LXVII

CISMA DE GRIEGOS Y LATINOS - REINADO E ÍNDOLE DE AMURATES II - CRUZADA DE LADISLAO, REY DE HUNGRÍA - SU DERROTA Y MUERTE - JUAN HUNIADES - SCANDERBEG CONSTANTINO PALEÓLOGO, ÚLTIMO EMPERADOR DE ORIENTE

Un griego elocuente, el padre de las escuelas italianas, va cotejando los méritos respectivos de Roma y de Constantinopla, con sus competentes elogios. [1288] La perspectiva de aquella antigua capital, el solar de sus antepasados, sobrepujó los más intensos arranques de Manuel Crisoloras, y dejó de zaherir el ímpetu de un sofista añejo exclamando que Roma no era vivienda de hombres, sino de dioses. Dioses y hombres habían al par, y hacía tiempo, desaparecido; pero allá el entusiasmo caballeroso estaba viendo en la majestad de los escombros la estampa de su prosperidad pasada. Los monumentos de cónsules y Césares, de mártires y apóstoles embargó más y más la fantasía de filósofos y de cortesanos, y confesó él absorto que en todo tiempo las armas y la religión de Roma debían ejercer el sumo mando sobre la tierra. Mientras Crisoloras estático se empapa en los primores de la madre, no echa en olvido su patria, su hija lindísima, y su colonia imperial, y el patricio bizantino se va explayando con afán y certidumbre con las ventajas naturales y perpetuas, y en los timbres menos duraderos del arte y del señorío que realzan más y más la ciudad de Constantino. Pero la sublimidad del traslado redunda siempre (como lo expresa comedidamente) en realce mayor del original, y todo padre se complace en verse igualado y aun rendido con las prendas de sus mismos hijos. «Señorea Constantinopla —dice el orador— desde su solar eminente entre Europa y Asia, entre el Archipiélago y el Euxino. Enlaza con su situación ambos mares y ambos continentes, para ventaja y colmo de infinitas naciones; pues a su mando se cierran sin arbitrio o se abren de par en par las puertas de todo género de comercio. La bahía, cercada en derredor por el piélago y el continente es la más segura del orbe. Puertas y murallas se parangonan con las de Babilonia; sus muchas, altas y solidísimas torres y la segunda muralla o fortificación exterior bastaría para defensa y realce de cualquier capital. Acuden arroyos caudalosos a llenar fosos y cisternas, y pudiéndose aislar por toda la circunferencia, queda como Atenas resguardada por mar y por tierra». [1289] Se citan dos causas poderosas para el cabal dechado de la nueva Roma. El regio fundador señoreaba las naciones más esclarecidas del orbe, y para el sumo desempeño del intento se hermanaban la prepotencia romana y las ciencias y artes de Grecia. Otras ciudades han ido progresando y descollando con el tiempo y las coyunturas, y así sus excelencias suelen alternar con atrasos indecorosos y fealdades impropias, y el vecindario atenido a sus añejos hogares, no alcanza a enmendar los desaciertos de sus antepasados, y mucho menos los inconvenientes fundamentales del clima y de la situación. Pero un solo arranque ideó al pronto y puso luego en planta la fundación de Constantinopla; y aquella norma primitiva se fue siempre perfeccionando con el afán de los moradores, y el redoblado ahínco de los sucesores del primer monarca. Inexhaustas canteras de mármol asomaban por las islas cercanas, y el acopio de materiales se fue completando hasta de los puntos más remotos de Asia y Europa; y los edificios públicos y particulares, el palacio, iglesias, acueductos, pórticos, columnas, baños e hipódromos, todo corresponde a la grandiosidad de la capital de Oriente. Allá la opulencia suma fue más y más engalanando las playas circunvecinas, y así el territorio bizantino sobre el Euxino y el Helesponto y la muralla larga, pueden conceptuarse como un arrabal inmenso y populoso y un vergel perpetuo. En este cuadro lisonjero, lo pasado y lo presente, las temporadas de prosperidad y decadencia, todo queda estudiadamente agolpado; mas el mismo orador prorrumpe en ayes y confiesa que su desventurada patria no es ya más que la sombra y el panteón de sí misma. El fervor cristiano y la violencia de los bárbaros se habían dado la mano, habían ido asolando los primores de la escultura, y sobre todo los edificios más suntuosos, cociendo para cal basta los mármoles de Paros y de Numidia, o empleándolos en ínfimos destinos. El sitio de muchas estatuas quedaba reducido a su pedestal; en muchas columnas se conocía su corpulencia por algún capitel, quebrados por el suelo yacían dispersos los túmulos de varios emperadores; tormentas y terremotos anticipaban los desmanes del tiempo, y los solares vacantes se suplían con tradiciones vulgares, con monumentos fabulosos de oro y plata. Entre aquellos portentos reducidos a consejas y creencias vanas se particulariza sin embargo la columna de pórfido o coloso de Justiniano, [1290] y la iglesia, con especialidad el cimborio de santa Sofía, conclusión brillantísima, pues no cabía describirla con arreglo a su mérito, y tras la cual ningún otro objeto se hacía acreedor a mención alguna. Mas en verdad se le olvida que un siglo antes la mole ya trémula del coloso y de la iglesia se habían salvado y sostenido con el esmero oportuno de Andrónico el Mayor. A los treinta años de haber acudido a fortalecer a santa Sofía con dos apoyos, o estribos más, se desplomó el hemisferio oriental, y entonces, imágenes, altares y el mismo santuario yacieron en ruinas. Restableciose pronto tamaño quebranto, y se despejó todo del escombro con el afán indistinto de edades y sexos, y los restos escasos de riqueza y de habilidades se consagraron denodadamente por la devoción de los griegos, al templo más grandioso y venerable de todo el Oriente. [1291]

