LX

CISMA ENTRE GRIEGOS Y LATINOS - ESTADO DE CONSTANTINOPLA - REBELDÍA DE LOS BÚLGAROS - ISAAC ÁNGELO DESTRONADO POR SU HERMANO ALEXIO - ORIGEN DE LA CUARTA CRUZADA - ALIANZA DE FRANCESES Y VENECIANOS CON EL HIJO DE ISAAC - SU EXPEDICIÓN A CONSTANTINOPLA - LOS DOS SITIOS Y CONQUISTA FINAL DE LA CIUDAD POR LOS LATINOS

Al restablecer Carlomagno el imperio occidental, vinieron luego a quedar separadas las Iglesias griega y latina. [707] Un encono religioso y nacional está todavía deslindando las dos hermandades mayores del orbe cristiano, y el cisma de Constantinopla retrayendo a los aliados más productivos; y airando a sus más azarosos enemigos, atropelló el menoscabo y el exterminio del Imperio Romano en el Oriente.

Descuella desde luego la ojeriza de los griegos a los latinos por todos los ámbitos de la historia presente, procediendo del menosprecio de toda servidumbre y del afán desde el tiempo de Constantino por la igualdad en el señorío; y extremándose luego por la preferencia que dieron aquellos súbditos rebeldes a la intimidad de los francos. Engriéronse siempre los griegos con su gran superioridad en ciencia profana y religiosa; luego recibieron antes la antorcha del cristianismo; habían promulgado los decretos de los siete concilios generales: se vinculaba en ellos el habla de la escritura y de la filosofía, ni cabía en los bárbaros occidentales el menor contrarresto [708] en las cuestiones recónditas y misteriosas de la sublime teología. Aquellos bárbaros menospreciaban al par la liviandad desmandada y sutil de los orientales cavilosos y engendradores de todo género de herejías, bendecían su genial sencillez, atenida siempre a la tradición de la Iglesia apostólica. Pero en el siglo VII los concilios de España, y luego los de Francia, acendraron o estragaron la creencia nicena sobre el asunto misteriosísimo de la tercera persona de la Trinidad. [709] En todas las dilatadas controversias del Oriente se había deslindado con suma escrupulosidad la naturaleza y generación de Jesucristo, y la relación tan notoria de padre a hijo venía a servir de remedo escaso para el concepto humano. Aquella alusión al nacimiento desdecía con el Espíritu Santo, el cual, en vez de un don divino o atributo, se conceptuaba por los católicos como persona, sustancia, dios; no había sido engendrado, sino que en lenguaje castizo procedía. ¿Procedía solamente del Padre, y tal vez por el Hijo? ¿O bien del Padre y del Hijo? Afirmaban los griegos lo primero y los latinos lo segundo; y la adición de la voz filioque al símbolo niceno encendió la llamarada de la discordia entre la Iglesia galicana y la oriental. Aparentaron en el arranque de la contienda los pontífices romanos cierto temple neutral y comedido: [710] desecharon la innovación, aviniéndose al dictamen de sus hermanos trasalpinos; esmeráronse en rebozar y acallar silenciosa y caritativamente aquella investigación excusada, y en la correspondencia con Carlomagno León III manifiesta el desenfado de un estadista, y su corresponsal se destempla y se vulgariza con los ímpetus de un sacerdote. [711] Pero la política temporal iba en Roma avasallando los extremos católicos, y aquel filioque, cuyo uso apetecía León orillar, se colocó en el símbolo y sonó en la liturgia del Vaticano. Los rudos Niceno y Atanasio se conceptúan de acendrada fe, y absolutamente imprescindibles para la salvación, y al par protestantes y papistas están sosteniendo y contrarrestando los anatemas de los griegos, que se desentienden allá del procedimiento del Espíritu Santo así del Hijo como del Padre. Tales artículos de fe no tienen cabida en tratados, pero la disciplina va siempre variando en iglesias lejanas e independientes, y la racionalidad aun entre los mismos teólogos se hace cargo de que tales diferencias son tolerables y aun corrientes. La superstición mañera de Roma ha ido imponiendo a sus clérigos u ordenados la obligación estrechísima del celibato; entre los griegos se vincula en los obispos, compensando con la dignidad tamaño quebranto, que desaparece luego en la edad avanzada; pues los párrocos siguen disfrutando la compañía de sus mujeres habidas ya antes de ordenarse. Sobrevino en el siglo XI y se batalló desaforadamente la cuestión sobre los ázimos, cifrando en levante y en poniente la esencia de la eucaristía en el pan con levadura o sin ella. ¿Iré por ventura apuntando en historia tan circunspecta los tremendos cargos disparados contra los latinos, que por larguísimo plazo se mantuvieron en la defensiva? Tampoco escrupulizaron en desentenderse del gran decreto apostólico sobre abstinencia de animales ahogados y de toda sangre; ayunaban —¡rito judaico!— todos los sábados: comían leche y queso [712] en la primera semana de cuaresma; los monjes dolientes se alimentaban de carne; usaban grasas por falta de aceite vegetal; el crisma o ungüento bautismal se reservaba para los obispos, quienes, como novios de la Iglesia, traían anillos, pero los clérigos se afeitaban la cara y bautizaban con mera inmersión. Éstos fueron los delitos inflamadores de los patriarcas de Constantinopla, contrarrestándolos a todo trance la Iglesia latina. [713]

El fanatismo y la ojeriza nacional son de sumo abultadores de todo objeto contencioso, pero la causa eficacísima del cisma griego se rastrea en el afán de los prelados incitadores por la supremacía de la antigua metrópoli sobre todos los demás; y de la capital reinante y encumbrada ya en el orbe cristiano. A mediados del siglo IX, Focio, [714] seglar ambicioso, capitán de la guardia y secretario principal, fue ascendido por sus méritos y su privanza al empleo más apetecible de patriarca de Constantinopla. Descollaba sobre todo su clero en ciencia aun eclesiástica; nadie mancilló la tersura de su concepto, pero se le atropellaban las órdenes y sus medros fueron extraños, y la compasión pública y aferrada en sus parciales seguía concediendo a Ignacio su antecesor depuesto. Apelan al tribunal del insaciable y orgullosísimo Nicolás I, quien abriga desaladamente la coyuntura halagüeña de sentenciar y condenar a su competidor de Oriente. Encónase más y más la contienda con un roce de jurisdicción sobre el rey y la nación de los búlgaros; sin que estos recién convertidos al cristianismo sean aún muy productivos a ninguno de entrambos, no contando por suyos propios todos aquellos individuos. Vence el patriarca griego al arrimo de su corte, pero se enfurecen los ánimos y depone éste al sucesor de san Pedro, abarcando toda la Iglesia griega en su baldón de cisma y herejía. Sacrifica Focio la paz general por un reinado breve y perdidizo, pues fracasa con su padrino el César Bardas, y Basilio el Macedonio cumple con la justicia, reponiendo a Ignacio y desagraviándolo del sumo desacato a su edad y condecoración. Encarcelado en su monasterio, Focio echa el resto tras la privanza del emperador, por medio de estudiadas lisonjas y lamentos afectuosos; y no bien cierra los ojos el contrario, cuando se lo repone en el suelo de Constantinopla. Fallece Basilio y luego le alcanzaron los vaivenes de las cortes y la ingratitud del alumno regio; queda de nuevo depuesto el patriarca, y en sus últimas horas solitarias echaría de ver el ensanche de una vida estudiosa y arreglada. Al sobrevenir cualquier revolución, aquel rendidísimo clero idólatra hasta el aliento y el ceño de su nuevo soberano, y así se aparata un concilio de trescientos obispos para vitorear en su triunfo, o tiznar el vuelco del sacrosanto, o del abominable Focio. [715] Ofrécese a los papas promesas engañosas de sumisión, y se avienen sin reparo a tan encontrados ímpetus, y así sus cartas o sus legados reconocen y ratifican desde luego los sínodos de Constantinopla. Pero la corte y el vecindario, Ignacio y Focio, son de suyo e igualmente opuestísimos a sus intentos; se atropellaban y aun encarcelaban a sus enviados; quedaba olvidado el procedimiento del Espíritu Santo; se incorporó para siempre la Bulgaria al solio bizantino, y siguió más y más el cisma con la censura repetida de cuantas órdenes consagraba sin cesar un patriarca espurio. La lobreguez y desenfreno del siglo X atajó el trato, sin hermanar los ánimos de ambas naciones; pero al restablecer el acero normando las iglesias de la Pulla en la jurisdicción, el patriarca griego en carta desaforada encargó a su descarriada grey que evitase y aborreciese en el alma los desbarros del clero latino. La majestad romana, ya en auge, se destempló con el desacato de un rebelde, y los legados del papa osaron excomulgar a Miguel Cerulario en medio de Constantinopla. Sacudiéndose el polvo de los pies, depositaron en el altar de Santa Sofía un anatema pavoroso, que iba reseñando las siete herejías mortales de los griegos [716] y encomienda tan criminales maestros y sus desventurados secuaces a la intimidad sempiterna con Luzbel y sus ángeles. Se entablaba tal vez correspondencia amistosa; sonaba allá un lenguaje de cariñosa concordia, pero nunca los griegos han revocado sus yerros; nunca los papas se desdijeron de sus fallos; y desde aquel centellazo fecha la consumación del cisma. Luego cada paso ambicioso del pontífice romano la iba ensanchando; los emperadores se sonrojaban trémulos de la suerte afrentosa de sus hermanos regios en Alemania, y el pueblo se escandalizaba con la potestad temporal y vida militar del clero latino. [717]

