LXVI

ACUDEN LOS EMPERADORES ORIENTALES A LOS PAPAS - ASOMADAS A OCCIDENTE DE JUAN I, MANUEL Y JUAN II, PALEÓLOGO - UNIÓN DE LAS IGLESIAS GRIEGA Y LATINA, ESFORZADA EN EL CONCILIO DE BASILEA Y CONCLUIDA EN FERRARA Y FLORENCIA - ESTADO DE LA LITERATURA EN CONSTANTINOPLA - REVIVE EN ITALIA CON LOS GRIEGOS FUGITIVOS - AFÁN Y EMULACIÓN DE LOS LATINOS

En los cuatro últimos siglos de los emperadores griegos, su cargo amistoso o contrapuesto con los papas y los latinos, viene a mostrarse como el termómetro de su prosperidad o su quebranto, como el mapa del encumbramiento o postración de las dinastías bárbaras. Cuando los turcos de la alcurnia de Seljuk vagaban por Asia y amagaban a Constantinopla, hemos presenciado, en el concilio de Plasencia, a los embajadores pedigüeños de Alexio, implorando el amparo del Padre común de la cristiandad; mas al arrollar los peregrinos franceses al sultán desde Niza hasta Iconio, recobran o patentizan los príncipes griegos su encono entrañable y menosprecio sumo de los cismáticos occidentales, que atropellaron el primer derrumbo de su imperio. Asoma en la fecha de la invasión mogola, el habla mansa y halagüeña de Juan Vataces. Recobrada Constantinopla, acosan el solio del primer Paleólogo enemigos extraños y caseros; cuelga la espada de Carlos sobre su sien, acude ruinmente a implorar la dignación del pontífice romano, sacrificando al peligro presente su fe, su pundonor y el cariño de sus vasallos. Muere Miguel, y príncipe y pueblo tremolan la independencia de su Iglesia y la pureza de su creencia. El primer Andrónico, ni teme ni ama a los latinos, y en su trance postrero, las ínfulas son la salvaguardia de la superstición; ni le cabía decorosamente retractarse en la ansiedad de las declaraciones terminantes y acendradas de su juventud. Su nieto, Andrónico el Menor, era menos esclavo por índole y por estimación, y la conquista de la Bitinia por los turcos le recomendó la unión de ánimo espiritual y corporal, con los príncipes occidentales; y por lo visto las instrucciones muy esmeradas salieron de la mano maestra del Gran Doméstico. [1170]

Santísimo Padre —tenía que decir el encargado—, no está menos ansioso el emperador de realizar la unión entre las citadas iglesias que vos mismo; pero tiene que mirar por su propio decoro, y contemporizar con las preocupaciones de los súbditos, para redondear un ajuste de suyo tan vidrioso. Dos son los rumbos para su logro: el de la guerra y el de la persuasión. En cuanto a la fuerza, se palpó ya su ineficacia; puesto que los latinos llegaron a sojuzgar el Imperio sin doblegar los ánimos, y la persuasiva, aunque pausada, es más certera y permanente. Una diputación de treinta o cuarenta doctores nuestros, podría tal vez avenirse con otros tantos del Vaticano, a impulsos del mutuo afán y de la unidad en la creencia fundamental; pero a su regreso ¿cuál podría ser el resultado y el galardón del convenio? el menosprecio de sus hermanos y el vituperio de una nación ciega y pertinaz. Sin embargo, la misma nación se mostró reverente con los concilios generales, deslindadores de nuestros artículos de fe, y si desaprueban las actas de Lyon, es porque las iglesias orientales carecieron allí de audiencia y de representación, y obraron en todo arbitrariamente. Para el logro de fin tan saludable sería conveniente y aun necesario, que se enviase un legado selecto a Grecia, para juntar los patriarcas de Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén; y con su auxilio disponer un sínodo libre y universal. Pero en este mismo trance el Imperio se halla asaltado y mal seguro por los turcos, quienes se han apropiado ya hasta cuatro de las mayores ciudades de la Anatolia. El vecindario cristiano se muestra muy ansioso de volver al regazo de su religión; mas no alcanzan ni los fueros ni las rentas del emperador al intento de su rescate, y al legado romano tiene que acompañar o anteceder un ejército francés, para arrojar a los infieles, y franquear el paso para el Santo Sepulcro.

Si los recelosos latinos tenían que requerir alguna prenda, alguna muestra preliminar de la sinceridad de los griegos, las contestaciones de Barlaam fueron terminantes y atinadas.

1. Un sínodo general puede únicamente celebrarse cuando tres de los patriarcas y varios obispos quedan libres del yugo mahometano. 2. Los griegos se hallan enconados por largas opresiones y agravios, y tan sólo pueden hermanarse con gestiones de cariño entrañable, con algún auxilio efectivo que robustezca la autoridad y los argumentos del emperador, y a los amantes del convenio. 3. Si asomase alguna desavenencia irremediable en la fe y en las ceremonias, discípulos son los griegos del mismo Cristo, y los tesoros son enemigos comunes del nombre cristiano. Armenios, cirios y turcos están igualmente acosados; y los príncipes franceses a impulsos de su religiosidad vibraran sus aceros en defensa de la religión en general. 4. Si se atropellase a los súbditos de Andrónico, a fuer de la hez de los cismáticos, herejes, o paganos, un régimen atinado induciría a las potencias occidentales a escudar el poderoso aliado para sostener su imperio vacilante, resguardar el confín de Europa, y juntarse mas bien con los griegos contra los turcos, que dar lugar a que los turcos utilicen las armas y los tesoros de la Grecia avasallada.

Con esto, razones, ofertas y peticiones de Andrónico vinieron a quedar desatendidas con yerta y ostentosa indiferencia. Los reyes de Francia y de Nápoles se desentendieron de los peligros y la gloria de una cruzada; el papa se negó a convocar un concilio nuevo para deslindar los antiguos capítulos de la fe; y miramientos con las demandas añejas del emperador latino y su clero, le comprometieron para poner la contestación bajo un sobre ofensivo. «Al moderador [1171] de los griegos y a las personas que se apellidan patriarcas de las iglesias orientales». No cabía tiempo e índole menos favorables para tamaña embajada, pues Benedicto XII [1172] era un campesino torpe acosado de escrúpulos, y empapado en vino y en desidia; pudieron sus ínfulas ostentar tercera corona en la tiara papal, pero de suyo era tan incapaz para el desempeño regio como para el pontifical.

Muere Andrónico, se sajan mutuamente los griegos con sus guerras intestinas, y no les cabe el acudir en combinaciones de hermandad con los demás cristianos. Pero apenas logra Cantacuzeno arrollar e indultar a sus enemigos, se desvive en sincerar, o por lo menos sobredorar la entrada de los turcos en Europa, y el desposorio de su hija con un príncipe mahometano. Envía dos magnates con un intérprete latino a la corte romana, trasladada por entonces a Aviñón, sobre el Ródano, por espacio de setenta años: manifiestan la necesidad amarga que le estrechó a enlazarse con los infieles, y articulan por su encargo las voces halagüeñas de unión y cruzada. El papa Clemente VI, [1173] sucesor de Benedicto, los recibe con agasajo y señorío, se hace cargo de la inocencia de su soberano, disculpa sus quebrantos, encarece su magnanimidad, y les patentiza su cabal conocimiento de la situación y vaivenes del Imperio griego, habiéndole enterado muy atinadamente una dama saboyana, palaciega de la emperatriz Ana. [1174] Si escaseaba Clemente en atributos sacerdotales, se preciaba de señorío y magnificencia, con ínfulas de soberano, cuya mano dadivosa andaba repartiendo beneficios y reinos sin tasa. Descolló Aviñón en su reinado con boato y deleites; sobrepujaba en su mocedad el desenfreno de los barones, y el palacio y aun su dormitorio, se realzaron o mancillaron con las visitas de sus mancebas predilectas. Oponíanse las guerras de Francia con Inglaterra a la sagrada empresa; pero allá su vanagloria se excusaba con el ideal aparato, y luego acompañaron en su regreso dos obispos latinos a los embajadores griegos, con el carácter de enviados pontificios. Llegan a Constantinopla, y emperador y nuncios se pasman mutuamente de su respectiva religiosidad y elocuencia, pues sus respectivas conferencias florecían con redoblados rasgos de alabanzas y promesas recíprocas, y así se recreaban unos y otros sin darse crédito en sus arengas. «Me deleito —prorrumpía Cantacuzeno— con el plan de nuestra guerra sagrada, que no puede menos de redundar en timbre mío, y en beneficio grandioso de la cristiandad. Franquearán mis dominios el paso a las huestes de Francia, tropas, galeras y tesoros se consagrarán a la causa común, y venturosa sería mi suerte, si mereciera y lograra la corona del martirio. No alcanzan las palabras a expresar el afán con que estoy suspirando por la reunión de los miembros dispersos de Jesucristo. Si mi muerte condujera al intento, gozosísimo presentara mi espada y mi cerviz; si mis cenizas brotasen el fénix espiritual, yo mismo hacinara la leña, y encendiera la llama con mis propias manos». Sin embargo, el emperador griego se aferró con que la altanería y el atropellamiento de los latinos habían abortado los artículos de fe que estaban dividiendo ambas iglesias. Se desentendió de los pasos rendidos y arbitrarios del primer Paleólogo, y declaró con entereza, que nunca avasallaría su conciencia sino a los decretos de un sínodo libre y universal. «La situación de los tiempos —continuó—, no consiente que el papa y yo nos avistemos en Roma o en Constantinopla; pero se puede nombrar alguna ciudad marítima, al confín de ambos imperios, para juntar los obispos, y enterar a los fieles de levante y de Occidente». Muéstranse satisfechos los nuncios con la propuesta, y Cantacuzeno aparenta sumo quebranto por la frustración de sus esperanzas, que fueron luego a través con el fallecimiento del papa, y el destemple de su nuevo sucesor. Dilatose su vida; pero fue en el encierro de un claustro, y si no era con sus plegarias, el humillado monje mal podía entonar los asuntos de su ahijado y del Imperio. [1175]

Pero entre todos los príncipes bizantinos, el ahijado Juan Paleólogo, era el más a propósito para prohijar, creer y obedecer al pastor supremo de Occidente. Bautizose su madre, Ana de Saboya, en el regazo de la Iglesia latina, su enlace con Andrónico requirió un cambio total de nombre, de etiqueta palaciega, y sobre todo de culto; pero su corazón se mantuvo siempre leal a su patria y religión; labró la niñez de su hijo, y gobernó al emperador, según su ánimo, y así su pequeñez tuvo que ir creciendo hasta las dimensiones de una estatura varonil. En el primer año de su rescate y restauración, eran todavía los turcos dueños del Helesponto, con armas amagaba el hijo de Cantacuzeno desde Andrinópolis, y no le cabía a Cantacuzeno el contar consigo mismo ni con su pueblo. Opina la madre, esperanzada de auxilio advenedizo, y logra que abjure sus derechos eclesiásticos y civiles, y el acta de esclavitud, [1176] firmada con tinta de púrpura, y sellada con la bula de oro, se entregó reservadamente a un agente italiano. Encabeza los artículos el más memorable, que contiene un juramento de fidelidad y obediencia a Inocencio VI y sucesores, como supremos pontífices de la Iglesia Católica Romana. Se compromete el emperador a mantener con todo acatamiento a sus legados o nuncios; señalarles palacio para su residencia, y templo para su culto, entregando a su hijo segundo, Manuel, por vía de rehenes para el debido cumplimiento de su promesa. En pago de aquel allanamiento, pide un auxilio ejecutivo de quince galeras con quinientos guerreros, y mil ballesteros, para servirle contra sus enemigos tanto musulmanes como cristianos. Se compromete también Paleólogo a imponer igual yugo a su clero y vecindario; mas previendo fundadamente el contrarresto de los griegos, acude a los dos medios más eficaces del cohecho y la educación. Se autoriza al legado para el nombramiento de beneficios en los sujetos que desde luego firmen la creencia del Vaticano; se plantean además sus escuelas para imbuir a la mocedad de Constantinopla en el idioma y las doctrinas de los latinos, y se empadronó él nombre de Andrónico, heredero del Imperio, en el encabezamiento, como primer cursante. Si se malogran sus intentos por el rumbo de la violencia o de la persuasión, se allana Paleólogo a darse por inhábil para reinar; traslada al papa toda autoridad regia y paternal, y resiste a hacerlo con plenos poderes para el arreglo de la familia, el gobierno y el desposorio de su hijo y sucesor. Pero ni se ejecuta ni se publica el tratado; las galeras romanas resultan luego tan aéreas e ideales como el allanamiento de los griegos, y gracias a la reserva, el soberano se libertó del terror de aquel rendimiento infructuoso.