La postrera esperanza de la ciudad vacilante se cifraba toda en la hermandad de la madre con la hija, en el cariño maternal de Roma y la obediencia filial de Constantinopla. Griegos y latinos en el concilio de Florencia se abrazaron, firmaron y prometieron; pero aquellas muestras afectuosas fueron aleves e improductivas, [1292] y la fábrica sin cimientos desapareció como un sueño. [1293] Regresan emperador y prelados en las galeras de Venecia; pero al apostar por la Morea y las islas de Corfú y de Lesbos los súbditos latinos alegaron que la unión supuesta sería un instrumento de opresión violentísima. Desembarcan en las playas bizantinas, y oyen allá un murmullo de fervor y desagrado. Careció la capital en su ausencia de doce años, de toda autoridad civil y eclesiástica; el fanatismo fue más y más fomentando en el vaivén de la anarquía; reinan los monjes desaforados en las conciencias de mujeres y devotos; y el odio al nombre latino no es el primer móvil de sus pechos y de su religión. Había el emperador, al embarcarse para Italia, lisonjeado al vecindario con alivio ejecutivo y auxilio poderoso, y el clero aferrado en su creencia y henchido de sabiduría se había engreído y embaucado con una victoria colmada contra los cerriles pastores de Occidente. Doble y mortal es el desengaño que acibara la persecución de los griegos; remuerde a los prelados firmantes su propia conciencia; voló ya el trance crítico, y temían más el encono público, que cuanto podían esperar del papa y del emperador. En vez de sincerar su conducta, se lamentan ahora de su propia flaqueza, vocean su arrepentimiento y se postran implorando la compasión del Señor y de sus hermanos. A la pregunta amarguísima de cual ha sido el paradero o la realidad del sínodo italiano, contestan sollozando: «¡Ay Dios! hemos fraguado una fe nueva, hemos trocado la pureza por la impiedad, hemos vendido el sacrificio inmaculado y en fin parado en azimitas (eran azimitas cuantos administraban la santa comunión con pan sin levadura, y tengo que retractar o especificar las alabanzas que tengo atribuidas a la filosofía de aquel tiempo) ¡Ay, que el desamparo nos ha sido al arrimo de engaños, esperanzas y temores de una vida pasajera!. La diestra que formó aquella unión merece cortarse y la lengua que articuló el credo arrancarse de raíz». La comprobación de su arrepentimiento fue un fervor intensísimo por los ritos más frívolos y por las doctrinas más inapeables y un desvío terminante del príncipe mismo, quien conservaba algún miramiento por su pundonor y su debida consecuencia. Muerto el patriarca Josef, los arzobispos de Heraclea y Trebisonda tuvieron entereza para desentenderse del cargo vacante, y el cardenal bizantino antepuso la colocación abrigada del Vaticano. La elección del emperador y su clero se concentra en Metrófanes de Cízico: se le administra en santa Sofía la consagración; pero es a solas pues nadie acude a presenciarla. Los portacruces renuncian sus prebendas, hasta las aldeas se contagian y Metrófanes fulmina sin resultado algunos anatemas contra una nación de cismáticos. Clavan los griegos sus ojos en Marco de Éfeso, el campeón de su país, y los padecimientos de aquel confesor sagrado quedan galardonados con un raudal de aplausos y agasajos. Con su ejemplo y sus escritos arde más y más la llama de la discordia religiosa, y aunque la edad y los achaques pronto lo arrebatan del mundo, el evangelio de Marco no trata de perdones y cariños, y deja dispuesto en su postrer aliento que ningún parcial de Roma haya de asistir a sus exequias.

No se ciñe el cisma a la estrechez de Constantinopla y su imperio, pues al arrimo del cetro mameluco, los tres patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén juntan un sínodo crecido; desautorizan a sus representantes en Ferrara y Florencia, y condenan el credo y el concilio de los latinos: amenazando al emperador bizantino con las censuras de la Iglesia oriental. Descuellan los rusos entre los secuaces de la comunión griega, en poderío, ignorancia y superstición. Su primado, el cardenal Isidoro, vuela de Florencia a Moscú; [1294] para uncir aquella nación independiente al yugo romano. Los obispos rusos se precian de alumnos allá en el monte Athos, y príncipe y pueblo se hermanan con sus teólogos. Se escandalizan con el dictado, el boato y la cruz latina del Legado, íntimo de aquella gente impía que se afeita la barba, que desempeña el oficio divino con guantes y anillos en los dedos; todo un sínodo condena a Isidoro, lo encarcelan en un monasterio, y a durísimas penas logra el cardenal salvarse de manos de un pueblo fanático y montaraz. [1295] Niegan los rusos toda entrada y tránsito a los misioneros de Roma que intentan ir a convertir los paganos de allende el Tanais, [1296] abonando aquella resistencia con el desengaño mortal de que el desbarro de la idolatría es más disculpable que el de un cisma. Cohonestan el descarrío de los bohemios con su aborrecimiento del papa, y sale una diputación del clero griego en demanda de estrecha amistad con aquellos entusiastas sanguinarios. [1297] Mientras Eugenio se engríe ufanísimo con la unión y pureza de los griegos, su partido queda encajonado en el recinto, o más bien tan sólo en el palacio de Constantinopla. Paléologo se enfervoriza con el interés, mas luego se entibia y se hiela con aquel contrarresto; peligran su vida y su corona con el empeño de lastimar la creencia nacional, sin que los rebeldes caseros carezcan de auxilio interior y advenedizo. La espada de su hermano Demetrio, que había estado guardando en Italia un silencio cuerdo y popular, estaba a medio desenvainar a favor de la religión, y el sultán Amurates se muestra mal hallado con la intimidad aparente de griegos y latinos.

«Vivió el sultán Murad, o Amurates, cuarenta y nueve años y reinó treinta, con seis meses y ocho días. Justiciero de suyo y valeroso, magnánimo y sufrido en los quebrantos, invencible, compasivo, con suma religiosidad y caridad entrañable; amante y fomentador de todo género de enseñanza, y amparador de cuantos descollaban en ciencias o artes; excelente emperador y consumado general; nadie alcanzó ni tantos ni tan grandiosos triunfos, habiendo padecido únicamente el rechazo de Belgrado. Con él, fue siempre el soldado victorioso, y el ciudadano rico y sin zozobra. En sojuzgando un país ahincaba su primer esmero en edificar mezquitas, caravansares, hospitales y colegios. Todos los años agraciaba con mil piezas de oro a los hijos del Profeta, y enviaba dos mil quinientos a los devotos de la Meca, Medina y Jerusalén». [1298] Copiamos este retrato del historiador del Imperio otomano; mas los aplausos de gente móvil y supersticiosa suelen dedicarse a tiranos rematados; y las virtudes de un sultán suelen ser vicios utilísimos para él mismo, o para los súbditos más allegados a su persona. Nación que desconoce los beneficios equitativos de la ley y de la libertad, se paga de los destellos que derrama el poderío absoluto, y aun la suma crueldad de un déspota se reviste del aparato de la justicia; su profusión es liberalidad, y su terquedad entereza. En desechando toda disculpa natural, pocos actos de obediencia se graduarán de imposibles, y temblará el delincuente, sin que por eso quede en salvo la inocencia. El sosiego del pueblo y la disciplina de la tropa se sostiene eficazmente con el vaivén incesante de las operaciones militares; la profesión de los jenízaros es la guerra, y cuantos sobreviven a los peligros y gozan de ricos despojos, aclaman la ambición generosa del soberano. A todo acendrado musulmán incumbía el propagar la religión verdadera, eran sus enemigos los incrédulos, y lo eran por sentencia del Profeta, y el sonoro instrumento de conversión era en manos de turcos la cimitarra. En medio de este concepto, consta que hasta los cristianos ensalzaban la justicia y el comedimiento tan patentes de Amurates, conceptuando un reinado próspero y una muerte sosegada como galardón de su mérito esclarecido. En la lozanía de su edad y con el predominio de su milicia, por maravilla se arrojó a la contienda sin preceder una provocación terminante, y en allanándose al vencido olvidaba el sultán la victoria, y luego su palabra regía inviolablemente para todos sus pasos. [1299] Solían ser los húngaros agresores; se le rebela Scanderbeg, y el monarca otomano vence y luego indulta hasta dos veces al caramanio alevoso. El déspota sorprende a Tebas, antes de que Amurates invada Morea, en la toma de Tesalónica, el nieto de Bayaceto pudiera competir con la compra reciente de los venecianos y tras el primer sitio de Constantinopla, jamás incurrió el sultán en la tentación, en medio de los conflictos y los agravios de Paleólogo, de consumar el exterminio ya inminente de Constantinopla con todo su imperio.