La ojeriza entre griegos y latinos se fomentó en las tres primeras expediciones a la Tierra Santa. Ideó Alexio por lo menos el desvío de los formidables peregrinos: luego sus dos sucesores, Manuel e Isaac Ángelo, se hermanaron con los musulmanes para el exterminio de los francos, y su política revuelta y malvada se abroquelaba con la obediencia voluntaria y eficacísima de toda clase de súbditos. Sumo era este mutuo desvío, debido en gran parte a la diferencia del idioma, traje y costumbres que deshermana y retrae las naciones del globo. Aquel agolpamiento de huestes advenedizas lastimaba las ínfulas y aun la cordura del soberano atravesando arbitrariamente las provincias y aun los arrabales de la capital. Los toscos occidentales insultaban y saqueaban a los moradores; y las empresas denodadas y devotas de los francos enconaban hasta lo sumo el odio de los apocados griegos. Enardecía el veneno religioso tantas causas profanas de enemistad nacional. En vez de abrazarse con ansia y de agasajarse como hermanos, se estaban tratando de continuo y a voces de cismáticos y de herejes, apodos más odiosos para un oído católico que los de infiel o pagano; en vez de encariñarse mutuamente por su igualdad fundamental en la fe y en la doctrina, se aborrecían por ciertas reglas de sistema y algunas cuestiones teológicas en que seglares y doctores se diferenciaban de la Iglesia oriental. Durante la cruzada de Luis VII, la clerecía griega lavaba y purificaba los altares mancillados con el sacrificio de algún sacerdote francés. Los compañeros de Federico Barbarroja se lamentan de los baldones que padecían de palabra y obra por el encono particular de obispos y monjes. Sus plegarias y pláticas estaban insultando al pueblo contra los bárbaros impíos, sindicando al patriarca por predicar a los fieles que alcanzarían el perdón de todos sus pecados con el exterminio de los cismáticos. [718] Un entusiasta, llamado Doroteo, dejó al emperador despavorido, y luego despejó sus zozobras, asegurándole proféticamente que el hereje alemán, después de asaltar la puerta de Blachernae, pararía en objeto ejemplarísimo de la venganza divina. El tránsito de tan grandiosos ejércitos solía ser un acontecimiento extraño y azaroso; pero con las cruzadas se entabló un roce familiar entre aquellas naciones que daba ensanche a sus luces, sin desmoronar sus preocupaciones. El opulento lujo de Constantinopla estaba requiriendo los productos de todos los climas; se equilibraban aquellas entradas con el arte esmerado de su vecindario crecidísimo; su situación está brindando para el comercio del orbe, y en todos tiempos se vinculó su tráfico incesante en manos de extranjeros. Tras el menoscabo de Amalfi, los venecianos, pisanos y genoveses plantearon factorías y aun establecimientos en la misma capital del imperio; premiábanseles sus servicios con honores e inmunidades; fincaron en casas y haciendas; aumentaban sus familias con matrimonios entre los naturales del país, y tolerada ya una mezquita musulmana, no cabía el vedar las iglesias del rito romano. [719] Ambas consortes de Manuel Comneno [720] eran de linaje de francos; la primera, cuñada del emperador Conrado; la segunda, hija del príncipe de Antioquía: cupo a su hijo Alexio una hija de Felipe Augusto, rey de Francia, y concedió su propia hija a un marqués de Monferrato, educado y engrandecido en el palacio de Constantinopla. El griego contrarrestó las armas y aspiró al Imperio de Occidente; apreciaba el denuedo y se fiaba de la lealtad de los francos; [721] premiábanles impropiamente su desempeño militar con empleos productivos de preces y tesoreros; solicitó Manuel por razón de Estado la alianza del papa, y la hablilla popular lo tachaba de cierta propensión entrañable a la nación y religión de los latinos. [722] En su reinado y en el de su sucesor Alexio padecieron en Constantinopla generalmente la nota de advenedizos, herejes y validos, y los tres delitos quedaron atrozmente purgados en el alboroto anunciador del regreso y elevación de Andrónico. [723] Llama el vecindario armado, y el tirano se desentiende allá de tropas y galeras para que luego asistan a la venganza nacional, y la resistencia desahuciada de los extranjeros tan sólo condujo a sincerar la saña y aguzar el puñal de los asesinos. Ni edad, ni sexo, ni vínculos de amistad o de parentesco escudaban a las víctimas del odio nacional, codicia o ceguedad religiosa: mataban a los latinos en sus hogares o en las calles, redujeron su banco a ceniza; abrasaban a los clérigos en sus iglesias y a los enfermos en sus hospitales, y cabe el conceptuar por mayor el número de los difuntos por la venta que se hizo a los turcos de más de cuatro mil cristianos en servidumbre perpetua. Los alborotadores y asesinos más ejecutivos contra los cismáticos eran los clérigos, entonando gracias solemnísimas al Señor al ver la cabeza de un cardenal, legado del papa, cercenada de su cuerpo y colgada a la cola de un mastín con escarnio irracional, arrastrándola por las calles. Los advenedizos más advertidos se habían refugiado al primer anuncio a sus bajeles, y atravesando el Helesponto huyeron de tamaña carnicería. Quemaron y talaron al paso más de sesenta leguas de costa, vengándose atrozmente contra los súbditos inocentes del Imperio, señalando a clérigos y monjes como a sus principales enemigos, y reintegrándose con sus muchísimos despojos del quebranto propio y ajeno padecido en la ciudad. Fueron luego a su vuelta pregonando por la Italia y la Europa la opulencia y flaqueza, la maldad y alevosía de los griegos, retratando sus vicios como dechados vivos de cisma y de herejía. Los primeros cruzados con sus escrúpulos desatendieron la suma oportunidad de afianzar, con la posesión de Constantinopla, su rumbo para Jerusalén; mas luego sus revoluciones internas brindaron y casi redujeron a franceses y venecianos al extremo de redondear la conquista del Imperio Romano en el Oriente.

Quedan ya rasgueadas en la sucesión de los príncipes bizantinos la hipocresía y la ambición, la tiranía y ruina de Andrónico, postrer varón de la alcurnia Comnena reinante en Constantinopla. La revolución que lo derrocó del solio preservó y entronizó a Isaac Ángelo, [724] descendiente por la línea femenina de la dinastía imperial. Obvio nimbo se patentizaba al sucesor de un segundo Nerón para granjearse el aprecio y cariño de los súbditos, quienes a veces tuvieron luego motivo para echar de menos el desempeño de Andrónico. El despejo y tino de aquel tirano alcanzaban a deslindar la hermandad del interés público y el sayo, y al tenerlo cuantos podían causarle zozobra, el vecindario arrinconado y las provincias lejanas se prendaban de un soberano justiciero. Mas el sucesor era de suyo vanidoso y desalado tras la potestad suprema, que no acertaba a desempeñar; eran azarosos sus vicios e inservibles sus prendas (si las tenía) para las gentes, y los griegos, que achacaban todas las plagas a su abandono, le negaban hasta los escasos y volanderos logros que disfrutaban. Duerme en el solio Isaac, y tan sólo se despereza en pos de sus deleites; empápase en sus ratos ociosos allá con farsas y bufonadas, y hasta los mismos farsantes y bufones miran al emperador con menosprecio: sus edificios y funciones se dejan muy en zaga al lujo más regio y desenfrenado; asciende a veinte mil el número de sus eunucos y sirvientes y la suma diaria de veinte mil duros compondrá hasta veinte millones de los mismos el gasto anual de su mesa y casa. Tiene que oprimir para poder acudir a sus escaseces, y las tropelías de la recaudación enfurecen a los pacientes en el mismo grado que los extremos de su menoscabo. Mientras los griegos están contando los días de su servidumbre, un profeta lisonjero, a quien premia con la dignidad de patriarca, le afianza un reinado larguísimo de treinta y dos años, y en alas de sus victorias lo tramonta sobre las cumbres del Líbano, y lo lleva a conquistar provincias allende el Éufrates. Pero el único paso para el cumplimiento de su anuncio es una embajada magnífica y escandalosa a Saladino, [725] pidiéndole la devolución del Santo Sepulcro y proponiendo una liga ofensiva y defensiva al enemigo del nombre cristiano. En aquellas manos tan indignas de Isaac y su hermano, los restos del Imperio griego se desploman en polvo. La isla de Chipre, cuyo nombre está moviendo recuerdos de primor y deleite, yace usurpada por otro príncipe de su nombre y de la alcurnia Comnena, y eslabonándose con extrañeza los acontecimientos, el acero de nuestro inglés Ricardo regala aquel reino a la casa de Lusiñan, por compensación ventajosísima del malogro de Jerusalén.

Rebélanse húngaros y valaquios y llagando entrañablemente el pundonor de la monarquía, viene a peligrar la capital. Desde la victoria de Basilio II, habían estado sobrellevando, por espacio de ciento setenta años el señorío desatentado de los príncipes bizantinos, mas nada se había providenciado eficazmente para reducir al yugo de las leyes y de las costumbres a sus tribus montaraces. Dispone Isaac que les arrebaten todos sus haberes, que son los rebaños mayores y menores, para realzar el boato del real desposorio, cercenando además la paga de sus gallardos guerreros con mengua respectiva al estipendio cabal de los demás. Pedro y Asan, dos adalides poderosos de la alcurnia de sus antiguos reyes, [726] se aferraron en sus propios derechos y en la independencia nacional sus impostores energúmenos van pregonando a la muchedumbre que su patrón esclarecido, san Demetrio, ha desamparado para siempre la parcialidad de los griegos; y la llamarada se va tendiendo desde los márgenes del Danubio hasta las serranías de Tracia y Macedonia. Tras endebles conatos, se avienen Isaac y su hermano a la demanda de independencia, desmayando luego las tropas imperiales al presenciar la osamenta de sus camaradas que yace por los tránsitos del monte Hemo; y el segundo reino de Bulgaria queda incontrastablemente planteado con las armas o diligencias de Juan o Juanines. El bárbaro mañoso envía su embajada a Inocencio III reconociéndose por hijo muy legítimo de Roma en alcurnia y religión, [727] y recibe rendidamente de manos del papa el permiso para acuñar moneda, el dictado regio y un arzobispo o patriarca latino. Ufánase el Vaticano con la conquista espiritual de Bulgaria, el primer punto del cisma, y con tal que conservaran los griegos la regalías de la Iglesia, se desentendieran gustosos de su derecho temporal.

Taimados siempre los búlgaros, siguieron rezando por la dilatada vida de Isaac Ángelo, prenda segurísima de su prosperidad e independencia, aunque los caudillos seguían instando con igual menosprecio la familia y la nación del emperador; prorrumpiendo Asan de este modo ante sus tropas: «En todos los griegos el propio clima índole y educación tienen que producir los mismos frutos. No hay más que mirar a mi lanza —añadía—, y a los gallardetes que ondea dilatadamente el viento, pues tan sólo se diferencian en el color, siendo de una misma seda y labrados por el idéntico operario, y así la tira de púrpura en nada se aventaja a las demás». [728] Varios de aquellos aspirantes a la púrpura fueron asomando y cayendo en el imperio de Isaac; acosado con su ingratitud un general, rechazador de las escuadras sicilianas, paró en revoltoso y ajusticiado, y luego conspiraciones ocultas y asonadas ruidosas le estuvieron alterando el sosiego. Un acaso y el esmero de los sirvientes lo salvaron, pero por un hermano ambicioso, esperanzado de ceñirse volanderamente la diadema, orillando todo vínculo natural, entrañable y pundonoroso, dio con él al través. [729] Mientras Isaac se recrea placenteramente cazando por los valles de Tracia a sus solas, el campamento unánime reviste la púrpura a su hermano Alexio Ángelo, confórmanse la capital y el clero con su elección, y las ínfulas del nuevo soberano desechan el nombre de sus padres, y se apropia el apellido regio y encumbrado de la alcurnia Comnena. Quedan ya apuradas las expresiones de menosprecio sobre la índole ruin de Isaac, y tan sólo debo añadir que los vicios varoniles de la emperatriz Eufrosine sostuvieron por ocho años todavía al más despreciable Alexio. [730] En cuanto a su antecesor, la propia guardia, con el ademán de enemiga, le dio el primer aviso de su vuelco; fue huyendo por veinte leguas, pero lo prendieron en Estagirita de Macedonia acosado o indefenso, y trayéndolo a Constantinopla lo cegaron para encerrarlo en una torre solitaria, y escasearle hasta el pan y el agua. Su hijo Alexio, de doce años, esperanzado de sucederlo en el solio, quedó vivo pero precisado a seguir por dondequiera al triunfador en paz y en guerra; pero acampando el ejército en una playa un bajel italiano le facilitó la huida disfrazado de marinero, y burlando toda pesquisa atravesó el Helesponto y aportó a su salvo en Sicilia. Saludó luego el umbral de los apóstoles, e implorando el amparo del papa Inocencio III, aceptó el cariñoso brindis de su hermana Irene, esposa de Felipe de Suabia, rey de los romanos. Al atravesar la Italia, estuvo oyendo que la flor de la caballería oriental se aparataba en Venecia para el rescate de la Tierra Santa, y asomó allá en su interior un destello de esperanza de que sus invictas espadas pudieran emplearse en el establecimiento de su padre.

