LXI

PARTICIÓN DEL IMPERIO ENTRE FRANCESES Y VENECIANOS - CINCO EMPERADORES LATINOS DE LA ALCURNIA DE FLANDES Y DE CURTENAY - SUS GUERRAS CONTRA BÚLGAROS Y GRIEGOS - MENGUA Y DESAMPARO DEL IMPERIO LATINO - RECOBRO DE CONSTANTINOPLA POR LOS GRIEGOS - RESULTAS GENERALES DE LAS CRUZADAS

Muertos ya los príncipes legítimos, ufanísimos franceses y venecianos con su justicia y su victoria, se convinieron en dividir y arreglar sus posesiones venideras. [810] Se pactó por un tratado el nombramiento de doce electores, seis de cada nación, para que su mayoría eligiese el emperador del Oriente, y en el caso de igualdad se sortease el desempate; adjudicándole todos los dictados y prerrogativas del solio bizantino, con los palacios de Bucoleon y de Blaquerna y la cuarta parte de la monarquía griega. Se acordó que las tres porciones restantes se repartiesen por igual entre la república de Venecia y los barones de Francia; que todos los feudatarios con la excepción honorífica del dogo reconociesen y desempeñasen la obligación del homenaje y servicio militar a la cabeza suprema del Imperio, que la nación del nuevo emperador cediese a la otra el nombramiento del patriarca, y que los peregrinos, por más ansiosos que estuviesen de visitar la Tierra Santa, debían dedicar otro más al allanamiento y defensa de las provincias griegas. Tras la toma de Constantinopla se revalidó y ejecutó el tratado, y el paso primero y de suma entidad fue la creación de un emperador. Eclesiásticos fueron todos los seis electores franceses; a saber, el abad de Loces, el arzobispo electo de Acre en Palestina y los obispos de Troyes, Soisons, Halberstadt y Belén, ejerciendo el último en los reales el cargo de legado del papa, respetables al par por su saber y su profesión, y por cuanto no les cabía el ser agraciados, les correspondía mejor la incumbencia de electores. Los seis venecianos eran empleados muy principales, y las engreídas familias de Quirini y Contarini se ufanan todavía de contarlos entre sus antepasados. Júntanse en la capilla del palacio, y tras la invocación solemnísima del Espíritu Santo proceden a su votación deliberada. Un arranque entrañable de gratitud y acatamiento los movía a coronar las virtudes del dogo, inspirador de la alta empresa, y hasta los caballeros más mozos vitorean con asomos de envidia las hazañas de la ancianidad ciega. Pero el gran patricio Dándolo no adolecía del achaque de ambicioso, dándose por satisfecho con que se le conceptuase acreedor al cetro. Los mismos venecianos se sobreponen a su nombramiento, [811] alegando con elocuencia y certidumbre los desmanes que amagan a la libertad nacional y a la causa común, aunando los dos cargos incompatibles de primer magistrado de la república y de emperador de Oriente. Excluido el dogo aun por dictamen de sus mismos amigos, se franquea cabida a los merecimientos más equilibrados de Bonifacio y de Balduino retirándose atentamente los candidatos inferiores ante aquellos nombres. Recomiendan al marqués de Monferrato su edad madura y su nombradía acendrada, con la propensión de los aventureros y el anhelo de los griegos, sin que cupiesen celos de parte de los venecianos, dueños del mar, contra un soberanillo de la falda de los Alpes. [812] Pero encabeza el conde de Flandes un pueblo rico y belicoso; es valeroso, devoto y casto, está en su lozanía, teniendo tan sólo treinta y dos años, descendiente de Carlomagno y primo del rey Francia, amistado ya con los barones y prelados que se apesadumbraron al pronto con el mando de un extranjero. Barones, dogo y el marqués al frente están fuera de la capilla esperando el resultado de la elección. Anúnciala el obispo de Saisons a nombre de sus compañeros. «Jurasteis obedecer al príncipe que nombrásemos, y por nuestros unánimes votos Balduino, conde de Flandes y de Bainaut, es ya vuestro soberano y emperador del Oriente.» Lo saludan y vitorean a grandes voces, resuena la proclamación por la ciudad con la algazara de los latinos, y la trémula adulación de los griegos, y Bonifacio es el primero en besar la mano a su competidor y levantarlo sobre el broquel; y luego, trasladado a la catedral, lo revisten solemnemente con los borceguíes de púrpura. A las tres semanas le corona el legado por falta de patriarca; pero el clero veneciano en breve completó el cabildo de Santa Sofía, sentando en el solio eclesiástico a Tomás Morocini, y echando después el resto por perpetuar en su misma nación los timbres y obvenciones de la Iglesia griega. [813] El sucesor de Constantino va sin demora enterando a la Palestina, Francia y Roma de revolución tan memorable. Envía a Palestina por trofeo las puertas de Constantinopla y la cadena de la bahía, [814] y prohíja del fuero de Jerusalén las leyes y costumbres más adecuadas para una colonia francesa plantada en levante. Alienta en sus cartas a los naturales de Francia para que le refuercen la colonia y afiancen la conquista, repoblando una ciudad suntuosísima y un territorio pingüe, que ha de premiar los afanes del sacerdote y del campesino. Se congratula con el pontífice romano por el restablecimiento de su autoridad en el Oriente; le brinda para que se esmere en exterminar el cisma griego con su presencia en un concilio general, e implora su indulto y sus bendiciones a favor de los peregrinos díscolos. Rebosa de cordura y señorío la contestación de Inocencio. [815] En cuanto al vuelco del Imperio Bizantino zahiere los vicios humanos y adora la providencia del Altísimo; la conducta venidera es la que ha de absolver o apenar a los conquistadores; cifra la validez de su tratado en el juicio de san Pedro, pero recalca con el mayor ahínco la obligación sagrada de plantear una subordinación cabal de obediencia y tributo, desde el griego al latino, desde el magistrado al clero, y de éste al papa.

Cupo a los venecianos porción aventajada en la partición de las provincias griegas, [816] reduciéndose a la cuarta parte la posesión del Imperio latino, adjudicando a Venecia la mitad de lo restante y reservando la otra mitad a los aventureros de Francia y Lombardía. Proclamose al venerable Dándolo, déspota de Romanía, revistiéndolo a la manera griega con los borceguíes encarnados. Terminó por fin en Constantinopla su dilatada y esplendorosa vida, y si fue personal aquella regalía, siguieron los sucesores usando el mismo dictado hasta mediados del siglo XIV con el aditamento extraño pero cierto de señor de una cuarta parte y media del Imperio Romano. [817] Al dogo, siervo del Estado, por maravilla se le consentía soltar el timón de la república; pero el bailío o regente desempeñaba sus veces, ejerciendo jurisdicción suprema sobre la colonia veneciana, poseían tres barrios de los ocho de la ciudad, componiéndose su tribunal independiente de seis jueces, cuatro consejeros, dos camareros, dos abogados fiscales y un condestable. Como tan prácticos en el comercio de levante, atinaron apropiarse lo más selecto y proporcionado, pues antes se habían encargado torpemente del señorío y defensa de Andrinópolis, despejaron luego el rumbo de sus intentos acordonando la costa con factorías por ciudades o islas, desde las cercanías de Ragusa hasta el Helesponto y el Bósforo. El afán y el desembolso para tirada tan larga desquiciaron su tesoro, orillaron sus máximas gubernativas, prohijaron el sistema feudal, contentándose con el homenaje de su nobleza [818] por las posesiones que, a fuer de vasallos particulares, se empeñaban en domeñar y mantener. Así adquirió la familia de Santit el ducado de Naxos, que abarcaba casi todo el archipiélago. Se ferió la república del marqués de Monferrato por diez mil marcos la fertilísima isla de Creta o Candía con los escombros de cien ciudades; [819] pero el destemple tacaño de la aristocracia atajó sus medros, [820] y los senadores más cuerdos no podían menos de confesar que en el piélago y no en la tierra se cifraba el tesoro de san Marcos. Correspondía al marqués Bonifacio la más grande de la mitad perteneciente a los aventureros, y además de la isla de Creta, le compensaron la exclusión del solio con el dictado regio y las provincias allende el Helesponto; mas estuvo muy cuerdo en trocar aquella conquista lejana y ardua por el reino de Tesalónica y Macedonia, a doce jornadas de la capital, y en proporción para lograr el arrimo poderoso de su vecino y cuñado el rey de Hungría. Las aclamaciones entrañables o violentas de los naturales vitorearon sus adelantos, y la Grecia, aquella Grecia antigua y esclarecida volvió a recibir a un conquistador latino [821] que holló con yerta indiferencia aquel suelo clásico. Estuvo mirando con despejo los primores del valle de Tempe, fue atravesando cautamente las gargantas de las Termópilas, ocupó las ya desconocidas ciudades de Tebas, Atenas y Argos, y asaltó las fortificaciones de Corinto y Nápoli, [822] que se opusieron a sus armas. Los cabimientos de los peregrinos latinos se fueron arreglando, por la suerte, elección o permutas posteriores, y se propasaron con desatinado alborozo, a fuer de triunfadores, contra las vidas y haberes de un grandísimo pueblo. Escudriñan ahincadamente las provincias, van pesando esmeradamente en la balanza sutílisima de la codicia el producto de cada distrito, las ventajas de su situación y los réditos colmados o escasillos para el mantenimiento de caballos y soldadesca. Su engreimiento estaba reclamando y repartiéndose allá las dependencias ya tan descarriadas del cetro romano. Los raudales del Nilo y del Éufrates seguían bañando sus soñados reinos, y venturoso se estaba conceptuando el guerrero a quien iba a caber en suerte el alcázar del sultán turco en Iconia. [823] No me pararé a deslindar linajes y productos de sus estados; pero no puedo menos de expresar que los condes de Blois y de san Pol se revistieron con el ducado de Niza y el señorío de Demótica [824] los feudos principales correspondían a los cargos de condestable, camarero, escanciano botillero y cocinero mayor, y cupo a nuestro historiador Jefrey de Villeharduino hermosísima hacienda sobre las orillas del Hebro, y juntó los dos empleos de mariscal de Champagna y de Romanía. Capitaneaba cada barón mentado sus caballeros y flecheros para afianzar sus posesiones, que al principio generalmente prosperaron. Mas con la suma dispersión se quebrantó la pujanza pública, y fueron brotando inevitablemente reyertas a miles con unas leyes y entre gente cuya única soberanía se cifraba en sus propios aceros. A los tres meses de la toma de Constantinopla el emperador y el rey de Tesalónica sacaron sus secuaces a campaña; pacificáronse sin embargo con la autoridad del dogo, el dictamen del mariscal y la entereza desahogada de sus compañeros. [825]