Pero el rasgo preeminente en la vida e índole de Amurates se cifra en las dos renuncias del solio turco; y a no bastardear aquel impulso esos accidentes de superstición, elogiaríamos al filósofo regio, [1300] quien a la edad de cuarenta años acertó a deslindar la vanidad de toda grandeza humana. Cediendo el cetro a su hijo, se retiró a la residencia amenísima de Magnesia; pero se concentró allí en la sociedad de santones y ermitaños. En el cuarto siglo de la Hégira fue cuando se adulteró la religión de Mahoma con una institución tan contrapuesta a su temple nativo; pero en el siglo de las cruzadas, se multiplicaron sin término las raleas u órdenes de derviches, al ejemplo de los monjes cristianos o latinos. [1301] Sujetose el Señor de tantas naciones al ayuno, a la plegaria y a los giros sin fin con los fanáticos que equivocaban el marco con las iluminaciones de la fantasía. [1302] Mas luego volvió en sí de aquellos desvaríos, con motivo de una invasión húngara, y su docilísimo hijo fue el más extremado en reconvenirle con la urgencia del trance y el afán del pueblo entero. Tremola el caudillo veterano su bandera, a cuya sombra pelean y vencen los jenízaros; mas desde los mismos reales de Varna vuelve a sus ayunos y plegarias, y al redoble de giros con sus hermanos de Magnesia. Suspende nuevamente aquellas tareas devotas con la repetición del peligro; pero entonces la hueste victoriosa desdeña la bisoñez del mancebo: entrégase la ciudad de Andrinópolis al saqueo y la matanza, y el diván unánime implora su presencia para apaciguar el alboroto y precaver el desenfreno de la soldadesca. Tiemblan y se portan los jenízaros a la vez tan a medida de su adalid, que el sultán a su despecho tiene que arrostrar aquella servidumbre esplendorosa, hasta que a los cuatro años, el ángel de la muerte le descarga de aquel compromiso. La edad o los achaques, los fracasos o el capricho, han inclinado a varios príncipes a apearse del solio; y luego han tenido que arrepentirse del paso irreparable. Pero sólo Amurates, usando plenamente de su albedrío, con la redoblada experiencia del imperio y la soledad, repitió su preferencia de la vida privada.

Se van los hermanos griegos; recuerda más y más Eugenio sus intereses temporales, y aquel esmero entrañable por el Imperio Bizantino se corrobora con la zozobra por la sospecha fundadísima por el poderío turco que va siempre en aumento, y se está como retornando al confín de Italia. Mas feneció el entusiasmo de las cruzadas, y la tibieza de los francos aparecía más racional que los ímpetus desaforados de sus abuelos. En el siglo XI un monje fanático disparaba, a fuer de un conductor enarbolando su látigo, Europa como uncida sobre Asia, para el rescate del Santo Sepulcro; pero ya en el siglo XV ni los móviles más poderosos de la religión y la política alcanzaban a hermanar a los latinos en defensa de la cristiandad. Era Germania un almacén inmenso de gentío y armas [1303] pero aquel conjunto intrincado y exánime requería el empuje de una mano fogosa y prepotente, y Federico III venía a ser igualmente desvalido por su índole personal y por su escaso predominio. Una guerra dilatada había quebrantado las fuerzas de Francia e Inglaterra; [1304] sin llegar jamás a satisfacer su mutuo encono; pero Felipe de Borgoña era un príncipe magnífico y vanidoso; y paladeó muy a su salvo la religiosidad aventurera de varios súbditos, quienes desde la costa de Flandes surcaron su gallarda escuadra hasta el mismo Helesponto. Más cercanas florecían las repúblicas marítimas de Venecia y Génova, y sus armadas pujantes guerreaban bajo el pabellón de san Pedro. Los reinos de Hungría y Polonia, que escudaban por aquella parte el confín cristiano, eran los más entrañablemente interesados en atajar todo progreso a los turcos. Cosacos y sármatas cifran todo su caudal en las armas, y ambas naciones igualaran en poderío al conjunto de sus fuerzas si acertaran a porfía a asestar sus armas contra su enemigo común lanzando de una vez disturbios y vinculándose a una sola contienda. Pero aquel destemple sangriento imposibilitaba toda concordia, no alcanza un país estéril, con un monarca limitado, a mantener una fuerza perpetua, y los cuerpos indisciplinados de caballería polaca o húngara no batallaban con los arranques y los sables que en varios trances han dado un poderío irresistible a las huestes francesas. Mas por aquella parte, los intentos del pontífice romano, y la elocuencia de su legado, el cardenal Juliano, descollaron con las circunstancias del siglo; [1305] y luego son los únicos de ambas coronas en los bienes de Ladislao, [1306] soldado muy común y ambiciosísimo; con el denuedo de un prohombre ya esclarecido en la cristiandad, Juan Huniades, todo redundaba en pavor para los turcos. Derramó el legado a manos llenas tesoros inmensos de perdones e indulgencias, alistaron guerreros aventajados y particulares en Francia y Germania bajo la bandera sagrada, y redunda a la cruzada en alguna pujanza, o por lo menos algún concepto, de los nuevos aliados, tanto de Europa como de Asia. Un déspota fugitivo de Serbia abulta las desventuras y la saña de los cristianos allende el Danubio, que están en ánimo de sublevarse todos para volver por su religión y su libertad. El emperador griego, con un denuedo desconocido en sus mayores, [1307] se compromete a resguardar el Bósforo, y saliendo de Constantinopla, acaudilla sus tropas nacionales y advenedizas. Participa el sultán de Caramania la retirada de Amurates, [1308] y una llamada poderosa por el mismo interior de Anatolia; y si pidiendo las escuadras de Occidente al mismo pudieran resguardar los estrechos del Helesponto, quedaba la monarquía otomana descuartizada y exánime. Cielo y tierra debían regocijarse con el exterminio de los infieles, y el Legado, con estudiados anuncios, fue derramando la voz de la asistencia invisible, y tal vez patente, del auxiliar sobrehumano, del Hijo de Dios y de su divina Madre.

