LIV
ORIGEN Y DOCTRINA DE LOS PAULINOS - SU PERSECUCIÓN POR LOS EMPERADORES GRIEGOS - REBELIÓN EN ARMENIA, ETC. - TRASLACIÓN A TRACIA - PROPAGACIÓN POR OCCIDENTE - SEMILLA, ÍNDOLE Y RESULTAS DE LA REFORMA
Descuella muy a las claras la suma variedad en las índoles entre los que profesaban el cristianismo. Empapaban de por vida en su devoción apoltronada y contemplativa; Roma se aferraba más y más en su señorío del orbe, y la agudeza de los despejados y parleros griegos se engolfaba siempre en contiendas de teología metafísica. Los arcanos inapeables de la Trinidad y la Encarnación, en vez de doblegarlos con callado acatamiento, los estaba de continuo arrebatando en reñidas y sutilísimas controversias, que encumbraba su fe con menoscabo tal vez de su afecto mutuo, y aun de su racionalidad. Desde el concilio Niceno hasta fines del siglo VII, guerras espirituales e incesantes anduvieron desgarrando la paz y la unidad de la Iglesia trascendiendo tan hondamente al atraso y derrumbe del Imperio, que el historiador no puede menos de apersonarse en los sínodos, desentrañar las creencias e ir allá reseñando las sectas de aquella temporada afanosa en los anales eclesiásticos. Desde los asomos del siglo VIII hasta los postreros alientos del Imperio Bizantino, vinieron como a enmudecer las controversias, menguando ya la suntuosidad y amainando el ahínco hasta quedar irrevocablemente deslindados los artículos de la fe católica. Mas aquel afán batallador, por más aéreo, y aun aciago, que parezca, siempre trae consigo cierto ejercicio y pujanza intelectuales y los griegos avasallados se hallaban bien ayunando, creyendo y rezando con ciega obediencia al patriarca y a su clero. Soñaban ilusos a cual más, y los monjes predicaban, y el pueblo se desvivía tras la Virgen y los santos, visiones, milagros, cilicios e imágenes comprendiendo desde el ínfimo vulgo hasta las primeras jerarquías del Estado. Los emperadores isaurios se empeñaron muy a deshora y atropelladamente en desengañar a los súbditos, y la racionalidad cobró algunas alas, a impulsos del temor y del interés; pero el mundo oriental encumbró o lamentó a sus deidades visibles y celebrose el restablecimiento de las imágenes como triunfo de la fe más acendrada. En aquella postración unánime, quedaron los caudillos eclesiásticos descargados del afán, o defraudados del placer, de las persecuciones. No asomaban paganos; enmudecían yertos y arrinconados los judíos; las contiendas con los latinos se reducían a tal cual hostilidad contra un enemigo nacional y lejano, y allá las sectas de Egipto y Siria estaban disfrutando desahogo a la sombra de los califas árabes. A mediados del siglo VII, cupo a una rama de maniqueos el ser víctimas de la tiranía espiritual, acosándolos hasta el extremo de parar desesperadamente en rebeldes, con cuyo destierro fueron salpicando Occidente con semillas de reforma. Acontecimientos tamaños abonan ciertas pesquisas acerca de las doctrinas e historia de los paulinos, [116] y puesto que no les cabe el abogar en persona, nuestro ahínco candoroso ensalzará los bienes y amenguará o sincerará los males que les achacan sus contrarios.
