LXIX
ESTADO DE ROMA DESDE EL SIGLO XII - DOMINIO TEMPORAL DE PAPAS - SEDICIONES EN LA CIUDAD - HEREJÍA POLÍTICA DE ARNALDO DE BRESCIA - RESTABLECIMIENTO DE LA REPÚBLICA - LOS SENADORES - ORGULLO DE LOS ROMANOS - SUS GUERRAS - QUEDAN DEFRAUDADOS DE LA ELECCIÓN Y PRESENCIA DE LOS PAPAS, QUIENES SE RETIRAN A AVIÑÓN - EL JUBILEO - FAMILIAS NOBLES DE ROMA - ENCONO ENTRE COLONNAS Y URSINOS
Clávase la vista en la ciudad imperial, durante los primeros siglos de la decadencia y caída del Imperio Romano, cuyo centro estuvo dando leyes a la parte más aventajada del globo. Absortos miramos al pronto tan suma grandeza, para condolernos luego, sin dejar un punto de merecer nuestro ahínco, y al desviarnos de la capital para atender a sus provincias, las conceptuamos a fuer de ramas desgajadas de su primitivo tronco. La fundación de la segunda Roma por las playas del Bósforo, ha precisado al historiador a ir siguiendo los pasos a todo sucesor de Constantino; y nuestra curiosidad ha tenido que ir presenciando comarcas de Europa y de Asia para desentrañar las causas y autores del dilatado menoscabo de la monarquía bizantina. Con la conquista de Justiniano, hemos tenido luego que acudir, por las orillas del Tíber, al rescate del antiguo capitolio; mas aquella redención, redunda tal vez en mayor destemplanza y recargo de servidumbre. No asoman ya en Roma trofeos, dioses ni Césares, y el señorío godo fue más afrentoso y violento que la tiranía griega. En el siglo VIII de la era cristiana, una contienda religiosa, el culto de las imágenes, incitó a los romanos para volver por su independencia; su obispo se constituye padre de un pueblo libre en lo temporal y espiritual; y en el Imperio occidental, restablecido por Carlomagno, el dictado y las imágenes están todavía condecorando la constitución peregrina de la Alemania moderna. Acatamos todavía mal que nos pese el nombre de Roma; no es ya idéntico el clima [1439] prescindiendo del móvil que lo influye; bastardea aquella sangre con miles de impurezas; mas la perspectiva siempre ostentosa de sus escombros, y la memoria de su poderío, avivó tal cual pavesa del brío nacional. Allá entre las tinieblas de la Edad Media asoman escenas dignísimas de nuestro recuerdo; ni me cabe orillar la presente obra, sin rasguear el estado y revoluciones de la ciudad romana, que se avino al señorío absoluto de los papas, por el mismo tiempo en que yació Constantinopla bajo la servidumbre de las armas turcas.
A los asomos del siglo XII, [1440] era de los primeros cruzados, reverenciaban los latinos a Roma, como la primada del orbe, como el solio del papa y del emperador, quienes cifraban su dictado en la ciudad sempiterna, con sus timbres y el derecho o ejercicio del dominio temporal. Tras interrupción tan dilatada, no será superfluo el repetir que los sucesores de Carlomagno y de los Otones, se elegían allende el Rin en dicta nacional; pero que se contentaban aquellos príncipes con los nombres más llanos de reyes de Germania e Italia, hasta que frecuentaban los Alpes y el Apenino, en pos de la corona imperial sobre las orillas del Tíber. [1441] A distancia competente de la ciudad, les salía al encuentro una procesión dilatada del clero y del vecindario con palmas y cruces; y los emblemas aterradores de lobos y leones, de dragones y águilas; tremolando en las banderas militares, representaban al vivo las legiones y cohortes ya desaparecidas de la República. Se proclamaba hasta tres veces el juramento real de cercenar los fueros de Roma, en el puente, en la puerta, y en la gradería del Vaticano, y el reparto del donativo acostumbrado era un escaso remedo de la magnificencia de los primeros Césares. Se verificaba la coronación en la iglesia de san Pedro por mano de su consagrado sucesor; la voz de Dios resonaba al par con la del pueblo, y la anuencia pública se manifestaba con las aclamaciones de «viva y triunfe nuestro soberano el papa, y viva y triunfe nuestro soberano el emperador; viva y triunfe la armonía romana y teutónica». [1442] Los nombres de César y de Augusto, las leyes de Constantino y Justiniano, el ejemplo de Carlomagno y de Otón, planteaban el señorío supremo de los emperadores; su dictado y busto se estampaban en las monedas pontificias [1443] y su jurisdicción descollaba con la espada de la justicia, que entregaban al prefecto de la ciudad. Pero nombres, idioma, costumbres de un dominador bárbaro lastimaban las ínfulas del vecindario romano. Acaudillaban los Césares de Sajonia y Franconia a su aristocracia feudal, no les cabría ejercitar disciplina civil o militar para afianzar la obediencia de un pueblo remoto, ajeno de toda servidumbre; aunque tal vez incapaz de verdadera independencia. Por una vez única en su vida, cada emperador con su hueste allá teutónica, o de vasallos propios, se descolgaba de los Alpes. Ya queda descrita la formación pacífica de su entrada, pero por lo más se alteraba el orden con la vocería y desenfreno de los romanos, que se disparaban contra su soberano amo, a fuer de un invasor advenedizo; su despedida solía ser arrebatada y a veces vergonzosa, y en la ausencia de un reinado de largos años, su autoridad padecía desacatos y su nombre queda traspuesto. Progresa la independencia en Germania e Italia, fue socavando la soberanía imperial, y el triunfo de los papas fue el rescate de Roma.
De entrambos soberanos, reinaba el emperador arrebatadamente por derecho de conquista; pero la autoridad de los papas se fundaba en el cimiento halagüeño y más sólido de la opinión y la costumbre. El desvío de aquel influjo devolvió y recomendó el pastor a su grey. En vez del nombramiento arbitrario o venal de una corte germana, elegía el colegio de cardenales libremente al vicario de Jesucristo; esto es, en parte, el mismo vecindario de la ciudad. Pueblo y magistrados aplaudían y corroboraban la elección; y la piedad eclesiástica que se estuvo obediente en Suecia y en Bretaña, proceden en suma del voto de los romanos. Aquel voto idéntico tiende a dar un príncipe al par que un pontífice a los romanos. Creíase universalmente, que Constantino había revestido a los papas con el dominio temporal de Roma; y los juristas más osados y los impugnadores más certeros, se ceñían a disputar el derecho del emperador y la validez de la donación. La verdad de aquel acto, y la autenticidad de la donación se arraigaba más y más en la ignorancia y tradición de cuatro siglos, y su origen fabuloso allá se ocultaba tras sus efectos positivos y permanentes. Se estampaba el nombre de Dominus o Señor, en el cuño de los obispos se reconocía su dictado con aclamaciones y juramentos de fidelidad, y con el beneplácito, libre o violento, de los Césares germanos, seguían ejerciendo su jurisdicción suprema o secundaria sobre la ciudad y patrimonio de san Pedro. El reinado pontificio, halagando dos preocupaciones, no era incompatible con los fueros de Roma; y en escudriñando críticamente su potestad, vendría a descubrirse un origen más esclarecido; y es el agradecimiento de la nación por su rescate de la herejía y la opresión del tirano griego. Allá en la lobreguez de la inquisición, tal vez el enlace de las potestades regia y sacerdotal no podían menos de robustecerse mutuamente, y las llaves del Paraíso afianzaban de todo punto la obediencia. Tal vez la santidad de aquel cargo desmerecía con los achaques personales del individuo, pero se borraron los escándalos del siglo X con las prendas pundonorosas y más trascendentales de Gregorio VII y sus varios sucesores, y en las competencias ambiciosas que estuvieron sosteniendo por los fueros de la Iglesia, sus padecimientos y sus logros, fueron al par fomentando la veneración popular. Vagaron a veces con su desamparo y su destierro, acosados de tropelías, y el afán apostólico y tenaz con que se brindaban oficiosamente al martirio se granjeaba la privanza y el cariño de todo pecho católico; pero a veces también desembrazando el rayo desde la cima del Vaticano, entronizaban, sentenciaban y deponían los reyes de la tierra; y entonces ni el romano más engreído se desdoraba con doblegarse ante un sacerdote cuyas plantas se adoraban, y cuyo estribo solía sostenerse por los sucesores de Carlomagno. [1444] Hasta los intereses temporales eran conducentes para escudar la ciudad residencia de los papas, por quienes un vecindario vanidoso y pobrísimo venía a disfrutar decorosamente su pingüe o escasa subsistencia. Las rentas fundamentales iban tal vez a menos, con la tala perpetua por manos sacrílegas de patrimonios en Italia y por las provincias; ni cupo reponer aquel quebranto con la pretensión, o la posesión efectiva, de las pingües donaciones de Pipino y sus descendientes. Pero descollaban más y más el Vaticano y el Capitolio con aquellos enjambres redoblados de peregrinos y demandantes que acudían y ensanchaban el regazo de la cristiandad, y el cúmulo de causas eclesiásticas y seculares abrumaba sin cesar al papa y a sus cardenales. Una jurisprudencia nueva había planteado en la Iglesia latina el derecho y práctica de las apelaciones, [1445] y de todo el Norte y el poniente se agolpaban obispos y abades, de grado o con violencia, tras la solicitud, la queja, la acusación o el descargo, ante el umbral de los Apóstoles. Se refiere además un portento peregrino, y es que dos caballos pertenecientes al arzobispo de Mentz y de Colonia, pasaron y repasaron los Alpes siempre cargados con oro y plata, [1446] y luego se dejó comprender, que así para peregrinos como para clientes, se cifraba menos el éxito de los negocios en su justicia y fundamento que en el importe de su recomendación. Se ostentaban allá galanamente la opulencia y la religiosidad de los advenedizos, y sus desembolsos, sagrados o profanos, giraban por varios conductos para beneficio de los romanos.