Alarido unánime proclama con las sectas húngaras y polacas la guerra religiosa, y Ladislao atraviesa el Danubio acaudillando la hueste confederada y se interna hasta Sofía, capital de Bulgaria; y alcanza luego dos victorias señaladas atribuidas debidamente al valor y desempeño de Huniades. En la primera con su vanguardia de diez mil hombres sorprende los reales turcos; en la segunda vence y hace prisionero a su general más afamado, a pesar de su ventaja doble en número y situación. Entra el invierno y el obstáculo de suyo poderoso y ahora robustecido en el tránsito del Haemus, ataja la carrera del prohombre, mediando ya tan sólo el corto trecho de seis jornadas para descubrir las torres de Andrinópolis, entonces ya enemigas, y sin embargo compañeras del Imperio griego. Retírase intacto el ejército, y entra en Buda triunfalmente bajo ambos conceptos, el religioso y el militar. Encabezan la función los eclesiásticos y siguen el rey y los guerreros a pie quienes ostentan en seguida los galardones equitativos que merecen al par ambas naciones, alternando por igual el engreimiento de la victoria con la humildad cristiana. Trofeos patentes son trece bajaes, nueve pendones y cuatro mil cautivos y como todos se muestran propensos a creer y nadie se arroja a contradecir, abultan los cruzados sin saber los millares de turcos fenecidos en la campaña. [1309] La prueba más terminante y el resultado más ventajoso de la victoria es una diputación del diván, en demanda de paz con la evacuación de la Serbia y rescate de prisioneros, evacuando también los confines de Hungría. Afianza el tratado los objetos fundamentales de la guerra; el rey, el déspota y el mismo Huniades en la dieta de Segeddin se dan por satisfechos con sus logros públicos o particulares. Se ajusta una tregua de diez años; y los secuaces del Evangelio y del Alcorán juran por Jesús y por Mahoma, invocando el nombre de Dios, como resguardo de la verdad y vengador de toda alevosía. Propone el enviado turco que en vez del Evangelio se traiga la Eucaristía, esto es, la presencia efectiva de la Deidad católica; mas los cristianos se retraen de profanar el misterio sacrosanto y toda contienda supersticiosa se compromete menos con vínculos espirituales que con los símbolos extensos y palpables de un juramento. [1310]

Durante la negociación enmudece allá ceñudamente el Legado, sin querer aprobar ni poder contrarrestar la avenencia del rey con el pueblo; pero sigue aun la dieta cuando Salicio se robustece con la noticia halagüeña de que el caramanio ha invadido Anatolia, y el emperador griego, Tracia, de que las escuadras de Venecia, Génova y Borgoña están señoreando el Helesponto y de que los aliados, sabedores de la victoria y ajenísimos del ajuste de Ladislao, estaban todos ansiando el regreso de la hueste triunfadora. [1311] «Con que —prorrumpe el cardenal—, ¿así os desviáis de sus esperanzas y de vuestra propia ventura? Empeñada tenéis vuestra fe con ellos, con Dios y con toda la hermandad cristiana, y aquel compromiso anterior anonada un juramento temerario y sacrílego con los enemigos de Cristo. El romano pontífice es su vicario en la tierra, y sin cuya sanción jamás os cabe prometer ni cumplir. Yo os absuelvo, en su nombre, de todo perjurio, y santifico vuestras almas; seguid mis huellas por el rumbo de la Iglesia y la salvación, y si escrupulizáis por ventura, descargad sobre mi cabeza el castigo de vuestro pecado». Aquella funestísima sutileza campea al arrimo de la majestad aparente y la liviandad efectiva de toda reunión popular: se decreta la guerra, en el mismo solar de la paz recién jurada, y los cristianos al ir a ejecutar el convenio se abalanzan a los turcos mereciendo el apodo de infieles. Huella Ladislao su palabra y juramento, cohonestando su maldad con la religión de aquel tiempo; su disculpa más cabal, o por lo menos más graciable para el pueblo se pudiera cifrar en la prepotencia de sus armas y el rescate de la Iglesia oriental. Pero aquel mismo tratado, vinculador de su conciencia, redundó en quebranto sumo de sus grandiosas fuerzas. Al eco de la paz ajustada, todo voluntario francés y germano desaparece susurrando sañudamente, yacen los polacos exánimes, exhaustos con tanta guerra lejana, y luego tal vez mal hallados con el mando extranjero; y entre tanto los palatinos al resguardo del competente permiso se retiran a sus provincias y castillos. Hierve Hungría en partidos, y escrupuliza honradamente sobre aquel trance, y el paradero de la cruzada entera viene a reducirse a la escasilla fuerza de algunos veinte mil hombres. Un caudillo de Valaquia incorporado en la hueste regia con sus vasallos, prorrumpe desenfadadamente en que todo el número de los permanentes apenas iguala en gente a las monterías y recuas del sultán, y el regalo de dos caballos velocísimos podía hacer caer en la cuenta a Ladislao de su precisión reservada acerca del acontecimiento. El déspota de Serbia sin embargo recobrada su patria y familia, se aviene al nuevo compromiso con el brindis de reinos enteros, y la bisoñez del rey, el entusiasmo del legado y la arrogancia marcial de Huniades conceptuaron que todo obstáculo se iba a postrar ante la prepotencia irresistible de la espada y de la cruz. Atravesado ya el Danubio, se ofrecen dos rumbos en demanda de Constantinopla y del Helesponto; el uno sitio áspero, quebradísimo y arriesgado, por serranías, con el nombre del monte Haemus; el otro más dilatado, pero seguro, por llanuras y playas del Euxino, en el cual pudieran los costados al estilo de los escitas fortalecerse con un vallado de carruajes siempre en movimiento. Éste es atinadamente el preferido; atraviesan los católicos las llanuras de Bulgaria quemando con inhumanidad antojadiza las aldeas y las iglesias de los cristianos indefensos, y los últimos reales se plantea en Varna, cerca de las playas del mar, nombre para siempre memorable por el descalabro y muerte de Ladislao. [1312]

