LIX
CONSERVACIÓN DEL IMPERIO GRIEGO - NÚMERO, TRÁNSITO Y PARADERO DE LA SEGUNDA Y TERCERA CRUZADAS - SAN BERNARDO - REINADO DE SALADINO EN EGIPTO Y EN SIRIA - SU CONQUISTA DE JERUSALÉN - CRUZADAS NAVALES - RICARDO I DE INGLATERRA - PAPA INOCENCIO III - LA CUARTA Y QUINTA CRUZADAS - EL EMPERADOR FEDERICO II - LUIS IX DE FRANCIA Y LAS DOS ÚLTIMAS CRUZADAS - EXPULSIÓN DE LOS LATINOS O FRANCOS POR LOS MAMELUCOS
En un temple menos formal que el de la historia quizás me cabría el comparar el emperador Alexio [599] con el Adive, del cual se cuenta que va siguiendo las huellas del león para apropiarse vorazmente sus desperdicios. Aquejáronlo zozobras y afanes en el tránsito de la primera cruzada, pero se desquita colmadamente con las hazañas de los francos, que le redundaron en sumo beneficio. Su desvelada maestría afianzó la primera conquista de Niza, y los turcos tuvieron que evacuar las cercanías de Constantinopla al amago de tan poderosa atalaya. Se internan los cruzados denodadamente y a ciegas por los ámbitos del Asia, afianza el taimado griego la ocasión por su melena, pues los emires de la costa tienen que acudir convocados al estandarte del sultán. Arrojan a los turcos de las islas de Rodas y Escio: devuélvense al imperio las ciudades de Efeso, Esmirna, Sardis, Filadelfia y Laodicea, explayándolo de nuevo Alexio desde el Helesponto hasta las orillas del Meandro y la costa brava de Pamfilia. Resplandecieron más y más las iglesias, se reedificaron y fortalecieron las ciudades, y hasta los yermos se fueron poblando con varias colonias de cristianos, atrayéndolos halagüeñamente de confines más remotos y azarosos. Embargado en afanes tan sumamente paternales, indultemos a Alexio si desatendió algún tanto el rescate del Santo Sepulcro, mas tiznáronlo los latinos con la nota feísima de alevosía y deserción. Tenían jurada fidelidad y obediencia a su solio; pero él había comprometido su propia persona, o por lo menos sus tropas y tesoros; con su ruin desvío anuló aquellas obligaciones, y la espada triunfadora venía a ser la prenda y el resguardo de su justísima independencia. No asoman reclamaciones añejas del emperador sobre el reino de Jerusalén, [600] mas los linderos de Cilicia y Siria estaban no ha nada en sus manos, y eran más asequibles para sus armas. Se anonadó o dispersó la grandiosa hueste cruzada, quedaba el principado de Antioquía sin cabeza con la sorpresa y cautiverio de Bohemundo; su rescate lo tenía acosado con enorme deuda, y sus secuaces normandos no alcanzaban a rechazar hostilidades de griegos y turcos. En tamaño conflicto, Bohemundo se arroja con resolución magnánima a poner en manos de su pariente, el ínclito Tancredo, la defensa de Antioquía, y a armar el Occidente contra el Imperio Bizantino, y ejecutar el intento heredado y casi expedito con las advertencias y el ejemplo de su padre Guiscardo. Embarcose a hurtadillas, y si cabe dar crédito a una conseja de la princesa Ana, atravesó el mar enemigo encerrado en un cofre. [601] Festejósele en Francia esplendorosamente, realzándolo sobremanera su desposorio con la hija del rey; esclarecido fue también su regreso trayendo por comitiva a los valentones del siglo, y atravesando el Adriático al frente de cinco mil caballos y cuarenta mil infantes, reunidos de los climas allá más remotos de Europa. [602] La fortaleza de Durazzo, y luego el tino de Alexio con los estragos del hambre y los asomos del invierno cortaron los vuelos a su ambición, y hubo quien lo defraudó de sus confederados venales. Medió paz, [603] cesaron las zozobras de los griegos, y por fin los libertó la muerte de un contrario atropellador de juramentos y de peligros, e insaciable de prosperidades. Lo sucedieran sus hijos en el principado de Antioquía, pero deslindándoles por puntos sus confines, pactándole indudablemente el homenaje, y reintegrando a los emperadores bizantinos las ciudades de Tarso y de Malmistra. En la costa de Anatolia poseían la tirada entera desde Trebisonda hasta las puertas sirias. Separaban en derredor el mar y sus hermanos musulmanes la dinastía Seljukia de Rum, [604] y se quebrantó el poderío de los sultanes con las victorias, y aun con las derrotas de los francos, por quienes tras la pérdida de Niza trasladaron su solio a Cogni o Iconio, población arrinconada al interior, a más de cien leguas de Constantinopla; [605] y entonces los príncipes Comnenos, en vez de encerrarse trémulos en su capital, guerrearon ofensivamente contra los turcos, y así la primera cruzada precavió el vuelco del Imperio en decadencia.
En el siglo XII hasta tres grandiosas emigraciones del Occidente se encaminaron por tierra al socorro de Palestina. El ejemplar venturoso de la primera cruzada estimuló a la soldadesca y a los peregrinos de Lombardía, Francia y Alemania. [606] Como a medio siglo del rescate del Santo Sepulcro, el emperador Conrado III y el rey de Francia Luis VII emprendieron la segunda cruzada para sostener la situación menguada de los latinos. [607] Luego el emperador Federico Barbarroja, [608] congeniando con sus hermanos de Francia e Inglaterra en condolerse del malogro común de Jerusalén, acaudilló la grandísima división de la tercera cruzada. Se parangonan de suyo estas tres expediciones por su crecido número, su tránsito por el Imperio griego y el jaez y paradero de su guerra turca, y con un cotejo sucinto se orillará la repetición de sus relaciones cansadísimas. El formalizar una historia de las cruzadas, por esplendorosas que aparezcan, tiene que parar en la cantinela idéntica de sus causas y efectos, y los empeños redoblados por defender o recobrar la Tierra Santa han de resultar como traslados lánguidos y desabridos de un mismo original.
I. Los caudillos de tantísimo enjambre como fue siguiendo las huellas de los peregrinantes, solían ser iguales en la jerarquía, mas no en el concepto ni en el desempeño, a Godofredo de Bullón y sus acompañantes dignísimos. Tremolaron tras ellos sus banderas los duques de Borgoña, Baviera y Aquitania, descendiente el primero de Hugo Capeto, y cabeza el segundo de la alcurnia de Brunswick: trasladó el arzobispo de Milán, en beneficio de los turcos, los tesoros y ornamentos de su iglesia y palacio, y los cruzados veteranos Hugo el Grande y Esteban de Chartres se aferraron de nuevo en redondear su voto descabalado. Aquella mole descomunal y revuelta de secuaces se fue moviendo en dos columnas, y si la primera se componía de doscientas sesenta mil personas, vendría la segunda a constar de sesenta mil caballos y cien mil infantes. [609] Cabía por cierto a esta segunda hueste el aspirar al señorío del Asia, pues la presencia de sus respectivos soberanos estaba más y más enardeciendo a la nobleza tanto de Francia como de Alemania, y no menos por sus prendas que por su jerarquía realzaban Conrado y Luis su causa, y robustecían sus fuerzas con el esmero y disciplina que por maravilla asomaba entre adalides feudales. Componíase la caballería así del emperador como del rey de setenta mil jinetes con sus sirvientes anejos en campaña; [610] y aun excluyendo totalmente al paisanaje o tropa mal armada de infantería, mujeres, niños, clérigos y monjes, no se acabalará la suma ni aun con cuatrocientas mil almas. Allá se estaba azorando el Occidente todo desde Roma hasta Inglaterra; se conformaron los reyes de Polonia y de Bohemia con las intimaciones de Conrado, y afirman tanto griegos como latinos que en el tránsito de un desfiladero o río, tras el cuento de novecientos mil, se retrajeron de aquel cómputo interminable y pavoroso. [611] No fue tan crecida la hueste en la tercera cruzada al mando de Federico Barbarroja, por cuanto ingleses y franceses se atuvieron a la navegación por el Mediterráneo. Ascendía la flor de la caballería alemana a quince mil jinetes y otros tantos escuderos, y luego en la reseña del emperador por las llanuras de Hungría campearon sesenta mil caballos y cien mil infantes, y con tamañas repeticiones ya me sobrecogen los seiscientos mil peregrinos que la credulidad cuenta en esta emigración postrera. [612] Tan desatinados cómputos están únicamente demostrando el asombro de los contemporáneos, sirviendo de testimonio para la existencia de una muchedumbre descomunal y mal averiguada. Engreíanse los griegos con su maestría en el arte y los ardides de la guerra, pero confesaban el denuedo y la pujanza de la caballería francesa y de la infantería alemana, [613] pues van allá delineando a los advenedizos como una ralea de hierro y de estatura agigantada, flechando fuego por los ojos y escupiendo sangre en vez de saliva. Anduvo también bajo las banderas de Conrado una tropa de mujeres en ademán y con armadura de hombres, y la adalid o jefa de aquellas amazonas, por razón de sus espuelas y borceguíes dorados, mereció el dictado de Dama de los Pies de Oro.