Motivos tan poderosos no podían menos de encariñar hasta lo sumo el vecindario romano con su padre espiritual y temporal; pero ímpetus desaforados suelen por lo más atropellar las preocupaciones y los intereses. Al derrumbar el indio un árbol para asir cómodamente la fruta, [1447] y el árabe al saltear las caravanas, ceden igualmente al empuje de su índole montaraz, que huella, tras lo presente, todo lo venidero, y aventando allá las delicias de una posesión segura y dilatada por un gozo momentáneo. Así pues el romano insensato profanaba el santuario de san Pedro robando las ofrendas y malhiriendo a los indefensos peregrinos, sin hacerse cargo del sinnúmero y la importancia de aquellas romerías, que solían atajar con su sacrílego desenfreno. Hasta el influjo de la superstición tiene allá sus vaivenes y extravíos; y el esclavo embrutecido, debe tal vez su rescate a la codicia y el orgullo. Adolece todo bárbaro de ciego rendimiento a las patrañas y ridiculeces de la superstición; mas nunca se prenda de las ilusiones de la fantasía posponiendo la sensualidad, y corriendo tras un motivo remoto, o sea ideal, y sacrificándole la ventaja o interés que tiene a la mano. Con los ímpetus de su mocedad y robustez, su práctica prepondera siempre a su creencia; hasta que la edad, la dolencia o el fracaso le aterran, y la creencia y el remordimiento le arrebatan a regiones soñadas del otro mundo. Tengo muy observado, que los tiempos modernos, con su indiferencia religiosa, son los más adecuados para el sosiego y la seguridad del clero. Allá en el reinado de la superstición, zozobras de tropelías plagaban por lo más las esperanzas fundadas en la ignorancia de la muchedumbre. La opulencia, cuyas creces incesantes iban a empozar en pocas manos todos los haberes del orbe, si el padre la otorgaba a la iglesia, solía el hijo recobrarla a viva fuerza, y si se adoraban las personas, solían también despojarlas, y colocándolas en las aras, iban muchas veces a parar al inmundo polvo. En el sistema feudal de Europa, las armas constituían el distintivo y la prepotencia de los individuos; y en el vaivén de los acontecimientos, enmudecían las leyes y aun la mera racionalidad. Los romanos díscolos menospreciaban el yugo y escarnecían el desvalimiento de su obispo, [1448] cuya índole y educación le vedaban el ejercicio decoroso y arrollador de la espada. Harto cargo se hizo de tamaña diferencia nuestro historiador filósofo: «Si bien el nombre y la autoridad de la corte de Roma eran tan pavorosas en los países remotos de Europa, sumidos todos en profundísima ignorancia, y se hallaban, sobre todo, muy ajenos de calar aquellas interioridades palaciegas, el papa estaba a toda hora presenciando, o más bien padeciendo, desacatos, pues sus enemigos perpetuos se internaban hasta las mismas puertas de la ciudad; y los embajadores que desde los extremos de la tierra le estaban tributando postradamente indignas sumisiones de los mayores potentados del siglo, tenían que forcejear con miles de tropiezos para llegar a presencia del papa y arrojarse a sus pies». [1449]
Envidia suma estuvo causando, desde los tiempos primitivos, el boato pontificio, así como su poderío grandes contrarrestos, con tropelías personales; pero la hostilidad dilatada de mitra y corona agolpó sus enemigos enardeciendo sus iras desaforadas. Los bandos violentísimos de güelfos y gibelinos, tan infaustos para toda Italia, no empeñaban con tesón y vivacidad a los romanos, súbditos a un tiempo y contrarios al obispo y al emperador; pero entrambos partidos acudían en pos de su arrimo, y solían tremolar alternativamente en sus banderas las llaves de san Pedro, y las águilas germanas. Gregorio VII, objeto tal vez de adoración o de odio como fundador de la monarquía pontificia, huye de Roma, y muere desterrado en Salerno. Treinta y seis sucesores suyos [1450] hasta su retirada a Aviñón, sostienen igual contienda con los romanos, quienes se propasan a hollar su edad y el señorío de los vencidos; mancillando con asonada y matanza los ritos solemnes de la Iglesia. Larga y desabrida en extremo fuera la repetición [1451] de tantísima irracionalidad inconexa o premeditada; me ceñiré por tanto a ciertos trances del siglo XII, que representan al vivo la situación de los papas y el estado de la ciudad. En Jueves Santo, mientras está Pascual oficiando ante el retablo mayor, le atruena la vocería popular, pues la muchedumbre le está pidiendo injustamente la confirmación de un magistrado predilecto. Calla, y exaspera más y más su saña, y al desentenderse de barajar los negocios terrestres con los celestiales, le estrechan más y más con amenazas y juramentos de que va lastimosamente a causar y promover el exterminio público. En la pascua de Navidad, mientras el obispo y clero descalzos, y en procesión van visitando los túmulos de los mártires, se ven dos veces asaltados en el puente de san Ángelo, y luego desde el Capitolio, con piedras y saetas. Van en seguida arrasando las casas de sus parciales, y Pascual a duras penas y con sumo peligro logra ponerse en salvo; tiene que levantar una hueste en el patrimonio de san Pedro, y son amarguísimos sus últimos días padeciendo o causando las desventuras de una guerra civil. Más escandalosos todavía son los lances ocasionados por la elección del sucesor suyo Gelasio II para la Iglesia y la ciudad. Cencio Frangipani, [1452] barón prepotente y de suyo desmandado, se aparece en medio de una junta armada y enfurecida; quedan los cardenales desnudos, apaleados y hollados, y así al vicario de Jesucristo, y sin miramiento ostentando al contrario su desacato, lo arrastra por el suelo de los cabellos, lo golpea y abofetea, lo hiere con su espada y lo aherroja y encierra tiránica y brutalmente en su propia casa. Se alborota el pueblo y liberta a su obispo; las familias opuestas contrarrestan a la de Frangipani, y el malvado solicitando indulto se muestra más arrepentido de su malogro que de su atentado. A pocos días asaltan al papa en el mismo altar; y mientras sus amigos y sus contrarios están batallando sangrientamente, huye con todo su ropaje sacerdotal. Al ponerse indecorosamente en salvo, se le conduelen las matronas romanas, y sus secuaces tienen que apearse y esconderse; y por fin en los campos detrás de la iglesia de san Pedro, aquel sucesor suyo, se aparece solitario y medio muerto de afán y de zozobra. Sacude entonces el polvo de sus pies, y el nuevo apóstol huye de una ciudad atropelladora de su excelsa jerarquía y amenazadora de su persona, manifestando la vanidad de su ambición sacerdotal, al confesar que era más llevadero un solo emperador que veinte. [1453] Bastarían estos ejemplos, mas no me cabe trasponer los padecimientos de dos pontífices en un mismo siglo, los Lucios II y III. El primero al trepar en formación de batalla al Capitolio, recibió una pedrada en la sien y expiró a pocos días. Al segundo le malhirieron sus dependientes, y en una asonada le prendieron varios capellanes suyos; y los infames romanos, reservando uno para guía de los demás, le sacaron los ojos, los coronaron a todos con mitras grotescas, los cabalgaron sobre asnos, mirando a la cola, y los juramentaron para ir en aquella lastimosa catadura, a presentarse por vía de lección a la cabeza de la Iglesia. Por esperanza o temor, el temple de los individuos y las circunstancias del tiempo asomaban con algunos intermedios de sosiego y obediencia, y restablecieron al papa con aclamaciones gravísimas en el Laterán o el Vaticano, de donde le habían arrojado con amenazas y tropelías; mas encarnaba honda y perennemente la raíz de tanta maldad y a una temporadilla bonancible antecedió y siguió tal cúmulo de tormentos que la barquilla de san Pedro estuvo muy a pique de zozobrar para siempre. Discordia y guerra estaban más y más desgarrando el regazo de Roma; fortificábanse iglesias y palacios, y se estaban de continuo asaltando por la bandería y las parentelas, y tan sólo Calixto II, después de pacificar Europa, tuvo el denuedo necesario para vedar el uso de armas en la capital. Violentas iras causaron los desafueros de Roma entre las naciones que estaban reverenciando el solio apostólico; y san Bernardo, en una carta a su discípulo Eugenio III, tizna con agudeza y fervor los desbarros de aquel pueblo rebelde. «¿Quién ignora —prorrumpe el monje de Claraval—, la liviandad y arrogancia de los romanos? nación alimentada en alborotos, cruel e insaciable, y contrarrestando a todo mandato, mientras se siente con fuerzas para desobedecer. Al prometer servicios están aspirando a reinar; mientras están jurando homenaje, ya cavilan sobre el trance de la rebelión; echan a volar su descontento con clamores y alaridos, si ven las puertas y los consejos cerrados contra ellos. Mañosos en sus maldades, jamás estudiaron el arte de hacer algún bien. Odiosos al Cielo y a la Tierra, impíos con Dios, sediciosos entre sí mismos, envidiosísimos de todos sus vecinos, a nadie aman y nadie les aprecia, y al querer causar pavor, están siempre temblando ruinmente de zozobra. Ni se avienen a obedecer, ni aciertan a mandar; desleales con los superiores, insufribles con sus iguales, ingratos con sus bienhechores, e igualmente descocados en sus demandas y en sus negativas. Arrogantes al prometer, mezquinos al ejecutar, lisonjas y asechanzas, dobleces y alevosías son las mañas perpetuas de su conducta». A la verdad que retrato tan denegrido no muestra los matices de la caridad cristiana, [1454] pero aquellas pinceladas fieras y disformes, están retratando al vivo a los romanos del siglo XII. [1455]
Al asomar Jesucristo en traza plebeya entre los judíos, todos ellos le volvían la espalda, y los romanos pudieron alegar su ignorancia en cuanto al vicario suyo al verle tremolar el boato y orgullo de un soberano temporal. En el siglo alborotado de las cruzadas, destella tal cual pavesa de ahínco y racionalidad por el Occidente; la herejía de Bulgaria, la secta pauliciana, trasciende aventajadamente a las regiones de Italia y Francia; se barajan las visiones gnósticas con la sencillez del Evangelio, y los enemigos del clero van hermanando sus arranques y robusteciendo sus conciencias; esto es, los impulsos de su independencia con las muestras de religiosidad. [1456] Arnaldo de Brescia [1457] es el primer clarinero de la libertad romana: se halla en la clase ínfima de la clerecía, y aunque vestido de monje pobrísimo, sabe desentenderse de las estrecheces de la rendida obediencia. Celebran sus mismos contrarios la agudeza y persuasiva que les traspasan; confiesan de mal grado la pureza de su moralidad; y reboza o sobredora sus yerros salpicándolos con verdades en extremo trascendentales. Discípulo en teología del célebre y desventurado Abelardo, [1458] a quien le cupo también algún chispazo de travesura y herejía; pero el amante de Eloísa era de temple suave y condescendiente, y sus jueces eclesiásticos se muestran edificados y propicios con la humildad de su arrepentimiento. Empapose al parecer Arnaldo en las doctrinas de aquel catedrático, engolfándose en hondas metafísicas y definiciones de la Trinidad, ajenísimas de las opiniones de aquel siglo, sus aprensiones allá sobre el bautismo y la eucaristía se censuran de hecho, pero una herejía política, es el móvil de su nombradía y de sus desventuras. Se propasa a citar la manifestación de Jesucristo, sobre que su reinado no es de este mundo. Sostiene denodadamente que la espada y el cetro corresponden al magistrado civil; que los haberes y timbres temporales son propios y legítimos de los seglares; que abates, obispos y el mismo papa, tienen que desprenderse de sus estados o de su salvación, y cuando sus rentas, los diezmos y oblaciones de los fieles son muy suficientes, no seguramente para el lujo y la codicia, sino para una vida frugal en el desempeño de sus tareas espirituales. Por una temporada, todos reverencian al predicador, como verdadero patricio, y la desavenencia o rebeldía de Brescia con su obispo fue el primer fruto de sus expuestísimas lecciones. Pero la privanza con el vulgo es de menos arraigo que el enojo del sacerdote, y una vez condenada la herejía de Arnaldo por Inocencio II [1459] en el concilio Lateranense, tienen los magistrados que poner en ejecución por temor o por preocupación, la sentencia eclesiástica. No le cabe resguardo en Italia, y el alumno de Abelardo tramonta los Alpes, hasta que al fin halla hospedaje halagüeño en Zurich, el primero a la sazón, de los cantones suizos. De un cuartel romano, [1460] quinta regia y monasterio de vírgenes principales, fue creciendo más y más Zurich hasta ser una ciudad floreciente, donde a veces se sustanciaban las apelaciones de los milaneses por un comisario imperial. [1461] Aplauden hasta lo sumo al precursor de Zuinglio en aquel siglo todavía crudo para reformas fundamentales; un gentío sencillo y valeroso se empapa y para largo tiempo en el matiz de sus opiniones, y su oratoria y su mérito atraen al obispo de Constancia y aun al legado del papa, que trascuerda con aquel extravío los intereses de su soberano y de su profesión.