Seguían los dos fugitivos de Constantinopla tremolando al par el dictado de emperadores, y los súbditos de aquel solio ya derribado se condolían del fracaso del primer Alexio, o bien se enardecían para la venganza con el denuedo de Mursuflo. Entronque casero, interés común, demasía por igual y el mérito de acabar con sus enemigos, hermano y sobrino, inclinaron el ánimo del último usurpador para juntar los restos de su potestad con los del primero. El padre Alexio agasaja risueña y honoríficamente a Mursuflo en su campamento, mas nunca un malvado se prenda ni se da de otro criminal; sorpréndelo en el baño, lo ciega, lo despoja de tropas y tesoros, y anda luego vagaroso, horrorizando y retrayendo a cuantos con más fundamento debieran castigar ejemplarmente al asesino del emperador Isaac y de su hijo. Acosado el tirano por sus zozobras y remordimientos, se encamina al Asia, lo apresan los latinos de Constantinopla, lo procesan públicamente y lo condenan a muerte afrentosa. Discuerdan los jueces en el género de ejecución entre el hacha, rueda o empalamiento; acuerdan por fin encaramar a Mursuflo [826] sobre la columna Teodosiana, que era de mármol y de ciento cincuenta pies de altura, [827] y empujándolo desde su cima, se estrella en el pavimento, ante una concurrencia innumerable, que está cuajando el foro de Tauro, y se asombra con el cumplimiento de una predicción antigua, que se manifiesta en aquel trance. [828] Menos trágico es el paradero de Alexio, pues el marqués lo envía cautivo a Italia, por vía de don al rey de los romanos; mas no le cupo gran ventura en trocarle el encierro en una fortaleza de los Alpes al que sufre luego en un monasterio de Asia. Pero su hijo, antes del fracaso nacional se había enlazado con un héroe mozo, quien continuó la sucesión y restableció el solio de los príncipes griegos. [829] Descolló Teodoro Lascaris con su denuedo en ambos sitios de Constantinopla, y huido Mursuflo y entrados los latinos en la ciudad, se brindó al vecindario y a la soldadesca por su emperador; ambición acaso pundonorosa y por de contado valiente. Si lograra infundir su alma a la muchedumbre, estrellara a los advenedizos bajo sus plantas; su desesperación exánime se desentiende absolutamente, y Teodoro se retrae a la Anatolia para respirar ambiente libre, fuera de la vista y del alcance de los vencedores. Con el dictado al pronto de déspota y luego de emperador, va más y más enabanderando valentones, que empedernidos contra la servidumbre, menosprecian por fin la vida; y entonces dando por legítimo todo rumbo para el salvamento público no escrupuliza en acudir a la alianza con el sultán turco. Niza, donde plantea su residencia, con Prosa, Filadelfia, Esmirun y Efeso abren de par en par las puertas a su libertador; se robustece y afana con sus victorias, y aun con sus descalabros, y aquel sucesor de Constantino logra conservar un trozo del Imperio desde las orillas del Meandro hasta los arrabales de Nicomedia, y por fin de Constantinopla. El heredero directo de los Comnenos, hijo del virtuoso Manuel y nieto del tirano Andrónico, posee allá otra porción lejana y arrinconada. Es su nombre Alexio, apellidado grande quizás más bien por su estatura que por sus hazañas. Se halla, por ausencia de los Ángelos, de gobernador o duque de Trebisonda: [830] infúndele ambición su cuna, y sin variar de dictado, reina en paz desde Sínope hasta el Tasis, por la costa del Mar Negro. Su hijo y sucesor anónimo suena como vasallo del sultán a quien está sirviendo con doscientas lanzas; no es más que el duque de Trebisonda, y el primero que enarbola aquel día, parto de la envidia y el engreimiento, es el nieto de Alexio. Salva por el Occidente un tercer trozo Miguel, bastardo de la casa de Ángelo, quien antes de la revolución y el Danfragio, ya es rehén, ya soldado, ya rebelde. Huye de los reales de Bonifacio y campea a sus anchuras; manda, por su desposorio con la hija del gobernador, la plaza de su posición Durazzo, y con el dictado de déspota funda un principado descollante en Epiro, Etolia y Tesalia, países poblados siempre por castas belicosas. Bríndanse los griegos para unir a los soberanos nuevos; pero los latinos altaneros [831] los excluyen de todo empleo civil y militar, como nación propia únicamente para temblar y obedecer, y su amargura los inclina a demostrarles que podían ser amigos provechosos, puesto que les van a ser desde luego enemigos dañinos: la adversidad les robustece el ánimo, y así todo asomo de nobleza y denuedo, cuanto tiene visos de instrucción y de santidad, allá se agolpa sobre los estados de Trebisonda, Epiro y Niza, y aparece un patricio acreedor, tan sólo uno, a la dudosa alabanza de afecto y lealtad con los francos. La grey de ciudades y campiñas se aviniera gustosísima a una servidumbre apacible y racional, y los trastornos pasajeros de la guerra quedaron borrados algunos años de paz y de eficacia. Pero el sistema feudal era de suyo trastornador y azaroso. Los emperadores romanos de algún desempeño eran amparadores de toda clase de súbditos, con leyes acertadas y gobierno sencillo. Ocupaba el solio latino un príncipe tutelar, caudillo y a menudo siervo de los confederados indómitos; los feudos del Imperio, desde un reino hasta un castillejo, yacían bajo el acero de los barones, y sus desavenencias, escaseces y tosquedad abarcaban con su tiranía hasta las aldeas más arrinconadas. Dábanse la mano para estar acosando a una a los griegos, el sacerdote revestido de potestad temporal, y el soldado enfurecido con su encono fanático; y la zanja intransitable de religión y de idioma deslindaba para siempre el advenedizo del solariego. Mientras los cruzados se mantuvieron reunidos en Constantinopla, la memoria de su prepotencia y el pavor de sus armas sellaron los labios al país esclavo; al desparramarse manifestaron la cortedad de sus fuerzas y las nulidades de su régimen, y algunos desmanes y tropiezos sacaron a luz el secreto de que no eran invencibles. Mengua el temor y crece por puntos el odio en los griegos; matan, conspiran, y en menos de un año de servidumbre imploran o aceptan el auxilio de un bárbaro, cuyo poderío habían palpado y en cuya gratitud confían. [832]

Juan, o Juanice, o Calo-Juan, caudillo rebelde allá de búlgaros y valachios, había saludado por medio de embajada solemne a los conquistadores latinos. Blasonaba de hermano, como rendido al romano pontífice, de quien había recibido su dictado regio y una bandera consagrada; y así en el vuelco de la monarquía griega le cabía el nombre de amigo y cómplice. Asómbrase Calo-Juan de presenciar en el conde de Flandes el boato y las ínfulas de los sucesores de Constantino, despidiendo luego a sus embajadores con el mensaje altanero de que podrá el rebelde alcanzar indulto tocando con su frente la tarima del solio imperial. Está ya su amargura [833] en el disparador para prorrumpir en ímpetus recios y sangrientos, pero serénase luego y se pone en acecho de los amagos descontentadizos de los griegos; aparenta condolerse entrañablemente de sus quebrantos, y se compromete desde luego a acudir con su persona y reino, asomando el primer desperezo por el recobro de la libertad. El encono nacional es el propagador de la conspiración, móvil segurísimo de hermandad y reserva; ansían los griegos empapar sus aceros en todo pecho advenedizo, pero se dilata cuerdamente la ejecución hasta que Enrique, hermano del emperador, haya traspuesto el Helesponto con la flor de sus tropas. Ciudades y aldeas de Tracia se enardecen a la primera señal; y así los latinos, descuidados e indefensos, yacen a manos de sus esclavos ruines y vengativos. Los vasallos indemnes del conde de san Pol, al primer disparo de la matanza en Demótica, huyen a Andrinópolis; pero el vecindario enfurecido degüella o arroja de allí a los franceses y venecianos; las guarniciones que logran salvarse tienen que irse agolpando hacia el arrimo de la capital, y las fortalezas, que por su parte contrarrestan a los rebeldes, ignoran el paradero de las demás y del mismo soberano. Suena acá y acullá la asonada griega, y el miedo pregona ya la llegada ejecutiva del aliado búlgaro, quien desconfiando del total de las fuerzas de su reino, trae de los páramos escíticos un cuerpo de catorce mil comanos, chupadores, según se decía, de la sangre de sus cautivos, y sacrificadores de los cristianos en las aras de sus dioses. [834]

