LXIV

CONQUISTAS DE GENGIS KHAN Y DE LOS MOGOLES DESDE LA CHINA HASTA POLONIA - SALVAMENTO DE CONSTANTINOPLA Y LOS GRIEGOS - ORIGEN DE LOS TURCOS OTOMANOS EN BITINIA - REINADOS Y VICTORIAS DE OTOMÁN, ORCHAN, AMURATES Y RAYACELO, PRIMEROS - FUNDACIÓN Y PROGRESOS DE LA MONARQUÍA TURCA EN ASIA Y EUROPA - PELIGRO DE CONSTANTINOPLA Y DEL IMPERIO GRIEGO

De las menguadas contiendas de una ciudad y sus arrabales, de la cobardía y desavenencia de los griegos derrocados, tengo que remontarme ahora hasta los turcos victoriosos; cuya servidumbre interior viene a realzarse con su garbo marcial, entusiasmo religioso y pujanza de índole nacional. Descuellan y progresan los otomanos, soberanean de asiento a Constantinopla, y se enlazan en los trances más grandiosos de la historia moderna; pero los encabeza aquel grandísimo disparo de mogoles y tártaros, cuyas conquistas veloces pueden allá parangonarse con las convulsiones primitivas de la naturaleza, que conmovieron y desencajaron el haz de la tierra. Entablé desde luego mi sistema de sacar a luz cuantas naciones más cercana o remotamente acudieron a derrumbar el Imperio Romano, ni me cabe desentenderme de acontecimientos, cuya inmensa trascendencia no puede menos de interesar a un entendimiento filosófico en la historia sangrientísima del género humano. [1009]

Desde los páramos anchurosos, dentro la China, Siberia y mar Caspio, repetidamente vino a descolgarse la oleada de una emigración guerrera. Vagaban allá varias tribus pastoriles, en el siglo XII, por aquellas moradas antiguas de los hunos y turcos, de la misma ralea y asemejadas costumbres, se hermanaron acaudilladas (1106-1227 d. C.) por el formidable Gengis. Aquel bárbaro, cuyo apellido particular era Temüjin, fue trepando sobre las cervices de sus iguales hasta lo sumo del encumbramiento. Hidalga fue su cuna, pero con las ínfulas altaneras de la victoria fue cuando el príncipe o el pueblo, vinieron a entroncarlo con un séptimo abuelo nacido de una virgen. Reinó su padre sobre trece rancherías, que compondrían como treinta o cuarenta mil familias, que se desentendían generalmente de pagar al niño, ni diezmos, ni muestras de obediencia, y Temüjin a los trece años trabó refriega con sus rebeldes súbditos, teniendo el conquistador venidero del Asia que huir y obedecer; pero luego se rehízo, y a los cuarenta años tenía ya arraigado su concepto y el señorío sobre las tribus cercanas. En toda sociedad atrasada, cuando el régimen es violento y el denuedo general, el predominio de un individuo se cifra en su prepotencia, y disposición para escarmentar a los contrarios y galardonar a los amigos. Su primera liga militar se revalidó con el rito sencillo de sacrificar un caballo y catar el agua de un arroyuelo: Temüjin se compromete a terciar con sus secuaces en los halagos y las amarguras de la vida, y al partir con ellos sus caballos y todos sus regalos, ya se contempla riquísimo con las esperanzas propias y el agradecimiento ajeno. Tras su primera victoria, pone setenta calderos sobre la lumbre, y chapuza otros tantos rebeldes principales en el agua hirviendo. Ensancha más y más sus ámbitos con el exterminio de los soberbios y el rendimiento de los más mirados, y los caudillos más denodados, están viendo trémulos la calavera del khan de los Koraitas encajonada en plata, [1010] el mismo que bajo el nombre de Preste Juan, se correspondía con el pontífice romano y los príncipes de Europa. La ambición de Temüjin apela también a las artes supersticiosas, aceptando de un profeta en carnes, montado sobre un caballo blanco el dictado de Gengis [1011] máximo, y el derecho divino de conquista y señorío sobre la tierra. En el curaltai, o cortes generales, sentose sobre un fieltro, que mucho después se estuvo reverenciando como reliquia, y quedó proclamado gran khan o emperador de los mogoles [1012] y de los tártaros [1013] De aquellos nombres hermanados, aunque competidores, el primero fue el engendrador del linaje imperial, y el otro ha ido cundiendo, por casualidad o equivocación, sobre los anchurosos páramos del Norte.

Las leyes que dicta Gengis son adecuadas para la conservación de la paz interna y el desempeño de toda hostilidad exterior. Castigan de muerte al adúltero, al matador, al perjuro y al robador desaforado de un buey o un caballo, y su gente bravía vive justa y apaciblemente hermanada. La elección venidera de gran Khan quedó a cargo de los príncipes de su familia y los prohombres de las tribus, y el arreglo de la cacería era esencialísimo para el recreo y el abasto de un campamento tártaro. Exenta de toda faena servil, se encumbra y consagra la nación victoriosa sobre el esclavo y advenedizo, dando únicamente por hidalga la profesión de las armas. A fuer de adalid veterano, instituye el servicio y la disciplina de las tropas armadas con arcos, cimitarras y mazas de hierro y divididos por cientos, miles y diez miles. Todo oficial y soldado es responsable, bajo pena de la vida, de la conservación y pundonor de sus compañeros, y con un código empapado en el afán de conquistas, no cabía paz sino con un enemigo postrado y suplicante. Pero la religión de Gengis se hace particularmente acreedora a nuestro asombro y alabanza. Los inquisidores europeos que escudaban la insensatez con sus crueldades, tendrían que abochornarse en el espejo de un bárbaro que se anticipó a las lecciones de la filosofía, [1014] planteando con sus leyes un sistema de teísmo acendrado y de tolerancia absoluta. Su primero y único artículo de fe es la existencia de un Dios; autor de todo lo bueno, que cuaja con su presencia el cielo y la tierra, partos de su poderío. Afectísimos son los tártaros y mogoles a los ídolos de sus tribus particulares, y misioneros advenedizos habían ido convirtiendo a muchos a sus religiones respectivas de Moisés, Mahoma y Jesucristo. Enseñábanse con desahogo y concordia estos varios sistemas, practicándose en el recinto de un mismo campamento; y bonzo, imán, rabino y sacerdote nestoriano o latino, gozaban de la idéntica y honorífica exención del servicio y del tributo: y si en la mezquita de Bochara llegó la insolencia del vencedor a hollar el Alcorán con los cascos de sus caballos, acató como legislador apacible a los profetas y pontífices de las sectas más encontradas. No mediaron libros para despejar a Gengis, pues ni sabía leer ni escribir, y excepto la tribu de igures, los mogoles y tártaros solían ser tan legos como su soberano. La tradición fue conservando la memoria de sus hazañas y a los sesenta y ocho años de la muerte de Gengis se fueron recogiendo y copiando [1015] pero aquel compendio de anales caseros se acabala con los chinos, [1016] persas, [1017] armenios, [1018] sirios, [1019] arábigos, [1020] griegos, [1021] rusos, [1022] polacos, [1023] húngaros, [1024] y latinos [1025] y todas las naciones merecen fe en el pormenor de sus descalabros y fracasos. [1026]

Las armas de Gengis y sus lugartenientes (1210-1214 d. C.) fueron avasallando las rancherías del desierto, repartidas con sus tiendas entre la muralla de la China y el Volga, imperando el mogol al orbe pastoril como señor de miles y millones de pastores y soldados, que rebosando de pujanza ansiaban dispararse sobre los climas apacibles y lujosos de Mediodía. Fueron sus antepasados tributarios del Imperio chino y el mismo Temüjin padeció el baldón de un dictado honorífico y servil. Atónita recibe la corte de Bejing una embajada de su anterior vasallo, que con ínfulas de soberano de las naciones, le impone el tributo y la obediencia que ha estado pagando, y se esmera ya en tratar al hijo del cielo como al ínfimo del linaje humano. La contestación altanera está disfrazando una zozobra recóndita que luego queda realizada con la marcha de escuadrones que aportillan por mil pasos el valladar endeble de la gran muralla. Asaltan los mogoles o desabastecen a noventa poblaciones, y tan sólo diez logran salvarse; Gengis, conocedor del cariño filial de los chinos, lleva a vanguardia los padres cautivos; abuso malvado y luego infructuoso de la virtud del enemigo. Cien mil khitanes de guarnición fronteriza corroboran su invasión, y por fin se aviene a un tratado y negocia su retirada por una princesa, tres mil caballos, quinientos mancebos y otras tantas vírgenes con un tributo de oro y seda. En su segunda expedición precisa luego al emperador chino a retirarse allende el río Amarillo, a otra residencia más meridional. Dilatado y trabajosísimo se le hace el sitio de Bejing. [1027] Tiene el vecindario que diezmarse y comerse mutuamente; apuradas ya sus municiones, dispara barras de plata y de oro con sus máquinas; pero los mogoles se internan por una mina hasta el centro de la plaza, abrasan el palacio, cuyo incendio dura por más de un mes. Guerra tártara y desavenencias caseras están acosando la China, y las cinco provincias del Norte quedan incorporadas al Imperio de Gengis.