Infaustísimo solar, donde en vez de hallar una cruzada confederada que cooperase a sus intentos, se sobresaltan con la llegada ejecutiva del mismo Amurates, que se dispara de su soledad de Magnesia, y traslada las huestes asiáticas al resguardo de Europa. Escritores hay que tildan al emperador griego con el hecho de franquear por zozobra o por cohecho, el tránsito del Bósforo; y a los genoveses les está todavía afeando la manchada avenencia, como también al sobrino del papa, almirante católico, vendiendo la franquicia del general enemigo. Adelántase el sultán desde Andrinópolis, a marchas forzadas, capitaneando sesenta mil hombres, y cuando el cardenal y Huniades, hechos cargo de las fuerzas y táctica de los turcos, tratan, ya menos fogosos, de entablar la disposición tardía e inasequible de su retirada, tan sólo el rey está resuelto a morir o vencer, y aquel denuedo está muy próximo a lograr una lid gloriosa y salvadora. Contrapuestos se hallan los soberanos en el centro, y los beglerbegs, o generales de Anatolia, mandan la derecha y la izquierda contra los diversos ecos del déspota y de Huniades. Arrollan éstos a sus contrarios; pero esta gran ventaja redunda en sumo daño, pues tras el primer arranque de la contienda, acalorados los vencedores en el alcance, se disparan temerariamente hasta lejos del enemigo, y sin servir de arrimo a sus compañeros. Está mirando Amurates la huida de sus tropas, y desahuciado ya de su propia fortuna y del Imperio, un jenízaro veterano afianza la rienda de su caballo, y el soberano tiene la magnanimidad de perdonar y aun permitir al soldado que osa advertir su pavor y atajarle la huida. Un traslado del convenio, como padrón de la alevosía cristiana, está patente en el centro de la formación, y cuéntase que el sultán, en el afán de su quebranto, levantó sus ojos y sus manos al cielo, implorando el amparo del Dios de la verdad, e invocó al mismo Profeta como por vengador del escarnio impío de su nombre y religión. [1313] El rey de Hungría con fuerzas inferiores y mal ordenadas se abalanza confiadísimo en la victoria; mas la falange incontrastable de los jenízaros le ataja la carrera, y si hemos de creer a los anales otomanos, el venablo de Amurates vino a traspasarle el caballo; [1314] cae lanceado por la infantería, y un soldado turco vocea: «Húngaros, aquí está la cabeza de vuestro rey». Muere Ladislao y se declara la derrota. Al regresar Huniades de un alcance insensato, prorrumpe en lamentos por su yerro y por el quebranto público; se empeña en rescatar el regio cadáver, hasta que el remolino violento de vencedores y vencidos lo arrebata y entonces echa el resto de su aliento y de su maestría en poner siquiera en salvo el resto de su caballería valaquia. Hasta diez mil cristianos yacen por el campo de la desahuciada batalla de Varna; la pérdida de los turcos, mayor en el número, guardó menos proporción en el conjunto de fuerzas; pero el sultán afilosofado no se empacha de confesar que con otra victoria semejante queda consumado su exterminio. Manda levantar una columna en el sitio donde cayó Ladislao, pero la inscripción comedida, en eso de tildar la temeridad, encumbra el denuedo, y lamenta la desventura del joven húngaro. [1315]

Antes de trasponer el campo de Varna, tengo que hacer alto en la índole y gestiones de entrambos personajes principales, el cardenal Juliano y Juan Huniades. Juliano Cesarinio, [1316] de alcurnia esclarecida en Roma, abarcó en sus estudios al par la literatura griega y latina, y las facultades de la jurisprudencia y la teología y su temple grandioso, descolló igualmente en la escuela, en la milicia y en la corte. Revestido con la púrpura romana, parte al instante para Germania con el fin de armar el Imperio contra los rebeldes y herejes de Bohemia. Ajena es toda persecución de un legítimo cristiano; la profesión militar es impropia de un sacerdote; pero el tiempo disculpa lo primero, y lo segundo queda airoso con la bizarría de Juliano, que permanece animoso y aislado en aquella huida afrentosa de la hueste germana. Como legado del papa, abrió el concilio de Basilea; mas luego aquel presidente campeó como el adalid más denodado de la libertad eclesiástica, y su desempeño fervoroso encabezó una oposición de nueve años. Propone procedencias ejecutivas contra el predominio y la persona de Eugenio, y allá tiene móviles reservados de interés y de conciencia que le invitan a posponer de intento el partido popular. Retírase el cardenal de Basilea, pasa a Ferrara, y con los debates de griegos y latinos, ambas naciones se pasman con su maestría en los argumentos y la trascendencia de su sabiduría teológica. [1317] En su embajada de Hungría, ya hemos presenciado las aciagas resultas de su sofística elocuencia, de la cual el mismo latino vino a ser la primera víctima. El cardenal, sacerdote y guerrero fenece en la derrota de Varna, y las circunstancias de su muerte se refieren con harta variedad; pero se cree generalmente que abrumado con una porción enorme de oro y poco expedito para ponerse en salvo, cebó la codicia de algunos cristianos fugitivos.