Con sobresalto tan repentino y redoblado, envía el emperador ejecutivamente un mensajero, llamando al conde Enrique con su tropa, y si espera el regreso del denodado hermano, con el auxilio de veinte mil armenios, puede contrarrestar al enemigo con número igual y superioridad terminante en armas y disciplina. Pero el ímpetu caballeresco solía equivocar la cautela con la cobardía. Sale el emperador a campaña con ciento cuarenta caballeros con la comitiva de sus respectivos flecheros y sargentos. Opónese el mariscal, pero obedece, capitaneando la vanguardia por el rumbo de Andrinópolis; manda el conde de Blois el centro, siguiéndolo el anciano dogo de Venecia con la retaguardia; y reforzándose algún tanto la pequeñez total con los latinos fugitivos que van acudiendo a incorporarse. Emprenden el sitio de Andrinópolis, y es de tal jaez la religiosidad de los cruzados, que emplean la Semana Santa en talar el país para su mantenimiento y fabricar máquinas para acabar con sus propios hermanos en cristiandad. Pero sobreviene atropelladamente la caballería ligera de los comanos, escaramuzando denodadamente sobre sus líneas indefensas, y el marqués de Romanía manda pregonar que a la primera señal de clarín monte y se escuadrone la caballería; pero que nadie, bajo pena de muerte, se comprometa en un alcance desordenado y expuestísimo. El conde de Blois es el primero en desobedecer disposición tan atinada, y arrebata al emperador en su temeridad y exterminio. Los comanos, como de la escuela parta o tártara, huyen al cargarlos; pero a las dos leguas de carrera, desalentados ya jinetes y caballos, se revuelven, se escuadronan y acorralan el cuerpo cerrado de los francos; matan al conde, aprisionan al emperador, y si el uno se horroriza de huir y el otro de rendirse, su valentía personal está muy ajena de compensar aquella suma ignorancia y desvío del verdadero cargo de caudillos. [835]

Ufanísimos los búlgaros con su victoria y su presa real, se adelantan al rescate de Andrinópolis, y total exterminio de los latinos. Así sucediera a no echar el mariscal de Romanía su tesón sereno y consumado desempeño, escasísimas prendas en todos tiempos, pero más en aquel siglo cuando era la guerra un mero desaforamiento y no una verdadera ciencia. Se franquea con todas sus zozobras y amarguras en el regazo del dogo, mas va ostentando por los reales tal confianza de salvamento, cual sólo cabe en el ahínco de gerencia general. Permanece todo el día en el arriesgado trance de encararse con la plaza y los bárbaros, márchase Villeharduino calladamente a deshora, y la maestría suma de su retirada merecería las alabanzas de Jenofonte y de sus diez mil. Escuda él mismo la retaguardia contra los ímpetus del alcance, y acude al propio tiempo a enfrenar el anhelo de los fugitivos por el frente, y así por dondequiera que asoman los comanos tropiezan con una línea de lanzas. Al tercer día las tropas ya rendidas descubren el mar, el pueblo solitario de Rodosto [836] y sus amigos recién desembarcados de la costa asiática. Se abrazan llorosos, juntan sus armas y sus dictámenes, y por ausencia del hermano se encarga el conde Enrique del Imperio, que yace a un tiempo en la niñez y la decrepitud. [837] Retíranse los comanos por el sumo calor, pero hasta siete mil latinos se desentienden de Constantinopla, de sus hermanos y de sus votos a los asomos del trance. Median luego lances favorables, pero quedan arrollados con el malogro de ciento veinte caballeros en las campiñas de Rusia, quedando ya de todo el señorío imperial la capital sola con dos o tres fortalezas cercanas por las costas de Europa y Asia. El rey de Bulgaria, tan prepotente como inexorable, se desentiende con reverente acatamiento de las instancias del papa; quien lo estrechaba para que devolviese la paz y el emperador a los acosados latinos. No cabe ya en el hombre, dice, la entrega de Balduino, pues falleció en la cárcel; y su género de muerte se refiere diversamente por la ignorancia y la credulidad. Los amantes de lances trágicos se complacerán en oír que la reina búlgara, a fuer de enamorada, requirió de correspondencia al cautivo regio, que, otro José, padeció con su esquivez y las alevosías mujeriles los desafueros de un esposo irracional, cortándole pies y manos; que su cuerpo sangriento arrojado al osario de perros y caballos, siguió tres días respirando hasta que lo devoraron las aves de rapiña. [838] A los treinta años, en un bosque de los Países Bajos, un ermitaño salió a luz con ínfulas del verdadero Balduino, emperador de Constantinopla y soberano legítimo de Flandes. Refería mil portentos en su redención a un pueblo de suyo propenso a creencias y rebeldías, y en su primer desvarío reconoció en Flandes a su ya casi olvidado señor. Al primer paso de averiguación ante el tribunal competente quedó descubierto el impostor, y pereció con muerte afrentosa, pero los flamencos siguieron más y más prendados de su equivocación halagüeña, y gravísimos historiadores culpan a la condesa Juana de haber sacrificado a su propia ambición la vida de su padre desventurado. [839]

En las hostilidades civilizadas, media siempre un convenio para el canje o rescate de los prisioneros, y dilatándose el cautiverio consta la esfera del paciente y se lo trata bajo este concepto con humanidad y distinción. Pero el búlgaro bravío estaba ajenísimo de leyes de guerra: mazmorras lóbregas y silenciosas eran sus prisiones, y había mediado un año cuando los latinos llegaron a saber la muerte de Balduino; y entonces su hermano el regente Enrique se conviene por fin a usar el dictado de emperador (11 de junio de 1216 d. C.). Encarecieron los griegos aquel comedimiento como ejemplar peregrino de acendrado pundonor, puesto que su liviandad insaciable y alevosa se abalanzaba de improviso al trance del intermedio, al paso que la ley de sucesión, resguardo perenne del príncipe y del pueblo, se estaba sucesivamente deslindando en las monarquías hereditarias de Europa. Desvalido, vino a quedar sin socio ni arrimo Enrique en el imperio oriental, puesto que los héroes cruzados iban faltando del mundo o de la guerra. Falleció aquel dogo de Venecia el venerable Dándolo, en la plenitud de sus años y de su gloria. El desagravio de Balduino y la defensa de Tesalónica fueron pausadamente retrayendo al marqués de Monferrato de la guerra del Peloponeso. Se avistan el emperador y el rey para zanjar varias etiquetas de ninguna monta sobre el homenaje y servicio feudal, hermánalos su aprecio mutuo y la igualdad en el peligro, y queda sellada su intimidad con el enlace de Enrique y la hija de su compañero, pero el novio tiene luego que llorar el malogro de su padre y amigo. Ciertos griegos leales recaban de Bonifacio que trepe en correría venturosa por las serranías de Rodope. Huyen los búlgaros a su asomo, pero se agolpan luego para acosarlo en la retirada. Sabe que le atacan la retaguardia, y sin esperar sus armas defensivas brinca a su alazán, enristra su lanza y arrolla la manada de los enemigos despavoridos; pero en el ímpetu de su alcance lo traspasan con herida mortal, presentando luego la cabeza del rey de Tesalónica a Calo Juan, quien disfruta sin merecimiento el timbre de la victoria. [840] En este amarguísimo trance enmudece la voz y cesa la pluma ya exánime de Villeharduino, y si continuó desempeñando el cargo militar de mariscal de Romanía yacen sus hazañas posteriores en el olvido. [841] No desdicen las prendas de Enrique de su extremada situación, pues ya en el sitio de Constantinopla, y luego allende el Helesponto, se granjeó la nombradía de valiente en la lid y atinado en el mando, conteniendo su denuedo con una cordura comedida ajena de los arrebatos desaforados de su hermano. En la guerra duplicada contra los griegos en Asia y los búlgaros en Europa era siempre el adalid a bordo o a caballo; y aunque providenciando de continuo lo más conducente para el logro de toda empresa, su ejemplo estaba incitando más y más a los latinos para hombrearse con su intrépido emperador. Pero aquellos conatos y los escasos auxilios de gente y dinero venidos de Francia le fueron menos provechosos que los desaciertos, crueldades y muerte de su contrario más formidable. Al acudir los griegos desesperados a Calo Juan como a su libertador, suponían que había de ser el amparo de su independencia y de sus leyes; mas vieron luego con amargo desengaño aquella ferocidad sin igual que trataba brutalmente y a las claras de yermar la Tracia y arrasar sus ciudades para trasladar los moradores allende el Danubio. Entablado ya el intento con varias poblaciones y aldeas, quedaba en escombros Filipópolis, e igual catástrofe amagaba a Isernótica y Andrinópolis por los primeros causantes de la rebelión, cuando exhalan todos un alarido agudísimo de pesar y arrepentimiento ante el solio de Enrique, y sólo el emperador magnánimo los indulta y confía en ellos. No pasan de cuatrocientos caballeros con sus flecheros y sirvientes los que puede juntar consigo, y capitaneando tan menguada fuerza, combate y rechaza al búlgaro, quien además de su infantería trae cuarenta mil caballos. Palpa Enrique en esta expedición la suma diferencia que media entre un país enemigo o favorable, sus armas escudan las demás ciudades, y el bárbaro, tras grandísima pérdida y afrenta, tiene que desagarrar su presa. El sitio de Tesalónica es el postrer quebranto que Calo Juan causa o padece; lo asesinan de noche en su tienda, y el caudillo, tal vez el matador, que halló revolcándose en su sangre atribuye con aceptación general aquel golpe a la lanza de san Demetrio. [842] Alcanza el cuerdo Enrique victorias, y ajusta paz honorífica con el sucesor del tirano y con los príncipes griegos de Niza y Epiro. Muy ajeno de la política encogida de Balduino y de Bonifacio, cede algunos linderos dudosos, le queda un reino anchuroso para sí mismo y para sus feudatarios, y en los diez años que le caben logra paz y prosperidad: franqueando a los griegos los principales cargos del Estado y del ejército, y aquellos arranques caballerosos son en tanto grado más certeros, cuanto ya los príncipes de Niza y Epiro se van amañando para atraerse y emplear el valor mercenario de los latinos. Es el sumo ahínco de nación y de idioma sin empeñarse en la unión inasequible de ambas iglesias; Pelagio, legado del papa con ínfulas de soberano en Constantinopla, veda el culto griego y manda desaforadamente el pago de diezmos, el doble séquito del Espíritu Santo y ciega obediencia al pontífice romano. Abogan desvalidamente por los fueros de su conciencia implorando la tolerancia; «nuestros cuerpos —dicen— son del César; pero nuestras almas pertenecen únicamente a Dios». La entereza del emperador ataja la persecución [843] y si llegamos a creer que los mismos griegos pudieron envenenar a tal príncipe, ruin concepto vendremos a formar del tino y del agradecimiento en el pecho humano. Es su denuedo atributo muy obvio, en que alterna con diez mil caballeros; pero Enrique atesora el supremo tesón de contrarrestar en siglo tan supersticioso la codicia altanera del clero. Se arrojó a colocar su solio en la iglesia de Santa Sofía, a la derecha del patriarca, y el papa Inocencio III censuró amarguísimamente aquel arrojo. Con un edicto muy provechoso y ejemplar en las leyes de amortización prohibió el enajenamiento de feudos; mas muchos de los latinos, con el afán de volverse a Europa, traspasaban a la Iglesia sus estados; con una retribución temporal o espiritual quedaban luego aquellas haciendas como benditas descargadas de todo servicio militar y el paradero de una colonia guerrera iba a ser en breve el de un seminario eclesiástico. [844]