Las invectivas violentas de san Bernardo enardecen su fervor tardío, [1462] y el enemigo de la Iglesia, acosado con la persecución, se arroja al desenfreno casi desesperado de tremolar su estandarte en el centro de Roma, arrostrando las iras del sucesor de san Pedro. Mas no está obrando a ciegas el denodado Arnaldo, pues nobleza y plebe le escudan, si no lo llaman, y su elocuencia fulminante retumba por las siete cumbres, en obsequio de la libertad. Entretejiendo en sus razonamientos textos de Tito Livio y de san Pablo, hermanando impulsos evangélicos y rasgos profanos, está advirtiendo a los romanos, el extremo con que bastardean su aguante y los desbarros del clero respecto a los tiempos primitivos de la Iglesia y de la ciudad. Exhorta a todos para que vuelvan por los fueros imprescindibles de hombres y de cristianos, restablezcan las leyes y magistrados de la República, acaten el nombre del emperador y reduzcan al pastor al gobierno espiritual de su grey. [1463] Hasta el desempeño espiritual entra en la censura y residencia del reformador, enseñando al ínfimo clero el rumbo para contrarrestar a los cardenales, usurpadores de un mando despótico sobre las veintiocho regiones o parroquias de Roma. [1464] Hay alboroto con robos y tropelías, derramamiento de sangre y demolición de casas enteras; cargando los asoladores con las riquezas del clero y de la nobleza opuesta a la plebe. Está Arnaldo viendo, y tal vez llorando, las resultas de sus misiones, y sigue así reinando por espacio de diez años, mientras dos pontífices, Inocencio II y Anastasio IV, o están temblando en el Vaticano, o andan vagando, como desterrados de pueblo en pueblo por las cercanías. Les sucede un papa más esforzado o venturoso, Adriano IV, [1465] el único inglés que ha llegado a ocupar el solio de san Pedro, y cuyo mérito logró descollar sobre el estado de monje y casi de mendigo, en el monasterio de san Albano. Al primer atentado de un cardenal muerto o malherido por las calles, pregonó un entredicho contra el pueblo criminal, y desde Navidad hasta Pascua de Resurrección, queda Roma defraudada de los consuelos efectivos o ideales del culto religioso. Despreciaban los romanos a su príncipe temporal, y se allanan ahora al quebranto y pavor a las censuras de un padre espiritual, se penitencian voluntariamente, y con el destierro del predicador quedan absueltos. Mas no se muestra aún desagraviado Adriano, y la próxima coronación de Federico Barbarroja redunda en perjuicio de su más osado reformador. Lastimados, aunque no en igual extremo, las cabezas de la Iglesia y del Estado, se avistan en Viterbo, y el papa pone de manifiesto al emperador el destemple indómito y disparado de los romanos; los desacatos, agravios y zozobras que le están de continuo aquejando juntamente con el clero, y sobre todo el rumbo perniciosísimo de la herejía de Arnaldo, trastornador de toda subordinación civil y eclesiástica. Federico se convence con aquellos desengaños, o se echa con el anhelo de la corona imperial. De cortísima monta suele ser, en la carrera de la ambición, la inocencia o la vida de un individuo, y en el trance de una concordia política queda sacrificado su enemigo común. Apadrinan los vizcondes de Campania al fugitivo Arnaldo; pero la potestad del César lo arrebata de sus manos; un pueblo indiferente y por supuesto ingratísimo, está presenciando la ejecución, que por sentencia del prefecto de la ciudad, se impone al mártir de la libertad, de ser quemado vivo, y arrojan sus cenizas al Tíber, por temor de que los herejes recojan y adoren las reliquias de su maestro. [1466] Triunfa el clero con su muerte, con sus cenizas desaparece la secta, pero su memoria vive más y más en los pechos romanos. Sacaron probablemente de aquella escuela un nuevo artículo de fe; a saber, que la metrópoli del catolicismo estaba exenta de excomuniones y entredichos. Seguían arguyendo sus obispos, que la jurisdicción suprema que estaban ejerciendo sobre reyes y naciones, abarca con especialidad la ciudad y diócesis del príncipe de los Apóstoles. Mas estaban predicando en desierto, y el mismo principio que aminoraba los efectos, debía enfrenar las demasías con los disparos del Vaticano.
El ansia por la libertad antigua dio alas a la creencia de que ya en el siglo X, en los primeros conatos contra los Otones de Sajonia, se rehizo la República con el Senado y pueblo de Roma; que se nombraban anualmente dos cónsules entre la nobleza con diez o doce magistrados plebeyos que revivieron con el nombre y el servicio de tribunos de la plebe. [1467] Pero en asomando la crítica se desvanece aquel aparato venerable. En la lobreguez de la Edad Media suenan allá tal vez esos ecos de senadores, cónsules hijos de tales. [1468] Solían otorgarse por los emperadores, o bien ostentarse por los ciudadanos más pudientes para demostrar su jerarquía, sus timbres o tal vez sus pretensiones a entronques [1469] castizos o patricios; pero tan sólo vagan por la superficie, sin arraigo ni fundamento como dictados de individuos y no como estamentos del gobierno, [1470] y el establecimiento del Senado fecha tan sólo desde el año de Jesucristo 1144, época esclarecida en las actas de la ciudad. Se arregla arrebatadamente una constitución nueva, aborto de ambición particular o de entusiasmo plebeyo; ni pudo Roma en el siglo XII aprontar un anticuario para explicar, o un jurista para restablecer una armonía y combinación adecuadas sobre la antigua planta. La reunión de un pueblo libre y armado ha de prorrumpir siempre en aclamaciones descompasadas y violentas. Pero la distribución arreglada de treinta y cinco tribus, el equilibrio esmerado de los haberes y el número de las centurias, los debates entre oradores contrapuestos, la operación pausada de votos y elecciones, no cabía que se prohijase fácilmente por una muchedumbre ciega, ajena de artes e incapaz de apreciar las ventajas de un gobierno legal. Propuso Arnaldo la renovación y el deslinde cabal del orden ecuestre; mas, ¿en qué podría fundarse aquel establecimiento distintivo? [1471] La calificación pecuniaria de los caballeros tenía que reducirse a la suma pobreza de aquel tiempo, en el cual tampoco se requería el desempeño civil de jueces y asentistas del Estado, y su obligación primitiva, el servicio militar a caballo, suplía más hidalgamente con las posesiones feudales y el sistema caballeresco. Era la jurisprudencia republicana desconocida e inservible. Formaban ya masa común las naciones y familias de Italia viviendo bajo las leyes romanas o bárbaras, y alguna tradición escasa, algunos fragmentos fútiles, conservaban la memoria del Código y las Pandectas de Justiniano. Con la libertad eran con efecto los romanos muy árbitros de restablecer el nombre y el ejercicio de cónsules, si no menospreciasen un dictado corriente aun en varios pueblos de Italia, que después ha venido a desdorarse con el destino humildísimo de agentes comerciales en territorio extraño. Pero aquellos fueros de los tribunos que atajaban los acuerdos públicos con su formidable contraposición, da por supuesto o puede acarrear una democracia legal. Súbditos eran los patricios antiguos, y tiranos, al contrario, los barones modernos, en el Estado; ni los enemigos de la paz y de todo arreglo, atropelladores del vicario de Jesucristo, seguirían acatando la santidad indefensa de un magistrado plebeyo. [1472]
Por la revolución del siglo XII que dio nueva existencia y época especial a Roma advertimos los acontecimientos efectivos y grandiosos que empadronan y robustecen su independencia política.