Se asomaba por el ocaso a los dominios de Mohamed, sultán de Carizmio que estaba reinando desde el golfo Pérsico hasta el confín de la India y del Turkestán, y que remedando altaneramente a Alejandro tenía olvidada la servidumbre y la ingratitud de sus padres a la alcurnia de Seljuk. Anhelaba Gengis plantear un trato amistoso y comercial con el príncipe mahometano más descollante por su poderío, desentendiéndose de las instancias encubiertas del califa de Bagdad, ansioso de sacrificar el salvamento de su Iglesia y Estado tras su desagravio personal. Un desaforamiento inhumano acarreó y sinceró las armas tártaras para la invasión del Asia meridional. Fenece a manos de Mohamed una caravana de tres embajadores y ciento cincuenta mercaderes en Otrar, y tras la petición y el malogro de justicia y la plegaria y el ayuno por tres noches sobre una cumbre, el emperador mogol acude al juicio de Dios y de su espada. Meras escaramucillas, dice un escritor filósofo [1028] vienen a ser nuestras refriegas europeas en cotejo del número peleante y muriente por las campiñas del Asia. Cuéntase que marchaban setecientos mil mogoles y tártaros a las ordenes de Gengis y de sus hijos. Lidian por las llanuras que se tienden al norte del Sihon y del Jaxartes, con cuatrocientos mil soldados del sultán, y en la primera batalla, suspendida por la noche, yacen ciento sesenta mil carizmios. Pásmase Mohamed con la muchedumbre y denuedo de los enemigos; se guarece de tantísimo peligro al arrimo de las ciudades fronterizas, esperanzado que el raudal incontrastable por el campo quedara atajado con las dilaciones y dificultades de tantos y tan arduos sitios. Mas el tino de Gengis planteó un cuerpo de ingenieros chinos amaestrados en la maquinaria; impuestos quizás en el arcano de la pólvora, y capaces, bajo su disciplina, de atacar un país extraño con más pujanza y éxito que de resguardar sus propios hogares. Los historiadores persas van relatando los sitios y rendiciones de Otrar, Cojenda, Bujara, Samarcanda, Carizmio, Herat, Merou, Nizabur, Balch y Candabar, y la conquista de los países pingües y populosos de Transoxiana, Carizmio y Jorasán. Se conceptúan las hostilidades de Atila y los hunos con el ejemplar de Gengis Khan y los mogoles y este paso oportuno me contento por mi parte con advertir que desde el Caspio hasta el Indo asolaron una tirada de largos cientos de leguas, realzada con viviendas y artefactos humanos y que cinco o seis siglos no han alcanzado a reparar los estragos de cuatro años. Desenfrena y enfurece el emperador mogol a su tropa, desentendiéndose de la posesión venidera con el afán del robo y la matanza, y aquel arrebato guerrero encona más y más su fiereza genial con el pretexto de justicia y venganza. El vuelco y muerte del sultán Mohamed, que expira en la soledad y desamparo de una isla desierta en el mar Caspio, es un menguado desquite por tantísima desventura como ha venido a cansar. Si cupiese el salvamento del imperio carizmio en los ámbitos de un héroe único, así lo consiguiera su hijo Jelaledilin, cuyo denuedo eficacísimo enfrena repetidamente la carrera a los mogoles victoriosos. Al retirarse peleando sobre el Indo, acosado por la hueste innumerable, en el postrer trance de la desesperación, espolea Jelaledilin su caballo sobre el raudal, atraviesa a nado uno de los ríos más anchurosos y rapidísimos del Asia, y merece el asombro y el aplauso del mismo Gengis Khan. En aquellos mismos reales el conquistador mogol se allana pesaroso al susurro de sus cansadas y enriquecidas tropas, que están ya suspirando por el goce de su país nativo. Empachado con los despojos del Asia va pausadamente secundando sus huellas, prorrumpe en asomos de compasión con sus vencidos y aun en anhelos de reedificar las ciudades arrasadas con el huracán de su exterminio. Al despasar el Oxo y el Jaxartes se le incorporan dos generales destacados para sojuzgar la Persia por el Occidente con treinta mil caballos. Arrollando cuantas naciones se les oponen, se internan por las puertas del Derbent, atraviesan el Volga y el desierto y redondean el giro del mar Caspio, expedición nunca antes intentada ni después repetida. Vuelca Gengis en su regreso los reinos rebeldes o independientes de Tartaria, y fallece por fin colmado de años y de gloria, encargando a los hijos en su postrer aliento que completen la conquista del Imperio chino.

Componían el harén de Gengis hasta quinientas entre mujeres y concubinas, cuatro de sus muchísimos hijos, esclarecidos por su nacimiento y mérito, desempeñaron con su padre los cargos principales de paz y guerra. Tushi era su montero mayor, Zagatei su juez, [1029] Octai su ministro y Juli su general, sonando sus nombres y hechos redobladamente en la historia de tantas conquistas. Los tres, entrañablemente hermanados por su interés propio y por el de todos, se gozaban con sus familias en sus solios subordinados, proclamando a Octai por voz general gran khan, o emperador de tártaros y mogoles. Sucediole su hijo Gayuk, y a su muerte recayó el Imperio en sus primos Mango y Cublai, hijos de Tufi y nietos de Gengis. En los sesenta y ocho años de sus cuatro primeros sucesores el mogol fue sojuzgando casi toda el Asia y grandísima parte de Europa.

Prescindiendo del orden cronológico y del pormenor de los acontecimientos, voy a rasguear por mayor el rumbo de sus armas; I. en el Oriente; II. en el Mediodía; III. en el Occidente y IV. en el Norte.

I. Antes de la invasión de Gengis, dividíase la China en dos imperios o dinastías, del Norte y del Sur, [1030] y la diferencia de origen y de intereses venía a suavizarse con la hermandad en leyes, idioma, y costumbres. El Imperio septentrional, desmembrado ya por Gengis quedó por fin avasallado, a los siete años de su muerte. Tras la pérdida de Bejing, fijó el emperador su residencia en Baisong, ciudad del ámbito de varias lenguas, que contenía, según los anales chinos, un millón cuatrocientas mil familias de moradores y fugitivos. Tuvo que huir de allí con siete jinetes, e hizo alto en una tercera capital, hasta que por último el monarca desahuciado, protestando su inocencia y maldiciendo a su estrella, trepó a su hacinamiento funeral disponiendo que en viéndolo traspasado encendiesen sus acompañantes el fuego. La dinastía de los Senjes, soberanos antiguos y naturales de todo el Imperio, sobrevivió como cuarenta y cinco años al vuelco de los usurpadores septentrionales, y quedó reservado el redondear la conquista para las armas de Cublai. En aquel intermedio tuvieron los mogoles que distraerse con guerras extrañas, y si por maravilla osaban los chinos arrestar a los vencedores en campaña, ofrecía su aferrado tesón una serie interminable de ciudades que asaltar, y millones que dar al degüello. Empleábanse alternativamente, en el ataque y defensa de las plazas, las máquinas antiguas y el fuego griego; el uso de la pólvora y las bombas asoma como práctica común, [1031] corriendo el desempeño de los sitios a cargo de mahometanos y francos grandiosamente atraídos al servicio de Cublai. Atraviesan todos el río grande, tropa y artillería va caminando por un sinnúmero de canales, hasta que cercan la residencia real de Hamcheu, o Quinsay en el territorio de la seda, el país más peregrino de toda la China. El emperador, mancebo indefenso, rinde persona y cetro, y antes de enviarlo desterrado a Tartaria, tiene que golpear hasta nueve veces la tierra con su frente, adorando con mil plegarias de gracias la conmiseración del gran khan. Pero la guerra se sostiene más y más (apellidándola ya rebeldía) por las provincias meridionales desde Hamcheu hasta Cantón (1279 d. C.), y el residuo aferrado de independencia y hostilidad se traslada al fin de la tierra a la marina y cuando la escuadra de Song queda cercada y, avasallada por un armamento preponderante, el postrer campeón con el niño emperador en sus brazos, salta al agua prorrumpiendo: «Es más glorioso morir príncipe que vivir esclavo». Imitan cien mil chinos aquel ejemplo, y todo el Imperio desde Tonkin hasta la gran muralla se doblega al señorío de Cublai. Su ambición sin límites aspira a la conquista del Japón; naufraga dos veces su escuadra, y las vidas de cien mil mogoles y chinos se sacrifican en aquella expedición infructuosa. Pero los reinos circunvecinos de Corea, Tonkin, Conchinchina, Pegu, Bengala y Tíbet, se allanan con diversos grados de tributo y obediencia al ímpetu o al terror de sus armas. Va escudriñando el Océano Índico con una escuadra de mil velas, que surcan en sesenta y ocho días muy probablemente hasta la isla de Borneo, bajo la línea equinoccial, y aunque regresan con gloria y despojos, queda el rey desabrido por no lograr haber a las manos a su rey bravío.