Revienta luego en su sien el tormentón de las armas turcas, y perdidas Andrinópolis y Romanía, queda acorralado en su capital, avasallado por el altanero Amurates, con la esperanza mezquina de ser el postrero en devorar a la fiera. En tamaña postración, Paleólogo toma la resolución de embarcarse para Venecia, y luego arrojarse a las plantas del pontífice; siendo el primer príncipe bizantino que visitase las regiones desconocidas de Occidente, mas tan sólo con ellas se cifraba algún consuelo y arrimo; pues menos ajado quedaba su señoría ante el sagrado colegio que en la Puerta Otomana. Regresan los papas, tras largo plazo, de Aviñón a las orillas del Tíber: Urbano V, [1177] de índole apacible y pundonorosa, alienta o franquea la peregrinación del príncipe griego, y le cabe la gloria en un mismo año de recibir en el Vaticano las dos sombras imperiales que venían a representar las majestades allá de un Constantino y un Carlomagno. En tan rendida visita, el emperador de Constantinopla, cuyas ínfulas desaparecen bajo el sumo quebranto, dio más de lo que cabía en cuanto a voces huecas y rendimientos positivos. Se le impone una especie de expediente judicial, y reconoce, en presencia de cuatro cardenales, como acendrado católico, la supremacía del papa y el procedimiento doble del Espíritu Santo. Tras esta justificación, se le introduce para su audiencia pública en la iglesia de san Pedro: siéntase Urbano en su solio acompañado de los cardenales; el monarca griego, en pos de tres genuflexiones, besó devotamente los pies, las manos y luego la boca del santo Padre, quien celebra misa solemne en su presencia, le consiente el asir las riendas de su mula, y le agasaja con banquete suntuosísimo en el Vaticano. Honorífico y amistoso es el coloquio con Paleólogo, pero asoma cierta indiferencia entre los emperadores de levante y de Occidente; [1178] pues el primero no se hizo acreedor al privilegio de entonar el Evangelio en la categoría de diácono. [1179] Urbano se esmera, por fineza con el ahijado, en revivir en el pecho del monarca francés, y de los demás potentados de Occidente el entusiasmo guerrero; pero los halla en extremo tibios para la causa general, y tan sólo ardientísimos en sus intereses peculiares. Asoma una vislumbre de esperanza para el emperador en un mercenario inglés, John Hawkwood, [1180] quien con una cuadrilla de aventureros, la hermandad blanca, había ido asolando Italia desde los Alpes hasta Calabria, vendido su servicio a estados contrapuestos, y había incurrido en excomunión, disparando sus saetazos contra la residencia pontificia. Concediose permiso expreso para negociar con el desterrado; pero las fuerzas o el denuedo flaquearon en el inglés, y tal vez vino a ser ventajoso para Paleólogo el malogro de un auxilio, muy costoso, inservible y expuestísimo. [1181] El griego sin consuelo prepara su regreso; [1182] pero aun éste queda atajado con un tropiezo deshonesto. Agenció en Venecia sumas cuantiosas con un éxito exorbitante, pero su arca está vacía, su acreedores se muestran incansables, y quedó arrestado enseguida del cobro. Apremia más y más a su primogénito, regente de Constantinopla, para que eche el resto para el apronto de la cantidad, aun despojando las iglesias para rescatar al padre de su cautiverio y afrenta. Pero el hijo descastado se desentiende allá despiadadamente de tan sumo borrón, y aun en su interior se recrea con el arresto del padre; pobrísimo se halla el Estado; el clero se niega, y acude a escrupulillos para cohonestar aquella resistencia. La religiosidad de su hermano Manuel afea amargamente aquel desvío, quien vende o empeña ejecutivamente cuanto tiene, se embarca para Venecia, rescata al padre, y se queda en prenda para la responsabilidad del residuo de la deuda. El padre y rey por fin regresa a Constantinopla, y se esmera en diferenciar ambos hijos con adecuada correspondencia, pero en ningún quilate habían acendrado ni la fe, ni las costumbres del perezoso Paleólogo con su peregrinación a Roma, y su apostasía o conversión, ajena de toda resulta espiritual o civil, queda luego olvidada por griegos y latinos. [1183]

A los treinta años de aquel viaje, su hijo y sucesor Manuel, con el propio motivo y con rumbo más grandioso, visita igualmente las regiones occidentales. Referí ya en otro capítulo su convenio con Bayaceto, su quebrantamiento, el sitio o bloqueo de Constantinopla, y el auxilio francés, a las órdenes del gallardo Boucicault. [1184] Solicita Manuel, por medio de sus embajadores auxilios latinos, pero se conceptuó que la presencia de un monarca angustiado exprimiría lloros y fuerzas de los bárbaros más empedernidos [1185] y el mariscal que opinó por la expedición, preparó el recibimiento del príncipe bizantino. Ocupan los turcos el tránsito por tierra, pero sigue expedita la navegación a Venecia. Lo agasajó Italia a fuer de primero, o por lo menos el segundo de los potentados cristianos; y todos se van lastimando de aquel confesor y campeón de la fe, y el señorío de sus modales evitó que la compasión entrañable degenerase en menosprecio. Pasa de Venecia a Padua y Pavía; y hasta el duque de Milán, allá amigo encubierto de Bayaceto, le franquea honoríficamente el tránsito hasta el confín de sus estados. [1186] Al asomar en Francia [1187], oficiales regios se encargaban de obsequiarle, costeándole carruaje y mantenimiento, y dos mil jinetes armados y brillantes le salen al encuentro hasta Charenton, por las cercanías de la capital. Salúdanle el canciller y el parlamento a las puertas de París, y Carlos VI, acompañado de sus príncipes y de todo el señorío, le abraza entrañablemente. Cubren al sucesor de Constantino con un ropaje de seda blanca, lo montan en un bridón blanquísimo, realce peregrino en el ceremonial de Francia, en ostentación de magnificencia, donde se conceptúa el color blanco allá como símbolo de soberanía; con la particularidad de que el emperador de Germania, en una visita reciente, a pesar de su altanera demanda, quedó desairado, teniendo que contentarse con un caballo pequeño. Se hospeda a Manuel en el Louvre; menudean funciones, saraos, banquetes y cacerías, con esmero culto y francés, para distraer al desconsolado, se le franquea su capilla peculiar, y los doctores de la Sorbona se pasman, y tal vez se escandalizan, con el idioma, ritos y vestimenta del clero griego. Pero a la primera mirada del estado del reino, podía desengañarse acerca del ansiado logro de asistencia considerable. El desventurado Carlos, en medio de tal cual intervalo lúcido, adolecía de ímpetus violentos y postraciones insensatas, y su tío y su hermano solían alternar en el manejo del timón del gobierno, siendo aquéllos los duques de Orleans y de Borgoña, cuya competencia descerrajada, estaba ya labrando las desdichas de una guerra civil. Era el primero un joven lozano y empapado todo en lujo y amoríos; padre el segundo de Juan conde de Nevers, recién rescatado de cautiverio turco, y si el hijo intrépido arde en afán por desagraviar al padre, el borgoñón más cuerdo se daba por satisfecho con el peligro y costo del primer trance. Sacia Manuel su curiosidad y cansa tal vez el sufrimiento de los franceses, cuando emprende su visita a la isla cercana. Desembarca, se interna y disfruta en Canterbury el agasajo del prior y monjes de san Agustín, y en Blackheath, el rey Enrique IV, con toda su corte, saluda al héroe griego (estoy copiando a nuestro historiador añejo) quien por una temporada, se hospeda y regala en Londres con ínfulas de un emperador oriental. [1188] Pero la situación de Inglaterra estaba todavía más contrapuesta a la empresa de aquella guerra sagrada. En el mismo año habían apeado y muerto al soberano hereditario; el reinante era un usurpador venturoso, cuya emulación y remordimientos estaban atenaceando su ambición insaciable; ni podía caber a Enrique de Lancaster el menor desvío de su persona o fuerzas para la defensa de un solio, conmovido por instantes con rebeldías y conspiraciones. Compadece, elogia y festeja al emperador de Constantinopla; pero si el monarca inglés ostenta su cruz, es tan sólo para acallar al pueblo, y aun quizás a su propia conciencia, con el merecimiento o las apariencias de aquel intento devoto. [1189] Manuel, sin embargo, pagado con regalos y obsequios, regresa a París, y tras una residencia de dos años en Occidente, se encamina por Italia y Germania, se embarca en Venecia, y permanece en Morea sosegadamente, aguardando el trance de su exterminio o su rescate. Sálvase no obstante de la precisión afrentosa de poner en venta pública o privada su propia religión. Desgarrábase la Iglesia latina con sus cismas. Reyes, naciones y universidades, todo en Europa se embandera en punto a obediencia, con los papas de Roma o de Aviñón; y el emperador, ansiando hermanar entrambos partidos, se retrae de todo género de comunicación con aquellos competidores desvalidos y malquistos. Coincide su viaje con el año del jubileo; pero atraviesa Italia sin apetecer, ni tal vez merecer la indulgencia plenaria que descargaba de todo pecado y de su penitencia a los fieles. Se ofende el pontífice romano de aquel desvío; le tilda de irreverente con toda una imagen del mismo Cristo; y exhorta más y más a los príncipes de Italia para que desechen y desamparen a un cismático tan contumaz. [1190]

Mientras duran las cruzadas, están los griegos mirando con asombro y pavor el raudal incesante de gentío que se agolpa redobladamente de los climas desconocidos de poniente; pero las visitas de los emperadores patentizan el interior de aquella separación, desarrollando la perspectiva de tantas naciones poderosas de Europa, que ya no se arrojan a tildar con el apellido de bárbaros. Los reparos de Manuel y de su perspicaz comitiva se conservan todavía en un historiador bizantino y contemporáneo; [1191] voy a enlazar y compendiar sus apuntes, y podrá entretener algún tanto, y aun servir de alguna instrucción, el ir mirando los bosquejillos más o menos esmerados de Germania, Francia e Inglaterra, cuyo estado antiguo está harto patente en nuestra fantasía.

