LVIII
ORIGEN Y NÚMERO DE LA PRIMERA CRUZADA - ÍNDOLE DE LOS PRÍNCIPES LATINOS - SU MARCHA A CONSTANTINOPLA - POLÍTICA DEL EMPERADOR GRIEGO ALEXIO - CONQUISTA DE NIZA, ANTIOQUÍA Y JERUSALÉN POR LOS FRANCOS - RESCATE DEL SANTO SEPULCRO - GODOFREDO DE BULLÓN, PRIMER REY DE JERUSALÉN - INSTITUCIONES DEL REINO FRANCÉS O LATINO
A los veinte años de la conquista de Jerusalén por los turcos, visitó el Santo Sepulcro un ermitaño llamado Pedro, natural de Amiens, en la provincia de Picardía. [456] Sus propias tropelías y la opresión del nombre cristiano extremaron su encono y su compasión, y juntando sus lágrimas con las del patriarca le pregunta con ahínco si se halla ya desahuciado por parte del emperador griego. El patriarca le va relatando los achaques y la postración de los sucesores de Constantino. «Las naciones belicosas de Europa —exclama el ermitaño—, han de acudir a mi voz escuadronadas», y la Europa toda obedece al llamamiento del ermitaño. Atónito el patriarca, lo despide con cartas lamentables e incitativas, y no bien desembarca en Bari, marcha Pedro arrebatadamente a besar el pie al pontífice romano. Menguado de estatura y de traza, con sus ojos agudísimos y su afluencia vehemente, arrollaba desde luego a su auditorio. [457] Era de familia hidalga (pues tenemos ya que ir usando lenguaje moderno) y militó con los vecinos condes de Bolonia, los héroes de la primera cruzada; pero dejó temprano el mundo y la espada, y siendo cierto que su esposa, aunque noble, era añeja y fea, no se le haría tan cuesta arriba el orillar su lecho por el de un convento, y luego por el de una ermita. En tan montaraz soledad inflamose sobre su cuerpo descarnado su fantasía, creyó cuanto anhelaba, y todo lo estuvo ya viendo en sueños y en revelaciones. Fanático rematado, se mostró el peregrino a su regreso de Jerusalén, y como estaba descollando en él desvarío reinante, el papa Urbano II lo recibió con ínfulas de profeta, encareció su intento esclarecido, prometió sostenerlo en un concilio general y lo estimuló para ir pregonando el rescate de la Tierra Santa. En alas de aprobación tan plausible, atraviesa el ansioso misionero las provincias de Italia y Francia con aceptación y diligencia. Parco en el alimento, fervoroso y largo en la plegaria, va repartiendo con una mano cuantas limosnas recibe con la otra; descalzo y con la cabeza descubierta, abriga su cuerpecillo con tosquísima ropa; enarbola un crucifijo corpulento, y hasta el jumentillo que cabalga queda, para el concepto general, santificado con ir sirviendo al varón sobrehumano. Está predicando al gentío arremolinado por iglesias, calles y carreteras, frecuentando con igual llaneza alcázares y chozas, y arrebatando con su llamamiento al pueblo, y todos venían a verlo a la penitencia y a las armas. Al retratar los padecimientos de los solariegos y peregrinos en Palestina, va traspasando los corazones compasivos, e inflamando los pechos guerreros para acudir al socorro de sus hermanos y al rescate de su Salvador; ignora la retórica estudiada, pero la suple de sobras con ayes, lágrimas y exclamaciones; orilla los raciocinios, y apela con su clamoreo al mismo Jesucristo, a su Madre, a los santos y a los ángeles y arcángeles, con quienes suele conversar por los ámbitos del paraíso. El orador encumbrado de Atenas envidiaría el embeleso de su elocuencia, pues aquel entusiasta cerril va traspasando los ímpetus que está sintiendo, y la cristiandad entera se muestra colgada del dictamen y el decreto del sumo pontífice.
El numen grandioso de Gregorio VII tiene ya ideado el intento de armar la Europa contra el Asia; en sus cartas está todavía ardiendo aquel afán ambicioso, y hasta cincuenta mil católicos se alistan, por ambas vertientes de los Alpes, en las banderas de san Pedro, [458] y el sucesor suyo pone de manifiesto aquel ánimo de acaudillar la hueste contra los impíos secuaces de Mahoma. Pero el timbre o el baldón de encabezar, no personalmente, tan sagrada empresa, quedaba reservada para Urbano II, [459] su fidelísimo alumno. Emprende la conquista del Oriente, mientras la porción mayor de Roma para en manos de Gulberto de Ravena, que lidia con Urbano por el nombre y los honores del pontificado. Se empeña en hermanar las potencias del Occidente cabalmente cuando los príncipes se hallan desviados de la Iglesia y los pueblos de sus príncipes, por las excomuniones que tanto él como sus antecesores tienen, fulminadas contra el emperador y el rey de Francia. Está sobrellevando éste sufridamente las censuras que se había acarreado con su adúltero desposorio y vida escandalosa. Aferrábase Henrique IV de Alemania en su derecho de investiduras y en la prerrogativa de revalidar sus mitrados con la entrega del báculo y del anillo. Pero habían las armas de los normandos y de la condesa Matilde estrellado la prepotencia del emperador en Italia; y se acababa de emponzoñar tan dilatada contienda con la rebeldía de su hijo Conrado y la afrenta de su esposa, [460] que en los concilios de Constancia y de Plasencia había confesado paladinamente las varias prostituciones a que la había arrebatado un marido ajenísimo del pundonor de entrambos. [461] Era su popular el empeño de Urbano y tan poderoso su influjo, que el concilio convocado por él en Plasencia [462] se componía de doscientos obispos de Italia, Francia, Borgoña, Suabia y Bavaria. Cuatro mil clérigos y hasta treinta mil seglares acudieron al importantísimo congreso, y como tantísima muchedumbre no cabía en la catedral grandiosa, celebráronse las sesiones por siete días en el ejido anchuroso de la ciudad. Recibiéronse los embajadores del emperador Alexio Comneno y fueron relatando el conflicto de su soberano, y la contingencia suma de Constantinopla, deslindada ya únicamente de los turcos, enemigos jurados del nombre cristiano. Encarándose rendidamente con los príncipes latinos, estuvieron engriendo su altanería, y al arrimo de su propio interés y de la religión, les instaron encarecidamente que rechazasen a los bárbaros allá por los confines de Asia, antes que vinieran a internarse por el corazón de Europa. Al tristísimo pormenor del peligro y desamparo de sus hermanos orientales, la asamblea toda prorrumpe en lágrimas, y los campeones más denodados se manifiestan prontísimos a emprender la marcha, despidiendo a los embajadores con la seguridad terminante de acudir ejecutiva y poderosamente en su auxilio. Alcanzaba a Constantinopla el plan grandioso y lejano de libertar a Jerusalén; pero la cordura de Urbano emplazó la postrera decisión para un segundo concilio, proponiendo alguna ciudad de Francia en otoño del mismo año. En aquel plazo se había de inflamar y cundir más y más el entusiasmo, estribando su mayor esperanza en aquella nación aguerrida [463] engreída aún con la preeminencia de su nombre, y ansiosa de igualarse con el mismo Carlomagno, [464] que según la novela popular de Turpin [465] había conquistado ya la Tierra Santa. Algún impulso encubierto estimularía vanidosamente a Urbano para aquella elección, siendo francés y monje de Cluny, y el primero de su país que se había entronizado en el solio de san Pedro. Esclareció como papa su alcurnia y su comarca; y quizás no cabe complacencia entrañable que la de ir allá repasando, después de hallarse en colocación encumbrada, los pasajes y afanes de la mocedad.
