LVI
SARRACENOS, FRANCOS Y GRIEGOS POR ITALIA - PRIMERAS AVENTURAS Y ESTABLECIMIENTO DE LOS NORMANDOS - ÍNDOLE Y CONQUISTAS DE ROBERTO GUISCARD, DUQUE DE APULIA - RESCATE DE LA SICILIA POR SU HERMANO ROGER - VICTORIAS DE ROBERTO SOBRE LOS EMPERADORES DE ORIENTE Y DE OCCIDENTE - ROGER, REY DE SICILIA, INVADE EL ÁFRICA Y LA GRECIA - EL EMPERADOR MANUEL COMNENO - GUERRAS DE GRIEGOS Y NORMANDOS - EXTINCIÓN DE LOS NORMANDOS
Las tres grandes naciones del orbe, griegos, sarracenos y francos, vinieron a tropezarse en el teatro de Italia. [240] Las provincias meridionales, que están ahora componiendo el reino de Nápoles, se hallaban en grandísima parte mandadas por los duques lombardos y los príncipes de Benevento, [241] tan poderosos en la guerra, que por breve plazo contrarrestaron el numen de Carlomagno, y luego tan cultos en la paz que costeaban en la capital hasta treinta y dos filósofos o literatos. Dividiose aquel Estado tan floreciente, y resultaron tres principados en competencia, Benevento, Salerno y Capua, y la ambición insensata y vengativa de todos franqueó a los sarracenos el rumbo para su exterminio común. Llagas repetidísimas estuvo padeciendo la Italia, por el dilatado ámbito de doscientos años sin que tampoco los conquistadores acudiesen a sanarlas, hermanándose para el cabal avasallamiento y sosiego del país. Solían salir sus escuadras del puerto de Palermo, y agasajábanlas con esmero los cristianos de Nápoles; pero se aparataban armadas enteras por la costa africana, y hasta los árabes de Andalucía asomaban a veces en amistad o en contrarresto de musulmanes de encontrada secta. En el vaivén de los acontecimientos humanos, se rodea nueva asechanza en las horcas caudinas, y por segunda vez sangre africana riega las campiñas de Canas, defendiendo y asaltando otra vez el soberano de Roma las almenas de Capua y de Tarento. Plantean los sarracenos una colonia en Tarento, que señorea el emboque del golfo Adriático, y sus correrías ambidiestras extreman las iras y hermanan el interés de entrambos emperadores. Ajústase alianza ofensiva entre Basilio el macedonio, primero de su alcurnia y país, bisnieto de Carlomagno, [242] acudiendo mutuamente a redondear los requisitos del compañero. No cabía en la cordura el enviar de levante las tropas aposentadas en Asia para guerrear en Italia, ni eran suficientes al intento las armas latinas o la escuadra griega si no ocupaban la boca del golfo. Infantería franca y caballería griega, con sus galeras, hostilizan la fortaleza de Bari, y tras una defensa de cuatro años, por fin el emir agareno se entrega a la clemencia de Luis, que está personalmente capitaneando las operaciones del sitio. La concordia de levante y poniente proporcionó tan grandiosa conquista, mas luego celos y orgullo empañaron aquella intimidad reciente. Apropiáronse los griegos el timbre del ansiado logro, y la gala del triunfo; encarecieron su poderío, y aparentaron escarnecer el destemple y la desidia de una cuadrilla de bárbaros embanderados con el príncipe carolingio. Su réplica elocuente rebosa de realidad y de ira. «Desde luego confesamos la grandiosidad de todo ese aparato, prorrumpe el bisnieto de Carlomagno. Abultaba y hervía vuestra gente como enjambres de langosta en estío, que nublando el ambiente golpean sus alas y, tras corto vuelo, caen exhaustas y exánimes por el suelo. Como ellas desfallecisteis tras un conato endeble; vuestra propia cobardía os dejó vencidos, y os desentendisteis de toda pelea para atropellar y empobrecer a nuestros súbditos cristianos, por la costa eslavona, escaso fue nuestro número, ¿mas por qué razón? Por cuanto tras cansadísima expectativa de vuestra llegada, tuve que despedir mi hueste, y continuar el bloqueo la ciudad con algunos tercios selectos. Si se solazaban con placenteros festines presenciando el peligro y la muerte, ¿quebrantaban acaso aquellos regocijos su pujanza y denuedo? ¿Han sido vuestros ayunos los volcadores de las murallas de Bari? No vencieron estos esforzados francos, aun tras sus excesivos quebrantos, afanes y menguas, o los tres emires más poderosos de los sarracenos saliendo en su busca? ¿Y no aceleró aquel descalabro la rendición de la ciudad? Cayó Bari, Tarento tiembla, quedará rescatada la Calabria, y enseñoreando los mares la Sicilia saldrá pronto de manos de los infieles. Hermano mío, nombre injuriosísimo para la vanagloria griega, activad los auxilios navales, respetad a los aliados y desoíd a vuestros aduladores.» [243]
Fallece Luis y fracasan tan encumbradas esperanzas decayendo la alcurnia carolingia; pero en suma, correspondiera aquel blasón a quien quisiera, los emperadores griegos, Basilio y su hijo León, avaloraron el logro de la redacción de Bari. Tuvieron los italianos de la Pulla y Calabria, de grado y a viva fuerza, que reconocer aquella supremacía, quedando con una línea ideal, desde el monte Gárgano hasta la bahía de Salerno, la parte mucho mayor del reino de Nápoles bajo el dominio del imperio oriental. Allende la línea, los duques o repúblicas de Amalfi [244] y Nápoles, quienes jamás quebrantaran su homenaje, se holgaban con la cercanía de su legítimo soberano; y Amalfi se estaba enriqueciendo con surtir a la Europa con los productos y artefactos de Asia. Pero los príncipes lombardos de Benevento, Salerno y Capua [245] estaban mal hallados con su desvío forzado de su comunión latina, y solían contravenir a su juramento de tributo y servidumbre. Medró la ciudad de Bari en riqueza y señorío, como capital del nuevo tema, o provincia, de Lombardía; condecorose a su gobernador supremo con el dictado de patricio, y luego con el nombre exótico de Catapan, [246] y se fue amoldando el régimen de la Iglesia y del Estado por la pauta del solio de Constantinopla. Mientras los príncipes de Italia fueron los competidores por el mando, desmayaron a ciegas sus conatos, y los griegos contrarrestaron o bien burlaron el ahínco y las fuerzas de Alemania, que se fueron descolgando de los Alpes bajo el estandarte imperial de los Otones. El primero y más descollante de aquellos príncipes sajones tuvo que desamparar el sitio de Bari; el segundo, tras el malogro de sus obispos y barones más engreídos, se salvó pundonorosamente de la refriega sangrientísima de Crotona, donde el sesgo de la guerra se torció contra los francos por el denuedo de los sarracenos. [247] Habían, es verdad, aventado las escuadras bizantinas de las fortalezas y costas de Italia la plaga de los corsarios, mas el interés, arrollando supersticiones y enconos, movió al califa de Egipto para trasladar cuarenta mil musulmanes en auxilio de su aliado cristiano. Empapáronse los sucesores de Basilio en la creencia halagüeña de que la conquista ya cabal de Lombardía prosperaba más y más al influjo pundonoroso y justiciero de sus empleados con aplauso del pueblo agradecido, por verse redimido de la opresión y la anarquía. Bien pudieron las repetidas asonadas flechar alguna ráfaga de patente desengaño hasta el solio de Constantinopla, y el avance rapidísimo de los normandos debiera aventar ejecutivamente el embeleso de la lisonja.
Las revueltas humanas acarrearon en la Pulla y Calabria una contraposición harto angustiosa entre la época de Pitágoras y el siglo X de la era cristiana. En la primera aquella costa de la grande Grecia (así la apellidaban) rebosaba de ciudades libres y opulentas; pobladísimas todas de guerreros, artistas y filósofos, y el poderío militar de Tarento, Sibaris y Crotona no iba en zaga al de grandiosos reinos. Nublose en el segundo plazo aquel florido embeleso con ignorancia, desamparo, tiranía y despoblación con salteamientos de bárbaros, y no cabe tachar amargamente de encarecimiento a un contemporáneo al afirmar que un territorio dilatado vino a padecer la antigua asolación causada por el diluvio. [248] Entre las hostilidades mutuas de árabes, francos y griegos por la Italia meridional, voy a entresacar dos o tres principales trances que retraten al vivo las costumbres nacionales (875 d. C.)
I. Era deporte para los sarracenos el andar profanando y saqueando iglesias y monasterios; en el sitio de Salerno un caudillo musulmán tendía su lecho sobre el altar de la comunión, donde todas las noches sacrificaba la virginidad de alguna monja cristiana: al forcejear con una niña, recaída una viga por acaso y de intento, fue a parar a la sien del forzador, y la muerte del emir lujurioso se achacó a la ira de Jesucristo acudiendo a la defensa de su fiel esposa. [249]
II. Sitian los sarracenos a Capua y Benevento, y tras de recurrir en balde a los sucesores de Carlomagno, imploran los desahuciados lombardos la clemencia y auxilio del emperador griego. [250] Un ciudadano arrojado se descuelga de las almenas, atraviesa los atrincheramientos, desempeña su encargo, y a su regreso cae en manos de los bárbaros. Le precisan a trabajar en beneficio del intento engañando a sus compatricios; bríndanle con galardón colmado de honores y riquezas por su alevosía, y le amagan con muerte ejecutiva si guarda lealtad a los suyos. Aparenta avenirse con ellos, y puesto al inmediato alcance de los cristianos, vocea esforzadamente: «Hermanos míos, ánimo y aguante; mantened la ciudad; ya queda enterado el soberano de vuestro apuro, y acuden al punto vuestros libertadores. Me consta mi paradero, y recomiendo mi esposa y mis hijos a vuestro agradecimiento». La saña de los árabes corroboró su testimonio, pues cientos de alfanjes acuchillan al voluntario mártir. Merece vivir en la memoria de los pundonorosos; mas aparece tan repetido el sacrificio en tiempos antiguos y modernos, que la semejanza redunda en algún recelo contra hecho tan gallardo. [251] (750 d. C.). El pormenor del tercer lance mueve a cierta sonrisa, al paso que están horrorizando los trances guerreros.