I. El monte Capitolino, uno de los siete cerros, [1473] tiene como cuatrocientas yardas [365,6 m] de largo y doscientas [182,8 m] de ancho. Una gradería ostentosa de más de cien gradas se encumbra sobre la Roca Tarpeya, y era todavía más empinada la subida antes de suavizar la pendiente y terraplenar las honduras con los escombros de edificios caídos. Sirvió desde los primeros tiempos el Capitolio de templo en la paz y de fortaleza en la guerra; pues ya perdida la ciudad mantuvo un sitio contra los galos victoriosos, y aquel santuario del Imperio se guarneció, se asaltó y ardió en las guerras civiles entre Vitelio y Vespasiano. [1474] Yacieron en el polvo los templos de Júpiter y de su parentela divina, reemplazáronles casas y monasterios, y las murallas grandiosas, los pórticos abovedados y grandísimos, padecieron menoscabos y derrumbes con la sucesión del tiempo. El primer arranque de los romanos, parto natural de la libertad, fue el reponer el resguardo, mas no el esplendor del Capitolio; robustecer el solio de sus armas y sus acuerdos y al trepar a su cumbre hasta los pechos más helados se enardecen hasta lo sumo con la memoria de sus antepasados.
II. Apropiáronse los primeros Césares absoluta y exclusivamente la fabricación de la moneda de oro y plata, quedando a cargo del Senado el ínfimo metal de bronce o cobre, [1475] esculpíanles emblemas y rótulos, donde se explayaba anchamente la lisonja, y así el príncipe vivía descargado del afán de encumbrar sus propias excelencias. Los sucesores de Diocleciano menospreciaron hasta las adulaciones del Senado y sus dependientes se vincularon al desempeño cabal del ramo esencial de la moneda, así en Roma como en las provincias, heredando aquella prerrogativa los reyes godos de Italia y los dilatados catálogos de las dinastías griegas, francesas y germanas. Tras ocho siglos de privación el nuevo Senado romano reasió aquel privilegio honorífico y ganancioso; renunciado tácitamente por los papas desde Pascual II hasta su residencia allende los Alpes. Los gabinetes de varios sucesores atesoran también algunos de aquellos cuños republicanos de los siglos XII y XIII, y en uno de ellos, que es de oro, asoma Jesucristo con un libro en la mano, y un letrero que dice así: VOTO DEL SENADO Y PUEBLO ROMANO: ROMA CAPITAL DEL MUNDO, y en el reverso, san Pedro entregando una bandera a un senador arrodillado con su sombrero y su manto y luego el nombre y armas de su alcurnia estampados en un escudo. [1476]
III. Con el Imperio el prefecto de la ciudad había parado en un mero concejal, pero estaba todavía ejerciendo la apelación postrera en causas civiles y criminales, y una espada desnuda que recibió de los sucesores de Otón, era el método de su investidura y el emblema de sus funciones. [1477] Vinculose aquel encargo en las alcurnias, ratificaba el papa la elección del pueblo; pero los tres juramentos casi encontrados no podían menos de entorpecer al prefecto en el desempeño de sus obligaciones contrapuestas. [1478] Un sirviente en el cual tan sólo terciaban los romanos independientes, quedó pronto despedido, y nombraron en su lugar un patricio, pero aquel dictado que Carlomagno recibió con aprecio, era muy campanudo para un ciudadano y un súbdito, y tras el primer ímpetu de la rebeldía se avinieron gustosos al restablecimiento de la prefectura. Como medio siglo después, Inocencio III, tal vez el pontífice más ambicioso o por lo menos el más afortunado de todos, se descargó y libertó a los demás de aquella prenda de dominación extranjera; revistió al prefecto con una bandera en vez de espada, y lo absolvió de la obediencia y del juramento al emperador de Germania. [1479] Nombró el papa en su lugar a un eclesiástico ya cardenal efectivo, o por lo menos advenedizo, para el gobierno civil de Roma; pero su jurisdicción ha venido a coartarse en extremo, y en los usurpadores de libertad, el derecho dependía únicamente del Senado y del pueblo.
IV. Restablecido el Senado los Padres Conscritos, [1480] si cabe usar esta expresión, quedaron revestidos con la potestad ejecutiva o resolutiva; mas por maravilla traspasaban sus miras el ámbito del día presente, y aun en aquella estrechez solían padecer trastornos y tropelías. Ascendió el número de los senadores en su colmo hasta cincuenta y seis [1481] y los más preponderantes formaban jerarquía peculiar apellidándose consejeros; nombrábalos tal vez anualmente el pueblo, y una camarilla selecta, de diez individuos por cada región o parroquia estaba ya formando una planta de constitución libre y permanente. Los papas, quienes durante aquella tormenta se avinieron a doblegarse para no zozobrar de remate, corroboraron por medio de un tratado formal el establecimiento y las regalías del Senado, y contaron con la paz, el tiempo y la religión para el restablecimiento de su gobierno. Motivos de interés público o particular podían a veces travesarse y arrebatar a los romanos el sacrificio temporal y volandero de sus pretensiones, y seguían renovando su juramento de homenaje a los sucesores de san Pedro y de Constantino, cabeza legítima de la Iglesia y de la República. [1482]
La pujanza concentrada de un consejo público, tuvo luego que disolverse en una población desmandada, y los romanos tuvieron luego que acudir a otro sistema mucho más sencillo y brioso para su régimen. Agolparon título y autoridad en un magistrado solo, con dos asociados o compañeros y reeligiéndolos, por años o por semestres, quedaba contrarrestado su poderío con la brevedad del plazo. Mas en aquel reinado casi momentáneo los senadores romanos soltaban la rienda a su ambición y su codicia. El interés de alcurnia o de bandería atropellaba la justicia, y al castigar únicamente a sus enemigos, no podían contar con la obediencia ni aun de sus parciales. Cesó el esmero pastoral de los papas, y aquel desvío abortó la anarquía, con cuyo desengaño, vinieron a palpar los romanos que eran absolutamente incapaces de gobernarse y entonces peregrinaron en busca de aquella dicha que estaban desahuciados de hallar en casa. En el mismo siglo y por idénticos motivos, las más de las repúblicas italianas providenciaron un arbitrio, extrañísimo al parecer, pero adecuado a su situación y acarreador de resultados imponderables. [1483] Fueron escogiendo en algún pueblo ajeno y amigo un magistrado imparcial, hidalgo y pundonoroso, guerrero y estadista, aclamado por la nombradía en su país y en el ajeno en cuyas manos ponían por cierto plazo la administración suprema en paz y en guerra. Juramentos y firmas sellaban el contrato entre el gobernante o mandatario y los súbditos o gobernados; deslindando por ápices la duración de su potestad, su competente sueldo, el temple y calidad de sus obligaciones. Juraban obedecerle como a su legítimo superior, y él se comprometía a fe de caballero a desempeñar su cargo con la imparcialidad de un advenedizo y el afán de un patricio. Acompañaban cuatro o seis caballeros o juristas en armas y en justicia al Podestá, [1484] a sus expensas mantenía una comitiva decorosa de sirvientes y caballos: esposa, hijos y hermanos, quienes pudieran descaminarle de la entereza judicial, quedaban separados durante su desempeño; no le era lícito comprar tierras, contraer parentesco, ni aun aceptar hospedaje en casa de algún ciudadano, ni podía tampoco marcharse airosamente sin quedar satisfecho en residencia cabal por todos su pasos y operaciones.
Así sucedió que a mediados del siglo XIII llamaron los romanos de Bolonia al senador Brancaleone, [1485] cuya nombradía y merecimientos acaba de rescatar del olvido la pluma de un historiador inglés. Un miramiento pundonoroso por su propia reputación y un concepto cabal de la dificultad suma de la empresa le retraen del eminente cargo; se suspenden los estatutos de Roma y se dilata aquel nuevo ejercicio hasta el plazo de tres años. El desenfreno de los malvados le tizna de inhumano; el clero le malicia de parcial; pero los amantes de la paz y del orden vitorean la entereza de aquel magistrado inflexible de cuya diestra están recibiendo y paladeando aquellos logros peregrinos. Ningún desalmado arrastra a las claras, y ningún fementido burla recónditamente al senador justiciero. Sentencia y ahorca a dos nobles de la alcurnia Annibaldi, y arrasa inexorablemente en la ciudad y sus cercanías hasta ciento cuarenta torres, guaridas todas de salteadores y forajidos. El obispo, como meramente tal, tiene que residir en su diócesis, y Brancaleone va tremolando su estandarte por las campiñas con pavor y escarmiento. A tanto afán corresponde inicuamente la ingratitud de un populacho indigno de la felicidad que está disfrutando. Los salteadores enfrenados para el beneficio público, incitan al vecindario romano, quien depone y encarcela a su bienhechor y peligrara en extremo su vida a no atesorar Bolonia un rehén para su resguardo. El cuerdo senador antes de ponerse en camino requiere y consigue la prenda incontrastable de treinta individuos de las primeras familias de Roma. Con la novedad de aquel peligro consigue la esposa del agraviado que se afiancen y guarden más estrechamente los rehenes, y Bolonia pundonorosamente comprometida, contrarresta el disparo de un entredicho pontificio. Aquella resistencia caballerosa franquea a los romanos tregua oportuna para relegar lo pasado con lo presente, y todos acompañan a Brancaleone de la cárcel al Capitolio, entre la algazara y las aclamaciones de un pueblo arrepentido. Lo restante de su gobierno fue siempre cabal y venturoso, y luego que la muerte acalló la emulación, enterraron su cabeza en un vaso preciosísimo para colocarla en la cima de una columna de mármol. [1486]
Ni la racionalidad, ni la virtud escudaban en Italia la elección más acertada. En vez de un mero particular a quien tributaban obediencia voluntaria y pasajera, elegían los romanos algún príncipe con potestad independiente para escudarlos contra todo enemigo, y aun contra ellos mismos. Carlos de Anjou y Provenza, el monarca más esforzado y ambicioso de aquel siglo, acepta en el propio acto el reino de Nápoles y el cargo de senador por el pueblo romano. [1487] Al atravesar la ciudad en su rumbo para la victoria recibe su juramento de vasallaje y hospeda en el palacio lateranense, y en aquella breve visita amainó un tanto la bronquedad de su índole. Pero el mismo Carlos experimenta la inconstancia popular, saludando con la misma algazara a su competidor, el desventurado Conradino, y un vengador poderoso aposentado en el Capitolio extremó las zozobras y los celos en el ánimo de los papas. Dilatose el término de su vida con la renovación del plazo al tercer año, y el encono de Nicolás III precisó al rey siciliano a orillar el gobierno de Roma. Aquel pontífice imperioso en su bula, o sea ley perenne, se aferra en la validez, en la legitimidad, y ejercicio de la donación de Constantino, no menos esencial para la paz de la capital que para la independencia de la Iglesia; plantea la nueva elección de senador anual, y luego inhabilita para su desempeño expresa y terminantemente al emperador, a los reyes y príncipes y a todo individuo de esclarecida jerarquía. [1488] Deroga Martín IV aquella cláusula prohibitiva a favor suyo, quien anda solicitando rendidamente los votos del pueblo, en cuya presencia, y por su autoridad, dos electores confirieron no al papa sino al noble y leal Martín la dignidad de senador y la administración suprema de la República, [1489] para desempeñarla durante su vida natural, ejercitándola a su albedrío por sí mismo o por medio de apoderados. El mismo dictado cupo a los cincuenta años al emperador Luis de Baviera, y entrambos soberanos reconocen la independencia de Roma, constituyéndose concejales en su propia metrópoli.