II. Aterrábanse los griegos afeminados con el sinnúmero y la traza de los advenedizos, y todo impulso medroso se da la mano con el odio entrañable. La zozobra del poderío turco sobredoraba o contenía tamaña aversión, y por más que los estén sindicando los latinos, no dejaremos de hacernos cargo de que el emperador Alexio disimulaba sus desacatos, se desentendía de sus hostilidades, enardecía su temeridad y franqueaba a su denuedo el rumbo de la peregrinación y la conquista. Mas arrojados ya los turcos de Niza y de la costa, y ajena la corte bizantina del temor de los sultanes de Cogni, al resguardo de aquélla lejanía desahogaba sus iras contra aquel redoble incesante de bárbaros occidentales que estaban ajando la majestad, y exponiendo la existencia del Imperio. Cupo a la segunda y a la tercera cruzadas el reinado de Manuel Comneno, y luego de Isaac Ángelo. El primero solía ser disparado y aun maligno, y el segundo hermanaba, como viene a ser naturalísimo, su cobardía innata con una índole malvada, que sin mérito ni comniseración alcanzó a castigar a un tirano entronizándose en su solio. Se acordó reservada, o tal vez tácitamente, entre el príncipe y el pueblo el exterminar, o por lo menos retraer, a los peregrinos con todo género de insultos y tropelías; y más ofreciendo con sus desmandadas imprudencias pretextos o motivos incesantes para aquel intento. Habían pactado los monarcas occidentales tránsito seguro y mercado expedito, en el territorio de sus hermanos en cristiandad, mediando juramentos y rehenes, y suministrando al ínfimo soldado del ejército de Federico tres marcos de plata para costear su viaje. Pero la sinrazón alevosa estaba atropellando todos los compromisos, y un historiador griego, anteponiendo la verdad al paisanaje está ingenuamente acreditando las quejas fundadas de los latinos. [614] Los cruzados, en vez de agasajos, iban encontrando atrancadas las puertas de toda ciudad en Europa y en Asia, descolgándoles en canastos el escasísimo sustento desde las almenas. Podía el próvido desengaño disculpar tan medrosa zozobra; pero la humanidad tiene muy vedada la mezcla de cal y de otros ingredientes venenosos en el pan, y aun cuando se descargase a Manuel de la tacha de complicidad o anuencia, era en él muy criminal su adulteración de la moneda para el intento de traficar con los peregrinos. Los iban deteniendo o descaminando a cada paso; tenían mandado a los gobernadores que atajasen los tránsitos y cercasen los puentes de su camino; mataban y saqueaban a los descarriados; disparaban flechazos a caballos y soldados a salvo desde la espesura de los bosques; abrasaban a los enfermos en sus lechos, colgando además sus cadáveres por las carreteras en árboles u horcas. Tantísima tropelía no podía menos de airar a los campeones de la cruz, quienes tampoco estaban dotados de sufrimiento evangélico, y los príncipes bizantinos, provocadores de tan desigual contienda, agenciaban el embarque y la ida de huéspedes realmente formidables. Al asomar sobre la raya turca, indultó Barbarroja a la criminal Filadelfia, [615] recompensó a la agasajadora Laodicea, lamentándose de la precisión amarga, que había mancillado su espada con algunas gotas de sangre cristiana. Padeció entrañable y congojosamente el engreimiento griego en su roce con los monarcas de Francia y de Alemania. En el primer avistamiento cupo estudiadamente un banquillo humildísimo a Luis junto al solio de Manuel; [616] pero el rey francés traspuesto ya con su hueste allende el Bósforo se desentendió de segunda conferencia, a menos de juntarse con absoluta igualdad entrambos hermanos, ya por mar, ya por tierra. Más arduo y vidrioso fue todavía el ceremonial con Federico y Conrado, pues como sucesores de Constantino se apellidaban emperadores de romanos, [617] y se aferraron en sostener su señorío y dictado terminante. Conrado tan sólo quiso conversar a caballo, y en campo raso con Manuel, y Federico atravesando el Helesponto y no el Bósforo se desentendió de ver a Constantinopla, y su soberano emperador que se había coronado en Roma quedaba reducido en las cartas griegas al humilde adjetivo de rey o príncipe de los alemanes, y el vanidoso y apocadillo Ángelo aparentaba ignorar el nombre de uno de los primeros hombres y monarcas del siglo. Al presenciar con odio y recelo a los latinos peregrinantes, seguían estrecha y reservada correspondencia con los turcos y sarracenos; quejándose Isaac Ángelo de que por su intimidad con el gran Saladino, había incurrido en el encono de los francos, fundándose en Constantinopla una mezquita para el ejercicio público de la religión mahometana. [618]
III. Fenecieron aquellos enjambres que fueron siguiendo la primera cruzada por Anatolia con hambre, peste y flechazos turcos, y los príncipes vinieron a salvarse con algunos escuadrones de caballería, después de cumplida su peregrinación lastimosa. Se conceptuará desde luego el alcance de sus luces y el temple de su humanidad, por el intento de sojuzgar la Persia y el Jorasán al transitar para Jerusalén, y por la matanza de un vecindario cristiano y amigo, que les salió al encuentro enarbolando palmas y cruces a porfía. Menos crueles y disparatadas fueron las armas de Luis y de Conrado; mas el paradero de la segunda cruzada fue todavía más desastrado para la cristiandad, tildando generalmente al griego Manuel hasta sus mismos súbditos de comunicar avisos oportunos al sultán y aprontar guías alevosas a los latinos. En vez de soterrar al enemigo común con un avance duplicado por extremos opuestos, los alemanes por ciega emulación se abalanzaron, mientras los francos con peores celos se rezagaron en su ataque, y apenas había Luis atravesado el Bósforo, cuando se le incorporó el emperador tras el sumo descalabro de su ejército en una refriega gloriosísima pero desventurada por las orillas del Meandro. La contraposición del boato de su competidor aceleró la retirada de Conrado; desertáronle los vasallos independientes y, reducido a sus tropas hereditarias, se valió de algunos bajeles griegos para cumplir su peregrinación a Palestina. Desentendiéndose de tanto desengaño, y ajeno de aquel linaje de guerra, se internó el rey de Francia por aquel país en pos de idéntico fracaso. La vanguardia portadora del estandarte real y de la oriflama de san Dionisio [619] duplicó con temeraria diligencia su marcha, y la retaguardia mandada por el rey en persona ya no halló a los compañeros en el acotado campamento. La hueste innumerable de los turcos, en medio de la lobreguez, cerca, asalta y abruma a los ya desarreglados, siendo a la sazón muy superiores los enemigos en el arte de la guerra. En aquel descalabro general, trepa Luis a un árbol, y se salva con su denuedo y la ignorancia de los vencedores, y al amanecer logra quedar vivo y acudir al campamento de la vanguardia casi solo. Entonces, lejos de insistir en su expedición terrestre, se huelga de resguardar las reliquias de su ejército en el puerto amigo de Satalia. Se embarca desde allí para Antioquía, pero escasean tantísimo los bajeles griegos que sólo tienen cabida los nobles y caballeros, y el tropel plebeyo de infantería queda desamparado, y en el degolladero a la falda de los cerros Pamfilios. Abrazáronse llorando el emperador y el rey en Jerusalén; los guerreros curtidos, resto de huestes poderosas, se incorporaron con las fuerzas cristianas de Siria y un sitio infructuoso de Damasco fue el postrer conato de la segunda cruzada. Conrado y Luis se embarcaron para Europa con la nombradía personal de religiosidad y denuedo, pero habían los orientales contrarrestado a monarcas tan poderosos de los francos, cuyo concepto y fuerzas militares les habían amagado repetidas veces. [620] Tenían quizás que temer más a la maestría veterana de Federico I, quien de mozo había estado sirviendo en Asia con su tío Conrado. Amaestraron con efecto a Barbarroja, cuarenta campañas en Italia y Alemania, y desde la soldadesca hasta los mismos príncipes del Imperio tuvieron que aprender en su reinado a obedecer. Al perder por fin de vista a Filadelfia y Laodicea, se engolfó en un yermo salino, estéril y despoblado, terreno (dice el historiador) tan sólo de pavor y tribulación. [621] Rancherías innumerables de turcomanos [622] les fueron por veinte días acorralando su marcha desmayada y angustiosa, redoblándose más y más los sañudos perseguidores por instantes. Forcejeaba trabajosísimamente el emperador, y fueron tan sumos sus quebrantos, que al asomar sobre Iconio, tan sólo mil jinetes podían desempeñar el servicio y mantenerse a caballo. Con un embate repentino y denodado arrolla la guardia y asalta la capital del sultán, [623] quien rendidamente implora el perdón y la paz. Franquéasele el rumbo, y Federico va adelantando en su carrera triunfal, cuando se ahoga desventuradamente en un riachuelo de Cilicia. [624] Fenecieron los restos de sus alemanes con dolencias y deserciones, expirando el hijo del emperador con la mayor parte de sus vasallos suabios en el sitio de Acre. De todos los héroes latinos, tan sólo Godofredo de Bullón y luego Federico Barbarroja alcanzaron a internarse por el Asia Menor; pero aun sus logros fueron un desengaño para que en las cruzadas posteriores, con mejor acuerdo, se anticipase el tránsito por mar a los riesgos y quebrantos del viaje terrestre. [625]