Fallece el pundonoroso Enrique en Tesalónica defendiendo aquel reino, y el hijo tierno de su amigo Bonifacio, feneciendo en los dos primeros emperadores la línea masculina de los condes de Flandes. Pero su hermana Violante, casada con un príncipe francés, cría dilatada prole, y una de sus niñas se enlaza con Andrés, rey de Hungría, esforzado y religiosísimo campeón de la cruz. Entronizándolo en el solio de Bizancio, se granjean los barones de Romanía la pujanza de un reino vecino; pero la cordura de Andrés reverencia las leyes de sucesión, y los latinos brindan con el cetro del Oriente a la princesa Violante y a su marido Pedro de Curtenay, conde de Auxerre (abril de 1217 d. C.). Recomiendan a los barones de Francia el nacimiento regio del padre y la hidalguía de la madre al primo mayor de su rey. Merece concepto decoroso, posee grandiosas haciendas, y en la cruzada sangrientísima contra los albijenses, soldadesca y clerecía quedaron con la debida recompensa por su valor y sus afanes. Encarezca allá la vanagloria el encumbramiento de un emperador francés en Constantinopla, pero el desengaño tiene que compadecer y no envidiar aquella grandeza soñada y alevosa. Para afianzar y esclarecer su dictado, acude a vender o empeñar lo más florido de su patrimonio. Con estos arbitrios, el rasgo de su pariente real Felipe Augusto y los arranques nacionales y caballerescos, por fin tramonta los Alpes, capitaneando ciento cuarenta caballeros y cinco mil quinientos sargentos y flecheros. Recaban con mil instancias que el reacio papa Honorio III corone al sucesor de Constantino; pero verificó la ceremonia en una iglesia extramuros temeroso de que redunde en menoscabo de la capital antigua del imperio, otorgando a la nueva algún derecho de soberanía. Los venecianos son los transportadores de Pedro y de sus fuerzas allende el Adriático y de la emperatriz, con sus cuatro niños hasta el mismo palacio bizantino, requiriendo que les devolviese Durazzo de manos del déspota de Epiro. Miguel Ángelo o Comneno, el fundador de la dinastía, había otorgado la sucesión de su poderío y ambición a Teodoro, su hermano legítimo, que estaba ya amagando y aun invadiendo los establecimientos de los latinos. El emperador, cumpliendo su palabra con un asalto infructuoso, levanta el sitio y prosigue su viaje trabajoso y expuesto por tierra desde Durazzo a Tesalónica. Viene luego a extraviarse por las serranías del Epiro; encuentra los tránsitos atajados, carece de abastos, lo detienen y engañan con una negociación alevosa; y por fin arrestado Pedro de Curtenay con el legado romano, la tropa francesa, sin caudillos ni esperanza, trueca afanada sus armas con la promesa ilusoria de pan y comiseración. El Vaticano truena y centellea amenazando al malvado Teodoro con la venganza del cielo y de la tierra, pero en breve el emperador y los suyos quedan olvidados, y las reconvenciones del papa se ciñen al encarcelamiento de su legado, apenas logra el rescate del sacerdote y la promesa de obediencia espiritual, indulta y ampara al déspota de Epiro. Su mando terminante ataja el ahínco de los venecianos y del rey de Hungría, [845] y desahuciado al fin Curtenay yace y muere natural y tempranamente en su cautiverio. [846] Ignórase su paradero, y está presente la soberana legítima Violante, su consorte y viuda, con la cual se dilata la proclamación de nuevo emperador. En medio de su quebranto da todavía a luz un niño, llamado Balduino el postrero, el más desventurado de todos los príncipes latinos de Constantinopla. Prenda su nacimiento a los barones de Romanía, mas su niñez no podía menos de ir dilatando los desmanes de la minoría, y su pertenencia queda orillada con las anteriores de sus hermanos. El mayor, Felipe de Curtenay, que heredó de su madre el señorío de Namur, tiene la cordura de anteponer la realidad de un marquesado a la sombra volátil del Imperio, y entonces Roberto, el hijo segundo de Pedro y de Violante, asciende al solio de Constantinopla. Advertido con el fracaso del padre va siguiendo pausada y seguramente el rumbo de Alemania y del Danubio: franquéale tránsito el enlace de su hermana con el rey de Hungría, y el patriarca corona luego al emperador Roberto en la catedral de Santa Sofía; pero su reinado es todo una temporada de conflictos y amarguras, y la colonia que se apellidaba Nueva Francia va por todas partes cejando ante los griegos de Niza y Epiro. Tras una victoria labrada con su alevosía, y sin denuedo, allana Teodoro Ángelo el reino de Tesalónica, y arroja al endeble. Demetrio, hijo del marqués Bonifacio, tremola su estandarte sobre los muros de Andrinópolis y añade por su vanagloria un tercero o cuarto nombre a la lista de los emperadores contrarios. Juan Valace arrolla los restos asiáticos, a título de yerno y sucesor de Teodoro Lascaris, el cual en un reinado triunfador de treinta y tres años, campeó en paz y en guerra con altas virtudes. Bajo su enseñanza los aceros franceses asalariados sirvieron de instrumento eficacísimo de sus conquistas; y aquella deserción fue al mismo tiempo muestra y causa del auge grandioso de los griegos. Construye escuadra, señorea el Helesponto, avasalla las islas de Lesbos y de Rodas, embiste a los venecianos en Candía, y va interceptando los escasos y endebles auxilios del Occidente. Allá el emperador latino por una sola vez envía su hueste contra Vatazes, y en aquel descalabro fenecen los caballeros veteranos, los últimos de los conquistadores primitivos. Mas la preponderancia de un advenedizo encarna menos en el ánimo apocadísimo de Roberto que el desacato de sus mismos súbditos latinos, quienes atropellan indistintamente al emperador y a su imperio, comprobándose el extremo de aquella anarquía con los quebrantos personales del paciente y el desenfreno de su tiempo. Mozo y enamoradizo, se retrae de su esposa griega, hija de Vataces, y hospeda en el palacio una linda noble de la familia de Artois, cuya madre, embelesada con los visos de la púrpura, había quebrantado su palabra anterior con un hidalgo de Borgoña, quien corre enfurecido, y con algunos amigos allana la morada imperial, arroja la madre al mar y corta bárbaramente la nariz y los labios a la consorte o manceba del emperador. Los barones, en vez de castigar al delincuente, abonan y aun celebran tamaño atentado, absolutamente irremisible por parte de Roberto, [847] tanto a fuer de príncipe como de particular. Huye de ciudad tan criminal, y acude a implorar la justicia y lástima del papa, quien tibiamente le encarga que se vuelva a su albergue; pero antes que pueda cumplir aquel mandato, se postra y fenece de sonrojo, quebranto y despecho. [848]

En aquella temporada caballeresca, el rumbo más expedito para encumbrarse un particular al solio de Jerusalén o de Constantinopla era el de la valentía, y había a la sazón recaído el reino titular de Jerusalén por falta de varones en María, hija de Isabel y de Conrado de Monferrato y nieta de Almerico o Amaury. Se había enlazado con Juan de Briena, de alcurnia esclarecida en Champaña, a impulsos de la voz pública y el concepto de Felipe Augusto, quien lo calificó de primer prohombre en la Tierra Santa. [849] Acaudilló en la quinta cruzada hasta cien mil latinos para la conquista de Egipto, fue el triunfador en el sitio de Damieta, y el malogro posterior se achacó fundadamente a las ínfulas y codicia del legado. Tras el desposorio de su hija con Federico II, [850] cuya ingratitud le arrebató hasta el punto de encargarse del mando en el ejército de la Iglesia, y aunque entrado ya en edad y apeado del solio, la espada y el denuedo de Juan de Briena estaban siempre en el disparador, cuando se trataba de servir a la cristiandad. Balduino de Cortenay en los siete años del reinado de su hermano no había descollado sobre las estrecheces de su niñez, y los barones de Romanía acordaron poner el cetro en manos heroicas y de cabal desempeño. No se avendría el rey veterano de Jerusalén al nombre y cargo de regente, y así dispusieron el condecorarlo con el dictado y prerrogativas de emperador para toda su vida, con la condición única de que Balduino se enlazase con su hija segunda, y les diera acceso después en edad madura al solio de Constantinopla. Enardeciose la expectativa de los griegos y latinos con la nombradía, la elección y la presencia de Juan de Briena, se empaparon en su traza marcial y su briosa lozanía a los ochenta años con aquella estatura agigantada en que sobresalía a los demás hombres. [851] Mas parece que la codicia y el anhelo de comodidades resfrió sus ímpetus guerreros, sus tropas se fueron dispersando, y mediaron dos años de abandono y afrenta, hasta que se desperezó con la alianza muy azarosa de Vataces, emperador de Niza, y Azan, rey de Bulgaria. Sitian entrambos a Constantinopla por mar y por tierra con una hueste de cien mil hombres y una armada de trescientas naves de guerra, contra la escasilla fuerza del emperador latino, reducida a ciento sesenta caballeros, y el corto aditamento de sus sargentos y flecheros. Me estremezco al referir cómo, en vez de resguardar la ciudad, hace el héroe una salida capitaneando su caballería, y que de los cuarenta y ocho escuadrones enemigos tan sólo se salvan tres del filo de su espada. Inflama el ejemplar a la infantería y el vecindario, asaltan los bajeles anclados junto a la muralla y se traen hasta veinticinco en triunfo a la bahía de Constantinopla. Convoca el emperador vasallos y aliados y acuden a la defensa, despejando su llegada contra todo género de tropiezos, y al año siguiente alcanza otra victoria contra los mismos enemigos. Los tosquísimos poetas de aquel siglo andan parangonando a Juan de Briena con Héctor, Rolando y Judas Macabeo, [852] mas callan los griegos y aguan algún tanto con su silencio tan peregrinos esplendores. Carece luego el Imperio de su campeón postrero, y el monarca moribundo se muestra ansioso de volar al paraíso con el hábito franciscano. [853]