II. La conquista del Indostán por los mogoles queda reservada para la alcurnia de Tamerlán en otro plazo; pero la de Irán o Persia, se redondeó a manos de Holagu Khan nieto de Gengis y hermano y lugarteniente de los dos emperadores sucesivos, Mangu y Cublai. No he de ir apuntando el sinnúmero de sultanes, emires y estabekes que holló en el polvo; pero el exterminio de los Asesinos o Ismaeles de Persia, merece conceptuarse por un servicio a la humanidad. [1032] En la serranía meridional del Caspio, aquellos sectarios odiosísimos habían estado reinando desenfrenadamente por más de ciento sesenta años, y su príncipe o imán, planteó su lugarteniente para conducir y acaudillar la colonia del Monte Líbano, tan sonada y formidable en la historia de las cruzadas. [1033] Habían los Ismaeles entretejido con el fanatismo del Alcorán la transmigración india y las visiones de sus profetas caseros, siendo su primer instituto el rendir sus cuerpos y almas en ciega obediencia al vicario de Dios. Traspasaban las dagas de sus misioneros en levante y poniente; y cristianos y musulmanes enumeran y quizás abultan las víctimas esclarecidas que yacieron al afán, codicia o encono del anciano (pues así equivocadamente se titulaba) de la cumbre. Pero la espada de Holagu destrozó aquellas dagas, armas únicas, y no queda más rastro de los enemigos del linaje humano que la voz asesino, prohijada en los idiomas de Europa en su siempre odiosísimo sentido. La extinción de los Abacíes no parecerá indiferente a cuantos presenciaron su encumbramiento y decadencia. Desde el vuelco de sus tiranos Seljukios, habían ido los califas recobrando sus dominios legítimos de Bagdad y del Irak arábigo; pero banderías teológicas tenían enconado el vecindario, y el caudillo de los fieles yacía empozado en un harén de setecientas concubinas. Arrostran la invasión de los mogoles con armas endebles y embajadas altaneras. «En decretos divinos está sentado el solio de los hijos de Abai —dice el califa Mostasen—, y sus enemigos hallarán su exterminio en este mundo y el otro. ¿Quién será este Holagu que se levanta así contra ellos? Si apetece la paz, aléjese desde ahora del territorio sagrado, y entonces quizás podrá alcanzar de nuestra clemencia el perdón de su culpa». Engrandece las alas de tanto devaneo el alevoso visir quien está más y más asegurando a su dueño, que aun cuando los bárbaros lleguen a entrar en la ciudad, las mujeres y niños desde los terrados bastaran para soterrarlos a pedradas. Mas no bien palpa Holagu aquel vestigio, cuando repentinamente se desvanece en humo. A los meses de sitio, los mogoles asaltan y saquean Bagdad, y su caudillo bravío sentencia a muerte al califa Mostasen, el último de los sucesores de Mahoma, cuya parentela esclarecida de la alcurnia de Abas, había estado reinando en Asia por más de quinientos años. Prescindiendo de los intentos del vencedor, las ciudades santas de la Meca y Medina, [1034] quedan guarecidas con el desierto; pero los mogoles allá se explayan allende el Tigris y el Éufrates, saquean a Alepo y Damasco, y amenazan hermanarse, con los francos para el recobro de Jerusalén. Perdiérase de Egipto si careciera de otros defensores que su prole desfallecida, pero respiraran los mamelucos en sus niñeces el ambiente agudísimo de Escitia: iguales en denuedo y superiores en disciplina, saben arrostrar en muy reflidas refriegas a los mogoles, y revuelven aquel raudal disparado y asolador al oriente del Éufrates. Mas entonces va con ímpetu incontrastable anegando los reinos de Armenia y Natalia, aquel todo cristiano y este ya turco. Contrarrestan un tanto los sultanes de Iconio a las armas mogolas, hasta que Acadino se guarece entre los griegos de Constantinopla, y sus apocados sucesores, los últimos de la dinastía Seljukia, yacen exterminados por los khanes de Persia (1242-1272 d. C.).

III. Derriba Octai el Imperio septentrional de la China, y emprende su rumbo hacia los países más remotos del Occidente. A medio millón de tártaros y mogoles asciende la reseña que pasa; va entresacando luego un tercio y lo sujeta al mando de su sobrino Batú, hijo de Tuli, quien estaba reinando en las conquistas de su padre al norte del mar Caspio. Tras una fiesta de cuarenta días, entabla por fin Batú su expedición grandiosa, y es tan suma la diligencia y afán de sus escuadrones, que en menos de seis años recorre una línea de noventa grados de longitud, esto es la cuarta parte del globo. Para el tránsito de los grandes ríos de Asia y Europa, el Volga, el Kama, Don, Borístenes, Vístula y Danubio, o nadan con sus caballos, o los pasan sobre el hielo, o bien los atraviesan con barcas de enero que van siguiendo sus reales, para transportar sus trenes y su artillería. Desde las primeras victorias de Batú volaron todos los rastros de libertad nacional por los páramos inmensos del Turkestán y de Kipzak. [1035] Va rapidísimamente arrollando los reinos llamados ahora de Astracán y Kazan, y las tropas que destaca por el Cáucaso escudriñan y desentrañan los ámbitos más recónditos de Georgia y Circasia. Desavenencias civiles entre los duques o príncipes de Rusia franquean su país a los tártaros, quienes se tienden desde Livonia hasta el Mar Negro, abrasando entrambas capitales antigua y moderna de Kiev y Moscú; exterminio temporal, pero menos aciago que la estampa hondísima y acaso indeleble impresa en el templo de los rusos con la servidumbre de los siglos. Arrasan los tártaros más y más enfurecidos hasta los territorios que esperanzan poseer, al par de los que avasallan meramente de paso. Con la conquista permanente de Rusia, disparan un embate mortal, aunque pasajero, al mismo corazón de Polonia, y hasta el confín de Alemania. Desaparecen las ciudades de Lublin y Cracovia; se asoman a las playas del Báltico; derrotan en la batalla de Lignitz a los duques de Silesia, a los palatinos polacos y al gran maestre del orden teutónico, rellenando hasta nueve sacos de orejas derechas de los muertos. Desde Lignitz, su avance extremo por el Occidente, se ladean sobre Hungría, y la presencia y denuedo de Batú enardece la hueste de su medio millón de combatientes; sus varias columnas tramontan las cumbres carpatias, y su asomo descreído y luego aterrador destroza y anonada todo contrarresto. Junta el rey Bela IV sus condes y obispos, pero tiene a la nación enconada por su empeño en avecindar una ranchería inmensa y vagarosa de cuarenta mil familias comanas, y luego matando al príncipe por zozobras de traición, enfurecen de todo punto a huéspedes bravíos. En una sola refriega queda perdido y despoblado en un solo estío todo el país al norte del Danubio, y los escombros de iglesias y ciudades enteras blanquean con la osamenta de los naturales que vienen a purgar los pecados de sus antepasados turcos. Describe un eclesiástico huido del saqueo de Waradin los quebrantos que ha presenciado y padecido; y la saña sanguinaria de sitios y batallas horroriza menos que las tropelías con los fugitivos desembozados con promesas de paz e indulto, y a quienes van degollando a mansalva luego que cesan los afanes campesinos de mies y de vendimia. Al invierno atraviesan los tártaros el Danubio sobre el hielo y se adelantan hasta Grau a Estrigonia, colonia alemana y metrópoli del reino. Plantan hasta treinta artimañas contra los muros; terraplenan los fosos con sacos de harina y cadáveres, y luego tras matanza general, degüellan a presencia del khan trescientas matronas nobles. De todas las ciudades y fortalezas de Hungría tan sólo tres sobreviven a la invasión tártara, y el desventurado Bela huye a ocultar su rostro, por las islas del Adriático.

Núblase el orbe latino con aquella cerrazón de hostilidad bravía; llega un ruso fugitivo y sobresalta la Suecia, y están ya temblando las naciones lejanas del Báltico y del océano al estruendo de los tártaros [1036] a quienes la zozobra y la ignorancia conceptúan ajenísimos de la ralea humana. Desde la invasión de los árabes en el siglo VIII, nunca la Europa estuvo asomada a tamaño fracaso, y si la grey de Mahoma hollara su religión y libertad, está ahora temiendo que la pastorada de Escitia anonade ciudades, artes y hasta el postrer átomo de la sociedad civil. Se empeña el pontífice romano en aplacar o convertir aquellos paganos incontrastables, por medio de una misión de frailes franciscanos y dominicos; mas recibe atónito la contestación del Khan, a saber, que los hijos de Dios y de Gengis, están revestidos de potestad divina para sojuzgar o exterminar las naciones, y que al papa le ha de alcanzar la oleada asoladora, no acudiendo personalmente y en ademán rendido a la ranchería regia. Muy otro y más caballeroso es el sistema que entabla el emperador Federico II en su defensa, y sus cartas a los reyes de Francia y de Inglaterra y a los príncipes de Alemania retratan al vivo el peligro general, y los estrecha a que armen todos sus vasallos para cruzada tan justa y racional. [1037] Asombra la nombradía y denuedo de los francos a los mismos tártaros; defiéndese gallardamente la ciudad de Newstad en Austria contra ellos con cincuenta caballeros y veinte ballesteros, levantando el sitio al asomar una hueste alemana. Tala Batú los reinos confinantes de Serbia, Bosnia y Bulgaria, y luego se va retirando pausadamente desde el Danubio al Volga, para disfrutar los galardones de su victoria en la ciudad y palacio de Serai, que se encumbra repentinamente a su voz en medio de un desierto.