Los romanos, en el arranque de su rebeldía, al inflamar Arnaldo de Brescia su ánimo contra la Iglesia, se esmeraron mañosamente en hermanar la privanza con el Imperio, y en recomendarse con sus méritos y servicios por la causa del César. El contexto en el habla de los embajadores a Conrado III y Federico I, es un rasgo entreverado de lisonja y orgullo, la tradición de una total ignorancia de su propia historia. [1490] Tras alguna queja por su silencio y desvío, están exhortando al primero para que tramonte los Alpes, y pase a recibir la corona imperial de sus manos. «Suplicamos a vuestra Majestad, que en vez de menospreciarnos, por nuestra humildad, como hijos y vasallos, se sirva no dar oídos a los embates de nuestros comunes enemigos, que están calumniando al Senado, como opuestísimo a vuestro solio y siguen sembrando la semilla de la discordia, para recoger la mies de nuestro exterminio. El papa y el siciliano se han unido en un enlace, para contrarrestar nuestros fueros y vuestra coronación. Con el auxilio del Señor, nuestro afán y nuestro tesón rechazaron sus tentativas. Por asalto hemos venido a tomar casas y torres de sus parciales, enemigos y banderizos, y con especialidad los de Frangipani, y ahora unas están en poder de nuestra tropa, y otras yacen absolutamente demolidas. Rompieron el puente Milvio; queda ya restablecido y fortificado para vuestro regreso, y puede vuestro ejército presentarse en la ciudad, sin que le ofendan desde el castillo de san Ángelo. Cuanto hemos ya practicado y cuanto intentamos se encamina a vuestro honor y servicio, abrigando la esperanza leal, que acometeréis en breve, para volver por aquellos derechos que el clero se prepara a invadiros, reencumbrar el señorío del Imperio, y tramontar la nombradía y la gloria de vuestros antecesores. Así plantearéis vuestra residencia en Roma, la capital del orbe, dando leyes a Italia y al reino teutónico, remedando el ejemplo de Constantino y de Justiniano, [1491] quienes con la pujanza del Senado y del pueblo, llegaron a empuñar el cetro de la tierra.» [1492] Pero aquellos anhelos esplendorosos y aleves no hallaron abrigo en el franconio Conrado, cuya vista, clavada siempre en la Tierra Santa, falleció, sin visitar Roma, a su regreso de la expedición devota.
Su sobrino y sucesor, Federico Barbarroja, ansiaba más la corona imperial, y ninguno de los herederos de Otón había señoreado tan absolutamente Italia. Cercado de sus príncipes seculares y eclesiásticos, recibe en sus reales de Sutri a los embajadores de Roma, quienes prorrumpen allá en una arenga desenfadada y galana: «Inclinad vuestros oídos hacia la reina de las ciudades; acercaos con rumbo pacífico y amistoso al recinto de Roma, que por fin sacudió el yugo del clero, y se desvive toda por coronar la sien de su legítimo emperador. Van a florecer de nuevo los tiempos primitivos. Acoged, bajo vuestros auspicios poderosos a la ciudad eterna, afianzad sus prerrogativas, y abarcad con vuestra monarquía el mundo enfrenando sus demasías. No podéis ignorar, que allá en otros siglos, con la sabiduría del Senado, con el valor y disciplina del orden ecuestre, fue dilatando el poderío de sus armas de levante o poniente, allende los Alpes y por las islas del océano. Mal hayan nuestros desbarros, y mal haya también la ausencia de nuestros príncipes, pues uno y otro nos han acarreado el olvido de la preciosa institución del Senado; yaciendo igualmente la cordura y la pujanza nuestra en el suelo. Hemos resucitado aquel cuerpo y el orden ecuestre; los acuerdos del uno y las armas del otro están prontos para el servicio de vuestra persona y de vuestro imperio. Dignaos oír la voz de la matrona romana: Gran huésped; ya sois mi ciudadano, de advenedizo trasalpino, os elijo por mi soberano, [1493] y me entrego a vos, con cuanto es mío. Vuestra obligación primera y más sagrada se cifra en jurar y firmar que estáis pronto a derramar vuestra sangre por la República, que conservaréis en paz y justicia las leyes de la ciudad y los fueros de vuestros antecesores, y tendréis a bien galardonar con cinco mil libras [2300 kg] de plata a los senadores que van a proclamar vuestros dictados en el Capitolio, y así con el nombre, mostráis el desempeño de Augusto.» Seguía más y más el caudal pomposo de la retórica latina, cuando Federico, mal hallado con tantísimo boato, atajó a los oradores con el desentono de la soberanía y el mando, y dijo: «Famosísimos, en verdad, fueron con su fortaleza y sabiduría los antiguos romanos, y celebrara en el alma de que tamañas prendas descollaran ahora en vuestros pasos; pero la gran Roma, como todos los entes sublunares, adolece de los vaivenes del tiempo y de la suerte. Vuestras familias más eminentes se trasladaron allá por levante a la ciudad regia de Constantino, y entre griegos y francos desaparecieron los restos de vuestra libertad y fortaleza. ¿Ansiáis presenciar todavía la antigua gloria de Roma, el señorío, el ímpetu de los caballeros, la disciplina de los campamentos y el valor de las legiones? Aquí lo hallaréis todo en la República germana. No es un imperio desnudo y solitario, pues los realces y prendas del Imperio se avecindaron igualmente allende los Alpes en un pueblo más benemérito, [1494] y se emplearán en defensa vuestra, contando al mismo tiempo con vuestra obediencia os empeñáis en que yo, o mis antecesores, acudieron aquí por brindis de los romanos; equivocáis la expresión, pues no fue brindis, sino súplica. Carlomagno y Otón rescataron la ciudad de las garras de enemigos advenedizos y solariegos; las cenizas de vuestros libertadores allá descansan en nuestro país, después de obtener por galardón el competente señorío, bajo el cual vivieron y murieron vuestros antepasados. Apelo a mi derecho de herencia y posesión, y ¿quién osará arrebatármelo de las manos? ¿No me están aquí tremolando las banderas de una hueste poderosa e invencible? ¿Acaso las manos de francos y germanos se debilitaron [1495] con la edad? ¿soy vencido? ¿soy cautivo? Condiciones venís a imponer a vuestro amo; pedís juramentos; en siendo justas las condiciones, por demás están los juramentos, y además son éstos criminales, en siendo aquéllas violentas. ¿Os cabe, por ventura, desconfiar de mi equidad? Está siempre abarcando hasta el ínfimo de todos mis súbditos. ¿No se desenvainará siempre mi espada en defensa del Capitolio? El mismo acero ha reincorporado el reino de Dinamarca al Imperio. Me venís a deslindar los ámbitos y los objetos de mi dignación, que está siempre derramando arroyos de inexhausta beneficencia. Todo se franqueará a los merecimientos comedidos, al paso que se negará todo a la desmandada importunidad.» [1496] Ni emperador ni Senado podían contener tan encumbradas pretensiones de señorío, o de libertad. En acuerdo con el papa, y receloso de los romanos, continúa Federico su marcha al Vaticano; hacen una salida del Capitolio, y perturban la coronación; se traba refriega sangrienta, y prevalecen con su número y su pujanza los germanos, sin poderse acampar a su salvo, en presencia de una ciudad de la cual se nombra soberano. Doce años después, sitia Roma para sentar un antipapa en la cátedra de san Pedro, introduciendo por el Tíber doce galeras pisanas; pero se salvan el Senado y el pueblo con las mañas de una negociación y los progresos de una epidemia, sin que ni Federico ni algún sucesor suyo repitiese ya el violento embate. Harto afanosos fueron sus reinados, con papas, cruzadas, Lombardía y la misma Germania; galanteando al contrario a los romanos por su alianza, y Federico II ofrece en el Capitolio el estandarte mayor el Caroccio de Milán. [1497] Extinguida la alcurnia de Suabia, quedan desterrados allende los Alpes, y sus coronaciones postreras adolecen de la escasez y desvalimiento de los Césares teutónicos. [1498]
En el reinado de Adriano, cuando el Imperio abarcaba el Éufrates y las playas del océano, y por otra parte el monte Atlas y las cumbres Grampias, un historiador de número [1499] embelesaba a los romanos retratándoles sus guerras primitivas. «Hubo un tiempo —dice Floro—, cuando Tibur y Preneste, nuestros recreos de verano, eran el blanco de votos amenazadores en el Capitolio, cuando mirábamos despavoridos las sombrías selvas aricias, cuando triunfábamos ufanísimos sobre aldehuelas anónimas de los sabinos y de los latinos, y hasta Corioli podía suministrar un dictado decoroso o un caudillo vencedor». Empapábase el engreimiento de sus contemporáneos en contraponérsenos de lo pasado con la actualidad; humilláronse hasta lo sumo, con la perspectiva de lo venidero, con la profecía de que a los mil años, Roma, apeada de su imperio y estrechada en sus linderos originales, tendría que renovar hostilidades idénticas, en los mismos sitios, condecorados con sus circos, con sus quintas y pensiles. El territorio antiguo por ambas orillas del Tíber, ya se incorporaba, ya se prescindía únicamente, con el patrimonio de san Pedro; mas los barones se fueron agraviando de una independencia desaforada, y los pueblos todos anduvieron remedando con sobrado empeño los alborotos y desavenencias de la capital. En los siglos XII y XIII los romanos estuvieron más y más forcejeando por avasallar o exterminar a los súbditos contumaces de la Iglesia o del Senado, y cuando el papa enfrenaba