos en sus correrías, y Esmirna, defendida con el ahínco denodado de los caballeros de Rodas, se hace únicamente acreedora a la presencia del emperador. Se resiste porfiadamente la plaza; más al fin la toman por asalto, degüellan hasta el ínfimo viviente, y disparan con sus artimañas las cabezas de los héroes cristianos hasta dos carracas, o grandes naves europeas ancladas en la bahía. Regocíjanse los musulmanes asiáticos por su rescate de manos de un enemigo azaroso y casero, entablando entre Tamerlán que allana en catorce días una misma fortaleza y Bayaceto que emplea siete años de sitio o de bloqueo para el mismo intento. [1121]
Aquella jaula de hierro donde Tamerlán iba llevando como de feria en feria a Bayaceto, la misma tan citada y repetida por vía de moralidad, se conceptúa ya de patraña entre los modernos, quienes se sonríen de vulgaridad tan despreciable. [1122] Acuden confiadamente a la historia persa de Cherefeddin Alí, que ha favorecido a nuestra curiosidad en su versión francesa, de la cual voy a entresacar compendiosamente un pormenor más vistoso de aquel memorable acaecimiento. Sabedor Tamerlán de que Bayaceto cautivo se halla al umbral de su tienda, se adelanta graciablemente a recibirlo, le sienta a su lado, y alterna con tal cual reconvención fundada una conmiseración halagüeña por su jerarquía y su desventura. «¡Ay mil veces! —prorrumpe el emperador— el decreto fatal vino a cumplirse por vuestro yerro; ésa es la misma tela que habéis tejido y ésas son las espinas de la maleza que habéis sembrado. Quise mil veces conservar y aun asistir al campeón del mahometismo, menospreciasteis nuestros amagos, os desentendisteis de nuestra intimidad, y nos precisasteis a hollar vuestro reino con nuestras huestes invencibles. Éste es el resultado. Si vencierais me consta el paradero que me cupiera, al par que a mis tropas: mas no trato de represalias; vida y pundonor tenéis en salvo, y voy a manifestar mi gratitud con Dios por mi clemencia con los hombres». Prorrumpe el cautivo regio en muestras de arrepentimiento, admite el desdoro de un ropaje honorífico y abraza lloroso a su hijo Muza, a quien por su instancia buscan y hallan entre los demás cautivos. Hospedan esplendorosamente a los príncipes otomanos, y la guardia observa sumo acatamiento y mayor vigilancia. Al llegar el harem de Bursa devuelve Tamerlán al marido y padre la reina Despina con su hija, pero a impulsos de su religión requiere que la princesa serbia, quien había conservado la franquicia de su cristianismo, profese sin demora la creencia del Profeta. En la función triunfal donde tenía Bayaceto el emperador mogol pone en sus sienes una corona y un cetro en sus manos, protestándole solemnemente que lo va a restablecer con aumentos de gloria al solio de sus antepasados. Pero el sultán fallece y queda imposibilitada su promesa, pues a pesar del esmero de facultativos consumados expira de apoplejía en Akshehr, la Antioquía de Pisidia, como a los nueve meses de su derrota. Baña el vencedor con alguna lágrima su sepulcro, llevan su cadáver con boato regio a su propio mausoleo de Bursa, y su hijo Muza logra la investidura del reino de Anatolia, con una patente en tinta encarnada y un regalo riquísimo de oro, joyas, caballos y armas.
Tal es el retrato de un vencedor caballeroso, cual resulta de sus propias memorias dedicado a su hijo y a su nieto a los diecinueve años del fallecimiento del héroe [1123] y cuando viviendo aún tantos miles de testigos la falsedad redundaba en una sátira mortal de su verdadera conducta. Terminante aparece tamaño testimonio, prohijado ya en las historias persas, [1124] pero rastrera de suyo y osadísima es la lisonja, y más en el Oriente, y el trato bronco y afrentoso padecido por Bayaceto estriba en un eslabonamiento de testigos, que vamos en parte a coordinar cronológica y nacionalmente.
I. Se tendrá presente la guarnición francesa que tras el mariscal Bocicauti vino a quedar para la defensa de Constantinopla. Cabríales la primera y cabal noticia del vuelco de su grandísimo contrario, y aun se hace probable que algún individuo acompañase la embajada griega para Tamerlán. Según su informe las tropelías en la prisión y muerte de Bayaceto constan por el sirviente e historiador del mariscal con siete años de intermedio. [1125]
II. Suena entre los resucitadores de la literatura en el siglo XV, el italiano Poggio, [1126] quien compuso su diálogo elegante sobre los vaivenes de la suerte, [1127] de cincuenta años, veintiocho después de la victoria de Tamerlán contra los turcos, [1128] a quien elogia al par de los bárbaros más esclarecidos de la Antigüedad, de cuyas hazañas y disciplina le enteraron varios testigos presenciales, y no trascuerda un ejemplar tan adecuado a su intento como era el del monarca otomano, a quien encerró el escita como fuera en una jaula de hierro, y lo fue enseñando teatralmente por los pueblos del Asia. Me cabe añadir la autoridad de dos crónicas italianas, quizás de fecha anterior, que comprueban por lo menos que la idéntica relación, cierta o falsa, corrió por Europa con los primeros anuncios de aquella revolución. [1129]
III. Mientras florecía Poggio en Roma compuso Ahmed Ebn Arabshah en Damasco su historia florida y satírica de Tamerlán para la cual anduvo acopiando materiales en su viaje por Turquía y Tartaria. [1130] No cabiendo el aunarse el escritor latino con el arábigo, concuerdan en el hecho de la jaula, y esta hermandad comprueba terminantemente la veracidad de entrambos. Refiere el árabe Ahmed otro desacato más íntimo y entrañable cometido con Bayaceto, quien prorrumpió inadvertidamente en palabras acerca de mujeres y divorcios lastimando así el pecho del tártaro celoso; pues en la función triunfal escanciaron hembras, y el sultán estuvo viendo sus propias concubinas y mujeres allá revueltas con las esclavas, todas sin velo y con los rostros patentes a los ojos de la embriaguez; y aun se dice que para sortear tamaño baldón, los sucesores, menos en un solo ejemplar han prescindido de todo desposorio legítimo, y la práctica y creencia otomana por lo menos en el siglo XVI viene atestiguada por el escudriñador Busbequio, embajador de la corte de Viena para el gran Solimán. [1131]
IV. Son los idiomas tan diversos que el testimonio de un griego queda tan independiente como el de un árabe o un latino. Prescindo de Chalcondyle y Ducas, que son posteriores y hablan menos positivamente; pero merece atención Jorge Franza [1132] protovestiario de los últimos emperadores y nacido un año antes de la batalla de Angora. Fue de embajador para Amurates II, y pudo el historiador conversar veintidós años después del acontecimiento, con algunos jenízaros veteranos y prisioneros con el sultán, que lo habían visto en la jaula.