IV. También acuden con sus armas los mogoles a las regiones heladas y pobrísimas del norte, pues Sheibani khan, hermano del gran Batú, conduce rancherías de hasta quince mil familias en su conjunto, por los yermos de la Siberia, reinando sus descendientes en Tobolokoi por más de tres siglos, hasta su conquista por los rusos. Aquel ímpetu emprendedor que iba siguiendo el cauce del Oby y del Yenisei no pudo menos de encararlos con el mar Glacial. Despejando el campo de esas fábulas monstruosas de hombres con cabeza de perro y patihundidos, hallaremos que a los quince años de la muerte de Gengis, vivían los mogoles enterados del nombre y las costumbres de los samojedos, a las cercanías del círculo polar, habitando en subterráneos, alimentados y vestidos únicamente con la caza. [1038]

Yacen invadidas a un mismo tiempo la China, Siria y Polonia bajo las plantas de los mogoles y tártaros, quienes se afanan al saber que los están apellidando la espada de la muerte. Al remedo de los primeros califas, los sucesores de Gengis por maravilla capitanean personalmente su hueste victoriosa. A las orillas del Onon y del Selinga, la ranchería regia o dorada está allá ostentando contrapuestamente su grandiosidad suma y sencillez asombrosa, ciñéndose sus banquetes a leche y reses asadas, y repartiéndose en un día hasta quinientas carretadas de oro y plata. Tienen los embajadores de Europa y Asia que emprender por encargo de sus príncipes tan dilatada y afanosa peregrinación, y la vida y el reinado de los grandes de Rusia, de los reyes de Georgia y Armenia, sultanes de Iconio y emires de Persia, estaban todos pendientes del ceño o sonrisa del gran khan. Hijos y nietos de Gengis estaban acostumbrados a la vida pastoril pero la aldea de Caracoro [1039] se fue sucesivamente condecorando con su elección y residencia. Mudanza de costumbres arguye la traslación de Octai y Mangú de una tienda a un palacio, siguiendo luego su ejemplo los príncipes de su alcurnia y sus primeros palaciegos. En vez de selvas ilimitadas un coto les proporcionaba más cómoda y regaladamente el recreo de la caza; cuadros y estatuas realzaban sus viviendas; derramaban sus tesoros sobrantes en fuentes, surtidores y figuras de plata maciza compitiendo los artistas de la China y de París en servir al gran khan. [1040] Contenía Caracoro dos calles, la una de artesanos chinos y la otra de tratantes mahometanos, y los puntos de culto religioso, una iglesia nestoriana, dos mezquitas y doce templos de varios ídolos, estaban en cierto modo demostrando el número y la división de su vecindario. Mas un misionero francés atestigua que el pueblo de san Dionisio, junto a París, era mayor que la capital tártara, y que todo el palacio de Mangú apenas igualaba a la décima parte de aquella abadía benedictina. Las conquistas de Rusia y Siria podían embelesar la vanagloria del gran khan; pero su asiento se hallaba en el confín de la China, y la adquisición de aquel imperio era objeto mucho más cercano e interesante, constándole ya por su régimen económico y pastoril, cuantísimo importa a todo pastor el guarecer y propagar sus rebaños. Queda ya elogiado el tino virtuoso de un mandarín que acertó a precaver la asociación de cinco populosas y amenísimas provincias, pues con su cabal desempeño por treinta años, aquel grande y humanísimo patricio se estuvo afanando por suavizar o suspender la plaga mortal de la guerra, salvar los monumentos, y avivar la antorcha de las ciencias; enfrenar los mandos militares, reponiendo magistrados civiles, e infundir apego a la paz y la justicia en los pueblos mogoles. Forcejeó con la barbarie de los primeros conquistadores, y sus lecciones saludables acarrearon mies colmada en la generación segunda. El Imperio septentrional y luego por grados el meridional, se fueron aviniendo al gobierno de Cublai, lugarteniente y después sucesor de Mangú, y se mantuvo leal ya la nación con un príncipe educado por las costumbres de la China. Restableció las formalidades de aquella constitución tan venerable; y así los vencedores se allanaron a las leyes, modas y aun vulgaridades de su grey vencida. Aquel triunfo pacífico, repetido no una vez sola, debe atribuirse en gran parte al gentío y servidumbre de la China. La hueste mogola se fue como deshaciendo en un país anchuroso y pobladísimo, y sus emperadores se avinieron gustosos a un sistema político, que franquea al príncipe la sustancia fundamental del despotismo, dejando al súbdito los nombres hueros de filosofía, libertad y obediencia filial. Restableciéronse, bajo el mando de Cublai, las letras y el comercio, la paz y la justicia; abriose el canal mayor de cerca de doscientas leguas desde Nankin hasta la capital; planteó su residencia en Bejing, y ostentó en su corte la magnificencia del mayor monarca del Asia. Pero aquel príncipe instruidísimo se fue retrayendo de la religión sencilla y acendrada de su gran antepasado, sacrificó al ídolo Fo, y su ceguedad suma con los lamas del Tibet y los bonzos de la China [1041] le acarrearon el vituperio de los discípulos de Confucio. Mancillaron sus varios sucesores el palacio con un tropel de eunucos, curanderos y astrólogos, al paso que fenecían de hambre hasta trece millones de súbditos por las provincias. A los ciento cuarenta años de la muerte de Gengis, los naturales arrojaron a su bastarda ralea, la dinastía de Iven, y luego los emperadores mogoles yacieron olvidados por el desierto. Aun antes de aquella revuelta habían ya perdido su antigua supremacía sobre las hijuelas de su alcurnia, los khanes de Kipzak y Rusia, los de Zagatai o Transoxiana, y los de Irán o Persia. Aquellos regios lugartenientes, con su distancia y poderío se habían ido desentendiendo de los vínculos de su obediencia, y muerto Cublai se desdeñaron de aceptar un cetro o dictado de manos tan ínfimas como los de aquellos sucesores. Según sus respectivas situaciones conservaron la sencillez de su vida pastoral, o se empaparon en el lujo de las ciudades asiáticas; pero así príncipes como rancherías propendieron siempre a prohijar cultos advenedizos. Titubearon un tanto entre el evangelio y el Alcorán, y por fin se avinieron a la religión de Mahoma, y luego hermanándose con árabes y persas, zanjaron todo roce con los antiguos mogoles, los idólatras de la China.

En aquel naufragio de tantísimas naciones asombra el salvamento del Imperio Romano, cuyas reliquias, al tiempo de la invasión mogola, yacían desmembradas y exánimes en manos de griegos y latinos (1240-1304 d. C.). Menos poderosos que Alejandro, los pastores de Escitia los estaban acosando, como al macedonio, por Asia y por Europa, y si los tártaros emprendieran el sitio, Constantinopla no podía menos de allanarse a la suerte de Bejing, Bagdad y Samarcanda. Retírase esclarecida y voluntariamente Batú de las márgenes del Danubio, y francos y griegos le insultaban con un triunfo supuesto; [1042] revuelve sobre ellos y la muerte le sorprende en su marcha denodada contra la capital de los Césares. Su hermano Borga acaudilla las armas tártaras sobre Bulgaria y Tracia; pero se desvía de la guerra bizantina en demanda de Novogorod, a los cincuenta y siete grados de latitud, donde empadrona los moradores y arregla los tributos de la Rusia. El khan mogol ajusta alianza con los mamelucos, para ir contra sus hermanos de Persia: hasta trescientos mil caballos se internan por las puertas del llamado Derhen, y se complacen los griegos con aquel primer ejemplar de guerra intestina. Veinte mil tártaros sorprenden a Miguel Paleólogo [1043] y lo cercan en un castillo de Tracia, lejos de su corte y ejército, después del recobro de Constantinopla; pero es una interpresa donde media el interés particular de libertar al sultán turco Aradino, y logrando su intento cargan ufanos con el tesoro del emperador. El caudillo Noga, cuyo nombre está todavía resonando por las rancherías de Astracán, mueve una asonada formidable contra Mengo Timur el tercer khan de Kipzak; logra desposarse con María, hija natural de Paleólogo, y resguarda los dominios de su amigo y padre. Las invasiones posteriores de la ralea escítica son todas de gente fugitiva y desaforada, y algunos millares de alanos y comanos, arrojados de sus solares, orillan su vida vagabunda para alistarse en el servicio del Imperio; y éste es el paradero de la invasión de los mogoles en Europa, afianzando con aquel pavor, más bien que alterando la paz en la Asia romana. Solicita el sultán de Iconio el avistarse con Juan Vataces, cuya política manera estimula a los turcos para escudar la raya contra el enemigo común; [1044] mas luego queda arrollada aquella valla, y con la servidumbre y exterminio de los Seljukios se patentiza la desnudez absoluta de los griegos. Está ya el formidable Holagú en el disparador con sus cuatrocientos mil combatientes contra Constantinopla, y el susto infundado del vecindario de Niza está retratando al vivo el pavor que tiene infundido por do quiera. El acaso de una procesión y el eco de una letanía llorosa: «De la furia de los tártaros, líbranos, Señor», había ocasionado la hablilla atropellada de asalto y matanza. Aquella aprensión agolpa y arremolina por las calles de Niza miles de ambos sexos que huyen sin saber de quién ni adónde, y median horas antes que la entereza de la oficialidad desengaña a todos de aquel fracaso imaginario. Mas por dicha la conquista de Bagdad y los vaivenes de la guerra siria refrenan la ambición de Bolago, y su encono a los mahometanos les inclina a hermanarse con griegos y francos, [1045] y su generosidad o menosprecio brinda con el reino de Anatolia como galardón de un vasallo armenio. Los emires enriscados por cumbres o encastillados por ciudades, se pelean tras los fragmentos de la monarquía Seljukia; pero rindiendo todos parias a los khanes de Persia, quien suele interponer su autoridad y a veces sus armas, para enfrenar sus salteamientos, y conservar la paz y el equilibrio de sus confines turcos. El fallecimiento de Casan, [1046] uno de los príncipes más consumados y esclarecidos de la alcurnia de Gengis, orilla un resguardo tan saludable, y el menoscabo de los mogoles redunda en los medros descollantes del Imperio otomano. [1047]