Acaecimiento naturalísimo fue aquel ímpetu de la primera cruzada, volando en alas de la esperanza, ajenísimos todos de aprensión, para una empresa que congeniaba con el temple de aquel siglo; pero nos conduele y asombra la perseverancia tan tenaz de la Europa, tras los repetidos desengaños de la dolorosa experiencia, pues en medio de tantísimos fracasos, hasta seis generaciones consecutivas se fueron disparadamente arrojando idéntico derrumbadero, y aventurando personas y haberes tanto los pudientes como los menesterosos, en pos de una losa hasta cerca de mil leguas de sus casas, y siempre con nuevo y desesperado ahínco. Aun a los dos siglos del concilio de Clermont, en asomando la primavera y más el estío, allá se movía la riada de peregrinos guerreros a defender la Tierra Santa; pero solía la realidad, o el amago de calamidad general, ocasionar el armamento de los grandes cruzados, como vino a suceder por siete veces; eran los pontífices principalmente los conmovedores de las naciones, y más con el ejemplo de los soberanos. Ardía el afán y enmudecía la racionalidad a la voz de los oradores sagrados, y entre ellos Bernardo, [626] el monje o santo es acreedor a colocarse en el encabezamiento. Como unos ocho años antes de la primera conquista de Jerusalén, nació de noble alcurnia en Borgoña; a sus veintitrés años se empozó en el monasterio Cisterciense en Champaña, y se contentó hasta la muerte con el humilde cargo de abad en su propio monasterio de Clairvaux en la misma provincia [627] a cuyo valle había ido encabezando la tercera colonia o hija, cuando el instituto de su orden blasonaba de conservar su primitiva tirantez. En este siglo filosófico han ido a través indiscreta y jactanciosamente los timbres de aquellos campeones de suyo espirituales, cuando el ínfimo de ellos sobresalía con la pujanza de su alma, y por lo menos descollaban en gran manera entre los suyos, pues alcanzaban en la carrera de la superstición el premio que tantísimos estaban sin cesar ansiando. Aventajose sumamente Bernardo en escritos, palabras y obras a todos sus competidores y contemporáneos; no carecen sus partos de ingenio y de elocuencia, y parece que atesoró cuanta racionalidad y compasión caben allá en la índole de un santo. Heredara de seglar el séptimo de una alcurnia mediana, pero con su voto de pobreza, cerrando los ojos al mundo visible, [628] y desentendiéndose de toda dignidad eclesiástica, el abad de Carvajal se constituyó en oráculo de Europa y en fundador de ciento sesenta conventos. Temblaban príncipes y papas al desahogo de sus reconvenciones; en un cisma de la Iglesia, Francia, Inglaterra y Milán acudieron a consultar con él y obedecer su dictamen; galardonó Inocencio II aquel esmero, y Eugenio III, sucesor suyo, se amistó en clase de discípulo con san Bernardo. Al proclamarse la segunda cruzada descolló como misionero y profeta de Dios, invocando naciones en defensa de su sagrado sepulcro. [629] En la convocatoria de Vezelay habló delante del rey, y así Luis VII, como toda su nobleza, recibieron la cruz de sus manos. Marchó entonces el abad de Carvajal a la conquista más ardua del emperador Conrado: aquel pueblo yerto y ajeno de su habla se enajenó el ademán y el desentono de su patética vehemencia, y su tránsito desde Constancia a Colonia fue una carrera triunfal de fervorosa elocuencia. Blasona Bernardo de ser el despoblador de Europa, afirmando que ciudades y castillos quedaban allá vacíos de moradores, y que vino a quedar un solo varón a la espalda para consuelo de siete viudas. [630] La ceguedad fanática estaba ansiando el nombrarlo caudillo, pero estaba presenciando el ejemplar del ermitaño Pedro, y al asegurar a los cruzados el favor divino se desentendió cuerdamente del mando militar, en que el fracaso o el acierto eran igualmente impropios de su estado. [631] Sin embargo, sobrevenida la catástrofe, el clamor general lo estuvo tildando de profeta falso y enlutador de las personas públicas y privadas; engriéronse sus émulos, sonrojáronse sus amigos, siendo sus descargos atrasados e insuficientes. Se sincera con su obediencia al mandato del papa, se explaya sobre los rumbos misteriosos de la Providencia; achaca los fracasos de los peregrinos a sus propios pecados, insinuando rebozadamente que sus misiones habían merecido la aprobación de mil señales y maravillas. [632] Siendo cierto el hecho, quedaba el argumento irrefragable, y sus fieles discípulos, que solían ir contando de veinte en veinte o de treinta en treinta los milagros de un día, atestiguan con las juntas de Francia y de Alemania que los estuvieron presenciando. [633] Ningún crédito merecerán ya en el día tales portentos fuera del recinto de Carvajal, mas en las curaciones sobrenaturales de ciegos, cojos y enfermos que se fueron presentando al varón de Dios, no cabe ya deslindar el pormenor de casualidades, aprensiones, imposturas y patrañas. Discuerdan los devotos, y hasta la misma Omnipotencia resuena desdoradamente en sus murmullos, pues la misma fineza que se vitoreaba como un rescate en Europa, se estaba llorando, y aun acaso zahiriendo, como una calamidad en Asia. Perdida Jerusalén, los fugitivos sirios clamaron despavoridos e inconsolables; lamentose Bagdad en el polvo; el cadi Zeinedin de Damasco se estuvo desgreñando la barba en presencia del califa, y el diván entero prorrumpió en lágrimas a su relación lastimera. [634] Pero los caudillos de los creyentes tan sólo podían llorar, pues yacían cautivos en manos de los turcos; recobró algún poderío el postrer siglo de los abasíes, pero su ambición comedida se ceñía únicamente a Bagdad y su territorio. Sus tiranos, los sultanes Seljukios, fueron siguiendo la ley general de las dinastías asiáticas, esto es, la rueda incesante de valentía, encumbramiento, desavenencia, bastardía y apocamiento; no alcanzaba su arrojo y poderío a defender la religión, y allá en su reino remoto de Persia ignoraban los cristianos el nombre y las amas de Sangiar, el héroe postrero de su alcurnia. [635] Yacían los sultanes en los mullidos almohadones de sus harenes, cuando sus esclavos, los atabekes, [636] emprendieron aquel devoto empeño; turco era el nombre que al par de los patricios bizantinos puede traducirse por Padre del Príncipe. Ascansar, turco valeroso, había merecido la privanza de Malek Shah, y aun la regalía de colocarse a la derecha del solio, pero en las guerras civiles que siguieron al fallecimiento del monarca, vino a perder la cabeza con el gobierno de Alepo. Perseveraron sus emires palaciegos en el cariño que profesaban a su hijo Zenghi, quien probó sus primeras armas contra los francos en la derrota de Antioquía: su nombradía militar fue accediendo hasta lo sumo en treinta campañas al servicio del sultán y del califa, y lo revistieron con el mando de Mosul, como el único campeón capaz de conseguir el desagravio del Profeta. No fracasó la esperanza pública, pues a los veinticinco días de sitio asaltó la ciudad de Edesa y recobró de manos de los francos sus conquistas allende el Éufrates; [637] el soberano independiente de Mosul y de Alepo, sojuzgó las tribus guerreras del Curdistán, y recabó de su soldadesca que conceptuase por patria su propio campamento; cifraban el galardón y bienestar en sus agasajos, y el desvelado Zenghi estaba siempre escudando a las familias desamparadas. Acaudilla el hijo Nuredin a sus veteranos, incorpora todas las potestades mahometanas, junta el reino de Damasco al de Alepo, y guerrea larga y prósperamente contra los cristianos de Siria. Ya reinando más y más anchurosamente desde el Tigris hasta el Nilo, los abasíes galardonan a su fiel sirviente con todos los dictados y prerrogativas del solio. Hasta los mismos latinos tienen que acatar a un contrario implacable pero sabio, valeroso, justiciero y devoto. [638] Revivieron en su vida y gobierno el afán y la sencillez de los primeros califas, desterrando el oro y la seda de su palacio, y el uso del vino de todos sus dominios, e invirtiendo con suma escrupulosidad las rentas públicas en el servicio nacional, pues mantenía su frugalísima familia con los estados que se fue granjeando por la renta de su porción en los despojos. Suspiraba su predilecta sultana por cierto ajuar mujeril: «¡Ay de mí! —le contestó el monarca—, no soy más que tesorero de los musulmanes; no me cabe el enajenar sus haberes, pero me quedan hasta tres tendezuelas en la ciudad de Hems: eso es lo que podéis tomar, por ser lo único que poseo». Su sala criminal aterraba al grande y acogía al desvalido. A pocos años de la muerte del sultán, un súbdito atropellado estaba clamando por las calles de Damasco: «O Nuredin, Nuredin, ¿en dónde paras? Álzate para condolerte y ampararnos». Hubo recelo de asonada, y el tirano actual se sonrojó y tembló con el nombre del monarca ya difunto.
Las armas de turcos y francos aventaron los fatimitas de Siria, y era todavía más trascendental en Egipto el menoscabo de su índole y de su influjo. Los reverenciaban sin embargo todavía por descendientes y sucesores del Profeta; sostenían más y más su boato en el alcázar de El Cairo, y por maravilla los ojos profanos de súbditos o advenedizos llegaban a mancillar su persona. Los embajadores latinos [639] van describiendo su presentación por una hilera interminable de tránsitos lóbregos y de patios esplendorosos, realzados con gorjeos de aves y murmullos de manantiales; ostentábanse alhajas riquísimas y vivientes peregrinos, poniendo de manifiesto gran parte, y reservando o suponiendo otra mucho mayor del tesoro imperial, y todo al cargo y custodia de guardias negros y eunucos caseros. Velaba allá un cortinaje el santuario de la audiencia, y el visir, que era el conductor, arrimando su cimitarra, se postró rendidamente hasta tres veces por el suelo, y orillando entonces el velo misterioso, presenciaron la persona del caudillo de los fieles, quien manifestó su dignación al primer esclavo del solio. Pero aquel esclavo era el dueño, pues los visires o sultanes tenían usurpado el régimen supremo del Egipto; zanjaban las armas toda desavenencia entre los competidores, insertando el nombre del más acreedor o del más fuerte en la patente imperial de mando. Arrojábanse alternativamente de la capital y del país de los bandos de Dargham y de Shaver, y el vencido acudía al arrimo azaroso del sultán de Damasco, o del rey de Jerusalén, enemigos aferrados de la secta y monarquía de los fatimitas. El turco por armas y por religión venía a ser el más formidable, pero el franco en marcha obvia y directa se asomaba al Nilo y su situación intermedia precisaba a Nuredin a rodear por los ámbitos de la Arabia, giro dilatado y trabajosísimo que lo exponía a la sed, al cansancio y a los solanos abrasadores del desierto. El afán ambicioso del príncipe turco estaba aspirando a reinar en Egipto con el sobrescrito de los abasíes, pero la suposición del suplicante Shaver fue el móvil ostensible de la expedición primera encargada al emir Shiracuh, caudillo valeroso y veterano. Fracasa y fenece Dargham pero la ingratitud, celos y zozobras del competidor venturoso lo incitan luego a acudir al rey de Jerusalén a fin