LXII
LOS EMPERADORES GRIEGOS DE NIZA Y CONSTANTINOPLA - ENSALZAMIENTO Y REINADO DE MIGUEL PALEÓLOGO - SU UNIÓN FEMENTIDA CON EL PAPA Y LA IGLESIA LATINA - INTENTOS ENEMIGOS DE CARLOS DE ANJOU - ASONADA DE SICILIA - GUERRA DE CATALANES EN ASIA Y GRECIA - REVOLUCIONES Y ESTADO PRESENTE DE ATENAS
Se envalentonan algún tanto los griegos con la pérdida de Constantinopla; y príncipes y nobles se descuelgan de sus alcázares para guerrear, parando los escombros de la monarquía ruinosa en manos del aspirante más ducho y esforzado. En las páginas dilatadas, y aridísimas de los anales bizantinos [896] descuellan por fin los prohombres Teodoro Lascaris y Juan Ducas Vataces, [897] quien repuso y enarboló el estandarte romano en Niza de Bitinia (1204-1222 d. C.). Variaron sus índoles con arreglo a la diferencia de sus situaciones. Reducíase el mando del fugitivo Lascaris en sus primeros conatos a dos mil soldados; fue su reinado el trance de una desesperación gallarda y eficacísima; corona y vida eran las puertas en todos sus lances, arrollando enemigos por el Helesponto y el Meandro con asombrosa velocidad e incontrastable denuedo. Un reinado victorioso de dieciocho años fue dando al principado de Niza los ámbitos de un imperio. Fundose el solio de su yerno y sucesor Vataces sobre más sólido cimiento (1222-1255 d. C.), campo más anchuroso y recursos más colmados; siendo genial y ventajoso a Vataces el computar los riesgos, trances y afianzamientos de sus intentos grandiosísimos. Al menguar los latinos, he ido compendiando los medros del griego; los pasos cuerdos y comedidos de un vencedor que en un reinado de treinta y tres años, fue rescatando las provincias de usurpadores nacionales y advenedizos, para venir a estrechar por donde quiera la capital, tronco desenrramado y exhausto, y por tanto caedizo al primer hachazo. Pero su régimen interior y pacífico es todavía más acreedor a nuestra mención y nuestras alabanzas. [898] Despoblaron y desustanciaron la Grecia miles de calamidades; yacieron yertos los móviles y los medios de la agricultura, y las vegas más pingües carecieron de cultivo y de moradores. Ocupó el emperador parte de aquellos baldíos para esquilmarlos en beneficio propio y ajeno; su mano poderosa y su vista perspicaz suplieron o sobrepujaron el esmero individual del labrador más consumado; el patrimonio real vino a ser el vergel y el granero del Asia, y sin empobrecer el pueblo, se granjeó el soberano un caudal inocente y en extremo productivo. Mieses o viñedos preponderaban según la naturaleza del terruño; retozaban potros y terneros, corderillos y cerdos por las praderas, y al presentar Vataces a la emperatriz una corona de perlas y diamantes, le manifestó que preciosidad tan galana y acreedora a su sonrisa procedía de la venta de huevos de su inmenso gallinero. Acudía con sus cosechas al mantenimiento de su palacio y de los hospitales, a los requisitos de su señorío y de su beneficencia, siendo todavía más provechosa la enseñanza que la renta: recobró el arado su antiguo timbre y resguardo, y aprendieron los nobles a plantear unos rendimientos seguros e independientes en sus estados, en vez de engalanar sus ostentosas escaseces desangrando al pueblo, o (lo que equivale a lo mismo) con las finezas de la corte. Los turcos con quienes Vataces conservó estrechez entrañable, le feriaban con afán el sobrante de trigo y de ganados, dificultando la introducción de manufacturas advenedizas, como las sedas costosísimas de Oriente y los esmerados tejidos italianos. «Las urgencias naturales —solía decir— son imprescindibles, pero las modas se remontan o yacen, según el aliento del monarca», y con su mandato y su ejemplo estaba recomendando la sencillez de costumbres y el uso de la industria casera. Clavó su ahínco en la educación de la juventud y el renacimiento de la literatura; sin pararse a deslindar la preeminencia, andaba repitiendo con toda verdad, que el príncipe y el filósofo eran los sujetos descollantes [899] en la sociedad humana. Fue su primera esposa Irene, hija de Teodoro Lascaris, dama todavía más esclarecida por sus atributos personales, y las prendas comedidas de su sexo, que por la sangre de Ángelos y Comnenos que corría por sus venas traspasándole la herencia del Imperio. A su muerte desposó luego a Ana, o Constancia, hija natural del emperador Federico II y hermana de Manfredo, después rey de Nápoles; mas como la novia no estaba todavía en sazón, colocó en su lecho solitario a una señorita italiana de su comitiva, y su flaqueza enamoradiza franqueó a la manceba los honores, mas no el dictado, de legítima emperatriz. Tacharon los monjes aquel desliz de pecado enorme y afrentoso, y sus duras reconvenciones patentizaron el aguante varonil del regio amante. Un siglo filosófico no podrá menos de disculpar aquel desbarro único y rescatado con un sinnúmero de realces, y en la reseña de sus imperfecciones y de los impulsos más comedidos de Lascaris, el concepto de los contemporáneos se atemperaba con el agradecimiento a los segundos fundadores del Imperio. [900] Los esclavos de la soberanía latina, viviendo sin paz y sin ley, estaban aclamando la dicha de sus hermanos, quienes habían recobrado su independencia nacional, y Vataces echó el resto con la mira loable de convencer a todos los griegos cuán interesados estaban en alistarse igualmente en el número de sus venturosos súbditos.