En el estruendo de tales victorias no asoma ni hazaña ni aun el nombre del alumno Balduino, ya en edad de ir guerreando, aunque sucede luego en la dignidad imperial a su padre adoptivo. [854] Dedícase el príncipe mozo a otro desempeño más genial visitando las cortes occidentales, con especialidad las del papa y del rey de Francia, para irlos moviendo a compasión con su inocencia y desamparo, y lograr así auxilio de gente y dinero para remediar al imperio agonizante. Acude hasta tercera vez pordioseando socorros y dilatando siempre sus visitas sin el menor afán de regreso, consumiendo fuera de casa la mayor parte de sus ciento cuatro años de reinado, conceptuándose el emperador más en salvo por dondequiera que en su misma patria y capital, su vanagloria se engreía en ciertas publicidades con el dictado de Augusto y los relumbros de la púrpura, y en el concilio general de León, cuando Federico II quedó excomulgado y depuesto, apareció su pareja oriental entronizada a la derecha del papa. ¡Pero cuántas y cuántas veces el desterrado, el errante, el mendigo imperial estuvo abatido con menosprecios, insultado a fuerza de lástimas y ajado para su propia vista y la de naciones enteras! Al asomar en Inglaterra, lo atajan en Duvre con mil vituperios, por propasarse a entrar en un reino independiente sin el debido permiso. Sin embargo, tras alguna demora, se le franquea el camino, lo agasajan con tibia cortesía, y por fin se marcha Balduino con un regalo de setecientos marcos. [855] Roma, siempre avarienta, le otorga únicamente una proclama de nueva cruzada y un gran tesoro de indulgencias, género de moneda que con tan redoblado y excesivo abuso había desmerecido infinitamente. Recomendábanlo su nacimiento y desventuras a la generosidad de su primo Luis IX; pero el afán belicoso de aquel santo lo retrajo de Constantinopla por el Egipto y la Palestina, y socorrió sus escaseces públicas y privadas Balduino enajenando el marquesado de Namur y el señorío de Curtenay, restos de su herencia para una temporada. [856] Con arbitrios tan vergonzosos y arruinadores regresa a Romanía con una hueste de treinta mil soldados, que para los griegos ascendían a número duplicado. Participa desde luego a Francia e Inglaterra grandes victorias y mayores esperanzas; va ciñendo el país en torno de la capital a la distancia de tres jornadas; y si allana una ciudad populosa y anónima (probablemente Chiorli), queda expedita la raya y el tránsito seguro. Pero la grandiosa expectativa voló como un sueño: las tropas y tesoros de Francia se desvanecieron en sus manos torpísimas, y el solio del emperador latino viene a escudarse con la alianza afrentosa de turcos y comanos. Para afianzar los primeros, entrega su sobrina al incrédulo sultán de Cogni, y para agradar a los otros tiene que avenirse a los ritos paganos, sacrificando un perro entre los dos ejércitos, y las partes contratantes paladearon mutuamente su sangre por prenda de lealtad. [857] En el palacio o cárcel de Constantinopla el sucesor de Augusto va demoliendo el caserío vacante para leña en el invierno, y desemplomando las iglesias para el mantenimiento diario de su familia. Estafa algunos derechos, escasos pero usurarios, a los mercaderes italianos, y su hijo Felipe queda por prenda en Venecia, como heredero, por fianza de la deuda. [858] La sed, el hambre y la desnudez son padecimientos positivos; pero la riqueza es relativa, y un príncipe que sería acaudalado en clase privada vivirá martirizado por sus escaseces a fuer de pordiosero.

Pero aun en medio de tan rastrero desamparo, estaban todavía el emperador y el imperio atesorando una preciosidad que cifraba su soñado valor en la superstición del mundo cristiano. Iba desmereciendo algún tanto la verdadera cruz con sus incesantes cercenamientos, y su larguísimo cautiverio entre infieles hacía maliciar contra las partecillas que corrían por levante y poniente. Mas conservábase en la capilla imperial de Constantinopla otra reliquia de la pasión y no menos preciosa y auténtica, a saber la corona de espinas colocada en la cabeza de Jesucristo. Practicaron en lo antiguo los egipcios el depositar los deudores, por prenda, las momias de sus antepasados; y así el pundonor y la religión quedaban comprometidos para el rescate de la fianza. De la misma suerte, y en ausencia del emperador, se empeñaron en el empréstito de trece mil ciento treinta y cuatro piezas de oro [859] sobre la corona sacrosanta, faltaron al cumplimiento del contrato, y un veneciano admirado, Nicolás Querini, tomó a su cargo el reintegro a los ansiosos acreedores, con el pacto de vincular aquella reliquia en Venecia, y construirla con nuevo realce propiedad absoluta, si no se acudía a redimirla en cierto plazo breve y terminante. Participan los barones a su soberano el convenio violento y el malogro inminente, y como el Imperio se halla imposibilitado de aprontar el rescate de treinta y cinco mil duros, Balduino, anhelando arrebatar a los venecianos tamaña preciosidad, trata de colocarla en predicamento más productivo a disposición del rey cristianísimo. [860] Pero se atraviesan tropiezos, pues el santo timorato no quisiera con aquello incurrir en el delito de simonía; pero si volviera la expresión, debería pagar bajo otro concepto la deuda, admitir aquel don y reconocer su compromiso. Sus embajadores, dos dominicos, pasan a Venecia y redimen y entregan la santa corona, libre ya de los peligros del mar y de las galeras de Vataces. Abren la caja de madera, reconocen los sellos del dogo y de los barones sobre el sagrario de plata, cuyo interior atesora el monumento de la Pasión en una vasija de oro. Los venecianos se allanan a su pesar a la equidad y a la prepotencia; franquea el emperador Federico tránsito expedito y honorífico; adelántase la corte de Francia hasta Troyes en Champaña, para tributar devotamente su obsequio a reliquia tan imponderable; el mismo rey, descalzo y en camisa, la lleva triunfalmente por todo París, y con un agasajo de mil marcos de plata desacongoja a Balduino de su malogro. Con las alas de aquel contrato ventajoso y a impulsos de la misma generosidad, brinda el emperador latino con todo el ajuar de su capilla, [861] una astilla grandiosa y auténtica de la verdadera cruz, el babador del Hijo de Dios, la lanza, la esponja y la cadena de su Pasión; la varilla de Moisés y parte del cráneo de san Juan Bautista. Costó a san Luis aquel tesoro espiritual veinte mil marcos, con suntuosísima fundación en la santa capilla de París, a la cual logró la musa de Boileau proporcionar una inmortalidad burlesca. La certeza de reliquias allá tan lejanas no cabe comprobarse con testimonios humanos; pero se hace muy obvia para los creyentes de cuantos milagros siguen obrando. A mediados del siglo anterior, una úlcera maligna se curó con el toque de una gotilla de aceite de la santa corona, [862] como lo atestiguan los cristianos más religiosos e ilustrados de Francia, y no cabe descreer desde luego del hecho, a menos de vivir pertrechado con el antídoto general de la incredulidad. [863]