de libertar el Egipto de su bienhechor desmandado. No alcanzan las fuerzas de Shiracuh al contrarresto de aquel enlace, y así se desentiende de su intento atropellado y se le franquea retirada, evacuando a Belbeis y Pelusio. Al transitar los turcos por delante del enemigo, cerrando el caudillo ojo avizor la retaguardia con la maza en la mano, se arroja un franco a preguntarle si está o no temeroso de algún desmán. «En vuestras manos tenéis —le contesta el emir denodado—, el entablar la contienda; pero tened por cierto que ni un soldado mío ha de ir al paraíso mientras no envíe algún infiel a los infiernos». Esperanzó más y más a Nuredin el pormenor de las riquezas del país, de la afeminación de los naturales y de su rematado desgobierno; el califa de Bagdad le dio alas para intento tan religioso, y entonces regresa Shiracuh a Egipto con doce mil turcos y once mil árabes. Queda todavía inferior en fuerzas a las combinadas de francos y sarracenos, y asoma notable pericia militar en su tránsito del Nilo, en su retirada a Tebas, y en la maestría de sus evoluciones durante la batalla de Babuin, en la sorpresa de Alejandría, y luego en marchas y contramarchas por los llanos y el valle de Egipto, desde el trópico hasta el mar. Acompañaba el denuedo de la tropa a su desempeño y tras una refriega exclamó un mameluco: [640] «Si no podemos desamarrar el Egipto de manos de esos perros cristianos, ¿por qué no orillamos los honores y galardones del sultán y nos retiramos a trabajar con los campesinos o a hilar con las hembras en el serrallo?». Mas con todos sus conatos en campaña [641] y su porfiadísima defensa de su sobrino Saladino en Alejandría, [642] una capitulación y retirada honorífica terminaron la segunda empresa de Shiracuh, reservando Nuredin echar el resto en el tercero y más venturoso avance. Rodeósele luego con la ambición y codicia de Amalric o Amaury, rey de Jerusalén y empapado en la máxima delirante de que no había que guardar fe con los enemigos de Dios. Todo un guerrero religioso, el gran maestre del Hospital lo estimula al intento; el emperador de Constantinopla aprontó, o por lo menos ofreció escuadra para mancomunarse con el ejército de Siria, y el alevoso cristiano, mal hallado con los despojos y el auxilio, aspiró a la conquista del Egipto. En tamaño conflicto acuden los musulmanes al sultán de Damasco, y el visir, acorralado por dondequiera de peligros, se aviene a tan unánimes anhelos, y tienta al parecer a Nuredin con el tercio de las rentas del reino. Llegan ya los francos a las puertas de El Cairo, mas incendiados ya los arrabales y la ciudad antigua a su asomo, se les aparenta una negociación, y los bajeles no pueden arrollar los atajadizos del Nilo. Se recatan cuerdamente de toda contienda con los turcos en medio de un país enemigo, y se retira Amaury a su Palestina con el sonrojo y baldón que siempre acompañan a una injusticia malograda. Por aquel rescate revisten a Shiracuh con un ropaje honorífico, manchado pronto con la sangre del mal aventurado Shewer. Aviénense al pronto los emires turcos a desempeñar el cargo de visires, pero aquella conquista advenediza arrebató el vuelco de los mismos fatimitas, redondeando sin sangre aquel trueque por medio de un mensaje y de una sola palabra. Apearon a los califas su propia flaqueza y la tiranía de los visires, se sonrojaban aquellos súbditos al presentar todo un descendiente y sucesor del Profeta su diestra desnuda al roce asperísimo de un embajador latino; pero lloraron amargamente al verlo enviar las cabelleras de sus mujeres simbolizando su pavor y quebranto para mover la compasión del sultán de Damasco. Restableciéronse solemnísimamente por mandato de Nuredin y dictamen de los doctores los sagrados nombres de Abubeker Omar y Otomán; quedó el califa Mosthadi de Bagdad reconocido en el rezo público a fuer de verdadero caudillo de los fieles, trocando la librea verde de los hijos de Alí por el color negro de los abasíes. El último de su alcurnia, el califa Adhed, que tan sólo sobrevivió diez días, falleció ignorando venturosamente su estrella; afianzaron sus tesoros la lealtad de la soldadesca y acallaron el murmullo de sus secuaces, y luego en las revoluciones posteriores se aferró siempre el Egipto en la tradición ortodoxa de los musulmanes. [643]
Tribus de curdos pastorean por los cerros allende el Tigris, [644] gente bravía, recia y salvaje que no tolera el yugo, luego salteadora y aferrada al gobierno de sus caudillos nacionales. La semejanza en nombre, situación y costumbres parece que los identifica con los carduchios de los griegos, [645] y siguen defendiendo contra la Puerta Otomana la libertad antigua que estuvieron sosteniendo contra los sucesores de Ciro. La pobreza codiciosa los inclinó a venderse o asalariarse para la profesión de las armas; el servicio con padre y tío fue aparatando el reinado del gran Saladino, [646] y el hijo de Job o Ayacub, mero curdo, se sonreía magnánimamente al eco de su alcurnia, pues lo estaba entroncando la lisonja con los califas árabes: [647] tan ajeno vivía Nuredin del exterminio abocado ya sobre su familia, que precisó al mozo repugnantísimo a seguir hasta Egipto a su tío Shiracuh, granjeose sumo concepto militar en la defensa de Alejandría y, si damos crédito a los latinos, solicitó y recabó del caudillo cristiano los timbres profanos de caballero. [648] Fallece Shiracuh, y lo reemplaza Saladino por el más mozo y desvalido de los emires; pero aconsejado por el padre, a quien llevó al Cairo, descolló con su numen sobre sus iguales y se granjeó el cariño del ejército. En vida de Nuredin, eran aquellos curdos ambiciosos los esclavos más rendidos, y el advertido Ayub acalló los murmullos destemplados del diván; protestando a voces que en mandándolo el sultán, él mismo llevaría a su hijo aherrojado al pie del solio. «Semejantes palabras —añadió a solas—, eran cuerdas y adecuadas en una junta de vuestros competidores, mas aquí estamos para sobreponernos a toda zozobra de mandato, y así todas las amenazas de Nuredin no me han de exprimir una caña dulce por tributo». Con su oportunísima muerte se desahogó de aquella congoja tan amarga; su hijo ternezuelo de once años quedó por el pronto en manos de los emires de Damasco; y el nuevo señor del Egipto se vio condecorado por el califa con cuantos dictados podían [649] santificar la usurpación por el concepto del pueblo. Menospreció en breve Saladino la posesión única del Egipto, apeando a los cristianos de Jerusalén y a los abubekes de Damasco, Alepo y Diarbekir. Reconociéronle la Meca y Medina por su amparador temporal; sojuzgó su hermano las regiones remotas del Yemen y la Arabia Feliz, y al morir se extendía su imperio desde el Trípoli africano hasta el Tigris, y desde el océano Índico hasta las montañas de Armenia. Al rasguear su índole, las tachas de ingratitud y alevosía encarnan intensamente en el ánimo empapado siempre en arranques castizos de lealtad y correspondencia. Pero las revoluciones del Asia vienen casi a disculpar aquellos ímpetus ambiciosos [650] abonándole luego el ejemplar tan presente de los abubekes; su miramiento con el hijo de su bienhechor; su porte humano y generoso con la parentela, toda incapaz en cotejo suyo, la aprobación del califa, único manantial de toda potestad legítima, y sobre todo el anhelo y el interés del pueblo, cuya felicidad es el objeto fundamental de todo gobierno. Hermana al par de su ayo las prendas heroicas con las místicas, pues tanto Nuredin como Saladino están para los mahometanos en el predicamento de santos; y el estar a toda hora embargados en el afán constantísimo de la Guerra Santa parece que bañó sus vidas y hechos con un matiz de formalidad y miramiento. Adoleció el último de vinoso y mujeriego en la mocedad, [651] pero su gallardo desenfado se sobrepuso luego a todo aliciente sensual en pos de los desvaríos más circunspectos de la dominación y nombradía. Era la ropa de Saladino de lana burda, sin más bebida que el agua, al paso que igualaba la templanza y sobrepujaba la castidad del profeta árabe. Rigidísimo musulmán en la fe y en la práctica, se estuvo siempre lamentando de que la defensa de su religión no le permitiese verificar su ansiada peregrinación a la Meca; pero todos los días a sus horas fijas cinco veces rezaba devotamente con sus hermanos; descuidándose del ayuno se penitenciaba y recargaba de nuevo con toda escrupulosidad, y el estar leyendo el Alcorán en el avance encontrado de su tropa comprueba su aliento y su religiosidad un tanto vanagloriosa. [652] Tan sólo se dignó fomentar el estudio de la secta de Shafei con toda su doctrina supersticiosa; gozaban los poetas el ensanche de su menosprecio, aborreciendo de muerte todo género de ciencia profana, y habiendo un filósofo divulgado ciertas novedades meramente especulativas el santo imperial lo mandó ahorcar ejecutivamente. Tenía el más ínfimo suplicante expedito el diván en demanda de justicia contra él mismo y sus ministros, y nunca Saladino se desviaba del rumbo de la equidad, no mediando por lo menos un reino entero. Mientras los descendientes de Seljuk y de Zenghi le aseaban la ropa y le tenían el estribo, mostrábase sufrido y afable con el menor súbdito. Era de suyo tan sumamente dadivoso que llegó a repartir hasta doce mil caballos en el sitio de Acre, y al tiempo de su muerte tan sólo se le hallaron en el tesoro cuarenta y siete dracmas de plata y una moneda de oro; y así en un reinado guerrero se rebajaron los impuestos y todo súbdito acaudalado disfrutó a sus anchuras y sin zozobra los productos de su industria. Anduvo adornando el Egipto, la Siria y la Arabia con fundaciones regias de hospitales, colegios y mezquitas, fortificó El Cairo con murallas y ciudadela concentrando sus empresas en la utilidad pública sin construirse palacios ni jardines para su propio uso y ostentación. [653] En un siglo fanático, y siéndolo él por extremo, las virtudes entrañables de Saladino embargaron el aprecio de los mismos cristianos, pues blasonaba el emperador de Alemania de su intimidad, [654] y el de Grecia anduvo solícito por su alianza; [655] y luego la conquista de Jerusalén vino a dilatar, y tal vez a abultar, su nombradía en levante como en poniente.