III, Sostenía Teobaldo, marqués de Camerino y de Espoleto, [252] a los rebeldes de Benevento, y su crueldad antojadiza no desdecía en aquella época con las ínfulas de los héroes. Castraba sin arbitrio a sus cautivos griegos o de aquel partido, agravando su atrocidad con la chanza inhumana de que estaba ansioso de regalar al emperador un refuerzo de eunucos, puesto que era el realce más primoroso de la corte bizantina. Derrotaron a la guarnición de un castillo en la salida que hizo, y los prisioneros fueron al golpe sentenciados a la operación acostumbrada; mas en medio del sacrificio sobreviene una mujer frenética, y desgreñada y sangrienta de rostro, clama descompasadamente y precisa al marqués a escucharla: «¿Con que de ese modo, vosotros, héroes magnánimos, estáis guerreando contra las mujeres que nunca os agraviaron y cuyas únicas armas son la rueca y los tejidos?». Desmintiola Teobaldo, diciendo que, desde las Amazonas, jamás había oído mentar guerra alguna mujeril. «¿Y cómo cabe —prorrumpe entonces con mayor furia—, el embestirnos y acuchillarnos más directamente que cercenando a nuestros maridos lo que más estamos ansiando, el manantial de nuestro regalo y la esperanza de nuestra posteridad? No chisté al robo de nuestros ganados; pero este baldón aciago, este quebranto irreparable sobrepuja a mi aguante y está clamando por justicia al cielo y a la tierra». Vitorean su persuasiva con general carcajada, y los francos, empedernidos contra toda compasión, se ablandan con aquella desesperación ridícula pero fundada, y sobre el rescate de los cautivos logra que le devuelvan sus haberes. Al regresar triunfante a su castillo, lo alcanza un mensajero, para informarse en nombre de Teobaldo de cuál era el castigo que correspondía imponerle en el caso de coger de nuevo a su marido con armas. «Entonces —contesta desenfadadamente—. En pago de su delito y desventura, ahí tiene ojos, nariz, pies y manos; todo eso es suyo y debe perderlo si lo merece, pero no se ofenda el señor, si me reservo, aunque su humilde servidora, lo que conceptúo propiedad peculiar y legítimamente mía». [253]
Anovelado acontecimiento es en su arranque, y de suma trascendencia, así para la Italia como para el imperio levantino, el establecimiento de los normandos en los reinos de Nápoles y Sicilia. [254] Yacían las provincias descuartizadas de griegos, lombardos y sarracenos expuestísimas a todo salteador advenedizo, y los escandinavos de esta ralea andaban pirateando por mar y por tierra a su albedrío. Explayáronse en rapiñas y matanzas a su salvo, y por fin (1010 d. C.) se les ofreció, y aceptaron; se dividieron y nombraron un territorio dilatado los normandos en Francia; renegaron de sus deidades por el Dios de los cristianos, [255] y los duques de Normandía se reconocieron por vasallos de los sucesores de Carlomagno y de Capeto. Fueron desbastando la cerrilidad bravía de las nevadas serranías del Noruega, sin venir a estragarse con la blandura del clima, barajándose imperceptiblemente los compañeros de Rolo con los naturales; [256] se empaparon en modales, habla y galanteo de la nación francesa, y aun en temporadas marciales descolló Normandía con la palma del valor y de las hazañas esclarecidas, aficionándose con esmero entre las supersticiones más a la moda, y con sumo afán a las peregrinaciones de Roma, la Italia y la Tierra Santa. Robusteciéronse en cuerpo y alma con aquella devoción activa de peligros, arrojos, novedades y galardones; engrandeciendo más y más la perspectiva del mundo con portentos, credulidades y esperanzas ambiciosas y anoveladas. Se confederaron para su mutuo resguardo, y los salteadores de los Alpes, que solían disfrazarse con traje de peregrinos, tropezaban con su escarmiento en manos de los guerreros. En una de aquellas visitas devotísimas a la cueva del monte Gárgano, en la Pulla, santificada con la aparición del arcángel san Miguel, [257] se les ladeó un extranjero vestido a la griega, que luego se declaró por un rebelde y fugitivo y enemigo mortal del Imperio griego. Llamábase Melo, ciudadano y noble de Bari, quien tras una asonada infausta, tenía que andar en busca de nuevos aliados y vengadores de su patria. El asomo denodado de los normandos lo esperanzó de nuevo con ímpetus de confianza; acogen los lamentos, y ante todo las promesas del ansioso patricio, y presenciando su riqueza dieron por justísimo su intento, pues van hollando terreno feracísimo tiranizado por cobardes y digna herencia de valerosos. Vueltos a Normandía, logran encender una chispa de arrojo y asociar una cuadrilla denodada para el rescate de la Pulla. Tramontan los Alpes por varios rumbos y en traje de peregrinos; mas luego por la cercanía de Roma acude a saludarlos el caudillo de Bari, apronta caballos y armas a los más menesterosos, y en seguida los capitanea y encamina al campo de la pelea. En el primer trance triunfó su denuedo; mas en el segundo el número y las máquinas de los griegos los abrumaron, y se fueron airados retirando, encarados siempre con el enemigo. Falleció el desventurado Melo de suplicante por la corte de Alemania; sus secuaces normandos anduvieron errantes por los cerros y cañadas de Italia, granjeándose el sustento diario a punta de espada; a la cual en extremo formidable iban apelando alternativamente los príncipes de Capua, Salerno, Benevento y Nápoles en sus contiendas intestinas, afianzando allá los auxiliares con su sobresalencia en denuedo y disciplina al bando que abrigaban; y se esmeraban cautamente en equilibrar el poderío, recelosos de que la preponderancia de algún contendiente desconceptuase o arrinconase al fin su ayuda y desempeño. Su primera guarida fue un campamento muy vallado en lo íntimo de los pantanos de Campania; mas franqueoles en breve el duque de Nápoles garbosamente colocación más estable y socorrida. Edificose (1029 d. C.) para avecindarlos, como antemural contra Capua por su fortificación, la ciudad de Aversa, a tres leguas de su residencia, y estuvieron gozando como propios el trigo, frutos, prados y bosques de aquel distrito fertilísimo. Sonó su nombradía y agolpó anualmente, por enjambres, peregrinos y soldadesca, a impulsos de su escasez los menesterosos y de sus esperanzas los pudientes, y los valentones de nombradía iban acudiendo en pos de más haberes y de gloria. El pendón independiente de Aversa brindaba con albergue y fomento a los vagos de la provincia, y a cuantos fugitivos ansiaban sortear las pesquisas de sus justicieros o tiránicos superiores; y estos socios advenedizos se equivocaban luego en costumbres y en habla con la colonia francesa. El primer caudillo de los normandos fue el conde Rainulfo, y en el arranque de toda sociedad cabe la preeminencia en jerarquía al más descollante en desempeño. [258]
Desde la conquista de Sicilia por los árabes, los emperadores griegos echaron ansiosamente el resto en recobrar posesión tan inestimable; mas la distancia marítima había siempre contrastado sus intensos conatos. Sus armamentos costosísimos, tras ciertas rafaguillas de logro, tiznaron con más y más páginas de rechazo y desdoro la historia bizantina, perdiendo hasta veinte mil soldados selectos en una sola expedición, y mofándose el musulmán victorioso de que los eunucos guardas mujeriegos acaudillasen también a los hombres. [259] Reinaron allí por dos siglos los sarracenos; mas fracasaron luego con sus desavenencias. [260] Desentendiose el emir de la autoridad del rey de Túnez; alborotose el pueblo contra el emir; los caudillos andaban usurpando ciudades; cada rebeldillo ínfimo se desmandaba en su aldehuela o castillejo, y el más endeble de dos hermanos competidores imploró el arrimo de los cristianos. Siempre los normandos en el disparador sobre arrojos y trances, alístanse hasta quinientos jinetes con Arduino, intérprete y agente de los griegos, bajo el pendón de Maniaces, gobernador de Lombardía; pero al ir a desembarcar se reconcilian los hermanos; se restablece la armonía entre Sicilia y África, y resguárdanse en derredor las playas. Encabezan los normandos el avance, y su denuedo arrolla impensadamente a los árabes de Mesina. Al segundo trance el brazo de hierro de Guillermo Hauteville vuelca y traspasa al emir de Siracusa; al tercero sus denodados compañeros dan al través con una hueste de sesenta mil sarracenos, dejando únicamente a los griegos el afán del alcance: victoria esplendorosa en que la pluma del historiador puede emparejarse en brillantez con el lanzón de los normandos. Consta, en suma, que remontaron eficacísimamente el éxito de Maniaces, quien siguió avasallando hasta trece ciudades y la mayor parte de Sicilia para el emperador. Pero mancilló con su ingratitud y tiranía la nombradía militar, pues en el reparto de los despojos desatendió a sus valerosos auxiliares, quienes por codicia y por engreimiento estaban muy ajenos de avenirse a tamaño desacato. [261] Quejáronse por boca del intérprete; pero en vez de acoger la demanda azotan al medianero que fue el paciente, pero el desagravio y escarmiento correspondía a los quejosos. Disimulan éstos, para afianzarse tránsito a su salvo al continente: sus hermanos de Aversa los acompañan en sus iras, y todos se apropien la provincia de Pulla en desquite de la deuda. [262] A los veinte años de su primera emigración, salieron los normandos a campaña con solos quinientos infantes y setecientos caballos, y al evacuar las legiones bizantinas la Silesia, suena su número hasta la suma de sesenta mil hombres. Propone el heraldo la disyuntiva de retirada o refriega; y «batalla» claman en alarido los normandos, y uno de sus guerreros agigantados vuelca al suelo de un puñetazo el caballo del mensajero; danle otro, y encubriendo el desacato a la tropa imperial, la llevan al trance, y queda repetidamente escarmentado con la sobresaliencia de sus contrarios. Huyen los asiáticos en la llanura de Canas de los aventureros franceses; cae prisionero el duque de Lombardía; se conforma la Pulla con el nuevo señorío, y en aquel naufragio de la prepotencia griega tan sólo se salvan las cuatro plazas de Bari, Otranto, Brindisi y Tarento. Raya desde aquella fecha el poderío normando, que arrinconó luego la colonia incipiente de Aversa. Nombráronse popularmente hasta doce condes [263] entresacados por mérito, nacimiento y ancianidad. Vinculáronlos sus distritos respectivos; y cada uno se encastilló en la fortaleza central de su Estado, encabezando a sus propios vasallos. Reservose en el corazón de la provincia la habitación común de Melfis para ciudadela y metrópoli de la república, con su vivienda y barrio separado para cada uno, y aquel Senado militar pautaba el rumbo a los negocios nacionales. El primero de los prohombres, como presidente y general, se titulaba conde de Pulla, dignidad que cupo a Guillermo del brazo de hierro, a quien, al estilo del tiempo, apellidaron león en la refriega, cordero en la sociedad y ángel en el escaño. [264] Un historiador contemporáneo y nacional retrata lindamente las costumbres de sus compatricios. [265] «Son los normandos —dice Malaterra—, gente traviesa y vengativa; la persuasión y el disimulo vienen a ser sus prendas hereditarias; no se doblegan a la adulación; pero hay que amarrarlos a la coyunda de la ley para atajar su desenfreno natural y apasionadamente arrebatado. Sus príncipes blasonan de dadivosos; el pueblo es de suyo comedido en sus agasajos, o más bien hermana los extremos de mezquindad y profusión; sedientos de riqueza y de mando, menosprecian cuanto poseen, y esperanzan cuanto apetecen. Armas y caballos, trajes galanos, ejercicios de caza y cetrería, [266] son el regalo de los normandos; pero en los trances apurados son sufridísimos para la intemperie en todo clima, y para el trabajo y las escaseces de la vida militar». [267]
Deslindaban los normandos de la Pulla entrambos imperios, y según la política reinante recibían su investidura de Alemania o de Constantinopla. Pero el título fundamental de aquellos aventureros era el derecho de conquista; así como no amaban ni confiaban, tampoco merecían cariño ni confianza. Asomaba la zozobra en el menosprecio de los príncipes, y el temor de los naturales adolecía de encono vengativo. Al prendarse de un caballo, de una mujer o de un vergel, soltaban los advenedizos la rienda a su apetito, [268] cohonestando los caudillos su codicia con visos galanos de ambición y de gloria. Solían a veces coligarse los doce condes para sus injusticias, y sus contiendas intestinas se encaminaban a despojar al pueblo: yació el pundonor de Guillermo en su sepulcro, y su hermano Drogo era más abonado para capitanear el denuedo que para enfrenar los ímpetus de sus compañeros. En el reinado de Constantino Monomaco, la política más bien que el afecto de la Corte bizantina se esmeró en descargar la Italia de aquel desmán perpetuo, mucho más tremendo que una alharaca de bárbaros, [269] y condecoró al intento con dictados altisonantes, [270] y con muy amplias facultades, a Arjiro, hijo de Melo. Realzábale para los normandos el recuerdo del padre, cuyo servicio voluntario había logrado recabar para extinguir la rebeldía de Maniaces, y para su propio y público desagravio. Ansiaba Constantino trasladar la colonia belicosa de las provincias italianas a la guerra pérsica, y el hijo de Melo fue repartiendo a los caudillos el oro y los artefactos griegos como la primera fineza de la dignación imperial. Pero el tino brioso de los conquistadores de Pulla burló aquellos ardides; se desecharon sus dones, o por lo menos sus propuestas, y unánimes se negaron a desviarse de sus haberes y esperanzas tras la perspectiva lejana de logros asiáticos. Malogrados los medios persuasivos, acudió Arjiro a la violencia y la asolación; estrechando a las potencias latinas contra el enemigo común, y ajustando una alianza ofensiva con el papa y entrambos emperadores de levante y poniente. Hallábase en el solio de san Pedro León IX, santo cabal, [271] pero propenso al engaño propio y ajeno, y cuya índole venerable consagraría con capa de religiosidad las providencias más encontradas con la práctica cristiana. Las quejas, acaso calumniosas, de un pueblo agraviado, encarnaron hondamente en su vidriosa humanidad; y como los normandos irreligiosos cesaron en su pago de diezmos cabía el desenvainar legalmente la espada contra salteadores sacrílegos y sordos para las censuras de la Iglesia. León de suyo aseñorado, y aun con entronques regios en Alemania, trataba con llaneza de palaciego la Corte toda, y aun merecía la privanza del emperador Henrique III; y a impulsos de su celo ardientísimo voló desde la Pulla hasta Sajonia y desde el Elba al Tíber. Al aparatar sus grandiosas hostilidades, no se desentendía Arjiro de acudir a ciertas armas recónditas y criminales, y así yacían víctimas de venganzas públicas y privadas normandos a miles sacrificando al valeroso Drogo en una iglesia. Mas renació su denuedo en su hermano Humphrey, tercer conde de la Pulla. Quedaron castigados los asesinos, y el hijo de Melo, arrollado y malherido, tuvo que huir a guarecerse y ocultar su afrenta tras los muros de Bari, esperando el socorro tardío de sus aliados.