Los latinos de Constantinopla se hallan por dondequiera acorralados y comprimidos, [864] cifrando su esperanza única, la demora de su postrer exterminio, en la desavenencia de los griegos y búlgaros, al par sus enemigos, y aun fracasó aquella esperanza con el poderío y maestría preponderante de Vataces, emperador de Niza. Prospera pacíficamente en su reinado el Asia desde la Propóntida hasta la costa peñascosa de Pamfilia, y el paradero de todas las campañas es el medrar siempre su influjo en Europa. Rescata de los búlgaros las ciudades fuertes de las serranías de Tracia y Macedonia, reduciendo su reino a los linderos actuales y debidos, por las orillas meridionales del Danubio. El emperador de los romanos únicamente se destempla porque un señor del Epiro, un príncipe Comnenio del Occidente, intente alternar con él en los timbres de la púrpura, y el humildillo Demetrio trueca el matiz de sus borceguíes y admite agradecidamente el dictado de déspota. Sus mismos súbditos se exasperan con tanta postración y torpeza, e imploran el amparo de su soberano supremo. Tras alguna resistencia, se incorpora el reino de Tesalónica con el imperio de Niza, y reina Vataces sin competidor desde el confín turco hasta el golfo Adriático. Reverencian los príncipes de Europa su poderío y desempeño, y con tal que se allanara al credo legítimo, el papa desamparaba desde luego el solio latino de Constantinopla: pero el fallecimiento de Vataces, el breve y afanoso reinado de Teodoro, su hijo, y la niñez desvalida de su nieto Juan siguen dilatando el restablecimiento de los griegos. Me cabrá el ir historiando sus revueltas caseras en el capítulo siguiente, apuntando desde ahora que su ayo y compañero Miguel Paleólogo descolló con los desbarros y los aciertos propios de un fundador de nueva dinastía (diciembre de 1259 d. C.). Lisonjeose el emperador Balduino con el recobro de ciudades y provincias enteras por medio de una negociación tan ineficaz, que despidieron de Niza a sus embajadores con escarnio y menosprecio, pues a cada paraje que iban nombrando acudía Paleólogo con alguna razón para imposibilitar su reintegro; en el uno por haber nacido allí; en el otro por haber tenido el primer ascenso en la milicia, y luego por esperanzar allí el recreo peregrino de la casa. «¿Y qué es lo que tratáis de darnos por nuestra parte?», dice a los embajadores atónitos. «Nada —replican los griegos—, ni un palmo de terreno». «Pues si vuestro amo —insiste Paleólogo—, apetece la paz, tiene que pagarme, por vía de tributo anual cuanto le rinde el comercio con sus derechos en Constantinopla. Bajo este concepto, que reine muy enhorabuena. Si se desentiende, la guerra al punto, pues no me tengo en ella por bisoño, y confío para el éxito en Dios y en mi espada». [865] Sale una expedición contra el déspota del Epiro, median una victoria y un descalabro, y si el linaje de Comnenos y Ángelos sigue contrarrestando por aquellas serranías a sus conatos hasta después de su reinado, el cautiverio de Villeharduino, príncipe de Acaya, defrauda a los latinos del vasallo más activo y poderoso de la monarquía agonizante. Batallan las repúblicas de Venecia y Génova, en su primera guerra naval por el señorío del mar y del comercio de levante. El engreimiento y el interés comprometen a los venecianos en la defensa de Constantinopla; sus competidores acuden a promover los intentos de todo enemigo, y la alianza de los genoveses con el vencedor cismático encendió las iras de la Iglesia latina. [866]

Clavado Miguel como emperador en su objeto capital, va visitando personalmente, robusteciendo sus tropas y fortificaciones de Tracia, y luego arrollando de sus últimas posesiones a los latinos. Hasta se empeña en asaltar aunque sin éxito el arrabal de Gálata y trae comunicaciones alevosas con un barón, que en el trance no se arroja, o no puede, a la entrega de la metrópoli (1261 d. C.). Al asomo de la primavera, su caudillo predilecto, Alexio Guategópulo, a quien condecora con el dictado de César, atraviesa el Helesponto con ochocientos caballos y alguna infantería, [867] para una expedición reservada. Le encargan sus instrucciones que se acerque, escuche y registre, y no aventure intentos arriesgados contra la ciudad. El territorio que media entre la Propóntida y el Mar Negro está poblado por una ralea de campesinos esforzados, y luego de vagos, prácticos en las armas, insubsistentes en su homenaje; pero propensos, por el idioma, religión y ventajas actuales, a los griegos. Titulábanse voluntarios; [868] y con su servicio libre el ejército de Alexio, las milicias de Tracia y los auxiliares comanos [869] se aumentaron hasta el número de veinticinco mil hombres. Con el denuedo de los voluntarios y su propia ambición se arroja él a desobedecer las órdenes terminantes de su amo, confiado en que sus logros abogarán por su indulto, y aun su galardón. Harto enterados están los voluntarios de lo indefenso de Constantinopla y del pavor y conflicto de los latinos, y aclaman el trance como oportunísimo para el intento. Un mozo temerario, gobernador nuevo de la colonia veneciana, había dado la vela con treinta galeras, y la flor de los caballeros franceses, para una expedición disparatada sobre Dafnusia, pueblo del Mar Negro a cuarenta leguas, y los demás yacían desvalidos y sin zozobra. Saben que Alexio atravesó el Helesponto, pero se desvanece aquel primer susto recapacitando la cortedad del número primitivo; sin estar alerta sobre el aumento sucesivo de su hueste. Con dejar las fuerzas principales de retén para acudir luego a la urgencia logra adelantarse a hurtadillas y a deshora con la guerrilla selecta. Arriman unos sus escalas a la parte más accesible de la muralla, cuentan sobre seguro con un griego anciano que ha de introducir a los demás por un subterráneo que desemboca en su casa, pueden desde luego franquear tránsito por el interior en la puerta de oro, cerrada hace tiempo, y entonces señorear ya el corazón de la ciudad, antes que los latinos echen de ver su peligro. Median razones, y por fin él se pone en manos de los voluntarios; éstos se muestran leales, osados y certeros, y al ir particularizando su plan, quedan ya referidos la ejecución y su logro. [870] Mas no bien Alexio atraviesa el umbral de la puerta dorada, cuando se para trémulo y está deliberando hasta que los voluntarios con su ímpetu lo arrollan para dentro, hechos cargo de que el trance más expuesto se cifra en la retirada. Mantiene él su tropa escuadronada; pero los comanos se dispersan a diestra y siniestra; suena luego el rebato, y con las amenazas del fuego y el saqueo precisan el vecindario a formalizar su contrarresto. Los griegos de Constantinopla recuerdan a sus soberanos solariegos; los genoveses, su alianza reciente y la enemistad de los venecianos; ármanse los barrios, y retumba por los aires la aclamación general de: «Vivan y reinen por siempre Miguel y Juan, emperadores augustos de los romanos». Despierta su contrario Balduino con el estruendo; pero ni en trance tan ejecutivo desenvaina la espada para defender la ciudad, que viene a desamparar, quizás con más complacencia que pesadumbre; huye del palacio a la playa, desde donde divisa las velas halagüeñas de la escuadra que vuelve de su necia e infructuosa tentativa contra Dafnusia. Queda irreparablemente perdida Constantinopla; pero el emperador latino y las familias principales se embarcan en las galeras venecianas que surcan la vuelta de la Eubea; y luego para Italia, donde el papa y el rey de Sicilia agasajan al fugitivo regio con muestras de lástima y de menosprecio. Vive todavía trece años después de la pérdida de Constantinopla, en pos siempre de las potencias católicas, para empeñarlas en su restablecimiento; está aleccionado desde su mocedad, sin que su destino último fuese más desamparado y vergonzoso que las tres peregrinaciones anteriores por las cortes de Europa. Hereda su hijo Felipe un imperio ideal, y las pretensiones de su hija Catalina, casada con Carlos de Valois, hermano de Felipe el Hermoso, van de resultas a parar a la casa de Francia. La línea femenina de la casa de Curtenay contrajo varios enlaces, sonando siempre el dictado de emperador, hasta que comedidamente yació en descanso y olvido. [871]

Historiadas quedan las expediciones de los latinos a Palestina y Constantinopla, y ahora no puedo menos de hacer algún alto de las resultas que cupieron así al país de las operaciones como al de sus varios agentes. [872] Retiradas por fin las armas de los francos, no dejaron la menor mella, aunque sí algún recuerdo, por aquellos reinos mahometanos de Egipto y de Siria. Ni aun soñaron los discípulos fieles del Profeta en estudiar profanamente las leyes o idiomas de unos idólatras, sin que su sencillez de costumbres padeciese alteración alguna con el roce, en paz o en guerra, con los desconocidos advenedizos del Occidente. Los griegos, aun vanidosamente engreídos, se mostraron más avenibles. En sus conatos por el recobro del Imperio, fueron compitiendo en valor, disciplina y táctica con sus acometedores. Con menosprecio debían mirar la literatura moderna de los occidentales, pero aquel afán de independencia no pudo menos de imbuirlos en los derechos naturales del hombre; y así fueron prohijando algunas instituciones públicas y privadas de los franceses. Cundía la lengua latina con la correspondencia de Constantinopla con Italia, y llegaron a traducir varios autores clásicos o devotos en su idioma; [873] pero la persecución enardeció más y más las preocupaciones nacionales y religiosas de los orientales, y el reinado de los latinos enganchó todavía el mutuo desvío de entrambas iglesias.

Al parangonar, en tiempo de las cruzadas, los latinos de Europa con los griegos y más los árabes, sus grados respectivos de ciencias y artes y aun industria dejan muy en zaga a nuestros tosquísimos antepasados, quienes tienen que contentarse con el tercer grado en la escala de las naciones. Sus adelantos posteriores e innegable superioridad se cifran en la pujanza de su índole y temple, y en el afán eficaz e incesante, hasta ahora desconocido a sus competidores, que a la sazón se hallaban estancados y aun iban cejando en su carrera. Con tales arranques, no podían menos los latinos de beneficiar esencialmente un cúmulo de acontecimientos que les aparataban en perspectiva el orbe entero, y entablaron aquella comunicación dilatada, aquel roce perpetuo con las regiones ya cultas del Oriente. El adelanto más obvio descolló luego en comercio y manufacturas, en las artes que traen de la mano ya la sed de los haberes, las urgencias imprescindibles, la sensualidad y la vanagloria. En aquel remolino de fanáticos sandios, tal cual cautivo o peregrino haría alto en la cultura del Cairo y de Constantinopla, el primer introductor de un molino de viento [874] fue un bienhechor de la humanidad, y tales bienes se disfrutan sin gratos recuerdos, acude la historia a mencionar los renglones más lujosos de seda y azúcar, venidos del Egipto y la Grecia a los puertos de Italia. Pero el atraso latino en la instrucción se fue pausadamente desperezando, pues el afán envidioso de Europa brotó de causas muy diversas y de sucesos más recientes, pues allí en el siglo de las cruzadas se miraron con yerta indiferencia las literaturas griega y arábiga. Caben algunos rudimentos, matemáticos o médicos meramente prácticos o figurados; puede también la necesidad proporcionar algún intérprete para los quehaceres materiales del traficante o de la soldadesca; mas con el comercio de levante no cundió por las escuelas de Europa el conocimiento de los idiomas. [875] Si el idéntico móvil de la religión rechazó el habla del Alcorán, parece que debía inclinarlos a curiosear el texto original de los Evangelios, y la misma gramática les desentrañara las sublimidades de Platón y los primores de Homero. Pero en una temporada de sesenta años, siguieron los latinos de Constantinopla menospreciando la lengua y literatura de los súbditos, quedándoles tan sólo a sus anchuras y a salvo el tesoro de sus manuscritos. Era en verdad Aristóteles el oráculo de las universidades occidentales, pero un Aristóteles barbarísimo, y en vez de trepar al acendrado manantial, sus enamorados latinos prohijaron rendidamente una versión estragada y lejana de los judíos y moriscos de Andalucía. El móvil de las cruzadas era un fanatismo bravío, y su resultado de más entidad se hermanaba con su arranque. El afán de todo peregrino se cifraba en cargar para su casa con despojos sagrados, con reliquias de Grecia y de Palestina, [876] y cada una de ellas andaba brotando visiones y milagros. Estragose la creencia católica con leyendas extrañas, con supersticiones nuevas; y el establecimiento de la Inquisición, los monjes y órdenes mendicantes, el rematado abuso de las indulgencias y el extremado progreso de la idolatría, todo fue dimanando de la fuente envenenada de la Guerra Santa. La índole eficaz de los latinos se ceba en lo íntimo de su racionalidad y sus creencias; y si los siglos IX y X sobresalieron en lobreguez, el XIII y el XIV fueron los de la fábula y el desvarío.