Al retirarse Gengis, el sultán Gelaledin de Carizmio, regresa de la India para posesionarse a todo trance de sus reinos de Persia; y aquel héroe en el espacio de once años pelea en catorce refriegas, y es tan suma su actividad, que en diecisiete días acaudilla su caballería desde Tellis a Terman, distantes más de trescientas leguas; pero se enredan los príncipes musulmanes y lo arrollan al arrimo de los innumerables mogoles, feneciendo arrinconadamente, tras su postrer descalabro, por las serranías del Curdistán. Entonces su hueste veterana y como aventurera viene a disolverse, habiendo en ella, bajo el nombre de carizmios o corasmines, varias rancherías turcas, embebidas en la suerte del sultán. Los caudillos más denodados y poderosos invaden la Siria y atropellan el Santo Sepulcro de Jerusalén, la gente ínfima se alista en el servicio de Aladin, sultán de Iconia, y entre ellos se hallan también los padres desconocidos de la alcurnia otomana. Habían antes plantado sus tiendas, junto a las orillas meridionales del Oxo, por las llanuras del Mahan y de Nesa, y se hace algún tanto reparable, que el mismo paraje haya venido a producir a los fundadores de los imperios pártico y turco. Al frente, o a la retaguardia de la hueste Carizmia se ahoga Solimán Shah, en el tránsito del Éufrates; su hijo Ortogrul para en ser soldado y súbdito de Aladin y planta en Surgut sobre el Sangar, un campamento de cuatrocientas familias o tiendas, que está gobernando por cincuenta y dos años en paz y en guerra. Es padre de Thaman o Atliman, cuyo nombre turco ha venido a combinarse en el apellido del califa Otomán; y si retratamos a este caudillo pastoril como rabadan o salteador, tenemos que retraerle todo concepto de mengua o de ruindad. Atesora Otomán, o quizá sobrepuja las prendas vulgares de un soldado, favoreciéndole el sitio y el tiempo para su independencia y descollamiento. Caducó la dinastía Seljukia, y la distancia y decadencia de los khanes mogoles le libertan del contrarresto de algún superior. Se halla asomado al Imperio griego; el Alcorán santifica su gazi o guerra sagrada, contra los infieles, cuyos desaciertos políticos franquean los desfiladeros del monte Olimpo, y le brindan a descolgarse sobre las llanuras de Bitinia. La milicia local había tenido siempre atajados aquellos tránsitos hasta el reinado de Paleólogo, descargándola de impuestos y quedando pagada con su propia seguridad. Anuló el emperador aquella regalía encargándose de su resguardo; pero el tributo se recaudó puntualmente, pero se desatendió la guardia de los pasos, y los robustos serranos bastardearon con la trémula zozobra de campesinos sin brío ni disciplina. El día 27 de julio del año 1299 de la era cristiana, invade Otomán el territorio de Nicomedia, [1048] y aquel esmero en puntualizar la fecha, parece que está desentrañando alguna previsión del auge prontísimo y asolador de tamaño aborto. Los anales de los veintisiete años de reinado, irían repitiendo las idénticas correrías, y sus tropas hereditarias se fueron más y más reforzando por campañas con el agolpamiento de cautivos y voluntarios. En vez de recogerse a las cumbres, va conservando los puntos más importantes y defendibles: fortifica de nuevo las poblaciones y castillos que saqueó al pronto, y se desentiende allá de la vida pastoril tras los baños y palacios de sus capítulos crecientes. Adolece ya Otomán de ancianidad y achaques cuando recibe el aviso halagüeño de la toma de Prusia rendida por hambre y traición a las armas de su hijo Conchan. La gloria de Otomán se cifra principalmente en la de su padre; pero los turcos allá copiaron o compusieron un testamento regio de sus consejos, justicieros y comedidos. [1049]

De la toma de Prusia fechamos la verdadera época del Imperio otomano. La vida y hechos de los súbditos cristianos se rescataron con un tributo de treinta mil coronas de oro, y la ciudad fue descollando por los afanes de Orechan con ínfulas de capital musulmana, realzándola con mezquita, colegio y hospital de fundación regia. Variose el cuño Seljukio con el nombre y la estampa de la dinastía nueva, acudiendo ante los consumados catedráticos de ciencias divinas y humanas, miles de estudiantes árabes y persas que orillaban las escuelas antiguas de la literatura oriental. Instituyose para Aladino, hermano de Orchan el cargo de visir, al paso que se deslinda por el traje el ciudadano del campesino y los musulmanes de los infieles. Consistían las tropas de Otomán en guerrillas de caballería turcomana, que servían sin paga, y peleaban sin arreglo; pero su hijo más cuerdo planteó un cuerpo disciplinado de infantería. Alistose un crecido número de voluntarios con escaso estipendio, pues dueños de permanecer en sus casas, mientras no se les llamase a las banderas. Su destemplada cerrilidad movió a Orchan para educar así los mozos cautivos como la soldadesca a la manera de las tropas del Profeta, mas el paisanaje turco quedó árbitro de cabalgar y seguir sus pendones con el apellido y las esperanzas de salteadores. Bajo este sistema planteó una hueste de veinticinco mil musulmanes; se habilitó un tren de artimañas militares para el uso de los sitios, entablando su experimento y muy fructuoso con las ciudades de Niza y Nicomedia (1326-1339 d. C.). Concedió Orchan salvoconducto a cuantos apetecieron marcharse con sus familias y haberes, pero las viudas de los muertos se enlazaron con los vencedores, y la sacrílega presa de libros, vasos e imágenes se vendió o rescató en Constantinopla. El hijo de Otomán venció y malhirió a Andrónico el Menor: [1050] fue sojuzgando toda la provincia o reino de Bitinia, hasta las playas del Bósforo y Helesponto, y los cristianos aclamaron de justiciero y clemente un reinado, que vino a granjearse el albedrío de los turcos asiáticos. Contentose Orchan comedidamente con el dictado de emir, y en la jerarquía de sus camaradas, los príncipes de Rum y de Anatolia [1051] sobrepujábanle en fuerzas militares los emires de Ghermian y de Caramania, cada uno de los cuales podía acaudillar hasta cuarenta mil guerreros. Yacían sus dominios en el corazón del reino Seljukio, pero la soldadesca sagrada, aunque de menor bulto, fue planteando nuevos principados sobre el Imperio griego, descuellan más en el ámbito de la historia. El país marítimo desde la Propóntida hasta el Meandro y la isla de Rodas, tantas veces amagada y luego saqueada, vino finalmente a perderse, al hallarse Andrónico Mayor con treinta años. [1052]

Dos caudillos turcos, Saruliban y Aidin dejaron sus nombres a sus conquistas y luego éstas a su posteridad. Consumose el cautiverio de las siete iglesias del Asia, y aquellos señores siempre bárbaros de Jonia y Lidia siguen hollando los monumentos de la Antigüedad, tanto clásica como cristiana. Pierden y lloran los cristianos con la pérdida de Efeso la caída del primer ángel, la extinción del primer candelero y las Revelaciones; [1053] la asociación es pavorosa, sin que halle ya el viajero escudriñador ni leve rastro del gran templo de Diana, ni de la iglesia de María. Raposas y lobos son ahora los pobladores del circo y los tres grandiosísimos teatros de Laodicea; Sardos quedó reducida a una desdichada aldea; suena y resuena el Dios de Mahoma sin hijo ni competidor en las mezquitas de Pérgamo y Jiatina, y el comercio extranjero de francos y armenios es el manantial del gentío de Esmirna, salvándose tan sólo Filadelfia con profecías y denuedo. Su valeroso vecindario, distante de la marina, desamparado por el emperador, cercado estrechamente por los turcos, defendió por más de ochenta años su religión y libertad, hasta que por fin capituló con el más engreído de todos los otomanos. Descuella todavía Filadelfia entre las colonias griegas y las iglesias del Asia; columna excelsa entre zarzales y escombros, demostrando ejemplarmente que los rumbos del pundonor y del salvamento suelen ser idénticos. Mediaron más de dos siglos hasta la servidumbre de Rodas, con el establecimiento de los caballeros de san Juan de Jerusalén, [1054] pues bajo el régimen de aquella orden (1310-1523 d. C.), descolló la isla esplendorosa y celebradamente, con sus monjes guerreros y esclarecidos por mar y tierra, y aquel antemural de la Cristiandad estuvo retando y resistiendo a turcos y sarracenos.