Sosteníase el reino de Jerusalén allá en su breve existencia [656] con las discordias entre turcos y sarracenos, sacrificando al par los califas fatimitas y los sultanes de Damasco la causa de su religión por consideraciones baladíes de interés personal y ejecutivo. Pero habíanse agolpado a la sazón las potestades de Siria y de Arabia como de Egipto en manos de un héroe a quien la naturaleza y el acaso habían armado contra los cristianos. Por fuera el amago era en todo pavoroso, al paso que dentro de Jerusalén era todo endeble y vacío. Tras los dos primeros Balduinos, el hermano y el primo de Godofredo de Bullón paró el cetro por sucesión femenina en Melisenda, hija del segundo Balduino, y su marido Fulk, conde de Anjou, padre por un primer matrimonio de nuestros Plantagenet ingleses. Sus dos hijos, Balduino III y Amaury, guerrearon valerosa y aun prósperamente contra los infieles; pero el hijo de Amaury, Balduino IV quedó imposibilitado de cuerpo y alma con la lepra durante las cruzadas memorables. Era su hermana Sivila, madre de Balduino V, su heredera natural, quien tras la muerte sospechosa de su niño coronó a su segundo marido, Guy de Lusiñan, príncipe de aventajado parecer, pero de tan ruin concepto que su hermano Jefrey vino a prorrumpir: «Puesto que a él lo entronizan tienen que endiosarme a mí». Tacharon todos la elección, y el vasallo más poderoso, Raimundo, conde de Trípoli, excluido de la sucesión y la regencia, abrigaba encono implacable contra el rey exponiendo su pundonor y su conciencia a las tentaciones del sultán. Tales eran los amparadores de la Ciudad Santa: un leproso, un niño, una mujer, un cobarde y un traidor; acudieron socorros de Europa y se dilató por doce años su fracaso, campearon más y más las órdenes militares, y el temible enemigo se distrajo con llamadas ya caseras ya remotas. Por fin acorrala una línea militar el recinto ruinoso, quebrantando además los francos la tregua que resguardaba su existencia. Un soldado de fortuna, Reginaldo de Châtillon, se había apoderado al confín del mismo desierto de una fortaleza, desde la cual está salteando las caravanas, desacatando a Mahoma y amenazando a las ciudades de Medina y la Meca. Se allana Saladino a quejarse, gózase con la negativa de su desagravio e invade la Tierra Santa capitaneando ochenta mil hombres de a pie y de a caballo. Encamínalo el conde de Trípoli a Isberias, pertenencia suya, y recaban del rey de Jerusalén que desguarnezca las plazas y arme el vecindario para acudir a la importantísima plaza. [657] El alevoso conde sitia ostentando su dictamen a los cristianos en un paraje sin agua; huye a los primeros lances maldiciéndolo entrambas naciones. [658] Arrollan a Lusiñan con pérdida de treinta mil hombres y el bosque de la verdadera cruz, desventura imponderable, queda en manos de los infieles. Llevan al cautivo real a la tienda de Saladino y al desmayarse de pavor y de sed le brindan un sorbete helado, dejando a su compañero Reginaldo de Châtillon sin aquel refrigerio, prenda de agasajo y de indulto. «Sagradas son —prorrumpe el sultán—, la persona y la dignidad de un rey: pero este salteador desapiadado tiene que reconocer ahora mismo al Profeta que ha estado blasfemando, o padecer la muerte que tiene tan sobradamente merecida». Desentiéndese el altivo o concienzudo guerrero, y descargándole Saladino su cimitarra lo destrozan luego los guardias. [659] Envían al trémulo Lusiñan a Damasco, donde tras honrosa prisión, logra su rescate; pero queda mancillada la victoria con el degüello de ciento treinta caballeros del Hospital, denodados campeones y mártires de su fe. Yace el reino sin cabeza y de los dos grandes maestres de las órdenes militares, el uno estaba muerto y el otro prisionero. Malográronse con la aciaga campaña las guarniciones cuyas plazas se hallaban tanto la costa como en el interior, y solamente Tiro y Trípoli se salvaron de la veloz embestida de Saladino, quien a los tres meses de la batalla de Tiberias asomó a las puertas de Jerusalén. [660]
Debía suponer que el sitio de ciudad tan venerable para el cielo y la tierra, tan interesante en el concepto de Europa y del Asia, reinflamaría las últimas pavesas del entusiasmo, y que de los sesenta mil cristianos cada cual sería un soldado, y cada soldado un aspirante para el martirio. Pero trémula estaba la reina Sibila por sí misma y por su esposo prisionero, y los barones y caballeros, huidos de la espada y cadenas de los turcos, se aferraron más y más en sus banderías y desbarros interesados, para el exterminio público. Componíase lo más del vecindario de cristianos griegos y orientales, enseñados con la experiencia a preferir el yugo mahometano al de los latinos, [661] y el Santo Sepulcro agolpaba una muchedumbre muy menesterosa, sin armas ni aliento, que vivía únicamente de limosna. Se manifestó algún conato presuroso pero apocado por la defensa de Jerusalén; pero a los catorce días la hueste victoriosa enfrenó y escarmentó las salidas, plantó sus máquinas, abrió una brecha de quince codos, arrimó sus escalas y tremoló en el mismo boquete hasta doce pendones del Profeta y del sultán. En vano acudieron descalzos monjes, reina y mujeres en procesión a implorar al hijo de Dios para que salvase su tumba y su propia herencia de las huellas de la impiedad. Tuvo que cifrarse su esperanza en la conmiseración del vencedor, y a la primera y rendidísima embajada la desahució ceñudamente de toda compasión. «Tenía jurada venganza por los padecimientos intensos y dilatados de los musulmanes: pasó ya la hora de todo indulto, y era ya llegado el trance de purgar la sangre inocentísima derramada por Godofredo en la cruzada primera.» Dispáranse entonces desesperadamente los francos, y el sultán se hace cargo de que no tiene todavía tan afianzado su triunfo, y da por fin oídos a una plegaria solemne en nombre del Padre común del género humano, y por fin un arranque de lástima despuntó los aceros del fanatismo y de la conquista; y así se avino a aceptar la ciudad preservando a los moradores. Permitiose a los cristianos griegos y orientales vivir bajo su dominación; pero se pactó que francos y latinos evacuarían la ciudad en cuarenta días, conduciéndolos a salvo a las puertas de Siria y de Egipto, pagando diez piezas de oro por hombre, cinco por cada mujer y una por los niños; y cuantos fuesen incapaces de feriarse así su libertad tendrían que permanecer en cautiverio perpetuo. Toman algunos escritores por su tema predilecto y satírico el cotejar la humanidad de Saladino con la matanza de la primera cruzada. Resultaría una diferencia personal; pero tengamos presente que los cristianos brindaron con capitulación, y que los musulmanes de Jerusalén arrostraron el extremo de un asalto a fuego y sangre. Hágase justicia a la escrupulosidad con que el vencedor turco cumplió las condiciones del tratado, y aun merece alabanza por aquellas miradas compasivas que tendió sobre el desamparo de los vencidos. En vez del apremio terminante por el pago de la deuda, se avino a la suma de treinta mil bizantinos por el rescate de siete mil menesterosos; despidió luego a tres o cuatro mil más por pura clemencia, reduciendo el número de esclavos a trece o catorce mil personas. Al avistarse con la reina, sus palabras y aun sus lágrimas le embalsamaron su desconsuelo; fue distribuyendo cuantiosas limosnas a viudas y huérfanas de resultas de la guerra; y mientras los demás caballeros del Hospital estaban guerreando todavía contra él, franqueó a sus hermanos más compasivos el seguir todavía por un año asistiendo cuidadosamente a los enfermos. Acreedor es Saladino en estos rasgos a nuestro cariño y nuestro pasmo, pues nada lo precisaba al disimulo, y su ceñudo fanatismo lo inclinara más bien al empeño de encubrir que al de aparentar aquella lástima profana con los enemigos del Alcorán. Descargada ya Jerusalén de la presencia de los advenedizos, hizo el sultán su entrada triunfal, tremolando allá sus banderas al eco de la armonía de una música marcial. La gran mezquita de Omar, convertida en iglesia, queda de nuevo consagrada al Dios único y a su profeta Mahoma; se purifican paredes y pavimento con agua de rosa, y se encumbra un púlpito, obra de Nuredin, en el santuario. Mas al derrumbar del cimborio la cruz tan centellante de oro y arrastrarla por las calles, prorrumpen los cristianos en alarido lamentable, correspondido con la gritería risueña de los musulmanes. Había el patriarca recogido en cuatro barriles de marfil las cruces, imágenes y reliquias del lugar sagrado, y el vencedor se las apropia con el afán de presentar al califa sus trofeos de la idolatría cristiana. Se recabó no obstante que los confiase al patriarca y príncipe de Antioquía, y Ricardo rescató luego tan religiosas prendas por la cantidad de cincuenta y dos mil bizantinos de oro. [662]
Estaban las naciones temiendo o esperanzando la expulsión final y ejecutiva de los latinos de toda la Siria, dilatada sin embargo por más de un siglo después de la muerte de Saladino, [663] a quien la resistencia de Tiro atajó la carrera victoriosa, pues agolpando las tropas y guarniciones capituladas al mismo puesto, resultaron fuerzas adecuadas para la defensa de la plaza, y con la llegada de Conrado de Monferrato se fue coordinando aquella muchedumbre revuelta y desmandada. Yacía prisionero el padre, peregrino venerable, desde la batalla de Tiberias; mas ignorábase todavía tamaño quebranto por la Italia y la Grecia, cuando el hijo, a impulsos de su ambición y su religiosidad, acudió a visitar la herencia de su sobrino real, el infante Balduino. Al presenciar las banderas turcas huye de la costa enemiga de Jafa, y luego saludan todos unánimemente a Conrado por príncipe y campeón de Tiro que a la sazón se halla ya sitiada por el conquistador de Jerusalén. Su entereza devota y quizás el concepto de la generosidad de su enemigo lo inclinan no sólo a arrostrar los amagos del sultán, sino a pregonar que, aun cuando pusieran al padre bajo los muros de la plaza, él mismo dispararía el primer flechazo para blasonar de la descendencia de un mártir cristiano. [664] Se franquea la entrada en la bahía de Tiro a la escuadra egipcia, pero tienden al golpe la cadena y apresan o echan a pique cinco galeras: matan a mil turcos en una salida, y Saladino, quemando sus máquinas, tras una campaña esclarecida se retira desairadamente a Damasco. Sobreviénele luego tormenta más pavorosa, pues las relaciones lastimeras y aun pinturas materiales, representando en subidos matices la servidumbre y profanación de Jerusalén, avivan la sensibilidad entorpecida de la Europa. El emperador Federico Barbarroja y los reyes de Francia y de Inglaterra se cruzan y los Estados marítimos del Mediterráneo y el océano se anticipan a la tardía grandiosidad de los armamentos regios. Los expeditos y próvidos italianos se embarban luego en los bajeles de Pisa, Génova y Venecia, siguiéndolos en diligencia los peregrinos más ansiosos de Francia, Normandía y las islas occidentales. El auxilio poderoso de Flandes, Frisia y Dinamarca cuajaba hasta cerca de cien buques, descollando los guerreros septentrionales en el campo con su agigantada estatura y tremenda maza. [665] Rebosa tantísima muchedumbre