De humilde, o por lo menos mal averiguada cuna, el mérito elevó a Juan Huniades al mando de los ejércitos húngaros. Era su padre de Valaquia y su madre griega, cuya alcurnia desconocida podría entroncarse con los emperadores de Constantinopla, y las pretensiones de los valaquios, atenidos al apellido de Corvino, y al lugar de su nacimiento, suponía algún mérito privado, para mezclar su sangre con los patricios de la antigua Roma. [1318] Sirvió de nuevo en las guerras de Italia, donde le detuvo con doce jinetes el obispo de Zagrab; la pujanza del caballero blanco [1319] sobresalió desde luego; aumenta sus haberes con un enlace ventajosísimo en dote y nobleza, y en el resguardo de los confines húngaros, ganó en un mismo año hasta tres refriegas contra los turcos. Su influjo principalmente coronó a Ladislao en Polonia, quien recompensó aquella oficiosidad importantísima con el título y empleo de vaivoda de Transilvania. La primera cruzada de Juliano enramó su sien con los laureles turcos, y en la desventura general, el desacierto tan infausto de Varna vino a quedar olvidado. Con la ausencia y minoría de Ladislao de Austria, rey titular, quedó Huniades como capitán general y gobernador de Hungría; y aunque al pronto el pavor acalló la envidia, un reinado de doce años desde luego supone cargos de política no menos que de milicia. Sin embargo, en el pormenor de sus campañas no aparece el concepto de un caudillo consumado, pues el caballero blanco solía pelear mejor con la mano que con la cabeza, como gran guerrillero, que combate sin aprensión y huye sin empacho y su vida militar consta toda de una alternativa novelada de victorias y correrías, un vaivén incesante de avances y retiradas. Los turcos que apelaban a su nombre para asustar a sus niños traviesos, le llamaban estragadamente Jancus Lain, el Malvado; su odio comprueba su gran concepto; guardado el reino por él, no dio cabida a desmán alguno, y lo experimentaron más malo y formidable, cuando estaban creyendo de plano, que el capitán y sus armas andaban perdidos de remate. En vez de ceñirse a la guerra defensiva, a los cuatro años del gran descalabro de Varna, se interna de nuevo por el corazón de la Bulgaria, y en los llanos de Cosova está contrarrestando por tres días, el empuje del ejército turco, cuatro veces mayor que el suyo. Huyendo a solas por las selvas de Valaquia, tropieza el héroe con dos salteadores; pero mientras se pelean por la cadena de oro que lleva al cuello, recobra su alfanje, mata al uno, mata al otro, y tras mil trances de cautiverio y muerte, consuela con su presencia un reino abatido. Pero el rasgo portentoso y más esclarecido de su vida, es la defensa de Belgrado, contra el poderío de Mohamed II en persona. Tras un sitio de cuarenta días, y dueños ya de parte de la ciudad, tienen los turcos que cejar y levantar el sitio y desviarse; y las naciones gozosísimas, celebran a Huniades y a Belgrado, como baluartes de la cristiandad. [1320] Como al mes de aquel rescate portentoso, fallece el prohombre, y su epitafio más grandioso es el pesar del príncipe otomano, quien prorrumpe suspirando en que ya no le ayuda esperanza del ansiado desagravio contra el único antagonista que había logrado anteponerse a sus armas. Vacío el trono, los húngaros agradecidos eligen y coronan a Matías Corvino, mozo de dieciocho años. Dilatado y venturoso es su reinado, aspirando Matías a la gloria del heroísmo y de la santidad, y su mérito positivo y acendrado se cifra en el fomento de la literatura; y los historiadores elocuentes, llamados de Italia, como lumbreras de la culta latinidad por el hijo, decantan a porfía las prendas del padre. [1321]

En punto a heroísmo se suelen emparejar Juan Huniades y Scanderbeg, [1322] y ambos se hacen acreedores a nuestra recomendación, empleando colmadamente las armas otomanas, fueron dilatando el vuelco del Imperio griego.

Juan Castriota, padre de Scanderbeg, era un príncipe hereditario [1323] de un distrito reducido del Epiro o Albania, en las serranías cercanas al mar Adriático. Ajeno de contrarrestar el poderío del sultán, Castriota tiene que avenirse a las condiciones violentísimas de paz tributaria, entregando sus cuatro hijos por prendas de su lealtad; y aquellos jóvenes cristianos, tras padecer los rigores de la circuncisión, tienen que imbuirse en la religión mahometana, y luego militar entre los turcos, según su sistema y disciplina. [1324] Los tres hermanos mayores andan revueltos en el tropel de la servidumbre, y no cabe comprobar la certeza o falsedad del veneno a que se atribuyen sus muertes. Mas queda desvanecido aquel recelo con el trato paternal que logra de Jorge Castriota, el cuarto hermano, quien a los asomos de su mocedad, descuella con el brío y la superioridad de todo un soldado. El vuelco seguido de un tártaro y dos persas que osan retar a la misma corte turca, le granjea la privanza de Amurates, y el apellido turco de Scanderbeg (Iskender Beg) o el señor Alejandro, es un recuerdo perpetuo de su nombradía y su servidumbre. Queda el principado de su padre constituido en provincia, compensándole aquel quebranto con la jerarquía y dictado de Sangiak, que es el mando de cinco mil caballos, y el arranque fundamental para ascender a los empleos supremos del Imperio. Sobresale en las guerras de Europa, y de Asia; y no podemos menos de sonreírnos del artificio o credulidad del historiador, quien da por supuesto, que en toda refriega se desentendía de los cristianos, abalanzándose con brazo fulminante sobre los enemigos musulmanes. La gloria de Huniades centellea sin asomo de vituperios batallando más y más por la religión y la patria; pero los émulos de su competidor, encareciendo su patriotismo, lo apodan apóstata y traidor. Para el concepto de los cristianos, suena Scanderbeg en rebeldía con los agravios de su padre, la muerte confusa de sus tres hermanos, su propio desdoro y la servidumbre de su país, al paso que idolatran el afán caballeroso, aunque tardío, con que acudió aclamando y engrandeciendo la fe y la independencia de sus antepasados. Mas desde la edad de nueve años, vive empapado en las doctrinas del Alcorán, desconoce el Evangelio; la autoridad y la costumbre labran la religión de toda soldadesca, ni cabe el alcanzar cómo y con qué iluminación repentina pudo a los cuarenta aparecérsele el Espíritu. [1325] Más acendrados e inexpugnables a todo embate de interés o venganza fueran sus motivos, si estallara su cadena desde el primer trance de imponerle su esclavitud; pero media largo olvido y desdora su derecho fundamental, y por cada año la obediencia y ascensos se va estrechando de nuevo el vínculo mutuo entre el sultán y el súbdito. Si Scanderbeg abrigó de antemano la creencia del cristianismo y el ánimo de su rebeldía, todo pecho pundonoroso abominará del rastrero disimulo, que sigue viviendo ruinmente para luego desmandarse, prometiendo únicamente para perjurarse, y hermanándose eficacísimamente con el empeño de perder temporal y espiritualmente tantos miles de sus desventurados compañeros. ¿Elogiaremos por ventura la correspondencia reservada, mientras está mandando la vanguardia del ejército turco? ¿Disculparemos aquella deserción alevosa que brinda con la victoria a los enemigos de su bienhechor? En la revuelta de un descalabro, clava la vista en el reis effendi, o secretario principal, y con la daga al pecho le arrebata el firmán, o la patente del gobierno de Albania, y matando al notario y los suyos, precave el resultado de quedar el golpe descubierto. Se escudó con denodados compañeros, a quienes comunica su intento, huye de noche, y arrebatadamente marcha y se resguarda en las serranías paternas. Presenta el mandato regio en Croya y se le franquean las puertas, y apenas se posesiona de la fortaleza, Jorge Castriota arroja la máscara de tanto disimulo, abjura del Profeta y el sultán y se pregona a sí mismo, como vengador de su alcurnia y de su patria. Al eco de religión y libertad, estalla una rebelión general, los albanos, casta guerrera, se aferran unánimes en vivir y morir con su príncipe hereditario, y las guarniciones otomanas tienen que avenirse a la alternativa del martirio o el bautismo. Se juntan los estados del Epiro y nombran a Scanderbeg caudillo de la guerra turca, comprometiéndose los aliados a acudir con su cuota respectiva de gente y caudales. Contribuciones, posesiones patrimoniales y las salinas de Selina rinden anualmente hasta doscientos mil ducados, [1326] y el todo, con un leve cercén para el lujo indispensable, se aboca a las urgencias públicas. Es popular en sus modales, pero severísimo en la disciplina; en sus reales no tiene cabida el menor vicio; su ejemplo robustece la autoridad militar; y bajo su mando son los albanos invencibles en su propio concepto, y sobre todo en el de sus enemigos. Acuden al eco de su nombradía los prohombres más esclarecidos para sus aventuras, en Francia y en Germania, y solicitan entrar a su servicio; su ejército permanente se reducía a ocho mil caballos y siete mil infantes; menguados eran los cuadrúpedos para los jinetes diestrísimos; y desde luego se hizo cargo de los inconvenientes y ventajas de sus muchas serranías, y al resplandor de señales muy combinadas, la nación entera tenía que acudir a sus respectivos puntos. Contrarresta Scanderbeg, con armas tan desiguales, por espacio de veintitrés años todo el poderío otomano, y el rebelde burla, perseguido con menosprecio y con saña implacable, el embate de dos emperadores, Amurates II y su hijo mayor. Entra Amurates en Albania acaudillando sesenta mil caballos y cuarenta mil jenízaros; logra ir asolando el país abierto, ocupar luego las poblaciones indefensas, trocar las iglesias en mezquitas, circuncidar a los niños cristianos, y matar a los adultos pertinaces que cautiva; pero todas sus conquistas se limitan a la escasa fortaleza de Sfetigrado, y aun la guarnición siempre invicta se rindió con un ardid vulgarísimo, y por un escrúpulo supersticioso. [1327] Retírase Amurates con vergonzoso quebranto de los muros de Croya, y de su castillo, residencia del soberano; éste sigue al enemigo, quien ya en el mismo sitio, ya en su retirada, le hostiliza día y noche, y desaparece y embiste casi invenciblemente, [1328] y aquel desengaño acibara, y tal vez acorta, los postreros días del sultán desesperado. [1329] Remuerde también el mismo gusano el pecho de Mohamed II, quien rebosando de triunfos, tiene que avenirse a negociar por medio de sus lugartenientes una tregua, y entretanto el príncipe albano logra la suma nombradía de campeón certero e incontrastable de la independencia nacional. El entusiasmo de la religión y de sus proezas caballerescas lo ha endiosado con los dictados de Alejandro y Pirro, ni se ruborizaron éstos de reconocer por compañero a su gran paisano; pero su menguado señorío, y apocadas fuerzas lo rezagan a larguísima distancia de aquellos prohombres antiguos triunfadores, ya de Oriente, ya de las legiones romanas. Sus brillantísimas hazañas, los bajaes que dio al través, los ejércitos que arrolló, y los tres mil turcos que degolló con su propia mano, todo tiene que pesarse en la balanza de una crítica desconfiada.