sus desafueros ambiciosos, solía a veces enardecer sus ímpetus asociándoles las armas espirituales. Sus campañas venían a ser las de los primeros cónsules y dictadores, quienes desempuñaban la esteva para blandir el bastón de mando. Juntábanse armados al pie del Capitolio; se disparaban por las puertas; encendían o arrebataban las mieses de los vecinos, trababan refriegas, revueltas, y regresaban tras una expedición de quince o veinte días. Dilatados y torpísimos eran sus sitios, y en saliendo victoriosos todo era ruindad y desenfreno, celos bastardos y venganzas atroces, y en vez de aclamar el denuedo, se ensañaban contra sus enemigos desventurados. Los cautivos en camisa, con una soga al cuello, pedían perdón rendidamente; fortaleza y edificios de todo pueblo competidor quedaban arrasados, dispersando a sus moradores por las aldeas cercanas; y así sucedió, que las quintas de los cardenales obispos Porto, Ostia, Albano, Túsculo, Preneste, Tibur o Tívoli fueron quedando asoladas con las hostilidades desenfrenadas de los romanos. [1500] De éstas, Porto [1501] y Ostia, las llaves del Tíber yacen todavía yermas; rebaños de búfalos cuajan sus pantanos, y el río fenece inservible para el comercio y la navegación. Las lomas que están brindando con umbrío albergue contra los destemples de la otoñada, ríen de nuevo con los halagos de la doncella Frascati, entre los escombros de Túsculo. Tibur o Tívoli recobró los triunfos de ciudad, [1502] y los pueblos menores de Albano y Palestrina campean condecorados con los palacios de cardenales y príncipes de Roma. Solían los pueblos comarcanos atajar aquel afán asolador de los romanos; en el primer sitio de Tibur los arrojaron de su campamento, y las batallas de Túsculo [1503] y Viterbo [1504] pudieron parangonarse respectivamente a los campos memorables de Trasimeno y de Canas. En la primera de estas guerras menores, mil caballos germanos arrollaron y estrecharon a treinta mil romanos, y con aquel destacamento enviado por Federico Barbarroja en auxilio de Túsculo, podemos computar atinadamente hasta tres mil muertos y dos mil prisioneros. Marchan sesenta y ocho años después con todo el vecindario, contra Viterbo en el Estado eclesiástico; por una combinación extraña las águilas teutónicas se mezclan en ambas partes con las llaves de san Pedro y los auxiliares del papa pelean a las órdenes de un conde de Tolosa y un obispo de Winchester. Quedan los romanos mal parados y con grandísimo descalabro; pero sin duda aquel prelado inglés, con vanidad de peregrino, abultó la pérdida enemiga hasta treinta mil hombres, siendo cien mil en la batalla. Si con el recobro del Capitolio revivieran la política del Senado y la disciplina de las legiones, la situación desavenida de Italia pudo proporcionar segunda conquista. Pero los romanos, sin sobresalir en armas entre los demás estados, desmerecían mucho en las demás artes, respecto de los estados comarcanos. Ni sus arranques diversos tuvieron consistencia; tras algunas salidas desconcertadas, se sumieron en su deuda nacional, hasta el punto de orillar toda institución militar, valiéndose desairada y peligrosamente de advenedizos asalariados.
Cizaña de prontas y agigantadas creces viene a ser la ambición en el viñedo de Jesucristo. Batallaron por la cátedra de san Pedro, bajo los primeros príncipes cristianos, votos, cohechos y violencias, abortos muy propios de toda elección popular; mancilló la sangre los santuarios de Roma, y desde el siglo III hasta el XII, el desenfreno de cismas frecuentes solía desgarrar el regazo de la Iglesia. Mientras la apelación definitiva del magistrado civil zanjaba, pasajeros y locales eran aquellos trastornos, pues equidad o privanza deslindaban el merecimiento, y el competidor destronado no alcanzaba a causar disturbios duraderos contra el triunfo del agraciado. Pero desentendiéndose los emperadores de aquella prerrogativa, luego que se arraigó aquella máxima de que el vicario de Jesucristo vive inmune de todo tribunal terrestre, a cada vacante de la sagrada silla peligraba la cristiandad entera con vaivenes y contiendas. Las pretensiones de cardenales o del clero inferior, de nobles y plebeyos, eran confusas y controvertibles; las asonadas de un gentío que no conocía entonces superior arrollaban toda libertad en la elección. Fallecía el papa, y allá se dividían los bandos, para proceder cada cual en su iglesia, a su nombramiento respectivo. El número y peso de los votos, la anterioridad del tiempo y el merecimiento de los candidatos se iban mutuamente contrapesando; el clero de más suposición solía dividirse, y los príncipes remotos, doblegándose ante el solio espiritual, no alcanzaban a diferenciar el ídolo bastardo del puro y legítimo. Acontecía que los mismos emperadores eran los causantes del cisma, por el móvil personal de contrarrestar con un pontífice amigo al opuesto, y todos los competidores tenían que aguantar los embates de sus contrarios, quienes ajenos de todo remordimiento, echaban el resto en cohechar a los codiciosos del caudal o de medros. Afianza Alejandro III [1505] una sucesión pacífica y certera, aboliendo para siempre los votos atumultuados del clero y la plebe, y vincula únicamente en los cardenales reunidos el derecho de elección. [1506] Con aquel fuero importantísimo se deslindan las tres órdenes, de obispos, sacerdotes y diáconos; encabeza la clase el clero parroquial de Roma; se entresaca indistintamente de todas las naciones de la cristiandad, y se prescinde allí del título y el ejercicio para obtener las prebendas más pingües y las mitras preferentes. Los senadores de la Iglesia católica, los coadjutores y legados del supremo pontífice vestían púrpura, como símbolo de martirio y de mando; aspiraban a igualarse altaneramente con los mismos reyes, y su señorío se estaba realizando con la cortedad del número, que hasta el reinado de León X, por maravilla excedía de veinte a veinticinco individuos. Con este arreglo quedó atajada toda duda y remediado todo escándalo, desarraigándose ya completamente el germen de cualquier cisma, que en un plazo de seis siglos, tan sólo una vez se ha duplicado la elección, y dividido la unidad del sagrado colegio. Pero teniendo que necesitar dos tercios del total de votos, ha solido dilatarse el nombramiento con el interés personal y las inclinaciones de los cardenales; y al ir así extendiendo su reinado independiente, carecía el mundo cristiano de cabeza. Medió un claro de cerca de tres años hasta la elección de Gregorio X, quien acordó precaver para siempre igual trastorno, y su bula, tras algún contrarresto, queda ya embebida en el código de las leyes canónicas. [1507] Las exequias del papa difunto duran un novenario, en cuyo plazo tienen que acudir los cardenales ausentes, al décimo día, quedan todos encarcelados, cada uno con su sirviente, en una misma vivienda o cónclave, sin separación alguna de pared o cortinaje; queda abierta una ventanilla para introducir lo necesario, pero la puerta permanece siempre cerrada por dentro y por fuera, y custodiada por los magistrados de la ciudad, para tenerlos absolutamente incomunicados. Si la elección no se realiza al tercer día, el boato de su mesa viene a reducirse meramente a un solo plato tanto al mediodía como por la noche, y a los ocho días, se les apresura con la estrechez de pan y agua, y algún sorbo de vino. Durante la vacante de la Santa Sede, no perciben renta los cardenales, ni les compete el régimen de la Iglesia, no mediando urgencia estrechísima; se anula terminantemente todo convenio y promesa entre los electores, robusteciendo su pundonor con un juramento solemne y las plegarias de los católicos. Se han ido luego ensanchando algunos puntos de esa estrechísima rigidez, pero la disposición fundamental del encierro, sigue en su cabal pujanza; y como les urgen los móviles de la sanidad y desahogo, procuran salir ejecutivamente del trance, y con la mejora de elecciones y reserva se encubren los votos tras un velo vistoso de humanidad y constancia [1508] durante el cónclave. [1509] Por medio de estas nuevas instituciones, vinieron a quedar los romanos excluidos de toda participación en el nombramiento de su príncipe y obispo, y en medio de aquel afán calenturiento de su libertad volandera y desenfrenada, vinieron como a desentenderse de aquel malogro tan sumamente trascendental. Resucita el emperador Luis de Baviera el ejemplar de Otón el Grande. Tras alguna negociación con los magistrados, se junta el pueblo romano [1510] en la plaza de san Pedro; el papa de Aviñón, Juan XXII, queda depuesto, y la elección del sucesor queda consentida y ratificada con aplauso. Votan libremente una ley nueva, disponiendo que su obispo nunca ha de estar ausente de Roma, sino a lo sumo tres meses al año, y aun aquéllos a tres jornadas de la capital, y en no regresando a la tercera intimación, quedaba el sirviente público degradado y despedido. [1511] Mas olvidó Luis su propia flaqueza y las vulgaridades de aquel tiempo, pues fuera del ámbito del campamento germano, queda desechado aquel vestigio inservible, menosprecian los romanos su propia obra; implora el antipapa la conmiseración del soberano legítimo, [1512] y el derecho exclusivo de los cardenales se robustece incontrastablemente con este embate intempestivo.