No puede menos de extrañarse el arrojo del pontífice en alzar, dentro de Francia, su tribunal para asestar sus anatemas contra el mismo rey; pero cesa todo pasmo en haciéndose cargo de lo que era un rey de Francia en el siglo XI. [466] Felipe I era tataranieto de Hugo Capeto, fundador de aquel linaje, que en el menguante de la posteridad de Carlomagno añadió el dictado regio a sus estados patrimoniales de París y de Orleáns. En medio de aquella estrechez, disfrutaba autoridad y opulencia; mas para lo restante de Francia, Hugo y sus primeros descendientes no pasaban de señores feudales de los sesenta duques o condes con potestad hereditaria e independiente, [467] que se desentendían de toda cortapisa de leyes y juntas legales, y cuyos desacatos a su soberano quedaban desagraviados con la desobediencia de sus propios vasallos. En Clermont, territorio del conde de Auvergne, [468] podía el papa arrostrar sin peligro el encono de Felipe, y el concilio reunido en aquella ciudad corría parejo en número y señorío con el de Plasencia. [469] Además de su coste y el cuerpo de sus cardenales, sosteníanlo trece arzobispos y doscientos veinticinco obispos; regulábase el número de abades mitrados en cuatrocientos, y bendecían al padre de la Iglesia los santos, iluminándolo los sabios del siglo. Acompañaban al concilio escuadrones de guerreros y señores de otros reinos, prohombres todos de potestad y nombradía, [470] en expectativa intensa de los acuerdos, y fue tan sumo el afán de la concurrencia, que estando ya colmada la ciudad, hubo que albergarse en chozas y barracones por el campo raso. En las sesiones de ocho días se decretaron cánones provechosos para la reforma de costumbres; se providenció severísimamente contra las guerras particulares; se revalidó la tregua de Dios, [471] esto es, suspensión de hostilidades por cuatro días en cada semana; tomó la Iglesia bajo su salvaguardia a las mujeres y los niños, y se extendió el resguardo a labradores y mercaderes, víctimas indefensas de la rapiña militar. Mas no alcanza la ley, por más sagradamente sancionada que aparezca, a escudar de improviso al desvalido, trasformando las propensiones del siglo, y luego el conato benévolo de Urbano desmerece en gran manera, puesto que trataba de apaciguar pendencias peculiares, con ánimo de encender las llamas de la guerra desde el Atlántico hasta el Éufrates. Sonó y resonó el grandioso intento por las naciones desde el concilio de Plasencia; pues el clero a su regreso fue predicando por sus respectivas diócesis el merecimiento y gloria del rescate de la Tierra Santa. Trepa luego el papa a un altísimo tablado en el mercado de Clermont, y su persuasiva no pudo menos de encarnar en los pechos ya propensos y enardecidos del auditorio. Obvias son sus premisas, vehementes sus ímpetus y su aplauso estrepitoso. El clamoreo de miles y miles interrumpe al orador, y en su habla cerril, pero en una sola voz prorrumpen: «Dios lo quiere, Dios lo dispone». [472] «Es, en verdad, disposición del Señor —replica el papa—, y esta palabra memorable, ciertamente inspirada por el Espíritu Santo, ha de ser siempre el alarido de la batalla, para enardecer la devoción y el denuedo de los campeones de Jesucristo. Su cruz es el símbolo de vuestra salvación; llevadla, cruz encarnada, cruz sangrienta, como señal exterior en vuestros hombros o pechos, como prenda de vuestro compromiso sagrado e irrevocable». Acéptase gozosamente la propuesta; infinitos clérigos y seglares estampan en su ropa la señal de la cruz, [473] y se empeñan en que el papa los acaudille. El sucesor, harto cuerdo, de Gregorio, se desentiende allá de tamaño realce, alegando el cisma de la Iglesia y las incumbencias de su pastoral desempeño, y encargando a los fieles, que por su sexo, edad, profesión o dolencia se hallen imposibilitados, ayuden con sus plegarias y limosnas a la ejecución de sus robustos hermanos. Traspasa el nombre y facultades de legado suyo a Adomaro, obispo de Puig, el primero que recibió la cruz de sus manos. Encabeza a todos los caudillos temporales Raimundo, conde de Tolosa, cuyos embajadores disculparon su ausencia en el concilio, comprometiendo desde luego el honor de su dueño. Confesados y absueltos los campeones de la cruz, oyen el encargo excusado de que amonesten a sus paisanos y amigos, aplazándoles la partida para la Tierra Santa a la festividad de la Asunción, el 15 de agosto del año siguiente. [474]
Es de suyo el hombre tan violento, que al menor agravio o desliz se conceptúa con derecho para hostilizar principalmente al extraño o advenedizo; pero hay ahora que desentrañar el nombre y el jaez de una guerra sagrada; pues no debemos suponer arrebatadamente que los siervos de un Príncipe de Paz desenvainasen sus espadas asoladoras sin mediar motivos terminantes de contienda legítima y precisión imprescindible. La índole de nuestras gestiones se cifra en la enseñanza práctica, pero antes de obrar debe la conciencia justipreciar el acierto y la oportunidad de toda empresa. Allá los cruzados, tanto en levante como en poniente, iban empapados en su pundonoroso intento, alegando argumentos enmarañados con citas cavilosas de la Escritura y hojarasca de retórica; pero aferrábanse siempre en su derecho nativo e irrefragable a la posesión de la Tierra Santa, abominando de la impiedad de sus enemigos paganos o musulmanes. [475]
I. El derecho de la defensa justa abarca desde luego a nuestros aliados civiles y espirituales, cifrándose en la existencia de algún peligro, el cual se ha de graduar por la malignidad y el poderío de nuestros enemigos. Achácase a los musulmanes el tema perniciosísimo del exterminio de todas las demás religiones a los filos de su espada; pero este cargo de tamaña idiotez y fanatismo queda rechazado con el texto del Alcorán, con la historia de las conquistas mahometanas y con su tolerancia pública y legal del culto cristiano. Es sin embargo innegable que están acosando a las iglesias orientales con su yugo de hierro; que en paz y en guerra están siempre decantando su derecho divino e incontrastable para el imperio universal, y que su creencia más acendrada sigue amagando de muerte a toda religión y libertad. El malogro de uno y otro estuvo en el disparador con las armas victoriosas de los turcos en el siglo XI, pues vinieron avasallando en treinta años los reinos de Asia, hasta Jerusalén y el Helesponto y conmoviendo con trémulo vaivén el exánime Imperio griego. Además de su afecto decoroso a unos hermanos, asistía a los latinos derecho e interés para sostener a Constantinopla, como valladar importantísimo, para el Occidente, y el fuero de la defensa natural no podía menos de alcanzar hasta precaver o rechazar el embate siempre inminente. Mas cabía acudir a tan saludable intento con un auxilio moderado, y la racionalidad despejada tiene que tildar aquel gentío innumerable y aquellas operaciones lejanas que asolaban el Asia despoblando la Europa.