Aquellos gnósticos que estuvieron atropellando la niñez desvalida de la Iglesia fracasaron luego ante su incontrastable poderío. En vez de emparejarse, y mucho menos sobreponerse en haberes, ciencia y número a los católicos, sus restos ya oscurecidos pararon en tristísimos desterrados de las capitales, por levante y poniente, a las aldeas y serranías cercanas al Éufrates. Rastréanse allá los marcionitas por el siglo V, [117] pero las crecidas sectas se nublaron todas finalmente bajo el nombre odiosísimo de maniqueos, y aquellos herejes presumidos, hermanadores de las doctrinas de Zoroastro y de Cristo, yacieron acosados por ambas religiones igualmente rencorosas e implacables. Bajo el nieto de Heraclio, en las cercanías de Samosata, más afamada por el nacimiento de Luciano que por el dictado de capital de un reino sirio, asomó un reformador, conceptuado por los paulinos como el nuncio esclarecido de la verdad. Constantino, en el humilde albergue de Mananalis conversó con un diácono que al regresar de su cautiverio en Siria le regaló el imponderado volumen del Nuevo Testamento reservado del vulgo por los miramientos del clero griego y aun quizás del gnóstico. [118] Abarcaba aquel volumen todo el ámbito de su estudio y el catecismo de su fe, y hasta los católicos opuestísimos a la interpretación reconocen la legitimidad castiza de su texto. Pero ahincó peculiarmente su afán en los escritos y el rumbo de san Pablo, y aunque sus contrarios los apellidaron paulinos por algún catedrático propio y desconocido, no cabe duda de que se ufanaban con aquel connotado relativo al apóstol de las gentes. Sus discípulos Tito, Timoteo, Silvano y Tichico quedaban representados por Constantino y sus cooperantes, aplicando los nombres de Iglesias apostólicas a las congregaciones reunidas en Armenia y Capadocia, reviviendo con esta alegoría el ejemplar y la memoria de los primeros siglos. En cuanto al Evangelio y las Epístolas de san Pablo, su fiel secuaz anduvo desentrañando la creencia del cristianismo primitivo y, cualquier haya sido su éxito, todo protestante aplaudirá la sustancia de aquella investigación. Mas si eran castizas, las escrituras de los paulinos dejaban de ser cabales, desechaban allá los fundadores las dos epístolas de san Pedro, [119] el apóstol de la circuncisión, cuya contienda con su predilecto en cuanto a la observancia de la ley no era disimulable. [120] Conformábanse con sus hermanos los gnósticos en su menosprecio del Antiguo Testamento, con sus libros de Moisés y de los profetas, consagrados ya por decretos de la Iglesia católica. Con igual arrojo y quizás con el mismo fundamento, Constantino y el nuevo Silvano se desentendían de las visiones publicadas en volúmenes crecidos y ostentosos por las sectas orientales; [121] con los partos fabulosos de los patriarcas hebreos y sabios de Oriente; los evangelios bastardos, epístolas y actas que desde los primeros tiempos abrumaron el código acendrado, la teología de Manes y los autores de las cien herejías, y las treinta generaciones, o sea eones, fraguados por la fecundísima fantasía de Valentino. Condenaban los paulinos de corazón la memoria y opiniones de la secta maniquea; lamentándose de la sinrazón que les andaba estampando aquel nombre odiosísimo por ser unos meros veneradores de san Pablo y de Jesucristo.
Eslabones sin fin de la cadena eclesiástica iban quebrando los paulinos con su reforma, explayándose más y más al aminorar aquellos maestros a cuya voz la profana razón tenía que doblegarse ante los arcanos y los milagros. El desvío tempranísimo de los gnósticos antecedió ya al mismo culto católico, y recatábanse esmeradamente de innovaciones sucesivas, así por costumbre y aversión, como por el silencio de san Pablo y los evangelistas, registrando allá despejada e intensamente y en su desnudez primitiva el objeto tan sumamente transformado con el prestigio de la superstición. Toda imagen trabajada sin manos era un artefacto vulgar, que la maestría suma del artífice atesoró en la madera o en el lienzo con esclarecido desempeño. Las reliquias milagrosas eran montones de huesos y cenizas, ajenísimos de toda virtud y mérito, y aun tal vez de corresponder a los sujetos que se suponía. La cruz verdadera y vivificante era un trozo de madera sana o consumida; el cuerpo y la sangre de Cristo, un mendrugo de pan y un trago de vino, dones de la naturaleza y símbolos de la gracia. Apeaban a la madurez de sus timbres celestes y virginidad sin mancilla, y descartaban a los santos y a los ángeles del afán de mediar en el empíreo y atarearse por la tierra. En cuanto a la