V. El testimonio colmado a todas luces descuella en los anales turcos reconocidos o copiados por Leunclavio, Pocok y Cantemiro [1133] pues unánimes todos están deplorando el cautiverio en la jaula de hierro; y harta confianza merecen historiadores nacionales que no pueden tiznar al tártaro sin poner de manifiesto la afrenta de su rey y de su patria.
De promesas tan encontradas se desprende una conclusión atinada y admisible. Doy por sentado que Cherefeddin Alí ha referido fielmente el boato del primer encuentro, donde el vencedor con ánimo sosegado, tras tanto logro, aparentó ínfulas de generosidad; mas luego se fue más y más destemplando con la arrogancia intempestiva de Bayaceto. Vehementes y fundadas eran las quejas de sus enemigos los príncipes de Anatolia y luego no encubrió Tamerlán el intento de ostentar triunfalmente su cautivo regio en Samarcanda. La tentativa de fuga minando por debajo de la tienda incitó al emperador mogol para encrudecerle su estrechez y en sus marchas incesantes supo inventar un carruaje con jaula de hierro, no por vía de escarnio antojadizo, sino de extremada cautela. Había leído Tamerlán allá en fábulas antiguas semejante barbarie con uno de sus antecesores, rey de Persia, y Bayaceto quedó sentenciado a representar la persona y purgar los desafueros de un César romano. [1134] Pero postrose de cuerpo y alma con aquel martirio, y su muerte anticipada puede con harto fundamento achacarse a las violencias de Tamerlán. Mas no guerreaba con los difuntos, y prorrumpió en lágrimas sobre su sepulcro, que era cuanto le cabía con un cautivo ajeno ya de su poderío, y aunque se dejó a Muza reinar sobre Anatolia, devolvió el conquistador su mayor porción a sus legítimos soberanos, desposeídos únicamente de Bursa (1403 d. C.).
Desde el Irtysh y el Volga hasta el golfo Pérsico, y desde el Ganges hasta Damasco y el archipiélago, yace Asia bajo las plantas de Tarmelán; inmensa es su ambición y aquel afán está aspirando a conquistar y convertir los reinos cristianos de Occidente que están ya temblando a su nombre. Ya está asomado sobre el postrer confín de la tierra, pero un piélago intransitable, aunque estrechísimo, se encrespa entre los continentes de Europa y Asia; [1135] y el árbitro de larguísimos tomanes, de centenares de miles de caballos, no es dueño de una sola galera. Los dos tránsitos del Bósforo y el Helesponto, de Constantinopla y Gallípoli, paran en poder, el uno de los cristianos, y el otro de los turcos. En tan sumo trance se desentienden allá de su diferencia de religión para acudir y echar el resto con armonía y entereza en la causa común. Naves y fortificaciones resguardan ambos estrechos, y cada cual por su parte sostiene los transportes que Tamerlán está haciendo alternativamente socolor de hostilizar a su respectivo enemigo. Engalanan al propio tiempo sus ínfulas con dones, agasajos y rendimientos, así lo van atinadamente comprometiendo para verificar su retirada con timbres de grandiosa victoria. Implora Solimán, hijo de Bayaceto, su clemencia para el padre y para sí mismo; acepta, con patente encariñada, la investidura del reino de Romanía, que está poseyendo por los filos de su espada, y le repite su anhelo entrañable de tenderse a las plantas del árbitro del orbe. El emperador griego [1136] (Juan o Manuel) se allana a pagarle el mismo tributo que tenía pactado con el sultán turco, rectificando el tratado con un juramento de homenaje, del cual descargaría su conciencia, en trasponiendo las armas mogolas la Anatolia. Pero las zozobras de las naciones fantasearon para el ambicioso Tamerlán intentos nuevos de ámbitos inmensos y acorralados, el plan de sojuzgar Egipto y el África toda, y marchando desde el Nilo hasta el océano Atlántico, entrar en Europa por el estrecho de Gibraltar, y después de imponer su yugo a los reinos de la cristiandad, regresar a su casa por los páramos de Rusia y de Tartaria. Aquella contingencia remotísima, y acaso ideal, queda desvanecida con el rendimiento del sultán de Egipto: el obsequio de la plegaria y del cuño están pregonando en el Cairo la supremacía de Tamerlán, y el regalo extrañísimo de una jirafa o camelopardo, con nueve avestruces, están manifestando en Samarcanda los tributos del mundo africano. Nos asombra el arranque tenaz que sitiando por acá a Esmirna, está allá ideando, y aun casi llega luego a redondear su invasión del Imperio chino. [1137] Se estimulan al intento el pundonor nacional y su afán devoto, pues tan sólo le cabe purgar tantísimos torrentes de sangre mahometana como ha ido derramando, sino con exterminio igual de los infieles; y al hallarse ya como asomado a las puertas del paraíso, trata de franquearse su entrada triunfadora, arrasando los ídolos chinescos, fundando mezquitas por donde quiera y planteando la profesión de fe en un solo Dios y su profeta Mahoma. Desacato era para el nombre mogol el lanzamiento reciente de la alcurnia de Gengis, y las revueltas del Imperio le están brindando con oportunísima coyuntura para su desagravio. Fallece el esclarecido Hongou, fundador de la dinastía de Ming, cuatro años antes de la batalla de Angora, y tras un millón de chinos fenecidos en la guerra civil, queman en su palacio al nieto, mancebo endeble y desventurado. [1138] Tamerlán, al evacuar Anatolia, envía por delante allende el Jihoon, crecida hueste, o más bien colonia, de sus antiguos y nuevos súbditos, para allanarle al rumbo, sojuzgar los calmucos y mogoles paganos y plantear ciudades y almacenes por el desierto; y es tan eficaz su lugarteniente, que le envía luego un mapa cabal y descripción despejada de aquellas regiones desconocidas desde el manantial del Irtysh hasta la muralla de la China. Mientras se prepara grandiosamente para su empresa, redondea el emperador de todo punto la conquista de Georgia, descansa en invierno por las orillas del Araxes, aplaca las turbulencias de Persia, y va regresando a pausas hacia su capital, después de una campaña de cuatro años y nueve meses.