Los mismos griegos con sus desavenencias reñidísimas fueron sus propios arruinadores. Durante la guerra civil entre los Andrónicos, el hijo de Otomán fue redondeando sin contrarresto formal la conquista de Bitinia, y los mismos disturbios estimularon a los emires turcos de Lidia y Jonia para construir una escuadra y piratear por todas las islas de la costa europea. Cantacuzeno, al defender su vida y pundonor, se anticipó a sus contrarios, o los fue remedando con llamarlos en su auxilio contra su propia patria y religión. Encubría Amir, hijo de Aidin, bajo su traje turco, la humanidad y cultura de los griegos; enlazose con el gran doméstico por su mutuo aprecio y agasajo, parangonándose aquella intimidad en la retórica hueca del siglo con la estrechez tan cabal de Pilades y Orestes. [1055] El príncipe de Jonia, al oír el peligro de su íntimo, acosado por una corte ingrata, junta en Esmirna una escuadra de trescientas velas con un ejército de veintinueve mil hombres, surca el mar en medio del invierno y fondea en la desembocadura del Ebro. Desde allí con un cuerpo selecto de dos mil turcos, va siguiendo la orilla del río y rescata a la emperatriz sitiada en Demótica por los montaraces búlgaros. En aquel lance desventurado se ignora el paradero de Cantacuzeno, huido a Serbia; pero la agradecida Irene, con el ansia de ver a su libertador, lo invita a entrar en el pueblo, acompañando el mensaje con ricas alhajas y cien caballos. Extremando el bárbaro cortesano su miramiento, en ausencia del infeliz amigo, se desentiende de visitar a su esposa y disfrutar los agasajos palaciegos; aguanta en la tienda la crudeza del invierno, y se empeña en alternar con sus compañeros dignísimos en tan amargas penalidades. La necesidad absoluta viene a sincerar sus correrías y salteamientos por mar y tierra; deja nueve mil quinientos hombres para el resguardo de su escuadra, y se afana más y más en busca de Cantacuzeno, hasta que una carta supuesta, el rigor de la estación, el clamor de la tropa independiente y los muchísimos despojos y cautivos le precisan a reembarcarse. En los vaivenes de la guerra civil, vuelve el príncipe de Jonia a Europa, incorpora su tropa con la del emperador, sitia a Tesalónica y amenaza a Constantinopla. Táchale la calumnia… su auxilio a medias, su partida arrebatada y el cohecho de diez mil coronas por la corte bizantina; pero su amigo se muestra satisfecho, y la obligación más sagrada de guardar sus estados hereditarios contra el embate de los latinos, están abonando la conducta de Amir. El poderío marítimo de los turcos había enlazado al papa, al Rey de Chipre, a la república de Venecia y a la orden de san Juan para una cruzada laudable; invaden sus galeras la costa de Jonia, y muere Amir de un flechazo, en su empeño de arrebatar a los caballeros Rodios la ciudadela de Esmirna. [1056] Al expirar se acuerda de recomendar generosamente otro aliado de su propia nación, no más entrañable y solícito que él mismo; pero sí en disposición de aprontar un auxilio más ejecutivo y poderoso, por su situación sobre la Propóntida, y al frente de Constantinopla. Propónese tratado más ventajoso al príncipe turco de Bitinia, quien viene a desentenderse de sus compromisos con Ana de Saboya, y el orgullo de Orchan prorrumpe en solemnísimas protestas, de que si lograra la hija de Cantacuzeno, cumpliría colmadamente las obligaciones de hijo y de súbdito. La ambición acalla por entonces al cariño paternal, y el clero griego se aviene al desposorio de una princesa cristiana con un secuaz de Mahoma, refiriendo luego el padre de Teodora [1057] con alborozo torpísimo el baldón de la púrpura (1346 d. C.). Acompaña un cuerpo de caballería turca a los embajadores, que desembarcan de treinta bajeles ante sus reales de Selimbria. Álzase pabellón ostentoso, en el cual pasa Irene la noche con sus hijas, y a la madrugada Teodora trepa a un solio realzado con sus cortinajes de seda y oro; está la tropa sobre las armas, y sobresale el emperador solo a caballo. Se da la señal, se descorren las cortinas y asoma la novia, o la víctima, cercada de eunucos arrodillados y de antorchas nupciales: clarines y trompas están pregonando el gozosísimo acontecimiento; se entonan epitalamios a la felicidad supuesta, echando los poetas de aquel siglo el resto en sus rasgos sonoros y pomposos. Entregan a Teodora, prescindiendo de ritos de iglesia, a su bárbaro dueño; pero queda pactado que conservara su religión en el harén de Buna, encareciendo su padre tanto cariño y devoción en aquel trance arduo y peregrino. El emperador griego, sentado ya pacíficamente en el solio de Constantinopla, pasa a visitar su aliado turco, quien con cuatro hijos y varias mujeres, lo está esperando en Seotari sobre la playa asiática. Aparentan ambos príncipes entrañable intimidad en sus recreos de caza y mesa, y se franquean a Teodora algunos días para disfrutar, en el Bósforo, la compañía de su madre. Pero aquellas demostraciones de Orchan son parto de su interés y religión, y no se sonroja de incorporarse, en la guerra genovesa, con los enemigos de Cantacuzeno.

Insertó el príncipe otomano en el tratado con la emperatriz Ana el pacto peregrino de que le fuese lícito el vender sus prisioneros en Constantinopla o trasladarlos al Asia. Posose en feria públicamente una muchedumbre desnuda de cristianos de ambos sexos y de todas edades, clérigos, monjes, matronas y vírgenes; menudeaban los azotes para estimular más y más la humanidad de los compradores, y los griegos menesterosos se condolían llorosos de la suerte de sus hermanos arrebatados a lo sumo de la desventura en esclavitud temporal y espiritual. [1058] Tiene Cantacuzeno que firmar iguales condiciones, y su ejecución redundará todavía en mayor quebranto del Imperio, pues se había destacado un cuerpo de diez mil turcos en auxilio de la emperatriz Ana; pero el total de las fuerzas del Orchan se empleó en servicio del padre. Mas eran transeúntes aquellos desmanes, pues en abonanzando la tormenta eran árbitros los fugitivos de acudir a sus hogares, y a la terminación de las guerras ora civiles, ora advenedizas, quedaba la Europa absolutamente evacuada por los musulmanes del Asia. En su postrer contienda con el alumno fue cuando Cantacuzeno extremó su llaga profunda y mortal, sin que cupiese a los sucesores el cerrarla, y que malísimamente se compensa con sus diálogos teológicos contra el profeta Mahoma. Los turcos modernos, ajenísimos de su propia historia equivocan sus dos tránsitos primero y último sobre el Helesponto [1059] y retratan al hijo de Orchan como un salteador nocturno, que con ochenta compañeros se destaca para escudriñar la playa contraria y desconocida. Embárcase Solimán capitaneando diez mil caballos, se apea de sus naves y se le agasaja como amigo del emperador griego. Apronta en las guerras civiles de Romanía algún servicio, pero causa mayores daños; luego se va cuajando el Quersoneso con la colonia turca, y en balde solicita la Corte bizantina la devolución de las fortalezas de Tracia. Tras varias demoras muy estudiadas entre el príncipe otomano y su hijo, se ajusta su importe en sesenta mil coronas, y recién satisfecho el primer plazo, un terremoto conmueve ciudades y provincias; acuden los turcos a ocupar las plazas desmanteladas, reedificando y repoblando a Gallípoli, la llave del Helesponto, por la política de Solimán. Con la renuncia de Cantacuzeno se quiebran los vínculos endebles de amistad casera, y en su postrer dictamen amonesta a sus compatricios que rehúyan una contienda temeraria, y confronten su propia flaqueza con el número, denuedo, disciplina y entusiasmo de los musulmanes. La mocedad vanagloriosa y disparada desatiende y menosprecia la cordura de sus consejos, y las victorias de los otomanos lo dejan luego muy airoso. Pero muere Solimán de una caída de su caballo en el ejercicio del jerid, y el anciano Orchan llora, y luego yace en el sepulcro de su valeroso hijo.