Pero una guerra turca estaba destroncando el poderío de Constantino, y el papa, en vez de tramontar los Alpes con su ejército, volvió con una guardia de setecientos suabios y algunos voluntarios de Lorena. Camina pausadamente desde Mantua hasta Benevento, y se le va luego alistando un populacho soez de italianos, tras el sagrado estandarte; [272] duermen sacerdote y salteador en una misma tienda; alternan a vanguardia venablos y cruces, y el santo batallador va repitiendo las lecciones de su mocedad para marchar, acampar y trabar pelea. No escuadronan los normandos de la Pulla al frente de su hueste más que tres mil caballos, y luego unas guerrillas de infantería: los naturales pasados al enemigo les atajan todo género de abastos, y luego los rumbos para su retirada, y su denuedo ajenísimo de toda zozobra se quebranta por un rato con su acatamiento supersticioso. Asoma León en ademán hostil, y no se desdoran arrodillándose ante su sacrosanto padre. Pero el papa sigue inexorable, los alemanes agigantados se están mofando de la estatura pigmea de los normandos, quienes se enteran de que muerte o destierro ha de ser su estrella. No cabía en ellos la fuga; y como muchos llevaban ya tres días de ayuno, se conformaron con la certeza de una muerte más obvia y decorosa. Trepan el cerro de Civitella, se descuelgan a la llanura y embisten a una en tres divisiones la hueste del papa. En la izquierda y el centro, Ricardo, conde de Aversa, y Roberto, el famoso Guiscardo, arremeten, arrollan, desbaratan la muchedumbre italiana, que peleaba a ciegas y huyó sin desdoro. Arduo empeño cupo al tesón del conde Humphrey, que acaudillaba la caballería por el ala derecha. Torpísimos se muestran los alemanes en el manejo de caballo y lanza; [273] pero la infantería se cierra en columna fuertísima e impenetrable, y ni hombre, ni alazán, ni armadura contrarrestan el peso de sus montantes descomunales. Recia es la lid; pero acuden los escuadrones que seguían el alcance, los acorralan y estrechan hasta fenecer en sus propias filas, mereciendo el aprecio de los enemigos y satisfaciendo desde luego su venganza. Cierra Civitella sus puertas al papa fugitivo; alcánzanlo los devotos vencedores, le besan el pie implorando su bendición, y ante todo la absolución de su victoria pecadora. La soldadesca está mirando en su enemigo ya cautivo al vicario de Jesucristo, y, por más trascendencia que supongamos en los caudillos, no dejarían de contagiarse con la superstición popular. El atinado papa en los ensanches de su retiro se lamentó por aquel derramamiento de sangre cristiana, que venía a recaer sobre su persona: hízose cargo de que era el causador de tantísimos pecados y escándalos, y habiéndose malogrado el intento, le tildaron todos ahincadamente por indecoroso su desempeño militar. [274] Bajo este concepto se avino a la oferta de un tratado ventajoso, se retrajo de la alianza que había estado predicando como causa divina, y ratificó las conquistas pasadas y venideras de los normandos. Prescindiendo ahora de su procedencia, eran las provincias de Pulla o Calabria parte de la donación de Constantino y patrimonio de san Pedro, y así el donador y los aceptantes contaban mutuamente con su legítimo derecho. Se comprometieron a su auxilio recíproco por medio de sus armas espirituales y temporales, pactando luego un rédito de unos doce reales por aranzada, y desde aquel contrato memorable el reino de Nápoles ha seguido por más de siete siglos como feudo de la Santa Sede. [275]
Se suele entroncar el linaje de Roberto Guiscardo [276] encontradamente con los campesinos y duques de Normandía; con los cerriles por el engreimiento e ignorancia de una princesa griega, [277] y de los duques por la ceguedad lisonjera de los súbditos italianos; [278] pero en realidad parece que correspondía a la clase media o segunda de la nobleza. [279] Descendía de una clase de valvasores o pendonistas de la diócesis de Cutances en la Normandía baja; moraban aseñoradamente en el castillo de Hauteville, descollando su padre Tancredo en la corte y tropas del duque, a quien tributaba por feudo militar diez infantes o jinetes. Tuvo en dos enlaces decorosos hasta doce hijos, educados en casa con cariño imparcial por su segunda consorte. Mas su escaso patrimonio mal podía alimentar tanta prole, que de suyo denodada, estuvo viendo por las cercanías el desmande, las escaseces y desavenencias, y se arrojó a ir en busca de tierras extrañas y en pos de herencia más esclarecida. Quedando tan sólo dos para perpetuar el linaje y halagar al anciano padre, los otros diez al ir asomando la lozanía varonil se expatriaron del castillo, tramontaron los Alpes y se incorporaron en el campamento normando de la Pulla. Rebosaban de ímpetu genial los mayores, y sus medros alentaron a los hermanos, ascendiendo aquéllos, Guillermo, Drogo y Humphrey, hasta capitanear la nación y ser fundadores de la nueva república. Era Roberto el mayor de los siete hijos del segundo enlace, y hasta sus enemigos han tenido que aclamarlo como dotado de las prendas heroicas de soldado y estadista. Sobrepujaba su estatura agigantada a los más crecidos de su hueste; eran sus miembros al par agraciados y briosos, y aun en el menguante de sus años conservó su pujanza incontrastable y el señorío soberano de su presencia. Era espaldudo y sonrosado, con cabellera y barba cumplidas y cenicientas; tenía los ojos fogosísimos, y el torrente de su voz, al par de la de Aquiles, imponía obediencia y terror aun en el remolino estruendoso de la refriega. Allá en la tosquedad caballeresca tales realces no desdicen de los rasgos poéticos y aun históricos, particularizando que Roberto a una blandía el montante con la derecha y terciaba su lanza con la izquierda, que lo desmontaron hasta tres veces en la batalla de Civitella, y en lo más reñido de aquel memorable trance mereció la palma del valor entre todos los caballeros de ambas huestes. [280] Su ambición descompasada estribando en el engreimiento de su propia sobresaliencia, al ir en pos de su engrandecimiento, se desentendía de todo escrúpulo justiciero, y quizás aun del menor asomo de humanidad; y en medio de su afán por la nombradía no dejaba de acudir a pasos encubiertos y luego a los patentes en mediando el miramiento de su logro más certero. Mereció el apodo de Guiscardo [281] por su maestría en aquel género de ciencia política que se apoya en el disimulo y el engaño; y el poeta Pullés elogió a su Roberto por sobrepujar a Ulises en astucia y al mismo Cicerón en elocuencia. Pero sabía retraer estos primores tras cierto desenfado militar; y aun en la cumbre de su poderío se franqueaba siempre cortésmente con sus compañeros, y al avenirse a las vulgaridades generales de sus nuevos súbditos, aparentaba con su traje y modales conservar los antiguos estilos de su país. La misma diestra, en extremo rapaz, era al par dadivosa; avezado con sus escaseces primitivas a la frugalidad, se allanaba también mercantilmente a sus ganancias; atormentando además con tesón y fría crueldad a sus prisioneros en demanda de algún tesoro. Según los griegos, salió de Normandía con la escasa cuadrilla de cinco jinetes y treinta infantes; y aun parece abultada esta cuenta, pues el sexto hijo de Tancredo de Hauteville tramontó los Alpes de peregrino, y su primera guerrilla se compuso de unos aventureros italianos. Sus hermanos y compatricios se habían repartido las fértiles campiñas de la Pulla, y las estaban reservando con las zozobras de la avaricia; pero el mozo travieso trepó las sierras de la Calabria, y en sus primeras proezas contra griegos y naturales apenas cabe deslindar la heroicidad con el salteamiento. Sorprendiendo, ya el castillo, ya el convento; asaltando al adinerado, y saqueando aldeas para el preciso sustento, robustecía más y más el desempeño de cuerpo y alma. Agolpábanse voluntarios a miles desde su patria, y el paisanaje calabrés vino a ser bajo sus banderas igualmente normando.
Medrando en Roberto el desempeño con sus logros, enceló a su hermano mayor, quien de resultas de una reyerta lo amenazó de muerte y cortó los vuelos a sus intentos. Al morir Humphrey, la niñez excluyó del mando a sus hijos, reduciéndolos a la clase de particulares la ambición de su tío y ayo, levantado luego sobre un broquel y saludado por conde de la Pulla y general de la república. Robustecido entonces y autorizado, se aferra en la conquista de Calabria y aspira luego a descollar para siempre con su jerarquía sobre todos sus iguales. Descomúlgalo el papa Nicolás II por sacrilegios y rapiñas; mas pronto se desengaña de que las desavenencias de amigos no pueden menos de redundar en daño de todos; de que son los normandos los bizarros campeones de la Santa Sede, y de que es más obvia y segura la alianza con un príncipe que con los caprichos de una aristocracia. Juntose un sínodo de cien obispos en Melfi, y entonces el conde sobresee a una empresa grandiosa por acudir al resguardo y cumplir las disposiciones del romano pontífice. A impulsos de su interesado agradecimiento, confirió a Roberto y a su posteridad el dictado de duque, [282] con la investidura de Pulla y Calabria y cuantas tierras pudiera su espada conquistar de los griegos cismáticos y de los sarracenos infieles. [283] Con aquella sanción apostólica quedaban sinceradas sus gestiones, pero no hay que contar con la obediencia de una gente libre y victoriosa, no mediando su expreso consentimiento, y Guiscardo tuvo que encubrir su ensalzamiento hasta que en la campaña siguiente sobresalió con la conquista de Consenza y Regio. Al aparatar su triunfo, junta la tropa y le encarga que confirme con sus votos el dictado del vicario de Cristo: vitorea su soldadesca gozosísima al valeroso duque, y los condes antes sus iguales articulan su juramento de fidelidad con sonrisa aparente, pero con iras entrañables. Tras aquella inauguración, titúlase Roberto «por la gracia de Dios y de san Pedro, duque de Pulla y Calabria y luego de Sicilia», afanándose en seguida por veinte años, tras el merecimiento y consolidación de dictados tan grandiosos. Asoman adelantos tan pausados y en tan corto trecho, como ajenos del sumo desempeño del caudillo y de las ínfulas de la nación, mas escaseaban las fuerzas normandas y, todavía más, sus recursos y su servicio era absolutamente voluntario e insubsistente. La voz libre del Parlamento y sus barones solía contrarrestar los arrojados intentos del duque, pues los doce condes elegidos popularmente se aunaban contra su preponderancia; y los hijos de Humphrey estaban pidiendo justicia y venganza contra su alevoso tío. Guiscardo con su eficaz desvelo llegó a descubrir sus amaños, atajó su rebeldía y castigó a los criminales con muerte o destierro; pero la pujanza nacional se destroncaba y los años del caudillo se consumieron lastimosamente en estos enconos intestinos. Quebrantados por fin los enemigos forasteros griegos, lombardos y sarracenos, tuvieron que irse amurallando por las ciudades más populosas y más o menos fortificadas de la costa, sobresaliendo al par en el arte de resguardarse y defenderse; los normandos estaban avezados a campear con su caballería, y si tal cual vez lograban señorearse de las plazas a mano armada, su torpeza nativa tenía que echar el resto en la perseverancia. Resistiose Salerno más de ocho meses, y el sitio y bloqueo de Bari se dilató hasta cerca de cuatro años. Descollaba siempre el duque normando arriesgadamente a vanguardia, y luego cerraba en los trances la retaguardia. Al estrechar la ciudadela de Salerno, una piedra enorme disparada desde las almenas destrozó una de sus máquinas militares, malhiriéndole un astillazo el pecho. Yacía ante las puertas de Bari en una chocilla o barraca tosquísima de ramaje seco y paja; paraje, además de expuestísimo, abierto en derredor a la intemperie del invierno, así como a los venablos del enemigo. [284]
Vienen a caer las conquistas de Roberto por Italia en los linderos del actual reino de Nápoles, y los países hermanados con sus armas siguen todavía unidos, tras los vaivenes de siete siglos. [285] Constaba la monarquía de las provincias griegas de Calabria y Pulla, del principado lombardo de Salerno, de la república de Amalfi y de las dependencias interiores del antiguo y anchuroso ducado de Benevento. Éstos eran los únicos distritos exentos de la sujeción general; el primero para siempre, y los dos últimos hasta mediados del siglo siguiente. La ciudad y las afueras de Benevento se habían trasladado por donación o permuta, de manos del emperador de Alemania a las del romano pontífice, y por más que la espada normanda soliese invadir aquel territorio sagrado, por fin la contrarió definitivamente el nombre de san Pedro. Su primera colonia de Aversa avasalló de asiento el estado de Capua, cuyos príncipes se vieron reducidos a pordiosear un mendrugo ante el palacio de sus padres. Los duques de Nápoles, la metrópoli actual, conservaron la libertad popular, a la sombra del Imperio Bizantino. Entre las ganancias de Guiscardo, la sabiduría de Salerno [286] y el comercio de Amalfi, [287] podrá tal vez embargar por un rato la curiosidad de los lectores.