Descansa por breve plazo en su solio de Samarcanda [1139] (1404 d. C.) ostentando su magnificencia y poderío; escucha las quejas del pueblo; reparte justicieramente premios y caricias; emplea sus riquezas en la construcción de templos y palacios, y va dando audiencia a los embajadores de Egipto, Arabia, Indias, Tartaria, Rusia y España, con la particularidad el último de presentarle unas alfombras que dejan muy en zaga el primor de los artistas orientales. Los desposorios de los nietos del emperador se conceptuaron al par actos de religión y de cariño eternal, renovando así el boato de los califas en sus bodas. Se solemnizan en los jardines de Canighul, engalanados con innumerables tiendas y pabellones ostentando el lujo de ciudad grandiosa y los trofeos de un campamento victorioso. Se derriban selvas enteras para leña: cuajan la llanura pirámides altas de viandas, y vasijas de infinitos licores brindando caballerosamente a millares de huéspedes alineadas asoman las jerarquías del Estado y las naciones de la tierra en el regio banquete, ni quedan los embajadores de Europa (dice el persa altanero) excluidos de la función, puesto que hasta la menuda sardinilla tiene también su cabida en el piélago. [1140] Resplandece el júbilo general en las iluminaciones y comparsas; van pasando en reseña los gremios mercantiles de Samarcanda; compiten todos en demostraciones según sus respectivas divisas, en galas peregrinas y en muestras de sus artefactos peculiares. Extendidos por los cadís sus capítulos matrimoniales, novios y novias se recogen a sus tálamos; se visten y desnudan hasta siete veces, según el estilo asiático, y a cada trueque de traje, se tiran las perlas y rubíes que están cuajando sus cabezas por agasajo a sus sirvientes y acompañantes. Se pregona indulto general: amaina la tirantez de las leyes y se suelta la rienda al recreo. Libre está el pueblo, ocioso el monarca; y cabe al historiador de Tamerlán expresar que tras el plazo de cincuenta años vinculados en la guerra y el encumbramiento del sumo Imperio, la temporadilla deleitosa de su vida, fue la de dos meses en que orilló absolutamente el poderío. Mas luego tiene que acudir al afán del gobierno y de la guerra. Tremola su estandarte en demanda de la China. Los emires le enseñan la huestes de doscientos mil veteranos selectos de Irán y de Turán, quinientos carruajes grandiosos transportan bagaje y provisiones sin la inmensidad de caballos y camellos cargados todos colmadamente; y las tropas tienen que contar con larguísima ausencia, puesto que se emplea medio año en su tránsito de Samarcanda a Pekín. Ni la edad, ni la crudeza del invierno enfrenan los ímpetus del caudillo; cabalga, pasa el Jihoon sobre el hielo y anda setenta y seis parasangas, trescientas millas [482,79 km] desde su capital, y acampa últimamente en las cercanías de Otrar, donde le está esperando el ángel de la muerte. Cansancio y uso excesivo de helados le mueven la calentura, y el conquistador del Asia expira a los setenta años de edad, y a los treinta y cinco de su coronación en Zagatai. Fenecen sus intentos; se dispersa su hueste, se salva la China, y a los catorce años de su muerte, el hijo más poderoso, envía una embajada amistosa sobre comercio a la corte de Pekín. [1141]
Cundió la nombradía de Tamerlán por levante y poniente; reviste todavía su posteridad el dictado imperial, y el pasmo de los súbditos, que lo reverenciaron a fuer de divinidad, cabe sincerarse hasta cierto punto con las alabanzas o el enmudecimiento de sus enemigos más desaforados. [1142] Aunque cojo y manco, su estatura y estampa no desdecían de su encumbramiento; y su robustísima salud, tan esencial por sí misma y para sus empresas, se fortalecieron con la templanza y el ejercicio. Era circunspecto y comedido en su habla familiar, y si bien ignoraba el árabe, se mostraba afluente en el turco y en el persa. Deleitábase en conversar con los doctos sobre puntos históricos y científicos; y el recreo de sus horas vacantes fue el juego del ajedrez, que probó y extremó con lances nuevos. [1143] En cuanto a su religión, era mahometano celosísimo, aunque no acendrado; [1144] pero su tino natural debe inclinarnos a conceptuar que su miramiento supersticioso con agüeros y profecías, con santones y astrólogos, era únicamente parto afectado de su política. En el desempeño de imperio tan dilatado descolló a solas, sin asomo de oposición o contrarresto por algún rebelde o privado, que cautivase o sedujese su poderío o su cordura. Aférrase más y más en el tema de llevar adelante su albedrío prescindiendo siempre de las resultas; pero sus émulos advirtieron malvadamente que sus mandatos asoladores lograron en todo tiempo más cabal cumplimiento que los propicios o benéficos. Sus hijos y nietos, de los cuales dejó Tamerlán hasta treinta y seis, eran sus más