Bastardea un tanto su hijo Teodoro, deslindándose el fundador y sostenedor de la gran mole, y el heredero y disfrutador de la brillantísima corona imperial. [901] La índole de éste, sin embargo, no carecía de algún brío; pues educado en la escuela del padre, se ejercitó en la guerra y en la caza; se abstuvo de Constantinopla, pero en el trienio de un reinado breve, por tres veces capitaneó sus tropas por el interior de la Bulgaria. Mancilló sus altas prendas con arranques coléricos y con su genio suspicaz; los primeros por el desenfreno de su jerarquía, y el segundo pudo provenir de sus escasos alcances para desenmarañar los móviles recónditos de las operaciones humanas. Consultó marchando a Bulgaria un punto de política con sus ministros, y el letrado griego Jorge Acropolita se arrojó a lastimarle, exponiéndole sin rebozo su concepto pundonoroso. Va el emperador a desenvainar su cimitarra; pero luego reserva su saña violenta para imponerle otro castigo más ruin y alevoso. Manda a uno de sus palaciegos que se apee, lo desnude y lo tienda en el suelo a presencia del príncipe y del ejército. Dos guardias o sayones, le descargan allí tan repetida y reciamente sus mazas, que cuando llegó el caso de señalarles que cesen, el gran letrado apenas pudo incorporarse y volverse a gatas a su tienda. Retraído por algunos días, acudió luego al consejo con mandato terminante, y tan ajenos vivían los griegos de todo asomo de pundonor y empacho racional, que por la relación del mismo paciente quedamos tan enterados de su fracaso. [902] Se enconó más y más la crueldad del emperador con las angustias de su dolencia, la cercanía de un fin anticipado y su sospecha de magia y de veneno. Vidas y haberes, ojos y miembros de nobles y deudos estaban pendientes de sus ímpetus, y aun en vida mereció el hijo de Vataces apellidarse tirano por su mismo pueblo, o a lo menos por su corte. Moviole a enojo una matrona de la alcurnia de los Paleólogos por el desaire de negar su linda niña a un novio plebeyo que tuvo el antojo de recomendarle. Desentendiéndose de su edad y nacimiento, la mandó encerrar en un saco atado al cuello y atestado de gatos, aguijoneándoles para encolerizarlos contra la desventurada prisionera. Pero en sus días postreros por fin el emperador prorrumpió en anhelos de indultar y ser indultado, temeroso del paradero de su hijo y sucesor Juan, que siendo de ocho años, iba a correr los peligros de una minoría dilatada. En su disposición última encargó la tutoría a la santidad del patriarca Arsenio, y al tesón del gran doméstico Musalon, que sobresalía igualmente por su privanza real y por el odio público (agosto de 1259 d. C.). Desde la llegada de los latinos, nombres y privilegios de jerarquía hereditaria habían ido trascendiendo a la monarquía griega, y familias nobles, [903] estaban malhalladas con el ensalzamiento de un privado indigno, a cuyo influjo echaban los desbarros y calamidades del reinado último. En el primer consejo luego del fallecimiento del emperador, Musalon, encumbrado en un solio, estuvo pronunciando una apología esmerada de su conducta y de sus intentos; prorrumpen todos en un disparo de arranques y esperanzas de sus merecimientos y cabal desempeño, y entre la aclamación unánime sobresalen los émulos más enconados, saludándolo por ayo y salvador de los romanos. Ocho días bastan para la ejecución de su trama, y al noveno, se celebran las exequias solemnísimas por el difunto monarca en la catedral de Magnesia, [904] ciudad asiática donde expiró a la orilla y a la falda del monte Sipilo. Una asonada de la guardia interrumpe el rito sagrado, matan a Musalon, a sus hermanos y allegados al pie del altar, y asocian al patriarca ausente por nuevo compañero a Miguel Paleólogo, el más esclarecido por mérito y nacimiento de toda la nobleza griega. [905]
Entre los engreídos con su nacimiento, los más tienen que avenirse a una nombradía meramente solariega; asoman pocos que ansíen dar a luz en los anales de su patria los vaivenes de su propia alcurnia; pero desde mediados ya del siglo XI descuella esplendorosamente la estirpe de los Paleólogos [906] en la historia bizantina; pero el esforzado Jorge Paleólogo fue el ensalzador del padre de los Comnenos al solio, y su parentela sigue en todas las generaciones encabezando las huestes y los consejos en el estado. No desmerece la púrpura con su entronque, y si la ley de sucesión femenina se observara religiosamente, nunca la esposa de Teodoro Lascaris se antepusiera a su hermana mayor, madre de Miguel Paleólogo, que luego encumbró su alcurnia al mismo solio. Los timbres de guerrero y de estadista daban sumo realce a su cuna: a los asomos de su mocedad ejerció ya el cargo de condestable, o adalid de los franceses asalariados; su gasto diario no pasaba de tres piezas de oro, pero su ambición era pródiga y codiciosa, y duplicaba sus agasajos con el risueño gracejo de su trato y sus modales. Enceló a la corte con la pasión que le profesaban el vecindario y la soldadesca, y Miguel se salvó hasta tres veces de los trances en que le comprometían su propia indiscreción y la de sus amigos.
I. En el reinado de la Justicia con Vataces sobrevino una reyerta [907] entre dos oficiales, reconviniendo el uno a su contrario por parcial a los Paleólogos. Decidiose el caso, según la nueva jurisprudencia latina, por un reto; fracasó el defensor, pero se aferró en su tema de ser sólo el culpado, prorrumpiendo en aquellas expresiones sin tener parte su principal. Nubló allá cierta sospecha la inocencia del condestable, zahiriéndole más y más las hablillas, y un palaciego taimado, el arzobispo de Filadelfia, apuntó la prueba del fuego, o sea juicio ordeal. [908] Tres días antes del ensayo, atan al brazo del paciente una bolsa con el sello real, y tiene que llevar la barra enalbada de hierro desde el altar hasta el enverjado del santuario, sin fraude ni lesión. Se desentiende Paleólogo de experimento tan azaroso con agudeza y chiste. «Soy militar —prorrumpe—, y aquí estoy para lidiar contra mis acusadores, pero un seglar como yo no goza el don de los milagros. Vuestra religiosidad, prelado santísimo, merecerá desde luego la asistencia celestial, y así recibiré de vuestras manos esa mole en ascuas, como prenda de mi inocencia». Se sobresalta el arzobispo, el emperador se sonríe, y el indulto de Miguel se comprueba con nuevos servicios y crecidos galardones.
II. En el reinado siguiente, hallándose de gobernador de Niza, sabe reservadamente que el príncipe ausente adolece de rabiosos celos, y que su paradero ha de ser ceguedad o muerte. Entonces el condestable, en vez de esperar el regreso y decreto de Teodoro, huye con algunos secuaces de la ciudad y del Imperio, y aunque robado por los turcomanos en el desierto, lo agasaja el sultán en su corte; aunque mero desterrado, acierta Miguel a dar muestras tanto de lealtad como de agradecimiento, peleando contra los tártaros, avisando a las guarniciones del confín romano, y luego con su influjo acarrea la paz, en la que su indulto y llamamiento abultan honoríficamente.