A los diez o doce años de la pérdida de Jerusalén un tercer profeta, quizás menos disparatado que el ermitaño Pedro, pero en extremo inferior a san Bernardo por lo elocuente y estadista, estuvo convocando a los nobles de Francia para la Guerra Santa. Un clérigo iletrado de las cercanías de París, Fulko de Neuilly, orilló su ejercicio de párroco tras la carrera más vistosa de misionero popular y viandante. [731] Cundió su nombradía milagrosa y santa por el país, anduvo declamando con vehemencia contra los vicios de su tiempo y sus pláticas repetidas por las mismas calles de París alcanzaron a convertir ladrones, usureros, rameras y aun catedráticos de la universidad. Sube Inocencio III a la cátedra de san Pedro y pregona por Italia, Alemania y Francia la obligación de nueva cruzada. [732] Rasguea el pontífice elocuente el exterminio de Jerusalén, el triunfo de los paganos y el baldón de la cristiandad: dadivoso hasta lo sumo en el perdón de los pecados, derrama indulgencias plenarias a cuantos sirviesen en Palestina un año personalmente o dos por sustituto, [733] y entre los legados y oradores que animan y redoblan el clarín sagrado, Fulko de Neuilly descuella en el estruendo y agolpamiento del gentío. No cuadraba la situación de los principales monarcas en aquellos ímpetus devotos. El emperador Federico II era todavía niño y ansiaban su reino de Alemania las familias contrapuestas de Brunswick, y de Suabia, las banderías memorables de Gualfós y Ghibelinos. Había Felipe Augusto cumplido su voto, y no había quien recabase su renovación a todo trance; mas con su anhelo de alabanzas al par que de su poderío planteó gustosísimo un fondo perpetuo para la defensa de la Tierra Santa. Estaba ya Ricardo de Inglaterra satisfecho con su gloria trabajosísima de su primer empeño, y se adelantó a escarnecer el ahínco de Fulko de Neuilly, quien jamás se empachaba ni aun en presencia de los reyes. «Me estás aconsejando —le dice el Plantagenet—, que despida a mis tres hijas Codicia, Altanería y Lujuria; pues desde ahora voy a repartirlas. Corresponde la primera a los monjes cistercienses, la segunda a los templarios, y la Lujuria a los prelados». Mas los grandes vasallos escuchaban y obedecían al predicador descollando ante todos Teobaldo o Tibaldo en la carrera sagrada, como conde de Champaña con los príncipes de segundo orden. Incitaban al denodado mozo de veintidós años los ejemplos caseros del padre que asistió a la segunda cruzada, y del hermano mayor que terminó sus días en Jerusalén con el dictado de su rey, debíanle servicio y homenaje como por hasta dos mil doscientos jinetes; [734] sobresalía la nobleza de Champaña en todos los ejercicios militares [735] y podía Teobaldo por su enlace con la heredera de Navarra alistar un cuerpo de gascones valerosos de entrambas vertientes del Pirineo. Era su compañero de armas Luis, conde de Blois y de Chartres, igualmente de sangre real, siendo uno y otro príncipe al mismo tiempo sobrinos de los reyes de Francia y de Inglaterra. De tropel se afanaban tras ellos un sinnúmero de prelados y barones, distinguiéndose por su nacimiento y sus prendas Mateo de Montmorency; el famoso Simón de Monfort, azote de los albigenses y un esforzado caballero; Geoffrey de Villehardouin, [736] mariscal de Champaña [737] que se esmeró en el idioma tosquísimo de su tiempo y país [738] en escribir o dictar [739] una relación original de los consejos y acciones en que tuvo su parte memorable. Al mismo tiempo Balduino, conde de Flandes, casado con la hermana de Teobaldo, se cruzó en Brujas con su hermano Enrique, con los caballeros y ciudadanos principales de aquella provincia rica e industriosa. [740] Pronunciaban los adalides sus votos en las iglesias y luego los ratificaban en los torneos; se ventilaban las operaciones de guerra en juntas plenas y frecuentes y se acordó ir en busca del rescate de Palestina por el rumbo de Egipto, país que desde la muerte de Saladino yacía casi arruinado por el hambre y la guerra civil. Mas el paradero de tantas huestes regias fue en cuanto a riesgos y afanes el de una expedición terrestre, pues si los flamencos frecuentaban el océano los barones franceses carecían de bajeles e ignoraban la navegación. Determinaron todos muy cuerdamente el nombrar seis vocales o representantes, siendo Villehardouin uno de ellos, con potestad suprema para disponer los movimientos y comprometer la fe de la confederación entera. Eran las potencias marítimas de Italia las únicas poseedoras de los medios para el transporte de los guerreros sagrados con sus armas y caballos, y los seis compromisarios pasaron a Venecia en demanda fundada sobre el interés y la religiosidad de los auxilios necesarios al intento.

En la invasión de Atila queda ya mencionada [741] la huida de los venecianos de las ciudades rendidas por Italia y su arrinconado abrigo en el cordón de islas que ciñen aquel recodo del golfo Adriático. Allá en medio del agua, libres, menesterosos, afanados e inaccesibles se fueron sucesivamente engrandeciendo hasta plantar su república. Fundáronse los cimientos primeros en la isla de Rialto, y tras la elección anual de doce tribunos vinieron a establecer el cargo permanente de dux o dogo. En el confín de entrambos imperios descolló Venecia con el concepto de su independencia primitiva y perpetua. [742] Afianzó la espada y sinceró la pluma su libertad antigua contra los latinos. El mismo Carlomagno se desentendió de toda soberanía en las islas del golfo Adriático, y su hijo Pepino quedó rechazado por las lagunas o canales de excesivo fondo para la caballería y escasísimo para los bajeles, y en todos tiempos con los césares alemanes se deslindaron cabalísimamente las tierras de la república del reino de Italia. Pero conceptuábase el vecindario de Venecia por sí mismo, por los extraños y por sus soberanos, como parte inseparable del Imperio griego; [743] rebosan las pruebas de aquella subordinación en los siglos IX y X y los dictados insustanciales y rendidos timbres de la corte bizantina, tan desaladamente ansiados por sus duques, no podían menos de redundar en desdoro para los magistrados de un pueblo libre. Pero aquellos vínculos de antigua dependencia nunca estuvieron tirantes, y se fueron más y más aflojando con al afán de Venecia y la flaqueza de Constantinopla. La obediencia se ablandó en mero acatamiento, el privilegio se realzó a prerrogativa y el ensanche del gobierno casero se robusteció con la independencia de los dominios extraños. Doblegáronse los pueblos marítimos de Istria y Dalmacia ante los soberanos del Adriático, y al armarse contra los normandos en la causa de Alexio, el emperador acudió no a las obligaciones de unos súbditos, sino al agradecimiento y generosidad de unos aliados fieles. Su patrimonio era el mar; [744] traspusieron, es verdad, a sus competidores de Pisa y Génova la parte occidental del Mediterráneo desde Toscana a Gibraltar; pero los venecianos se granjearon parte grandísima y pingüe en el comercio de Grecia y Egipto. Medraban más y más sus riquezas con las redobladas demandas de la Europa entera antiquísimas son sus manufacturas de seda y cristales y quizás el establecimiento de su banco, regalándose con los productos de su industria en la magnificencia de su vida pública y privada. La república, por sus desagravios, por el decoro de su pabellón y por la libertad de los mares, podía armar una escuadra de cien galeras con las que salieron al encuentro a griegos, sarracenos y normandos. Auxiliaron a los francos de Siria por el allanamiento de su costa; mas nunca se afanaban a ciegas y sin provecho, y en la conquista de Tiro terciaron en lo sobrante de aquella ciudad, primer solar del comercio del orbe. Despuntó siempre la política de Venecia con su codicia mercantil y el descoco de su poderío marítimo, mas era su ambición atinada, teniendo por lo más muy presente que si las galeras armadas eran el producto y el resguardo de su señorío, las naves mercantes constituían el cimiento y el abasto de todo. En punto a religión se soslayaron del cisma de los griegos, sin tributar obediencia rendida al pontífice romano; y luego con su roce desahogado entre infieles de todo clima parece que desde luego se fueron desgastando los desafueros de la superstición. Fue su gobierno primitivo allá un mixto revuelto de monarquía y democracia; los votos de la asamblea general nombraban el dogo; mientras se hacía bienquisto con su agrado y sus aciertos, reinaba con el boato y autoridad de un príncipe; pero la justicia o la sinrazón de la muchedumbre, en los repetidos vaivenes del Estado, lo solía deponer, desterrar o matar a su albedrío. Asomó ya en el siglo XII aquella celosa y atinada aristocracia, que redujo al dogo a un estafermo, y al pueblo a cero. [745]

Agasajó el dogo reinante en el palacio de San Marcos a los seis embajadores de los peregrinos franceses; llamábase Enrique Dándolo, [746] quien descolló en el postrer plazo de la vida humana como uno de los varones más esclarecidos de su tiempo. Ciego y acosado de años, [747] atesoró siempre sumo tino y tesón heroico; ansioso más y más de sobresalir con alguna hazaña memorable y con la sabiduría de un patricio, cifrando su nombradía en la gloria y prosperidad de su patria. Ensalzó al denodado, entusiasmo y la confianza bizarra de los barones y de sus diputados, y en aquella causa y con tales compañeros se holgara, siendo un mero particular de acabar su vida; pero no siendo más que sirviente de la república se requería alguna demora para consultar negocio tan arduo y oír el dictamen de sus compatricios. Ventilose desde luego la propuesta de los franceses entre los seis discretos, recién nombrados para residenciar el desempeño del dogo, y luego se puso de manifiesto a los cuarenta individuos del Consejo de Estado; por fin se comunicó a la Junta Legislativa de cuatrocientos cincuenta representantes nombrados anualmente por los seis barrios de la ciudad. Seguía el dogo encabezando la república en paz y en guerra; el concepto personal de Dándolo realzaba su autoridad legal, se fueron sus razones políticas desentrañando y quedaron aprobados autorizándolo a enterar a los embajadores de las siguientes condiciones del tratado. [748] Se propuso que los cruzados acudiesen a Venecia para la festividad de san Juan en el año inmediato, que se dispondrían barcos chatos para el embarque de cuatro mil quinientos jinetes y veinte mil infantes; que por espacio de nueve meses se los abastecería de provisiones, entendiéndose lo mismo con nueve mil escuderos, transportándolos a la costa que el servicio de Dios y de la cristiandad requiriese, escoltando la república el armamento con una escuadra de cincuenta galeras. Se pactó que los peregrinos pagarían antes de dar a la vela ochenta y cinco mil marcos de plata, y que todas las conquistas de mar y tierra se repartirían con igualdad entre los confederados. Violentos eran los términos, mas también era urgente el trance, y los barones franceses eran de suyo tan derramadores de dinero como de sangre. Se convocó asamblea general para la ratificación del tratado: diez mil ciudadanos cuajaron la capilla suntuosísima y la plaza de San Marcos, y los diputados esclarecidos pudieron aleccionarse humillándose ante la majestad del pueblo. «Venecianos ilustres, los barones más eminentes y valerosos de Francia nos envían a implorar el auxilio de los dueños del mar para el rescate de Jerusalén. Nos encargan que vengamos a postrarnos a vuestras plantas; ni nos levantaremos del suelo hasta que nos prometáis desagraviar con nosotros a mismo Jesucristo.» La persuasión de sus palabras y de sus lágrimas, [749] su aspecto guerrero y su ademán rendido, arrebataron un alarido universal, cual si fuese, dice el mismo Geoffrey, el estruendo de un terremoto. El dogo venerable sube a una tribuna y esfuerza la demanda con cuantos motivos de pundonor y de virtud pueden impresionar a una reunión popular; extendiose el tratado en pergamino, testimoniado con juramentos y sellos aceptando todos con lloros de regocijo por los representantes de Francia y Venecia, despachándolo luego a Roma para la aprobación del papa Inocencio III. Prestan los mercaderes dos mil marcos para los primeros desembolsos del armamento, y de los seis diputados dos tramontan los Alpes con el anuncio venturoso, mientras los otros cuatro entablan el intento de lograr igual afán y emulación en las repúblicas de Génova y Pisa que contestan al par con un amargo desengaño.