rendidos y desalados súbditos, y al primer desliz se les impone, según la legislación de Gengis Khan, el apaleo, y luego se les devolvían honores y mando sin menoscabo. Cabían quizá prendas sociales en su pecho; le acompañaban tal vez arranques amistosos y benévolos hasta con sus enemigos; pero la moralidad acendrada estriba en el interés general, y bastará vitorear la cordura de un monarca por las galanterías que no le empobrecen, y por la entereza que los afianza y enriquece, sostener en equilibrio la autoridad y la obediencia, castigar al desmandado, amparar al desvalido, premiar al benemérito, desterrar la liviandad de sus confines, resguardar al viajero y al mercader, atajar al desenfreno de la soldadesca, fomentar los afanes del colono, estimular todo género de industria y estudio decoroso, y por medio de un recargo equitativo y atinado, aumentar las rentas sin subir los impuestos; todo este cúmulo de requisitos es verdaderamente regio, en cuyo desempeño paladea el soberano un galardón ejecutivo y grandioso. Cabía a Tamerlán el blasonar de que a su ascenso al trono, Asia toda era un cenagal de anarquía y salteamiento, al paso que bajo su venturoso mando podía un niño a su salvo, y sin la menor zozobra, caminar de levante a poniente con una bolsa rellena de oro en la mano. Tan pagado vivía de su propio mérito, que se ufanaba con sus victorias, y se conceptuaba acreedor al señorío universal. Con los cuatro apuntes siguientes vamos a quedar enterados de su derecho más o menos patente a lo sumo de la gratitud que estuvo siempre anhelando, y tal vez el paradero de nuestras consideraciones será que el emperador del mogol vino a ser más bien el azote que el bienhechor del género humano.
I. Si la espada de Tamerlán zanjó tal cual disturbio, vino a ser el remedio de peor condición que la dolencia misma. Podían los tiranillos de Persia atropellar a los súbditos con robos, crueldades y trastornos pero las plantas del reformador anduvieron hollando naciones enteras y solían sus infames trofeos estar tremolando a solas sobre el solar de ciudades antes florecientes, hacinando además columnas o pirámides horrendas de cabezas humanas. Astracán, Carizmio, Delhi, Ispahán, Bagdad, Alepo, Damasco, Bursa, Esmirna y otras mil, padecieron saqueos, incendios y aun total asolación a su misma presencia y por sus propias tropas, y quizás allá en su interior se estremeciera si algún sacerdote o filósofo osara enumerarle los millones de víctimas que tenía confiscadas a su sistema de paz y sosiego general. [1145]
II. Sus guerras más asoladoras venían a ser correrías más que conquistas. Invade Turquía, Kipzag, Rusia, Indostán, Siria, Anatolia, Armenia y Georgia, sin esperanza ni deseo de conservar tan remotas provincias. Se marcha cargadísimo de presas, sin dejar a su espalda, ni tropa enfrenadora, ni magistrados para resguardar a los obedientes. En dejando estrellado su gobierno, allá los dejaba forcejando con los quebrantos que les acarrea o agrava, sin proporcionarles compensación alguna por tan extremada desventura con beneficio alguno ni actual ni venidero.
III. Fueron los reinos de la Transoxiana y Persia el único solar de su esmerado cultivo y sumo realce, como herencia perpetua de su alcurnia. Mas aquellos pacíficos afanes solían interrumpirse o agotarse con la ausencia del conquistador. Mientras andaba triunfando por el Volga a el Ganges, allá sus descendientes, o sus propios hijos, echaban en olvido al padre o al soberano. Tropelías públicas o privadas lograban escasillo desagravio con rigores o castigos muy posteriores, y tenemos que reducirnos a elogiar las Instituciones de Tamerlán, como una norma primorosa de perfección monárquica.
IV. Campeen cuanto quieran los resultados de su desempeño, todo vino a desaparecer con su fallecimiento. Sus hijos y nietos ansiaron vinculadamente reinar, prescindiendo de su acierto o desgobierno [1146] como enemigos entre sí, al par que del indefenso pueblo. Sharok, el menor de sus hijos, sostiene con algún esplendor, algún jirón del grande imperio; pero fallece y nada más aparece al teatro de sangre y lobreguez, y a menos de un siglo, Transoxiana y Persia quedan holladas por los uzbecos descolgados del Norte, y los turcos de la grey blanca o negra, y desaparecía la alcurnia de Tamerlán, a no asomar un prohombre, descendiente suyo en quinto grado, volando contra las armas de los uzbecos, a la conquista del Indostán. Los sucesores (los grandes mogoles) [1147] fueron extendiendo su poderío, desde las cumbres de Cachemira hasta el cabo Comorin, y desde el Candahar hasta el golfo de Bengala. Desde el reinado de Auruncebe, su imperio ha venido a disolverse; un salteador persa arrebató los tesoros de Delhi, y sus reinos más opulentos yacen ahora en manos de unos mercaderes en cierta isla remota y cristiana del océano septentrional.