Brevísimo fue para los griegos el plazo de su regocijo por la muerte de aquel enemigo, pues con el mismo denuedo blandió pronto su cimitarra turca Amurates I, hijo de Orchan y hermano de Solimán (1306-1389 d. C.). Por los menguados anales bizantinos [1060] se vislumbra que fue sojuzgando sin contrarresto la provincia de Romanía o Tracia por entero, desde el Helesponto hasta el monte Hemo, asomándose a la misma capital, y escogiendo Andrinópolis para el solio de su gobierno y religión en Europa. Constantinopla, cuyo menoscabo viene en su arranque a equivocarse con su fundación, en el ámbito de mil años había padecido varios embates por los bárbaros de levante y poniente; pero hasta aquel aciago trance nunca se vieron los griegos cercados por Asia y Europa con las armas de una sola monarquía enemiga; pero la cordura o generosidad de Amurates orilló por entonces tan obvia conquista, y quedaron sus ínfulas muy airosas con el frecuente y rendido acatamiento del emperador Paleólogo y sus cuatro hijos, quienes a la más leve intimación volaban a la corte y reales del príncipe otomano. Marcha allá contra las naciones eslavonas, entre el Danubio y el Adriático, búlgaros, serbios, bosnios y albaneses, y aquellas tribus guerreras que solían desacatar la majestad del Imperio, quedan repetidamente arrolladas con sus correrías. Carecen de plata y oro y sus aldeas o poblaciones yacen ajenas de todo tráfico productivo y del realce lujoso de las artes. Pero descollaron siempre sus naturales con su robustez y tesón, y con una institución atinada se constituyeron columnas fieles e incontrastables del encumbramiento otomano. [1061] Recuerda el visir a su soberano Amurates, que al tenor de la ley mahometana le cabe el quinto de los despojos y cautivos, y que le era obvio el recaudar su parte, en colocando empleados en Gallípoli, y atalayando el tránsito, entresacar lo más selecto de la mocedad en gallardía y hermosura. Se sigue aquel dictamen, se pregona el edicto, se educan millares de europeos en sus armas y religión, y un dervís afamado nombra y consagra la nueva milicia. Se adelanta sobre la formación, tiende la manga de su ropaje sobre el primer soldado y prorrumpe en la bendición siguiente: «Llámense ya jenízaros (Zenjicheri, o soldados nuevos) ¡así campee siempre su gallardía! ¡así sea siempre victoriosa su mano y aguda su espada! ¡así cuelgue siempre su venablo sobre la cerviz enemiga! ¡y así por donde quiera que vayan vuelvan luego con el rostro blanco!». [1062] Tal es el origen de aquella tropa altanera, pavor de las naciones y a veces de los mismos sultanes. Menguó su denuedo, se relajó su disciplina, y su formación revuelta no alcanza a contrarrestar el sistema y las armas de la táctica moderna; pero les cupo a la sazón una superioridad incontrastable, pues no había príncipe cristiano que estuviese manteniendo con paga y maniobras perpetuas cuerpos arreglados de infantería. Peleaban desaforadamente los jenízaros, a fuer de novicios, contra sus compatricios idólatras; y la liga e independencia de las tribus eslavonas quedó por entero destrozada en la batalla de Cosroes. Andando el vencedor por aquel campo advirtió que los más de los muertos eran mancebos barbilampiños, y le halagó el visir con la expresión de que la madurez cuerda no se opusiera a contrarrestar sus armas irresistibles. Mas la espada jenízara no lo escudó contra la daga de un desesperado, pues un soldado serbio se incorpora sobre el montón de cadáveres, y traspasa mortalmente a Amurates en la barriga. Era aquel nieto de Otomán de temple muy apacible, comedido en su porte y amante del pundonor y de la literatura; pero tenía escandalizados a los musulmanes con su antigua asistencia al culto: la vituperó el muftí, quien, tuvo el arrojo de recatar su testimonio en una causa civil, hermandad de servidumbre y libertad que suele asomar por la historia oriental. [1063]

Ilderim, o el rayo se apellidó Bayaceto, hijo de Amurates, retratando así al vivo su índole, engriéndose con un adjetivo propio de la fogosa pujanza de su pecho y de la rapidez asoladora de sus marchas (1389-1403 d. C.). En los catorce años de su reinado [1064] anduvo sin cesar acaudillando su hueste, desde Bursa hasta Andrinópolis, y desde el Danubio al Éufrates, y por más que se afanase denodadamente por la propagación de su ley, su ambición iba salteando a diestro y siniestro cristianos y musulmanes por Asia y Europa. Avasalló desde Angora hasta Amasia y Erzerun las regiones septentrionales de Anatolia; defraudó de sus posesiones hereditarias a sus hermanos emires de Ghermian y de Caramania, de Aidin y Sarukban, y conquistado Iconio, renació el antiguo reino de los Seljukios en la dinastía otomana. No menos prontas y grandiosas fueron sus expediciones por Europa, pues apenas allana con servidumbre sistemática los serbios y búlgaros, atraviesa el Danubio en busca de nuevos enemigos y nuevos súbditos en el corazón de la Moldavia. [1065] Cuanto acataba todavía al Imperio griego en Tracia, Macedonia y Tesalia, reconoció el señorío turco; un obispo obsequioso le internó por Termópilas en la Grecia, y debemos notar que la viuda de un caudillo español, poseedor del solar antiguo del oráculo de Delfos, se congració con él sacrificándole su hermosa hija. Incierta y arriesgada había sido la comunicación turca entre Europa y Asia hasta que planteó un apostadero de galeras para señorear el Helesponto y atajar a Constantinopla todo auxilio latino. Mientras el monarca se estaba desenfrenando a su albedrío con extremos de crueldad y tropelía, tenía impuesto a su soldadesca un sistema rigurosísimo de comedimiento y subordinación, y aun en el recinto de sus reales se esquilmaban y vendían desahogadamente las mieses. Airado con la administración estragada y arbitraria de justicia, agolpó en un albergue los jueces y letrados de sus dominios, quienes aguardaban trémulos que en breve rato iban a quedar en cenizas; los ministros enmudecen y tiemblan igualmente; pero un juglar etíope se atreve a insinuarles el móvil de su quebranto, y asalariando adecuadamente a los cadís, quedó atajada y sin disculpa la venalidad para lo sucesivo. [1066] No correspondía ya el dictado llano de emir al engrandecimiento otomano, y Bayaceto se avino a recibir una patente de sultán de los califas que estaba sirviendo en Egipto bajo el yugo de los mamelucos; [1067] homenaje postrero y baladí tributado por la fuerza a la opinión y por los conquistadores turcos a la alcurnia de Abas y a los sucesores del Profeta árabe. Ardió más y más la ambición en el pecho del sultán con la precisión de merecer dictado tan augusto, y encaró sus armas contra el reino de Hungría, teatro sempiterno de victorias y descalabros turcos. Era el rey húngaro Sigismundo hijo y hermano de emperadores de Occidente, su causa venía a ser la de Europa y de la Iglesia, y al eco de tanto peligro, ansían los caballeros de Francia y de Alemania el marchar bajo el estandarte de la cruz. Derrota Bayaceto en la batalla de Nicópolis (28 de septiembre de 1396 d. C.) un ejército confederado de cien mil cristianos, quienes blasonaban de que si el cielo se desquiciaba, lo sostendrían con sus lanzas. Fenecen los más o se ahogan en el Danubio, y Sigismundo, huyendo a Constantinopla y el Mar Negro, regresa tras un grandioso rodeo a su exánime reino. [1068] Ufanísimo Bayaceto con su victoria trata de sitiar a Ruda, de sojuzgar los países contiguos de Alemania e Italia y de dar pienso a su caballo con un celemín de avena sobre el altar mayor de san Pedro en Roma. Atájale el rumbo, no el encuentro milagroso del Apóstol, ni cruzada de potencias cristianas, sino un recargo intensísimo de gota. Suelen los achaques físicos atajar desbarros morales, y una gotilla corrosiva sobre ciertas fibras de un hombre, puede precaver o dilatar la desdicha de naciones enteras.

Este conjunto es el que ofrece aquella guerra húngara; pero el desastrado paradero de los franceses viene a suministrarnos ciertos apuntes que delinean la victoria y la índole de Bayaceto. [1069] El duque de Borgoña, señor de Flandes y tío de Carlos VI, a impulsos de su hijo Juan conde de Nevers, proporciona al denodado mozo el acompañamiento de cuatro príncipes, primos suyos y del rey de Francia (1396-1398 d. C.). Amaestra su bisoñé el señor de Cucy, uno de los mejores veteranos de la cristiandad; [1070] pero el condestable, almirante y mariscal de Francia [1071] acaudilla una hueste que no pasa de mil caballeros y escuderos. Nombres tan esclarecidos infunden sumo engreimiento y poquísima disciplina, pues aspirando tantísimos a mandar, nadie se aviene a obedecer; su quijotismo nacional menosprecia enemigos y aliados, y empapados en que Bayaceto ha de huir o fracasar, andan allí deslindando el plazo de su llegada a Constantinopla y rescate del Santo Sepulcro. Avisan los descubridores el asomo de los turcos y aquella mocedad desvariada sigue en la mesa y empina más y más sus licores; arrebatan luego todos sus armas, cabalgan a porfía y corren a vanguardia desentendiéndose del dictamen de Sigismundo, como bochornoso, porque se opone a su afán de encabezar al golpe la refriega. No se perdiera la batalla de Nicópolis, si los franceses se conformaran con la cordura del húngaro; pero se ganara esclarecidamente si los húngaros remedaran la gallardía francesa, que logra dispersar la primera línea compuesta de asiáticos, arrolla la estacada contrapuesta a la caballería; aportilla, tras lid sangrienta, a los mismos jenízaros… mas ¡ay! que sobrevienen moles de escuadrones salidos de los bosques, y su oleada inmensa consigue acorralar desaforadamente al pelotón de intrépidos guerreros. Campea Bayaceto con su desempeño militar de marchas, contramarchas y evoluciones, celebradas por sus mismos enemigos, tachándole luego de crueldad en el uso de su victoria. Reservando al conde de Nevers y a veinticuatro señores, cuyo nacimiento y riquezas acreditaron sus intérpretes latinos, llevan a los franceses restantes tras la matanza campal ante el solio de Bayaceto, y negándose a abjurar su fe, los van degollando a su presencia. Airadísimo se muestra por la pérdida de sus jenízaros más esforzados; y si es cierto que por la noche los franceses habían muerto a sus prisioneros turcos, [1072] entonces tienen que achacarse a sí mismos las resultas de un justísimo desquite. Un caballero, a quien se conservó la vida al intento, vuelve a París, refiere el lastimoso trance y solicita el rescate de los cautivos esclarecidos. Arrastran entre tanto por sus marchas y campamentos los turcos a los príncipes y barones de Francia, y los musulmanes de Europa y Asia se van empapando en el trofeo halagüeño, y luego viven estrechísimamente encerrados en Burza, mientras Bayaceto reside en su capital. Instan más y más al sultán para que purgue con su sangre la de tantos mahometanos; mas tiene fallado que vivan, y su palabra, sea de salvamento o de exterminio, es irrevocable. Regresa el mensajero, y queda enterado el monarca de la suma entidad de sus prisioneros por la intercesión interesada y eficacísima de los reyes de Francia y de Chipre. Preséntale Lusiñan un salero de labor peregrina, valuado en diez mil ducados, y Carlos VI envía por Hungría una remesa de halcones noruegos, con seis cargas de grana, lienzos finísimos de Reims y un juego de alfombras de Arras representando las batallas de Alejandro el Grande. Tras largas demoras, por causa de la distancia, más bien que por artificio, se aviene por fin Bayaceto a aceptar el rescate de doscientos mil ducados por el conde de Nevers y los condes y barones vivos, el mariscal de Bucicault, afamado guerrero es también de los venturosos; pero el almirante de Francia había fenecido en la refriega, y el condestable, con el señor de Cucy, en la cárcel de Bursa. Esta petición cuantiosísima, duplicada todavía con mil costos advenedizos, recae principalmente sobre el duque de Borgoña, o más bien sobre sus vasallos flamencos, obligados por las leyes feudales, tienen que contribuir para el caballerato y el cautiverio del primogénito de su señor. Para el reintegro cabal de la deuda, unos comerciantes genoveses afianzan hasta el quíntuplo de la suma, aleccionando aquellos tiempos belicosos con el desengaño de que el comercio y el crédito son los eslabones que asocian y hermanan el orbe entero. Páctase en el tratado que se juramenten los cautivos franceses para nunca hacer armas contra la persona de su vencedor; pero el mismo Bayaceto anula aquella ruin cortapisa, prorrumpiendo con el heredero de Borgoña: «Desprecio tus juramentos y tus armas. Eres muy mozo y estarás ansiando borrar el baldón o la malaventura de tu estreno en la guerra. Agolpa tus fuerzas, pregona tu intento, y ten por muy positivo que Bayaceto se alegrará en el alma de tropezar nuevamente contigo en un campo de batalla». Antes de partir se les franquea la corte y se les agasaja con esmero, pasmándose los franceses con la magnificencia del otomano, cuyos monteros ascienden a siete mil y otros tantos los halconeros. [1073] Presencian su orden y la ejecución de abrir el vientre a uno de sus camareros, por la queja que le dio una mujer desvalida de habérsele chupado la leche de una cabra. Se asombran los extranjeros de tan tremendo escarmiento, propio de un sultán, que ni se para en averiguar los casos, ni justipreciar los grados de una demasía.