III. Al resguardar el poniente contra el déspota del Epiro, retoñan y le sentencian de nuevo las sospechas palaciegas, y es tan entrañable su lealtad o su apocamiento, que Miguel se aviene a que lo lleven aherrojado por espacio de doscientas leguas desde Durazzo hasta Niza. Las atenciones del encargado alivian su quebranto, la dolencia del emperador aventa sus zozobras, y el postrer aliento de Teodoro, recomendándole su hijo tierno, reconoce al mismo tiempo la inocencia y el poderío de Paleólogo. Pero lastimada yace su inocencia, y su predominio queda evidenciado, para doblegarse con todas sus ínfulas en el grandioso campo que se patentiza a su ambición altanera. [909] En el consejo celebrado tras el fallecimiento de Teodoro, fue el primero en juramentarse y en perjurarse con Musalon, y su conducta fue de tal maestría, que luego en la matanza, sin comprometerse en el atentado, o por lo menos en la tacha, vino todo a redundarle en provecho. Anduvo pensando, para el nombramiento de regente, méritos y deméritos de aspirantes; los encizañó mutuamente, y precisó a los competidores a ir confesando cada cual, que tras sus propios derechos, preponderaban sin disputa los de Paleólogo. Titúlase gran duque, y acepta o usurpa, durante una larga minoría, toda la potestad del gobierno; trata con veneración al patriarca, y embelesa o enfrena a la nobleza con el predominio de su numen. Custodian los leales Varanjios el castillo fuertísimo de las orillas del Hermo, donde Vataces había ido atesorando los cuantiosos productos de su economía; conserva el condestable su mando o su influjo en las tropas extranjeras, y así se vale de la guardia para disponer del caudal y cohecha con éste a la guardia; y por más que malgastase los haberes públicos, jamás le tildaron personalmente de avariento. Su persuasiva o la de sus emisarios, fue arraigando el concepto de que en su autoridad y desempeño se cifraba únicamente la prosperidad de todas las clases. Suspendiose la tropelía de los impuestos; tema perpetuo de lamentos populares, vedando desde luego las pruebas o lides ordeales y de retos. También se abolieron o socavaron instituciones tan bárbaras en Francia [910] e Inglaterra [911] y la apelación a las armas lastimaba a los sensatos [912] y horrorizaba a un pueblo pacífico. Agradecieron entrañablemente los veteranos el establecimiento de viudedades; el clero y los filósofos le vitorearon su afán por el fomento de la religión y las letras, y la promesa general de premiar el mérito se la fue aplicando cada cual a sus propias esperanzas. Hecho cargo del sumo influjo del clero, se esmeró con ahínco certero en afianzar aquella clase poderosísima. El desembolso de su viaje de Niza a Magnesia le proporcionó un pretexto plausible y decoroso; fue visitando a deshora a los prelados principales, y el íntegro patriarca se pagó del rendimiento de su nuevo compañero, que le fue guiando la mula del ronzal por la ciudad y alejando el agolpamiento de la muchedumbre. Sin desentenderse de su derecho con el entronque regio, brindó a los disputantes para que deslindasen el punto de la preferencia de toda monarquía electiva, y sus apasionados preguntaban con desenfado triunfador: ¿qué paciente entregaría su salud, y qué traficante su nave, a la sabiduría hereditaria del médico o del piloto? La niñez del emperador y las zozobras de la minoría estaban requiriendo el arrimo de un ayo cursadísimo en los negocios, y socio además, para despejar la maleza de los envidiosos, encumbrándolo a la jerarquía soberana. Atenido al interés del príncipe y del pueblo, y ajeno de toda mira personal o de parentela, se aviene el gran duque a manejar e instruir al hijo de Teodoro, suspirando entrañablemente por el venturoso plazo en que logre ya robustecido atender a sus propios haberes, y paladear los ensanches de una vida particular. Revistiose al pronto con el dictado y las prerrogativas de déspota, que concedía la púrpura y el segundo lugar en la monarquía romana. Acordose luego que Juan y Miguel se proclamasen al par emperadores, alzados sobre el broquel, pero que la preeminencia quedase siempre reservada a la cuna del primero. Vinculose mutua e íntima estrechez entre los correinantes, y en caso de rompimiento se obligó a los súbditos, bajo su juramento de homenaje, para que se declarasen contra el agresor; voz ambigua y semilla de discordia y guerra civil. Satisfecho quedaba Paleólogo; pero el día de la coronación en la catedral de Niza, sus parciales desaforados se empeñaron en anteponer la precedencia en edad y merecimientos. Orillose aquella contienda intempestiva trasladando a coyuntura más oportuna la coronación de Juan Lascaris (enero de 1260 d. C.), y anduvo con una diademilla en la comitiva de su ayo, quien recibió solo la corona imperial de manos del patriarca. Muy cuesta arriba se hizo al anciano Arsenio el retraerse de su alumno, pero los Varanjias iban ya blandiendo sus mazas; se le impuso al niño trémulo una señal de anuencia, y aun sonaron voces de que la vida de un niño no debía contrarrestar las dichas de la nación. Cosecha colmada de timbres y empleos fue derramando la diestra de Paleólogo sobre amigos y agradecidos. Creó en su propia familia un déspota y dos sebastocratores, condecorando a Alexio Estrategopulo con el dictado de César, y correspondiendo como adalid veterano con devolver Constantinopla al emperador griego.
Al segundo año de su reinado, residiendo en el palacio y jardines de Nimfeo [913] junto a Esmiarna, llega a deshora un mensajero; y el aviso peregrino se comunica a Miguel despertándole cariñosamente su hermana Elogia. Es el recién llegado desconocido o extraño; no trae credenciales del vencedor César, ni cabe el darle crédito, tras la derrota de Vataces y el desmán reciente de Paleólogo en persona, de que un destacamento de ochocientos soldados haya podido sorprender la capital. Detienen al mensajero en rehenes con la seguridad de galardón grandioso o muerte ejecutiva; y la corte se acongoja con el vaivén de la zozobra o la esperanza, hasta que van llegando mensajeros de Alexio con el aviso auténtico, ostentando los trofeos de su logro, la espada y cetro, [914] los borceguíes y el birrete [915] del usurpador Balduino, habiendo perdido aquellas prendas en su fuga arrebatada. Se celebra junta general de obispos, senadores y nobles, y quizás nunca sobrevino acontecimiento más generalmente placentero y halagüeño. El nuevo soberano de Constantinopla prorrumpe en una oración estudiada congratulándose con la dicha propia y ajena. «Tiempo hubo —dice—, harto lejano por cierto, en que los ámbitos del Imperio abarcaban allá el Adriático, el Tigris y el confín de la Etiopía. Perdidas las provincias, nuestra capital misma en estos últimos y calamitosos días, quedó avasallada por los bárbaros occidentales. La oleada de la prosperidad va subiendo desde su ínfimo menguante a favor nuestro, y en preguntándonos cuál fue el país de los romanos, a fuer de fugitivos y desterrados, apuntamos ruborosamente el clima del globo y una porción del cielo. La divina Providencia nos devuelve hoy la ciudad de Constantino, el solar sagrado de la religión y del Imperio, y en nuestro denuedo se cifra el hacer de este recobro la prenda y anuncio de nuestras victorias venideras». Era tan sumo el afán del príncipe y del vecindario, que a los veinte días de su expulsión hizo Miguel su entrada triunfal en Constantinopla. Ábrese de par en par la puerta dorada, el devoto emperador se apea, le antecede una imagen milagrosa de María la Conductora, para que la misma Virgen divina acudiese en persona a guiarle al templo de su Hijo, la catedral de Santa Sofía. Pero tras el primer alborozo de orgullo y devoción, prorrumpe en ayes al presenciar aquella soledad y desamparo. Tiznado está el palacio con el humo y el lodo de la hedionda gula francesa; calles enteras yacen asoladas por el fuego o ruinosas con el transcurso del tiempo; desadornados aparecen los edificios sagrados y profanos, y los latinos bajo el concepto de su cercano destierro se afanaron únicamente en el saqueo y la destrucción. La anarquía y las escaseces dieron a través con todo genero de comercio, menguando el vecindario al nivel de la opulencia. Esmerase el nuevo emperador en reponer los nobles por los palacios de sus padres, devolviendo las casas o los solares a las familias que aprontan los documentos de sus pertenencias. Pero los más yacen difuntos, o vagan extraviados, y sus propiedades vacantes vienen a recaer en el señor, quien va repoblando Constantinopla con los advenedizos tras su garboso llamamiento, situando en la ciudad a los voluntarios valerosos que la reconquistaron. Retiráronse los barones franceses y las familias principales con su emperador, pero la muchedumbre humilde y sufrida de los latinos encariñada con el país, prescindía de la mudanza de sus dueños. El cuerdo vencedor, en vez de arrojar las factorías de pisanos, genoveses y venecianos, aceptó sus juramentos de homenaje, alentó su industria, revalidó sus privilegios y les permitió vivir bajo la jurisdicción de sus propios magistrados. Pisanos y venecianos conservaron sus respectivos barrios en la ciudad, por los servicios y el poderío de los genoveses al mismo tiempo se hacían acreedores al agradecimiento y a los celos del vecindario. Su colonia independiente se planteó al pronto en el puerto y ciudad marítima de Heraclea en Tracia; llamóseles al punto para avecindarse exclusivamente en el arrabal de Gálata, punto ventajosísimo, donde resucitando el comercio, desacataron la majestad del Imperio Bizantino. [916]