Muy diversa descuella la suerte de la monarquía otomana. El macizo tronco tuvo que doblegarse hasta el suelo; pero voló el huracán, y se enderezó con mayor pujanza y lozanía. Evacúa Tamerlán, bajo todos conceptos Anatolia, dejando las ciudades sin alcázar, tesoro ni rey. Hierven por las campiñas rancherías de pastores y forajidos tártaros o turcos, recobran los emires las conquistas recientes de Bayaceto, y uno de ellos, ruinmente vengativo, arrasa su sepulcro; discordes sus cinco hijos se afanan en dar al través con sus respectivos patrimonios; y voy a ir enumerando sus nombres por el orden respectivo de su edad y sus gestiones [1148]
I. No consta, si referimos la historia del verdadero Mustafá, o la de algún impostor, que se arrestó a representarlo. Peleando estuvo junto a su padre en la batalla de Angora: pero cuando cupo al sultán cautivo informar del paradero de sus hijos, tan sólo asomó Muza y los historiadores turcos esclavos del partido triunfador, se manifiestan persuadidos a que yacieron con los demás difuntos. Si logró Mustafá salvarse de aquel campo aciago, permaneció por espacio de doce años oculto a parciales y enemigos, hasta que salió a luz en Tesalia, y un bando crecido lo aclamó como hijo y sucesor de Bayaceto. Fuera su derrota desde luego la postrera, a no salvar al verdadero o falso Mustafá los griegos, reponiéndolo, tras la muerte de su hermano Mohamed, en la libertad. Su ánimo bastardea y denota un nacimiento deshonroso y si, en el solio de Andrinópolis, mereció acatamiento de sultán, con su fuga, sus grillos y su muerte ignominiosa de horca, paró el impostor en objeto del menosprecio popular. A igual categoría y encumbramiento aspiraron otros competidores, contándose hasta treinta ajusticiados bajo el nombre de Mustafá y tanta repetición viene a manifestar que la corte turca jamás acabó de cerciorarse del exterminio del príncipe legítimo.
II. Después del cautiverio del padre reinó Iza [1149] por algún tiempo hacia las cercanías de Angora, Sínope y Mar Negro, y sus embajadores lograron retirarse de la presencia de Tamerlán con promesas halagüeñas y dones honoríficos. Mas pronto su soberano quedó sin provincia y vida por los celos de un hermano reinante, en Amasia, y el acontecimiento postrero proporcionó una alusión devota, que la ley de Moisés y de Jesús, de Iza y Muza quedaban abolidas con el gran Mahoma.
III. No se nombra a Solimán en el catálogo de los emperadores turcos; pero atajó los adelantos victoriosos de los mogoles y con su desvío hermanó por algún tiempo los solios de Andrinópolis y de Bursa. Era en la guerra valiente, ejecutivo y certero, templaba su denuedo con la clemencia; pero le acaloraba su presunción y lo estragaban la ociosidad y la embriaguez. Relajó la tirantez de la disciplina en medio de un gobierno, donde el soberano y el súbdito deben estar siempre temblando; sus vicios lo desconceptuaron con los caudillos del ejército y de la legislación y su embriaguez diaria tan soez en un príncipe y aun en cualquier hombre, se hacía más y más odiosa en un discípulo del Profeta. Sorpréndele su hermano Muza en el trastorno de su beodez y al huir de Andrinópolis hacia la capital griega, lo alcanzan y lo matan en el baño tras un reinado de siete años y diez meses.
IV. La investidura de Muza lo desdoró como esclavo de los mogoles: ciñéronsele los confines a su reino tributario de Anatolia, y su milicia quebrantada y su erario vacío no pudieron arrostrar las haces veteranas del soberano de Romanía. Huye Muza disfrazado del alcázar de Bursa, atraviesa Propóntide en una barquilla sin cubierta; vaga más y más de cumbre en cumbre por Valaquia y Serbia, y tras algunas tentativas infructuosas, trepa por fin al solio de Andrinópolis recién manchado con la sangre de Solimán. En un reinado de tres años y medio, victoriosas quedaron sus tropas contra los cristianos de Hungría y de Morea; pero fracasó Muza por su temple apocado y su clemencia intempestiva. Tras la cesión total de Anatolia, feneció víctima de sus ministros alevosos y del predominio de su hermano Mohamed.
V. La victoria decisiva de Mohamed fue un galardón debido a su cordura y su comedimiento. Antes del cautiverio del padre, el mancebo regio se había encargado del gobierno de Amasia, a treinta jornadas de Constantinopla, y del resguardo de la raya contra los cristianos de Trebisonda y Georgia. Conceptuábase inexpugnable el castillo para una guerra asiática y la ciudad de Amasia, [1150] dividida en dos mitades iguales por el río Iris, se encumbra por ambos costados como un anfiteatro y es un remedo, aunque inferior, del famoso Bagdad. Tamerlán, al parecer, en su rapidísima carrera se desentendió de aquel arrinconado punto de la Anatolia; y Mohamed sin hostigar al conquistador, estuvo conservando su callada independencia y aventó de la provincia los últimos dispersos de la hueste tártara. Se libertó de la vecindad expuestísima de Iza: pero en las competencias con sus hermanos preponderantes prevaleció su neutralidad inalterable, hasta que triunfante por fin Muza se presentó como heredero y vengador del malaventurado Solimán. Cupo a Mohamed Anatolia por un tratado y Romanía con las armas, y galardonó al soldado que le trajo la cabeza de Muza, a fuer de bienhechor del rey y de la patria. Empleó utilísimamente los ocho años de su reinado único y sosegado en desterrar los achaques abortados en la guerra civil, y afianzó sobre sólidos cimientos la mole de la monarquía otomana. Su disposición postrera fue el nombramiento de dos visires, Bayaceto e Ibrahim, [1151] para guiar la mocedad de su hijo Amurates; y procedieron con tal armonía y cordura, que estuvieron encubriendo hasta cuarenta días el fallecimiento del emperador por esperar la llegada del sucesor al palacio de Bursa. Encendió nueva guerra en Europa el príncipe, o el impostor Mustafá, el primer visir perdió su ejército y su cabeza, pero el más venturoso Ibrahim, cuyo nombre y alcurnia merecen todavía aceptación, acabó con el postrer aspirante al solio de Bayaceto, y remataron el trance de las hostilidades caseras.