I. Germania (dice el griego Chalcondyle) es un espacio dilatado desde Viena hasta el océano, y se tiende allá (geografía marítima) desde Praga, en Bohemia, hasta el río Tarteso y los montes Pirineos. [1192] Es fértil el suelo, excepto en higos y aceitunas; el ambiente saludable; los naturales son gallardos y robustos, y aquella región helada por maravilla padece los azotes de pestilencias ni terremotos. Germania es la nación mas populosa después de los escotos y los tártaros; es valerosa y sufrida, y unida bajo un solo mando, su pujanza sería incontrastable. Por concesión del papa, está disfrutando el privilegio de nombrarse su propio caudillo, que es el emperador romano, [1193] ni hay pueblo más entrañablemente adicto a la fe y obediencia del patriarca latino. Divídese el país por lo más entre príncipes y prelados; pero Estrasburgo, Colonia, Hamburgo y más de doscientas ciudades se gobiernan con leyes cuerdas y equitativas, según su albedrío y para ventaja de sus respectivos vecindarios. Usan los retos o peleas particulares a pie en paz o en guerra; descuella su industria en todas las artes mecánicas, pudiendo los germanos blasonar del invento de la pólvora y de la artillería, que ha cundido ya por el mundo entero.

II. Se explaya el reino de Francia por quince o veinte jornadas desde Germania hasta España, y desde los Alpes hasta el océano británico; y contiene muchas ciudades florecientes, y entre ellas París, solio del monarca, que sobresale entre todas por su lujo y riquezas. Asisten de palaciegos alternativamente varios príncipes y señores, y reconocen al rey por su soberano; son los más poderosos los duques de Bretaña y de Borgoña, de los cuales el segundo está poseyendo la opulenta provincia de Flandes, cuyos puertos suelen frecuentar nuestros mismos bajeles, y otros de regiones remotas. Forman los franceses un pueblo antiguo y riquísimo, su habla y costumbres, aunque en la realidad diversas, se dan allá la mano con las de Italia. Engreídos con el señorío imperial de Carlomagno y con sus victorias contra los sarracenos, y más con las hazañas de sus campeones Oliveros y Roldán, [1194] se conceptúan la primera nación de Occidente; pero su arrogancia frenética se ha visto ajada últimamente con sus desastres en las guerras contra los ingleses, los moradores de la isla británica.

III. Britania, en el océano, contrapuesta a las costas de Flandes, puede reputarse como una, o bien como tres islas; pero su conjunto está hermanado por el propio interés, costumbres y gobierno. La circunferencia medirá cinco mil estadios [1005,5 km]; cuajan su territorio ciudades y aldeas, aunque carecen de viñedo y aun de frutales, pero abunda en centeno y cebada, en lana y miel, y los naturales tejen gran cantidad de paños. Cabe a Londres la preeminencia entre todas las poblaciones de Occidente en vecindario, lujo y riquezas [1195] siendo la capital de la isla. Se halla situada sobre el Támesis, río caudaloso y violento, que a treinta millas [48,27 km], desagua en el mar de la Galia; y el vaivén diario de flujo y reflujo proporciona entrada y salida cómoda, para los bajales mercantes. Encabeza el rey una aristocracia poderosa y desmandada, sus vasallos principales disfrutan sus estados libre y perpetuamente, y las leyes deslindan los alcances de su respectiva autoridad y obediencia. Ha padecido el país los azotes de conquistas y sediciones; pero los naturales son valerosos y constantes, afamados en armas y victoriosos en la guerra. La hechura de sus broqueles y rodelas remeda a las armas italianas, la de sus espadas a los griegos, pero descuellan los ingleses en el manejo de sus ballestas. Discrepa su idioma de todos los del continente; en cuanto al régimen casero se diferencian poco de sus vecinos de Francia, pero la circunstancia más reparable de sus costumbres viene a ser su despego en punto al honor conyugal y al recato de sus mujeres. En sus mutuas visitas, el primer agasajo es el estrechar en sus brazos y gozar las finezas de la esposa y las hijas, juntándoselas las amigas sin rubor ni reparo, pues no se agravian con aquella confianza, ni con sus vueltas inevitables. [1196] Enterados como estamos en los usos de la antigua Inglaterra, y satisfechos de la pureza de nuestras madres, nos sonreímos con las creederas; y no nos ofendemos con la sinrazón de un griego, quien por cierto equivocó una salutación recatada, con una estrechez criminal. [1197] Pero aquella injusticia y credulidad nos da una lección importante, a saber, que desconfiemos de toda relación de naciones lejanas, y refrenemos nuestra creencia en punto a consejas que se desvían del rumbo de la naturaleza y de la índole humana. [1198]

Reina Manuel tras su regreso, con la victoria de Tamerlán, por largos años en paz y prosperidad, y mientras los hijos de Bayaceto solicitan su amistad y acatan sus dominios, se empapa todo en los arcanos de su religión nacional, y se desahoga componiendo hasta veinte diálogos en su defensa. Asoman embajadores bizantinos en el concilio de Constancia [1199] y evidencian el restablecimiento de los turcos y de la Iglesia latina. La victoria de Mohamed y Amurates hermana al emperador con el Vaticano, y el sitio de Constantinopla le va inclinando al reconocimiento de la procedencia doble del Espíritu Santo. Asciende Martín V sin competencia al solio de san Pedro, revive el vaivén de cartas y embajadas entre el levante y el Occidente. Ambición por una parte y conflictos por la otra vienen a dictar una correspondencia decorosa de paz y caridad; y el griego maduro se muestra anhelante de enlazar sus seis hijos con otras tantas princesas italianas; y no menos taimado el romano, envía a la hija del marqués de Monferrato con una comitiva de lindas señoritas, para ablandar con su atractivo los empedernidos cismáticos. Pero tras aquel disfraz de religiosidad se trasparenta que todo es hojarasca y embeleco en la corte y en la Iglesia de Constantinopla, pues el emperador avanza o ceja, según las alternativas de peligro o desahogo; alterna en las instrucciones de sus dependientes, y al estrecharle acude aparentando afán de enterarse precisión de consultar con los patriarcas y obispos, e imposibilidad de congregarlos con la presencia aterradora de los turcos en las mismas puertas de la capital. Escudriñando aquellas negociaciones, resulta que el griego se aferra en tres puntos sucesivos, auxilio, concilio y por fin reunión, al paso que los latinos sortean el segundo, aunque comprometiéndose para el primero, como consecuencia y galardón del tercero. Pero no cabe el desentrañar las íntimas interioridades de Manuel, por cuanto las patentiza en una conversación reservada sin rodeos ni disfraces. En el menguante de su edad, había asociado a Juan Paleólogo, segundo de este nombre, y su primogénito, sobre el cual vino a descargarse del mayor tráfago de su gobierno. Un día, presenciándolo únicamente el historiador Franza [1200] su camarero predilecto descubre a su compañero y sucesor el verdadero móvil de sus negociaciones con el papa. [1201] «Nuestro único recurso —prorrumpe Manuel— se cifra en la zozobra de los turcos por nuestra unión con los latinos, con las naciones guerreras de Occidente que pueden armarse en auxilio nuestro y exterminio suyo. Al primer amago de los infieles acude con el cuadro lastimero de tus demandas; propón un concilio, trata de los medios; pero sigue siempre dando largas y sortea la convocación de un congreso que jamás ha de redundar en ventaja nuestra, ni temporal ni espiritual. Altaneros son los latinos, pertinaces los griegos; ni unos ni otros han de cejar ni desdecirse; y el empeño de una hermandad cabal siempre ha de fomentar el cisma, enemistar las Iglesias y dejarnos a merced de los bárbaros». Mal avenido con encargo tan saludable, se levanta de su asiento, enmudece y se marcha, y el cuerdo monarca, sigue Franza, clavándome los ojos, continua de este modo: «Ese hijo mío se conceptúa un príncipe grande y heroico; pero ¡ay de mí! nuestra época desventurada no ofrece campo para grandezas ni heroicidades. Semejantes arranques correspondían a los tiempos felices de nuestros antepasados; pero la actualidad está requiriendo, no un emperador, sino un tirano precavido que vaya conservando los últimos restos de nuestros haberes. Tengo muy presente la encumbrada perspectiva que fantaseaba ya por nuestra alianza con Mustafá, y estoy temiendo que sus temeridades han de atropellar el exterminio de su alcurnia, y hasta la religión ha de venir a consumarlo». Sin embargo, la experiencia y el prestigio de Manuel fue conservando la paz, sin congregar el concilio, hasta que a los setenta años de su edad y en hábito de monje, terminó su carrera, repartiendo sus preciosas alhajas entre sus hijos y los pobres, los médicos y sus sirvientes predilectos. De sus seis hijos [1202] reviste a Andrónico II con el principado de Tesalónica, quien muere de lepra luego de la venta de aquella ciudad a los venecianos y su toma terminante por los turcos. Lances favorables reincorporan en el Peloponeso o Morea en el Imperio; y en días de prosperidad había Manuel fortificado el istmo de seis millas [9,65 km] con un murallón de piedra [1203] y ciento cincuenta y tres torres. Vuelcan los otomanos al primer empuje la muralla; la fértil península alcanzara a contentar los cuatro hermanos, Teodoro, Constantino, Demetrio y Tomás; pero malgastan en rencillas y contiendas caseras los restos de sus haberes y sus fuerzas, y el más opuesto de los competidores tiene que mendigar su precisa subsistencia, en clase de un dependiente de palacio en la corte bizantina.

El primogénito de Manuel, Juan Paleólogo II, queda reconocido a la muerte del padre por único emperador de los griegos. Repudia en seguida a su mujer, y contrae segundo matrimonio con la princesa de Trebisonda; pues para sus ojos la hermosura era la prenda de las prendas en una emperatriz, y el clero tiene que avenirse a su protesta terminante de que no franqueándole el divorcio tiene que retirarse a su solio para su hermano Constantino. La primera y en verdad la única victoria de Paleólogo fue contra un judío, [1204] a quien tras reñida y erudita contienda convirtió a la fe cristiana, y la historia de aquel tiempo menciona esmeradamente tan peregrina conquista. Mas luego se reengolfa en el empeño de hermanar el Oriente con el ocaso y desentendiéndose de las advertencias del padre, da oídos, al parecer de corazón, a la propuesta de hallarse con el papa en un concilio general, allende el Adriático. Martín V fomenta el arriesgado intento; pero sostenido tibiamente por el sucesor Eugenio tras negociación dilatada, recibe el emperador una intimación del congreso latino de muy nuevo temple, los prelados independientes de Basilio que se apellidaban representantes y jueces de la Iglesia Católica.