II. Nada abultaba la Palestina para el resguardo de los latinos, y tan sólo el fanatismo podía empeñarse en abonar la conquista de provincia tan remota y reducida. Afirmaban los cristianos que su Salvador Divino había sellado con su propia sangre aquel derecho antiguo e incontrastable a la tierra de promisión; y así por fuero y por virtud acudían a rescatar su herencia de manos injustísimas, que estaban profanando el Santo Sepulcro e infestando la peregrinación de los fieles. En vano se alegaría que la preeminencia de Jerusalén y la santidad de Palestina quedaron abolidas con la ley de Moisés; que ni el Dios de los cristianos es divinidad local, ni el recobro de Belén o el Calvario, su cuna o su túmulo, compensarían sus contravenciones a los preceptos morales del Evangelio. Tales argumentos resbalan por el broquel de plomo de la superstición, y el pecho devoto jamás viene a desprenderse de su asidero en el árbol sagrado del misterio y de los milagros.
III. Pero cuantas guerras sagradas se han sostenido por todos los climas del globo, desde el Egipto hasta la Livonia, desde el Perú al Indostán, requieren siempre el arrimo de algún dogma mucho más general y aplicable. Se ha supuesto anteriormente y se afirmó a veces que una diferencia en la religión es fundamento suficiente para hostilizarse, que todo incrédulo empedernido puede matarse o sojuzgarse por los campeones de la cruz, y que la gracia, o bien la misericordia, son los únicos manantiales del verdadero señorío. Más de cuatro siglos antes de la primera cruzada, las provincias así orientales como occidentales del Imperio Romano habían venido a incorporarse, del propio modo y casi al mismo tiempo, allá por los bárbaros de Alemania o de Arabia. El tiempo y los tratados habían ido legitimando las conquistas de los francos cristianos; mas para sus vecinos o súbditos los príncipes musulmanes eran siempre unos tiranos y usurpadores, a quienes, habiendo proporción de armas y rebeldía, se les podía legítimamente arrojar de sus posesiones indebidas. [476]
Al paso que las costumbres de los cristianos se iban relajando, se subía también de punto la tirantez de la disciplina, [477] penitenciándose redobladamente los pecados para ver de atajarlos. En la Iglesia primitiva una confesión voluntaria y sin rebozo abría el rumbo para el logro de la absolución. En la Edad Media, obispos y clérigos iban como sonsacando al reo, y precisándolo a dar cuenta de pensamientos, palabras y obras, y le encajonaban el camino para reconciliarse con Dios. Pero tan suma potestad solía parar en extremos de condescendencia o tiranía, y así hubo que pautar un régimen para los jueces espirituales. Los griegos fueron los inventores de aquel sistema legislativo, y la Iglesia latina tradujo o remedó sus penitenciales, [478] de modo que ya en tiempo de Carlomagno el clero de todas las diócesis estaba pertrechado con su código, reservándolo cuerdamente del conocimiento del vulgo. En aquel deslinde tan vidrioso de culpas y castigos, quedaban supuestos ya todos los casos, y desmenuzadas por ápices sus diferencias con la práctica y perspicacia de los monjes; y se expresan allí pecados que la inocencia jamás hubiera llegado a soñar, con otros que la racionalidad no pudiera creer; y los deslices más frecuentes de trato carnal, adulterio, perjurio, sacrilegio, y aun delitos de robo y matanza, se penitenciaban, según las circunstancias, desde por cuarenta días hasta por siete años. En aquel plazo de penalidad venía como a sanar el doliente, quedando el reo absuelto con su tarea arreglada de ayunos y plegarias: su porte desaliñado por aquella temporada estaba rebosando desconsuelo y arrepentimiento, absteniéndose rendidamente de todo quehacer y recreo de la vida social. Mas como la suma tirantez de leyes tan rigurosas viniera a despoblar el palacio, el campamento y la ciudad, los bárbaros de Occidente creían y temblaban, mas solía rebelarse la naturaleza contra aquellas estrecheces, y acudía entonces en balde el magistrado a robustecer la jurisdicción del clérigo. No cabía en verdad el cumplimiento por ápices de tanta penitencia; el delito de adulterio menudeaba más y más por cada día; el de homicidio podía acarrear el exterminio de todo un pueblo: todo desliz se iba sumando, y en aquella temporada de liviandad y anarquía, un mediano pecador podía cargar con la deuda de tres siglos. Se conmutaba o dispensaba aquella insolvencia: justipreciábase un año de penitencia en veintiséis sueldos [479] de plata, esto es: unos veinte duros, para los ricos, y tres sueldos, o unos cuarenta reales, para el menesteroso. Apropiábase al punto aquellas limosnas la Iglesia, y eran un manantial perenne de opulencia y predominio. Una deuda de tres siglos, o siete u ocho mil duros, era capaz de empobrecer al más pudiente; escaseando el metálico se acudía a las fincas, y las donaciones regias de Pepino y Carlomagno se dedican expresamente al remedio de su alma. Máxima es de la ley civil el pagar con el cuerpo las deudas de todo insolvente, por lo cual prohijaron los monjes la práctica de los azotes, bonito en verdad, aunque amargo, equivalente. Allá por una aritmética ideal, se compra un año de penitencia en tres mil azotazos, [480] y tan suma era la maestría y tan encallecido el aguante de un ermitaño famoso, santo Domingo el coracero, [481] que en seis días cumplía con un siglo entero, en una tarea de trescientos mil azotes. Siguieron su ejemplo varios penitentes de ambos sexos, y cundiendo el giro de tales sacrificios por sustituto, podía un azotado brioso pagar a costa de sus espaldas los pecados de su bienhechor; [482] y en el siglo XI fueron ya corrientes aquellas compensaciones del bolsillo y las carnes, hasta que asomó por fin otro descargo más decoroso. Los antecesores de Urbano II habían pregonado el merecimiento del servicio militar contra los sarracenos de África o de España; y así el referido papa proclamó indulgencia plenaria para cuantos se alistasen bajo la bandera de la cruz, con absolución de todos sus pecados y descargo colmado de cuantos se pudieran deber por penitencias canónicas. [483] En estos tiempos afilosofadamente yertos, no se alcanza lo infinito que encarnó aquella propuesta y concesión en los ánimos pecadores y fanáticos. Al llamamiento del gran pastor, el salteador, incendiario u homicida, vuelan a millares a redimir sus almas, redoblando contra los infieles las idénticas gestiones que han estado practicando contra sus hermanos católicos, y los reos de todo nombre y jerarquía se avienen desaladamente a los términos de aquel desquite. Todos son pecadores, a todos abarca la culpa y la pena, y los menos reducibles a la justicia de Dios y de la Iglesia son cabalmente los más acreedores al galardón temporal y sempiterno de su denuedo religioso. Si fracasan, acude ansioso el clero latino a realzar su túmulo con la corona del martirio; [484] y si prosperan, pueden contar a sus anchuras con la remuneración grandiosa de su debida bienaventuranza. Ofrecen su sangre por el Hijo de Dios, que rindió tan preciosa vida por su salvación; ostentan su cruz y van ya caminando por el rumbo del Señor. Corren a cargo de su providencia, la cual tal vez con su poderío patente y milagroso allanará los tropiezos de tan sagrada empresa, pues la nube y columna de Jehovah había marchado ante los israelitas a la tierra de promisión. ¿No debían los cristianos más fundadamente esperanzar que los ríos se abriesen para su tránsito; que las murallas de las ciudades más fuertes se desplomasen al eco de sus clarines, y que el sol, en medio de su carrera, se parase proporcionando el debido tiempo para el exterminio de los infieles?