sobre el recinto de Tiro, y desacata la voz de Conrado. Conduélese de la desventura y reverencia el señorío de Lusiñan, desencarcelado tal vez expresamente para deshermanar el ejército de los francos. Propone el recobro de Tolemais, o Acre, a diez leguas al sur de Tiro, cercando al golpe la plaza con dos mil caballos y treinta mil infantes bajo su mando nominal. No me explayaré en el pormenor de aquel sitio memorable, que duró hasta dos años y vino a consumir en tan corto trecho las fuerzas de Europa y Asia. Jamás ardió el entusiasmo con llamarada tan intensa y enfurecimiento tan ceñudo, ni cabía que los verdaderos creyentes, pues así se apellidaban unos y otros consagrando a sus respectivos mártires, dejasen de vitorear hasta cierto punto el afán y denuedo de sus contrarios. Suena el clarín sagrado y musulmanes de Egipto, Siria, Arabia y provincias orientales se agolpan capitaneados por el sirviente del Profeta. [666] Plantan sus reales y los adelantan hasta la inmediación de Acre, afanándose todos por el socorro de sus hermanos y el descalabro de los francos. Se traban no menos de nueve refriegas formales a la falda del monte Carmelo, con tan encontrada alternativa, que en un avance el sultán llega a internarse en la ciudad, y en una salida los cristianos allanan la tienda del sultán. Por medio de buzos y de palomas estaban en correspondencia seguida con los sitiados, y en habiendo proporción por el estado del mar se renovaba la guarnición acosada con otra más pujante. Hambre, acero y clima iban mermando el campamento latino; pero reemplazaban peregrinos nuevos a los difuntos en sus tiendas, abultando siempre la pujanza y el número de los que les iban en zaga, asombrando al vulgo con la novedad de que el papa mismo acudía capitaneando una cruzada innumerable, mientras la marcha del emperador causaba en el Oriente zozobras más formales; la maestría de Saladino le iba cruzando obstáculos en Asia y tal vez en Grecia, mas le cupo el alegrón de su muerte proporcionado al concepto que le merecía; y los cristianos se desalentaron más bien que se enardecieron con la llegada del duque de Suabia y los residuos mal parados de sus cinco mil alemanes. Por fin, en la primavera del segundo año anclaron en la bahía de Acre las escuadras regias de Francia e Inglaterra, y estrecharon más y más el sitio con su emulación juvenil los dos reyes Felipe Augusto y Ricardo Plantagenet. Echan el resto de sus recursos y aun de sus esperanzas los sitiados en Acre, pero se conforman con su estrella, mediante una capitulación en que compran sus vidas y fueros con un rescate de doscientas mil piezas de oro, la entrega de cien nobles y mil quinientos cautivos inferiores y la devolución del leño de la Santa Cruz. Median dudas en el ajuste, se dilata la ejecución y, enfureciéndose hasta lo sumo los francos, degüellan casi a la vista del sultán, tres mil musulmanes por disposición del sanguinario Ricardo. [667] Se granjean en Acre los latinos una ciudad fuerte con adecuado fondeadero, mas compran a muy subido precio tamaña ventaja. Regula el ministro e historiador de Saladino, refiriéndose a los enemigos, que su número en diferentes fechas ascendió a quinientos o seiscientos mil, que les mataron más de cien mil; que perdieron todavía mayor número en dolencias y naufragios; y que era escasísima la porción de hueste tan poderosa que pudo regresar a su patria. [668]
Felipe Augusto y Ricardo I son los únicos monarcas de Francia e Inglaterra que han militado bajo las mismas banderas, mas aquella intimidad sagrada vino luego a desquiciarse con los celos nacionales, pues los dos bandos que prohijaron en Palestina estaban más enconados mutuamente que contra el enemigo común. Sobrepujaba para los orientales en jerarquía y poderío el de Francia, y faltando el emperador, lo acataban los latinos por su caudillo temporal. [669] No correspondieron las hazañas a su nombradía, pues era valeroso, mas preponderaba su desempeño en clase de estadista a las ínfulas heroicas; fastidiose muy pronto de estar sacrificando su salud y sus intereses en una costa esterilísima, y rendido Acre, no trató más que de dar la vela; ni le cupo sincerar aquel despido tan mal visto con dejar al duque de Borgoña y quinientos caballeros y diez mil infantes para el servicio de la Tierra Santa. El rey de Inglaterra, aunque de menor suposición, lo aventaja en caudales y en pericia militar; [670] y si el heroísmo se cifra en el denuedo feroz e irracional, allá se encumbrará Ricardo Plantagenet entre los héroes de aquel siglo. Duradera y esclarecida fue la memoria de Ricardo Corazón de León entre los súbditos, y a los sesenta años aún lo vitoreaban proverbialmente los nietos de turcos y sarracenos, contra quienes había guerreado; y las madres sirias entonaban su nombre pavoroso para acallar a sus niños, y a todo caballo asombradizo solía decir el jinete: «¿Acaso estás viendo detrás de esa mata al rey Ricardo?» [671] Procedía su crueldad con los mahometanos de complexión y religiosidad, pero no me cabe creer que un soldado de suyo tan voluntarioso y denodado en el manejo de su lanza, bastardease hasta el punto de afilar una daga contra su valeroso hermano Conrado de Monferrate, a quien mató en Tiro algún asesino oculto. [672] Rendido Acre y faltando Felipe, encabezó el rey de Inglaterra a los cruzados para el recobro de la costa, añadiendo luego las ciudades de Jafa y de Cesárea a los trozos del reino de Lusiñan. Una marcha de más de veinte leguas desde Acre hasta Ascalón fue una grandiosa e interesante refriega de once días. Saladino, desbaratado su ejército, hace frente a diecisiete guardias, sin rendir el estandarte ni cesar de redoblar sus timbales de bronce; rehace a su gente, la escuadrona y embiste al eco de los predicadores y heraldos clamando a los unitarios para que contrarresten varonilmente a los cristianos idólatras. Pero se dispara más y más el ímpetu de los idólatras, y Saladino, para precaver su ocupación de una plaza importante al confín de Egipto, tiene que volar los edificios y murallas de Ascalón. Se encrudece el invierno, yacen las huestes, pero al asomo de la primavera se adelantan los francos hasta una jornada de Jerusalén, bajo el estandarte arrollador del monarca inglés, salteando con su ardientísima actividad un convoy o caravana de siete mil camellos. Habíase aposentado Saladino [673] en la Ciudad Santa, pero el vecindario adolece de pavor y discordia; y por más que ayune, rece, predique y se brinde a permanecer y arrostrar los desmanes de un sitio, sus mamelucos, harto memoriosos del paradero de sus camaradas en Acre, apremian al sultán a voz en grito para que reserve su persona y el denuedo de todos ellos para la defensa venidera de la religión y del Imperio. [674] Desahogáronse los musulmanes con la retirada repentina o, según ellos conceptuaron, milagrosa [675] de los cristianos, quedando los laureles de Ricardo ajados con la trascendencia o envidia de sus compañeros. Trepa el héroe a un cerro, y tapándose el rostro prorrumpe con voz airada: «Cuantos no acudan a rescatar serán indignos de ver el sepulcro de Cristo». Llegado a Acre, sabe que el sultán ha sorprendido a Jafa, acude al vuelo con algunos barquillos mercantes, salta de los primeros en la playa; se rehace el castillo con su presencia, y le huyen hasta sesenta mil turcos y sarracenos. Venlo luego indefenso, y vuelven sobre él a la madrugada; lo hallan sin zozobra acampado ante las puertas con sólo diecisiete caballeros y trescientos flecheros. Sin reparar en número, contrarresta con tesón el embate, y aun atestiguan sus mismos enemigos que el rey de Inglaterra, empuñando su lanzón, cabalgó desaforadamente desde el ala derecha hasta la izquierda sin tropezar con el menor contrincante que le atajase la carrera. [676] ¿Estamos aquí escribiendo la historia de Roldán o de Amadís?
En medio de estas hostilidades asoma desmayadamente una negociación [677] entre francos y musulmanes; se formaliza, se quiebra y luego se anuda y desanuda de nuevo. Median rasgos de cortesanía regia, regalos de nieve y frutas, trueques de halcones noruegos por caballos árabes, y con repetidos vaivenes van aprendiendo los monarcas que el cielo se desentiende de sus trances, y que no les cabe esperanzar victoria cabal hasta después de sus mutuos ensayos. [678] Asoman al par quebrantos de salud en Ricardo y en Saladino, y entrambos igualmente padecen los desmanes de guerra casera y lejana; pues Plantagenet se azora por el escarmiento de un competidor alevoso que le ha invadido la Normandía en su ausencia, y el sultán infatigable se lastima con los alaridos del pueblo que es víctima y de la soldadesca que es el instrumento de sus ímpetus guerreros. Encabeza el rey de Inglaterra la restitución de Jerusalén, de Palestina y de la verdadera cruz, pregonando con entereza que así él mismo, como toda su hermandad peregrina, han de terminar sus vidas con aquel afán religiosísimo, antes que volver a Europa con afrenta y remordimiento. Mas no se aviene la conciencia de Saladino, no mediando cuantiosísimas compensaciones, a restablecer los ídolos de los cristianos; se aferra con igual ahínco en su derecho civil y religioso a la soberanía de Palestina; se explaya sobre el señorío y santidad de Jerusalén y rechaza todo género de establecimiento o partición con los latinos. El enlace que propone Ricardo de su hermana con el hermano del sultán queda deshecho por la diferencia en la fe; la princesa se horroriza con los abrazos de un turco, y luego Adel o Saladino no se avienen a despedir un serrallo. Se desentiende Saladino de avistarse personalmente, alegando la ignorancia mutua del idioma, y así se entorpecía con las pausas y mañas de los intérpretes, y aun ajustado finalmente el convenio, chasqueó igualmente a los extremados en ambos partidos, y especialmente al pontífice romano y al califa de Bagdad. Se pactó que Jerusalén y el Santo Sepulcro se franqueasen sin tributo ni molestia a la peregrinación de los cristianos latinos, que demolido Ascalón poseerían inclusive la costa desde Jafa hasta Tiro; que el conde de Trípoli y el príncipe de Antioquía quedarían comprendidos en la tregua, y que cesarían las hostilidades totalmente por tres años y tres meses. Juraron los caudillos principales de ambos ejércitos la observancia del tratado; pero los monarcas se dieron por satisfechos con su palabra mutua y el asimiento de sus diestras, y la majestad regia se descargó de un juramento que lleva siempre consigo ciertos asomos de recelo y desdoro. Embarcose Ricardo para Europa en busca de dilatado cautiverio y sepulcro anticipado, y en el espacio de cuatro meses cesaron la vida y los blasones de Saladino. Rasguean los orientales su muerte ejemplar sucedida en Damasco, mas desconocen su reparto por igual de limosnas en las tres religiones, [679] y el enarbolamiento de un mortuorio por estandarte, advirtiendo al Oriente la inestabilidad de las grandezas humanas. Se desploma la unión del Imperio con su fallecimiento, pues Saladino, prepotente, arrolla a los sobrinos; renacen los intereses encontrados de los sultanes de Egipto, Damasco y Alepo, [680] y los francos o latinos permanecen, respiran y esperanzan en las fortalezas por la costa siria.