El pontífice romano había peleado y vencido en la causa de la libertad eclesiástica; mas el clero triunfante quedó luego avasallado por la tiranía de su libertador; pero su carácter sagrado quedó luego invulnerable para las armas de suyo tan afiladas y ejecutivas contra todo magistrado civil. Su resguardo sumo, el derecho de elección, quedó yerto con apelaciones, burlado con encargos y encomiendas, mudo con otorgamientos reversibles, sobreseído con reservas y juicios arbitrarios. [1205] Pública es ya almoneda en la corte romana, cardenales y validos cargan con el haber de las naciones, y todos los países tienen motivo para mostrarse quejosos de que los beneficios más pingües y honoríficos se agolpan en manos de advenedizos o ausentes. Mientras residieron en Aviñón la ambición papal amainó ante los pendones más ruines del lujo [1206] y la avaricia; imponen rigurosamente al clero el tributo de diezmos y primicias, tolerándole impunemente sus vicios de relajación y cohecho. Tantísimo género de escándalos se agravaba con el gran cisma de Occidente, que siguió por más de medio siglo. En las desaforadas contiendas de Roma y Aviñón, se ponían de manifiesto mutuamente los desbarros de sus competidores, y su situación resbaladiza redundaba en menoscabo de su autoridad, relajando su disciplina y redoblando sus privaciones y sus estafas. Para curar aquellas profundas llagas y restablecer el predominio de la Iglesia, los concilios de Pisa y de Constancia [1207] se juntaron sucesivamente; pero aquellos congresos tan concurridos, engreídas con su poderío, acordaron volver por los fueros de la aristocracia cristiana. Tras una sentencia personal contra dos pontífices que desecharon, y un tercero que reconocieron por soberano y luego lo depusieron, los padres de Constancia pasaron a desentrañar la naturaleza y los límites de la supremacía romana, sin querer separarse hasta después de plantear la autoridad de un concilio general sobre los papas. Se decretó que para el gobierno y la reforma de la Iglesia, aquellos congresos fuesen periódicos, y que todo sínodo, antes de disolverse, fijase sitio y época para la reunión siguiente. Con el influjo de la corte de Roma, quedó fácilmente formada la convocatoria inmediata para Siena, pero las actas briosas del concilio de Basilea [1208] estuvieron muy a pique de redundar en exterminio de Eugenio IV. Sospechando fundadamente su intento, los padres atropellan la promulgación de su primer decreto, a saber, que los representantes de la Iglesia militante sobre la tierra estaban revestidos con una jurisdicción espiritual y divina sobre todos los cristianos, sin excepción del papa; y que no cabía el disolverse, prorrogarse o trasladarse sin su propia deliberación y acuerdo. Sabedores de que Eugenio había fulminado una bula al intento, se arrojan a intimar, amonestar, amenazar y censurar al sucesor contumaz de san Pedro. Tras varios plazos para darle cabida al arrepentimiento, por fin declaran que no allanándose en el término de sesenta días queda suspendido de toda autoridad espiritual y temporal; para estampar su jurisdicción sobre el príncipe igualmente que sobre el sacerdote, se encargan del gobierno de Aviñón anulando toda enajenación del patrimonio sagrado, y resguardan a Roma contra el recargo de nuevos impuestos. Se sincera el arrojo, no sólo con la oposición general del clero, sino con el arrimo y poderío de los primeros monarcas de la cristiandad; el emperador Segismundo se declara sirviente y amparador del sínodo; Germania y Francia se asocian a su causa; el duque de Milán es ya enemigo de Eugenio, y un alboroto de la plebe romana lo arroja del Vaticano. Desechado al propio tiempo tanto por súbditos espirituales como temporales, no le queda más arbitrio que el allanamiento; en el contenido de una bula, revoca sus propios pasos y ratifica todos los del concilio, incorporando sus legados y cardenales con aquel cuerpo venerable, y aparenta avenirse a los decretos de la legislatura suprema. Su nombre trasciende a Oriente, y en su presencia recibe Segismundo a los embajadores del sultán turco, [1209] quienes rinden a sus plantas doce grandiosos canastos cuajados de ropajes de seda y piezas de oro. Los padres de Basilea entonces aspiran a la gloria de avasallar a los griegos como igualmente a los bohemios y reducirlos al regazo de la Iglesia, y envían diputados al emperador y al patriarca de Constantinopla, para juntarse en un congreso que mereciese la confianza de las naciones occidentales. No se desentiende Paleólogo de la propuesta, y el senado católico admite con el debido decoro a sus enviados. Pero el sitio trae consigo un obstáculo insuperable, por cuanto se niega absolutamente a tramontar los Alpes o atravesar el mar de Sicilia y exige terminantemente que la reunión se verifique en algún pueblo adecuado de Italia o por lo menos sobre el Danubio. Los demás artículos del convenio quedan luego corrientes: se acuerda el costear aquel viaje al emperador con una comitiva de setecientas personas, [1210] librar una suma ejecutiva de ocho mil ducados [1211] para el hospedaje del clero griego, y en su ausencia aprontarle un auxilio de diez mil ducados, con trescientos ballesteros y algunas galeras para el resguardo de Constantinopla. Anticipa la ciudad de Aviñón el caudal para los primeros desembolsos y el embarque se va preparando en Marsella, no sin dificultades y tropiezos.

En medio de su apuro, las potencias eclesiásticas de Occidente se disputan la amistad de Paleólogo; pero la actividad mañosa del monarca prepondera a las contiendas pausadas y el tesón inflexible de una república. Siguen los decretos de Basilea coartando más y más el despotismo del papa, y en plantear un tribunal supremo y perpetuo en la Iglesia. Eugenio se desespera con aquel yugo, y la unión con los griegos puede proporcionarle un pretexto decoroso para trasladar aquel sínodo desmandado del Rin al Po. Recobraba la independencia de los padres con el tránsito de los Alpes: Saboya o Aviñón, a los cuales se avienen con desagrado, se conceptúan en Constantinopla allende las columnas de Hércules, [1212] y tanto el emperador como el clero miran con zozobra los peligros de navegación tan dilatada; y luego se lastiman con el desengaño altanero de que tras la nueva herejía de los bohemios, echaría el concilio el resto por dar igualmente al través con la ya rancia herejía de los griegos. [1213] Por parte de Eugenio todo asoma blando, avenible y respetuoso y sigue instando al monarca bizantino para que cese con su presencia el cisma latino, como también el de la Iglesia oriental. Propónese Ferrara junto a la costa del Adriático para su avistamiento amistoso, y con alguna condescendencia sobre la falsificación o cebo de avenencia del mismo concilio, para su traslación a una ciudad italiana. Apronta Venecia nueve galeras al intento, contando con las de Candía, preparativo más diligente que los bajeles más tardíos de Basilea. Lleva el almirante romano el encargo de quemar, sumergir y anonadar [1214] a aquella escuadra sacerdotal y pudieron batallar en los propios mares donde Atenas y Esparta habían peleado por su preeminencia en la gloria. Acosado con el desenfreno de las partidas que están ya en el disparador de trabar contienda por apoderarse de su persona, Paleólogo titubea al dejar su palacio y su país en demanda de un empeño arriesgadísimo; volviendo en la memoria la advertencia de su padre, y haciéndose cargo de que estando los latinos desavenidos entre sí, mal podían hermanarse en una casta ajena. Disuádele Segismundo de aquel intento harto intempestivo, siendo su dictamen desapasionado, puesto que se embanderaba con el concilio y le corroboraba aquel arranque la extraña creencia de que el César germano podía nombrar a un griego por heredero y sucesor en el Imperio de Occidente. [1215] Hasta el sultán turco es un consejero a quien se hace arriesgado complacer; pero mucho más expuesto el desagradar. No se entendía Amurates de disputas, pero le pesaba la unión ideada entre los cristianos, ofrece acudir con sus tesoros a las urgencias de la corte bizantina, declarando con magnanimidad fementida, que vivirá segura e inviolable Constantinopla en ausencia del soberano. [1216] Campea la resolución de Paleólogo a impulsos de cuantiosos regalos y promesas brillantísimas; anhela desahogarse por una temporada de tantísimo afán y peligro; y despidiendo con una contestación ambigua a los mensajeros del concilio, patentiza su ánimo de embarcarse en las galeras romanas. Cabe más zozobra que esperanza en la ancianidad del patriarca Josef, y trémulo con los peligros del mar prorrumpe en la extrañeza de que su voz apocada y las de quizás unos treinta de sus hermanos acendrados van a quedar sofocadas allá en países remotos con la prepotencia y el número del sínodo latino. Se allana sin embargo al mandato regio y a las seguridades lisonjeras de que le van a oír como al oráculo de las naciones, y al anhelo reservado de aprender allá de su hermano occidental el medio de libertar por fin a la Iglesia del yugo de los monarcas. [1217] Los cinco portacruces o dignatarios de santa Sofía, y uno de ellos el gran eclesiarca o predicador, pues todos debían acompañarlo, Silvestre, [1218] compuso una historia harto libre y curiosa [1219] sobre la unión falsa. [1220] El clero, que acude muy cuesta arriba a la intimación del emperador y del patriarca, tiene que allanarse ante todo, y el aguante es su virtud más esclarecida. En una lista selecta de veinte obispos, se aparecen los dictados metropolitanos de Heraclea y Cízico, Niza y Nicomedia, Éfeso y Trebisonda y el mérito esclarecido de Morea y Besarion, quienes engreídos con su erudición y elocuencia ascendieron a la jerarquía episcopal. Se nombraron algunos monjes y filósofos, para blasonar con la ciencia y santidad de Grecia y luego van cantores y músicos para desempeñar las obligaciones del coro con toda brillantez. Acuden los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén por diputados legítimos o supuestos, el primado de Rusia representa su Iglesia nacional, pudiendo los griegos competir con los latinos, en cuanto a la extensión de su imperio espiritual. Los vasos preciosísimos de Santa Sofía van expuestos a los vientos y las olas para que el patriarca pueda oficiar con la brillantez competente, y gástase cuanto caudal puede acopiar el emperador, se emplea en la gala y realce de su lecho y carruaje [1221] y al paso que están aparentando grandezas y prosperidades propias de su antiguo boato se pelean por el reparto de quince mil ducados que es el primer agasajo o limosna del pontífice romano. Redondeados por fin los preparativos, Juan Paleólogo, con grandiosa comitiva y acompañado de su hermano Demetrio y de los personajes más eminentes de la Iglesia y el Estado, se embarca un ocho bajeles de vela y reino, y surcan por los estrechos turcos de Gallípoli, el Archipiélago, Morea y el golfo Asiático. [1222]

Tras navegación angustiosa y afanada de sesenta y siete días, la escuadra religiosa fondea por fin delante de Venecia, y el agasajo corresponde al júbilo y magnificencia de aquella república poderosa. Augusto allá imperando el orbe fue tan comedido, que nunca llegó a requerir de los suyos tantísimo obsequio como se tributó a su endeblillo sucesor por un estado independiente. Entronizado en la popa sobre un solio encumbrado recibe la visita, o según el uso griego la adoración del dogo y senadores. [1223] Surcan en el Bucentauro, escoltado por doce galeras ostentosas; innumerables góndolas de pompa y regalo cuajan el mar, el aire está resonando con músicas y algazara; marineros y bajeles aparecen revestidos de seda y oro, y con todos los emblemas y adornos alternan las águilas romanas con los leones de san Marcos. El acompañamiento triunfal emboca el canal grandioso, pasa bajo el puente de Rialto, y los orientales advenedizos se pasman y absortan ante palacios, iglesias y gentío de aquella ciudad, que aparece flotante en el seno de las aguas. [1224] Suspiran al mirar los despojos y trofeos que la condecoran, traídos de Constantinopla. Tras un agasajo muy espléndido de quince días, continua Paleólogo su viaje por tierra y agua, desde Venecia a Ferrara, y en aquel trance el orgullo del Vaticano amainó con el afán de obsequiar a la dignidad excelsa de todo un emperador de Oriente. Hizo su entrada en un caballo pequeño, enjaezado con águilas de oro iba otro blanquísimo por delante, y llevaban el palio sobre su cabeza los príncipes de Este; hijos o parientes de Nicolás, marqués de la ciudad, y soberano más poderoso que él mismo. [1225] No se apea Paleólogo hasta el centro de la gradería: adelantose el papa hasta la puerta y se desentiende de la genuflexión empezada, y tras un abrazo paternal, conduce al emperador a un sitial a su izquierda; mientras el patriarca no se mueve de su galera, hasta que se ajustó el ceremonial competente entre los obispos de Roma y de Constantinopla. Recibe éste el saludo del hermano con un beso de unión y caridad, y ningún eclesiástico griego quiere allanarse a besar el pie del primado occidental. Al abrirse el concilio los caudillos temporales y eclesiásticos se abalanzan a porfía al sitio honorífico del centro, y sólo con la advertencia de que sus anteriores no habían asistido personalmente en Niza y en Calcedonia, puede Eugenio desentenderse de los ejemplares de Constantino y de Marciano. Tras reñidísimo debate, quedó convencido que los lados derecho e izquierdo de la iglesia se ocupasen por ambas naciones; que la cátedra aislada de san Pedro encabezase la línea latina; y que el solio del emperador griego, al frente de su clero, se igualara y contrapusiese al segundo predicamento, al asiento vacante del emperador de Occidente. [1226]