práctica, o por lo menos en su teoría, sobre los sacramentos, propendían los paulinos a que se aboliese todo objeto visible de culto, y las palabras del Evangelio se reducían en su concepto al bautismo y la comunión de los fieles. Franqueaban decoroso ensancho para la interpretación de las Escrituras, y viéndose muy estrechos en el sentido literal, allá se salvaban por el inapeable laberinto de las figuraciones y alegorías. Echaron el resto en deslindar el Nuevo Testamento del Antiguo, adorando a éste como oráculo de todo un Dios, y detestando al otro por invento fabuloso y absurdo de los hombres y de Luzbel. No hay que extrañar el verlos descubrir en el Evangelio el sublime misterio de la Trinidad; mas en vez de confesar la naturaleza humana y padecimientos positivos de Jesucristo embelesaron allá su imaginación con un cuerpo celeste que fue atravesando la Virgen como por un canuto con una crucifixión fantástica o de tramoya, burladora de la maldad y ahínco desvalido de los judíos. No adecuaba creencia tan sencilla y espiritual a la índole de aquel tiempo, [122] y todo cristiano despejado que se hallaba gozoso con el yugo ligero y carga liviana de Jesús y sus Apóstoles, se destemplaba fundadamente de que el paulino atropellase la unidad de Dios, artículo fundamental de toda religión natural o revelada. Su creencia y su confianza se cifraban en el Padre así de Cristo como del alma humana y del mundo invisible. Pero sostenían igualmente la eternidad de la materia, sustancia burda y rebelde, origen de un segundo principio, entidad activísima creadora del mundo visible, y encargada de su reinado temporal hasta la consumación final de la muerte y del pecado. [123] La manifestación de entrambos principios dañinos físico y moral era el cimiento de la antigua filosofía y religión universal en Oriente, de donde vino a enjambrarse por las varias ramas de los gnósticos. Suben y bajan hasta lo sumo los varios matices en la naturaleza e índole de Ahriman, desde un Dios competidor hasta un diablillo subalterno, desde ímpetus y deslices hasta una maldad rematada; pero a pesar de mil conatos, la dignación y el poderío de Ormuzd se encumbran al extremo contrapuesto de la línea, y cuantos pasos se dan para acercarse al uno son otros tantos desvíos de su contrario. [124]
El afán apostólico de Constantino Silvano redobló a millares sus secuaces, galardón recóndito de la ambición espiritual. Acudieron a su estandarte los restos de toda secta gnóstica, y con especialidad los maniqueos de Armenia; sus argumentos fueron convirtiendo o embaucando a infinitos católicos, y siguió predicando más y más con séquito por las regiones del Ponto y de Capadocia, [125] empapados todos en la religión de Zoroastro. Apellidábanse los predicadores paulinos únicamente hermanos peregrinantes con nombres de la Escritura, descollando siempre con la austeridad de sus vidas el afán de sabiduría y varios dones, a cual más eminente, del mismo Espíritu Santo. Mas no les cabía apetecer, o por lo menos alcanzar, la opulencia y los timbres de la prelacía católica censurando y tildando muy amargamente aquel engreimiento anticristiano, y aun condenaron la jerarquía de presbíteros como instituto de la sinagoga judía. Fue la nueva secta cundiendo acá y acullá por las provincias de Asia menor hasta el poniente del Éufrates; seis de sus congregaciones principales venían a representar las siete iglesias a quienes san Pablo encaminó sus epístolas avecindándose el fundador por las cercanías de Colonia, [126] en el idéntico distrito del Ponto, encarecido con las aras de Belona, [127] y los milagros de Gregorio. [128] Siguió misionando hasta veintisiete años, y aquel Silvano que se retiró del gobierno tan tolerante de los árabes paró en el holocausto de la persecución romana. Las leyes blandas de los emperadores que prescindían de otros herejes menos odiosos vedaron sin reboso ni compasión dictámenes libres y personas de los montanistas y maniqueos; arrojáronse los libros al fuego, y cuantos ocultasen los escritos u osasen profesar tales opiniones quedaron sentenciados a muerte afrentosa. [129] Un ministro griego pertrechado con potestad legal y militar asomó en Colonia para descargar sobre el pastor y congregar si fuese dable la grey extraviada. Extremó su crueldad Simeón, hasta el punto de colocar al malaventurado Silvano ante una fila de sus propios alumnos, mandándoles, con el indulto por premio y como prueba de su arrepentimiento, el degüello de su padre espiritual. Volvieron la espalda a encargo tan desapiadado, desprendiéndoseles las armas de sus manos filiales, y tan sólo