Se atraviesan todavía tropiezos y demoras para la ejecución del tratado. Teobaldo, conde de Champaña, abraza y vitorea al mariscal en su regreso a Troyes con ínfulas de caudillo supremo nombrado unánimemente por los confederados. Pero luego empezó a decaer la salud de aquel mancebo valeroso, que vino a quedar desahuciado y se estuvo lamentando de que su plazo anticipado lo sentenciase a fenecer no en un campo de batalla, sino el lecho de la dolencia. Fue luego distribuyendo al morir todos sus tesoros a sus muchos y denodados vasallos, quienes juraron cumplir colmadamente el voto suyo y el del príncipe; aunque algunos, añade el mariscal, aceptaron sus dones y faltaron luego a su palabra. Los campeones más rozagantes de la cruz celebraron en Soirons un parlamento para la elección de nuevo caudillo; pero llegó a tal extremo la incapacidad o la competencia o el desamor de los príncipes de Francia que ninguno asomó de cabal desempeño y de fina voluntad para encargarse de capitanear la empresa. Se aunaron en la elección de un extranjero, Bonifacio, marqués de Monferrato, descendiente de una alcurnia de héroes, y luego descollante por sí mismo en las guerras y negociaciones de aquel tiempo; [750] sin que la religiosidad y la ambición del adalid italiano pudiera desentenderse de brindis tan sumamente honorífico. Preséntase en la corte de Francia, agasájanle con extremos de amigo y deudo, condecóranlo en la iglesia de Soisons con la cruz de peregrino y el bastón de general, y tramonta de nuevo los Alpes a fin de aparatarse para la expedición lejana de levante. Enarbola por la festividad de Pentecostés su bandera, y se encamina a Venecia acaudillando ya sus italianos; acuden allí los condes de Flandes y de Blois con cuantos barones sobresalientes encierra la Francia, acrecientan su número los peregrinos alemanes [751] con el idéntico objeto y móvil que los franceses. Cumplen los venecianos colmadamente su contrata, construyendo cuadras para la caballería y barracones para la tropa, almacenando un sinfín de abastos, y aprontando transportes, naves y galeras para dar la vela al tiempo de recibir el importe del flete y el armamento. Pero sobrepuja en gran manera aquel desembolso a los haberes de los cruzados reunidos en Venecia. Los flamencos, cuya obediencia al conde es tan sólo voluntaria e insubsistente, se habían embarcado en bajeles propios para la navegación dilatada del océano y el Mediterráneo, y luego muchos franceses y aun italianos habían antepuesto el tránsito más obvio y barato desde Marsella o la Pulla a la Tierra Santa. Se quejan los peregrinos de que tras su propio suministro los constituyen responsables por la cuota de sus hermanos ausentes; generoso pero insuficiente es el sacrificio del oro y plata de los caudillos, que entregan desde luego al tesoro de san Marcos, y después de echar todos el resto queda un desfalco de treinta y cuatro mil marcos, para redondear la suma pactada. Salen al encuentro el patriotismo y el ingenio del dogo, quien propone a los barones que auxilien a la república en el recobro de algunas ciudades rebeladas de Dalmacia, y luego con las conquistas pingües que se vayan verificando, se reintegrarán los acreedores de aquel rezago. Escrupulizan y titubean, pero al fin anteponen aquel arbitrio al desahucio de su empresa, y así las primeras hostilidades se encaminan contra Zara, [752] ciudad fuerte de la costa esclavona, que desentendiéndose de su homenaje a Venecia había acudido al amparo del rey de Hungría. [753] Arrollan los cruzados la cadena o el atranque de la bahía, desembarcan su caballería y maquinaria y a los cinco días allanan la plaza, y perdonando las vidas del vecindario, lo saquean, y arrasan sus muros en castigo de su rebeldía. Se adelanta la estación, y franceses y venecianos determinan invernar en aquel fondeadero y territorio pingüe, pero sobrevienen reyertas nacionales y frecuentes entre la soldadesca y la marinería. Brotaron ya rencillas de discordia y escándalo en la toma de Zara, mancilláronse las armas aliadas con la sangre, no ya de infieles sino de cristianos; pues se habían alistado también el rey de Hungría y sus vasallos en las banderas de la cruz, y el temor y el cansancio de los peregrinos ya reacios abultaban y encrudecían la escrupulosidad de los devotos. Había el papa desde luego excomulgado a los aleves saqueadores y matadores de sus hermanos, [754] salvándose tan sólo el marqués Bonifacio y Simón de Monforte del centellazo espiritual, ausente el uno del sitio, y el otro desusado luego del campamento. Podía Inocencio absolver a los penitentes sencillos y rendidos de Francia; pero se airó con los descargos aferrados de los venecianos, ajenísimos de confesar siempre su demasía, admitir su indulto y avenirse a la intervención de un sacerdote en sus negocios temporales.

Debido al poderío tan formidable de mar y tierra se muestra esperanzado el mozo Alexio, [755] y tanto en Venecia como en Zara insta más y más a los cruzados para su propio restablecimiento y el rescate de su padre. [756] Recomendaba al mancebo regio Felipe, rey de Alemania; sus ruegos y su presencia iban moviendo a compasión al campamento, y abogan por su causa el marqués de Monferrato y el dogo de Venecia. Dos enlaces de la dignidad de César habían emparentado con la familia imperial entrambos hermanos mayores de Bonifacio; [757] esperanzaba granjearse un reino con tan sumo servicio y la ambición más generosa de Dándolo estaba ansiando el auge imponderable de comercio y señorío que podía redundar a su patria. [758] Proporcionó su influjo audiencia propicia a los envidos de Alexio, y si la exorbitancia de sus ofrecimientos inclinaba a maliciar algún tanto, los motivos y galardones que iba ostentando sinceraban en parte la demora y retraimiento de aquellas fuerzas consagradas al rescate de Jerusalén. Se comprometió a que, estando repuesto en su solio de Constantinopla, zanjarían al punto el dilatado cisma de los griegos sujetándose desde luego a la supremacía de la Iglesia romana. Se obligó igualmente a premiar los afanes y merecimientos de los cruzados con el pago ejecutivo de doscientos mil marcos de plata, a irlos luego acompañando hasta Egipto, o si lo conceptuaban más provechoso, a mantener por un año diez mil hombres y por toda su vida quinientos caballeros para el servicio de la Tierra Santa. Acepta la república de Venecia condiciones tan halagüeñas, y al fin la persuasiva del dogo y la del marqués recaban de los condes de Flandes Blois y san Pol con ocho barones de Francia que se incorporen al punto para empresa tan esclarecida. Corroboran un tratado de alianza ofensiva y defensiva con sellos y juramentos y cada cual según su esfera y situación vuela en alas de su esperanza tras el interés público o privado, tras el timbre de reponer a un monarca desterrado, o tras el concepto entrañable y atinado de que sus conatos en Palestina serían infructuosos y que por el rumbo de Constantinopla se labraba positivamente el recobro de Jerusalén. Mas aquel ímpetu se vincula en los caudillos y en cierto número de voluntarios independientes que hablan y obran por sí mismos denodadamente, pero la soldadesca y el clero están desavenidos, y aunque la mayoría se ajuste los argumentos de los muchos desafectos son eficaces y trascendentales. [759] Hasta los pechos más denodados se muestran despavoridos al enterarse del poderío naval y de la fortaleza inexpugnable de Constantinopla, cohonestando sus zozobras con los reparos más decorosos de religión y compromiso. Decantan la santidad de un voto que los ha desentrañado de sus hogares para el rescate de la Tierra Santa, y no deben los arcanos lóbregos y enmarañados de la política mundana retraerlos de un intento cuyo resultado se ocultaba en los ámbitos recónditos del Altísimo. Quedaba ya castigada severísimamente la primera demasía, el atropellamiento de Zara, con las congojas de su propia conciencia y las censuras del papa, y no trataban ya de reempapar sus manos en sangre cristiana. Había sentenciado el Apóstol de Roma, y no se entrometerían en el derecho de ir a desagraviar con la espada el cisma de los griegos y la usurpación dudosa del monarca bizantino. A impulso de estos arranques o pretextos, varios peregrinos, descollando en valor y religiosidad, se retiran del campamento, y su desvío no es tan azaroso como la oposición patente o reservada del partido descontento, que se afana en toda coyuntura por desavenir el ejército y frustrar la empresa.