Si se celebrara siempre la elección en el Vaticano, nadie atropellara a su salvo los derechos del Senado y del pueblo. Mas los romanos olvidadizos quedaron también olvidados en ausencia de los sucesores de Gregorio VII, quienes no acataron como mandato divino su residencia ordinaria en la ciudad y su diócesis. El afán por su obispado era de menos entidad que el gobierno de la Iglesia universal; no podían los papas complacerse en una ciudad, donde solían padecer contrarrestos en su autoridad y desacatos en sus personas. Acosados por los emperadores, y comprometidos en guerras por Italia, tramontaron los Alpes, en busca del regazo paternal de Francia; se salvaron cuerdamente de los alborotos de Roma, para desahogarse a su placer por las campiñas placenteras de Anagni, Perugia, Viterbo y demás pueblos comarcanos. Agraviada y empobrecida la grey con la ausencia del mayoral, tenía éste que acudir al llamamiento tal vez algún tanto ceñudo, que le advertía cómo san Pedro había sentado su cátedra en Roma, y no en aldeas arrinconadas, para gobernar desde la capital del mundo; amagando además ferozmente con una marcha asoladora del vecindario contra el sitio o pueblo que le franquease retirada. Regresaban con trémula obediencia, y recibían por saludo el anuncio de una deuda crecida, de todo el menoscabo acarreado por su ausencia, los alquileres de vivientes, la venta de abastos, y los varios desembolsos de sirvientes y advenedizos que acarreaba la corte. [1513] Tras un breve plazo de sosiego y tal vez de autoridad, nuevas asonadas los volvían a desterrar, y tenían que regresar otra vez con intimaciones repetidas e imperiosas, o por lo menos por las instancias encarecidas del Senado. En aquellas retiradas eventuales de los desertores o fugitivos del Vaticano, solían no desviarse en demasía, ni por largo plazo de la capital; pero a principios del siglo XIV, el solio apostólico se trasladó, al parecer para siempre, del Tíber al Ródano, y la causa de aquella emigración se deja inferir de la contienda sañuda de Bonifacio VIII con el rey de Francia. [1514] Los tres estados de mancomún rechazaron las armas espirituales de la excomunión y el entredicho, escudándose con las inmunidades de la Iglesia galicana; mas no se hallaba el pontífice aparatado contra las armas efectivas de que Felipe el Hermoso se atrevió a echar mano. Hallábase el papa, sin zozobra, en Anagni, y le asaltan trescientos caballos, alentados reservadamente por Guillermo de Nogaret, ministro de Francia y Sciarra Colonna, de alcurnia esclarecida, pero enemigo de Roma. Huyen los cardenales, el vecindario de Agnani se aquilata con protestas de agradecimiento; pero el intrépido Bonifacio, desarmado y solo, se sienta en su sillón, y está esperando, como allá los Padres Conscritos, las espadas de los galos. Nogaret, como contrario advenedizo, se contenta con ejecutar las órdenes de su soberano; pero la enemistad nacional de Colonna lo desacata con baldones y golpes, y por los tres días de encierro, las tropelías cometidas contra el punto indefenso, está su vida amenazada. Aquella demora impensada va dando tregua y aliento a los parciales de la Iglesia, quienes lo rescatan de tan sacrílego desenfreno; pero aquella alma endiosada, quedó malherida en sus íntimas entrañas, y Bonifacio espera en Roma con ímpetus frenéticos de saña y de venganza. Los vicios las pasiones de orgullo y avaricia están todavía tiznando su memoria, y luego le faltó el denuedo de mártir para encumbrarse, como campeón eclesiástico, al timbre de santo; pecador magnánimo (dicen las crónicas de aquel tiempo) que se introdujo como zorra, reinó como león, y vino a morir como un perro. Sucediole Benedicto XI, apacible sin segundo. Excomulgó sin embargo a los desalmados emisarios de Felipe, y con una maldición pavorosa aterró el pueblo de Anagni, cuyo escarmiento está viendo todavía la muchedumbre supersticiosa. [1515]
Tras su muerte, se amaña la bandería francesa, y arrolla la suspensión del dilatado cónclave. Se hace y se acepta un ofrecimiento halagüeño; a saber, que en el término de cuarenta días eligiesen uno de los tres candidatos nombrados por sus contrarios. El arzobispo de Burdeos, enemigo furibundo de su rey y de su patria, encabeza la lista; mas todos odian su ambición; pero allá corría más y más, en pos de la fortuna y de las órdenes de un bienhechor, quien sabe por un mensajero velocísimo que la elección del pontífice para en sus manos. Se avienen reservadamente, y todo el negocio se redondea con tal actividad y sigilo, que el cónclave unánime proclama a Clemente V. [1516] Pásmanse los cardenales de ambos partidos, con la intimación de que lo acompañen allende los Alpes, de donde, como luego lo averiguan, no les cabe esperanza de regreso. Estaba comprometido, expresa y gustosamente, a plantear su residencia en Francia; y después de ir culebreando con su corte por Poitú y Gasconia, y aniquilando con sus gastos las ciudades y conventos de su tránsito, hace por fin alto en Aviñón, [1517] que floreció luego por más de setenta años [1518] como solio del pontífice romano y metrópoli de la cristiandad. Accesible es el solar de Aviñón, por mar, por tierra y por el Ródano y por donde quiera; pues no desmerecen las provincias meridionales de Francia respecto de la misma Italia; descuellan palacios nuevos para viviendas del papa y de los cardenales y los tesoros de la Iglesia van luego atrayendo las promesas del boato. Estaban ya poseyendo el territorio contiguo, el condado venesino, [1519] paraje fértil y populoso, cuya soberanía compró después Juana, reina primera de Nápoles y condesa de Provenza, en su mocedad y sus conflictos, por el precio bajísimo de ochenta mil florines. [1520] A la sombra de la monarquía francesa, en medio de un pueblo sumiso, disfrutaron los papas un señorío decoroso y sosegado, de que habían estado siempre muy ajenos; pero estaba Italia llorando su ausencia, y Roma, en solitario desamparo, debía arrepentirse de aquel indómito desafuero que arrojó del Vaticano al sucesor de san Pedro. Tardío e infructuoso fue su arrepentimiento, pues al fallecimiento de los vocales ancianos, el sagrado colegio vino a cuajarse de cardenales franceses, [1521] que miraban a Roma e Italia con odio y menosprecio, y fueron perpetuando la serie de papas nacionales y aun provinciales, adictos con vínculos indisolubles a su patria.
Va progresando la industria y enriquece más y más las repúblicas italianas, la temporada de su libertad es el período más floreciente de su población y agricultura, de sus fábricas y su comercio, y sus faenas mecánicas se fueron remontando hasta los aires más primorosos del numen y de la elegancia. Menos favorable fue siempre la situación de Roma, y menos productivo su terreno; yace su vecindario en la suma desidia, y se engríe con una presunción desatinada; empapándose en la aprensión de que el tributo de los súbditos tenía que alimentar a la capital de la Iglesia y del Imperio. Aquella procesión incesante, aquel gentío revuelto de peregrinos que estaba a toda hora acudiendo al sagrario de los Apóstoles, fomentaba hasta lo sumo aquella preocupación, y el postrer legado de los papas, el invento del Año Sagrado, [1522] redundaba en menos beneficio del vecindario que del clero. Con el malogro de la Palestina, venía a carecer de objeto el don de la indulgencia plenaria, determinadamente a las cruzadas, y el tesoro más precioso de la Iglesia, quedó desviado, por más de ocho años de la circulación general. El tesón de Bonifacio VIII abre un nuevo cauce, y cohonesta un tanto los achaques de la ambición y de la avaricia, y su intención es adecuada para resucitar los juegos seculares que se solemnizaban en Roma al fin de cada siglo. Para internarse sin contingencia en la creencia popular, se pronuncia oportunamente un sermón, se propaga estudiadamente un caso, se aprontan testigos ancianos, y el 1 de enero del año 1300, se atropella el gentío de fieles en la iglesia de san Pedro, pidiendo la indulgencia acostumbrada del tiempo santo. El pontífice, que estaba acechando y fogueando su impaciencia fervorosa, queda al punto persuadido, con testimonios irrefragables, de la justicia de aquella demanda; y entonces pregona su absolución plenaria a todo católico, que en el discurso de aquel año, y en cualquier otra ocasión semejante, visitase devotamente las iglesias apostólicas de san Pedro y san Pablo. Suena y resuena el eco halagüeño por toda la cristiandad; y al pronto de las provincias cercanas de Italia, y luego de los reinos lejanos de Hungría y Bretaña, se cuajan los caminos de enjambres de advenedizos que marchan en romería a purgar sus pecados con aquel viaje costoso e incomodísimo, pero que desde luego descarga de todo servicio militar. Toda excepción de jerarquía o sexo, de edad o achaque, viene a quedar olvidada en aquel embaucamiento general; yaciendo por las calles y las iglesias varios individuos, hollados de muerte con el arrebato de su devoción. No cabe computar acertadamente su número, abultándolo tal vez mañosamente el clero, muy enterado de la trascendencia contagiosa del ejemplo. Mas un historiador esmerado nos asegura, habiendo presenciado el caso, que por aquella temporada, jamás estuvo Roma sin doscientos mil advenedizos, y otro testigo fija en dos millones el concurso total del año. Una ofrenda baladí por cada individuo, agolpaba un tesoro regio; y dos clérigos estaban noche y día con sus copas en las manos, para recibir sin contar los puñados de oro y plata, que se iban aprontando tanto al mismo altar de san Pablo. [1523] Era dichosamente una temporada de paz y abundancia, y si escaseaba el pienso, y si hosterías y posadas eran carísimas, Bonifacio echó el resto de su política en abastecer de pan, vinos, carnes y pescados el pueblo, estimulando así la codicia del vecindario. Toda opulencia casual desaparece en una ciudad sin comercio, ni género alguno de industria; pero la avaricia y la envidia de la generación siguiente solicitó de Clemente VI, [1524] la anticipación del plazo todavía remoto del siglo. Graciable el pontífice, condesciende con sus anhelos; y proporciona a Roma este consuelo baladí por sus quebrantos, procurando abonar aquella mudanza con el nombre y la práctica del Jubileo Mosaico. [1525] Acude el orbe a su llamamiento, y número, fervor y desembolso de peregrinos competen con la función primitiva. Mas luego padecen las tres plagas de guerra, peste y hambre: casadas y doncellas viven llorando tropelías, muchos advenedizos quedan despojados y aun muertos por el desenfreno de los romanos, tanto en caminos como en aldeas y pueblos de consideración, ajenos de todo miramiento con la ausencia de su obispo. [1526] Impacientes los papas van reduciendo aquel plazo a cincuenta, treinta y tres y veinticinco años, aunque el segundo de aquellos términos cuadra con la edad de Jesucristo. Hierven indulgencias, se desmandan acá y allá protestantes, mengua la superstición y todo redunda en menoscabo del jubileo; pero hasta la decimonona y última festividad, el año es también una temporada de recreo y ganancia para los romanos, y una sonrisa afilosofada no ha de intentar un disparo contra el triunfo del sacerdocio y la holganza del pueblo. [1527]