asomó un ejecutor, nuevo David, como lo apellidan los católicos, que dio osadamente al través con aquel Goliat de la herejía. El taimado apóstata, llamado Justo, engañó y vendió de nuevo a sus hermanos candorosos, y hay visos de semejanza entre los actos de san Pablo y la conversión de Simeón; pues al par del apóstol abrazó la doctrina que iba a perseguir, se desprendió de honores y haberes, y se granjeó entre los paulinos la nombradía de misionero y de mártir. No se afanaban tras el martirio, [130] pero en una larguísima y penosísima temporada de siglo y medio estuvieron padeciendo cuantas tropelías caben allá en unos perseguidores desenfrenados; mas no alcanzó el sumo poderío a descartar los retoños del fanatismo ilustrado. Brotaban de la sangre y las cenizas maestros y congregantes a cientos y a miles, y aun en medio de las hostilidades advenedizas se peleaban entre sí a sus ensanches; predicaban, contendían y penaban, y hasta los historiadores más acendrados reconocen a su pesar las virtudes más o menos ciertas de Sergio, peregrinante por espacio de treinta y tres años. [131] Estimulaba su religiosidad la crueldad genial de Justiniano II, y esperanzó a ciegas el exterminio del nombre y memoria de los paulinos con un incendio general. Con su sencillez primitiva y su desvío de la superstición popular, pudieran los príncipes iconoclastas avenirse a doctrinas erróneas, pero yacían también expuestos a las calumnias monacales, y así antepusieron el tiranizar a trueque de que no se les tildase de cómplices con los maniqueos. Este baldón está aún tiznando la memoria de Nicéforo, que por mansedumbre mitigó algún tanto los estatutos penales, ni cabe en su índole el tributarle el concepto de ímpetus más gallardos. El apocado Miguel I, y el violentísimo León el Armenio, descollaron en la carrera de la persecución; pero el galardón corresponde indudablemente a la devoción sanguinaria de Teodora, que repuso las imágenes en la Iglesia oriental. Andaban sus inquisidores escudriñando ciudades y serranías por Asia Menor, y los aduladores de la emperatriz están afirmando que en reinado harto breve el acero, la horca y el fuego vinieron a exterminar hasta cien mil paulinos. Se propasan tal vez en aquella ponderación del mérito o la maldad; pero, siendo positiva la suma, se deja alcanzar que muchos meros iconoclastas fueron castigados bajo nombre más odioso, y algunos de los lanzados de la Iglesia tuvieron involuntariamente por paradero la herejía.
Los rebeldes mas indómitos y rematados vienen a ser siempre los secuaces de una religión muy perseguida y por fin acosada. No tienen cabida el temor ni el remordimiento en causa tan sagrada; la justicia de su tesón los encallece contra todo asomo de inhumanidad, y vengan los agravios de sus padres en los hijos de sus tiranos. Tales fueron los husitas en Bohemia, y los calvinistas en Francia, y tales igualmente en el siglo IX los paulinos de Armenia y de sus provincias cercanas. [132] En su primer ímpetu se arrojaron a matar a un gobernador y obispo, ejecutor del encargo imperial en convertir o exterminar los herejes retrayéndose luego a las guaridas recónditas e independientes del monte Argeo. Hoguera más eficaz y consumidora encendió luego la Teodora recién nombrada con la rebeldía de Carbeas, paulino valeroso y capitán de la guardia del general de Oriente. Habían los inquisidores católicos empalado a su padre, y la religión o, por lo menos, la naturaleza venía a sincerar su deserción y desagravio. Moviéronse al propio impulso hasta cinco mil hermanos; se desentendieron allá de toda obediencia a Roma anticristiana; un emir sarraceno apersona a Carbeas con el califa, y aquel caudillo de los fieles abarca con su cetro al enemigo implacable de los griegos. En los quebrados entre Siwas y Trebisonda funda y fortifica la ciudad de Tefrice, [133] donde mora todavía un vecindario bravío y desenfrenado, y sus cerros cercanos se cuajan de paulinos fugitivos que saben hermanar el alfanje con la Biblia. Acosada yace Asia por treinta años con guerra extraña e intestina, incorporándose para sus correrías asoladoras los hijos de Mahoma con los de Jesucristo, alumnos de san Pablo; y el cristiano apacible, el padre anciano y la doncella ternezuela aherrojados en amarga servidumbre, con mil motivos tildarían el bárbaro destemple de su soberano. Es ya el estrago tan trascendental, y tan extremada la afrenta, que hasta el relajadísimo Miguel, hijo de Teodora, tiene que salir personalmente contra los paulinos; derrótanlo bajo los muros de Samosata, y todo un emperador romano tiene además que huir de unos herejes