En medio de este malogro instan más y más los venecianos por la partida, encubriendo allá con aquel ahínco por el mancebo regio enconos nacionales o de parentela. Pesábales en el alma la nueva preferencia concedida a Pisa, la competidora de su comercio; tenían cuantiosos rezagos que liquidar y cobrar en la corte bizantina, y Dándolo no se empeñaría en desmentir la conseja popular de haberlo cegado el emperador Manuel, atropellando alevosamente la santidad de un embajador. Tan grandioso armamento no surcara en siglos el Adriático, pues se componía de ciento veinte bajeles chatos, o palandras, para la caballería; doscientos cuarenta transportes cargados de gente y armas, y cincuenta galerones aparejados para contrarrestar al enemigo. [760] Con el viento favorable, el cielo bonancible y la mar tersa, aquel boato militar y naval que cuajaba el Piélago estaba halagando la vista embelesada. Resplandecían a raudales de luz los escudos de caballeros y sirvientes colocados por ambos costados de las naves; tendíanse a las popas las banderas de varias naciones y familias; equivalían hasta cierto punto a nuestra artillería moderna las trescientas máquinas disparadoras de piedras y venablos; ora suena la armonía de mil músicas, ora la algazara de una hueste cristiana, que se considera suficiente para conquistar al orbe. [761] En el tránsito de Venecia a Zara [762] valioles la maestría veterana de los venecianos, consumados pilotos; en Durazzo desembarcaron los confederados ya en territorio del Imperio griego; brinda la isla de Corfú con fondeadero y descanso; doblan sin tropiezo el azaroso cabo de Malea, extremo meridional de la Morca o Peloponeso; desembarcan en las islas de Andros y Negroponto y anclan en Abados, costa asiática del Helesponto. Encabezan así su conquista sin sangre ni dificultad, pues los griegos de las provincias, ajenos de patriotismo y de valentía, quedan arrollados con fuerzas tan incontrastables; la presencia del heredero legítimo viene a sincerar su obediencia, premiada con el comedimiento y la disciplina de los latinos. Al internarse por el Helesponto, tan grandiosa armada se encarcela por las estrecheces de un mero canal y la haz del agua aparece sombría con aquel sinnúmero de velas. Expláyanse luego los ensanches de la Propóntida y atraviesan aquel piélago placidísimo, hasta que se van acercando a la playa europea en la abadía de San Esteban, a tres leguas al poniente de Constantinopla. El dogo juicioso los disuade eficazmente de dispersarse por un paraje populoso y enemigo, y escaseando ya de abastos, se dispone, por hallarse en la temporada de la siega, el rehenchir los barcos del abasto en las islas abundantes de la Propóntida. Toman aquel rumbo, mas arrecia el viento, y al par de su impaciencia los arroja hacia levante, y se acercan tantísimos a la playa y a la ciudad, que se lanzan mutuamente descargas de piedras y venablos entre las naves y la muralla. Al ir transitando está colgada tras la capital del Oriente, y tal vez de la tierra toda, encumbrándose sobre siete cerros, como endiosada, entre los dos continentes de Asia y Europa. Dora el sol y reverbera por las aguas los cimborios agigantados y las cúpulas empinadas de quinientos palacios e iglesias; se arremolinan por las almenas soldados y mirones, cuyo número están mirando y cuya inclinación ignoran, y se hielan los pechos recapacitando que desde el principio del mundo no se entabló tamaña empresa por tan menguado tercio de guerreros. Pero la esperanza denodada aventa luego aquella zozobra momentánea, y todos, dice el mariscal de Champaña, fueron echando sus miradas a las propias espadas o lanzas para emplearlas muy pronto en la refriega esclarecida. [763] Fondean los latinos ante Calcedonia; quedan a bordo las tripulaciones solas; desembarcan soldados, caballos y armas sin tropiezo, y los barones paladean el primer fruto de su logro en el boato de un palacio imperial. Al tercer día ejército y armada se mueven para Escútari, arrabal asiático de Constantinopla. Ochenta caballeros franceses sorprenden y derrotan un destacamento de quinientos caballos griegos, y se abastecen de forraje y comestibles en un alto de nueve días.

Al referir la invasión de un grande imperio, se extrañará tal vez el no sonar los tropiezos que debieran atajar su carrera a los advenedizos. Cobardísimos eran a la verdad los griegos; mas eran también ricos, industriosos y vasallos de un solo individuo, si éste hubiese temido al hallarse distantes los enemigos y alentádose al verlos cerca. Menospreció el usurpador Alexio los primeros rumores de la alianza de su sobrino con franceses y venecianos, y conceptuó con sus aduladores que era denodado y entrañable aquel menosprecio, y todas las noches en el ramillete de su cena echaba tres veces al través a los bárbaros de Occidente. Habíanse aterrado pausadamente aquellos bárbaros con el pormenor de su potestad naval, y las mil seiscientas barcas pescadoras de Constantinopla [764] pudieran tripular una escuadra para echarlos a pique ya en el Adriático, o atajarlos a la embocadura del Helesponto. Pero el abandono del príncipe y la maldad de los ministros anonadan toda pujanza. El gran duque o almirante había estado haciendo una almoneda escandalosa y casi pública de velas, mástiles y jarcias; reservábanse los bosques reales para el recreo importantísimo de la caza, y los eunucos, dice Nicetas, estaban guardando los árboles como plantas de culto religioso. [765] El sitio de Zara y luego los pasos veloces de la cruzada aventan el sueño vanaglorioso de Alexio, quien al presenciar ya el peligro tan patente, lo da por ejecutivo y se postra con desahuciada desesperación. Aguanta que los despreciables bárbaros planten sus reales ante el mismo palacio, y disfraza a las claras su zozobra con el boato de una embajada entre rendida y amenazadora. Asombrado está el emperador de los romanos (dicen los embajadores) con el asomo insultante de los advenedizos. Si el voto de tales peregrinos es en realidad entrañable y por el rescate de Jerusalén, su lengua ensalza desde luego y sus tesoros se franquearán de lleno para intento tan religioso; pero si osasen acometer al santuario del Imperio, su muchedumbre, aun cuando fuese diez veces mayor, no los escudaría contra su justísimo enojo. La contestación del dogo y los barones no es menos caballerosa que sencilla. «En esta causa pundonorosa y equitativa, menospreciamos al usurpador de la Grecia, sus amagos y sus ofertas. Nuestra amistad y su homenaje corresponden al heredero legítimo, al príncipe mozo que mora entre nosotros, y al padre, al emperador Isaac, a quien se quitó cetro, libertad y vista, en el atentado de un hermano ingratísimo. Confiese este hermano desde luego su delito e implore su indulto, y nosotros mismos intercederemos para que se le proporcione el poder vivir desahogadamente a salvo. Entre tanto no venga repitiendo el desacato de sus mensajes, pues nuestra contestación será en su mismo palacio y con las armas en la mano.»

A los diez días de su campamento en Escútari, los cruzados, a fuer de soldados y católicos, se aparatan para el tránsito del Bósforo. Arriesgado es el intento; el raudal anchuroso y rapidísimo: en una calma, la misma corriente del Euxino los arrolla bajo al fuego líquido e inextinguible de los griegos, y la playa contrapuesta de Europa asoma escudada con setenta mil caballos e infantes formidablemente escuadronados. En día tan memorable que amaneció y se mantuvo en extremo bonancible y despejado, se dividen en seis porciones o tercios; capitanea el primero, o sea la vanguardia, el conde de Flandes, uno de los príncipes cristianos más poderosos por la maestría y el número de sus ballesteros. Acaudillan los otros sus divisiones francesas, su hermano Enrique, los condes de san Pol y de Blois y Mateo de Montmorency, realzando a la postrera el servicio voluntario del mariscal y los nobles de champaña. La sexta división, retaguardia y reserva de la hueste, va al mando del marqués de Monferrato, encabezando a los alemanes y lombardos. Los bridones con sus gualdrapas tendidos hasta el suelo se embarcan en palandros [766] chatos, con los jinetes junto a los caballos, completísimamente animados, con sus lazos en la mano. Su crecido número de sargentos [767] y flecheros van en los transportes, remolcados todos por las grandiosas y veloces galeras. Atraviesan los seis cuerpos el Bósforo sin tropezar con el menor obstáculo o enemigo; el afán de todo soldado y de todo tercio es aportar el primero, y vencer o morir en la demanda. Con el ímpetu de sobresalir en el peligro, los caballeros con toda su armadura pesadísima se arrojan al mar llegándoles todavía a la cintura; les compiten sargentos y flecheros en valor, y los escuderos, bajando los puentes levadizos de los palandros, sacan los caballos a la playa. Antes que monten, se formen y enristren sus lanzas, desaparecieron ya los sesenta mil griegos, pues el medroso Alexio dio el ejemplo a sus tropas, y tan sólo por el saqueo de su pabellón riquísimo se enteraron los latinos de que habían peleado contra un emperador. En aquel primer pavor de los enemigos fugitivos se arrojan a franquear con un avance doble la entrada de la había. Los franceses embisten la torre de Gálata [768] en el arrabal de Pera, mientras los venecianos toman a su cargo el intento más arduo de arrollar el arranque o cadenón que se tendía desde aquella torre hasta la playa bizantina. Tras varios embates infructuosos, prevalece por fin su denodada perseverancia; toman o echan a pique hasta veinte naves de guerra, restos de la armada griega: las galeras con sus tajantes y pesadísimas cuchillas cortan o quiebran los eslabones enormes y macizos de hierro; [769] y la escuadra veneciana, a salvo y triunfadora, surca y fondea en el puerto de Constantinopla. En pos de tamañas proezas los veinte mil latinos que vienen a quedar solicitan el permiso para sitiar una capital que contiene más de cuatrocientos mil habitantes [770] en disposición, pero sin ánimo de empuñar las armas en defensa de su patria. Esta razón supondría un vecindario de dos millones, pero por más rebajas que se hagan en el número de los griegos, la creencia en aquella suma engrandece igualmente el arrojo desaforado de los salteadores.