Al quedar Juan Paleólogo expedito de un celador angustioso, vive hasta treinta y seis años presenciando, y al parecer con tibieza, el exterminio público. [1074] Amor, o más bien lujuria, viene a ser su único móvil, y al encenagarse con las viudas o doncellas de la ciudad, olvida el esclavo turco el baldón de todo un emperador de romanos. Había su primogénito Andrónico entablado en Andrinópolis una intimidad criminal con Sauces hijo de Amurates, y entrambos mozos conspiran contra la autoridad y la vida de sus respectivos padres. Acude Amurates a Europa, y descubre y aventa intentos tan temerarios; ciega en seguida a su hijo y amenaza tratar a su vasallo de cómplice y enemigo, si no impone igual escarmiento a su hijo. Tiembla Paleólogo y obedece, y una precaución horrorosa abarca en el mismo fallo la niñez e inocencia de Juan, hijo del rey; pero se ejecuta la operación tan leve o torpemente que el uno ve todavía de un ojo, y el otro viene a quedar tan sólo bizco. Excluidos ambos príncipes de la sucesión, se les encierra en la torre de Anema, galardonando la religiosidad de Manuel, hijo segundo del monarca reinante, con el don de la corona imperial. Pero a los dos años el desenfreno de los latinos y la liviandad de los griegos acarrean una revuelta y empozan a entrambos emperadores en la misma torre, de donde sacan a los dos presos para encumbrarlos al solio. Median otros dos años, y logran Paleólogo y Manuel ponerse en salvo, a beneficio de la magia o sutileza de un monje, apellidado alternativamente ángel o diablo; huyen a Escotari, acuden sus parciales, y ambas banderías echan el resto de su ambición su encono, al par que César y Pompeyo por el imperio del Orbe. El mundo romano queda a la sazón arrinconado en un ángulo de la Tracia, como de dieciocho leguas de largo y diez de ancho, entre la Propóntida y el Mar Negro; ámbito tan reducido como el de los principados menores de Italia o Alemania; si bien los restos de Constantinopla estaban todavía representando la opulencia y populosidad de un reino.

Se conceptúa imprescindible para la paz del Imperio el subdividir todavía aquel trocillo, y quedando Paleólogo y Manuel dueños de la capital, se cede todo lo restante desde el mismo ejido a los príncipes ciegos, quienes plantean su residencia en Rodosto y Selimbria. Adormécese Paleólogo en su solio, y sus ímpetus se sobreponen más y más a sus desengaños y a sus fuerzas, pues defrauda a su mismo predilecto y heredero de una princesa hermosísima de Trebisonda; mientras el quebrantado emperador se está afanando por consumar su desposorio, Manuel con cien magnates griegos tiene que acudir al llamamiento ejecutivo de la Puerta Otomana. Sirven gallardamente en las guerras de Bayaceto, quien sin embargo se encela con el intento de fortificar a Constantinopla, los amenaza de muerte, y al punto yacen demolidas las obras nuevas, favoreciendo tal vez en demasía al pundonor de Paleólogo, quien atribuye su fallecimiento a esta nueva ignominia.

Notician al vuelo esta novedad a Manuel, quien huye pronta y reservadamente de los reales de Burza al solio bizantino. Aparenta Bayaceto altanera indiferencia por el malogro de tan interesada prenda, y al seguir con sus conquistas por Asia y Europa, deja al emperador forcejeando (1391-1425 d. C.) con su primo ciego Juan de Selimbria, que, durante ocho años de guerra civil, se aferra a sus derechos de primogenitura. Por fin el sultán victorioso asesta toda su ambición sobre Constantinopla, pero luego da oídos al dictamen de su visir, quien le manifiesta que tamaña empresa puede hermanar las potencias cristianas en cruzada más formidable. Éstos son los términos de su carta al emperador: «Merced a la clemencia divina, mi cimitarra invencible ha ido sojuzgando casi toda el Asia, con muchos y dilatados países de Europa, menos la ciudad de Constantinopla, fuera de cuyas murallas nada absolutamente viene a quedarte. Entrega su recinto y pacta tu recompensa, o bien tiembla por ti mismo, por tu pueblo desventurado y por las consecuencias de tu pertinacia». Pero encarga a sus embajadores que mitiguen aquel desentono y propongan un tratado que se firma luego con rendido agradecimiento; y así se negocia una tregua por diez años con el tributo anual de treinta mil coronas de oro; tienen que llorar los griegos la tolerancia pública de la ley de Mahoma, y Bayaceto se engríe con la gloria de plantear un cadí turco y fundar una mezquita regia (1391-1402 d. C.) en la metrópoli de la iglesia oriental. [1075] Pero el sultán desaforado quebranta luego aquella tregua, siguiendo la causa del príncipe de Selimbria, emperador legítimo, y amenazando a Constantinopla con una hueste otomana, por cuyo avance implora Manuel encarecidamente el amparo de la Francia. Conduélese el rey entrañablemente y franquea algún auxilio, acaudillado por el mariscal de Bucicault, [1076] cuya religiosidad caballeresca se inflama con el afán de vengar su cautiverio entre infieles. Da la vela con cuatro naves de guerra de Aiguesmortes para el Helesponto, arrollando en su tránsito hasta diecisiete galeras turcas, que están guardando el estrecho; desembarca en Constantinopla un refuerzo de seiscientos hombres de armas y mil seiscientos flecheros, y los revista en el ejido, desentendiéndose del número y la formación de los griegos. Levanta el sitio por mar y tierra, alejando la escuadra turca a larga distancia, asaltando el mariscal y el emperador de pareja varios castillos en Asia y en Europa. Mas luego se rehacen aferradamente los otomanos, y el denodado Bucicault, tras un año de sitio trabajosísimo, se determina por fin a evacuar un país que no apronta ni paga abastos para su tropa. Se brinda también a poner el emperador en la corte misma de Francia donde podrá solicitar personalmente auxilios de gente y dinero, aconsejándole al mismo tiempo que para zanjar toda desavenencia deje a su competidor ciego en el solio. Se admite la propuesta, colócase el príncipe de Selimbria en la capital, y es tan grande desdicha pública, que la suerte de aquel desterrado se conceptúa preferible a la de soberano. El sultán turco en vez de complacerse con el logro de su vasallo, pide la ciudad para sí mismo, y negándose el emperador Juan, estrecha más y más el sitio, y agrava los quebrantos del hambre y de la guerra. Infructuosas son plegarias y resistencia contra tamaño enemigo, y devorara luego su presa aquella fiera, si en el trance crítico, otra alimaña más tremenda no la volcara para siempre. Se dilata por medio siglo el derribo de Constantinopla con la victoria de Timor o Tamerlán, y con aquel servicio inesperado e importantísimo salen a luz la vida e índole del conquistador mogol.