En cuanto a los adalides y la soldadesca que se encaminaban al Santo Sepulcro, afirmo desde luego que su móvil era el entusiasmo, creídos todos en su merecimiento, esperanzados con el galardón y seguros del auxilio sobrehumano; pero me hago cargo de que para muchos no era la causa única, y para algunos ni aun la principal, de su determinación. Ni el ejercicio ni el abuso de la religión alcanzan a contrastar el torrente de las costumbres nacionales; siendo, por el contrario, muy capaces de dispararlo irresistiblemente. Papas y concilios se descerrajaban en balde contra las guerras particulares, torneos sangrientos, amoríos deshonestos y retos judiciales. Tarea más obvia es el engolfarse en contiendas metafísicas con los griegos, el emparedar en los claustros las víctimas de la anarquía o el despotismo, el santificar el aguante de esclavos y de cobardes, o arrebozarse con la humanidad y el cariño de los cristianos modernos. Desvivíanse francos y latinos por guerras y afanes, y ahora por vía de penitencia les encargaban que halagasen sus propensiones, visitasen tierras lejanas y blandiesen sus aceros contra las naciones del Oriente. Su victoria y aun su empresa iban desde luego a inmortalizar los nombres de los héroes denodados de la Cruz, y aun la religiosidad más acendrada no podía desentenderse de aquella perspectiva esplendorosa de nombradía militar. En las lides adocenadas de Europa estaban derramando la sangre de sus amigos o compatricios, por el logro tal vez de un castillejo o de una aldehuela; al paso que marcharían ufanísimos contra naciones remotas y enemigas, meros holocaustos de sus armas; ya su fantasía estaba empuñando los cetros de oro del Asia, y la conquista de la Pulla y la Sicilia por los normandos podía desde luego entronizar las esperanzas del más ínfimo aventurero. Allá la cristiandad, en su tosquísima cuna, ningún cotejo admitía con el clima y el cultivo de los países musulmanes, y los peregrinos con sus relaciones, y el comercio con sus medianos artefactos, habían abultado en gran manera los dones naturales o artificiales de aquellas regiones. El vulgo hidalgo o plebeyo estaba empapado en portentos de campos riquísimos, de raudales de miel y leche, de minas y tesoros, de miles de diamantes, de alcázares de mármol y jaspe, y de alamedas olorosas de incienso y cinamomo. En aquel paraíso terrenal todo guerrero cifraba en su propia espada un establecimiento grandioso y honorífico, delineado únicamente por el ámbito de sus anhelos. [485] Los vasallos y la soldadesca fiaban sus logros de Dios y de sus dueños: podían los despojos de un emir turco enriquecer al ínfimo sirviente del campamento, y el aroma de los vinos y la hermosura de las griegas [486] eran tentaciones más eficaces y adecuadas a la naturaleza que a la profesión de los campeones de la Cruz. Incitaba poderosamente el afán de independencia a la muchedumbre acosada con la tiranía feudal y eclesiástica. Bajo aquella señal sacrosanta, campesinos y ciudadanos, sujetos a la servidumbre del terrón, se desentendían más o menos de un señor altanero, trasladándose con sus familias a un terreno de libertad. El monje se libertaba del instituto de su convento; el deudor se desahogaba de tanto redoble de usuras y del apremio de sus acreedores, y los forajidos y presidarios podían seguir retando las leyes y burlando el castigo de sus maldades. [487]
Muchos y poderosos eran tales móviles, y tras el cómputo individual de su empuje a solas en cada pecho, hay ahora que añadir el agolpamiento infinito y la potestad recargadora del ejemplo y de la moda. Los primeros alistados pararon luego en los misioneros más ardientes y ejecutivos de la Cruz; andaban predicando entre amigos y compatricios la obligación, el mérito y los galardones del voto sagrado, y aun los oyentes más reacios se iban tras la oleada o el remolino de la persuasiva o de la autoridad. Estimulaban a la mocedad con reconvenciones o indirectas de cobardía; ancianos y dolientes, mujeres y niños se afanaban tras la coyuntura de visitar el sepulcro de Jesucristo con una hueste, llevándose allá de su anhelo y prescindiendo de su flaqueza; y aun los que por la tarde escarnecían el desvarío de sus paisanos descollaban a la madrugada entre los incitadores de la empresa; pues la ignorancia, abultadora de logros y esperanzas, era también la encubridora de los peligros. No quedaban ya huellas de peregrinación desde la conquista de los turcos, careciendo hasta los caudillos de noticias individuales acerca de las distancias de los parajes y del estado de los enemigos; y tan extremada era la necedad del populacho, que al descubrir allá algún castillo o población desconocida, luego iba a preguntar si aquélla era la ansiada Jerusalén, término y objeto de su viaje. Pero los cruzados más advertidos que no daban por cierta la lluvia de codornices o de maná desde el cielo, se esmeraron en pertrecharse con aquellos metales, que dondequiera vienen a representar todo género de haberes. Para acudir según su respectiva jerarquía a los desembolsos del viaje, enajenaba el príncipe sus provincias, el hidalgo sus haciendas o castillos, y el campesino sus ganados o aperos de labranza. Desmerecieron las fincas con el afán y el número de los vendedores al paso que se encarecían los caballos y las armas con extremada exorbitancia por los infinitos compradores que apetecían uno y otro a competencia. [488] Los quedados en casa, con dinero y cordura, se acaudalaban con aquel destemple epidémico, baratísimas granjeaban los soberanos las haciendas de sus vasallos, y los compradores eclesiásticos redondeaban el importe de las fincas con promesas de plegarias. Había santones que se estampaban en la piel con puntas de alfileres, hierro enalbado y líquidos permanentes la cruz que otros solían coserse de paño o seda en la ropa, y hubo taimado monje que enseñándola esculpida en su pecho, se acarreó suma veneración y gran prebenda luego en Palestina. [489]
El 15 de agosto era el plazo del concilio de Clermont para la partida; mas hubo que anticiparlo por el sinnúmero de plebeyos fatuos y hambrientos que, como voy a referir brevemente, para luego explayarme en el pormenor de la empresa grandiosa y acertada de los caudillos, causaron y padecieron amarguísimos quebrantos. Agolpáronse desde el asomo de la primavera a rebaños por el confín de Francia y la Lorena más de sesenta mil del populacho de ambos sexos, en derredor del primer misionero de la cruzada, estrechándolo alborotada y vocingleramente a que los acaudillara para el Santo Sepulcro. El ermitaño, con ínfulas de general, ajeno de toda autoridad y desempeño, andaba ya enfrenando, ya enardeciendo el ímpetu de suyo disparado de sus allegados, por las márgenes del Rin y del Danubio. Su muchedumbre y escaseces los precisaron a dividirse; su lugarteniente, Gualtero el Descamisado, soldado tan valiente como menesteroso, era el adalid que encabezaba la vanguardia de peregrinos, entre los cuales había como unos ocho jinetes para quince mil infantes. Seguía muy de cerca el ejemplo y huellas de Pedro, allá otro fanático, el monje Godescaldo, cuyas pláticas le arrollaron consigo hasta quince o veinte mil campesinos de las aldeas de Alemania. Cerraba la retaguardia una grey de doscientos mil mentecatos cerriles de la ínfima hez del populacho, que iban empapando su devoción en desenfreno irracional de robos, deshonestidades y embriagueces. Algunos condes y caballeros, capitaneando tres mil caballos, seguían los movimientos de la muchedumbre para terciar en el despejo, pero en suma sus caudillos efectivos (¿cabe el dar crédito a tamaño desvarío?) eran un ganso y una cabra que marchaban al frente, a los cuales aquellos dignísimos cristianos suponían embebidos en el espíritu divino. [490] Guerreaban acá y acullá tantísimas gavillas de entusiastas muy a su salvo contra los judíos, matadores del Hijo de Dios. Crecidas y riquísimas eran a la sazón sus colonias por las ciudades traficantes del Rin y del Mosela, gozando bajo el resguardo del emperador y de los obispos del ejercicio libre de su religión. [491] A millares fenecieron aquellos desventurados con saqueos y matanzas [492] en Verdún, Tréveris, Metz, Espira y Horms, no habiendo padecido fracaso tan sangriento desde la persecución de Adriano. La entereza de algunos obispos salvó algunos restos, que se avinieron a ir aparentando conversión; pero los judíos más pertinaces contrarrestaban el fanatismo ajeno con el suyo, atrancaban sus casas, y luego, derrumbándose con sus familias y riquezas a los ríos o a hogueras, frustraban la maldad, o por lo menos la codicia, de tan implacables enemigos.