En cuanto al punto de avance, franceses y venecianos estuvieron tan encontrados como sus diversos géneros de vida y ejercicios (7-18 de julio de 1203 d. C.), afirmando los primeros con verdad que Constantinopla era más accesible por la parte del mar y de la bahía, y repitiendo a voces los segundos que harto tenían confiada su existencia y haberes al vaivén de un leño en un elemento voluble y que apetecían refriega caballerosa en tierra firme a pie o a caballo. Se avienen cuerdamente al mutuo auxilio por mar y tierra, cada cual por el rumbo que le es más genial, resguardando la escuadra a la tropa desde el embarque hasta el extremo de la bahía. Afianzan luego el puente de piedra, y las seis divisiones francesas arrostran el frente de la capital, y es la base del triángulo que se tiende por más de una legua desde el puerto hasta la Propóntida. [771] Asomados a un foso anchísimo y al pie de una muralla empinada, van contemplando la suma dificultad de su empresa. Los puestos de sus estrechos reales desembocan más y más miles de guerrillas, que apresan descarriados, barren la campiña, acopian abastos y los amagan y embisten cuatro o seis veces al día, precisándolos a clavar una estacada y fraguar un atrincheramiento para su resguardo ejecutivo. Economizan hasta lo sumo los venecianos y malgastan sin término los franceses sus provisiones; suenan y se padecen hambre y escaseces; se van a quedar sin harina a las tres semanas, y repugnándoles la carne salada, acuden a la de caballo. Sostiene al trémulo usurpador Teodoro Lascaris, su yerno, mancebo valeroso, que aspira a salvar y señorear su patria; los griegos sin apego a su patria se enardecen por fin en defensa de su religión, cifrando ante todo su esperanza en la bizarría y tesón de la guardia Vanangiana, esto es: ingleses y daneses, como los nombran los escritores de aquel tiempo. [772] A los diez días de afán incesante, allanan el terreno, igualan el foso y se adelantan en regla disparando sus ciento cincuenta máquinas miles de armas arrojadizas para despejar las almenas, estremecer las murallas, socavando al mismo tiempo sus cimientos. Aparece ya una brecha, arrímanse las escalas; pero el gentío y el terreno rechazan y acosan a los arriesgados latinos; asombra no obstante el arrojo de quince caballeros y sargentos, que logran trepar a lo alto y defender un punto tan expuesto, hasta que la guardia imperial los derrumba o los apresa. Más venturosos los venecianos en su avance por la bahía, echan el resto de su industrioso ingenio con cuantos inventos se practicaron antes del hallazgo de la pólvora. Una línea doble, con el frente como de tres tiros de ballesta, consta de naves y galeras, el peso y aparato de aquellas sostiene los ágiles movimientos de las segundas, y presentan sobre sus puentes y popas sus torreones con plataformas militares, desde donde las máquinas descargan sobre la primera línea sus tiros contra el enemigo. Descuélganse los soldados de las galeras a la playa, plantan las escalas, trepan por ellas, mientras las naves se adelantan por los claros pausadamente, bajan sus puentes levadizos, y se labran camino por el aire desde las arboladuras hasta la muralla. En lo más recio de la refriega descuella la estampa venerable del dogo, armado de pies a cabeza, en la proa de su galera. Tremola sobre su frente el gran estandarte de san Marcos. Sus amenazas, promesas y exhortaciones enardecen el ímpetu de los remeros; su bajel es el primero que vara, y Dándolo es el primer guerrero que hay en la playa. Pásmanse las naciones con la magnanimidad del anciano ciego, sin hacerse cargo de que su edad y sus achaques menguan el precio de la vida, y encarecen el valor de la gloria inmortal. De improviso una mano invisible (pues habría fenecido el alférez) planta sobre la muralla el pendón de la república; afánanse veinticinco incendiarios, y por el medio atroz del incendio desalojan a los griegos del barrio contiguo. Avisa el dogo sus logros, cuando lo detiene el peligro de sus confederados. Voceando caballerosamente que antes fenecería con los peregrinos que labrarse una victoria con un exterminio, se desentiende Dándolo de su gran ventaja, reúne a su tropa y acude a la urgencia. Halla los seis ya reducidos y acosados cuerpos franceses acorralados por sesenta escuadrones de caballería griega, el menor de los cuales viene a ser más crecido que la mayor parte de las seis divisiones. El sonrojo y la desesperación incitan al provocado Alexio a echar el resto en una salida general, mas se atasca con el orden cabal y el aspecto varonil de los latinos, y tras lejanas escaramuzas, recoge su tropa al anochecer. Ora el silencio y ora el alboroto de la noche extreman sus quebrantos, y el usurpador cobarde, cargado con un tesoro de diez mil libras de oro, desampara ruinmente consorte, pueblo y fortuna; se arroja sobre un barquillo, se oculta por el Bósforo y aporta en salvamento vergonzoso en una ensenadilla desconocida de Tracia. Sabe la nobleza griega aquella fuga, acude a porfía en busca de indulto y paz a la mazmorra donde yace el ciego Isaac con la expectativa incesante de los sayones para su degüello. Reencúmbralo el vaivén de la suerte al solio con su manto imperial, en medio de una parva de esclavos, cuyas muestras de pavor entrañable, y regocijo aparente, no le cabe deslindar; suspéndense al amanecer las hostilidades, y los caudillos latinos se pasman con el mensaje del emperador legítimo y reinante que está ansioso de abrazar a su hijo y galardonar a sus generosos libertadores. [773]

Mas aquel temple de generosidad no llega al punto de querer desprenderse de sus rehenes hasta que el padre haya verificado el pago, o por lo menos prometido solemnemente su cumplimiento. Pasan cuatro embajadores, Mateo de Montmorency, nuestro historiador el mariscal de Champaña, y dos venecianos a congratular al emperador; hallan patentes las puertas; la guardia inglesa y danesa con sus mazas acordona por ambas aceras las calles; centellea el salón de recibo con oro y pedrería, sustitutos fementidos de la virtud y el poderío: siéntase junto al ciego Isaac su consorte, hermana del rey de Hungría, y con su presencia se agolpan en derredor las matronas ilustres de Grecia, y se revuelven bulliciosos en la algazara de senadores y soldadesca. Hablan por boca del mariscal de los latinos, como varones pagados de sus propios merecimientos y acatando la misma obra de sus manos, y el emperador, desde luego, se hace cargo de que ha de revalidar los compromisos de su hijo con Venecia y los peregrinos sin demora. Retírase con la emperatriz, el camarero, el intérprete y los cuatro embajadores a un aposento, y se va enterando con afán del pormenor de los pactos contraídos por el mozo Alexio. El rendimiento del Imperio oriental bajo el albedrío del papa, el auxilio a la Tierra Santa y la entrega ejecutiva de doscientos mil marcos de plata. «Esas condiciones —prorrumpe cuerdamente—, son gravosas y se hace cuesta arriba el aceptarlas; pero no caben condiciones inadmisibles mediando tantísimos servicios y merecimientos». Con seguridades tan entrañables, montan a caballo los embajadores y traen al heredero de Constantinopla a la ciudad y al palacio: su mocedad y peregrinas aventuras le granjean todos los corazones, y coronan solemnemente a Alexio con su padre en el presbiterio de Santa Sofía. En aquel arranque de su reinado, el vecindario, ya golosísimo con el recobro de la paz y la abundancia, se embelesaba con el paradero venturoso de aquella tragedia y el descontento de la nobleza; sus pesares y zozobras yacían allá bajo el vistoso charol de la lealtad y el recreo. Revueltos en una misma capital naciones tan encontradas pudieran acarrear quebrantos y trastornos, y por lo tanto se acuartelaron en el arrabal de Gálata o Pera franceses y venecianos, pero franqueando todo género de roce y comunicación entre gentes amigas, y los peregrinos solían curiosear por las iglesias y palacios de Constantinopla. La tosquedad, de suyo ajenísima de primores artísticos, se mostraba atónita con tan teatral magnificencia, y luego cotejándola con el desamparo de otros países resaltaban más y más el gentío y la opulencia de la primera metrópoli de la cristiandad. [774] Se apeaba el joven Alexio de su encumbramiento dejándose llevar por su interés y su agradecimiento, y redoblando sus visitas familiares a los aliados latinos; y los ensanches de la causa, y la travesura jovial de los franceses olvidaban a ratos al emperador de Oriente. [775] Formalizaron desde luego sus conferencias, y convinieron en que la hermandad de ambas Iglesias vendría a ser pasto del tiempo y la paciencia; pero la codicia estuvo menos avenible que la religiosidad; y hubo que hacer cuantiosísimos desembolsos para acudir a las urgencias y acallar las importunidades de los cruzados. [776] Sobresaltábase Alexio con el trance ya cercano de su desvío, aunque pudiera descargarlo de aquel empeño que no le cabía cumplir, mas los amigos iban a dejarlo en sumo desamparo y sin arrimo especial contra el antojo y preocupaciones de nación tan ciega y alevosa. Ansiaba cohechar su permanencia por un año, costeando sus gastos y pagando a nombre de los franceses el flete a los venecianos. Ventilose la propuesta en el consejo de los barones, y tras varios debates porfiados, la mayoría arrolló la escrupulosidad aferrada, aviniéndose al dictamen del dogo y a las instancias del emperador mozo. Recabó, con la paga de mil seiscientas libras de oro, que el marqués de Monferrato lo fuese acompañando con su hueste por las provincias de Europa, a fin de arraigar su autoridad y perseguir al tío, mientras los confederados de Francia y de Irlanda enfrenaban a Constantinopla bajo el mando de Balduino. La expedición prospera, el emperador ciego se goza con el acierto de sus armas, empapándose en los inciensos de sus aduladores sobre que la misma Providencia, su encumbradora desde la mazmorra hasta el solio, le va a curar la gota, devolver la vista y tomar a su cargo los dilatados logros de su reinado. Pero el hijo se va ensalzando y atormenta con mil zozobras el pecho del anciano ciego, y no acierta su orgullo envidioso a encubrir que mientras están aclamando yerta y desabridamente su nombre, es el mancebo regio el tema de alabanzas entrañables y perpetuas. [777]

Aquella invasión desaletarga a los griegos del dilatado sueño de nueve siglos en que deliran engreídamente, suponiendo inexpugnable para toda fuerza advenediza la capital del Imperio Romano. Los extranjeros occidentales han desflorado la ciudad y hecho donación del cetro de Constantino; se malquistan luego sus aliados imperiales al par de ellos mismos; los vicios ya notorios de Isaac se hacen más rematados con sus achaques, y odian al mancebo Alexio, a fuer de apóstata que se ha desentendido de las costumbres y la religión de su patria. Se divulga y zahiere su convenio reservado con los latinos; el vecindario, y más el clero idolatra con toda el alma, su fe y sus extremos de superstición, y suenan acá y acullá por conventos, por calles y por tiendas el peligro de la Iglesia y la tiranía del papa. [778] Vacío ya el tesoro, mal puede acudir a las exorbitancias del boato regio y las extorsiones extranjeras: no se avienen los griegos a sortear con un impuesto general los quebrantos inminentes de la servidumbre y el saqueo; la opresión de los pudientes ocasiona una enemiga más personal y violenta; y si el emperador se propasa a fundir la plata y despojar las imágenes del santuario, entonces abona las quejas de herejía y sacrilegio. En la ausencia del marqués Bonifacio y su alumno imperial, sobrevino un fracaso que puede fundadamente achacarse al afán indiscreto de los peregrinos flamencos. [779] Al andar por la ciudad, se escandalizan viendo alguna mezquita o sinagoga donde se adora un solo Dios, sin partícipe o hijo. Cifraban por lo más las controversias en los vuelos de su espada, acuchillando a los infieles, incendiándoles las moradas; pero tanto infieles como cristianos, sus vecinos, acudían a defender sus vidas y haberes, y las llamas encendidas por el fanatismo solían abrasar los artefactos más inocentes y calificados. La llamarada, por espacio de ocho días, estuvo cogiendo un frente de una legua, desde la bahía hasta la Propóntida, en lo más apiñado y populoso de la ciudad. No cabe el ir computando los templos y palacios suntuosos que yacieron bajo la humareda en inmensos escombros, ni menos las mercancías que fenecieron en las calles traficantes; y mucho menos el sinnúmero de familias a quienes cupo tan imponderable desastre. Malquistáronse más y más los latinos con aquel estrago, por más que el dogo y los barones se empeñasen con ahínco en descargarse de su odiosidad, y una colonia latina de más de quince mil personas trató de ponerse a salvo retirándose arrebatadamente al resguardo de su pabellón en el arrabal de Pera. Regresa triunfante el emperador, pero la maestría más cabal y denodada no acertaría a ir afianzando el rumbo bajo la tormenta que estalló embravecidamente sobre la persona y el gobierno de aquel mancebo desventurado. Propendía de suyo, y con dictamen del padre a sus bienhechores, pero vacilaba entre el agradecimiento y el patriotismo, entre el temor de los súbditos y el de los aliados. [780] Con sus zozobras y vaivenes malogra el aprecio y la confianza de unos y otros; pues mientras está brindando al marqués de Monferrato con el palacio para su morada, viene a consentir que los nobles conspiren, y que se arme el vecindario para el rescate de su patria. Los caudillos, latinos, desentendiéndose de situación tan ardua, se aferran en sus demandas, se enojan con la demora, se recelan de mil intentos, y piden una contestación terminante de paz o guerra. Se encargan de la intimación altanera tres caballeros franceses y tres diputados venecianos, quienes se ciñen las espadas, montan a caballo, atraviesan la muchedumbre airada y allanan con ademán denodado el palacio y el aposento del emperador griego. Van apuntando con desentono sus servicios y el mutuo compromiso, y manifiestan sin rebozo que, no acudiendo pronta y colmadamente a sus peticiones, dejaban de mirarlo como soberano y como amigo. Tras tamaño reto, el primero que lastimó oídos imperiales, se marchan sin el menor asomo de zozobra, pero su salvamento de un palacio cerril y de un vecindario enfurecido asombra a los embajadores mismos, cuya llegada a los reales viene a ser la señal de sus mutuas hostilidades.