condenados por su madre a las llamas. Pelearon los sarracenos bajo la propia bandera, mas la victoria fue parto de Carbeas, quien ya rescató por avaricia, ya estuvo atormentando por fanatismo, a los generales cautivos con más de cien tribunos. El denuedo ambicioso de Chrysocheir, [134] el sucesor suyo, fue dando mayor ámbito a sus rapiñas y venganza; pues, ya más y más enlazado con los musulmanes, se internó arrojadamente por el corazón de Asia, arrollando las tropas fronterizas y palaciegas y contestando a los edictos de persecución con los saqueos de Niza y Nicodemia, de Ancyra y Éfeso, sin que el apóstol san Juan lograse escudar su ciudad y sepulcro contra el ímpetu de sus tropelías. Quedó la catedral de Éfeso convertida en establo para acémilas y caballos compitiendo con paulinos y sarracenos en el menosprecio y la ojeriza a las imágenes y las reliquias. No desagrada el estar presenciando el triunfo de la rebeldía contra el propio despotismo tan desdeñador de plegarias con un pueblo agraviado. Tuvo el emperador Basilio, el macedonio, que implorar la paz y ofrecer el rescate por los cautivos, solicitando en términos comedidos y cariñosos que Chrysocheir se condoliese de sus hermanos, dándose por pagado con un regio presente de oro, plata y ropajes de seda. «Si el emperador —contesta el fanático desbocado—, anhela tanto la paz, que se desprenda de Oriente y se marche a reinar allá por el ocaso a sus anchuras; pues, si se desentiende, los siervos del Señor van a derrocarlo de su solio». Basilio, a su pesar, suspende todo tratado, acepta el reto y acaudilla su ejército al país herético talándolo a hierro y fuego. La campiña despejada de los paulinos quedó patente a los idénticos quebrantos que ellos causaron; pero luego hecho cargo de la fortaleza de Tefrice, de la muchedumbre de los bárbaros y de sus muchos acopios en pertrechos y abastos se desvió suspirando de un sitio desahuciado. Al regreso a Constantinopla, echa el resto en fundaciones de conventos e iglesias para afianzar el arrimo de sus patronos celestiales, el arcángel san Miguel y el profeta Elías, orando diariamente para lograr el traspaso de la cabeza de su contrario impío con tres saetazos. Cumpliose su anhelo sin esperanzarlo; pues Chrysocheir, tras una correría venturosa, fue sorprendido y muerto en su retirada, presentando luego el matador triunfalmente la cabeza del rebelde ante las gradas del solio. Al recibo de trofeo tan halagüeño, pide Basilio ejecutivamente su arco, descarga tres flechazos certeros, y se empapa en los aplausos palaciegos que vitorean desaladamente al real flechero. Empañada, y aun marchita, quedó la gloria de los paulinos con Chrysocheir, [135] y en la segunda expedición del emperador desampararon los herejes la plaza inexpugnable de Tefrice, y luego imploraron misericordia o huyeron hacia los confines. Amainose la ciudad, pero se aferró más y más el afán de independencia por las serranías, defendiendo los paulinos por más de un siglo su religión y libertad, e infestando la raya romana, estrechando siempre su alianza con los enemigos del Imperio y del Evangelio.
A mediados del siglo VIII, Constantino, llamado Coprónimo por los adoradores de las imágenes, tuvo que hacer una expedición por Armenia, y halló en las ciudades de Mitirene y Teodosiópolis crecido número de paulinos, coherejes suyos. Por fineza, o por castigo, trasladolos desde las márgenes del Éufrates a Constantinopla y Tracia, con cuya emigración asomó y cundió su doctrina por Europa. [136] Si los secuaces en la capital se mezclaron allá con el gentío, los del campo se fueron hondamente arraigando. Contrarrestaron los paulinos de Tracia todas las tormentas de la persecución, aunque advenedizos, y estuvieron sosteniendo correspondencia reservada con sus hermanos armenios, y auxiliando y fortaleciendo a sus predicadores, que entablaron certeramente su hermandad en la fe con los búlgaros. [137] Se multiplicaron restablecidos en el siglo X con una colonia más crecida, que trasladó Juan Zimisces [138] desde los cerros Chalibios a las cañadas del monte Haemus. El clero oriental, que antepusiera el exterminio, se mostró pesaroso con la ausencia de los maniqueos: el emperador belicoso había palpado con aprecio su denuedo; su apego a los sarracenos le era en extremo azaroso; mas por la parte del Danubio y contra los bárbaros de Escitia pudiera serle provechoso aquel servicio, y su malogro pudiera hacerse apetecible. Aliviose el destierro a tanta lejanía con la tolerancia; obtuvieron los paulinos la ciudad de Filipópolis y las llaves de Tracia; éranles súbditos los católicos; los