Desde el confín del Austria hasta el solio de la monarquía bizantina, tenían los cruzados que atravesar un intermedio de doscientas leguas, a saber, los países incultos y montaraces de Hungría [493] y Bulgaria. Fértil de suyo es el suelo y zanjado con ríos; mas estaba por entonces pantanoso y emboscado a larguísimas leguas, y tan sólo despejado a trechos por el escaso cultivo. Asomaba allí algún rudimento de cristianismo, obedeciendo los húngaros a sus príncipes nativos, y los búlgaros a un lugarteniente del emperador griego, pero a la provocación más leve se ensañaban feroz y mortalmente, y harto provocadores se mostraban los desmandados peregrinos. No podía menos de ser tosco y atrasadísimo todo género de labranza entre gentes cuyas poblaciones eran de cañas y ramaje, y que al estío quedaban desiertas, albergándose sus vecindarios en tiendas de cazadores y ganaderos. Pídenles broncamente abastos, que entregados a viva fuerza quedan instantánea y vorazmente consumidos, y los cruzados a la primera reyerta se desenfrenan con airada venganza. Pero con ellos, por su ignorancia del terreno y de los pasos, toda asechanza salía certera. El prefecto griego de Bulgaria estaba mandando fuerzas arregladas; el rey húngaro con el octavo o el décimo de sus valientes súbditos acudiendo a sus arcos, montan luego a caballo, se valen de ardides, y su desagravio con los devotos salteadores viene a ser implacable y sangrientísimo. [494] Como un tercio de aquellos fugitivos en carnes con el ermitaño Pedro se salvan por las serranías de Tracia, y el emperador, acatando la peregrinación y el auxilio de los latinos, los trae por jornadas seguras y cansadas a Constantinopla, y les encarga que esperen allí a sus hermanos. Al pronto se hacen cargo de sus yerros y sus quebrantos; mas no bien se rehacen con aquel agasajo, que se encona de nuevo su ponzoña y se desmandan con su bienhechor allanando jardines, palacios e iglesias en sus continuos salteamientos. Alexio, para su salvamento, logra trasponerlos a las playas asiáticas del Bósforo; pero a impulsos de su ceguedad desamparan los puntos donde los aposentaron, y allá se abalanzan disparadamente sobre los turcos atravesados sobre el camino de Jerusalén. Regresa el ermitaño avergonzado y a solas a Constantinopla, y su lugarteniente Gualtero el Descamisado, acreedor a otro mando más decoroso, se empeña sin fruto en plantear algún asomo de cordura y arreglo en aquella manada de irracionales. Se andan desviando en busca de rapiña, y el sultán con sus arterías los apresa facilísimamente. Cunde la voz de que sus compañeros de vanguardia se están regalando con los despojos de la capital, y así Solimán consigue atraer el cuerpo principal a las llanuras de Niza: allí una nube de flechazos turcos los anonada, y una pirámide de osamenta [495] está luego enterando a sus compañeros del sitio de su derrota. Habían ya fenecido hasta trescientos mil de los primeros cruzados, antes que ni una sola ciudad quedase rescatada de manos de los infieles, y antes que sus hermanos más circunspectos y esclarecidos estuviesen aparatados para tamaña empresa. [496]
Ninguno de los principales soberanos de Europa había empeñado su propia persona en la primera cruzada. Ajenísimo se hallaba el emperador Enrique IV de avenirse a la intimación del papa; vivía Felipe I de Francia empapado en sus deleites; Guillermo Rufo de Inglaterra se afanaba todo en su nueva conquista; los reyes de España estaban más y más engolfados en sus propias guerras contra la morisma, y los monarcas septentrionales de Escocia, Dinamarca, [497] Suecia y Polonia se desentendían a la razón de los arranques e intereses de Mediodía. Más enardecidos en su religiosidad se mostraban los príncipes de segundo orden, que no dejaban de abultar y trascender en el sistema feudal. Pautaremos con su situación, bajo cuatro encabezamientos naturalísimos, la reseña de sus nombres e índoles, y desde ahora, para evitar cansadas repeticiones, advertiremos que la valentía y el ejercicio de las armas eran el atributo general de aquellos aventureros cristianos.
I. Descuella ante todos en paz y en guerra Godofredo de Bullón, y venturosos mil veces fueran los cruzados si en él cifraran su mando único y absoluto: héroe cabal y dignísimo representante de Carlomagno, de quien descendía por la línea materna. Era su padre de la alcurnia esclarecida de los condes de Bolonia: el Brabante, provincia inferior de la Lorena, [498] era la herencia de su madre, y por dignación del emperador lo revistieron con aquel dictado ducal, trasladado indebidamente a su señorío de Bullón en las Ardenas. [499] Era el alférez mayor del Imperio con Enrique IV, y atravesó de un lanzazo al rebelde reyezuelo Rodolfo: fue Godofredo el primero que trepó a las murallas de Roma, y su dolencia, su voto y tal vez el remordimiento de haber hecho armas contra el papa revalidaron su resolución muy temprana de visitar el Santo Sepulcro, no ya de mero peregrino, sino con ínfulas de libertador. Sazonado y comedido vino a ser su denuedo; su ciega religiosidad era por lo menos entrañable, y en el tráfago de un campamento siguió practicando las virtudes efectivas o aéreas de un convento. Sobreponiéndose a los sencillos personales de los adalides, concentraba allá todo su encono contra los enemigos de Jesucristo; y aunque se granjeó todo un reino con su ahínco, sus competidores reconocían el afán castizo y desinteresado de su pecho. [500] Acompañaban al sumo héroe del Taso sus dos hermanos, Curtacio el mayor, que lo sucedió en el condado de Bolonia, y el menor Balduino, de índole y bizarría más dudosa. Ambas orillas del Rin tributaban loores al duque de Lorena, quien por su nacimiento y su educación estaba siempre alternando entre el idioma francés y el alemán: los barones de Francia, Lorena y Alemania juntaron sus vasallos, y la hueste confederada que iba marchando bajo las banderas de la cruz estaba compuesta por ochenta mil infantes y diez mil caballos.