Solemnizose el recobro de Constantinopla como la era de un imperio nuevo, el vencedor solo y por el derecho de su espada, renovó su coronación en la iglesia de Santa Sofía, y el nombre y los honores de su alumno Juan Lascaris, soberano legítimo fueron quedando abolidos (diciembre de 1261 d. C.). Pero vivía más y más su derecho en los ánimos del pueblo, y el mancebo regio está ya en los asomos de su edad varonil y ambiciosa. Enfrena a Paleólogo la conciencia para que empape sus manos en la sangre real e inocente, pero las zozobras de un usurpador y deudo le estrechan para afianzar su solio con uno de aquellos delitos a medias tan corrientes entre los griegos modernos. Ciegan e imposibilitan al príncipe para el desempeño de los negocios; y en vez de la irracionalidad de violentarle los ojos, le inutilizaron el nervio visual con el reflejo intensísimo de una palangana [917] y encastillaron al infeliz Juan Lascaris en una fortaleza remota, donde siguió viviendo largos años solitario y olvidado. Parece que no caben remordimientos en maldad tan serena y premeditada; mas si lo deja el cielo allá en paz, acuden los hombres a desagraviarse de aquel extremo de crueldad y alevosía. Su violencia impone a los rendidos palaciegos mudez y aun aplauso; mas el clero usa de su derecho para hablar en nombre de su dueño invisible, acaudillando a sus legiones un prelado, cuya índole sabe prescindir de zozobras y esperanzas. Arsenio, tras una breve renuncia [918] de su prelacía, se había dignado ascender al solio patriarcal de Constantinopla para presidir al restablecimiento de la Iglesia. Las arterías de Paleólogo van trayendo engañada su religiosidad sencilla, y su cordura y aguante debían amansar al usurpador, en amparo y salvamento del príncipe mancebo. Sabe aquel desenfreno tan inhumano, y desenvaina, como patriarca, sus armas espirituales, acudiendo en el trance la misma superstición al resguardo de la humanidad y la justicia. Junta en concilio sus obispos y todos a impulsos de su ejemplo, pronunciaron sentencia de excomunión, aunque por miramiento siguen repitiendo el nombre de Miguel en el rezo público (1217-1268 d. C.). No habían prohijado los orientales las máximas azarosas de la antigua Roma, ni se propasaron a extremar sus censuras, deponiendo príncipes, y descargando a las naciones de sus juramentos de homenaje. Mas horrorizaba ya todo cristiano deshermanado de Dios y de la Iglesia, y en una capital de suyo alborotadora y fanática, aquella ojeriza pudiera armar el brazo de algún asesino, o mover una asonada en el vecindario. Se hace cargo Paleólogo de aquel sumo peligro, confiesa su culpa e implora indulto; el exceso es ya irremediable, su logro conseguido, y la penitencia rigurosísima que el pecador está pidiendo lo encumbrará a la jerarquía de todo un santo. El patriarca empedernido se desentiende allá de toda compensación y de todo asomo de misericordia, y sólo prorrumpe en que para tan horrendo atentado, tiene que ser grandísimo el desagravio. «¿Será forzoso desceñirme la diadema?» dice Miguel, en ademán de arrimar el alfanje del estado, o por lo menos, de aparentarlo. Arsenio se abalanza ya a la prenda de soberanía; pero echando de ver que el emperador no se allana a tanto, huye airadamente a su celda, y deja al pecador imperial arrodillado y lloroso a su puerta. [919]
Dura por más de tres años el peligro y el escándalo de la excomunión, hasta que con el tiempo y el arrepentimiento va amainando el clamor popular y hasta que sus propios hermanos, vituperaron a Arsenio tan inflexible tirantez, ajenísima de la conmiseración esencialmente evangélica. Tenía taimadamente insinuado el emperador, que si seguían rechazándolo más y más en su propio solar, acudiría al romano pontífice como a juez más indulgente, pero se hacía más obvio y efectivo aquel juez encumbrándolo a lo sumo en la iglesia bizantina. Cunde allá una hablilla de conspiración y desafecto contra Arsenio; mediaban irregularidades en su colocación y desempeño; un sínodo lo depone de su silla episcopal, y un piquete de tropa lo traslada a una islilla de la Propóntida. Al salir para su destierro se empeña ceñudamente que se inventaríen los tesoros de la iglesia; blasona de que todos sus haberes se reducen a tres piezas de oro ganadas copiando los salmos; se maneja con el mayor despejo y serenidad, y niega hasta su postrer aliento el indulto implorado por el pecador imperial. [920] Tras alguna demora Gregorio, obispo de Andrinópolis, pasa a la silla bizantina; pero se le conceptúa desautorizado para absolver a todo un emperador y le sustituyen Josef, monje venerando, para desempeño de tantísima entidad. Se aparata aquella solemnidad a presencia del Senado y del pueblo, y a los seis años el humildísimo penitente queda reincorporado en la comunión de los fieles, y la humanidad se consuela un tanto con que mejorase la suerte del encastillado Lascaris en demostración de entrañable remordimiento. Pero el denuedo de Arsenio se robustece sin término al arrimo poderoso de monjes y clérigos, quienes perseveran aferradamente en su cisma por más de cuarenta y ocho años. Se desentienden Miguel y su hijo con sumo miramiento de aquella extremada escrupulosidad, medió un afán ahincado y formalísimo de la Iglesia y el estado para la reconciliación de los Arsenitas. A impulsos del mutuo fanatismo se acordó sentenciar la causa por medio de un milagro, y al echar sobre las ascuas ambos escritos en defensa de sus respectivas parcialidades se contó desde luego con que la verdad católica saldría intacta de aquel trance… pero ¡ay Dios! ardieron entrambos papeles, y aquel fracaso imprevisto acarreó la hermandad de un día, renovando luego la contienda de un siglo. [921] Victoria vino a ser para los Arsenitas el convenio final, pues el clero por cuarenta días se abstuvo de toda función eclesiástica, se impuso una penitencia leve a los seglares; depositaron el cuerpo de Arsenio en el santuario; y príncipe y vecindario quedaron redimidos de los pecados de sus padres en nombre del santo difunto. [922]
El afán de plantear su familia fue allá el móvil, o cuando menos el pretexto de Paleólogo para su atentado y ansiaba en el alma el arraigar la sucesión compartiendo con su primogénito el timbre de la púrpura. Quedó Andrónico, apellidado luego el Mayor a los quince años de edad, proclamado y coronado emperador de los romanos (1259-1282 d. C.), y desde aquella fecha primera de un reinado larguísimo y oscuro, obtuvo por nueve años el dictado de compañero; y hasta cincuenta como sucesor de su padre. Si el mismo Miguel viviera como particular se le conceptuara de dignísimo para imperar pues que el embate incesante de enemigos espirituales y temporales le franqueó escasísimos ratos para afanarse por su propia nombradía y la felicidad del estado. Desapropió a los francos de las islas preeminentes del archipiélago, Lesbos, Escio y Rodas; envió a su hermano Constantino para mandar en Malvasía y Esparta y los griegos se rehicieron con la parte oriental de la Morea desde Argos y Nápoli hasta el cabo Tenaro. Abominaba ruidosamente el patriarca de tanto derramamiento de sangre cristiana, y el descocado sacerdote se propasaba a interponer sus zozobras y escrúpulos en las armas de los príncipes. Pero al aferrarse en aquellos adelantos por el Occidente, quedaban indefensos todos los países allende el Helesponto, y las correrías turcas fueron comprobando el anuncio de un senador moribundo, a saber que el recobro de Constantinopla redundaría en el exterminio del Asia. Los lugartenientes de Miguel le estuvieron redondeando sus conquistas, mientras yacía enmoheciéndose su espada en el palacio; y mancilló con crueldades y marañas políticas las negociaciones que trajo con los papas y el rey de Nápoles. [923]