El monumento más esclarecido de la nombradía aterradora de un conquistador es el diezmo Saladino, impuesto general que se cargó a los seglares y aun al clero de la Iglesia latina para el servicio de la guerra sagrada. En extremo productiva era aquella planta para que cesase con su motivo, y aquel tributo vino a ser cimiento de todos los diezmos y réditos de cuantos beneficios eclesiásticos los pontífices romanos han ido concediendo a los soberanos católicos, o bien se han reservado para el uso directo de la sede apostólica. [681] Aquella recaudación pecuniaria no podía menos de interesar eficazmente a los papas en la reconquista de Palestina y, difunto ya Saladino, siguieron predicando la cruzada con cartas, legados y misioneros, debiéndose esperanzar tantísimo logro del afán y desempeño de Inocencio III. [682] Encumbráronse hasta la cima de la grandeza los sucesores de san Pedro bajo aquel sacerdote mozo y ambicioso, quien durante su reinado de dieciocho años estuvo ejerciendo un mando despótico sobre emperadores y reyes hasta el punto de entronizarlos o apearlos a su albedrío, y luego holló a las naciones con entredichos, defraudándolas, por meses o años, del culto cristiano, por la ofensa de los superiores. Obró en el concilio lateranense con ínfulas de soberano de levante y poniente, rindiendo Juan de Inglaterra la corona a las plantas de su legado, y pudiendo blasonar Inocencio de sus dos triunfos señaladísimos sobre el entendimiento y la humanidad, el establecimiento de la eucaristía y el origen de la Inquisición. Emprendiéronse dos cruzadas, la cuarta y la quinta, a su llamamiento; pero, fuera de un rey de Hungría, príncipes de segundo orden acaudillaron a los peregrinos; fueron escasas las fuerzas para el intento, ni correspondió el resultado a los anhelos y esperanzas del papa y de los pueblos. La cuarta cruzada se desvió de la Siria encaminándose a Constantinopla, y la conquista del Imperio griego o Romano por los latinos formará el asunto propio y grandioso del capítulo siguiente. En la quinta hasta doscientos mil francos vinieron a desembarcar [683] a la boca oriental del Nilo. Esperanzaban atinadamente que la Palestina quedaría sojuzgada desde el Egipto; solio y arsenal de los sultanes y los mahometanos tuvieron que llorar la pérdida de Damieta con dieciséis meses de sitio. Pero el engreimiento y descoco del legado Pelagio desquició el ejército cristiano, quien a nombre del papa empuñó el bastón de general; encajonó a los enfermizos francos entre las aguas del Nilo y las fuerzas orientales, y luego tan sólo con la evacuación de Damieta recabaron su retirada a salvo, algunas concesiones para los peregrinos y la restitución tardía de la reliquia dudosa de la verdadera cruz. Debe achacarse, hasta cierto punto, aquel malogro a tanto redoble y agolpamiento de cruzadas, predicándolas también al mismo tiempo contra los paganos de Livonia, los moros de España, los albijenses de Francia y los reyes de Sicilia, de la familia imperial. [684] En servicio tan meritorio todo voluntario se hacía acreedor, desde casa, a la misma indulgencia espiritual con mayores galardones temporales, y hasta los papas, a impulsos de su ahínco ciego contra algún enemigo casero, solían trascordar las desventuras de sus hermanos sirios. Desde el siglo último de las cruzadas se posesionaron del mando eventual de un ejército, con sus rentas adecuadas, y aun algunos argumentistas cavilosos han llegado a maliciar que la política romana, desde el primer sínodo de Plasencia, fue la aparatadora y luego ejecutora de toda aquella mole. Carece de fundamento la sospecha, por su naturaleza y por la realidad del hecho. Siguieron, más bien que encabezaron, los sucesores de san Pedro el raudal de las costumbres y vulgaridades, y desentendiéndose del orden perpetuo de las estaciones y del cultivo del terreno, esquilmaron el fruto tan obvio como cuantioso de la superstición contemporánea. Cosecharon el producto sin afán ni contingencia, y en el concilio lateranense manifestó su disposición ambigua de enardecer personalmente a los cruzados; mas no sabía que el piloto de la sagrada nave desempuñase el timón, y así nunca cupo a la Palestina la bienaventuranza de la presencia de un pontífice romano. [685]
Escudaban los papas personas, familias y haberes de todo peregrino, y así aquellos ayos espirituales se apropiaron luego el encargo de señorear las operaciones y robustecer con mandatos y censuras el desempeño de sus votos. Federico II, [686] nieto de Barbarroja, vino a ser sucesivamente alumno, enemigo y víctima de la Iglesia. Cruzose a los veintiún años obedeciendo a su ayo Inocencio III, repitiendo la misma promesa en sus dos coronaciones real e imperial, y su enlace con la heredera de Jerusalén lo comprometió para siempre en la defensa del reino de su hijo Conrado. Mas creciendo Federico en edad y en madurez, se arrepintió de aquel empeño temerario de su mocedad, pues su despejo caballeroso y desengañado le enseñó a menospreciar los duendes de la superstición y las coronas del Asia: fue orillando su rendido acatamiento a los sucesores de Inocencio, trayendo a su ambición embargada con el afán de restablecer su monarquía italiana desde Sicilia hasta los Alpes. Mas el logro de aquel intento iba a dejar a los papas reducidos a su sencillez primitiva, y tras las dilaciones y excusas de doce años estrecharon al emperador con encarecimientos y amagos para fijar el plazo y punto de su partida en demanda de la Palestina. Aparata en las bahías de Sicilia y Pulla una escuadra de cien galeras y otros tantos bajeles para el transporte y desembarco de dos mil quinientos jinetes, con sus caballos y dependientes; sus vasallos de Nápoles y Alemania componían una hueste poderosa, y se abultó el número de los cruzados ingleses hasta sesenta mil, según el rumor general. Pero la lentitud inevitable o estudiada de tan grandiosos preparativos destroncó la pujanza y apuró los abastos de los peregrinos más menesterosos; dolencias y deserciones fueron desmoronando aquella mole, y el sitio abrasador de la Calabria anticipó los desmanes de una campaña siria. Por fin el emperador da la vela de Brindisi con escuadra y ejército de cuarenta mil hombres; pero regresando arrebatadamente a los tres días, sus amigos lo suponen indispuesto, y sus contrarios lo tildan de voluntariamente pertinaz en su desobediencia. Excomulga el papa Gregorio IX a Federico por dilatar su voto, y le repite el año siguiente el anatema para tratar de cumplirlo, [687] y mientras está guerreando bajo la bandera de la cruz, predican cruzada contra él por Italia, y de vuelta tiene que implorar indulto por los mismos agravios que ha padecido. Se encarga de antemano al clero, y a las órdenes militares de Palestina, que se le desentiendan de todo roce y contrarresten sus mandatos, y aun en su propio reino tiene el emperador que avenirse a que en sus reales se comuniquen las órdenes en nombre de Dios y de la república cristiana. Entra Federico triunfante en Jerusalén, y con su propia diestra (pues ningún clérigo quería desempeñar aquel ministerio) toma la corona del altar del Santo Sepulcro. Fulmina el patriarca entredicho sobre la iglesia, profanada con su presencia, y los caballeros del Hospital y del Temple avisan al sultán que en su mano está el sorprenderlo y matarlo en su incauta visita al Jordán. En tan rematado extremo de fanatismo y bandería, desahuciada se halla la victoria y dificilísima la defensa; y luego el ajuste de paz ventajosa debe achacarse a las discordias entre mahometanos y aprecio personal de la índole de Federico, a quien tachan de correspondencia y mutuo agasajo con los infieles, tan ajeno todo de un cristiano, y de zaherir la esterilidad del país, y prorrumpir en el arranque profanísimo, de que si Jehová viera el reino de Nápoles, nunca se acordaría de la Palestina para herencia de su pueblo escogido. Alcanza Federico del sultán la devolución de Jerusalén, Belén, Nazaret, Tiro y Sidón, franqueando a los latinos vecindad y fortificación en la ciudad; ratifican al par los secuaces de Jesús y de Mahoma el mismo código de libertad civil y religiosa; y mientras aquellos están adorando el Santo Sepulcro, rezan y predican éstos en la mezquita del templo, [688] desde donde el Profeta emprendió su viaje a los cielos. Laméntase el clero de tolerancia tan escandalosa, y va sucesivamente arrojando a los desvalidos musulmanes; mas el objeto fundamental de las cruzadas queda cabalmente desempeñado sin derramamiento de sangre; se restablecen las iglesias, se cuajan los monasterios, y a los quince años ascienden a más de seis mil los latinos de Jerusalén. Vuelca tan suma paz y prosperidad, poco agradecida a su bienhechor, la irrupción de las rancherías extrañas y bravías de carizmios. [689] Aquella pastorada del Caspio se arroja disparadamente sobre la Siria, huyendo de las armas mogolas, sin que hermanados francos y sultanes de Alepo, Hems y Damasco alcancen a contrarrestar el ímpetu de aquel raudal turbulento. Arrolla su furia cuanto asoma con muerte o cautiverio; en una sola refriega quedan casi exterminadas las órdenes militares; y en cuanto al saqueo de la ciudad y la profanación del Santo Sepulcro, los latinos confiesan y echan menos el miramiento comedido de turcos y sarracenos.