emigrados jacobitas, sus asociados, estaban como acordonados por aldeas y castillos en Macedonia y el Epiro, y muchos búlgaros nativos se les fueron asociando en armas y herejía. Mientras respetaron el poderío que los trataba comedidamente, sus tercios voluntarios descollaron en las huestes del Imperio; y el ardimiento de aquellos canes, siempre desalados por la guerra y siempre sedientos de sangre humana, suena, o más bien disuena, con enfado entre los pusilánimes y asombrados griegos. Con aquel brío eran también arrogantes e indómitos, se destemplaban desaforadamente por antojo o por agravio, y la superstición alevosa del gobierno y del clero solía atropellar sus fueros. En medio de la guerra normanda, dos mil quinientos maniqueos desertaron de las banderas de Alexis Comneno, [139] y se retiraron a sus albergues solariegos. Disimuló hasta que lo rodease el trance para su venganza; convidó a los caudillos a una conferencia amistosa, y fue castigando inocentes y culpados con cárcel, confiscación y bautizo. Medió paz, y el emperador tomó a su cargo la oficiosidad religiosa de reconciliarlos con la Iglesia y el Estado; invernó en Filipópolis, y el apóstol XIII, como lo apellida su devota hija, estuvo empleando días y noches por entero en controversias teológicas. Robustecía sus argumentos y quebrantaba a los pertinaces galardonando hasta lo sumo a sus convertidos más descollantes, y una ciudad nueva, cercada de pensiles, realzada con inmunidades, y condecorada con su propio nombre, fue fundada por Alexis para residencia de sus vulgares conversos. El apostadero importantísimo de Filipópolis no paró en sus manos; adalides contumaces se empozaron en una mazmorra, o se desterraron fuera del país, salvándoles las vidas, más por cordura que por clemencia de un emperador, por cuya disposición un hereje cuitado y solitario fue quemado vivo ante la iglesia de santa Sofía. [140] Mas aquella esperanza engreída de dar al través con las vulgaridades arraigadas de la nación entera fracasó luego contra el tesón incontrastable de los paulinos, quienes desembozadamente se desmandaron. Yace y fallece Alexis, y reinstalan sus leyes civiles y religiosas. A principios del siglo XIII su papa o primado (está patente el trastrueque) residía por el confín de Bulgaria, Croacia y Dalmacia, y estaba gobernando sus congregaciones ahijadas de Italia y Francia por sus vicarios. [141] Desde aquel punto se podría ir menudamente rastreando y eslabonando el pormenor de la tradición. A fines del otro siglo, la secta o colonia seguía morando por los valles del monte Haemus, donde el clero griego solía, aún más que el gobierno turco, atormentar su ignorancia y desamparo. Finó entre los paulinos actuales todo recuerdo de su propio origen, mancillando ahora su religión con el culto de la cruz y la práctica de sacrificios sangrientos, traída por algunos de sus cautivos de los páramos de Tartaria. [142]
En Occidente rechazó el pueblo, o atajó la autoridad, a los primeros anunciadores del maniqueísmo; pues la aceptación y creces de los paulinos, en los siglos XI y XII, debe achacarse al desagrado sumo, aunque recóndito, que movía a los cristianos acendrados, contra la Iglesia de Roma, con su avaricia opresora y su odioso despotismo; no tal vez tan bastardamente rendida ante los santos y sus imágenes, pero más violenta y escandalosamente innovadora, se extremaba en deslindar e imponer la doctrina de la transustanciación; luego el clero latino se mostraba por donde quiera estragadísimo, aparecían los obispos orientales dignos sucesores de los apóstoles, en cotejo de unos prelados engreídos y empuñadores alternativamente del cayado, el cetro y la espada. Tres eran los rumbos encaminadores de los paulinos al corazón de Europa. Convertida la Hungría, podían los peregrinos a Jerusalén seguir a su salvo el cauce del Danubio; pasaban de ida y vuelta por Filipópolis, y aquellos sectarios, encubriendo su nombre y herejía, tenían en su mano el acompañar las caravanas respectivas hacia la misma Germania o Francia. Recorría el señorío de Venecia con su tráfico las costas del Adriático, y aquella república hospedadora franqueaba su regazo a todo advenedizo, prescindiendo de su país y religión. Acudían los paulinos con bandera bizantina a las provincias griegas de Italia y Sicilia, y conversando en paz y en guerra a sus anchuras con extranjeros y naturales, iban sus opiniones cundiendo encubiertamente por Milán, Roma y los reinos trasalpinos. [143] Apareció luego que miles de católicos de todo sexo y jerarquía se habían hermanado en la herejía maniquea, y las llamas