Señorea tantos vaivenes la cordura turca aferrándose en sostener la unidad general del Imperio y tanto Anatolia como Romanía, desgarradas una y mil veces por ambiciones particulares, se atienen más y más a su sistema de hermandad entrañable y triunfadora. Aquel conato debiera servir de norma y enseñanza a las potencias cristianas, y atajando con sus armadas juntas los estrechos de Gallípoli, los otomanos, por lo menos en Europa, fenecían al golpe sin recurso. Pero el cisma de Occidente y las banderías y guerras de Francia e Inglaterra, retrajeron a los latinos de empresa tan obvia y tan aventajada y se estuvieron empapando en su ansiado desahogo, sin acordarse de lo venidero, y solían, por mezquinos y volanderos intereses, favorecer al enemigo común del cristianismo. Una colonia de genoveses [1152] planteada ya en Focea [1153] sobre la costa jónica se estaba enriqueciendo con el precioso monopolio del alumbre, [1154] y resguardaba su sosiego bajo el Imperio turco, por medio de un tributo anual e indefectible. En la última guerra civil de los otomanos el gobernador genovés, Adorno, mozo travieso y lleno de ambición, se ladeó con Amurates y se encargó de trasladarlo con siete galeras poderosas de Asia a Europa. Embarcose el sultán con quinientos guardias en la nave almiranta, tripulada con ochocientos francos selectos. En sus manos paraban libertad y vida de Amurates y por cierto que no cabe celebrar la lealtad de Adorno, que en medio de la travesía se le arrodilla y logra gozosamente el descargo de los atrasos en el consabido tributo. Aportan a la vista de Mustafá y de Gallípoli, dos mil italianos armados con lanzas y mazas están esperando a Amurates para la conquista de Andrinópolis y aquel servicio tan venal vino a quedar correspondido muy pronto con el exterminio del comercio y colonia de Focea.
Si acudiera Tamerlán al socorro del emperador griego a sus instancias, su generosidad le constituía acreedor a las alabanzas y al agradecimiento de los cristianos. [1155] Pero un musulmán que trae a Georgia el alfanje de la persecución y respeta a su modo la guerra sagrada de Bayaceto, mal podía condolerse hasta el punto de socorrer a los idólatras de Europa. Sigue el tártaro el rumbo de su ambición, y el rescate de Constantinopla fue tan sólo resulta accidental de las circunstancias. Al desprenderse Manuel de su autoridad, ansiaba más bien que podía esperanzar, que el vuelco de su Iglesia y Estado se dilatasen a largo trecho de su desventurada vida, y al regresar de una peregrinación a poniente, estaba por momentos esperando la noticia del horrendo fracaso. Pasmo y regocijo le asaltan con el aviso repentino de la retirada, del vuelco y del cautiverio del turco. Manuel, de Modon, en Morea, da la vela para Constantinopla, y allá confina a su ciego competidor en el apacible destierro de Lesbos. [1156] Le llegan embajadores de los hijos de Bayaceto, con su orgullo ajado y con tono comedido, manifestando la zozobra fundada de que los griegos franqueasen al mogol las puertas de Europa. Saluda Solimán al emperador con el dictado de padre; solicita de su mano el gobierno, o sea la donación, de Romanía y se compromete a merecer su dignación, con una amistad entrañable y con la devolución de Tesalónica y las plazas más importantes del Estrimon, Propóntide y el Mar Negro. Exponía aquel convenio al emperador a la enemistad y venganza de Muza, y con efecto amagan luego los turcos a Constantinopla; pero se les rechaza por mar y por tierra, y a no mediar algunos mercenarios advenedizos pasmáranse los griegos de su propio triunfo. Pero en vez de fomentar la desavenencia entre los potentados otomanos, la política o la ceguedad de Manuel le inclinan a corroborar al hijo más formidable de Bayaceto. Ajusta un convenio con Mohamed, cuyo avance quedó atajado con la valla insuperable de Gallípoli; tramonta el sultán con sus tropas el Bósforo; se le agasaja en la capital, y su primer ímpetu es el primer paso para la conquista de Romanía. La cordura y moderación del vencedor sorprenden aquel exterminio; desempeña lealmente sus compromisos y los de Solimán, acata los fueros de la paz y del agradecimiento, y deja al emperador en clase de ayo de sus dos hijos menores, esperando en vano de escudarlos contra la crueldad celosa de su hermano Amurates. Pero la ejecución de su postrer testamento lastimara el pundonor y la religión nacional, y el diván sentencia unánimemente que los mancebos regios nunca se han de ajar con la custodia y educación de un perro cristiano. Con