I. Era el Vaticano el albergue más obvio para un emperador latino destronado, y así el papa Urbano IV se mostró condolido de las desventuras y vengador de los agravios del fugitivo Balduino. Manda pregonar cruzada con indulgencia plenaria contra los griegos cismáticos, excomulgando a sus aliados y adictos, e implorando a Luis IX a favor de su deudo y pidiendo el décimo de las rentas eclesiásticas de Francia e Inglaterra para el servicio de la Guerra Santa. [924] El despejado griego, alerta siempre sobre las tormentas asomantes por el ocaso se esmera en alejar o arrancar las iras del papa, con embajadas rendidas y cartas respetuosas, insinuando, que tras la paz consolidada vendría de suyo la reconciliación y obediencia de la Iglesia griega. Ardid tan vulgar no podía desvanecer a la Corte romana, y se contestó a Miguel que el arrepentimiento del hijo debía encabezar la indulgencia del padre y que la fe (voz muy ambigua) había de ser cimiento de la intimidad y alianza. Tras larga y estudiada demora los asomos del peligro y las instancias de Gregorio X le precisan a formalizar una negociación: cita el ejemplar del gran Vataces, y el clero griego calando el intento de su príncipe no se sobresalta por los primeros pasos de la reconciliación y el acatamiento. Pero al ir estrechando la conclusión del ajuste manifiestan por fin los orientales, que los latinos sino en el nombre son herejes en la realidad, y que menosprecian a los tales advenedizos como a lo ínfimo del linaje humano. [925] Empéñase el emperador en persuadir cohechar y estremecer a los eclesiásticos más populares, en ir ganando los votos individualmente y en ir reconviniendo en los impulsos de la caridad cristiana y el bienestar nacional. Se van justipreciando en el crisol de la teología y de la política de los santos Padres y las armas de los francos y sin aprobar expresamente la adición al credo Niceno, por fin los más comedidos se allanan a confesar que las dos proposiciones tan encontradas de proceder del Padre por el hijo y de proceder del Padre y del Hijo pudieran hermanarse en sentido cabalmente católico. [926] Más comprensible se hacía la supremacía del papa, y mucho más cuesta arriba de admitir; pero Miguel les hizo cargo de que podían avenirse a nombrar al obispo romano como primer patriarca y que su distancia y su agudeza resguardaría los ensaches de la Iglesia oriental contra las resultas aciagas del derecho de apelación. Protesto que sacrificaría su imperio y su vida antes que allanarse al ínfimo menoscabo en punto a fe acendrada e independencia nacional; declaración que vino a sellarse y revalidarse en una bula de oro. Retírase el patriarca Josef a un monasterio para ver de recobrar su solio, según el paradero del convenio. Firmaron las cartas de unión y obediencia el emperador, su hijo Andrónico y hasta treinta y cinco arzobispos y metropolitanos con sus respectivos sínodos, agolpando en la lista episcopal varias diócesis, ya exterminadas bajo el yugo de los infieles. Compónese una embajada de ministros y prelados al parecer preferentes; se embarcan para Italia con galanos adornos y perfumes peregrinos para el altar de san Pedro, y llevan órdenes reservadas de avenencia y sumisión ilimitada. Recíbelos el papa Gregorio X al frente de quinientos obispos, [927] que estaban celebrando el concilio general de Lion. Abraza lloroso a sus hijos descarriados y arrepentidos, juramenta a los embajadores, quienes abjuran el cisma a nombre de entrambos emperadores, reviste la mitra y el anillo a los prelados; entonan en griego y en latín el credo Niceno con la adición de filioque, y se gozan todos en el hermanamiento del Oriente y del ocaso reservado para pontificado tan venturoso. Para consumar la empresa religiosísima, tras los diputados bizantinos marchan en diligencia los nuncios del papa, y su instrucción está patentizando la política del Vaticano, que no se satisface con el dictado aéreo de supremacía. Se les encarga que enterándose del ánimo del príncipe y del pueblo, absuelvan al clero cismático que ha de firmar y jurar su total abjuración y obediencia, que planteen por todas las iglesias el credo cabal, que aparaten la entrada de un cardenal legado, con plenos poderes y la dignidad de su empleo, y que dejen al emperador muy enterado de las sumas ventajas que le ha de proporcionar el arrimo temporal del romano pontífice. [928]
Mas hallan un país sin el menor amigo, donde toda la nación se horroriza al nombre de Roma y de hermandad. Está con efecto desviado el patriarca Josef; lo reemplaza Veco, eclesiástico de instrucción y comedimiento, y los idénticos motivos estrechan al emperador para seguir perseverando en sus protestas. Pero allá en sus hablas particulares aparenta Paleólogo condolerse del orgullo, y vituperar las innovaciones de los latinos, y al paso que desdora su jerarquía con tan hipócritas dobleces, tiene que sincerar o castigar la oposición de sus propios súbditos. Por voto unánime de la nueva y la antigua Roma se fulmina sentencia de excomunión contra los cismáticos pertinaces, la espada de Miguel va ejecutando las censuras de la Iglesia, y a donde no alcanza la persuasiva acuden los argumentos de cárcel, destierro, azotes y lisiamiento, las piedras de toque, dice un historiador de los cobardes y los valientes. Reinan todavía dos griegos en Etolia, Epiro y Tesalia con el dictado de déspotas: se habían allanado ante el soberano de Constantinopla, pero rechazan las cadenas del pontífice romano, y sostienen aquella repulsa con armas venturosas. Agólpanse a su arrimo los monjes y obispos fugitivos en sínodos enemigos y retuercen el adjetivo de herejes con el aditamento traspasante de apóstatas: el príncipe de Trebisonda se propasa a ostentar el dictado supuesto de emperador y hasta los latinos de Nearoponto, Tebas, Atenas y Morea, se desentienden allá de todo merecimiento de convertidos incorporándose pública o encubiertamente con los enemigos de Paleólogo. Sus caudillos predilectos y aun los de su sangre y alcurnia, van desertando o haciendo traición a su sacrílega intimidad. Su hermana Elogia, una sobrina y dos primas conspiran contra él; otra sobrina, María reina de Bulgaria negocia para su exterminio con el sultán de Egipto, y para el concepto público su traición se santifica como lo sumo del pundonor. [929] Paleólogo va refiriendo sin rebozo a los nuncios del papa más y más ejecutivos para la consumación de su intento, cuanto ha hecho y padecido por aquella causa, manifestándoles los varios escarmientos contra los secuaces criminales de ambos sexos y de todas clases con privación de honores, haberes y aun libertad; como lo acredita la lista larguísima de confiscaciones y castigos impuestos a individuos íntimos del emperador y de su más estrecha privanza. Los acompañan a la cárcel para presenciar las cadenas de cuatro príncipes de la sangre real, aherrojados en sus respectivos ángulos y estremeciéndose ruidosamente con agonías de pesar y de saña. En breve libertaron a dos de aquellos presos, al uno ya sumiso, y al otro para el cadalso; cegaron a los otros dos por su pertinacia y hasta los griegos menos opuestos a la unión se condolieron de tragedia tan sangrienta y aciaga. [930] Corresponde a todo perseguidor el odio de sus parientes; pero suelen abrigar algún consuelo con el testimonio de su conciencia el aplauso de sus parciales y allá tal vez el logro de sus anhelos. Pero la hipocresía de Miguel, obrando tan sólo por motivos políticos no podía menos de precisarle a odiarse a sí mismo a menospreciar a sus secuaces, y a mirar con aprecio y envidia a los campeones rebeldes quienes lo detestan y menosprecian. Aborrécele por sus tropelías Constantinopla, y Roma los está tildando de tibieza y aun de doblez, hasta que al fin el papa Martín IV excluye al emperador griego del regazo de la Iglesia, el cual esta empeñado en seducir a un pueblo cismático. Expira luego el tirano, y queda la unión disuelta y abjurada por consentimiento unánime, se purifican las iglesias se reconcilian los penitentes, y el hijo Andrónico, llorando los desbarros y pecados de su mocedad, niega, a impulsos de su religiosidad, a su padre el entierro de príncipe y de cristiano [931] (1283 d. C.).