La muchedumbre griega, arrolladora de toda autoridad y comedimiento, conceptúa su saña por denuedo, el número por pujanza y el fanatismo por apoyo e inspiración del cielo. Fementido y despreciable viene a ser Alexio para entrambas naciones: bastardeó ruinmente la alcurnia de los Ángelos y así la arrollan o aventan con clamor desdeñoso, y el vecindario de Constantinopla se agolpa sobre el Senado pidiéndole un emperador más apreciable. Andan sucesivamente brindando con la púrpura a todos los senadores más descollantes antes por su nacimiento o su dignidad, y todos rechazan el manto mortal; dura hasta tres días aquella contienda y nos participa el historiador Nicetas, individuo de aquella reunión, que la zozobra y la flaqueza eran los móviles de su lealtad. Un vestigio que vino luego a yacer en el olvido asoma proclamado a viva fuerza por la turba, [781] pero el incitador del alboroto y de la guerra es un príncipe de la alcurnia de Ducas, y por tener el mismo nombre de Alexio, se deslinda con el adjetivo de Murzuflo, [782] que en el idioma vulgar expresa el cejudo o el cejijunto. Blasonando de patricio y palaciego el alevoso Murzuflo, sin carecer de maña y denuedo, contrarresta a los latinos de palabra y obra, enardece los ímpetus y preocupaciones de los griegos y se entromete en la íntima privanza de Alexio, que le encarga el empleo de gran camarero, por lo cual se tiñe los borceguíes con el matiz de palacio. Arrójase a deshora al dormitorio con el semblante despavorido, voceando que el vecindario asalta el palacio desamparado por la guardia. Salta el incauto príncipe de su lecho y se pone en manos de su enemigo, quien le tiene ideada su salida por una escalerilla escusada, cuyo paradero es una cárcel donde afianzan, despojan y aherrojan a Alexio y después de martirizarlo algunos días con amarguras mortales, lo envenenan, ahorcan o macean por disposición y en presencia del tirano. Sigue luego el emperador Isaac Ángelo o su hijo al sepulcro, y parece que Murzuflo pudiera excusar el delito de atropellar el exterminio de un ciego desvalido.

Varía el rumbo de la contienda con la muerte del emperador y la usurpación del Murzuflo, pues ya no se ceñía al desabrimiento de unos aliados encarecedores de sus fuerzas u olvidadizos de sus obligaciones; franceses y venecianos orillan toda queja contra Alexio, lloran el temprano malogro de su compañero y juran ejemplar venganza contra nación tan alevosa que corona al asesino. Pero el dogo cuerdo propende siempre a negociar; pide en concepto de subsidio, deuda o multa cincuenta mil libras de oro, o sea diez millones de duros, y no se rompiera broncamente la conferencia, si la religiosidad o la artería de Murzuflo no se negara a sacrificar la Iglesia griega a la salvación del Estado. [783] En medio de los baldones de enemigos extraños y nacionales, asoma digno de la jerarquía en que se muestra campeón de su patria. Sobrepuja con mucho el afán del segundo sitio (abril de 1204 d. C.) al del primero; pues se acaudala el tesoro y se restablece la disciplina, desentrañando ahincadamente los abusos del reinado anterior, y Murzuflo, con su maza de hierro en la mano, visita los puntos, y ostentando la traza y ademán de un guerrero estremece por lo menos a su propia soldadesca y a su parentela. Antes y después de la muerte de Alexio entablaron dos veces el intento atinado de incendiar la escuadra en la bahía; pero la maestría denodada de los venecianos rechazó los brulotes y las llamas vagarosas se fueron consumiendo sin éxito por las aguas. [784] Enrique, el hermano del conde de Flandes, derrotó en una salida de griegos al emperador, agravando el baldón de su descalabro con la ventaja del número y la sorpresa; hallose su broquel en el campo de batalla, y presentaron el estandarte imperial [785] con la imagen divina de la Virgen, como trofeo y reliquia, a los monjes cistercienses, discípulos de san Bernardo. Por tres meses, sin exceptuar la temporada de la Santa Cuaresma se estuvieron escaramuzando mientras se aparataban los latinos para el asalto general. Desengañados con la fortaleza inexpugnable por la parte de tierra, manifestaron los pilotos que la playa de la Propóntida era expuestísimo fondeadero, arrollando la corriente las naves a larguísima distancia hasta las angosturas del Helesponto, perspectiva halagüeña para los peregrinos reacios que ansiaban la ocasión de trasponerse a la hueste. Acuerdan pues los sitiadores y recelan los sitiados el asalto por la bahía, colocando el emperador su pabellón de escarlata sobre una loma cercana, para otear y enardecer el ahínco de sus tropas. Un auditorio despejado y ajeno a toda zozobra, empapado allí en arranques de boato y recreo, pudiera embelesarse con la formación dilatada de dos ejércitos en batalla por espacio de media legua, el uno sobre sus naves y galeras, y el otro sobre la muralla, encumbrado en varios pisos por torres de madera. Disparan las máquinas como enfurecidas a miles, venablos, piedras y tizones (9 de abril de 1204 d. C.), pero el agua es profunda; el francés denodado y el veneciano diestrísimo atrácanse a la muralla; estréllanse revueltas espadas, lanzas y mazas sobre los puentecillos vacilantes, aunque afianzados sobre las baterías firmes; por más de cien partes se estrecha y se contrarresta el asalto, hasta que la superioridad del terreno y del número predomina por fin y tocan los latinos retirada. Renuévase en los días siguientes el avance con igual brío y paradero semejante, y por la noche el dogo y los barones celebran consejo, zozobrosos únicamente por el peligro general; a ningún labio asoman las palabras de huida o escape, y todo guerrero, según su pecho, está ya soñando victoria o muerte esclarecida. [786] Se han instruido los griegos con la experiencia del primer sitio, pero los latinos se enardecen más y más por instantes; el concepto de que cabe el tomar a Constantinopla supone y abulta más que cuantas precauciones inventó el esmero de la defensa. En el tercer asalto se amarran dos naves para duplicar su pujanza, un recio norte las aconcha a la playa, los obispos de Troyes y de Soisons capitanean la vanguardia y resuenan por toda la línea los nombres propicios del peregrino y el paraíso. [787] Tremolan los pendones episcopales hasta la misma muralla; cien marcos de plata se habían ofrecido al primer trepador, y si la muerte los defraudó de su galardón, la fama inmortalizó sus nombres. Se escalan cuatro torres y se allanan tres puertas, y los caballeros franceses, vacilantes tal vez en las aguas, blasonan ya de invencibles a caballo y en tierra firme. ¿He de referir cómo los miles que están escudando la persona del emperador huyen todos al avance ante la lanza de un solo guerrero? Atestigua fuga tan afrentosa su compatricio Nicetas, una hueste de vestiglos va escoltando al héroe francés que abultó con ínfulas de gigante para los griegos. [788] Desamparan los fugitivos sus puntos y arrojan las armas, y entran en su alcance los latinos bajo las banderas de sus caudillos; ábrense de par en par puertas y calles para su tránsito, y sea de intento o por acaso se enciende nueva llamarada, que en pocas horas abrasa un ámbito igual a las tres ciudades de Francia. [789] Anochecido ya, los barones enfrenan a la soldadesca y fortifican sus apostaderos, los asombran la extensión y el vecindario de la capital, que está requiriendo el trabajo de un mes si las iglesias y palacios se robustecen para fortalezas, mas a la madrugada una procesión suplicante con cruces y peanas anuncia la rendición de los griegos y amaina la saña de los vencedores; huye el usurpador por la puerta dorada, el conde de Flandes y el marqués de Monferrato se hospedan en los palacios de Blachernae y de Bucoleon, y el imperio, que todavía lleva el nombre de Constantino y el dictado de Romano, yace al impulso de las armas de los latinos peregrinos. [790]

Tomada Constantinopla por asalto, tan sólo caben los miramientos de la religión y de la humanidad contra las leyes terminantes de la guerra. Sigue mandando a los vencedores Bonifacio, marqués de Monferrato, y el gentío griego, reverenciando ya su nombre como el de su soberano venidero, está clamando con acento lloroso: «Marqués y rey sagrado, apiádate de nosotros». Su cordura compasiva franquea las puertas de la ciudad a los fugitivos y encarga a los soldados de la cruz que conserven la vida a los demás cristianos. Corre la sangre a ríos por las páginas de Nicetas, pero la mortandad de sus compatricios indefensos viene a reducirse a dos mil, y aun éstos generalmente fenecieron, no por mano de los advenedizos, [791] sino de aquellos latinos recién arrojados de la ciudad, y se ensañaron como banderizos ya victoriosos. Mas había algún desterrado que tenía más presentes los beneficios que los agravios, y el mismo Nicetas debió su salvamento a la generosidad de un mercader veneciano. Tilda el papa Inocencio III a los peregrinos de su desaforado desacato, atropellando al par sexo, edad y profesión religiosa, laméntase por tanto amargamente de que maldades torpes y tenebrosas, como forzamientos, adulterios e incestos, se cometiesen a las claras, amancillados los sirvientes o mozos del campamento católico, o nobles matronas a monjas sagradas, en medio del día. [792] Probable aparece que el desenfreno de la victoria acarrease y encubriese un sinfín de pecados, pero consta que la capital del Oriente contenía sumo surtido de beldades venales y propensas a saciar los anhelos de veinte mil peregrinos, y las prisioneras no quedaban ya avasalladas a todo trance. Abogaba el marqués de Monferrato por la disciplina y el decoro; era el conde de Flandes todo un espejo de castidad; tenían vedado bajo pena de muerte el atropellamiento de casadas, doncellas o monjas, y los vencidos solían apelar a la proclama, [793] teniendo los vencedores que acatarla. La autoridad de los caudillos y el pundonor de la tropa enfrenaron la crueldad y la lujuria, pues no estamos ya describiendo un asalto de bravíos septentrionales, y por más cerriles que aparezcan el tiempo, los reglamentos y la religión, tenían ya civilizados a los franceses y aún más a los italianos. Mas la codicia se estuvo cebando a sus anchuras colmadamente en la misma Semana Santa con el saqueo de Constantinopla. El derecho de la victoria sin cortapisas de tratado u ofrecimientos ponía desde luego a merced del entrante los haberes públicos y privados de los griegos, y alargando su diestra podía empuñar legalmente, según su pujanza, la presa, a medida de su propio albedrío. El oro y la plata suministran el marco portátil y universal con el cuño o sin él, para que el poseedor en su casa o fuera se granjee cuanto le cuadre por su inclinación o circunstancias. El comercio y el lujo habían atesorado sedas, terciopelos, pellizas, pedrería y alhajas riquísimas, cuales no asomaban por los demás países a la sazón atrasadísimos de Europa. Planteose un sistema de saqueo ajeno de todo acaso o arbitrariedad, pues bajo horrendas penas de perjurio, excomunión y muerte, se mandó a los latinos entregar sus presas en el acopio general, que se fue colocando en tres iglesias para el correspondiente reparto; cupo a cada soldado de infantería su porción única; dos a cada sargento a caballo, cuatro para el caballero y luego partes mayores a los caudillos, barones o príncipes, según el merecimiento y la graduación de cada uno; y con efecto se ahorcó a un caballero correspondiente al conde de san Pablo con su escudo y cota de armas pendientes al cuello, por contraventor en compromiso tan sagrado con cuyo ejemplar se reservarían más ahincada y mañosamente los culpados; mas la codicia se sobrepuso al miedo, y se conceptuó generalmente que lo oculto sobrepujó a lo manifiesto y más que la suma se encumbró sobre todo género de experiencia o expectativa. [794] Dividido ya el conjunto entre franceses y venecianos, se rebajaron de la cuota de los primeros hasta cincuenta mil marcos para saldar la cuenta con los segundos. El residuo de los franceses ascendió todavía a cuatrocientos mil marcos de plata, [795] como cuatro millones de duros, y no me cabe justipreciar aquel importe por los contratos públicos y particulares de aquel siglo sino computándolo como siete veces la renta anual del reino de Inglaterra. [796]