I. En cuanto a facultades mayores, presupone la jurisprudencia, planteadas ya las leyes y la propiedad, y acaso la teología puede orillarse con la antorcha de la religión y de la racionalidad. Pero así el montaraz como el sabio tienen que acudir al arrimo de la medicina, y si es el lujo gran causador de nuestras dolencias, el desmán de golpes y heridas no puede menos de menudear en gran manera, con el sumo atraso de la sociedad. Trascendieron ráfagas de la medicina griega a las colonias arábigas de África, España y Sicilia, y con los roces ya de paz, ya de guerra, chispeó la ciencia, y resplandeció luego en Salerno, ciudad esclarecida y descollante por el decoro de los varones y la hermosura de las mujeres. [288] Consagrose una escuela, y fue la primera que vislumbró en la lobreguez de Europa al arte de curar: no escrupulizaron obispos y monjes, con los auges de profesión tan saludable y gananciosa, y acudían atropelladamente los enfermos de jerarquías encumbradas y de climas lejanos a consultar con los médicos de Salerno. Los conquistadores normandos se esmeraban en ampararlos, y Guiscardo, aunque vinculado en sus armas, alcanzaba los quilates de la sabiduría. Tras una peregrinación de treinta y nueve años, Constantino, un cristiano de África, regresó de Bagdad, amaestrado en el idioma y el saber arábigos, y aquel alumno de Avicena enriqueció con su práctica lecciones y escritos a Salerno. Adormeciose la medicina tras el nombre de la universidad; pero aquellos preceptos están compendiados con una carta de aforismos, agolpados allá en versos leoninos, o consonantes latinos del siglo XII. [289]
II. Como a dos leguas al poniente de Salerno, y a diez al sur de Nápoles, descolló el pueblecillo arrinconado de Amalfi con el poderío y los galardones de la industria. Era muy reducida su fértil campiña, pero gozaba de una marina expedita, pues el vecindario al punto se dedicó a surtir al orbe occidental de manufacturas y productos del Oriente; y aquel tráfico utilísimo fue el manantial de su libertad y opulencia. Era su régimen popular a las órdenes de un duque, bajo la supremacía del emperador griego. Eran cincuenta mil los ciudadanos empadronados en el recinto de Amalfi, rebosando todo de oro, plata y todo género de preciosidades. Hervía por sus muelles una marinería sobresaliente, en la teoría y la práctica de la navegación y la astronomía, y su agudeza o su dicha fueron las descubridoras de la brújula, que puso de manifiesto el orbe. Abarcó su comercio las costas, o cuando menos los géneros de África, Arabia e India, y sus establecimientos en Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría lograron el privilegio de colonias independientes. [290] Contaba tres siglos de prosperidad Amalfi, cuando las armas de los normandos la oprimieron y saquearon por los celos de Pisa, y ahora mismo los restos de su atarazana, catedral y palacios de sus regios tratantes están todavía realzando el desamparo de unos mil pescadores.
Roger, hijo duodécimo y postrero de Tancredo, permaneció en Normandía por su edad tierna y por la muy avanzada del padre; pero entonces aceptó con albricias el llamamiento; voló a los reales de la Pulla, y logró al pronto el aprecio, que redundó luego en emulación, de su hermano mayor. Corrían parejas en ambición y denuedo, pero la mocedad lozana y los modales finísimos de Roger embelesaban desinteresadamente al vecindario y a la soldadesca. Escaseaba tantísimo de medios para sí mismo y para sus cuarenta secuaces que de conquistador paró en salteador y luego en raterillo casero; y merecían tantísimo ensanche los asaltos a la propiedad, que según su propio historiador llegó a disponer el robo de caballos en un establo de Melfi. [291] Su gallardía se fue sobreponiendo al desamparo y a la afrenta, encumbrándose de tan torpe ruindad a los merecimientos esclarecidos de una guerra sagrada, sosteniendo el afán insensato de Guiscardo la invasión de Sicilia. Retirados los griegos, habíanse los idólatras (así llamaban injuriosamente a los católicos), rehecho de sus quebrantos y malogros, y el rescate de la isla tan en vano emprendido allá grandiosamente con las fuerzas del imperio oriental se redondeó con una cuadrilla de particulares aventureros. [292] Roger por estreno arrastra en una barca abierta los peligros fabulosos o efectivos de Scila y Caribdis; aporta en playa enemiga con solos sesenta soldados; arrolla a los sarracenos hasta las puertas de Mesina, y regresa a salvo con los despojos de aquel contorno. Descuella con su denuedo y tesón en la fortaleza de Trani, pues luego, de anciano, solía referir que en las estrecheces de aquel sitio se vio con su mujer la condesa en tan sumo desamparo, que no teniendo más que un ropón o manta, en cuyo uso tenían que ir alternando; que en una salida matándole el caballo se lo llevaban los sarracenos, y debiendo el salvamento a su espada cortadora, se retiró con la silla al hombro, para que no quedase el menor rastro de trofeo en manos de los infieles. En aquel sitio de Trani trescientos normandos contrarrestaron y aventaron las fuerzas de toda la isla. En la campiña de Ceramio, hasta cincuenta mil, entre infantería y caballería, quedaron arrollados por ciento treinta y seis soldados cristianos, añadiendo tan sólo san Jorge que peleó a caballo al frente de la vanguardia. Reserváronse las banderas cogidas con cuatro camellos para el sucesor de san Pedro, y a no mostrar aquellos despojos bárbaros en el Vaticano, y no en el Capitolio, pudieran renovar la memoria de los triunfos púnicos. Este número tan menguado de normandos se referirá probablemente a la soldadesca principal y cabalgante, acompañada de sus cinco y seis sirvientes respectivos; [293] pero aun al arrimo de esta explicación y con las rebajas discretas, ateniéndonos al sumo denuedo, armas y nombradía, el desbarate de tantas millaradas precisarán al cuerdo lector a acudir al predicamento de los milagros o de las fábulas. Solían los árabes de África socorrer a sus compatricios de Sicilia; las galeras de Pisa auxiliaron en el sitio de Palermo a la caballería normanda, y la emulación de los dos hermanos sublimaba en el trance incontrastablemente sus ímpetus denodados. A los treinta años de guerra, [294] Roger, con el dictado de conde, redondeó la soberanía de la isla mayor y más fértil de todo el Mediterráneo, y en su desempeño campea un ánimo culto e ilustrado, sobrepuesto a las estrecheces de su siglo y su educación. Franqueose a los musulmanes el ejercicio expedito de su religión y el goce de sus fincas: [295] un filósofo y médico de Mazara de la alcurnia de Mahoma arengó al conquistador, quien le brindó con su corte; tradújose en latín su geografía de los siete climas; y Roger, estudiándola de intento, la antepuso a los escritos del griego Ptolomeo. [296] Allá un resto de cristianos solariegos había favorecido la empresa de los normandos, y les sirvió de galardón el triunfo de la Cruz, y más devolviéndose la jurisdicción de la isla al pontífice romano; creáronse obispados nuevos en las ciudades principales, complaciendo al clero con el realce de muchas iglesias y monasterios. Mas el héroe católico afianzó los fueros de un magistrado civil, apropiándose mañosamente con la investidura de beneficios las demandas del papa; se legalizó y ensanchó la supremacía de la corona con la bula particularísima, que declara a los príncipes de Sicilia hereditarios y legados perpetuos de la Santa Sede. [297]
La conquista de Sicilia fue más gloriosa que productiva para Roberto Guiscardo. «No saciaban su ambición la Pulla y la Calabria», y así acordó invadir a la primera coyuntura y tal vez sojuzgar el Imperio oriental. [298] Habíase divorciado de su primera consorte, la compañera en sus escaseces, socolor de parentesco, y a su hijo Bohemundo cupo más bien el remedar que suceder a su esclarecido padre; la segunda esposa de Guiscardo era hija del príncipe de Salerno; se avinieron los lombardos a la sucesión directa de su hijo Roger; cupieron a sus cinco hijas desposorios decorosos, [299] y una de ellas se apalabró de niña con el hermosísimo mancebo Constantino, hijo del emperador Miguel. [300] Mas una revolución conmovió el sitio de Constantinopla; quedó la familia imperial de Ducas encarcelada en palacio y enclaustrada, y Ricardo lamentó dolorosamente el quebranto de su hija y el apeamiento de su aliado. Asomó luego en Salerno un griego que se aparentaba padre de Constantino, refiriendo las aventuras de su vuelco o huida. Reconoció el duque a su amigo desventurado ensalzándolo con el boato y los dictados de la dignidad imperial: lágrimas gozosas iban aclamando a Miguel [301] al transitar triunfalmente por la Pulla y la Calabria, y el papa Gregorio VII, exhortaba a los obispos para que predicasen y a los católicos para que se aviniesen a pelear, en el empeño religiosísimo de su restablecimiento. Conversaba de continuo familiarmente con Roberto, y el valor de los normandos y los tesoros del Oriente abonaban sus mutuas promesas. Pero este Miguel, según confiesan al par griegos y latinos, era un embaucador, un farsante, en suma, un monje fugitivo de su convento, o un sirviente palaciego. El astuto Guiscardo había sido el inventor de la patraña, y suponía que desempeñando el impostor su papel, se hundiría en su oscuridad primitiva al primer aviso del conquistador. Pero el argumento convincente y poderosísimo para los griegos se cifraba todo en la victoria, y luego el afán de los latinos había amainado en mayor extremo, pues los veteranos normandos ansiaban ya el gozarse con la mies de tantísimos sudores, y los italianos desaguerridos se estremecían de peligros cercanos o remotos de una expedición ultramarina. Roberto para el enganche de sus reclutas echaba el resto en agasajos y promesas, y aun en amagos, tanto civiles como eclesiásticos, y según los ejemplares de algunas tropelías, no sin razón sonaron quejas de que ni la niñez ni la ancianidad eximían del servicio con un príncipe tan adusto. A los dos años de preparativos, juntáronse las fuerzas terrestres y navales en Otranto, hacia el promontorio sumo de Italia; y Roberto iba acompañado de su consorte, batalladora a su mismo lado, su hijo Bohemundo y el representante del emperador Miguel. Cifrábase el nervio de la hueste en mil trescientos jinetes [302] de ralea o disciplina normanda, y hasta unos treinta mil secuaces [303] de todas clases, hombres, caballos, armas, con máquinas y troncos de madera cubiertos con pieles sin curtir, se embarcaron en ciento cincuenta bajeles, construyendo los transportes por los puertos, y aprontando la república aliada de Ragusa las galeras.