II. Con los apuros de los latinos yacían desmoronadas las murallas y torres de Constantinopla; esmerose Miguel en restablecerlas aventajadamente, agolpando grandiosos acopios de trigo y abastos salados para sostener un sitio que se estaba siempre recelando del encono de las potencias occidentales. Entre ellas el vecino más formidable era el soberano de las dos Sicilias, pero mientras los estuvo poseyendo Manfredo, bastardo de Federico II; fue su monarquía más bien el antemural que el azote del Imperio oriental. Aquel usurpador, aunque valeroso y activo tenía que acudir esmeradamente a la defensa de su solio, y luego como proscrito por varios papas, quedaba separado de la causa común de los latinos, empleándose las fuerzas que pudieran sitiar a Constantinopla en una cruzada contra el enemigo doméstico de Roma. Cargó con el galardón del vengador con la corona de las dos Sicilias el hermano de san Luis, Carlos, conde de Anjou y de Provenza, que capitaneó la caballería en la expedición santa. [932] La ojeriza de los súbditos cristianos precisa a Manfredo para echar mano de una colonia de Sarracenos planteada por su padre en la Pulla, y aquel auxilio tan odioso descifra el reto del héroe católico, que la movió a desentenderse de todo género de convenio. «Llevad este mensaje —dijo Carlos—, al sultán de Nocera, que Dios y la espada vienen a ser nuestros árbitros, y que me ha de encumbrar al paraíso, o yo le he de empozar en el infierno». Se apersonan las huestes y aunque ignoro el paradero de Nanfeld en el otro mundo, lo cierto es que en éste perdió sus amigos, y el reino y la vida en la sangrienta refriega de Benevento. Acude al golpe ralea belicosa de nobles franceses a Nápoles y Sicilia, y el caudillo desaforado ya está conquistando el África, la Grecia y la Palestina. Razones poderosísimas lo arrebatan contra el Imperio Bizantino, y Paleólogo zozobroso con sus propias fuerzas, apela repetidamente de la ambición de Carlos a la humanidad de san Luis quien conserva debido predominio sobre el denuedo disparado de su hermano. Entre tanto embargan a éste los pasos de Conradino, último heredero de la casa imperial de Suabia; pero el mancebo desventurado fracasó en la lid desproporcionada y ajusticiado en un cadalso estuvo enseñando a los competidores de Carlos a temblar no menos por la conservación de sus cabezas que de sus dominios. Media segundo respiro con la postrer cruzada de san Luis a la costa africana y por entrambos motivos de interés y de obligación tiene el rey de Nápoles que acudir y echar el resto en la sagrada empresa. Muere san Luis y se descarga de la fatiga de un censor virtuoso: el rey de Túnez se reconoce vasallo y tributario de la corona de Sicilia, y los caballeros franceses más denodados quedan árbitros de alistarse en sus banderas contra el Imperio griego, se enlaza estrechamente con la alcurnia de Curtenay apalabrando su hija Beatriz con Felipe, hijo y heredero del emperador Balduino con una pensión de seiscientas onzas de oro para su mantenimiento, y el padre generoso va repartiendo entre sus aliados los reinos y provincias del Oriente, reservando tan sólo Constantinopla y el ejido de una jornada en torno para el patrimonio imperial. [933] En aquel arduo trance se halla Paleólogo más enardecido en su firma del credo implorando el amparo del pontífice romano quien apropiada y decorosamente se muestra revestido de las ínfulas de un arcángel de paz y padre común de los cristianos. A su voz queda la espada de Carlos clavada en la vaina, y los embajadores griegos le están mirando morder enfurecido su cetro de marfil, apesadumbrado en el alma de no ver al punto expeditas y consagradas sus almas. Parece que siguió acatando la intercesión desinteresada de Gregorio X, pero luego Carlos por cada día más desabrido con el engreimiento y la parcialidad de Nicolás III, se retrajo al fin por aquella ceguedad por la parentela y toda la familia Ursina, y defraudose la Iglesia del campeón más denodado en su servicio. Cuaja y sazona por fin la liga tremenda de Felipe, el emperador latino, el rey de ambas Sicilias y la república de Venecia contra los griegos y con la elección de Martín IV papa francés queda sancionado el intento. En cuanto a los aliados franquea Felipe su nombre, Martín dispara una bula de excomunión y Venecia apronta cuarenta galeras, y el poderío formidable de Carlos consiste en cuarenta condes, diez mil hombres de armas, un cuerpo crecido de infantería y una armada de más trescientas naves y transportes. Queda señalado un plazo lejano para la incorporación de tantísimas fuerzas en la bahía de Brindisi aventurando allá por floreo una algarada con trescientos caballos, para invadir la Albania y sitiar a Belgrado. Su descalabro embelesa con visos triunfales la vanagloria de Constantinopla; pero Miguel de suyo sagacísimo desconfiando de sus armas, acude a una conspiración y a la máquina contra un ratón que roe los muelles de la trampa, y es el tirano de Sicilia. [934]
Entre los secuaces proscritos de la alcurnia de Suabia perdió Juan de Procida una islilla del mismo nombre en la bahía de Nápoles. Noble de nacimiento e instruido por su educación en el desamparo de su destierro se dedica al ejercicio de la medicina que había estudiado en la escuela de Salerno. De todo lo defraudó la suerte menos de la vida, y en despreciándola con denuedo, queda ya habilitado un rebelde. Sabe Procida negociar con maestría exponiendo despejadamente sus censales y encubriendo sus íntimos arranques; y en su roce con individuos y naciones va persuadiendo a todos los partidos que procede únicamente por sus respectivos intereses. Está Carlos acosando a sus nuevos reinos con todo género de opresión militar y administrativa, [935] sacrificando más y más vidas y haberes de los súbditos italianos a las ínfulas del dueño y al desenfreno de sus secuaces. Su presencia reprime el odio de los napolitanos; pero todo siciliano aborrece y menosprecia a sus desaforados virreyes; alborota Procida la isla con su persuasiva, demostrando con especialidad a los barones sus ventajas peculiares en la causa general. Con el afán de auxilio advenedizo, va visitando alternativamente las cortes del emperador griego y de Pedro rey de Aragón [936] dueño de los países marítimos de Valencia y Cataluña. Ambicioso es de suyo Pedro, y como habiente derecho por su enlace con la hija de Manfredo, admite el brindis de una corona que le cedió Conradino desde el cadalso, arrojando un anillo a su heredero y vengador, obvio se hace el recabar de Paleólogo el retraimiento de su enemigo con guerra extraña y rebeldía interior; y así franquea aventajadamente un subsidio de treinta y cinco mil onzas de oro para armar una escuadra catalana, que da la vela con bandera sagrada bajo el concepto vistoso de un embate a los sarracenos de África. Disfrazado de monje o pordiosero el incansable misionero de la rebeldía, vuela desde Constantinopla a Roma y desde Sicilia a Zaragoza; el mismo papa Nicolás sella el tratado, y como enemigo de Carlos traspasa el don de los feudos de san Pedro de la casa de Anjou a la de Aragón; guárdase por más de dos años el sigilo, con reserva impenetrable, a pesar de su giro expedito y de su larguísima extensión; pues todos los conspiradores abrigan la máxima del mismo Pedro, quien manifiesta que se ha de cortar la mano izquierda si se propasa a escudriñar los intentos de la derecha. Cárgase la mina allá con maña honda y azarosa, mas queda en duda si la grande explosión de Palermo fue casual o premeditada.