Pero tras las funciones y formalidades se entablan, por fin, los puntos capitales, y desde luego los griegos, se muestran desabridos con el viaje, con ellos mismos y con el papa. Sus emisarios mañosos lo habían encumbrado hasta lo sumo, como rozagante con su prosperidad y encabezando los príncipes y prelados de Europa, prontísimos a creerle, obedecerle y armarse. Ya el aspecto mezquino del sínodo de Ferrara le había dado un viso desairado, y los latinos abren su primera sesión tan sólo con cinco arzobispos, dieciséis obispos y diez abates, siendo los más o súbditos o paisanos del pontífice italiano. Excepto el duque de Borgoña, ningún potentado occidental se digna asomar ni personalmente, ni aun por medio de sus enviados; ni cabía desentenderse de cuanto tenía providenciado judicialmente el concilio contra el predominio y la persona de Eugenio, terminado todo con elección nueva. Bajo este concepto, se pide y se concede una tregua, o demora; mientras Paleólogo pueda contar, por anuencia de los latinos, alguna compensación temporal por aquella hermandad antinacional y arriesgada, y después de la primera sesión quedan las actas aplazadas para después de seis meses. El emperador, con una comitiva selecta de palaciegos y jenízaros, se aposenta para veranear en un monasterio ameno y anchuroso a dos leguas de Ferrara; trascuerda con el recreo de sus cacerías los quebrantos de la Iglesia y del Estado, y se aferra en exterminar la caza, desoyendo las quejas del marqués y del mayordomo. [1227] Entretanto los desventurados griegos están padeciendo todas las desdichas de la pobreza y el destierro; para el consumo de cada huésped se libran mensualmente ya tres, ya cuatro florines de oro; y aunque la suma cabal no asciende a setecientos florines, se van siempre recargando los atrasos con las privaciones y las mañas de la corte romana. [1228] Suspiran más y más por su rescate ejecutivo, pero queda atajado su intento con tres obstáculos; se requiere pasaporte de los superiores a las puertas de Ferrara; el gobierno de Venecia tiene acordado el prender y rechazar para adentro a todo fugitivo; castigo ejemplar les está esperando al asomar por Constantinopla; excomunión, multa, y en fin sentencia que prescinde absolutamente de la dignidad sacerdotal, de azotarlo desnudo públicamente. [1229] Azorados del hambre los griegos, tienen que engolfarse en sus contiendas, y se avienen a duras penas al viaje de Florencia para alcanzar la retaguardia del sínodo desbaratado. Forzosa es ya la nueva traslación, pues Ferrara está contagiada; se desconfía del marqués; guarda las puertas la soldadesca asalariada del duque de Milán, y como está ocupando Romanía, se hace muy arduo y peligroso al papa, al emperador y a los obispos el escudriñar un tránsito por las malezas solitarias de los Apeninos. [1230]

Con el tiempo y la maña se arrollan por fin todos los tropiezos, el ímpetu de los padres de Basilea, favorece más bien que daña a la causa de Eugenio; las naciones de Europa abominan del cisma, y rechazan el nombramiento de Félix Quinto, que fue siendo duque de Saboya, ermitaño y papa: y los príncipes mayores van cediendo a las instancias de su competidor para afianzar su neutralidad y su afecto. Los legados, con algunos individuos de corporación desertan a la hueste romana, que va creciendo en gentío y concepto; y así el concilio de Basilea quedó reducido a treinta y nueve obispos y trescientos del clero inferior, [1231] al paso que en el de Florencia asoman las firmas del mismo papa, ocho cardenales, dos patriarcas, cincuenta y dos obispos, y cuarenta y cinco abates, o superiores de órdenes religiosas. Tras el afán de nueve meses, y los debates de veinticinco sesiones, se logra la gloriosa ventaja de la reunión de los griegos. Ventílanse cuatro cuestiones principales entre las dos Iglesias.

I. El uso del pan ácimo o agrio en la comunión del cuerpo de Jesucristo.

II. La naturaleza del Purgatorio.

III. La supremacía del papa.

IV. El procedimiento simple o doble del Espíritu Santo. Campean en la causa de entrambas naciones diez prohombres teológicos; sostiene a los latinos la inexhausta elocuencia del cardenal Juliano; y Marco de Éfeso y Besarion de Niza, son los caudillos valientes y diestrísimos de las fuerzas griegas. Viva la racionalidad, pues la primera cuestión se trata ahora como muy material y de rito, que puede ir variando sin trascendencia, según los tiempos y las opiniones de los países. En cuanto a la segunda se convienen unos y otros que ha de mediar algún desagravio por las culpas veniales o de menor cuantía, entre los fieles y en cuanto a quedar purificadas las almas con el fuego elemental, el punto era muy dudoso, pero que podía zanjarse en pocos años en el mismo lugar por los propios contendientes. La pretensión de la supremacía es ya otro punto más arduo y trascendental; pero siempre los orientales habían acatado al papa como el primero de los cinco patriarcas, ni tienen ahora reparo en que su jurisdicción rija con arreglo a los sagrados cánones; concesión indeterminada que se podía deslindar, o trasponer según la oportunidad de las circunstancias. En cuanto al procedimiento del Espíritu Santo del Padre solo o del Padre y del Hijo, es ya un punto o artículo de fe que había encarnado en gran manera en los ánimos, y con las sesiones de Ferrara y de Florencia, la adición latina filioque se subdividió en dos cuestiones, a saber, si era legal, o era acendrada. No será del caso el blasonar de mi desapasionada indiferencia en el asunto, mas opino que envalentonaba a los griegos hasta lo sumo la prohibición del concilio de Calcedonia contra el aumento de todo artículo al credo Niceno, o sea de Constantinopla. [1232] En los negocios terrenales a duras penas se alcanza, cómo una junta de legisladores puede maniatar a sus legítimos sucesores, revestidos con iguales facultades que las propias; pero los dictámenes inspirados tienen que ser ciertísimos e inmutables; ni cabe que un solo obispo, o un sínodo provincial se arrojen a invocar contra el parecer de la Iglesia católica. En cuanto a la sustancia de aquella doctrina, igual e interminable venía a ser la controversia; la racionalidad se anonada en punto a esos procedimientos de toda una deidad; calla el Evangelio que se patentiza en el altar; los varios textos de los santos Padres pudieron estragarse malvadamente, o embrollarse con sofisterías, y los griegos ignoraban el mérito y los escritos de los doctores latinos. [1233] Sobre este particular nos cabe el decir que ninguno de los presentes pudo quedar convencido con los argumentos de sus contrarios. La racionalidad puede asentar un mundo de vulgaridades, y una mirada volandera se completa con hacerse cargo de cualquier objeto asequible a nuestras potencias. Pero obispos y monjes sugerían repitiendo desde su niñez una especie de fórmula o estribillo de voces misteriosas, cifraban su timbre nacional y personal en el redoble de los idénticos sonidos, y sus escasos alcances yacían empedernidos o se inflamaban a ciegas con los ímpetus de la contienda.

Sumidos allá en una polvareda y lobreguez, ansían el papa y el emperador un convenio que por fin aparentase el cumplimiento de su afanoso plan, y el tesón indómito de los disputantes tiene que ir amainando con los amaños y arterías de la negociación personal y reservada. Fallece el patriarca Josef con los años y los achaques; su voz expirando exhala consejos caritativos y amistosos, y su vacante halaga las esperanzas de un clero ambicioso. La obediencia instantánea y oficiosa de los arzobispos de Rusia y Niza, Isidoro y Besarion, medra estimulada con su promoción ejecutiva a la jerarquía de cardenales. Desarrolló al punto Besarion como uno de los campeones más gallardos y denodados de la Iglesia griega; y si a fuer de apóstata y bastardo desmerece como réprobo de la patria [1234] descuella en las páginas de la historia como un dechado sin par de patriotismo ensalzado entre los palaciegos como opositor estruendoso, y complaciente oportuno. El emperador, al arrimo de tan poderosos auxiliares, va dedicando sus conatos a la situación general y a la índole personal de cada obispo, y con la autoridad y el ejemplo se van todos aviniendo sucesivamente. Yacen sus rentas en manos de los turcos, y sus personas en las de los latinos; un erario episcopal, las vestiduras y cuarenta ducados desaparecen al vuelo; [1235] las esperanzas de su regreso siguen siempre colgadas de los bajeles venecianos y de las limosnas romanas; y sus escaseces son tan extremadas que los atrasos, el pago en suma de una deuda, se reciben al par de extremada fineza, y tiene accidentes de cohecho. [1236] La contingencia y el auxilio de Constantinopla disculpan tal vez algún disimulo cuerdo y religioso; y se fue insinuando que los herejes empedernidos, que constituían la hermandad del Oriente y del ocaso yacían en el desamparo de un juez enemigo expuesto a incesantes tropelías o más bien escarmientos por la justicia del pontífice romano. [1237] En la primera junta particular de los griegos, se aprueba el formulario de la unión por veinticuatro, y se reprueba tan sólo por doce obispos. Portacruces de santa Sofía, que aspiraban a las ínfulas de patriarca, quedan desautorizados con arreglo a la disciplina antigua, y su derecho de votación se traslada a una porción de monjes cortesanos, o gramáticos y seglares. El albedrío del monarca va por fin denotando una fementida y servil unanimidad, y tan sólo los patriotas tienen el denuedo de manifestar sus arranques entrañables y los de su patria. Demetrio, hermano del emperador, se retira a Venecia, para no presenciar el convenio; y Marco de Éfeso equivocando tal vez su altanería con su conciencia, se desentiende allá de toda comunión con los latinos, siempre herejes, y prorrumpe en arranques de campeón y confesor de la doctrina acendrada. [1238] Con el tratado entre las dos naciones, se proponen varias fórmulas de convenio, complaciendo a los latinos, sin deshonor de los griegos y van escrupulizando por ápices palabras y sílabas, hasta que el fiel de la balanza teológica asoma un tantillo a favor del Vaticano. Se acuerda (tengo que suplicar al ahínco de mis lectores) que el Espíritu Santo está procediendo del Padre y del Hijo, como de un solo principio y una idéntica sustancia verificándose el misterio con una sola expiración o producción. Es más obvio el enterarse de los artículos preliminares que el papa ha de costear todos los gastos de los griegos en su regreso, que ha de mantener anualmente dos galeras y trescientos soldados para la defensa de Constantinopla; que cuantos bajeles transporten peregrinos a Jerusalén han de tocar en aquel puerto; que cuantas veces se lo exijan, el papa tiene que aprontar diez galeras por un año, o veinte por seis meses; y que ha de echar el resto por mover a los príncipes de Europa en necesitando el emperador fuerzas terrestres.