Al emboque del golfo Adriático, las playas de Italia y del Epiro propenden a juntarse mutuamente; y así el espacio intermedio, y garganta entre Brindisi y Durazzo, esto es: el tránsito romano, se reduce a poco más de treinta leguas, [304] y en el punto extremo de Otranto se queda en la mitad, [305] como que tamaña estrechez suministró, así a Pirro como a Pompeyo, la ocurrencia sublime, o acaso disparatada, de construir un puente. Antes del embarque general, envió al duque normando Bohemundo con quince galeras para afianzar o amagar a la isla de Corfú, reconocer la costa opuesta y asegurar un fondeadero en las cercanías de Valona, para el desembarco de la tropa. Transitan, y se apean sin avistar enemigos, y aquella tentativa tan certera patentizó el descuido y menoscabo de la potestad naval de los griegos. Las islas y al par las ciudades marítimas del Epiro se avasallaron a las armas y a la nombradía de Roberto, quien capitaneó armada y ejército desde Corfú (me valgo de la denominación moderna) al sitio de Durazzo. Resguardaban aquel pueblo, llave occidental del imperio, su fama antigua y sus fortificaciones modernas, obra de Jorge Paleólogo, patricio victorioso en las guerras orientales, y crecida guarnición de albaneses y macedonios, que en todos los tiempos merecían el concepto de belicosos. En los lances de la empresa contrastaron al animoso Guiscardo redoblados peligros y desmanes. En la estación más favorable del año, al ir la escuadra costeando, la asaltó impensadamente una tormenta de viento y nieve, y el sur embravecido a manera de huracán encrespó horrorosamente el Adriático, corroborando aquel naufragio el antiguo baldón de los peñascos Acroceraunios. [306] Volaron en trozos velas, mástiles y remos, cuajando el mar y las playas de astillas, armas y cadáveres, y luego sumergiendo y averiando casi todo el abasto. Rescatose a duras penas la galera ducal o almiranta, y tuvo Roberto que hacer alto por siete días, para ir salvando reliquias de tan sumo fracaso, y envalentonar los ánimos acobardados de su tropa. No eran ya los normandos aquellos marinos denodados y expertos que habían ido surcando el océano desde la Groenlandia hasta el monte Atlas, y se sonreían a los amaguillos del Mediterráneo. Llorando estuvieron y luego se mostraron más despavoridos a los asomos asustantes de los venecianos, venidos a instancias y promesas de la corte bizantina. Redundó el primer trance en alguna ventaja de Bohemundo, mozuelo barbilampiño [307] que mandaba las fuerzas navales de su padre. Anclaron toda la noche las galeras de la república formando una media luna, y vencieron al segundo día por los flecheros de proa, la pujanza de sus venablos, la maestría en sus evoluciones y el auxilio incontrastable del fuego griego. Huyen pulleses y ragusinos, encallan en la playa; pero acuden los vencedores, amarran sus bajeles, y entretanto una salida de la guarnición causa terror y matanza por las tiendas del duque normando. Socórrese Durazzo oportunamente; y privados los sitiadores del señorío del mar, los proveedores de las islas y de la costa se desentendieron de acudir con sus tributos y abastos al campamento. Contagiáronse además con dolencias pestilentes, feneciendo hasta quinientos jinetes de muerte sombría; y la suma de entierros (si es que cabía verificarlo con todos) ascendió a diez mil personas. Sobreponíase única e incontrastablemente el ánimo de Guiscardo a tantísima desdicha, y mientras iba agolpando refuerzos de la Pulla y Sicilia, seguía batiendo, escalando y socavando los muros de Durazzo; pero su inventiva y denuedo vinieron a tropezar con iguales prendas, y aun tal vez de mayores quilates, y el torreón movible, cargado con quinientos hombres y empujado hasta el pie de la muralla, al apearse por el puente levadizo, se encontró con un tremendo ariete, y luego el fuego artificial redujo instantáneamente a cenizas aquella mole de madera.
Mientras los turcos por el Oriente y los normandos por el Ocaso estaban así acosando el Imperio Romano, el anciano sucesor de Miguel rindió el cetro en manos de Alexio, adalid esclarecido y fundador de la dinastía Comnena. La princesa Ana, su hija e historiadora, advierte en su estilo melindroso que aun el mismo Hércules no alcanzaba al extremo de acudir a dos lides a un tiempo; y bajo este concepto no puede menos de aprobar el ajuste arrebatado con los turcos, para volar en persona al socorro de Durazzo. Alexio, al entronizarse, encontró la milicia sin tropa y el erario sin dinero, mas echó el resto en providenciar ejecutivamente; y juntando en seis meses un ejército de setenta mil hombres, [308] verificó una marcha de doscientas leguas. Alistó su gente por Europa y Asia en el Peloponeso y el Mar Negro, realzaban principalmente la majestad las compañías montadas de la guardia con sus armas de plata y sus riquisímos jaeces, acompañando además al emperador gran comitiva de príncipes y nobles, y entre ellos algunos habían ostentado la púrpura por un rato, y en aquella temporada de blandura gozaban el ensanche de una vida aseñorada y opulenta. Lozaneaban juvenilmente y enardecían a la muchedumbre; pero empapados en el ocio y los deleites, se propasaban sobremanera en sus demasías e insubordinación; instaban descompasadamente por un trance ejecutivo, imposibilitando así la cordura de Alexio, quien pudiera rendir por cerco y hambre a la hueste sitiadora. En el padrón de las provincias contemporáneas, se está palpando el desairado parangón de los linderos antiguos y presentes de aquel mundo romano: agolpábanse atropelladamente los cerriles reclutas a viva fuerza; y se trajeron las guarniciones de la Anatolia y Asia Menor, evacuando las ciudades avasalladas sobre la marcha por los turcos. La pujanza del ejército griego venía a reducirse a los varanjes y la guardia escandinava, cuyo número acababan de reforzar con una colonia de voluntarios y desterrados de la isla británica de Tule. Ingleses y daneses yacían oprimidos y hermanados bajo el yugo del vencedor normando, y una porción de mozos aventureros acordaron el desamparar un país de servidumbre; expedita se les ofrecía la marina, y en su dilatada peregrinación fueron visitando cuantas costas les brindaban con la proporción de libertad y venganza. Mantúvolos el emperador griego en su servicio, y su primer paradero fue en una ciudad nueva de la playa asiática, pero pronto tuvo Alexio que llamarlos en defensa de su palacio y persona, trasladando luego a los sucesores la herencia de su lealtad y valentía. [309] El nombre del invasor normando les renovó la memoria de sus agravios; marcharon denodadamente contra el enemigo nacional, ansiando recobrar en el Epiro el lauro menoscabado en Hastings. Algunas compañías de francos o latinos alternaban con los varanjes, y cuantos rebeldes habían huido a Constantinopla de la tiranía de Guiscardo se desalaban por sobresalir en afán y saciar su venganza. Acudió el emperador en aquel trance al auxilio torpe de Paulinos o maniqueos de Tracia y de Bulgaria; y aquellos herejes hermanaban el aguante del martirio con el brío y la disciplina del valor ejecutivo. [310] Proporcionó el ajuste con el sultán algunos miles de turcos y se contrapusieron los flechazos de la caballería escítica a las lanzas de la normanda. Al eco y perspectiva, aunque todavía lejana, de tan formidables fuerzas, junta Roberto un consejo de sus oficiales más eminentes. «Ya estáis viendo —prorrumpe— el peligro vuestro, a la verdad grande y urgentísimo. Armas y banderas cuajan montes y valles, y el emperador griego está ya avezado a refriegas y triunfos. En la unión y obediencia se cifra nuestro salvamento, y aquí está el mando si lo toma caudillo de mayor desempeño». Lo vitorean hasta sus enemigos secretos, demostrándole en tan arriesgado trance su aprecio y confianza; y entonces, continúa el duque, «pongámonos desde ahora en manos de la victoria, y atajemos a la cobardía todo arbitrio para la fuga. Vamos a quemar bajeles y bagajes, y batallar aquí mismo como si fuese el paraje de nuestro nacimiento y entierro». Apreciábase unánimemente el arranque, y sin ceñirse absolutamente a sus líneas espera Guiscardo escuadronado al enemigo. Resguárdale un riachuelo la retaguardia, su derecha se extiende hasta el mar, y su izquierda por los cerros, y ajenísimo se hallaba tal vez de que en aquel mismo terreno César y Pompeyo habían batallado por el señorío del orbe. [311]
Alexio, contra el dictamen de sus adalides más consumados, se arrojó al trance de una refriega general, encargando a la guarnición de Durazzo que acudiera por su parte al anhelado rescate, haciendo oportunamente una salida ejecutiva. Marcha antes de amanecer en dos columnas para sobrecoger a los normandos por dos puntos diversos, dispersa sus guerrillas de caballería por la llanura, formando su segunda línea con los flecheros, encabezando a todos, y a su propia instancia los varanjes. En el primer avance los maceros advenedizos aportillan hondamente a la hueste de Guiscardo, reducida ahora como a quince mil hombres. Lombardos y calabreses vuelven afrentosamente la espalda, huyendo hacia el río y el mar; pero está cortado el puente para la salida de la guarnición, y la playa acordonada con las galeras venecianas que disparan sus máquinas contra la muchedumbre revuelta, pero asomada ya a su exterminio la rescatan por fin sus caudillos. Retratan los griegos a Gaiza, esposa de Roberto, como una amazona belicosísima, segunda Palas, menos primorosa en las artes, pero no menos pavorosa en las armas que la diosa de Atenas; [312] pues aunque malherida de un flechazo, permanece firme y se esmera en rehacer a los fugitivos con sus reconvenciones y su ejemplo; [313] pero corrobora a su voz femenina el eco varonil y sonoro, y ante todo el brazo poderoso del duque normando, tan sereno en la pelea como magnánimo en el consejo. «¿Adónde? —les clama—, ¿Adónde huís?» Implacable es vuestro enemigo, y la muerte es menos aborrecible que la servidumbre. Es ya el punto más decisivo del trance, y al adelantarse los varanjes sobre la línea patentizan entrambos costados indefensos; el eje de la batalla del duque, de ochocientos jinetes, se mantiene cabal e inmoble con las lanzas en ristre, y los griegos aún lloran el ímpetu disparado e irresistible de la caballería francesa. [314] Acude Alexio al desempeño de ambos extremos como soldado y como general; pero al presenciar el estrago de los varanjes y la huida de los turcos, menosprecia a sus propios súbditos y se da por desahuciado. La princesa Ana, que menciona llorosa tan lastimero fracaso, tiene que avenirse a encarecer el brío y la velocidad del alazán salvador del padre, quien por su parte se rehace gallardarnente del tremendo lanzazo destrozador del yelmo imperial. Su denuedo desesperado aportilla un escuadrón de francos, que le ataja la carrera, y después de vagar dos días con sus noches por las serranías, halla algún sosiego de cuerpo, mas no de ánimo, en el recinto de Lichnido. Roberto, victorioso, reconviene a los perseguidores por su flojedad en el alcance, defraudándolo de logro tan peregrino; mas luego se va consolando de aquel pesar con el cúmulo de trofeos y estandartes que cuajan el campo, y con tanto primor opulento como resplandece por los reales bizantinos, y ante todo con el lauro de arrollar una hueste cinco veces más crecida que la suya. Un sinnúmero de italianos vinieron a resultar víctimas de su propio miedo; pero tan sólo perdió treinta jinetes en refriega tan memorable. Ascendió en el ejército a cinco o seis mil hombres la pérdida de griegos, turcos e ingleses, [315] quedando la llanura de Durazzo regada con sangre noble y aun real, y el fin del impostor Miguel fue más decoroso que su vida.
Prescindiría por supuesto Guiscardo del malogro de un farsante costosísimo, que mereció tan sólo el menosprecio y escarnio de los griegos, quienes tras su derrota siguieron defendiendo a Durazzo, substituyendo un comandante veneciano a Jorge Paleólogo, despedido torpemente de aquel fondeadero. Los sitiadores truecan sus tiendas en barracones, para escudarse contra la intemperie, y contestando al reto de la guarnición apuntó Roberto que su aguante correría parejo con la pertinacia enemiga; [316] contando ya tal vez desde entonces con la correspondencia reservada de un señor veneciano, quien vendió la ciudad por un enlace acaudalado y honor. Descuelgan de los muros a deshora varias escalas de cuerda; trepan calladamente los ágiles calabreses, y el nombre y los clarines del vencedor despiertan a los griegos; pero van defendiendo las calles hasta tres días contra un enemigo ya dueño de las murallas, mediando siete meses entre la formación del sitio y la rendición postrera de la plaza. Internose el duque normando desde Durazzo hasta el corazón del Epiro y de la Albania, atravesó la primera serranía de Tesalia, sorprendió a trescientos ingleses en la ciudad de Castoria, se acercó a Tesalónica y aterró a Constantinopla. La prisión más ejecutiva cortó los vuelos a su afán ambicioso. Con el naufragio, la peste y el acero, su hueste quedaba reducida al tercio de su primera planta, y en vez de recibir algún refuerzo de Italia, le participaron con cartas lastimeras que su ausencia estaba acarreando peligros y desmanes, con rebeldías de ciudades y de barones en la Pulla, sumo conflicto del papa y asomos de invasión por Enrique, rey de Alemania. Suponiendo engreídamente que bastaba su persona para la salvación pública, surcó el piélago con un solo bergantincillo, poniendo el mando de su ejército en manos de su hijo y de los duques normandos, y encareciendo a Bohemundo gran miramiento con los desahogos de sus magnates, y a los condes suma obediencia a las disposiciones de su caudillo. Siguió el hijo de Guiscardo las huellas de su padre, parangonando los griegos a entrambos asoladores con la oruga y la langosta, devorando la segunda cuanto se libertó de los dientes de la primera. [317] Tras de ganar dos batallas contra el emperador, se descolgó sobre las llanuras de Tesalia y sitió a Larisa, reino fabuloso de Aquiles, [318] donde paraban el tesoro y los almacenes del campamento bizantino. Cábele, sin embargo, digna alabanza, por su fortaleza y cordura, al príncipe Alexio, que estuvo batallando esforzadamente contra aquel turbión de contratiempos. Acudió a las escaseces del Estado con los ornamentos superfluos de las iglesias, reemplazó la deserción de los maniqueos con algunas tribus de Moldavia; un refuerzo de turcos repuso, en número de siete mil, el quebranto de sus hermanos con ejemplar escarmiento, y los griegos se fueron ejercitando en cabalgar, flechar, evolucionar y emboscarse oportunamente. Alexio se hizo cargo de que, apeada la gran caballería de los francos, quedaba, no ya descaecida, [319] sino innoble adiestrábanse los flecheros en apuntar al caballo y no al jinete; y se iban sembrando trampas y abrojos por el terreno amagado de algún encuentro. Por las cercanías de Larisa se fueron dilatando y contraponiendo los trances de la guerra; y aunque Bohemundo descolló siempre en denuedo y a veces en logros, un ardid de los griegos saqueó sus reales, y siendo la ciudad inexpugnable, los condes allá venales y desabridos, desertaban de sus banderas, quebrantaban sus empeños y se alistaban al servicio del emperador. Regresó Alexio a Constantinopla, no con los timbres, mas sí con las ventajas de una victoria, pues el hijo de Guiscardo, evacuando las conquistas ya indefendibles, se embarcó para Italia, y abrazándolo luego el padre, le encareció sus merecimientos y se condolió de sus quebrantos.