abrasadoras de doce canónigos en Orleans sirvieron de padrón a los perseguidores. Los búlgaros, [144] nombre inocente de suyo en su origen, y luego tan ofensivo, fueron extendiendo sus ramas por Europa entera. Aborreciendo al par con ahínco la idolatría y a Roma, enlazábanse con una planta de gobierno, episcopal y presbiteriano; deslindábanse sus varias sectas con escasillos matices teológicos; mas concordaban estrechos y generalmente en los dos principios, del menosprecio del Antiguo Testamento y el rechazo del cuerpo de Jesucristo, así en la cruz como en la Eucaristía. Sus mismos enemigos les confiesan de suyo un culto sencillísimo y costumbres irreprensibles, esmerándose tantísimo en su dechado de perfección, que sus congregaciones, siempre en auge, se dividían en dos clases de alumnos, a saber: de provistos y de aspirantes. En el país de los albigenses [145] o las provincias meridionales de Francia, se agolparon y hondamente arraigaron, repitiéndose aquella idéntica alternativa de martirios y venganzas que antes reinara por el Éufrates, por el siglo XIII en las orillas del Ródano. Federico II revivió las leyes de los emperadores orientales, representando los barones y vecindarios de Languedoc a los rebelados en Tefrice, y aun sobrepujando el papa Inocencio III a la nombradía sanguinaria de Teodora, cuya soldadesca tan sólo en crueldad era un remedo del heroísmo de los cruzados, para luego aventajar a todos en sañuda fiereza, los fundadores de la Inquisición, [146] cargo más adecuado para corroborar que para descreer del principio maléfico. Fuego y hierro aventaron las juntas de los paulinos o albigenses, y los restos ensangrentados se fueron salvando con la huida, retraimiento o catolicismo. Mas aquel denuedo incontrastable seguía viviendo y descollando por el orbe occidental, pues ya en el Estado, ya en la Iglesia, y aun en el claustro, se estuvo conservando una sucesión encubierta de discípulos de san Pablo, protestando más y más contra la tiranía de Roma, estrechándose con la Biblia como regla de la fe, y despejando su creencia de todas las patrañas de la teología gnóstica: los conatos de Wickliff en Inglaterra y de Huss en Bohemia fueron anticipados e ineficaces, mas no falta quien pronuncie los nombres de Zuinglio, Lutero y Calvino con arranques de agradecimiento.
Un filósofo que vaya aquilatando sus méritos y la importancia de tanta reforma les preguntará cuerdamente de qué artículos de fe, superiores o contrapuestos a nuestros alcances han venido a desamarrar a los cristianos, pues tal rescate no puede menos de beneficiar, en aviniéndose con la verdad y la creencia; y el paradero de nuestro ahínco será extrañar la cobardía, en vez de escandalizarnos con el desahogo de nuestros primeros reformistas. [147] Prohijaban, al par de los judíos, las escrituras hebreas con sus portentos desde el jardín de Edén hasta las visiones del profeta Daniel, y tenían que allanarse con los católicos para sincerar contra los judíos la abolición de la ley divina. En cuanto a los sumos misterios de la Trinidad y Encarnación, eran esmeradamente ortodoxos los reformadores: se conformaban sin reparo con la teología de los cuatro o seis concilios primeros, y con el celo de Atanasio sentenciaban a condenación sempiterna a cuantos descreyeren de la fe católica. Es la transustanciación, esto es, el trueque del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, un dogma retador de argumentistas y cumplidos; mas los primeros protestantes, en vez de acudir a la evidencia de los sentidos, gusto, vista y tacto, se enzarzaban escrupulizando y acatando allá las palabras de Jesucristo en la institución del sacramento. Sostenía Lutero la presencia corpórea y Calvino la positiva del Señor en la eucaristía, y la opinión de Zuinglio, sobre que no pasa de comunión espiritual, un mero recuerdo, ha ido después pausadamente prevaleciendo en las iglesias reformadas. [148] Pero el descarrío de un misterio se compensaba colmadamente con la doctrina asombrosísima del pecado original, la fe, la gracia, redención y predestinación, exprimidas de las epístolas de san Pablo. Los padres y los eclesiásticos habían positivamente ido labrando aquellas cuestiones sutilísimas; pero el redondeo sumo y el uso ya popular de todo se deben atribuir a los primeros reformadores que las encarecieron como prendas esenciales e imprescindibles para la salvación. Hasta aquí el peso de la creencia sobrenatural propende contra los protestantes, y muchos cristianos cabales antes se avendrán a que una pequeña oblea es Dios que a conceptuar a Dios como un tirano cruel y antojadizo.