Contra enemigos idiotas, y allá en las lóbregas soledades del Epiro, sus biógrafos parcialísimos, pueden a su salvo y a sus anchuras novelar hasta lo sumo; pero aquellas patrañas quedan expuestas a la luz de la historia italiana, y su relación fabulosa de expedición a Nápoles, tramontando el Adriático al frente de ochocientos caballos para sostener a su monarca, tan sólo redunda en desconcepto de todo el contenido de sus hazañas. [1330] Pudieran confesar, sin desmán para su nombradía, que por fin el poderío otomano vino a postrarlo, y en su trance apuradísimo acudió al papa Pío II para refugiarse en el Estado eclesiástico, y exhaustos quedaban sus recursos, puesto que Scanderbeg feneció como fugitivo en Liso, perteneciente al territorio veneciano. [1331] Vencedores los turcos atropellaron su sepulcro; pero los jenízaros engastando los huesos en sus brazaletes, manifestaron con aquel desvarío supersticioso, su acatamiento involuntario al desventurado heroísmo. El exterminio ejecutivo de su patria podrá arrancar su realce a la gloria del prohombre; mas si se dedicara a contrapesar las resultas de la sumisión o de la resistencia, un verdadero patricio quizás se desentendiera de contrarresto tan inasequible, y cifrado todo en la vida y el desempeño de un solo individuo. Esperanzó tal vez Scanderbeg equivocadamente, que el papa, el rey de Nápoles y la República veneciana, acudiría al socorro de un pueblo cristiano, antemural de la costa británica y del estrecho tránsito de Grecia a Italia; pero en fin su hijo tierno se salva del naufragio nacional; logran los Castriotas la investidura [1332] de un ducado napolitano, y su sangre campea todavía en las primeras alcurnias del reino. Una colonia de albanos fugitivos plantea su morada en Calabria, conservando todavía ahora mismo el habla y las costumbres de sus antepasados. [1333]