De las siete cruzadas emprendió las dos últimas Luis IX, rey de Francia, quien perdió la libertad en Egipto y la vida en las costas de África. Canonizáronlo en Roma a los veintiocho años, aprontando hasta sesenta y cinco milagros, atestiguados solemnemente para sincerar la demanda del Rey Santo. [690] Testimonio más honorífico le tributa la historia ensalzando sus prendas de rey, héroe y hombre, pues sabía hermanar su bizarría guerrera con el atributo de justiciero, siendo padre de su pueblo, amigo de sus vecinos y pavor de los infieles. Tan sólo la superstición, colmadamente venenosa, [691] estragó su entendimiento y su ánimo; su devoción bastardeó hasta el extremo de remedar y enloquecer a los frailes pordioseros Francisco y Domingo; persiguió con afán ciego e implacable a los enemigos de la fe, y aquel rey tan a todas luces cabal se apeó dos veces del solio en busca de aventuras espirituales de un caballero andante. Ufanísimo se mostrará un historiador monástico vitoreando la parte más desdorosa de su índole, pero el gallardo desenfadado Joinville, [692] que terció en amistad y cautiverio con Luis, rasgueó con su pincel naturalísimo el retrato de su excelsitud y de sus nulidades. Con aquel conocimiento tan ínfimo cabe el maliciar la mira política de doblegar a sus vasallos mayores, lo que se suele achacar a los cruzados regios. Recabó Luis IX, más que todos los príncipes de la Edad Media, el recobro de las prerrogativas de la corona, pero en casa fue, y no en levante, donde granjeó, para sí mismo y para su posteridad; prorrumpió en su voto a impulsos de su dolencia y su entusiasmo, y si fue el promotor, fue también víctima de aquel sagrado desvarío. Con la invasión de Egipto, quedó exánime la Francia de tropas y tesoros; cuajó el mar de Chipre con mil ochocientas naves, y por lo menos con cincuenta mil hombres, y si nos atenemos a su confesión propia y al relato de la vanagloria oriental, desembarcó hasta nueve mil quinientos caballos y ciento cincuenta mil infantes, que cumplieron su peregrinación a la sombra de su poderío. [693]
Salta el primero a la playa Luis tremolándole al frente la oriflama; tiemblan los musulmanes, y la ciudad fuertísima de Damieta, que había costado a sus antecesores un sitio de dieciséis meses, queda desamparada al primer asalto. Pero es Damieta su primera y última conquista, y en las cruzadas quinta y sexta las mismas causas acarrearon idénticas desdichas. [694] Tras una demora azarosa que va introduciendo una enfermedad epidémica, se adelantan los francos desde la costa hasta la capital de Egipto, y se empeñan en contrarrestar la inundación intempestiva del Nilo, que les ataja los pasos. Con la presencia del monarca denodado, barones y caballeros de Francia ostentan a porfía su menosprecio arrollador de peligros y disciplina; su hermano, el conde de Artois, con denuedo desaforado asalta el pueblo de Macura y el corro de palomas participa al vecindario del Cairo que se perdió todo. Pero un soldado que luego usurpó el cetro rehace a los fugitivos; se rezaga mucho la vanguardia, el cuerpo principal de los cristianos, y arrollan y matan a Artois. Diluvia el fuego griego sobre los invasores, las galeras egipcias señorean el Nilo y los árabes la comarca; les atajan los abastos; recrecen por días la dolencia y el hambre, y la retirada se conceptúa al propio tiempo precisa e inasequible. Confiesan los escritores orientales que Luis tuvo en su mano el salvarse desamparando a los suyos; queda prisionero con los más de sus nobles; y cuantos no alcanzan a conservar sus vidas por medio de sus servicios o del rescate son bárbaramente degollados, coronando luego las almenas del Cairo con un cordón de cabezas cristianas. [695] Aherrojan al rey de Francia, pero el vencedor generoso, bisnieto del hermano de Saladino, envía un ropaje honorífico al cautivo regio, quien feria su rescate y el de sus soldados con la devolución de Damieta [696] y el pago de ochocientas mil piezas de oro. En aquel clima blando y halagüeño, los hijos ya bastardos de Nuredin y Saladino eran incapaces de contrarrestar a la flor de la caballería europea; triunfaron con las armas de sus esclavos los mamelucos, naturales fuertísimos de Tartaria, comprados de niños a los traficantes de Siria, y se educaban en los reales o el palacio del sultán. Renueva luego el ejemplar azaroso de la guardia pretoriana, y la saña de aquellas fieras azuzadas contra los advenedizos se ensaña luego para devorar a su bienhechor. Engreído con su conquista, Turan Shaw, el primero de su alcurnia, fenece a manos de los mamelucos, y los asesinos más arrojados entran en el aposento del rey cautivo, enarbolan sus cimitarras y empapan sus manos en la sangre del sultán. La entereza de Luis enfrena sus desacatos, [697] y la codicia se sobrepone a su crueldad y a sus creencias; cúmplese el tratado y el rey de Francia es árbitro de embarcarse con los restos de su ejército para la Palestina. Malgasta cuatro años en el recinto de Acre, imposibilitado de visitar Jerusalén y haciéndosele muy cuesta arriba el regresar desdorado a su patria. El recuerdo de su descalabro movió por fin a Luis, después de dieciséis años de cordura y sosiego, a emprender la séptima y última cruzada. Prospera su hacienda, se engrandece su reino, crece una nueva generación de guerreros, y se embarca con lozana confianza capitaneando seis mil caballos y treinta mil infantes. Había la pérdida de Antioquía motivado aquella empresa; la esperanza disparatada de bautizar al rey de Túnez lo induce a surcar para la costa de África, y la hablilla de tesoros inmensos acalla a sus tropas sobre la dilación de su viaje a la Tierra Santa. En vez de un allegado, se encuentra con un sitio; el francés se desmaya y fenece por los arenales abrasadores; expira san Luis en su tienda, y no bien cierra los ojos, cuando su hijo y sucesor enarbola señal de retirada. [698] «Así pues —dice un agudo escritor—, un rey cristiano fallece junto a las ruinas de Cartago, guerreando contra los secuaces de Mahoma, en un terreno donde había Dido entronizado las deidades de Siria». [699]
No cabe disposición más injusta y delirante que la de sentenciar los naturales del país a servidumbre perpetua, bajo el albedrío indómito de advenedizos y esclavos; pero tal fue el estado de Egipto por más de quinientos años. Los sultanes más esclarecidos de las dinastías Baharita y Borgita [700] descollaron de las cuadrillas tártaras y circasianas, y los veinticuatro beyes o adalides siempre tuvieron por sucesores no a sus hijos sino a sus sirvientes. Alegan su ejecutoría de fueros en el tratado de Selim I con la república [701] y el emperador otomano acepta todavía un leve reconocimiento de tributo y subordinación de parte del Egipto; con tal cual intermedio vividor de paz y arreglo, sobresalen ambas dinastías con sus larguísimas temporadas de rapiña y matanza, [702] pero su solio, en medio de mil vaivenes, siguió estribando sobre las dos columnas del valor y la disciplina; abarcaba su señorío el Egipto, la Nubia, la Arabia y la Siria; se fueron redoblando los mamelucos desde ochocientos hasta veinticinco mil jinetes, rechazándolos más y más con la milicia provincial, de ciento siete mil infantes, y el auxilio eventual de sesenta y seis mil árabes. [703] No cabía que príncipes tan poderosos y denodados tolerasen por sus costas nación alguna advenediza e independiente, y si el exterminio de los francos se fue prorrogando hasta unos cuarenta años, dependió la dilación de los afanes de un reinado inseguro, de la invasión de los mogoles y del auxilio casual de algunos peregrinos belicosos. Suena entre ellos a los oídos ingleses el nombre de nuestro primer Eduardo, que se cruzó en vida de su padre Enrique, capitanea el conquistador venidero de Gales y Escocia como mil soldados y liberta la ciudad de Acre de un sitio; marcha hasta Nazaret con una hueste de nueve mil hombres, compite en nombradía con su tío Ricardo, impone con su valor una tregua de diez años y salva la vida con una herida mortal de la daga de un asesino fanático. [704] Antioquía, [705] más expuesta por su situación a los quebrantos de la guerra sagrada, quedó allanada y destruida por Bondocdar, o Bihars, sultán de Egipto y Siria; finó el principado latino, y el primer solar del cristianismo quedó despoblado con la matanza de diecisiete mil y el cautiverio de cien mil moradores. Las poblaciones marítimas de Laodicea, Gábala, Trípoli, Berito, Sidón, Tiro y Jafa, con los castillos más fuertes de los hospitalarios y templarios, fueron sucesivamente feneciendo, reduciéndose todo el ámbito de los francos a la mera ciudad y colonia de san Juan de Acre, nombrada a veces bajo la denominación más clásica de Tolemais.
Perdida Jerusalén, Acre, [706] distante cerca de veinticinco leguas, ascendida a la sazón a metrópoli de los cristianos latinos, se realzó con edificios esplendorosos y fuertísimos, acueductos, puerto artificial y muralla doble. Redoblose más y más su vecindario con el raudal incesante de peregrinos y fugitivos; y en los intermedios de hostilidades el comercio de levante vino a refundirse en su cómodo fondeadero, aprontando sus mercados los productos de todos los climas y los intérpretes de todos los idiomas. Pero en aquel agolpamiento de naciones cundieron y se practicaron infinitos vicios, pues los habitantes de ambos sexos en Acre se conceptuaban los más estragados de todos los discípulos, así de Jesús como de Mahoma, sin que el rigor de las leyes alcanzase a enfrenar los ímpetus religiosos, pues encerraba la ciudad varios soberanos y carecía de gobierno, ejerciendo su mando independiente los reyes de Jerusalén y de Chipre, de la casa de Lusiñan, los príncipes de Antioquía, los condes de Trípoli y de Sidón, los grandes maestros del Hospital, del Temple y del orden Teutónico, las repúblicas de Venecia, Génova y Pisa, el legado del papa, los reyes de Francia y de Inglaterra; hasta diecisiete tribunales ejercitaban su potestad de vida y muerte; todo reo se guarecía en el barrio contiguo, y los celos mutuos nacionales se solían disparar con demasías sangrientas y violentísimas. Algunos aventureros, mancilladores de su insignia de la cruz, suplían sus escaseces salteando las aldeas mahometanas. Despojaron y ahorcaron los cristianos a diecisiete traficantes sirios que comerciaban al resguardo de la fe pública, y negándose al desagravio quedaron sinceradas las armas del sultán Khalil. Marcha sobre Acre acaudillando ciento cuarenta mil infantes y sesenta mil caballos; grandioso y prepotente era su tren de artillería (si cabe aquí esta expresión); una sola máquina desarmada emplea hasta cien carretas para su transporte, y el historiador regio Abulfeda, que servía en las tropas de Hamah, presenció aquella guerra sagrada. Viciosísimos son los francos, mas revive su denuedo con el entusiasmo y la desesperación; pero los desgarran las desavenencias de diecisiete caudillos, y los abruma por dondequiera la prepotencia del sultán. A los treinta y tres días de sitio, los mahometanos arrollan la muralla doble; las máquinas dan al través con el torreón principal; asaltan en torno los mamelucos, se toma la ciudad, y servidumbre o muerte es el paradero de sesenta mil cristianos. Contrarresta tres días más el enemigo el convenio, o sea fortaleza de los templarios, pero traspasa un flechazo al gran maestro, y de quinientos caballeros quedan vivos tan sólo diez, más desventurados que las víctimas del acero puesto que pararon en el cadalso levantado por la proscripción injusta e inhumana de toda la orden. Logran retirarse a la playa el rey de Jerusalén, el patriarca y el gran maestro del Hospital, pero está la mar embravecida y son los bajeles insuficientes y se ahogaron un sinnúmero de fugitivos sin poder aportar en la isla de Chipre, que podía consolar a Lusiñan de la pérdida de Jerusalén. Quedan arrasadas al par iglesias y fortalezas de las ciudades latinas por disposición del sultán. Codicia o temor abren todavía el Santo Sepulcro a tal cual peregrino devoto e indefenso, y enmudece solitaria y sin consuelo aquella costa donde resonaron por tanto tiempo las refriegas del orbe entero.