II. En el parlamento celebrado en París y en presencia del rey a los dos meses del concilio de Clermont, sobresalía Hugo, duque de Vermandois, entre cuantos príncipes habían tomado la cruz. Apellidose grande, no tanto por sus prendas y posesiones (aunque harto apreciables unas y otras), como por su regio nacimiento al hermano del rey de Francia. [501] Fue Roberto, duque de Normandía, primogénito de Guillermo el Conquistador, mas al fallecimiento del padre, su hermano activísimo Rufo le arrebató por su flojedad, la corona de Inglaterra. Liviandad e insubsistencia desdoraban los timbres de Roberto; siempre festivo y siempre encenagado en deleites, empobreció el erario y al pueblo con sus profusiones, y luego fomentador de maldades por su ciega condescendencia, sus amenos realces como particular redundaban en realidades fundamentales como soberano. Empeñó la Normandía para la temporada de su ausencia por la suma escasilla de diez mil marcos al usurpador inglés; [502] pero su compromiso y desempeño en la Guerra Santa le reformó hasta cierto punto las costumbres, y lo reencumbró a su debido predicamento. Otro Roberto, conde de Flandes, provincia regia que dio en aquel siglo hasta tres reinas a los tronos de Francia, Inglaterra y Dinamarca, se apellidó luego la espada y lanza de los cristianos; pero solía con su ímpetu soldadesco trascordar la jerarquía de caudillo. Era Esteban, conde de Chartres, Blois y Troyes, de suyo opulentísimo; hubo quien contó sus castillos por los días cabales de un año. Mostraba ínfulas de literato, y solía presidir el consejo de los caudillos por sus luces y su elocuencia. [503] Eran estos cuatro los sumos adalides ya de los franceses y normandos, ya de los peregrinos de las Islas Británicas; pero la reseña de barones, dueños de tres o cuatro pueblos, sobrepujaría, dice un escritor contemporáneo, al cómputo de la guerra troyana. [504]
III. En el sur de Francia, el mando fue asumido por Ademaro, obispo de Puig, legado del papa, y por Raimundo, conde de san Giles y de Tolosa, quien se realzó con los dictados más sonoros de duque de Narbona y marqués de Provenza. Era el primero gran prelado, de igual desempeño para negocios de este y del otro mundo. El segundo era allá un veterano guerreador contra los sarracenos en España, que consagró sus años, ya en decadencia, no sólo al rescate sino al servicio perpetuo del Santo Sepulcro. Lograba sumo predominio en el campamento cristiano por su experiencia, socorriendo, cuando lo tenía a bien, sus frecuentes escaseces. Loáronlo los infieles, mas no vinculó el cariño de asociados ni súbditos, pues empañaba sus esclarecidas prendas con su temple siempre altanero, envidioso y pertinaz, y por más que abocase su pingüe patrimonio a la causa del Señor, adolecía su religiosidad, para el concepto público, de ambición y de avaricia. [505] Ímpetu mercantil y no guerrero era el dominante entre sus provinciales, [506] abarcando con este apellido los naturales de Auvergne y Languedoc, [507] vasallos del reino de Borgoña y de Arles. Sacó también de la raya contigua de España un tercio de aventureros curtidos, y al ir pasando por Lombardía se le agolpaban a rebaños los italianos, componiendo el todo una fuerza de cien mil infantes y caballos. Fue el primero en alistarse y el postrero en irse Raimundo, mas tuvo que aparatarse grandiosamente, mediando además la promesa de su permanencia perpetua.
IV. Sonaba ya Bohemundo, hijo de Roberto Guiscardo, por sus dos victorias contra el emperador griego; mas el testamento de su padre lo dejó ceñido al principado de Tarento y al recuerdo de sus trofeos orientales; baste que lo conmovió el estruendo y tránsito de los peregrinos franceses. Cífranse en la persona de aquel caudillo normando política serena y ambiciosa con ciertos asomos de fanatismo devoto, y luego su conducta puede abonar el concepto de que allá reservadamente encaminaba los intentos del papa, aparentando seguirlos con afán y asombro, pues ya en el sitio de Amalfi estuvo inflamando con su ejemplo y persuasiva los ímpetus de una hueste confederada, y ahora fue desgarrando vestidos propios para suministrar cruces a tantísimos candidatos como se agolpaban para visitar Constantinopla y Asia, capitaneando diez mil jinetes y veinte mil infantes. Acompañaban al general veterano varios príncipes normandos, siendo su primo Tancredo [508] partícipe y no sirviente en la guerra. En el conjunto cabal de Tancredo estamos presenciando el dechado sumo de todo un caballero, [509] el temple acendrado de perfección caballeresca, que infundía los arranques grandiosos de un gran varón, muy superiores a la filosofía rastrera y religión desvariada de aquellos tiempos.