Entre los príncipes latinos, aliados de Alexio y enemigos de Roberto, el más descollante en denuedo y poderío fue aquel Enrique III o IV, rey de Alemania y de Italia, y luego emperador de Occidente. La carta del monarca griego a su hermano [320] rebosa de expresivos afectos, y de sumo afán por estrechar su intimidad con los vínculos de algún enlace público y privado. Se congratula con Enrique por sus logros en aquellas guerras justas y religiosísimas, lamentándose de Roberto el normando, tan desaforado trastornador de las prosperidades de su propio imperio. El padrón de sus regalos está demostrando las costumbres de aquel tiempo, a saber, una corona radiada de oro, una cruz tachonada de perlas para colgarla al cuello, un estuche de reliquias con los nombres y dictados de los santos, un vaso de cristal, otro de sardónica, algunos bálsamos, probablemente de la Meca, y cien piezas de púrpura; añadiendo luego otro agasajo más sólido de cuarenta y cuatro bizantinos de oro, asegurándole además otros doscientos dieciséis mil, constándole la entrada de Enrique con armas en el territorio de la Pulla; juramentándose desde entonces en su liga contra su enemigo común. Hallábase ya el alemán [321] a la sazón en Lombardía capitaneando un ejército y un partido, y aceptando tan espléndidas ofertas se encaminó hacia el Mediodía; contúvose al eco de la batalla de Durazzo, pero el influjo de sus armas y de su nombre, para el regreso arrebatado de Roberto, vino a equivaler al soborno griego. Entrañablemente contrarrestaba Enrique a los normandos aliados y vasallos de Gregorio VII, su enemigo implacable. El afán ambicioso de aquel endiosado sacerdote había reencendido la competencia larguísima [322] entre el solio y la tiara; pues el monarca y el papa se habían depuesto mutuamente, colocando cada cual un competidor en el trono temporal o espiritual de su contrario. Derrotado y muerto su rebelde Suabio, descolgose Enrique sobre la Italia, para ceñirse la corona imperial y aventar del Vaticano al tirano de la Iglesia. [323] Pero el vecindario de Roma estaba por Gregorio, robusteciendo sus ánimos con los refuerzos de gente y dinero de la Pulla. Al cuarto año corrompió, según se dice, con el oro bizantino la nobleza romana, cuyos estados y quintas yacían asolados por la guerra. Entregáronle puertas, puentes y cincuenta rehenes consagraron al antipapa Clemente III en el Laterano, y el agradecido pontífice coronó en el Vaticano a su favorecedor, planteando Enrique su residencia en el Capitolio como sucesor legítimo de Augusto y de Carlomagno. El sobrino de Gregorio estaba todavía defendiendo las robas del Septizonio; cercaron al mismo papa en el castillo de san Ángelo; pero seguía siempre esperanzado en el denuedo y lealtad de su vasallo normando. Mediaron agravios y quejas, y luego quiebras en su intimidad; pero estimulaba en aquel trance a Guiscardo el desempeño de su juramento y enardecíalo también su propio interés, más ejecutivo que todos los juramentos, con el ansia de nombradía y mortal encono a entrambos emperadores. Tremola su pendón sagrado y vuela al rescate del príncipe de los apóstoles; agolpa cual nunca su hueste de seis mil caballos o treinta mil infantes; vitorean su tránsito de Salerno a Roma de antemano el aplauso general y la confianza en el favor divino. Invicto Enrique en sesenta y seis refriegas, está ahora temblando a su asomo; recapacita ciertos negocios imprescindibles, que requieren su presencia en Lombardía; encarga a los romanos suma perseverancia en su homenaje, y se retira arrebatadamente tres días antes de la llegada de los normandos. El hijo de Tancredo de Hauteville, en menos de tres años, paladea la gloria de libertar al papa y precisar a entrambos emperadores de levante y poniente a huir ante sus armas victoriosas. [324] Mas aquel triunfo vino a nublarse con los padecimientos de Roma, pues los parciales de Gregorio habían logrado horadar o escalar los muros; mas el bando imperial campeaba todavía eficazmente, y al tercer día se disparó el vecindario con tremenda asonada; y prorrumpiendo el vencedor por su defensa o venganza en una voz arrebatada, se acudió al incendio y al saqueo. [325] Los sarracenos de Sicilia, súbditos de Roger y auxiliares de su hermano se abalanzaron a coyuntura tan obvia para envilecer y profanar la ciudad santa de los cristianos; violación, cautiverio y muerte es el paradero de ciudadanos a millares a vista de su padre espiritual, y por sus propios auxiliares, hasta el punto de quedar abrasado y aun yermo un grandioso barrio desde el Luterano hasta el Coliseo. [326] Tiene Gregorio que desviarse de un vecindario que lo aborrece, ajeno ya de toda zozobra por su mando, y, acaba sus días en Salerno. Cabe en el certero pontífice el esperanzar halagüeñamente a Guiscardo con una corona romana o imperial; mas este paso, en extremo resbaladizo, inflamará más y más la ambición del normando y enemistará, desde luego, a los príncipes más íntimos de Alemania.
Cabía el explayarse ya con algún sosiego al libertador y abrasador de Roma; pero en el mismo año de la huida del emperador alemán, vuelve el incansable Roberto a extremar su ahínco en la conquista oriental. El afán agradecido de Gregorio sigue brindando a su denuedo con los reinos de Grecia y Asia, [327] y agólpanse ufanas sus tropas triunfadoras en demanda de más peleas. Ana, en sus arranques de Homero, parangona aquella muchedumbre con un enjambre de abejas, [328] pero ya queda deslindado el poderío nada exorbitante de Guiscardo, embarcado ahora en ciento veinte bajeles, y por estar adelantada la estación, se antepuso el fondeadero de Brindisi a la carretera de Otranto. [329] Temeroso Alexio de segundo avance, se había esmerado en reponer las fuerzas navales del Imperio y recabó de la república veneciana el cuantioso refuerzo de treinta y seis transportes, catorce galeras y nueve galeotas, de peregrina grandiosidad y resistencia. Pagose colmadamente el auxilio con franquicias, o monopolios en el comercio, la concesión productiva de muchas tiendas, y aun casas en el mismo puerto de Constantinopla y un tributo a san Marcos en extremo halagüeño, por cuanto se imponía a la república de Amalfi su competidora. Cuaja la escuadra combinada de griegos y venecianos el Adriático; pero su flojedad, el desvelo de Roberto y el beneficio de una niebla franquean tránsito expedito y las tropas normandas desembarcan a su salvo en la costa del Epiro. El arrojado duque embiste ejecutivamente con veinte galeras al enemigo, y aunque avezado a pelear a caballo, aventura su propia vida y las de su hermano y dos hijos al vaivén de un trance naval. Tres peleas se traban a la vista de Corfú por el señorío del mar; en las dos primeras, la maestría y el número de los aliados predominan; pero en la tercera logran los normandos completísima victoria. [330] Huyen dispersos afrentosamente los bergantincillos griegos; y aunque allá los nueve castillos venecianos contrarrestan porfiadamente el avance, siete se van a pique y dos se rinden; en vano hasta dos mil quinientos prisioneros están implorando conmiseración, y la hija de Alexio decanta llorosamente el malogro de trece mil súbditos o aliados. El desempeño de Guiscardo suplió su bisoñez, pues por las tardes tras el toque de su retirada se engolfaba en recapacitar con ahínco los móviles de su rechazo, ideando luego arbitrios para remediar su insuficiencia para inutilizar las ventajas del enemigo. Sobreviene el invierno y le ataja sus adelantos; pero asoma la primavera, y aspira luego a la toma de Constantinopla no atravesando las serranías del Epiro, sino encarándose con la Grecia y sus islas, donde los despojos compensarían los quebrantos, y las fuerzas terrestres y marítimas esforzarían sus conatos con pujanza y acierto. Mas ¡ay! que en la isla de Cefalonia una dolencia epidémica desahucia sus arrojos; y el mismo Roberto fallece a los setenta años de edad, en su tienda, sonando desde luego sospechas de envenenamiento por parte de su propia mujer o del emperador griego. [331] Campo dilatado ofrece aquella muerte anticipada a los ímpetus de la fantasía para idear hazañas venideras, y el acontecimiento demuestra muy a las claras que el encumbramiento normando se cifraba todo en los ámbitos de su vida. [332] Aquella hueste victoriosa, sin asomar enemigos, se retira y dispersa revuelta y consternadamente, y el trémulo Alexio se huelga con su salvamento. Naufraga por las costas de Italia la galera portadora de los restos de Guiscardo; pero se recogió el cadáver depositándolo luego en el sepulcro de Venusia. [333] lugar más esclarecido con el nacimiento de Horacio [334] que con entierros de héroes normandos. Su hijo segundo y sucesor, Roger, yació luego apeado en la humilde jerarquía de duque de la Pulla, y con este aprecio parcial el valeroso Bohemundo tuvo que reducirse a la herencia de su espada; y así anduvo hasta que la primera cruzada contra los infieles del Oriente le despejó campo más anchuroso de glorias y conquistas. [335]
Los intentos más grandiosos, al par de los más ínfimos de la vida humana, yacen luego empozados en la huesa. A la segunda generación quedó la línea masculina de Roberto Guiscardo extinguida, tanto en la Pulla como en Antioquía, pero su hermano menor encabezó una alcurnia de reyes, y el hijo del gran conde resplandeció dotado con el nombre, las conquistas y el denuedo de aquel Roger más antiguo. [336] El heredero del aventurero normando nació en Sicilia y a los cuatro años le cupo ya la soberanía de la isla, herencia que la racionalidad pudiera envidiarle si le correspondiera empaparse en los anhelos soñados, aunque pundonorosos de señorío y mando. Si Roger se ciñera a su pingüe patrimonio, bendeciría un pueblo agradecido a su bienhechor; y si su desempeño atinado restableciera la prosperidad colmada de las antiguas colonias griegas, [337] el poderío opulento de Sicilia por sí solo igualaría los mayores ámbitos que pudieran proporcionar las furias asoladoras de la guerra. Carecía de arranques tan sublimes la ambición rastrera del gran conde, ateniéndose a los móviles vulgarísimos de la doblez y la tropelía. Se empeñó en vincular para sí la posesión de Palermo que estaba promediando con la rama primogénita; se aferró en dilatar sus linderos en Calabria, propasándose de los convenios anteriores, y estaba acechando ansiosamente la salud quebrantada de su primo Guillermo de la Pulla, nieto de Roberto. Al primer aviso de cercana muerte, da Roger la vela en Palermo con siete galeras, fondea en la bahía de Salerno, juramenta con diez días de negociación la capital normanda, impone capitulación a los barones y recaba la investidura forzada de los papas, quienes no aciertan a prescindir de la amistad ni de la oposición de vasallo tan poderoso. Se desentiende respetuosamente de Benevento como patrimonio de san Pedro, pero con el avasallamiento de Capua y Nápoles redondea los intentos de su tío Guiscardo, y el victorioso Roger se apropia la herencia cabal de las conquistas normandas. Engreído con la superioridad de su mérito y poderío, menosprecia los dictados de conde o duque, y la isla de Sicilia con tal vez el tercio del continente de Italia formaban el conjunto de un reino [338] que tan sólo rendiría parias a la monarquía de Francia o de Inglaterra. Los caudillos de la nación que lo acataron al coronarlo en Palermo quizás expresaron en qué concepto los había de avasallar; mas los ejemplares de un tirano griego o de un emir sarraceno no alcanzaban a sincerar el predicamento regio y los nueve reyes del mundo latino [339] orillarían al nuevo consocio, mientras autorizadamente no lo consagrase el pontífice romano. Allanose gustosamente Anacleto a revalidar un dictado que el altanero normando se doblegaba a solicitarlo; [340] mas la elección contrapuesta de Inocencio II era un embate contra su legitimidad, y mientras Anacleto permanecía sentado en el Vaticano, las naciones de Europa iban reconociendo a su fugitivo más certero. El arrimo aciago de aquel prelado conmovió y casi dio al través con la monarquía de Roger, y la espada de Lotario II de Alemania, las excomuniones de Inocencio, las escuadras de Pisa y los afanes de san Bernardo se hermanaron para el vuelco del salteador siciliano. Se resiste gallardamente el príncipe normando pero lo arrojan del continente; el papa y el emperador revisten a un nuevo duque de la Pulla, llevando cada uno de ellos los extremos del gonfanon o sumo estandarte, en señal de corroborar el derecho y atajar la contienda. Mas intimidad tan celosa no podía menos de ser insubsistente, las huestes alemanas fenecieron por enfermedades o descerción, [341] el duque pullés con sus secuaces yacieron a manos de un vencedor inexorable con vivos y con difuntos; pues al par de su antecesor León IX, el apocado aunque altanero, vino a parar en prisionero y luego amigo de los normandos, solemnizando los arranques de aquella reconciliación la elocuencia de todo un san Bernardo, que estaba reverenciando el dictado y las prendas del rey siciliano.