este desengaño los dictámenes bizantinos se desavienen; pero la edad y la cautela de Manuel enmudecieron ante las ínfulas de su hijo Juan, blandiendo además un alfanje acarreador de venganzas, libertando al verdadero o falso Mustafá, detenido en largo cautiverio o en rehenes, para cuyo mantenimiento se recibía anualmente una pensión de trescientas mil asperes. [1157] En la puerta de su encierro se allana Mustafá a toda propuesta, y se pactaron las llaves de Gallípoli, o mas bien de Europa en pago de su rescate. No bien se mira aposentado en el solio de Romanía, cuando despide a los embajadores griegos con una sonrisa de menosprecio, voceando en acento devoto, que en el día del juicio anteponía el arrostrar el cargo de perjuro al de entregar una ciudad musulmana al dominio de los infieles. Resalta a la sazón el emperador enemigo de entrambos competidores por quienes tiene que abrigar un agravio y llevar adelante sus resultas; embiste Amurates, vence, y al asomar la primavera aparece sitiando a Constantinopla. [1158]
El afán meritorio de sojuzgar la ciudad de los Césares agolpa de toda el Asia una muchedumbre de voluntarios y aspirantes a la corona del martirio: arde más y más su entusiasmo con la promesa de riquísimos trofeos y beldades griegas, y la ambición del sultán queda como sacramentada con la presencia y predicción de Seid Bechar, descendiente del Profeta, [1159] quien llegó a los reales sobre una mula con una comitiva devota de quinientos discípulos. Mas luego pudiera correrse, si el rubor tiene cabida en fanáticos, con el malogro de sus anuncios. La fortaleza de tantas murallas contrarresta la hueste de doscientos mil turcos. Griegos y mercenarios advenedizos rechazan los asaltos y hacen salidas arrolladoras; menudean recursos antiguos y nuevos, y arden cuantas máquinas adelanta el enemigo, y al desvarío del musulmán, colgado allá en el cielo conversando con Mahoma, corresponde la creencia de los cristianos, que están viendo a la Virgen María, con manto morado, paseándose por los muros y enardeciendo a sus defensores. [1160] Tras un cerco de dos meses tiene Amurates que acudir a Bursa, contra una rebelión casera fomentada por la alevosía griega, y luego extinguida con la muerte de un hermano inocente. Mientras sigue acaudillando sus jenízaros en conquistas nuevas por Asia y Europa, logra el Imperio griego un desahogo de treinta años. Yace por fin Manuel en el sepulcro, y Juan Paleólogo disfruta el solio mediante el tributo de cien mil asperes anuales y el desapropio de cuanto posee casi desde el ejido de Constantinopla.
En el establecimiento y reposición del Imperio turco, la causal debe sin duda cifrarse en el desempeño de los sultanes, puesto que en la vida humana los acontecimientos de mayor cuantía dimanan de los atributos de su agente supremo. Tal cual rasgo o prenda puede a veces diferenciarlos; pero con el cercén de un solo ejemplar, un larguísimo plazo de nueve reinados, a doscientos sesenta y cinco años, descuella con una serie peregrina de príncipes activos y guerreros, desde el encumbramiento otomano hasta la muerte de Solimán, quienes infundieron rendida obediencia a los súbditos y trémulo pavor a sus enemigos. En vez de la inacción lujosa y soñolienta del serrallo, los herederos del Imperio se educaban en el consejo y en la campaña; desde el asomo de su mocedad confiábanles sus padres el mando de provincias y de huestes; y este extremo varonil, aunque abortador a veces de guerras civiles; no pudo menos de cooperar esencialmente para la disciplina y pujanza de la monarquía. No cabe a los otomanos apellidarse, como los árabes, califas, descendientes o sucesores de Apóstol de Dios, y el entronque a que aspiran con los khanes tártaros de la alcurnia de Gengis estriba al parecer más en la adulación que en la realidad. [1161] Enmarañado es su origen, pero el derecho sagrado e incontrastable, que ni el tiempo ha de borrar, ni violencia alguna puede dar al través, quedó desde luego clavado en los pechos de todos los súbditos. Cabe el deponer y ahorcar a un sultán endeble o vicioso; mas luego su herencia para en un rapaz o un idiota; y ni el rebelde más desaforado osó jamás trepar al solio de su legítimo soberano. [1162] Al paso que las dinastías volanderas del Asia, quedaron a menudo derrocadas por algún visir taimado en el alcázar, o por algún caudillo victorioso en campaña, la cuestión otomana se ha ido corroborando con la práctica de más de cinco siglos, y se halla ya empapada en el arranque vital de la nación turca.