Entre el siglo de Carlomagno y el de las cruzadas había sobrevenido una revolución entre españoles, normandos y franceses, que fue luego cundiendo por toda Europa. Se arrinconó el servicio de infantería en la clase plebeya, cifrándose en la caballería la pujanza de los ejércitos y el dictado honorífico de militar, vinculado en los hidalgos que servían a caballo [510] e iban investidos del carácter de caballeros. Duques y condes usurpadores de la soberanía fueron dividiendo las provincias entre sus leales barones: éstos repartían entre sus vasallos los feudos o beneficios de sus jurisdicciones; los pares o consocios y su principal componían el orden ecuestre, que desconocían por entes de la misma especie a los campesinos y ciudadanos. Emparentaban únicamente con sus acendrados iguales; y únicamente sus hijos con sus cuatro cuarteles o ramas de antepasados, sin asomo de tacha o lunar, podían aspirar legalmente al timbre de caballeros; sin quitar por esto que tal cual plebeyo se acaudalase y ennobleciese por los filos de su espada; y encabezase luego una nueva alcurnia. Un solo caballero estaba ya facultado para conceder ante sí el realce que estaba gozando, y los soberanos belicosos de Europa cifraban blasón más encumbrado en esta condecoración personal que en el esplendor de sus diademas. Rastréase en Tácito y en los bosques de Germania aquel ceremonial, [511] sencillísimo y profano en su arranque, pues revestían al candidato, tras ciertas pruebas, con espuelas y espada, dándole un golpecillo en el rostro o en el hombro, simbolizando el postrer sonrojo que le competía aguantar legalmente. Mas en todo acto público y particular se solía entrometer la superstición; pues en las guerras santas consagraba la profesión de las armas, asemejando la orden de caballería a las eclesiásticas en punto a fueros y regalías. El baño y el vestido blanco del novicio era un remedo indecoroso de la regeneración por el bautismo; bendecían los ministros de la religión su espada ofrecida en el altar; precedían a su solemnísimo ingreso ayunos y velaciones, y se lo constituía caballero en nombre de Dios, de san Jorge y del arcángel san Miguel. Juraba desempeñar las incumbencias de su nueva profesión, y luego el ejemplo, la educación y el concepto público eran los celadores inviolables de su juramento. Como campeón de Dios y de las damas (me sonrojo de hermanar nombres tan discordes) se comprometía a decir siempre verdad; a volver por el derecho; a amparar al desvalido; a proceder cortésmente, prenda más escasa entre los antiguos; a guerrear contra infieles; a desentenderse de los halagos del regalo y la seguridad, y a desagraviarse a todo trance del menor lunar que amagase a su pundonor. Empapado con sus ínfulas caballerescas, el valentón idiota se desentendía de toda industria y afán en las artes pacíficas; vinculaba en sí mismo el juzgado de sus propios agravios; orillando engreídamente las leyes de la sociedad civil y de la disciplina militar. Mas redundaba aquella institución en desbaste de barbarismo y en arranques de afecto, justicia y humanidad, como es ya muy notorio y dignamente celebrado. Se despuntaron las espinas de mil vulgaridades, y la semejanza de armas y de religión vino a hermanar y enardecer con impulsos de emulación caballerosa la cristiandad entera. Ora allá en peregrinaciones arriesgadas, ora en ejercicios caseros y marciales, solían asociarse los guerreros de varias naciones, y el tino acendrado no puede menos de anteponer un torneo godo a los juegos olímpicos de la antigüedad clásica. [512] En vez de aquellos objetos desnudos y estragadores de los griegos, y ahuyentadores de las damas; la condecoración grandiosa de los palenques coronada con la presencia de beldades recatadas y principales, de cuyas manos se desprendían los galardones y guirnaldas, estimulaba hasta lo sumo el valor y la maestría. La destreza y pujanza en la lucha o riña corporal son ajenísimos del mérito efectivo de un soldado; mas los torneos cuales se inventaron en Francia y cundieron por levante y poniente estaban retratando al vivo el afán de una refriega. Las peleas a solas, escaramuzas y guerrillas, y luego la defensa de un tránsito, de un castillo, se ejecutaban con las veras de la realidad, y la lid en guerra positiva o aparente se zanjaba con el manejo preponderante de caballo y lanza. Ésta era el arma genial y peculiarísima del caballero; su caballo era corpulento y castizo, pero traíalo por lo más un palafrén para el momento del trance, cabalgando por lo más el amo un jaquillo mediano y sosegado. Por demás fuera el pararse a describir celada, grebas y rodela; pero sí expresaré que no era por el tiempo de las cruzadas tan congojosa la armadura como en los siglos posteriores, pues en vez de la maciza coraza defendían el pecho con un peto o cotas de malla. En llegando a enristrar la lanza los guerreros, se disparaban enfurecida y encontradamente, y la caballería ligera de turcos o árabes por maravilla alcanzaba a contrarrestar el ímpetu arrebatado de su embate. Seguía a cada caballero su escudero fiel, mancebo de igual nacimiento y de anhelos pintiparados, cercábanlo sus flecheros o mozos de armas, y solían conceptuarse hasta cinco o seis soldados para redondear una lanza. En expediciones a los demás reinos o a la Tierra Santa, caducaban los pactos de la obligación feudal; el servicio ya voluntario de caballeros y secuaces, o venía a depender de afecto denodado, o se compraba con caudal y promesas; y así la fuerza de cada escuadrón se cifraba en el poderío, haberes y nombradía del adalid respectivo. Se deslindaban con sus banderas su cola historiada y su voz de guerra, y las familias más antiguas de Europa tienen que acudir a tales hazañas para desentrañar el origen y las pruebas de sus blasones. En este compendio arrebatado de la caballería, he tenido que anticiparme al pormenor de las cruzadas, causas a un tiempo y efectos de aquella institución memorable. [513]
Tal era la tropa y tales los caudillos que se engrieron con la cruz para el rescate del Santo Sepulcro. Al quedar con cierto desahogo por la ausencia de la plebe desmandada, se fueron enardeciendo con mensajes y avistamientos para cumplir su voto y acelerar su partida. Estaban esposas y hermanas ansiando terciar en el peligro y el merecimiento de la peregrinación. Redujeron sus tesoros portátiles a barras de oro o plata, y los príncipes y barones llevaban consigo sus jaurías y sus halcones amaestrados para recrearse y surtir sus mesas. Escaso y arduo se hacía el abasto para tantísimo gentío, acémilas y caballos, y así fue preciso ir tomando varios rumbos, según el dictamen o situación de cada cuerpo, para luego incorporarse todos a los asomos de Constantinopla, y entablar enseguida sus operaciones contra los turcos. Godofredo de Bullón, desde el Mosa y el Mosela, siguió el camino recto de Alemania, Hungría y Bulgaria, y mientras fue único en el mando, cada huella era un rasgo de cordura y acierto. Detiénele, por tres semanas, al asomar a Hungría, un pueblo cristiano, enemiguísimo del nombre, o por lo menos las demasías, de la cruz. Llagados se muestran todavía los húngaros con las tropelías de los primeros peregrinos, y se habían luego propasado en su desaforado desagravio, y con razón están ahora temiendo un escarmiento ejemplar de un héroe compatricio y engolfado en el mismo empeño. Mas el duque pundonoroso, hecho cargo de todo el pormenor, se conduele de tanto exceso y descalabro de sus hermanos, y por medio de doce diputados, mensajeros todos de paz, les niega en su nombre un tránsito expedito y mercado equitativo. Para aventar toda zozobra, aventura Godofredo su propia persona, y luego la de su hermano a la buena fe de Carlomán, rey de Hungría, quien lo agasaja sencilla pero amistosamente; contratan y se juramentan sobre los Evangelios de entrambos, y pregonando pena de muerte queda enfrenada y comedida la soldadesca latina. Desde Austria hasta Belgrado atraviesan las llanuras de Hungría, sin el menor desmán por una ni otra parte, cautelándose siempre adecuadamente Carlomagno con su grandiosa caballería por los costados de la hueste. Llegan a la orilla del Save, y apenas lo atraviesan devuelve el húngaro los rehenes y se