Sólidos son sin embargo y trascendentales los servicios de Lutero y sus competidores, y el filósofo tiene que confesarse muy deudor a tan denodados [149] entusiastas. Por su diligencia, el grandioso alcázar de la superstición, desde el desenfreno de las indulgencias hasta la intercesión de la Virgen, yace por fin en el suelo. Millaradas de la profesión monástica en ambos sexos quedan desencarcelados y solícitos en los afanes de la vida social. Una gradería de santos y de ángeles, deidades subalternas o a medias, despojadas de su potestad temporal, quedaron reducidas al goce de su bienaventuranza celeste; apeáronse de las iglesias sus imágenes y reliquias, y la credulidad popular fue careciendo del pábulo de tantísima repetición de visiones y milagros. Se sustituyó el remedo pomposo del paganismo con un culto castizo y acendrado, de plegarias dignas del hombre y dignísimas de la Divinidad. Mas nos queda ahora que indagar si cabe en la devoción popular sencillez tan sublime, y si el vulgo conculcado de objetos visibles no se disparará con entusiasmo, o bien desmayará tibia y lánguidamente. Quebrose el freno de la autoridad para amainar los arrebatos desbocados de todo creyente en habla y obra, desde el señor basta el esclavo; quedó el papa, con los padres y los concilios, apeado del juzgado supremo e infalible en el orbe, habituando a cada cual para no reconocer más ley que la Escritura ni más intérprete que su propia conciencia. Este ensanche, sin embargo, fue el resultado mas no el intento de los reformadores, y en toda alteración los innovadores vuelan a heredar a sus destronados tiranos. Impusieron luego con todo ahínco sus creencias y confesiones, y autorizaron al magistrado para castigar de muerte a todo hereje. El encono religioso o personal de Calvino ajustició a Servet el delito [150] de su propia rebeldía, [151] y las llamas de Smithfield, donde vino luego a fenecer su mismo encendedor, se fraguaron por el afán de Cranmer contra los anabaptistas. [152] No cabe mansedumbre en el tigre, mas sí el irle cercenando uñas y dientes. El pontífice romano era poseedor de un reino espiritual y temporal, y los catedráticos protestantes no eran más que súbditos muy plebeyos, sin jurisdicción ni renta. La antigüedad de la Iglesia católica tenía consagrados los decretos pontificios, pero los diputados fueron pregonando sus argumentos por el pueblo, como árbitro, quien aceptó su apelación desaladamente con afanado entusiasmo. Desde Lutero y Calvino una reforma recóndita se ha ido fraguando en el regazo de las Iglesias reformadas, y los alumnos de Erasmo [153] entablaron desde luego un sistema anchuroso y comedido. Se ha vitoreado la libertad de conciencia como un logro común y un derecho inalienable, [154] y los gobiernos libres de Holanda [155] y de Inglaterra [156] fueron introduciendo prácticamente el tolerantismo, ensanchando más y más las estrecheces de la ley, con la cordura y humanidad de los tiempos. El entendimiento ha ido con el ejercicio deslindando sus ámbitos, y las palabras y las sombras que tal cual entretenían las niñeces, no encarnan en las veras de la razón ya varonil. Los libros de tales controversias yacen ahora entre colgaduras de telarañas, y los individuos de la Iglesia protestante se desentienden allá de todo movimiento en sus doctrinas y creencias, y el clero moderno se aviene a firmar entre suspiros y sonrisas los artículos de fe y las formalidades de rúbrica. Entretanto, los amantes del cristianismo se estremecen con el disparo desbocado de tanta duda escudriñadora, cumpliéndose las predicciones de los católicos y desmenuzada ya la tela misteriosa en manos de armenios, arrianos y socinianos, cuyo número no se ciñe al de sus varias congregaciones. Conmuévense con efecto las columnas de la revelación, por aquellos sujetos que siguen conservando el nombre sin la realidad de su religión, que se empapan en los desahogos, sin atenerse a la templanza de la filosofía. [157]