Pudiera éste, por vía de penitencia, tras su guerra malvada contra el sucesor de san Pedro, comprometerse a tremolar el pendón de la cruz; y desde luego acudió ufanísimo a desempeñar un voto tan adecuado a sus intereses y venganzas. Los agravios aún recientes de la Sicilia estaban clamando por represalias sobre las cervices sarracenas, y los normandos emparentados con tantísimas ramas de súbditos vinieron a desalarse por competir en trofeos navales con sus mayores, y en la cumbre ya de su pujanza se les hacía obvio el habérselas con una potestad africana en su menguante. Al partir para el Egipto, el fatimita califa galardonó el mérito efectivo, la fidelidad aparente de su criado José con el don de su manto real, cuarenta caballos árabes, su palacio costosamente alhajado y el gobierno de los reinos de Túnez y de Argel. Los zeírides, [342] aunque descendientes de José, trascordaron su homenaje y agradecimiento a un bienhechor tan remoto y así se empaparon desmedidamente en los frutos de su prosperidad, y tras la brevísima carrera de una dinastía oriental yacían desfallecidos en sumo desamparo. Oprimíanles los almohades por tierra como marroquíes fanáticos, mientras la costa marítima desmayaba patente a los intentos de griegos y francos, quienes a fines del siglo XI habían cobrado por vía de rescate hasta doscientas mil monedas de oro. Al primer embate de Roger la islilla o peñasco de Malta, ennoblecido después con las ínfulas de colonia militar o religiosa, quedó incorporada inseparablemente con la Sicilia monárquica. Trípoli, [343] ciudad fuerte y marítima, fue su segunda tentativa y, matando varones y cautivando hembras, podía sincerarse con la práctica de los mismos musulmanes. Llamábase África por el país, la capital de los zeírides, y Mahadia [344] por su fundador árabe; está fuertísimamente fortificada sobre una garganta de tierra, mas la fertilidad de su campiña no resarce las nulidades de su fondeadero. El almirante siciliano Jorge asoma sobre Mohadia con una escuadra de ciento cincuenta galeras, colmadamente surtida de gente y de instrumentos asoladores, huye el soberano, el gobernador se desentiende de toda capitulación, sortea el asalto postrero e incontrastable, y salvándose encubiertamente con sus musulmanes, franquea la plaza con sus tesoros a los apresadores francos. Luego en sus respectivas expediciones el rey de Sicilia o sus tenientes van sojuzgando las ciudades de Túnez, Safao, Capsioa, Bona y larguísima tirada de costa; [345] guarnecen fortalezas, pechan el país y la jactancia de tener avasallada el África se le pudiera aplicar con visos de lisonja a la espada de Roger. [346] Quiébrase aquel acero con su muerte, y las posesiones ultramarinas quedan desatendidas, evacuadas o perdidas bajo el reinado revuelto del sucesor. [347] Demostrado dejaron ya los triunfos de Escipión y de Belisario que el continente africano es muy accesible y conquistable; pero príncipes muy poderosos de la cristiandad han malogrado repetidamente sus armamentos contra la morisma que puede todavía blasonar de su llana conquista y dilatada servidumbre de España.
Desde el fallecimiento de Roberto Guiscardo, habían los normandos orillado, por más de sesenta años, sus hostiles intentos contra el Imperio de Oriente. El estadista Roger ansió la hermandad pública y privada con los príncipes griegos, para realzar más y más su propia soberanía; pidió para su desposorio una hija de la dinastía Comnena, y aun los primeros pasos del tratado rayaron con visos de expresivo agasajo, pero luego el desairado recibimiento de sus mensajeros lastimó las ínfulas del nuevo monarca, y los desacatos de la corte bizantina vinieron a recaer, según la práctica de las naciones, con mortal quebranto, sobre un pueblo inocente. [348] Ostentose el almirante Jorge con una escuadra de sesenta galeras delante de Corfú; y el vecindario, de suyo desafecto, se le entrega rendidamente, bajo el concepto de que un sitio es todavía más aciago que un tributo. En aquella invasión, de alguna entidad para la historia del comercio, los normandos se fueron explayando por mar hasta las provincias de Grecia, y la rapiña y la crueldad anduvieron hollando la ancianidad augusta de Atenas, Tebas y Corinto. No constan las tropelías cometidas en Atenas; pero los cristianos latinos escalaron el recinto indefenso de la opulenta Tebas, y tan sólo le cupo el acudir al Evangelio para corroborar el juramento de que su gobierno ninguna reliquia de su herencia o industria tenía encubiertas. Al primer asomo de los normandos, quedó evacuada la parte inferior de Corinto; retiráronse los griegos a su encumbrada ciudadela, copiosamente abastecida con el manantial clásico de Pirene; fortaleza inexpugnable, si las ventajas del arte o la naturaleza alcanzasen a contrapesar el sumo desaliento. No bien trepan los sitiadores sobre las faldas, su general, atónito con tan obvia victoria, señorea la eminencia y manifiesta su agradecimiento al cielo, apeando del altar la imagen preciosa de Teodoro, el santo tutelar del vecindario. [349] Los tejedores de seda de ambos sexos que trasladó Jorge a Sicilia, constituyeron su despojo más selecto, y al prendarse de primores tan industriosos y contrapuestos a la flojedad y cobardía de la soldadesca, prorrumpió a voces en que la rueca y el telar eran las únicas armas que acertasen a manejar los griegos. Dos acontecimientos descuellan en el auge de aquel armamento naval, a saber: el rescate del rey de Francia y el insulto a la capital bizantina. Apresaron los griegos a Luis VII en su regreso por mar de una cruzada fatalísima, atropellando ruinmente las leyes del pundonor y de la religión. El encuentro venturoso de la escuadra normanda libertó al cautivo real, y tras un agasajo grandioso y honorífico con la corte de Sicilia, continuó Luis su viaje a Roma y París. [350] Con la ausencia del emperador, quedaron Constantinopla y el Helesponto indefensos y sin asomo de zozobra. El clero y el vecindario, pues la soldadesca estaba siguiendo los pendones de Manuel, se quedaron atónitos y despavoridos con la presentación hostil de una línea de galeras, que denodadamente fondeó al frente de la ciudad imperial. Desproporcionadas son las fuerzas del almirante siciliano para el intento de sitiar, y menos de asaltar, una capital tan inmensa y populosa; mas Gregorio paladeó la arrogancia de humillar las ínfulas griegas, y dejar señalado el rumbo para las conquistas a las armadas occidentales. Desembarcó unas guerrillas, para esquilmar los pensiles reales, y aguzó con puntas de plata, o más probablemente de fuego, los flechazos que disparó contra el palacio de los Césares. [351] Aparentó Manuel menospreciar aquel escarnio desaforado de los piratas sicilianos, mientras estimulaban a la venganza su propia bizarría y las fuerzas del imperio. Su armada y la veneciana cuajan el archipiélago y el mar Jónico; mas no alcanzo a fantasear, cuanto más a computar, tantísimos bajeles de todas clases, abultándolos hasta mil quinientos en la suma del historiador bizantino. Brío y maestría eran el alma de sus operaciones, y Jorge, en su retirada, vino a perder quince galeras descarriadas y caídas en manos de su enemigo; defiéndese Corfú porfiadamente, mas luego implora la clemencia de su soberano legítimo, sin que asome en el ámbito del imperio nave o soldado normando que no sea prisionero de aquel poderío naval. La prosperidad y la salud de Roger iban ya en decadencia, y mientras estaba en su palacio de Palermo escuchando con ahínco nuevas de victorias o derrotas, el invicto Manuel encabezaba todo embate, sonando y resonando entre griegos y latinos como el Alejandro y el Hércules de su siglo.