En aquella gran revuelta logramos la complacencia sin par de ir parangonando las dos relaciones y los arranques encontrados de Villehardouin y de Nicetas. [797] Aparece al pronto que los haberes de Constantinopla mudaron únicamente de dueños, y que el malogro y desconsuelo de los griegos vienen a quedar equilibrados con la ventaja y algazara de los latinos. Mas en el aciago cómputo de la guerra nunca la ganancia equivale al quebranto ni el deleite a la amargura: volaron engañosamente las glorias de los latinos; lloraron sempiternamente los griegos su desdicha con el escarnio y el sacrilegio ¿Qué asomo de granjería cupo a los vencedores con los tres incendios asoladores de tan grandiosa porción de los edificios y riquezas de la ciudad? ¡Cuánto caudal no se malograría con los renglones que ni se trasladan ni se emplean y cuánto no se destrozaría malvada o antojadizamente! ¡Qué dinero y qué tesoro se malograría en juegos, liviandades y embriagueces! ¡Y cuantísimos objetos inestimables se descarriarían por el afán y la torpeza de la soldadesca, para ir luego a parar en manos de los ínfimos y estragados griegos! Los que nada tenían que perder serían los únicos gananciosos en el trastorno: pero el sumo desamparo de las altas jerarquías está retratado al vivo en los trances personales de Nicetas. La segunda quema le arrasó el palacio y el senador con la familia y amigos tuvo que acudir al arrinconado albergue de otra casita suya, junto a la iglesia de Santa Sofía. Guardole la puerta de su escasa morada su íntimo mercader veneciano en traje de soldado, hasta que Nicetas arrebatadamente pudo preservar los residuos de toda su fortuna y la castidad de su hija. Fugitivos todos con un temporal helador tuvieron que desamparar el regazo de sus prosperidades, y andar a pie con la esposa embarazada y sin esclavos, que se le habían desertado; cargaron con el equipaje en sus hombros, salpicándose las mujeres el rostro de lodo para desfigurarse, en vez de darse realce con joyas y matices. Tropiezan a cada paso con desacatos y peligros, acongójanlos no tanto las amenazas de los advenedizos, como los baldones de los plebeyos, con quienes se miran ya nivelados, y no lograron desahogo y salvamento los desterrados hasta que terminan su peregrinación angustiosa en el Simbria, a más de cuarenta millas [64,37 km] de la capital. Alcanzan por el camino al patriarca, sin comitiva y sin boato, cabalgando un jumentillo y casi reducido al desamparo apostólico, que a ser voluntario no podía menos de ser harto meritorio. Entre tanto los latinos, desaforadamente devotos, van profanando las iglesias asoladas con su feroz desenfreno. Las despojan de toda pedrería y convierten los cálices en copas de hediondez, y mesas de juego y banquete las tablas donde están pintados Jesucristo y los santos, hollando los objetos más venerables del culto cristiano. En la catedral de Santa Sofía, con el afán de la franja de oro, desgarran el velo grandioso del santuario, destrozando luego el altar muy realzado con primores artísticos para repartirlo entre los captores. Cargan mulas y caballos con la plata labrada y los relieves dorados arrancándolos de las puertas y del púlpito, y aun al tropezar las acémilas con la carga solían matarlas y mancillar el pavimento sagrado con sangre tan impura. Sentose una ramera en el solio del patriarca, y aquella hija de Belial, como la apellidan, cantó y danzó en el mismo templo, escarneciendo los himnos y procesiones de los orientales. No quedaron ajenos de violación los paraderos de cadáveres regios, pues en la iglesia de los Apóstoles desencajaron las tumbas de emperadores y aun se afirma que mediando ya seis siglos asomó intacto el cuerpo de Justiniano. Por las calles franceses y flamencos se arrojaban y tendían sobre sus caballos ropajes pintados y cofias pomposas de lino, y el zafio destemple de sus funciones [798] desdecía por extremo de la sobriedad esplendorosa del Oriente. Para ridiculizar la grey de escribientes y curiales; andaban ostentando plumas, tinteros y pliegos de papel sin hacerse cargo de que los instrumentos de la ciencia y del valor eran igualmente endebles e inservibles en manos de los griegos modernos.

Su nombradía y su idioma los estaban sin embargo estimulando para menospreciar la ignorancia y desentenderse de los adelantos latinos. [799] Resaltaba todavía más la diferencia nacional en la afición a las artes, pues los griegos seguían reverenciando con acatamiento los partos de sus mayores que no acertaban a remedar, y en el destrozo de las estatuas en Constantinopla acompañan nuestros conatos las quejas e invectivas del historiador bizantino. [800] Ya se vio nacer y descollar aquella ciudad con la vanagloria y el despotismo del fundador imperial; la guadaña de la superstición dejó con vida al arrollar el paganismo algunos dioses y prohombres, y los residuos de mejores días estaban todavía realzando el foro y el hipódromo. Nicetas va refiriendo algunos [801] en estilo florido y afectado, y vamos ahora a entresacar de sus descripciones algunas particularidades interesantes.

I. Los conductores victoriosos estaban vaciados en bronce a sus propias expensas o a las del público, colocándolos en el hipódromo; iban en pie sobre sus carruajes girando en derredor del objetivo: podía el auditorio empaparse en su presencia, y conceptuar sus grados de propiedad y desemejanza, y las estatuas más aventajadas podían trasladarse del estadio olímpico.

II. La Esfinge, hipopótamo y cocodrilo, demuestran el clima propio de Egipto, y los despojos de aquella provincia antigua.

III. La loba amamantando a Rómulo y Remo, asunto igualmente halagüeño a los romanos antiguos y a los nuevos, pero manejado escasamente antes de la decadencia de la escultura griega.

IV. Un águila teniendo y destrozando una serpiente en sus garras, monumento solariego de los bizantinos, atribuido no a algún artista humano, sino a la maestría mágica del filósofo Apolonio, quien con este ensalmo libertó la ciudad de reptiles venenosos.

V. Un jumento y su conductor levantados por Augusto en su colonia de Nicopolis, para conmemoración del agüero verbal de la victoria de Accio.

VI. Una estatua ecuestre, que vulgarmente se conceptuaba por Josué; el vencedor judío alargando allá el brazo para atajar la carrera al sol en su ocaso. Tradición más literata se echaba de ver en las figuras de Belerofonte y Pegaso, y el ímpetu desembarazado del bridón estaba demostrando que corría por el aire, y no sobre la tierra.

VII. Un espacio con su obelisco encumbrado, de cobre, cuyos costados sobresalían esculpidos con vistas campesinas y pintorescas, aves cantando, gañanes arando o flauteando; ganados balando; corderillos retozando; el mar con una perspectiva de peces y almadrabas; cupidillos riendo, jugando y tirándose manzanas; y en su cima una figura mujeril girando al más leve soplillo y por tanto llamada la Giralda.

VIII. El rabadán frigio presentando a Venus la manzana, el premio de la hermosura y el móvil de la discordia.

IX. La estatua incomparable de Helena delineada por Nicetas con arranques de asombro y de cariño, su pie lindamente torneado, sus brazos de nieve, labios sonrosados, sonrisa encantadora, ojos enamorados, cejas arqueadas, hechura armónica, ropaje ligerillo y cabellera tendida al viento; beldad que debería mover a compasión y remordimiento aun a sus bárbaros destrozadores.

X. La forma varonil ósea divina de Hércules, [802] revivido con la maestría de Lisipo, y tan colosal que su pulgar igualaba al cinto y su pierna a la estatura de un hombre regular, [803] de cabeza grandiosa, espaldudo y membrudo, de cabellera crespa y de traza imperiosa. Sin arco, aljava o maza con la piel de león, terciado en desaliño, estaba sentado sobre un cesto de mimbres, con la pierna y el brazo derecho extendidos hasta lo sumo con el codo sobre la rodilla doblada, la cabeza torcida sobre su izquierda y el semblante airado y pensativo.

XI. Una estatua agigantada de Juno, adorno de su templo en Samos, afanándose cuatro yuntas de bueyes para llevar al palacio su enorme cabeza.

XII. Otro coloso de Palas o Minerva de treinta pies de altura, expresando con brío asombroso la índole y atributos de la doncella guerrera. Hay que apuntar antes de sindicar a los latinos que ya los griegos habían destrozado aquella Palas, por su zozobras supersticiosas. [804] La codicia empedernida de los cruzados fue despedazando o fundiendo las demás estatuas de bronce: su afán y costo quedaron destruidos en un rato; el alma del numen artístico voló en humareda, y lo restante del ruin metal se acuñó para el pago de la tropa. No es de suyo duradero el bronce, podían los latinos con sandio menosprecio desentenderse de las sublimidades de Fidias y Praxíteles, [805] y así, a menos de padecer algún quebranto casual, siguieron descollando como piedras inservibles, sobre sus pedestales. [806] Los advenedizos más despejados y ajenos de la sensualidad irracional de sus paisanos ejercitaron su derecho de conquista en pos de reliquias de santos. [807] Acopio inmenso de cabezas, huesos, cruces e imágenes que se fueron luego desparramando por Europa, y medrando más y más la peregrinación y las ofrendas; ningún asomo de granjería fue quizás tan ganancioso de tantísimos despojos traídos de levante. [808] Perecieron muchísimos escritos de la antigüedad que subsistían a la sazón; pero muy ajenos estaban los peregrinos de afanarse por conservar y traerse los rollos de un idioma ignorado, y como la sustancia deleznable del papel o pergamino tan sólo cabe mantenerse con el redoble de infinitas copias, la literatura griega había venido a vincularse en la capital, y sin pararnos ahora a graduar la inmensidad de aquel malogro, podemos llorar amargamente el tesoro de librerías que fenecieron en los tres incendios de Constantinopla. [809]