Abultan en el mismo año y casi en el propio día la deposición de Eugenio en Basilea, y en Florencia la reunión de griegos y latinos. En aquel sínodo (que solían llamar «congreso diabólico») tiznan al papa con los crímenes de simonía, perjurio, tiranía, herejía, y cisma, [1239] y lo declaran incorregible en sus vicios, indigno de todo dictado, e incapaz de obtener cargo alguno eclesiástico. En el otro concilio se le ensalza como vicario verdadero y sagrado de Jesucristo, quien, tras un desvío de seis siglos, había hermanado los católicos de levante y poniente, en un mismo redil, y bajo el idéntico pastor. Firman el acta de unión el papa, el emperador y los individuos principales de entrambas Iglesias, y aun aquellos que, como Sirópulo, quedaron [1240] sin derecho de votar. Bastaban dos copias para levante y Occidente, mas no se satisface Eugenio sin cuatro ejemplares auténticos y semejantes, firmados y testimoniados como monumentos de su victoria. [1241] En un día memorable, los sucesores de san Pedro y de Constantino se encumbran en sus solios; y juntan ambas naciones en la catedral de Florencia, sus representantes, el cardenal Juliano y su compañero al intento Besarion, arzobispo de Niza, trepan al púlpito, y después de leer en sus idiomas respectivos el acta de unión, se abrazan estrechamente, en nombre y en presencia de sus hermanos enajenados en aplausos. Ofician al papa y sus acompañantes según la liturgia romana, se entona el credo con la adición de filioque; disculpa desaladamente la conformidad de los griegos con su ignorancia de aquellos ecos armónicos, aunque mal articulados; [1242] pero los latinos más escrupulosos se oponen a toda celebración solemne en el rito bizantino. Pundonorosos el emperador y su clero vuelven por sus fueros nacionales; se ratifica el tratado con su anuencia, y se acuerda reservadamente que ninguna innovación ha de mediar en punto a creencia y ceremonias, acatan en público y en secreto la entereza valerosa de Marco de Éfeso, y al fallecimiento del patriarca se desentienden allá de todo paso en punto a sucesión hasta verificar el nombramiento en la catedral de santa Sofía. En cuanto al reparto de agasajos públicos y particulares, el pontífice dadivoso se empeñó en sobrepujar esperanzas y promesas; los griegos, con menos boato y altanería, regresan por el mismo rumbo de Ferrara y Venecia, y su recibimiento en Constantinopla es puntualmente cual se manifestará en el capítulo siguiente. [1243] El éxito del primer intento envalentona a Eugenio para repetir aquellas demostraciones edificativas, y los diputados de Armenia, maronitas y jacobitas de Siria y Egipto, los nestorianos y etiopios fueron sucesivamente llegando para besar el pie al pontífice romano, y anunciarles la obediencia y conformidad del Oriente. Aquellas embajadas desconocidas en los países que osaban representar, [1244] fueron pregonando por el Occidente la nombradía de Eugenio; y clama la cristiandad incitada contra los restos de un cisma en Suiza y Saboya, que está sólo atajando la hermandad del mundo cristiano. Aquella pujanza se robustece con el cansancio y la desesperación; el concilio de Basilea se va disolviendo calladamente, y Félix, deponiendo la tiara, se encierra de nuevo en el santuario devoto y ameno de Ripaille, [1245] se afirma la paz general con actos recíprocos de olvido y descargo; ceja todo intento de reforma; siguen los papas ejerciendo y extremando su despotismo espiritual, ni ha padecido ya Roma el quebranto de una elección controvertida. [1246]

Infructuosos fueron los viajes de tres emperadores para su salvamento temporal y aun tal vez el espiritual; mas vinieron a causar sumo beneficio, reviviendo con ellos la literatura griega en Italia, que luego se fue propagando a las naciones más remotas de Occidente y del Norte. Los súbditos del solio bizantino, en medio de aquella ínfima servidumbre y postración, atesoraban todavía la llave de oro que podía patentizar las preseas de la Antigüedad, en un habla de suyo halagüeña y fecundísima, que verifica los objetos, y abulta los recónditas sutilezas del entendimiento. Hollada la valla de la monarquía, y asolada la misma capital, miles de bárbaros habían estragado hasta lo sumo el dialecto nacional, y luego han sido precisas un sinnúmero de plegarias para interpretar voces infinitas arábigas, turcas, esclavonas, anticuadas y francesas. [1247] Pero se hablaba idioma mucho más puro en la corte, y se enseñaba en las escuelas, y un sabio italiano expresa y realza tal vez el estado floreciente del siglo [1248] por haber tenido que residir en Constantinopla, como casado aventajadamente [1249] y avecindado por unos treinta años antes de la conquista turca. «El habla vulgar —dice Filelfo— [1250] se ha embastecido por la plebe, contagiado por la muchedumbre de advenedizos y tratantes, que se agolpan de día en día sobre la capital, y se confunden con el vecindario. A los alumnos de aquella escuela se deben las versiones de Aristóteles y Platón. Pero seguimos a los griegos castizos, pues son los únicos que, ajenos de lobregueces y de apocamiento, son signos de nuevo remedo. Hablan todavía familiarmente el idioma de Aristófanes y Eurípides, y su estilo es todavía más esmerado y cabal. Cuantos por su nacimiento y sus cargos vienen a ser palaciegos, hechos unos atenienses, siguen manteniendo, sin el menor asomo de lunar, el dechado primitivo de pura elegancia, y aquel primor exquisito en el habla resplandece con mayor brillantez en las damas exentas de todo roce con la ralea advenediza. ¿Qué digo con advenedizos? Viven allá retiradas lejos del trato y vista de los demás ciudadanos. Por maravilla asoman en las calles, y si llegan a salir de sus moradas, es tan sólo en anocheciendo, para visitar iglesias, o la parentela más cercana. Entonces van a caballo cubiertas con un velo, y cercadas del marido, los deudos y los sirvientes». [1251]

Clero numeroso y opulento se vinculaba entre los griegos al desempeño del culto; descollaron siempre sus monjes y obispo con el señorío y austeridad de sus costumbres, sin distraerse, como los sacerdotes latinos, en carreras mundanas y aun militares, con liviandades perpetuas. Tras el mucho tiempo y esmero empleado en devociones, y luego en el ocio y la desidia o contiendas de la iglesia y el claustro, los más aplicados y ambiciosos solían engolfarse en la condición sagrada o profana de su idioma nativo. Inspeccionaban los eclesiásticos la educación pública; subsistieron las escuelas de filosofía y elocuencia por espacio de siglos hasta el vuelco del Imperio, y cabe afirmar que se encontraban más libros y más instrucción en el recinto de Constantinopla, que podía hallarse desparramada en todos los países juntos de Occidente. [1252] Mas ya se apuntó una diferencia cuantiosa, a saber, que los griegos siguieron siempre atascados o más bien fueron cejando; al paso que los latinos iban más y más adelantando con paso veloz e incesante. El ímpetu de la emulación e independencia iba estimulando a las naciones, y aun en el mundo escaso de los estados italianos, abarcaba más gentío e industria que el circo siempre menguante del Imperio Bizantino. Las clases ínfimas de la sociedad en Europa vivían ya exentas del yugo feudal, y la libertad es el primer arranque para la transición y la racionalidad; la superstición había ido conservando el uso de un latín impuro o bastardo; las universidades allá desde Bolonia hasta Oxford [1253] hervían con millares de alumnos, y aquel afán desatentado merecía encaminarse a estudios más varoniles y caballerosos. Al revivir la ciencia, fue Italia la primera que acertó a despertarse; y el elocuente Petrarca, con sus lecciones y su ejemplo merece fundadamente la aclamación de lucero del orbe literario. Se entona el rumbo de la composición, los conceptos se eslabonan y engalanan con el estudio y el remedo de los antiguos; y así los discípulos de Cicerón y de Virgilio, con cariño y acatamiento se fueron acercando al santuario de los maestros griegos; franceses y venecianos en el saqueo de Constantinopla habían menospreciado las obras de un Lisipo y aún Homero; los monumentos del arte se anonadan de un solo golpe; pero el ingenio inmortal se va renovando y multiplicando con los traslados de la pluma, y ansían de muerte así Petrarca como sus amigos aquellas copias para atesorarlas y desentrañarlas. Sin duda las armas turcas atropellaron la huida de las musas; pero estremece el recapacitar que pudo Grecia quedar sepultada con sus escuelas y librerías, antes que Europa asomase entre las lobregueces del barbarismo, y que pudiesen los vientos arrebatar las semillas de la ciencia antes de estar barbechado el territorio italiano para su cultivo.

Confiesan los italianos más eminentes del siglo XV, y vitorean la restauración de la literatura griega después del dilatado olvido de centenares de años. [1254] Asoman sin embargo algunos nombres en aquel país, y aun allende los Alpes; literatos profundos, que descollaron en temporadas aun harto nebulosas, con el conocimiento de la lengua griega, y las vanaglorias nacionales han ido pregonando altaneramente ejemplares tan peregrinos de erudición. Si pasamos a desentrañar los merecimientos respectivos, la verdad está diciendo que toda su sabiduría careció de causa y de efecto; que les era muy obvio el darse por satisfechos y embelesar a sus contemporáneos atrasadísimos, y que el habla acendrada como por un portento se trasladaba en tal cual manuscrito, sin conocer enseñanza pública en las universidades de Occidente. Asomaba apenas en un ángulo de Italia, como dialecto popular, o por lo menos eclesiástico, [1255] y las huellas de las primeras colonias dóricas y jónicas siguieron siempre patentes. Las iglesias calabresas vivían de mucho tiempo adictas al solio de Constantinopla, y los monjes de san Basilio cursaban en el monte Athos y en las escuelas de levante. Calabria fue la cuna de Barlaam, que ha sonado ya como sectario y como embajador, y él mismo fue el primero que, tras los Alpes, resucitó la memoria, o por lo menos los escritos de Homero, [1256] Petrarca y Boccaccio lo retratan casi enanillo, [1257] agigantado en erudición y talento, perspicaz en extremo; pero torpe y trabajoso en el habla. Grecia, según afirman, no produjo en siglos igual fenómeno en historia, gramática y filosofía, y su mérito campea en boca de príncipes y sabios de Constantinopla. Subsiste uno de aquellos testimonios, y el emperador Cantacuzeno, al apadrinar a sus contrarios, tiene que reconocer cuán familiares eran al gran lógico Euclides, Aristóteles y Platón. [1258] Estrechose en suma intimidad con Petrarca en la corte de Aviñón [1259] el primer literato de los latinos, y su correspondencia literaria tuvo por móvil el afán de su instrucción recíproca. Dedicose el toscano con sumo ahínco al estudio de la lengua griega, y tras el ejercicio trabajoso de la aridez y dificultad de los primeros rudimentos, fue entresacando el concepto y percibiendo el alma de poetas y filósofos que congeniaban con sus inclinaciones. Mas quedó luego defraudado de la sociedad y lecciones de tan provechoso conversante; pues Barlaam se desentiende al fin de su embajada infructuosa, y en su regreso a Grecia, provocó temerariamente aquellos enjambres de monjes fanáticos, con el intento de sustituir el resplandor de la racionalidad al carbón apagadizo del incensario. Tras un desvío de tres años se hallan los íntimos literatos en la corte de Nápoles; pero se desprende garbosamente el alumno de coyuntura tan preciosa para sus adelantos, y logra con su recomendación colocar a Barlaam en una mitra mezquina de Calabria, su patria. [1260] Los varios rumbos de Petrarca, sus amores y amistades, correspondencias, viajes, laureles romanos, y sus esmeradas obras en prosa y verso, en latín y en italiano, le retrajeron de idiomas extraños, y en su madurez anheló siempre, mas no llegó a poseer el griego. A la edad de cincuenta años, un embajador bizantino, su amigo, le brindó un ejemplar de Homero y la contestación de Petrarca está retratando al vivo su elocuencia, su agradecimiento y su pesadumbre. Ensalza el desprendimiento del obsequiante, y el valor de una dádiva, en su concepto, superior a todo regalo de oro y de rubíes, continúa en la lectura siguiente:

Ese agasajo de los partos originales de tan divino poeta, manantial de todo invento, es dignísimo de vuestra generosidad y de mi aprecio, cumpliendo así la gran promesa y colmando mis anhelos. Mas no es cabal ese rasgo, pues con Homero debía venir el portador mismo; esto es una antorcha que me encaminase a la región de las luces, y patentizase a mi atónita vista los primores portentosos de la Ilíada y la Odisea. Mas ¡ay de mí! mudo está Homero y yo sordo, ni me cabe el disfrutar la beldad que estoy atesorando. Yo lo he colocado junto a Platón, esto es, el Príncipe de los poetas con el Caudillo de los filósofos, y me enorgullezco con la presencia de huéspedes tan esclarecidos. He ido recogiendo cuanto se ha traducido en latín de esos escritos inmortales; y si no tiene cabida el aprovechamiento, siempre asoma satisfacción al estar contemplando a esos griegos venerables en su traje propio y nacional. Me deleito con la presencia de Homero, y al ver el sagrado y silencioso volumen, prorrumpo suspirando: ah cantor esclarecido, ¿cuál sería mi gloria al escuchar tus propios acentos, si mis oídos no yaciesen imposibilitados y perdidos, con la muerte de un amigo, y con la ausencia dolorosa de otro?. Mas no me doy por desahuciado, pues el ejemplo de Catón me apronta algún consuelo y esperanza, pues en el postrer plazo de su vida vino a granjearse el conocimiento de la literatura griega. [1261]

Aquel galardón que burló el empeño de Petrarca, se allanó a lo dicho y el tesón de Boccaccio [1262] su amigo y el padre y fundador de la prosa toscana. Aquel autor popular, cuya nombradía se cifró en el Decamerón, un centenar de novelas chistosas y lascivas, puede aspirar al elogio más formal de haber logrado fomentar en Italia el estudio de la lengua griega. En 1360, un alumno de Barlaam, que se llamaba León, o Leoncio Pilato, se detiene en su viaje para Aviñón, a instancias y hospedaje de Boccaccio, quien le alcanza de la República florentina una pensión, y plantea la primera escuela de griego en la parte occidental de Europa. La traza de Leoncio era para conocer al discípulo más denodado, pues iba encapotado a lo filósofo o a lo mendigo; su catadura es horrorosa, y emboscado con su barba negra, larguísima y revuelta, sus modales montaraces, su genio avinagrado y variable, ni le cabe suavizar el habla con expresiones latinas propias y elegantes. Pero su entendimiento atesora la sabiduría griega: historia, fábula, filosofía, gramática, todo está a su disposición, y va explicando los poemas de Homero en su escuela de Florencia. Con aquellas explicaciones publicó después Boccaccio, aunque en realidad era de Leoncio, una versión prosaica literal de la Ilíada y la Odisea, que satisfizo el ansia de Petrarca su amigo, y que quizás un siglo después sirvió a Lorenzo Valla calladamente para su traducción latina. Con las especies que le fue suministrando Leoncio, arregló Boccaccio los materiales para un tratado de la genealogía de los dioses paganos, obra para su tiempo asombrosa por su erudición y su contexto, salpicado todo ostentosamente de pasos y caracteres griegos, para merecer el pasmo y los aplausos de los lectores por lo general ignorantes. [1263] Todo arranque, y más en literatura, es pausado y trabajoso, pues en toda Italia se vinieron a contar solamente diez alumnos de griego, y ni Roma, ni Venecia, ni Nápoles apuntaron un solo renglón a este esmerado y menguadillo catálogo. Pero creciera aquel número, y surtiera el intento, si el insubsistente León, a los tres años, no desechara aquella colocación decorosa y benéfica, y aunque en su tránsito lo agasajó por algún tiempo Petrarca, aunque siguió disfrutando las luces, no pudo menos de extrañar lastimosamente la índole destemplada e insaciable del novelista. Mal hallado con el mundo y consigo mismo, desestima León sus logros actuales, al paso que su fantasía lo enamora de todo lo ausente. Es un tesalio en Italia y un calabrés en Grecia; entre los latinos menosprecia su idioma, religión y costumbres; desembarca en Constantinopla y al punto prorrumpe en suspiros tras la riqueza de Venecia y los primores de Florencia. Se desentienden los amigos italianos de sus ruegos encarecidos, pero cuenta con sus anhelos y su condescendencia, y se embarca de nuevo, entra en el Adriático y le asalta una tormenta, que le descarga un rayo en la frente y lo mata amarrado, como Ulises, a un mástil. El humanísimo Petrarca derrama lágrimas por el desventurado maestro, pero anhela ante todo averiguar, si tal vez se habría salvado algún ejemplar de Sófocles o Eurípides de mano de uno u otro marinero venturoso. [1264]

Pero aquel asomo de sabiduría griega abrigado por Petrarca y planteado por Boccaccio se aleja luego y fallece, contentándose la generación siguiente con tal cual ventaja en la elocuencia, y hasta al fin del siglo XIV no chispea otra llama nueva; pero entonces resplandece con brillantez incesante por toda Italia. [1265] El emperador Manuel, por preliminar de su viaje, envía oradores para implorar la compasión de los príncipes occidentales, y de aquellos mensajeros como el más descollante, aparece Manuel Crisoloras [1266] de ilustre cuna, y cuyos antepasados romanos, se supone que habían emigrado con el gran Constantino. Visita las cortes de Francia e Inglaterra, donde logra algún auxilio y más promesas, le brindan con una cátedra, timbre, por segunda vez, peculiar de Florencia. Versadísimo en el griego y en el latín, se hace acceder a su dotación y sobrepuja las esperanzas de la República. Acude una oleada grandiosa de alumnos a su enseñanza, y uno de ellos en su historia general desentraña los motivos y los adelantos de su aplicación. «Por entonces —dice Leonardo Aretino—, [1267] era yo legista; pero ardía mi pecho con el afán de los estudios amenos, y me dediqué con esmero a la lógica y a la retórica. Llega Manuel y titubeo sobre orillar mi carrera de legista, o desentenderme para siempre de mi más halagüeña esperanza; y así en el ímpetu de mi mocedad entablé conmigo mismo este coloquio: ¿Querrás faltarte a ti mismo y a tus proporciones más brillantes? ¿Te negarás a conversar familiarmente con Homero, Platón y Demóstenes? ¿con aquellos poetas, filósofos y oradores de quienes se refieren tamaños portentos, y quienes merecen pregonarse en todos tiempos, como los sumos maestros del género humano? En cuanto a juristas y abogados, siempre han de sobrar por nuestras universidades, pero un catedrático, un profesor versado en la lengua griega, no asomará ya nunca. Convencido con estas reflexiones, fui todo de Crisoloras, con pasión tan entrañable que mis lecciones diarias se me aparecían de nuevo en sueños por las noches». [1268] Por el mismo tiempo, y en el propio sitio, explicaba Juan de Ravena los clásicos latinos, alumno casero de Petrarca, [1269] y los italianos que fueron ilustrando su siglo y su patria, se labraron en ambas escuelas, y Florencia vino a ser el plantel fecundísimo de la erudición griega y romana. [1270] Luego el emperador incorpora en su corte a Crisoloras; pero después profesó igualmente en Pavía con sumo ahínco y grandiosa nombradía, dividió luego los quince años de su edad restante entre Italia y Constantinopla, y entre embajadas y lecciones. En el esclarecido afán de estar instruyendo a una extraña nación, no trascordaba el catedrático la sagrada obligación contraída con su príncipe y patria, y Manuel Crisoloras falleció en Constancia con un encargo solemne del emperador para el concilio.

Florecen y prosperan más y más, a su ejemplo, las letras griegas, con una continuación de emigrados, escasísimos en haberes y abundantes en instrucción, o por lo menos en el conocimiento cabal de su idioma. Huyen a carrera los vecindarios enteros de Tesalónica y de Constantinopla, con el pavor a las tropelías de las armas turcas, salvándose en un país libre y al mismo tiempo travieso y rico. Acarreó el concilio de Florencia las luces de la Iglesia griega y los oráculos de la filosofía platónica, y cuantos fugitivos se iban prohijando en la unión hermanaban el mérito de alejarse de su patria por la causa cristiana, con el de robustecer la católica. El patriotismo que se aviene a sacrificar su partido y su conciencia a los alicientes del agasajo, puede sin embargo abrigar arranques sociales y pundonorosos; ya no le destemplan los apodos de esclavo o de apóstata, y la privanza que le cabe con los nuevos hermanos entona para su interior el concepto que les merece. Galardona a Besarion la púrpura romana por su cuerda avenencia; se avecinda en Italia, y como cardenal griego y patriarca de Constantinopla, se constituye el amparo de su nación; [1271] sobresale su desempeño con las legaciones de Bolonia, Venecia, Germania y Francia, y su elección para la cátedra de san Pedro, llegó al trance de titubear en el soplo variable del cónclave. [1272] Realzan más y más sus timbres eclesiásticos, sus servicios prácticos y su mérito literario; escuela viene a ser su palacio, y al trepar la gradería del Vaticano, lleva siempre consigo un acompañamiento brillante de entrambas naciones; [1273] de individuos caracterizados, y cuyos escritos, en el día ya polvorosos, corrían con provecho en sus tiempos. No es mi ánimo empadronar aquí las lumbreras de la literatura griega en el siglo XV, bastando el mencionar a Teodoro Gaza, Jorge de Trebisonda, Juan Argirópulo y Demetrio Chalcondyle, que estuvieron enseñando su idioma nativo en las cátedras de Roma y Florencia. No desdecían sus tareas de las del mismo Besarion, cuya púrpura reverenciaban, y cuyo engrandecimiento estaban en sus adentros envidiando. Vivían arrinconados, ajenos de prebendas pingües; su traje y sus modales los retraían del trato selecto, y concentrados en su propio mérito, tenían que contentarse con el premio de sus estudios. Hay que exceptuar a Juan Lascaris [1274] por su elocuencia, su cortesanía y sus entronques imperiales, que lo recomendaban a los monarcas de Francia, empleándose alternativamente, sin variar de morada, en la enseñanza y en la negociación. Su interés decoroso les precisaba a esmerarse en el estudio de la latinidad, y los más aventajados llegaron a escribir y hablar con soltura y elegancia un idioma para ellos peregrino. Afectábanse, sin embargo más y más en su pasión al país nativo; sus alabanzas, o por lo menos su aprecio se vinculaban en los escritores nacionales, a quienes eran deudores de su nombradía y subsistencia, y aun solían allá prorrumpir inadvertidamente en críticas o sátiras contra la poesía de Virgilio y la oratoria de Cicerón. [1275] Fundaban la maestría de aquellos ingenios en el uso familiar de la lengua viva, y sus primeros discípulos eran incapaces de venir a deslindar lo infinito que bastardeaban respecto a la instrucción y la práctica de sus antepasados. Una pronunciación defectuosa [1276] que fueron introduciendo, desapareció de estas escuelas con la racionalidad de siglos posteriores. Desconocían la trascendencia de los acentos griegos, y aquellas cadencias armónicas, de unos labios atenienses, y para un oído del país, era cabalmente el alma recóndita de la melodía, sea para sus ojos, como para los nuestros, unas señalillas tenues y sobrantes, superfluas para la prosa, e incomodísimas para el verso. Eran positivamente gramáticos; en sus lecciones iban embebidos los fragmentos de Apolonio y de Herodiano, y sus tratados de sintaxis y etimologías aunque ajenos de todo temple filosófico, son todavía provechosos para todo alumno en el griego. En el naufragio de las bibliotecas bizantinas, cada fugitivo iba asiendo algún trocillo de aquel tesoro, alguna copia de autores que sin aquel afán habían tal vez de fenecer: redoblábanse los traslados por plumas esmeradas y a veces elegantes; y los textos solían retocarse y acompañarse con sus propios comentarios, o los de algún escoliasta anterior. Sucedía por tanto que asomaba el sentido mismo, el alma de los clásicos griegos para el mundo latino; los primores del contexto se exhalan o se nublan en toda versión; pero el tino de Teodoro Gaza entresaca las obras más consistentes de Aristóteles y de Teofrasto, y con sus historias naturales de plantas y vivientes, patentizó un campo grandioso de ciencia experimental y acendrada.