Príncipe tan denodado no cabía que se desentendiese de aquel desacato de parte de un bárbaro. Incumbía a Manuel la obligación, cumplía a su interés y gloria, el rechazo cabal de tanta demasía, el restablecimiento de la majestad antigua del Imperio y recobrar las provincias de Italia y Sicilia, escarmentando al supuesto rey, nieto de un vasallo normando. [352] Afectísimos permanecían los calabreses al idioma y al culto griegos vedados inexorablemente por el clero latino. Acabados los duques, se reclamó la Pulla como apéndice servil de la corona de Sicilia: a los filos de su espada, estuvo mandando el fundador de la monarquía, con cuya muerte menguó la zozobra, mas no el desabrimiento en sus vasallos. El gobierno feudal abrigaba siempre en el disparador semillas de rebeldía, y un sobrino del mismo Roger se estuvo brindando a los enemigos de su nación y alcurnia. Las ínfulas imperiales y un cúmulo de guerras húngaras y turcas imposibilitaron a Manuel su embarque personal en la expedición italiana; pero encarga el mando de su ejército y armada al valeroso e hidalgo Paleólogo, su lugarteniente, quien extrema su bizarría en el sitio de Bari, y en todas sus operaciones el móvil del oro acompaña, allana, al par del acero, el rumbo de la victoria. Salerno y tal cual plaza por la costa occidental se aferraron en su lealtad al rey normando; pero en dos campañas vino a quedarse sin lo más de sus posesiones continentales, y el emperador, preciado de modesto, y ajenísimo de toda lisonja y falsedad, se mostró pagado con allanar como trescientas ciudades o aldeas, cuyos nombres y dictados se estaban ostentando por las paredes de su palacio. Agasajó a los latinos de Pulla y Calabria con un regalo efectivo y soñado, bajo el sello de los Césares alemanes; [353] mas el sucesor de Constantino, orillando luego aquel pretexto indecoroso, abogó por su señorío incontrastable de toda Italia, y pregonó su intento de aventar los bárbaros tras la cumbre de los Alpes. Mediaron arengas halagüeñas y grandiosas, promesas del aliado oriental, para recabar de las ciudades libres que echasen gallardamente el resto contra el despotismo de Federico Barbarroja; acudió Manuel a costear los nuevos muros de Milán, y acanaló, dice el historiador, un río de oro al pueblo de Ancona, de suyo propenso a los griegos, por su encono celoso contra los venecianos. [354] Ancona, con su situación y comercio, era un antemural en el corazón de Italia; sitiola dos veces Federico; pero el denuedo de la independencia rechazó otras tantas las fuerzas imperiales, y más mediando el embajador de Constantinopla, premiador con riquezas y honores de cuantos descollaban con tesón, patriotismo y fidelidad. [355] Menospreció Manuel altaneramente toda hermandad con un bárbaro, esperanzando más y más ambiciosamente el desnudar de la púrpura al usurpador alemán, y arraigar en Occidente como en levante un dictado legítimo de único emperador de los romanos. Anheló al intento estrecha alianza con el vecindario y el obispo de Roma; se les asocian varios nobles, y se celebran desposorios esplendorosos con Odo Frangipani, que robusteciendo la trascendencia de alcurnia tan predominante [356] proporcionó el colocar el pendón imperial y su propia estampa con duradero acatamiento en la capital antigua; [357] y así en la contienda de Alejandro III con Federico recibió dos veces el papa en el Vaticano a los embajadores de Constantinopla. Halagaban su religiosidad con el enlace tan decantado de ambas iglesias, cebando la codicia de una corte venal, y estimulando al pontífice para que con aquel desacato afianzase la coyuntura de doblegar el decoro bravío de los alemanes, y reconocer el verdadero representante de Augusto y de Constantino. [358]
Mas todo aquel boato de conquistas italianas y reinado universal se desprendía en breve de la diestra del emperador griego. Soslayó advertidamente Alejandro III las primeras demandas, enfrenando así el ímpetu de revolución tan memorable y trascendental, [359] pues una contienda personal no pudo recabar del papa el desprendimiento de la herencia perpetua del nombre latino. Hermanado luego con Federico, prorrumpe en expresiones más terminantes, corrobora las actas de sus antecesores, excomulga a los parciales de Manuel y pregona la separación absoluta de ambas Iglesias o, por lo menos, de Constantinopla y Roma. [360] Trascuerdan las ciudades libres de Lombardía a su bienhechor lejano, quien desquiciado ya con Ancona, se acarrea luego el encono de Venecia. [361] El emperador griego, a impulsos de su codicia, o por quejas de sus propios súbditos, detiene las personas y confisca los haberes de los traficantes venecianos; tropelía violenta y alevosa que enfurece a un pueblo libre y tratante; en cien días botan al agua y arman otras tantas galeras; van arrollando las costas de Dalmacia y Grecia, pero tras mutuos desmanes, se termina la guerra con un convenio indecoroso para el Imperio y escaso para la república, reservando para la generación siguiente el desagravio cabal de aquéllas y otras ofensas. Participa luego a Manuel su lugarteniente, que se halla con fuerzas competentes para afianzar el sosiego de Pulla y Calabria, que no alcanzaron a contrarrestar el embate que le están aparatando por parte del rey de Sicilia. Se realiza el anuncio, y falleciendo Paleólogo, para su mando en diversas manos de caudillos a cual más eminente en jerarquía y más menguado en su desempeño. Desfallecen los griegos por mar y por tierra, y el resto, que se salva a duras penas de las espadas y alfanjes de normandos y sarracenos, yace arrinconado y muy ajeno de hostilizar los dominios del vencedor. [362] Absorto no obstante el rey de Sicilia con el tesón brioso de Manuel, recién desembarcado por segunda vez con su hueste por las playas de Italia, mira y acata al nuevo Justiniano, apetece una paz o tregua de treinta años, acepta a fuer de don el dictado regio y se reconoce vasallo militar del Imperio Romano. [363] Los Césares bizantinos se huelgan con aquella sombra de señorío, sin contar con otra, y quizás sin echar menos hueste alguna normanda, conservando intacta por ambas partes la tregua de treinta años. A fines de aquella larga temporada, usurpó el solio de Manuel un tirano sangriento, odiado merecidamente en su patria, y por todo el linaje humano. Un fugitivo de la alcurnia Comnena se valió de la espada de Guillermo II, nieto de Roger, y cupo a los súbditos de Andrónico el agasajar amistosamente a unos advenedizos, aborreciendo a su soberano como execrable enemigo. Expláyanse los historiadores latinos [364] decantando los rapidísimos avances de los cuatro condes que invadieron la romanía con ejército y armada, y fueron avasallando castillos y ciudades a la obediencia del rey de Sicilia. Tiznan y abultan los griegos [365] las crueldades antojadizas y sacrílegas cometidas en Tesalónica, la segunda ciudad del Imperio; conduélanse aquellos del paradero de guerreros invictos y candorosos, degollados por las arterías de un enemigo ya vencido; al paso que los latinos vitorean triunfalmente los redoblados logros de sus compatricios en los mares de Mármara y la Propóntida por las orillas del Estrimón y bajo los muros de Durazzo. Una revolución, castigando las maldades de Andrónico, había por fin agavillado contra los francos el afán y el denuedo de guerrilleros triunfadores; hasta diez mil fenecieron en refriega, y el nuevo emperador Isaac Íngelo pudo halagar su vanidad o su venganza martirizando a cuatro mil cautivos. Tal fue el paradero de la postrera contienda entre griegos y normandos, y a los veinte años, entrambas naciones yacieron desconocidas o afrentadas con servidumbre advenediza, y no cupo a los sucesores de Constantino el sobrevivir y escarnecer a sus anchuras el vuelco de la monarquía siciliana.
El hijo y luego el nieto de Roger vinieron a empuñar sucesivamente su cetro, pudiendo equivocarse con el nombre común de Guillermo; pero deslíndanlos de extremo a extremo los adjetivos de malvado y de bondadoso; mas no lo fueron en tantísimo grado, ni el uno ni el otro, que les cuadre cabal y respectivamente tamaño connotado. El primer Guillermo, mediando armas y peligros, no desdecía de aquel denuedo genial de su alcurnia; mas vivía apoltronado y era de suyo relajadísimo, y sobre todo arrebatado, y luego sobre el monarca vienen a recaer no tan sólo sus desbarres personales, sino los de su almirante Mayo, que estuvo abusando de la privanza y llegó a conspirar contra la vida de su bienhechor. Con la conquista de los árabes, las costumbres orientales trascendieron en gran manera a la Sicilia, con su despotismo y boato, y hasta el harén de un sultán; y así un pueblo yacía como escarnecido y atropellado con el predominio de los eunucos, profesando a las claras, o apeteciendo reservadamente, la religión mahometana. Rasguea un historiador contemporáneo y elocuente [366] los quebrantos de su patria; [367] la ambición y el vuelco del ingrato Mayo; la rebeldía y castigo de sus asesinos; el encarcelamiento y rescate del mismo rey: los enconos particulares que abortó tantísima revuelta, y los varios géneros de infortunios y discordias, que estuvieron acosando a Palermo, a la isla y al continente en el reinado de Guillermo I, y la minoría de su hijo. Embelesada está la nación con la mocedad, inocencia y galanura de Guillermo II; [368] renacen las leyes; hermánanse los bandos; y desde los asomos varoniles hasta la temprana muerte de príncipe tan precioso, está la Sicilia paladeando una temporada harto breve de paz, equidad y bienandanza, cuyo precio se realzaba con el recuerdo de lo pasado y la zozobra por lo venidero. Finó con el segundo Guillermo la posteridad legítima y varonil de Tancredo de Hauteville; mas la tía de aquél, hija de Roger, y casada con el príncipe más poderoso de aquel siglo, y Enrique VI, hijo de Federico Barbarroja, se descolgó de los Alpes en demanda de la corona imperial y de la herencia de su esposa. Contra un pueblo libre y unánime, no cabía más rumbo para posesionarse de aquélla que el de las armas, y voy gustosísimo a trasladar aquí el contenido muy conceptuoso del historiador Falcanda, que está escribiendo en el propio trance y sitio; con los arranques de un patriota y la mirada profética de un estadista. «Constancia, natural de Sicilia, empapada desde la cuna en deleites y opulencia, y educada con los primores y modales de esta isla venturosa, se marchó allá días hace, a enriquecer unos bárbaros con nuestros tesoros, y vuelve ahora con su parentela bravía para mancillar las galas de su hermosísimo regazo. Ya estoy viendo esos enjambres de bárbaros sañudos; conmueven mil zozobras a nuestras ciudades lujosas y a los parajes más florecientes con la paz dilatada; ¡ay! ¡qué matanzas las enlutan, rapiñas las asuelan y desenfreno atroz las estraga! Ya presencio el degüello y el cautiverio de nuestros ciudadanos, y los atropellamientos de nuestras doncellas y matronas. [369] En tan sumo trance (está preguntando a un amigo), ¿cómo se han de manejar los sicilianos? Con la elección unánime de un rey valeroso y práctico pudieran salvarse la Sicilia y la Calabria; [370] pero en la liviandad de los pulleses, siempre ansiosos de más y más revueltas, nada descubro, confío ni esperanzo. [371] Aun perdida la Calabria, los torreones encumbrados, la muchedumbre lozana y las fuerzas navales de Mesina pudieran atajar el tránsito a todo advenedizo. Si los alemanes montaraces se hermanan con los piratas de Mesina, si van talando a hierro y fuego la región pingüe tantas veces abrasada con las llamas del Etna, [372] ¿cuál recurso vendrá a quedar para el interior de la isla, esclarecidas ciudades que jamás debieran hollarse por las plantas enemigas de ningún bárbaro? [373] Volcó de nuevo un terremoto a Catania; la gallardía antigua de Siracusa está feneciendo en el desamparo y la soledad; [374] mas corona todavía su diadema a Palermo, y sus muros triplicados están ciñendo muchedumbre de cristianos y sarracenos. Si cabe el hermanarse entrambas naciones bajo un solo rey, se dispararán sus armas invictas sobre los bárbaros; pero si los sarracenos, acosados con tantísima tropelía, se retiran y se rebelan; si se aposentan y encastillan por las cumbres y las costas, los desventurados cristianos, acosados por encontrados embates y metidos, por decirlo así, entre el martillo y el yunque, yacerán más y más en desahuciada servidumbre.» [375] Téngase muy presente que un sacerdote está aquí sobreponiendo su patria a su religión, y que los musulmanes, a cuya hermandad acude, eran todavía muchos y poderosos en el Estado de Sicilia.
Colmadas quedaron por el pronto las esperanzas o por lo menos las ansias de Falcando, con la elección libre y unánime de Tancredo, nieto de aquel rey primero cuyo nacimiento era ilegítimo, y cuyas prendas civiles y militares descollaron sin el menor defecto. En los cuatro años de su reinado, se mantuvo armado al confín de la Pulla contra el poderío alemán, y la devolución de una cautiva real, de la misma Constancia, sin agravio ni rescate aparece como superior a toda mira política y aun decorosa. A su fallecimiento, su reino, en manos de una viuda y de un niño, se desplomó sin resguardo, y Enrique adelantó su marcha victoriosa desde Capua hasta Palermo (1194 d. C.). Con aquella preponderancia fue al través el equilibrio político de la Italia, y si el papa y las ciudades libres atendieran a sus intereses tan obvios y positivos hermanarían las potestades celestes y terrenas para precaver la unión azarosa del Imperio alemán con el reino de Sicilia; pero la sutileza estadística que ha merecido tantísimos loores y cargos al Vaticano se cegó en aquella coyuntura, y se adormeció lastimosamente; y si fuese cierto que Celestino III aventase con su planta la corona imperial de las sienes del postrado Enrique, [376] semejante disparo de unas ínfulas desvalidas tan sólo conduciría para desentenderse de una obligación y enconar a un enemigo. Los genoveses, con las alas de su establecimiento y comercio provechosísimo en Sicilia, se ufanaron con la promesa de un agradecimiento entrañable y prontísima partida; [377] señoreaban sus escuadras el estrecho de Mesina y franqueaban el fondeadero de Palermo, y la primera gestión del nuevo gobierno fue abolir los privilegios y apropiarse de los haberes de aliados tan indiscretos. Desesperanzaron luego a Falcando las desavenencias de cristianos y musulmanes; pelearon en la misma capital; murieron miles de los segundos; pero los restantes se encastillaron por las serranías y estuvieron alterando el sosiego de toda la isla por treinta años. Ideó Federico II el trasladar hasta sesenta mil sarracenos a Notera, en la Pulla, y tanto él como su hijo Manfredo en sus guerras contra la Iglesia romana robustecieron indecorosamente sus huestes con los enemigos de Cristo. Mientras aquella colonia nacional mantenía su religión y costumbres en el corazón de Italia hasta que a fines del siglo XIII la casa de Anjou por celos y venganzas vino a exterminarla. [378] La crueldad y codicia de los conquistadores alemanes sobrepujó a cuantas desventuras tenía profetizadas el orador lloroso. Profanaban sepulcros regios y escudriñaban los tesoros de la ciudad y de todo el reino; no hubiera sido difícil poner a salvo piedras y joyas exquisitas; pero llegaron a cargar hasta ciento sesenta caballos con oro y plata de la Sicilia. [379] Fueron encarcelando al rey niño, a su madre y hermanas con los nobles de ambos sexos en fortalezas separadas por los Alpes, defraudando a los cautivos al menor eco de rebeldía, ya de la vida, ya de los ojos o bien de toda esperanza de sucesión. Condoliose la misma Constancia de los quebrantos de su patria, y la heredera de la línea normanda tenía que forcejear contra su despótico marido para rescatar el patrimonio de su hijo recién nacido de aquel emperador tan afamado en el siglo siguiente bajo el nombre de Federico II. A los diez años de aquella revolución, los monarcas franceses incorporaron con la corona el ducado de Normandía; pues el cetro de sus antiguos duques había pasado por la nieta de Guillermo el Conquistador en la casa de Plantagenet, y los normandos, siempre aventureros, vinieron tras mil trofeos en Francia, Inglaterra, Irlanda, Pulla, Sicilia y el Oriente, a sumirse por fin, con sus victorias y su servidumbre, en el conjunto de las naciones vencidas.