Con el cristianismo y el cultivo de un territorio pingüe, los conquistadores septentrionales del Imperio Romano se fueron embebiendo imperceptiblemente con los naturales, y revivieron e inflamaron en su rescoldo las artes de la antigüedad. Plantearon y aun vinieron a perfeccionar sus establecimientos en tiempo de Carlomagno, cuando yacieron como soterrados bajo el enjambre de nuevos invasores, a saber: los normandos, sarracenos [877] y húngaros, que reempozaron los países occidentales de Europa en el estado anterior de anarquía y de barbarie. Por el siglo XI había abonanzado la segunda tormenta con el arrojo o la conversión de los enemigos del cristianismo; la oleada de civilización que había cejado allí con su reflujo volvió a seguir con redoblada carrera su rumbo; rayando ya vistosa perspectiva ante las esperanzas y conatos de la generación nueva. Creció en verdad y descolló en los dos siglos de cruzadas, y no faltan filósofos aclamadores del influjo propicio de la Guerra Santa, que conceptúo atrasadora, más bien que fomentadora, de la civilización europea, [878] sepultando en los ámbitos del Oriente las vidas y afanes de millones de millones que probablemente mejoraran sus respectivas patrias; con el caudal de industria y haberes florecieran la navegación y el comercio, y los latinos se enriquecieran e ilustraran en una correspondencia inocente y amistosa con los naturales de levante. Por una parte estoy viendo el resultado obvio de los cruzados aherrojados a su propio suelo, sin libertad, ni haberes, ni conocimientos, y los dos brazos, eclesiástico y noble, cuyo número era desproporcionado a la población, eran los únicos acreedores al dictado de ciudadanos y de hombres. Las arterías del clero y las espadas de los barones afianzaban tan opresivo sistema. En siglos más lóbregos, sirvió la autoridad del sacerdote como antídoto saludable; precavieron el exterminio total de las letras, amansó la fiereza de los tiempos, escudó al desvalido e indefenso, y conservó y revivió la paz y el orden en la sociedad civil. Pero la independencia, la rapiña y la discordia de los magnates feudales no se acompañaban con el menor asomo de bienestar, y aquella mole toda de hierro de la aristocracia anonadaba hasta la esperanza de todo género de mejora. Entre los volcadores del edificio gótico sobresalen los cruzados, desplomándose las baronías y feneciendo sus alcurnias en aquellas expediciones azarosas y costosísimas. Sus ínfulas menesterosas tenían que amainar franqueando cartas pueblas y estrellando los grillos de la servidumbre; y afianzando así la granja al campesino y el taller al artesano, y devolviendo más y más alma y sustancia a la mayor porción del vecindario. Incendiáronse allá selvas y cayeron en cenizas árboles agigantados; despejose el suelo y brotaron plantas menores pero utilísimas en el suelo fertilizado.

DIGRESIÓN SOBRE LA ALCURNIA DE CURTENAY

La púrpura de los tres emperadores que reinaron en Constantinopla me escuda o me disculpa por mi digresión sobre el origen y trances peregrinos de la familia de Curtenay, [879] en sus tres ramas principales: I. de Edesa; II. de Francia; III. de Inglaterra; sobreviviendo tan sólo la última el espacio de ochocientos años.

I. Antes de asomar el comercio, derramador de riquezas y de conocimientos despejadores de vulgaridades, la prerrogativa de la cuna es la más entrañable y más esclarecida. En todos tiempos las costumbres de los alemanes deslindaron por ápices las jerarquías en la sociedad: los duques y condes que terciaron en el imperio de Carlomagno arraigaron sus cargos en herencia, dejando todos señor feudal a sus hijos, sus timbres y su espada. Las alcurnias más altaneras quedan pegadas con empozar el tronco de sus linajes en la lobreguez de la Edad Media, pues por más corpulento y empinado que fuese, tiene al cabo que brotar de un arranque plebeyo; y sus lingüistas han de zanjar sus intentos a los diez siglos de la era cristiana para hacer hincapié en la sucesión seguida y testimoniada de apellidos, armas y memorias auténticas. A los primeros vislumbres asoma [880] la nobleza y opulencia de Aton, caballero francés; la hidalguía en la elevación y dictado de un padre anónimo; sus haberes en la fundación del castillo de Curtenay en el distrito de Gatinois, cerca de veinte leguas al mediodía de París. Desde el reinado de Roberto, hijo de Hugo Capeto, los barones de Curtenay descuellan entre los vasallos más cercanos a la corona; y Joselino, nieto de Aton y una señora noble, asoma alistado entre los héroes de la primera cruzada. Un entronque casero (hermanas eran las madres) lo comprometieron en la bandera de Balduino de Brujas, conde segundo de Edesa: un feudo de príncipe, al que se hizo acreedor y conservador certero, manifiesta sus muchos y belicosos secuaces, y tras la partida del primo, quedó el mismo Joselino revestido con el condado de Edesa, por ambas orillas del Éufrates. Con su economía en la paz, súbditos latinos y sirios se le avecindaron a miles en sus territorios; sus almacenes rebosaban de trigo, vino y aceite, y sus castillos, de oro, plata, armas y caballos. En una Guerra Santa de treinta años, fue alternativamente vencedor y cautivo, pero murió al fin como guerrero en una litera de caballo capitaneando sus tropas, y en su postrera mirada logró ver la huida de los turcos invasores, envalentonados con su edad y sus dolencias. Su hijo y sucesor del mismo nombre, más denodado que advertido, solía olvidar que todo señorío se granjea y se conserva con las mismas artes. Reta a los turcos sin el arrimo del príncipe de Antioquía, y en medio de la paz lujosa de Turbesel en Siria [881] desatendió Joselino el resguardo de la frontera cristiana allende el Éufrates. Durante su ausencia, Zenghi, el primero de los Atabeques, sitió y asaltó a la capital Edesa, mal defendida por un tropel cobarde y desleal de orientales; intentaron los francos recobrarla, mas quedaron arrollados en su denuedo, y Curtenay feneció en las cárceles de Alepo. Dejó todavía patrimonio grandioso y pingüe; pero los turcos más y más victoriosos dieron al través con la viuda y el huerfanillo, y por una pensión a título de equivalente traspasaron al emperador griego el encargo de resguardar y el baldón de perder las reliquias postreras de la conquista latina. La condesa viuda de Edesa se retiró a Jerusalén con sus dos niñas; la hija, Inés, vino a ser esposa y madre de rey; el hijo, Joselino III, admitió el cargo de general, el primero del reino, y obtuvo en Palestina nuevos estados, mediante el servicio de cincuenta caballeros. Asoma honoríficamente su nombre en todos los contratos de paz o guerra, y desaparece con el vuelco de Jerusalén, perdiéndose el apellido de Curtenay en los enlaces de dos hijas con barones, uno alemán y otro francés. [882]