Pero las sombras volanderas de la metafísica merecían más conato y ardor. Yacía Platón en dilatado olvido y lo saca a luz un griego venerable [1277] que enseñaba en el palacio mismo de Cosme de Médicis. Empapado el sínodo de Florencia en contiendas teológicas, asoman derrames benéficos en el estudio de aquella filosofía galana; pues su estilo es el dechado más puro del dialecto ático, y a veces sus disparos más encumbrados alternan con la familiaridad de la conversación, y a veces con los matices o pinceladas más sublimes de la poesía y de la elocuencia. Son los diálogos de Platón rasgos dramáticos de la vida y muerte de un sabio; y siempre que se apea de aquella celajería, su sistema moral está brotando amor a la verdad, a la patria y al género humano. La enseñanza y el ejemplo de Sócrates recomiendan una duda comedida y un ahínco desenfadado, y ciegos con su devoción los platónicos, idolatraban los devaneos y desbarros de su divino maestro, su entusiasmo amenizaba la aridez dogmática de la escuela peripatética. Los merecimientos de Platón y de Aristóteles se igualan y se contraponen hasta el punto de poderse controvertir sin término el asunto inapeable: pero suele brotar algún chispazo de la libertad en el vaivén de la certidumbre contrapuesta. Dividíanse los griegos modernos en dos sectas, batallando bajo las banderas de sus caudillos con más ímpetu que habilidad, y el campo de la refriega se trasladó con la huida de Constantinopla a Roma. Pero aquella contienda filosófica vino a degenerar en riña personal y sañuda entre gramáticos, y Besarion, aunque abogando siempre por su Platón, volvía por el pundonor nacional, afanándose tras la paz, con ínfulas de autorizado medianero. Los cultos y eruditos se iban empapando en la doctrina académica por los jardines de Médicis; pero luego se desmembró y anonadó aquella sociedad filosófica, y si en el gabinete siguió cada cual huyendo y separando los escritos del sabio ateniense, descolló reinando el prepotente Estagirita, como oráculo de la Iglesia y de la enseñanza. [1278]

He ido exponiendo desapasionadamente el mérito literario de los griegos; pero confesemos que vinieron a quedar en zaga respecto al afán de sus consocios los latinos. Dividíase ya Italia en varios estados independientes, y ansiaban a la sazón príncipes y repúblicas a competencia como fomentar y galardonar la amena literatura. No correspondió la nombradía de Nicolás V a sus merecimientos; [1279] pues, aunque de cuna plebeya, logró remontarse con su pundonor y su instrucción, y sus prendas arrollaron los intereses del papa, pues afiló las armas asestadas contra la Iglesia romana. [1280] Estrechó su amistad con todos los prohombres literarios de su tiempo, y los apadrinó, allanándose tanto con sus modales, que no asomó variación en su trato y en su semblante. Si hacía un agasajo no lo graduaba de adecuado a la persona agraciada, sino como un arranque afectuoso, y cuando el mérito se desentendía por modestia, «aceptadlo —prorrumpía gallardamente— pues no siempre mediará por acá algún Nicolás». El influjo de la Santa Sede fue trascendiendo por toda la cristiandad, y él se esmeró en extremar aquel impulso no en busca de prebendas, sino de libros. De los escombros de las librerías bizantinas, de la lobreguez de los más arrinconados monasterios de Germania, fue copiando manuscritos polvorosos de escritores antiguos, y cuando el original yacía vinculado en su paradero, se sacaba copia fiel que pasaba luego a sus manos. El Vaticano, depositario de bulas y leyendas, de supersticiones y falsedades, se iba más y más colmando de escritos peregrinos; y era tan sumo el afán de Nicolás, que con un reinado de ocho años completó una biblioteca de cinco mil volúmenes. El mundo Latino debió a su munificencia versiones de Jenofonte, Diodoro, Polibio, Tucídides, Herodoto y Apiano, de la geografía de Estrabón, y de las obras más aventajadas de Platón y Aristóteles, Ptolomeo y Teofrasto, como también de los Padres de la Iglesia griega. Un mercader Florentino sigue aquel ejemplo, y sin armas y sin dictado alguno, Cosme de Médicis [1281] encabeza una alcurnia de príncipes, cuyo nombre y siglo viene a ser sinónimo del restablecimiento de las letras; su concepto creció en excelsa nombradía; sus riquezas se abocaron al beneficio del género humano, se corresponde al mismo tiempo en el Cairo y en Londres, y el cargamento del idéntico bajel suele ser de especiería india y de libros griegos. La índole y educación de su nieto Lorenzo lo constituye no sólo padrino, sino juez y campeón en la carrera literaria.

En su palacio el menesteroso cuenta con socorro y el benemérito con galardón. Se deleita en amenizar sus horas vacantes con ejercicios académicos, fomenta la emulación de Demetrio Chalcondyles y de Ángelo Policiano, y su misionero eficacísimo Juan de Lascaris, regresa de Oriente con un tesoro de doscientos manuscritos, de los cuales ochenta son absolutamente desconocidos en las bibliotecas de Europa. [1282] El mismo temple enardece lo restante de Italia, y los adelantos de la nación compiten con la liberalidad de sus príncipes. Vinculan los latinos exclusivamente su propia literatura, y aquellos alumnos de Grecia se habilitan luego para trasmitir e improvisar las lecciones que han recibido. Tras larga sucesión de catedráticos advenedizos, mengua la oleada de la emigración, pues el idioma de Constantinopla tramonta los Alpes, y los naturales de Francia, Germania e Inglaterra [1283] fueron vertiendo sobre su patria el fuego sagrado, encendido en las escuelas de Florencia y de Roma. [1284] En los partos del entendimiento y al par en los de la tierra, el afán y la maña sobrepujan a los dones de la naturaleza misma; y los ingenios griegos, olvidados en las salas de Atenas, se han venido a comentar por las orillas del Elba y del Támesis, tanto que Besarion y Gaza pudieron envidiar el saber preeminente de los bárbaros; el esmero de Budeo, la finura de Erasmo, la copia de los Estébanes, la erudición de Escalígero, y el tino de Reiske o de Bentleyo. Casual fue la ventaja de los latinos con el descubrimiento de la imprenta; pero los Aldos y sus innumerables sucesores fueron aplicando este arte utilísimo a las obras de la Antigüedad, logrando perpetuarlas y multiplicarlas inmensamente. [1285] Un solo manuscrito traído de Grecia, revive en miles de copias, apareciendo cada una superior al mismo original. Bajo esta planta, Homero y Platón repasarían con mayor satisfacción sus propios escritos, y los escoliastas tendrían que ceder la palma a los afanes de un editor occidental.

Antes de revivir la literatura clásica, los bárbaros de Europa yacían en la lobreguez de la ignorancia, y sus hablas vulgares eran parte de la terquedad y encogimiento de sus costumbres. Todo cursante en los más cabales idiomas de Roma y Grecia se asomaba a un teatro esplendoroso de incomparable ciencia; esto es, a la sociedad culta de las naciones libres y descollantes de la Antigüedad, y a la tertulia de aquellos prohombres que prorrumpieron en los rasgos más sublimes de la elocuencia y de la racionalidad. Aquel trato no podía menos de acrisolar el gusto y encumbrar el numen de los modernos; y sin embargo se atraviesa el desengaño de que al pronto aquel ahínco tras los antiguos maniató al parecer, o cortó las alas al entendimiento humano. El sistema imitador, tal vez recomendable hasta cierto punto, suele parar en rastrero o de humilde temple, y los primeros alumnos de Roma y Grecia vinieron a ser una colonia de advenedizos, descolgada en su país y en su siglo. Aquel afán desalado y reñido que estaba desentrañando antigüedades remotas, pudo mejorar o enlucir el estado moderno de la sociedad pero todo crítico o metafísico es esclavizado por Aristóteles; poetas, historiadores y oradores se afanaban repitiendo palabras y pensamientos del siglo de Augusto, y para escudriñar la naturaleza, tomaban los ojos de Plinio o de Teofrasto, y había paganos tan devotos que tributaban actos de adoración a Platón y a Homero. [1286] La pujanza y el número de los auxiliares antiguos acosaban a los italianos, y el siglo posterior a Petrarca y Boccaccio, rebosó de una muchedumbre de imitadores latinos, que yacen sosegados por nuestros estantes, sin que asome en ellos con toda su erudición, algún descubrimiento científico, ni parto de invención o de elocuencia, en sus respectivos idiomas vulgares. [1287] Pero empapado por fin en el siglo aquel ocio celeste, brota luego aquel suelo una reputación pujante; se perfeccionan las lenguas modernas; los clásicos de Atenas y de Roma infunden un gusto acendrado y una emulación denodada; y en Italia, como después en Francia y en Inglaterra, el reinado placentero de la poesía y de la ficción acarreó la lumbre de la filosofía tanto especulativa como experimental. Puede el numen descollar antes que cuaje de todo punto la madurez; pero en la educación de todo un pueblo al par que en la de un individuo, hay que ejercitar la memoria, antes que la racionalidad y la fantasía tomen su debido vuelo, ni le cabe al artista el igualar o sobreponerse hasta después que aprendió el remedo en los partos de sus antecesores.