Dilatadísima es mi carrera de la decadencia y ruina del Imperio Romano; pero llego por fin al reinado último de los príncipes de Constantinopla, que tan desmayadamente siguieron sosteniendo el nombre y la majestad de los antiguos Césares. Muere Juan Paleólogo, a los cuatro años de la cruzada húngara, [1334] y la familia regia, con el fallecimiento de Andrónico y la profesión monástica de Isidoro, queda reducida a tres príncipes, Constantino, Demetrio, y Tomás, hijos del emperador Manuel. Distantes viven los dos últimos en Morea, pero Demetrio, poseedor del estado de Selibria, se halla en los arrabales, encabezando un partido. El conflicto público no refrena su ambición, y su conspiración, al arrimo de turcos y cismáticos, está ya alterando al sosiego de su patria. Se atropellan las exequias del último emperador sospechosamente; aspira Demetrio al solio vacante, escudado con la frívola sofistería, con la vulgaridad de haber nacido en la púrpura, como primogénito en el reinado de su padre. Pero así como la emperatriz madre, Senado, milicia, clero y pueblo, se manifiestan unánimes por la causa del legítimo sucesor, y el déspota Tomás, quien, ajeno de la novedad, asoma accidentalmente por la capital, y esfuerza eficaz y decorosamente los intereses de su hermano ausente. Pasa un embajador, el historiador Franza, a la corte de Constantinopla, y lo recibe Amurates con distinción, haciéndole varios regalos; pero aquella anuencia graciable del sultán está brotando soberanía, con ínfulas de dar luego al través, y para siempre, con el Imperio oriental. Las manos de los diputados esclarecidos ciñen, sobre la antigua Esparta, la corona imperial en las sienes de Constantino. Al asomar la primavera, huyendo desde Morea, sortea la escuadra turca, y al año de mil aclamaciones, se goza con las funciones aparatosas del nuevo reinado, y postra con sus donativos los postreros alientos del erario. Resigna en sus hermanos la posesión de Morea, y el frágil resguardo de juramentos y abrazos notifica en presencia de la madre la amistad vidriosa de entrambos príncipes. El afán inmediato es el apronto de consorte; se le propone una hija del dogo de Venecia; pero la nobleza bizantina le contrapone la suma distancia de un monarca hereditario y un magistrado electivo, y en el conflicto consecutivo, el caudillo de la República trae luego a la memoria aquel desaire. Titubea después Constantino entre las alcurnias regias de Georgia y Trebisonda, y la embajada de Franza está representando en su vida pública y privada los últimos días del Imperio Bizantino. [1335]

El protovestiario, o Gran Camarero, Franza, da la vela en Constantinopla, con ínfulas y aparato de padrino de un desposorio, ostentando las sellas de la opulencia y el lujo de antaño. Nobles y guardias, médicos y monjes, componen su crecidísima comitiva, le acompaña grandiosa orquesta, y dura el plazo de la embajada hasta dos años. Agólpase el gentío de ciudades y aldeas en torno de aquellos advenedizos, y es su sencillez tan extremada, que se deleitan con la armonía sin cerciorarse de su motivo. Asoma entre el remolino un anciano de más de un siglo, cautivo de los bárbaros [1336] y que está entreteniendo a sus oyentes con una conseja sobre los portentos de la India, [1337] de donde había regresado a Portugal por mares desconocidos. [1338] Sigue desde aquel país agasajador a la corte de Trebisonda, cuyo príncipe le noticia el fallecimiento de Amurates. En vez de regocijarse con aquel fallecimiento, el estadista consumado prorrumpe en la zozobra de que el mozo sucesor, en extremo ambicioso, se desentendería del sistema cuerdo y pacífico del padre. Al fallecimiento del sultán, su esposa cristiana María, [1339] hija del déspota serbio, vuelve honoríficamente al hogar paterno, y por la nombradía de su hermosura y sus prendas, la recomienda el embajador como el objeto más digno del consorcio imperial; y Franza se hace cargo de las objeciones especiosas que pudieran hacerse, y las desvanece sin contraste. La majestad de la púrpura ennobleciera todo enlace desigual; el impedimento del parentesco se zanja con un raudal de limosnas, y le dispensa la Iglesia de la tacha del entronque turco, se había disimulado en sus varios trances; y aunque la hermosa María está ya asomada a los cincuenta años se podía aun esperanzar de ella un heredero para el Imperio. No deja Constantino de dar oídos a este dictamen que le trae el primer bajel que sale de Trebisonda; pero intereses palaciegos se oponen al desposorio, y queda por último zanjado con la religiosidad de la sultana, que termina sus días en un convento. Atónito a la alternativa sobredicha, elige Franza por fin la princesa georgiana, y cuyo padre se engríe con tan esclarecido entronque. En vez de pedir, según allá la usanza primitiva de la nación un pago de la hija, [1340] ofrece una dote de cincuenta y seis mil ducados, con una pensión anual de cinco mil, y la oficiosidad del embajador queda galardonada con el compromiso de que, si el emperador le había favorecido al hijo en su bautismo, la hija alcanzaría la atención esmerada de la emperatriz. Regresa Franza, el monarca griego ratifica el convenio, quien con su propia firma, estampa tres cruces encarnadas en la bula de oro, y asegura al enviado de Georgia que al rayar la primavera, irán sus galeras en busca de la princesa para conducirla al palacio imperial. Pero Constantino recibe a tan leal sirviente, no con la aprobación tibia de un soberano, sino con la llaneza expresiva de un amigo. «Desde la muerte de mi madre y de Cantacuzeno, la única que me aconsejaba sin el menor interés o inclinación personal, [1341] me veo cercado —prorrumpe el emperador—, siempre por gentes, con quienes no me cabe terciar en amor, aprecio y confianza. Ahí está Lucas Notaras, almirante supremo, quien aferrado siempre a su dictamen, vocea, pública y privadamente, que sus arranques son idénticos por esencia con mis pensamientos y acciones. Los demás palaciegos se atienen a sus miras personales o banderizas, ¿y cómo he de ir a consultar con monjes, en punto de política o de enlace? Tengo todavía que emplearos altamente en materias de actividad y de confianza. A la primavera tendrás que recabar de uno de mis hermanos, que vaya en demanda de auxilios de las potencias occidentes; desde Morea has de pasar a Chipre con una comisión peculiar, y desde allí a Georgia para recibir y conducirme la emperatriz venidera». «Vuestras ordenes —contestó Franza—, son incontrastables. Pero tened a bien, Señor —añade con una sonrisa formal—, haceros cargo, de que si yo vivo de continuo ausente de mi familia, puede quizás mi esposa ir en busca de otro marido, o parar en algún monasterio». Prorrumpe en risa el emperador con aquel arranque, y luego le consuela con la palabra halagüeña de que ya ha de ser su postrer novicio fuera, y que tenía reservada para su hijo una heredera principal y acaudalada, y para él allá el cargo de gran logoteta, o primer ministro de Estado. Queda luego aparatada la boda; pero el empleo, aunque incompatible con el que está ejerciendo, estaba ya ocupado por la ambición del almirante. Tuvo que mediar algún plazo, combinar la anuencia y algún equivalente, y el nombramiento de Franza viene a quedar declarado y suprimido a medias, por no lastimar las ínfulas de un privado poderoso. Se emplea el invierno en los preparativos de la embajada; y como Franza tenía dispuesto logran la proporción para su hijo de presenciar en su mocedad extraños países, y si asomaba algún peligro dejarlo a buen recaudo en Morea con la parentela materna; todos aquellos intentos públicos y privados, se interrumpen con la guerra turca, y vienen a quedar soterrados con el exterminio del Imperio.