II. Reinando Joselino allende el Éufrates, el primogénito Milon, el nieto de Aton, siguió poseyendo junto al Sena el castillo de sus padres heredado al fin por Reinaldo, el menor de los tres hijos. Ni el numen ni el arrojo suelen descollar en las familias antiguas; y allí en lo muy antiguo se tropieza con rapiñas y tropelías, para las cuales, sin embargo, se requiere sumo denuedo y, ante todo, poderío. Se sonrojará un descendiente de Reinaldo de Curtenay con los salteamientos y arrestos de traficantes, hasta que pagasen los portazgos en Sens y en Orleans. Blasonara de la demasía, puesto que el osado y descomedido nunca se avino a la restitución, hasta que el regente, conde de Champaña, dispuso el capitanear contra él todo un ejército. [883] Otorgó Reinaldo sus estados en la hija, y ésta en el hijo séptimo del rey Luis el Grueso, resultando de aquel enlace crecida descendencia. Correspondía que un particular se encumbrase con el nombre real, y que la prole de Pedro Curtenay terciase en los timbres con los mismos príncipes de la sangre; pero aquel derecho tan legítimo quedó desatendido, y luego formalmente denegado; embebiendo las causas de aquella mengua la historia de la segunda rama. 1. De todas las alcurnias existentes, la más antigua y esclarecida es indudablemente la de Francia, que estuvo ocupando el mismo solio por ocho siglos, y va descendiendo por línea varonil y despejada desde el siglo IX, [884] acatándose en gran manera por levante y poniente desde el tiempo de las cruzadas; desde el reinado de Hugo Capeto hasta el enlace de Pedro de Curtenay tan sólo habían mediado cinco reinados o generaciones, y era tan deleznable su título, que se conceptuó cautela imprescindible el coronar desde luego el primogénito en vida del padre. Los pares de Francia han estado allá sosteniendo su precedencia sobre las ramas menores de la alcurnia real, ni los príncipes de la sangre en el siglo XII se habían granjeado el esplendor hereditario que trasciende ahora hasta los candidatos más lejanos de la sucesión regia. 2. Engreíanse sobremanera los barones de Curtenay y estarían en gran realce, cuando afianzaron la precisión al hijo de un rey, de prohijar para sí y para sus descendientes el apellido y las armas de su hija y su esposa. Solíase requerir aquel trueque y en cambio otorgarlo en el enlace de una heredera inferior o igual; pero siguiendo en desviarse de la cepa real, los hijos de Luis el Grueso vinieron imperceptiblemente a equivocarse con los antepasados maternos, y los nuevos Curtenays merecerían caducar en los blasones de su cuna, que desatendían allá por móviles interesados. Era mucho más permanente la afrenta que el realce, y tras la llamarada de un relámpago sobrevenía una lobreguez duradera. El primogénito de aquel desposorio, Pedro de Curtenay, se había enlazado, como llevo dicho, con una hermana de los condes de Flandes, los dos primeros emperadores de Constantinopla: aceptó temerariamente el brindis de los barones de Romanía; sus dos hijos Roberto y Balduino, fueron sucesivamente sustentando y perdiendo los restos del Imperio latino en Oriente, y la nieta de Balduino II volvió a mezclar su sangre con la de Francia y la de Valois. Para acudir a los gastos de un reinado revuelto y transeúnte, empeñaron o vendieron sus estados solariegos, y los postreros emperadores de Constantinopla tuvieron que depender casi únicamente de las limosnas de Roma y Nápoles.

Mientras los hermanos mayores andaban consumiendo sus haberes en aventuras anoveladas, y el castillo de Curtenay yacía profanado por un dueño plebeyo, las ramas menores de aquel nombre adoptivo fueron cundiendo sobremanera. Escaseces y años nublaron su brillantez, pues al fallecimiento de Roberto, gran botillero de Francia, menguaron de príncipes a barones; luego se adocenaron con la mera hidalguía, pues no asomaban como descendientes de Hugo Capeto los señores campesinos de Tanlay y de Champiñoles. El valentón se alistó en la soldadesca sin mengua, y el más apocado vino a parar, como sus primos de la rama de Dreux, en mero labrador. Sus entronques regios, mediando cuatro siglos, quedaron anochecidos y aun ignorados, y su linaje, en vez de abultar en los anales del reino, tiene que irse desenmarañando con el esmerado ahínco y escrupulosidad de los heraldos y genealogistas. Por fin en el siglo XVI descollaron con una familia tan lejana como la suya las ínfulas aprincesadas de Curtenay, y un pleito de hidalguía les proporcionó el sacar a luz su alcurnia regia. Acudieron a la conmiseración justiciera de Enrique IV; lograron un dictamen favorable de veinte letrados de Italia y Alemania, parangonándose llanamente con los descendientes del rey David, cuyas regalías no desmerecieron con los siglos ni con el ejercicio de carpinteros. [885] Ensordecieron todos, y se cruzaron mil tropiezos contra su solicitud legal, pues los reyes Borbones se sinceraban con el desvío de los Valois; los príncipes de la sangre, más modernos y encumbrados, orillaron todo enlace con parentela tan arrinconada; el Parlamento, sin desentenderse de sus pruebas, ladeó un ejemplar tan azaroso con distinciones arbitrarias, y proclamaron a san Luis por padre de la línea regia. [886] No tuvieron cabida quejas ni protestas repetidas, y el pleito ya desahuciado cesó en este siglo último con el fallecimiento del postrero varón de la alcurnia. [887] Engreída con sus prendas se estuvo consolando de su situación apurada; jamás se allanó a tentaciones de caudal y engrandecimiento, y un Curtenay moribundo sacrificara a su propio hijo, si por ventura intereses temporales pudieran moverlo a ceder el dictado de príncipe legítimo de la sangre de Francia. [888]

III. Según los registros de la Abadía de Ford, los Curtenay de la provincia de Devon descendían del príncipe Flaro, hijo segundo de Pedro y nieto de Luis el Grueso. [889] Nuestros anticuarios Campdeu [890] y Dugdale [891] acataron demasiado esta fábula de los monjes agradecidos o venales; pero es clarísimamente incompatible con la verdad y las fechas, tanto que las ínfulas fundadísimas de la familia se desentienden de tal fundador. Los historiadores más fidedignos opinan que Reinaldo de Cortenay, después de dar su hija al hijo del rey, desamparó sus posesiones de Francia, y mereció al monarca inglés segunda consorte y nueva herencia. Consta, por lo menos, que Enrique II siempre distinguió en sus reales y en sus consejos un Reinaldo, del nombre, armas y, como se deja conceptuar, de la alcurnia castiza de los Curtenay de Francia. El derecho de tutoría habilitaba a un magnate feudal a galardonar a su vasallo con el desposorio y señorío de una heredera esclarecida, y Reinaldo de Curtenay se granjeó un establecimiento grandioso en Devonshire, donde su posteridad ha estado residiendo por más de seis siglos. [892] Balduino de Brionis, barón normando, revestido de tal por el conquistador, proporcionó a Hawisa, esposa de Reinaldo, el timbre de Okehampton, obtenido con la servidumbre de noventa y tres caballeros, y hasta las hembras estaban habilitadas para los cargos varoniles de vizcondes hereditarios o cherifes y de capitanes del castillo real de Exeter. Su hijo Roberto se desposó con la hermana del conde de Devon; y al cabo de un siglo, feneciendo la alcurnia de Rivers, [893] su bisnieto Hugo II lo sucedió en el título, conceptuado siempre de dignidad territorial, y hasta doce condes de Devonshire, con el apellido de Curtenay, han seguido floreciendo por espacio de doscientos veinte años. Descollaban entre los primeros barones del reino, y aun compitieron en una contienda con el feudo del conde de Arundel, que es el asiento preeminente en el Parlamento de Inglaterra. Enlazáronse con las alcurnias más encumbradas, como los de Veres, Despenser, san Juan, Talbot, Bohun y aun los mismos Plantajenet; y en una competencia con Juan de Lancaster, un Curtenay, obispo de Londres y luego arzobispo de Canterbury, adoleció de ensanches harto profanos en cuanto al número y pujanza de su parentela. En tiempo de paz los condes de Devon solían vivir encastillados o por sus quinterías de occidente; aplicaban sus cuantiosas rentas a la devoción y la hospitalidad; y el epitafio de Eduardo, apellidado por su desventura el ciego, y por sus virtudes el bondadoso conde, embebe con agudeza una sentencia moral, que pudiera no obstante inducir a generosidad descompasada. Tras el recuerdo grato de los cincuenta años de dichoso enlace con su esposa Mabel, habla así el honrado conde desde su túmulo:

Lo dado aún dura,

Lo gastado se tuvo,

Lo dejado se malogró. [894]

Pero sus malogros, bajo este concepto, sobrepujaron con mucho a sus dones o desembolsos, y atendieron tan esmeradamente a sus herederos como a los menesterosos. Las sumas que expendieron en agasajos y tomas de posesión acreditan sus ínfimas fincas, y largos estados han seguido arraigados en su familia desde los siglos XIII y XIV. En la guerra los Curtenay ingleses desempeñaron los cargos y merecieron los timbres de la caballería. Se les solía confiar el alistamiento y mando de la milicia de Devonshire y Cornualles, como solían también acompañar al caudillo supremo hasta el confín de Escocia, y en cuanto al servicio extranjero, mantenían a veces con el estipendio convenido ochenta hombres de armas y otros tantos flecheros. Pelearon en mar y tierra bajo las banderas de Eduardos y Enriques; abultan sus nombres en batallas, torneos, y en las listas originales de la Orden de la Charretera; y hasta tres hermanos terciaron en la historia española del Príncipe Negro; y al fin en seis generaciones los Curtenay ingleses han venido a menospreciar la nación de su país solariego. En la competencia de las dos rosas, los condes de Devon adictos a la casa de Lancaster perdieron tres hermanos ya en la refriega ya en el cadalso. Devolvioles honores y estados Enrique VII: una hija de Eduardo IV no desmereció por enlazarse con un Curtenay; su hijo, nombrado luego marqués de Exeter, estuvo en privanza con su primo Enrique VIII y en el palenque del Paño de Oro quebró una lanza contra el rey de Francia. Pero todo favor de Enrique era un floreo para la desventura y luego para la muerte, y descuella entre las víctimas esclarecidas e inocentes de aquel tirano celoso el marqués de Exeter. Su hijo Eduardo vivió preso en la Torre, y murió desterrado en Padua, y el cariño encubierto de la niña María, a quien desamaba, derramó cierto viso anovelado en la historia de aquel hermoso mancebo. Los residuos de su patrimonio fueron parando en familias extrañas con los enlaces de sus cuatro tías; y los timbres personales, si tal vez fracasaron, revivieron con las patentes de otros príncipes. Había aún allá un descendiente en línea recta de Hugo, conde de Devon, rama menor de Curtenay, avecindados en el castillo de Poudernham por más de cuatro siglos, desde el reinado de Eduardo III hasta ahora. Medraron sus estados con las fincas de Irlanda, y quedan ya restablecidos en el timbre. Siguen los Curtenay con el mote lloroso sobre la inocencia de su antigua casa. [895] Entre aquellos lamentos gozan mil bienes en el día, y en sus anales la temporada más descollante es también la más desventurada, ni un par de Inglaterra tiene por qué envidiar a los emperadores de Constantinopla peregrinando por Europa en busca de limosnas para sostener su boato y resguardar su capital.