En la víspera de Pascua (30 de marzo de 1382 d. C.) una porción de ciudadanos desarmados sale de una iglesia de extramuros, y un oficial francés se desmanda desaforadamente con una señorita. [937] Cae muerto al punto el agresor, y aunque al pronto la fuerza militar dispersa la muchedumbre, pero por fin su número y su saña preponderan: se abalanzan los conspiradores a la coyuntura, corre la llama por toda la isla, degollando revueltamente a ocho mil franceses, matanza que sonó en todos tiempos bajo el nombre de Víspera Sicilianas. [938] Tremolan por todos los pueblos los estandartes de la libertad y de la Iglesia; la presencia y el alma de Procida enardece la asonada; acude Pedro de Aragón desde la costa de África a Palermo, y lo aclaman rey y salvador de la isla. Atónito y exánime se muestra Carlos con la rebeldía de un pueblo que ha estado tanto tiempo hollando a sus anchuras, y prorrumpe tras el primer ahogo de su quebranto y amargura. «¡Ay Dios si tienes decretado el humillarme, otórgame por lo menos un descenso comedido y suave desde la cumbre de tal grandeza!». Retira su ejército y armada, que están ya cuajando los puertos de Italia, atropelladamente de la expedición a Grecia, y la situación de Mesina expone al vecindario a los primeros disparos de su venganza. Endebles de suyo y desahuciados de auxilio advenedizo, se arrepintieran los ciudadanos, contentándose con un indulto general y seguro y la conservación de sus fueros. Pero le revivieron sus ínfulas al monarca, y los ruegos más encarecidos del legado no le pueden recabar más que la promesa de indultar a los demás, en aprontándole hasta ochocientos rebeldes entresacados, para ejecutarlos a su albedrío. La desesperación devuelve su aliento a los mesineses; asoma Pedro de Aragón para su resguardo, [939] y arroja al competidor, quien tiene que cejar por falta de abastos y la zozobra del equinoccio a la costa de Calabria. Al mismo tiempo el almirante catalán, el ínclito Roger de Lauria, barre el canal con su escuadra incontrastable, abrasando o destrozando la armada francesa, más crecida por el número de sus transportes que el de las galeras; descalabro irreparable y que afianza la independencia de Sicilia y el salvamento del Imperio griego. Holgose el emperador Miguel, pocos días antes de su muerte, con el vuelco de un enemigo que odiaba y temía, y quizás le cupo complacerse en el concepto de que a no estar él para contrarrestarle, Constantinopla y la Italia obedecieran pronto a un mismo dueño. [940] Desde aquel desastrado trance, se siguieron más y más eslabonando las desventuras de Carlos: desacataron a su capital, le aprisionaron el hijo, y se empozó en el sepulcro sin recobrar la Sicilia, que tras una guerra de veinte años quedó desmembrada del solio de Nápoles, e incorporada, como reino independiente, a la rama menor de la casa de Aragón. [941]
Nadie supongo que me ha de tachar de supersticioso, mas no puedo menos de anotar, que ya en este mundo, se van eslabonando de suyo los acontecimientos con visos patentes de contraposición. Salva el primer Paleólogo su reino trastornando los del Occidente con asonadas sangrientas, y de aquella maleza de discordia asoma una generación de hierro que asalta y acosa el Imperio de su hijo. Modernamente las deudas y los impuestos gangrenan el regazo mismo de la paz; pero en los gobiernos frágiles y desquiciados de la Edad Media, las huestes indisciplinadas lo conmovían y asolaban todo. Haraganes de suyo y altaneros los asalariados ni trabajaban ni pedían, viviendo siempre de salteamientos y rapiñas; acaudillados tras la bandera de un adalid robaban más decorosa y desahogadamente, y el soberano para quien eran inservibles y angustiosos, se esmeraba en desviar aquel raudal sobre algún país cercano. Tras la paz de Sicilia, miles de genoveses, catalanes, [942] etc., combatientes por mar y tierra bajo los pendones de Anjou o de Aragón, vinieron a cuajar una sola nación por la semejanza de costumbres e intereses. Oyen que los turcos han invadido las provincias griegas del Asia: acuerdan empaparse en el esquilmo de pagas y de presas, y Federico rey de Sicilia les apronta garbosamente medios para su marcha. Tras veinte años de guerra incesante, naves o campamentos constituyen su patria; sin más haber ni ejercicio que el de las armas, el denuedo es el único atributo que los prenda; sus mujeres se hermanan en la índole con sus amantes y maridos. Se contaba que los catalanes de una cuchillada con su montante rajaban el jinete y el caballo, y aquella misma hablilla era de suyo un arma poderosísima. Era Roger de Flor su adalid más popular, y su mérito personal descollaba sobre el de los competidores más eminentes de Aragón. Hijo de un caballero alemán palaciego de Federico II y de una señorita de Brindisi, fue Roger sucesivamente ya templario, luego apóstata, después pirata, y por fin el almirante más opulento y poderoso del Mediterráneo. Surca de Mesina para Constantinopla con dieciocho galeras, cuatro naves mayores y ocho mil aventureros, y Andrónico el mayor cumple puntualmente el tratado, aceptando gozoso y despavorido auxilio tan formidable. Le hospedan en un palacio suntuoso y lo enlazan con una sobrina del emperador, creándolo desde luego megaduque o almirante de Romanía. Tras un descanso decoroso, atraviesa la Propóntida con sus tropas y las capitanea denodadamente contra los turcos; fenecen hasta treinta mil musulmanes en dos batallas sangrientísimas, descerca ejecutivamente a Filadelfia, y se le condecora con el dictado de libertador del Asia. Prospera por breve plazo aquel país, pues tras el ansiado despejo, se nubla de nuevo con mayor lobreguez de servidumbre y exterminio. Huyen, dice un historiador griego, los moradores de la inmensa llamarada, y las hostilidades turcas son más llevaderas que la intimidad de los catalanes. Se apropian éstos las vidas y haberes que rescataron; toda joven redimida de la ralea circuncidada para en brazos de la soldadesca cristiana; la exacción de multas e impuestos degenera luego en desenfreno y rapiña, y resistiéndose Magnesia, se empeña el megaduque en sitiar una ciudad del Imperio Romano. [943] Intenta disculpar tamañas demasías con los ímpetus y desbarros de una hueste victoriosa, no estando en salvo ni su autoridad ni su persona si trata de escarmentar a sus leales secuaces, quienes quedaran defraudados del galardón convenido y cabal de sus servicios. En lamentos y amagos se cifra toda la pujanza imperial de Andrónico; su bula de oro tan sólo brindaba para quinientos jinetes y mil infantes, y su dignación, absolutamente voluntaria, tuvo a bien alistar y mantener toda la hueste agolpada en el Oriente; mientras sus aliados preferentes sirven gustosos con tres bizantinos, o piezas de oro, por su paga mensual, se habían señalado, ya una onza y luego hasta dos, también de oro, a los catalanes, cuyo importe anual venía a ser de medio millón de duros: uno de sus adalides había tasado comedidamente su desempeño venidero en dos o tres millones de reales, saliendo un caudal crecidísimo del tesoro para el mantenimiento de tan caros sirvientes. Se cargó un impuesto enorme a los labradores sobre el trigo; se rebajó un tercio del sueldo a los empleados, y se adulteró tan vergonzosamente la moneda, que de las veinticuatro partes tan sólo cinco eran de oro. [944] Por intimación del emperador, tiene Roger que evacuar una provincia ya exhausta, mas no se aviene a repartir sus tropas, y usando siempre lenguaje comedido, sigue obrando a su albedrío absoluto. Protesta que en marchando el emperador contra él se adelantará cuarenta pasos para besar la tierra a sus plantas; pero en rehaciéndose de aquella postración, le queda vida y espada en servicio de sus amigos. El megaduque de Romanía se aviene a usar el dictado y las insignias de César; pero se desentiende allá de la nueva propuesta del gobierno de Asia con un subsidio en trigo y en dinero bajo la condición de reducir su tropa al número comedido de tres mil hombres. Acude el cobarde por último arbitrio al asesinato. Cede el