Ha sobrevenido además un influjo extraño para sublimar su temple constitutivo. Los súbditos primitivos de Otomano fueron las cuatrocientas familias de turcomanos vagarosos, que habían ido siguiendo a sus antepasados desde el Oxo hasta el Sangar; y todavía las tiendas negras y blancas de sus hermanos montaraces, siguen cubriendo los llanos de Anatolia. Pero aquel escaso y fundamental arroyuelo vino a desaparecer en la mole de súbditos voluntarios o vencidos, quienes bajo el nombre de «turcos» están hermanados, en idioma, religión y costumbres. En las ciudades, desde Erzerum a Belgrado, aquel nombre abarca a todos los musulmanes, los primeros y más condecorados moradores; pero allá traspasaron, por lo menos en Romanía las aldeas y el cultivo de las campiñas a los labradores cristianos. En la temporada de pujanza del gobierno otomano, todo turco quedaba excluido de honores civiles y militares; y una ralea servil, una clase artificial, se encumbraba con su apropiada disciplina y peculiar educación de rendida obediencia, al mando y a la preeminencia. [1163] Desde el tiempo de Orchan y del primer Amurates, conceptuaron los otomanos que en un gobierno de alfanje debía irse renovando a cada generación con nueva soldadesca; y que ésta no debía entresacarse de la región afeminada del Asia, sino de los naturales curtidos y belicosos de Europa. Las provincias de Tracia, Macedonia, Albania, Bulgaria y Serbia fueron los semilleros perennes del ejército turco; y cuando el quinto regio de cautivos fue menguando con las peleas, un impuesto inhumano del quinto niño en cada cinco años se alistaba ejecutivamente de las familias cristianas. A los doce o catorce años, los mancebos más briosos se quitaban a viva fuerza del hogar paterno; se alistaban sus nombres en un padrón, y desde aquel punto quedaban vestidos, enseñados y mantenidos para el servicio público. Luego, según su traza más o menos marcial, se les colocaba en las escuelas reales de Bursa, Pera y Andrinópolis, al cargo de los bajaes, o bien se les repartía por las viviendas del paisanaje anatolio. Enseñábaseles ante todo el idioma turco; se les robustecía con cuantos ejercicios podían entonarlos; aprendían a luchar, brincar, correr, saetear y luego arcabucear, hasta colocarse al fin en las compañías o ranchos de los jenízaros, donde se les educaba con la severísima y casi monástica disciplina de su carrera. Los descollantes en nacimiento, despejo y gallardía, se empadronaban en la clase inferior de agiomoglanes, o en la jerarquía más hidalga de icoglanes, perteneciendo los primeros a la servidumbre palaciega, y los segundos al personal del mismo soberano. En cuatro escuelas recreativas y bajo la varilla de los eunucos blancos, la equitación y el arrojo del venablo o chuzo era su ejercicio incesante; mientras los más estudiosos se empapaban en el Alcorán, y en la posesión del persa o del arábigo. En granjeando antigüedad y suficiencia, se les iba destinando a empleos civiles o militares, y aun eclesiásticos, y cuanto más permanecían, mayores eran sus ascensos hasta que en el debido plazo se les promovía a la categoría de los cuarenta agas, que permanecían ante el sultán, quien los iba promoviendo al gobierno de las provincias, y a los primeros blasones del Imperio. [1164] Aquel género de institución era en extremo adecuado al temple y sistema de una monarquía despótica. Ministros y caudillos eran en todo sentido esclavos del emperador, a cuya dignación eran deudores de su instrucción y subsistencia. Al desviarse del serrallo, dejándose crecer las barbas, como emblemas de su encumbramiento, se hallaban con un cargo de suma entidad, sin bandería ni apadrinamiento, sin padres ni herederos, colgados de la diestra que los alzó del polvo, y quien al menor desagrado estrella en mil trozos como dice el refrán turco, a sus estatuas de vidrio. [1165] En los pasos tan pausados y trabajosos de su educación, ojos perspicaces calaban hondamente sus índoles y su desempeño, y así el hombre aislado en su mérito personal carecía de arrimo ajeno, y teniendo el soberano tino cabal, le cabía el ser árbitro y sin límites en su acendrada elección. Todo candidato otomano era un alumno, creado en la inacción, para luego echar el resto en obteniendo el competente cargo, enterado ya en los extremos contrapuestos de la sumisión y el mando. Con el mismo, descollaba la tropa, y su silencio y parsimonia, su aguante y comedimiento, han arrebatado elogios involuntarios a sus enemigos cristianos; [1166] y no se hace dudosa la victoria, en el cotejo de la disciplina y ejercicio de los jenízaros con las ínfulas de nacimiento, el descoco caballeresco, la ignorancia de los reclutas, el desenfreno de los veteranos, y los desmanes de la beodez y el desconcierto, que estuvo tanto tiempo desquiciando los ejércitos europeos.
Cifrábase el salvamento del Imperio griego y reinos adyacentes en alguna arma prepotente, o algún descubrimiento en el arte de la guerra, que los sobrepusiese incontrastablemente a sus enemigos turcos. Tenían en su mano aquella arma, y asomó aquel descubrimiento en el trance de su exterminio. Químicos chinos o europeos, habían hallado, con experimentos esmerados o casuales, una mezcla de salitre, azufre y carbón, que por medio de una chispilla revienta con explosión pavorosa. Se hicieron luego cargo de que si aquella pujanza arrolladora se concentraba en un tubo poderoso, pudiera un globo de piedra, o de hierro, dispararse con ímpetu irresistible y absolutamente asolador. El punto cabal del invento y aplicación de la pólvora yace encapotado entre tradiciones dudosas y expresiones equívocas, [1167] pero consta que era ya corriente como a mediados del siglo XIV, y antes de terminarse el mismo, el uso de la artillería en batallas y sitios, se había generalizado en Germania, Italia, España, Francia e Inglaterra. [1168] La precedencia de las naciones no es conducente, pues a ninguna cabe la menor ventaja por su conocimiento antecedente o superior en la materia, y en el adelantamiento general, vienen a nivelarse en el poderío y trascendencia de la ciencia militar. No cupo ceñir aquel arcano en el regazo de la Iglesia; patentizase a los turcos por la traición de apóstatas y el encono interesado de competidores; y el sultán tuvo tino para prohijar y caudales para engrandecer al maquinista cristiano. Los genoveses transportadores de Amurates a Europa son los malvados que lo amaestraron; y sus manos probablemente fundieron la artillería y la asestaron en el sitio de Constantinopla. [1169] Malogrose el intento al primer ensayo, pero en el vaivén de aquella guerra prevaleció al fin su desempeño, siendo por lo más los asaltadores. Equilibrose al pronto el contrarresto por ambas partes, y los rayos de aquella artillería se fulminaran contra valladares construidos únicamente para resistir a máquinas menos poderosas. Los venecianos nada escrupulizaron en amaestrar a los sultanes de Egipto y Persia, sus aliados, contra los otomanos: cundió luego el arcano hasta los extremos de Asia, y la preponderancia del europeo vino a concretarse contra los bravíos del nuevo mundo. Si contraponemos el progreso rápido del descubrimiento a los adelantos de la racionalidad, la ciencia y las artes pacíficas, un filósofo, según su inclinación predominante, prorrumpirá en risa o en llanto al presenciar los desvaríos humanos.