A principios del siglo XI está Italia padeciendo la tiranía feudal, igualmente opresiva para los mismos señores que para el pueblo. Asoman repúblicas que vuelven por los fueros de la humanidad, y así se explaya la libertad desde el centro de la ciudad hasta los países comarcanos. Quiébrase la espada del noble; se desahoga la servidumbre; se arrasan castillos; se entablan sistemas sociales y justicieros; la ambición atropelladora tiene que avenirse a honores meramente concejiles, y aun en las aristocracias altaneras de Génova y Venecia, tiene todo patricio que avenirse a los ámbitos de la ley. [1528] Pero el gobierno endeblillo y desquiciado de Roma no alcanza a doblegar la rebeldía de sus hijos, despreciadores de sus magistrados, dentro y fuera de sus muros. No es ya contienda de nobles y plebeyos por el mando; los barones armados pelean por su independencia personal; fortifican sus palacios o castillos contra cualquier sitio, y su comitiva y sus vasallos están sosteniendo sus belicosas demasías. Son de suyo advenedizos, y se desentienden allá de todo miramiento cariñoso por la patria. [1529] Un romano castizo, si tal fenómeno era dable, debiera rechazar a todo extraño altanero, que menospreciaban el dictado de ciudadanos, y se apellidaban engreídamente príncipes de Roma. [1530] Con tanto vaivén, a cual más odioso, río que da memoria de alcurnias particulares; ni hay asomo de sobrenombres; la sangre de mil naciones gira revuelta por todas las venas; godos y lombardos, griegos y francos, germanos y normandos, todos se habían ido apoderando de lo más ameno y productivo por concesión regia o prerrogativa de su valentía. Estos ejemplares no admiten extrañeza, pero el encumbramiento de la ralea judaica a la jerarquía de senadores, no tiene cotejo en el dilatado cautiverio de aquel desventurado y errante pueblo. [1531] En el reinado de León IX, un rico y erudito judío quiso cristianizarse, condecorándose con el nombre de su padre espiritual, el mismo papa. El afán y el aliento de Pedro, ahijado de León, descollaron en la causa de Gregorio VII, quien le confió, como a leal prosélito, el gobierno de la mole Adriana, la torre de Crescencio, o como se llama en el día, de san Ángelo. Crecida es la prole, tanto del padre como del hijo; sus riquezas producto de la usura, trascendían a las familias principales de la ciudad, y su parentela era tan inmensa, que el nieto del prosélito vino a encumbrarse hasta el solio de san Pedro. La mayoría del clero y del pueblo sostienen su causa; reina por algunos años en el Vaticano, y tan sólo por la elocuencia de san Bernardo y el triunfo final de Inocencio II, ha venido a quedar Anacleto tiznado con el baldón de antipapa. Con su descalabro y muerte, no asoma ya la posteridad de León, y ninguna familia moderna apetece entroncarse con la cepa hebrea de León. No es de mi instituto el ir empadronando las alcurnias romanas que vinieron a fenecer en épocas diversas, ni tampoco las que ahora mismo siguen brillando en la sociedad. [1532] El linaje antiguo y consular de los Frangipani, está demostrando su apellido con el acto caballeroso de repartir pan en temporada de hambre, y es seguramente más esclarecido aquel rasgo, que el de haber encerrado con su parentela de los Corsi, un barrio dilatado de la ciudad con las cadenas de su fortificación; los Savelli, al parecer de alcurnia Sabina, conservan su señorío primitivo; el apellido ya trascordado de los Capizucchi se lee estampado en las primeras monedas de los senadores; los Conti gozan de su timbre, aunque sin estados, de condes de Signia, y los Annibaldi, serían harto ignorantes, o muy comedidos, si no acertaran a entroncarse con el prohombre cartaginés. [1533]
Pero en la grandeza, o sobre ella, se remontan las alcurnias competidoras de Colonna y Ursini, cuya historia peculiar, es parte esencial en los anales de la Roma moderna.
I. El nombre y las armas de los Colonnas [1534] deben su fama a su etimología muy dudosa, y oradores y anticuarios se ceban en el pilar Trajano, en las columnas de Hércules, y en la columnilla de los azotes de Jesucristo; y aun allá en el columnón centellante que fue guiando a los israelitas por el desierto. Desde su primer albor histórico, en el año 1104, descuellan el poderío y la antigüedad, significando sencillamente el objeto de aquel nombre. Los Colonnas, usurpando Cava se acarrearon las armas de Pascual II, pero poseían legítimamente en las campañas de Roma los feudos hereditarios de Zagarola y Colonna, y esta última asomaría realzada con algún pilar elevado, resto tal vez de alguna quinta o templo. [1535] Estaban también poseyendo la mitad de la ciudad vecina de Túsculo, muestra patente de su ascendencia hasta los condes de Túsculo, que en el siglo tiranizaron la silla apostólica. Según la opinión general, y aun la propia, la cepa remota y primitiva salía de las márgenes del Rin, [1536] sin que los soberanos de Germania se empachasen de aquel entronque positivo o soñado, que en el giro dilatado de siete siglos sabía sobresalir con el mérito, y siempre con sus haberes. [1537] A fines del siglo XIII, la rama principal se componía de un tío y seis hermanos, todos esclarecidos en armas o en prebendas eclesiásticas. Entre ellos, Pedro, ascendió a senador en Roma, subió al Capitolio en carro triunfal, y fue saludado en alguna fútil aclamación con el dictado de César; al paso que Juan y Esteban fueron declarados marqués de Ancona y conde de Romagna por Nicolás IV, apadrinador tan extremado de la alcurnia, que se le ha delineado en retratos satíricos así como emparedado en un pilar grueso. [1538] A su muerte los modales altaneros acarrearon a todos el enojo de encargos sangrientos e implacables. Ambos cardenales, tío y sobrino, tildan la elección de Bonifacio VIII, y los Colonnas se vieron acosados, por algún tiempo, con armas temporales y espirituales. [1539] Proclama una cruzada contra sus enemigos personales, confisca sus estados; sitia por ambas orillas del Tíber sus fortalezas; con las tropas de san Pedro y de la nobleza competidora, y tras la asolación de Palestrina o Preneste, su posesión principal, y aran sus escombros, en demostración de su ruina perpetua. Desdorados, proscritos, desterrados, los seis hermanos, siempre con disfraces y siempre expuestísimos, vagan por Europa, más o menos esperanzados de su recobro y su venganza. En tan desastrada situación la corte de Francia es su arrimo más poderoso; demuestran y encabezan la empresa de Felipe, y no podríamos menos de elogiar su magnanimidad, si acatara la desventura y el esfuerzo de un tirano rendido. Anula el pueblo romano todas sus actas civiles, restableciendo sus haberes y timbres a los Colonnas, y se deja conceptuar su importe por los cien mil florines de oro que se les asignan por sus quebrantos, contra la herencia del difunto. Quedan abolidas todas las censuras y tachas [1540] por sus cuerdos sucesores, y la prosperidad de la alcurnia florece más y más con aquel huracán pasajero. Sobresale el denuedo de Sciarra Colonna en el apresamiento de Bonifacio, y después en la coronación de Luis de Baviera, y el emperador agradecido decreta una corona, por vía de realce, sobre el pilar de sus armas. Pero campea sobre toda la familia Esteban, a quien Petrarca ensalza y sobrepone como prohombre muy superior a sus propios tiempos, y dignísimo de la antigua Roma. Con la persecución y el destierro resplandeció más y más ante todas las naciones por su desempeño en paz y en guerra, y aun en su mismo conflicto era objeto, no de lástima, sino de acatamiento, pues en medio del sumo peligro, expresaba su nombre y su patria, y al preguntarle ¿en dónde para ahora vuestra fortaleza? se ponía la mano en el pecho y respondía: «Aquí». Arrostró con la misma pujanza el regreso de la prosperidad y hasta el extremo de su edad menoscabado, sus antepasados, él mismo, y la descendencia de Esteban realzaban su grandeza en la República romana y en la corte de Aviñón.
II. Emigraron los Ursinos de Spoleto, [1541] los hijos de Ursa, como se les apellida en el siglo XII, descendientes de algún personaje, que se conoce únicamente por cabeza de la alcurnia. Pero descollaron luego en la nobleza de Roma, por el número y la valentía de la parentela, la grandiosidad de sus torres, el blasón de sus senadores y cardenales, y el ascenso de dos papas, Celestino y Nicolás III, de su mismo nombre y linaje. [1542] Hay que tildar sus riquezas, como abuso muy positivo del nepotismo. El espléndido Celestino [1543] se arrojó a enajenar estados de san Pedro a favor de los suyos, y Nicolás estuvo ansiando entroncar con monarcas, fundar reinos nuevos en Lombardía y Toscana, y revestir a sus parientes con la senaduría perpetua de Roma. Cuanto queda expresado acerca de las grandezas de los Colonnas, recae en realce de los Ursinos sus antagonistas denodados y en suma iguales, en su encono dilatado y hereditario, que estuvo por más de dos siglos desgarrando el Estado eclesiástico. El fundamento positivo de su contienda era el contrarresto por la preeminencia; aparentando una prenda centellante y distintiva, prohijaron los Colonnas el nombre de gibelinos y el bando del Imperio; y los Ursinos empadronaron el de güelfos con la causa de la Iglesia. Tremolaban en los pendones encontrados el águila y las llaves, y ambas facciones se desenfrenaban más y más por Italia, cuando ya el origen y el jaez de la contienda yacían por mucho tiempo olvidados. [1544] Retirados allá en su Aviñón, los papas peleaban todavía más y más por la república vacante, y los estragos de la discordia seguían y se perpetuaban con el empeño mezquino de nombrar los senadores al año. Asolábanse pueblos y comarcas con las hostilidades particulares, y la balanza siempre movible fluctuaba alternativamente con mutuas ventajas o menoscabos. Pero ningún individuo de entrambas familias había venido a fenecer de mano airada, hasta que el campeón más descollante de los Ursinos, fue sorprendido y muerto por el menor de los Colonnas, Esteban. [1545] La fealdad de quebrantar la tregua tiznó aquel triunfo, y se acudió ruinmente a vengar el descalabro con los asesinatos, a la misma puerta de la iglesia, de dos niños inocentes y dos criados. Pero Colona victorioso, con su compañero anual, quedó declarado senador de Roma por espacio de cinco años; y la muerte de Petrarca entonó el anhelo, la esperanza y la profecía de que el gallardo mancebo, hijo de un héroe incomparable, iba a restablecer en Roma y en Italia la gloria antigua, que su justicia había de exterminar los lobos y los leones, las serpientes y los osos, que se empeñaban en derrumbar hasta los cimientos la columna eterna de mármol. [1546]