César a la añagaza de visitar la residencia imperial de Andrinópolis, y la guardia alana lo acuchilla en el aposento y a la vista de la emperatriz, y aunque se achacó la atrocidad a venganza peculiar de los ejecutores cupo a sus paisanos que andaban por Constantinopla a las anchuras de la paz igual disposición de exterminio por el príncipe y el vecindario. El fracaso del caudillo acobardó al conjunto de los aventureros, quienes dando la vela se dispersan por las costas del Mediterráneo, pero un tercio veterano de mil quinientos catalanes o francos, se plantea en la fortaleza grandiosa de Gallípoli sobre el Helesponto, enarbolan el estandarte de Aragón, y claman por el desagravio de su caudillo en lid igual de diez o de cien guerreros. En vez de aceptar el denodado reto, el emperador Miguel, hijo y socio, de Andrónico, dispone el exterminarlos con la mole de su muchedumbre; echa el resto para agolpar una hueste de trece mil caballos y treinta mil infantes, cuajando al propio tiempo la Propóntida con las naves griegas y genovesas. La desesperación y la disciplina de los catalanes contrarresta y arrolla tan exorbitantes fuerzas en dos batallas de mar y tierra; el emperador mozo se guarece en su palacio, dejando tan sólo unas guerrillas escasas de caballería para el resguardo de la campiña. La victoria acarrea gente y engrandece las esperanzas; acuden advenedizos y se hermanan en el nombre y los pendones de la gran Compañía, pues hasta tres mil turcos desiertan del servicio imperial para incorporarse en la valerosa milicia. Los catalanes dueños de Gallípoli atajan el comercio de Constantinopla y del Mar Negro, al paso que sus correrías están abarcando ambas orillas del Helesponto por Asia y Europa. Los mismos van asolando aquellas cercanías para resguardarse de su embate; campesinos y rebaños se guarecen dentro de la ciudad, y así tienen que degollar a millares el ganado lanar y vacuno en balde por carecer de pasto de pienso. Implora el emperador Andrónico la paz hasta cuatro veces, y otras tantas queda rechazado, hasta que la falta de abastos y la discordia de los caudillos precisa los catalanes a evacuar las márgenes del Helesponto y las cercanías de la capital. Sepáranse los turcos, y por fin los residuos de la gran compañía se interna por la Macedonia y la Tesalia en busca de nuevos establecimientos por el corazón de la Grecia. [945]
Olvidada por largo plazo la Grecia, le caben por despertador de su letargo nuevos quebrantos. En el ámbito de dos siglos y medio entre la primera y última conquista de Constantinopla, batallaron por aquel solar venerable un sinnúmero de tiranillos; careciendo del consuelo de la independencia y de las artes liberales, guerras intestinas y extranjeras siguieron acosando sus ciudades antiguas, y siendo la servidumbre preferible a la anarquía, tienen que gozarse con el sosiego del yugo turco. No he de ir escudriñando las varias y arrinconadas dinastías que ya asomaron, ya desaparecieron, tanto en el continente como en las islas, pero si callásemos la suerte de Atenas, [946] ingratísimos viniéramos a mostrarnos con aquella primera y acendrada escuela de toda sublime ciencia y culto turco. En la partición del Imperio cupo el principado de Atenas y de Tebas a Otón de la Roche, guerrero hidalgo de Borgoña, [947] con el dictado de Gran Duque, [948] entendido a su modo por los latinos, y derivado más desvariadamente por los griegos del tiempo de Constantino. [949] Seguía Otón el estandarte del marqués de Monferrato; heredaron pacíficamente aquellos estados, adquiridos milagrosamente en desempeño y suerte [950] su hijo y nietos, hasta que variaron de familia, mas no de ilación, enlazándose una heredera con la rama primogénita de la alcurnia de Briena. Gualtero, parto de aquel patrimonio, poseyó el ducado de Atenas, y con el auxilio de algunos asalariados catalanes, a quienes fue otorgando feudos, redujo más de treinta castillos de los señores cercanos o vasallos. Al asomar luego la ambiciosa gran compañía, va juntando la fuerza de setecientos caballeros, seis mil cuatrocientos jinetes y ocho mil infantes, y la arrostra denodadamente a las orillas del río Cefiso en Beocia. No tienen los catalanes más que tres mil quinientos caballos y cuatro mil infantes; pero suplen la desproporción del número con el método y el ardid. Empantanan su campamento; adelántase el duque con sus caballeros sin zozobra ni cautela sobre el verdor de una pradera, se encenagan y los destrozan, con la mayor parte de la caballería francesa. Arrojan de allí aquella familia con toda su nación, y el último Gualtero de Briena, duque tutelar de Atenas, tirano de Florencia y condestable de Francia, vino a perder la vida en los campos de Poitiers. Victoriosos los catalanes, se apropian el Ática y la Beocia; se enlazan con las viudas e hijas de los vencidos, y por catorce años la gran compañía está más y más aterrando los estados griegos. Sus desavenencias les precisan a reconocer por soberana casa de Aragón todo lo restante del siglo XIV los reyes de Sicilia siguen concediendo como pertenencia suya, el gobierno de Atenas. Tras los franceses y catalanes asoma la tercera dinastía de los Acaiolis, plebeyos en Florencia, prepotentes en Nápoles y soberanos en Grecia. Van hermoseando la ínclita Atenas con nuevos edificios, y la encumbran en capital de un estado que abarca a Tebas, Argos, Corinto, Delfos y parte de Tesalia, hasta que Mahometo II zanja terminantemente su reinado, ahorcando al último duque y criando a sus hijos en la disciplina y religión del serrallo.
Aquella Atenas, [951] ya ni sombra de su antiguo esplendor, sin asomo de sí misma, contiene todavía de ocho a diez mil habitantes: tres cuartas partes griegos en idioma y religión, y los turcos, que son los restantes, por el roce con los ciudadanos han ido amainando en el orgullo y la seriedad de su índole nacional. El olivo, don de Minerva, sigue floreciendo en el Ática, y la miel del monte Himeto nada ha desmerecido de su sabor exquisito [952] pero su apocadísimo comercio, para en manos advenedizas, y los walaquios trashumantes: son los labradores de aquel árido terreno. Sobresale todavía el ingenio de los atenienses por su agudeza y travesura; pero estos atributos careciendo de la sobrehumana independencia, y de la antorcha del estudio, tienen que bastardear más y más y parar en astucia interesada y ruin, y suena en el país el proverbio de que «Dios nos libre de los judíos de Tesalónica, de los turcos de Negroponto y de los griegos de Atenas». Aquel pueblo artero ha logrado desentenderse de la tiranía de los bajales turcos, con un arbitrio que alivia su servidumbre y remata su afrenta. Escogieron los atenienses por su amparador al Kisluv Aga, o caudillo de los eunucos negros del serrallo en el siglo anterior. Aquel esclavo etíope, colgado de los oídos del sultán, se aviene a recibir el tributo de treinta mil monedas; su lugarteniente o vaivoda, a quien anualmente revalida, se apropia además, de cinco a seis mil; y tal es la maestría del vecindario, que por lo más logra remover a quien lo acosa o atropella. Sentencia sus pleitos el arzobispo, uno de los prelados más ricos de la Iglesia griega, pues goza una renta de cinco mil duros, y luego hay un tribunal de ocho gerentes o mayores nombrados por otros tantos barrios de la ciudad: las familias nobles no aciertan a deslindar su linaje hasta más de tres siglos; pero sus individuos principales descuellan con su continente circunspecto, y el dictado altisonante de arconte. Hay algunos amantes de contraposiciones que gradúan el habla actual de Atenas por la más estragada y bárbara de los setenta dialectos del griego vulgar; [953] pero este concepto es descompasado, y es un tiznón torpísimo; pero no es obvio el hallar en la patria del divino Platón, y de todo un Demóstenes, un solo lector, o un ejemplar de su obras. Andan los atenienses con despego yerto por los escombros esclarecidos de su antigüedad, y tan avillanada yace su índole, que no alcanzan a deslindar las excelencias de sus antepasados. [954]