despide, exhalando anhelos por el acierto colmado de la empresa. Pasa Godofredo con el mismo tino y arreglo por las selvas de Bulgaria y los confines de Tracia, congratulándose desde luego de asomar ya al primer término de su peregrinación sin desenvainar la espada contra un solo cristiano. Raimundo, tras un viaje obvio y placentero por la Lombardía, desde Turín hasta Aquileya, marchó con sus provinciales cuarenta días por el territorio montaraz de Dalmacia [514] y Eslavonia. El tiempo siempre nubloso, la serranía más y más inculta, los naturales fugitivos o contrarios sin freno de religión ni de gobierno, ajenísimos de suministrar abastos ni guías, matando a los descamisados, y acosando día y noche con tantísimo apuro al conde, logra por fin éste algún desahogo con el escarmiento de algunos salteadores apresados, más bien que por el avistamiento y tratado que ajusta con el príncipe de Escodra. [515] Los campesinos y la soldadesca griega hostigan y no detienen la marcha desde Durazzo hasta Constantinopla, y las mismas guerrillas se aparatan contra los demás adalides que van atravesando el Adriático desde la costa de Italia. Armas y bajeles tiene el próvido disciplinista Bohemundo, cuyo nombre suena todavía por las provincias del Epiro y de Tesalia. Su maestría militar y el ímpetu de Tancredo arrollan todos los tropiezos, y si el caudillo normando aparenta contemplar a los griegos, regala a su tropa con el saqueo cumplido de un castillo hereje. [516] La nobleza francesa marchó siempre desaforada e indiscretamente con el arrebato y liviandad que se le achacó en todos los tiempos. La carrera de Hugo el Grande, ambos Robertos y Esteban de Chartres por comarcas amenas desde los Alpes hasta la Pulla, entre católicos ufanísimos, fue siempre triunfadora; y besado el pie al pontífice, entregan el estandarte de san Pedro al hermano del rey de Francia. [517] Mas en aquella visita de religiosidad y recreo, trascuerdan la creación favorable, y los medios y arbitrios para embarcarse; pasaron el invierno y se dispersaron holgada y excesivamente por los pueblos de Italia; separados hicieron su camino sin reparar en seguridad o dignidad, y a los nueve meses de la Ascensión, plazo señalado por Urbano, todos los príncipes latinos habían acudido a Constantinopla. Mas asoma allí cautivo el conde de Vermandois, pues dispersando una tormenta sus bajeles de vanguardia, los generales de Alexio lo apresan contra toda ley y miramiento. Pero veinticuatro caballeros con armaduras de oro anuncian la llegada de Hugo, quien manda al emperador que acate al general de los cristianos latinos, el hermano del rey de los reyes. [518]
He leído en alguna conseja oriental que un pastor se perdió con el logro de sus anhelos; ansiaba mucha agua, rebosó el Ganges sobre su terreno y le arrebató choza y ganado. Tal fue la suerte, o por lo menos la zozobra del emperador griego Alexio Comneno, cuyo nombre asomó ya en nuestra historia, y cuya conducta discuerda mucho leída en su hija Ana [519] y los escritores latinos. [520] Habían sus embajadores pedido en el consejo de Plasencia un auxilio regular, tal vez como de diez mil soldados; mas quedó atónito con la llegada de tanto caudillo poderoso y tantas naciones fanáticas. En el vaivén de su temor y su esperanza, de su apocamiento y su valentía, acude a política taimada que conceptúa cordura, mas no cabe creer, ni alcanzo a deslindar que conspirase malvadamente contra la vida y honra de los héroes franceses. La muchedumbre revuelta del ermitaño Pedro era una piara ajenísima de toda virtud y de toda racionalidad; ni cabía en Alexio el precaver o lamentar su exterminio. Sin ser tan despreciables, no se hacían menos sospechosas las tropas de Godofredo para el emperador griego. Podían ser sus móviles íntegros y religiosísimos, mas sobresaltábanlo igualmente su conocimiento del ambicioso Bohemundo y su ignorancia de los caudillos trasalpinos; era el denuedo francés de suyo ciego y disparado; podíanlos arrebatar el lujo y las preciosidades griegas, engreídos más y más con la presencia y el concepto de su pujanza incontrastable, y cabía el trascordar a Jerusalén al estar mirando a Constantinopla. Tras marcha dilatada y trabajosísima en escaseces, acampa la hueste de Godofredo en las llanuras de Tracia: oyen airados todos que su hermano el conde de Vermandois yace encarcelado por los griegos, y el duque se violenta en franquearles algún desagravio en demasías y rapiñas. Allánase Alexio y se apaciguan con su promesa de abastecer los reales; y negándose a transitar el Bósforo durante la invernada, los acuartelan por jardines y palacios en la misma playa. Encónanse entrañablemente ambas naciones, menospreciándose al par mutuamente, ya por esclavos ya por bárbaros. Brotadora de sospechas es la ignorancia, y reyertas diarias enardecen sin término los recelos; ciega es de suyo la preocupación y sorda el hambre, y culpan a Alexio de intento malvado de asaltar o desabastecer a los latinos, en paraje azaroso y acorralado por el agua. [521] Resuenan los clarines de Godofredo, destroza aquella red, se tiende por la llanura y se aboca sobre los arrabales; mas están las puertas de Constantinopla a buen recaudo; cuajan flecheros las almenas, y tras un avance infructuoso ambas partes se avinieron a las voces de paz y religión. Agolpa el emperador ya dones, ya promesas, y va por fin amansando la ceñuda arrogancia de los advenedizos, y como guerrero cristiano reenciende su afán por la sagrada empresa. Asoma la primavera y recaban de Godofredo que plante sus reales en un paraje amenísimo del Asia; y no bien atraviesa el Bósforo cuando las naves griegas regresan repentinamente a la playa opuesta. Igual doblez usan con los demás caudillos, siguiendo todos el ejemplo de su principal y destroncándose con la ausencia de los compañeros más descollantes. Alexio, con su maestría y eficacia, logra precaver el encuentro de dos huestes confederadas junto a Constantinopla, sin dejar ya por la Pascua de Pentecostés un solo peregrino a la parte de Europa.
Las idénticas armas arrolladoras de Europa pueden ya rechazar los turcos de las playas cercanas del Bósforo y el Helesponto. Las provincias pingües de Niza y de Antioquía son patrimonio nuevo del emperador romano, abarcando con sus pretensiones añejas e incesantes los reinos de Siria y Egipto. Enajenado Alexio se regala ya, o por lo menos aparenta esperanzar que sus nuevos aliados van a derribar los tronos del Oriente; pero vuelto en sí se desengaña, y retrae de exponer su regia persona a voluble albedrío de unos bárbaros desconocidos y voluntariosos. Su cordura o su engreimiento se pagan de requerir a los príncipes franceses un juramento de homenaje y fidelidad, y su promesa solemne de reponerle o conservar sus conquistas asiáticas; como vasallos rendidos y leales del Imperio Romano. Destemplose su denuedo independiente al asomo de aquella voluntaria y extranjera servidumbre; se fueron sin embargo doblegando al embate redoblado de regalos y lisonjas, y los primeros paniaguados se trocaron en abogados elocuentes y ejecutivos para reclutar compañeros de su afrenta. Amaina la altanería de Hugo Vermandois con los sumos honores de su cautiverio; y el ejemplo de todo un hermano del rey de Francia fue por extremo arrollador y contagioso. Para el concepto de Godofredo de Bullón, toda consideración humana se soterraba ante la gloria de Dios y el éxito de la cruzada. Contrarrestó inexorablemente a las instancias de Raimundo y Bohemundo, que lo estrechaban a embestir y conquistar Constantinopla. Apreciaba Alexio sus prendas, apellidándolo dignísimamente el campeón del Imperio, y realzando su homenaje con el ceremonial de hijo adoptivo. [522] Agasajan a su odiosísimo Bohemundo, a fuer de aliado antiguo y leal, y si le apuntó el emperador sus hostilidades anteriores, fue tan sólo ensalzando su denuedo y la nombradía que había logrado granjearse en los campos de Durazzo y de Loriza. Boato imperial le cupo al hijo de Guiscardo en su agasajo, y un día al pasar por una galería del palacio ve por la puerta descuidadamente franca un cúmulo de oro, plata, sedas y joyas que cuajaba la estancia hasta el techo, y prorrumpe: «¡Cuantísima conquista no merece emprenderse en pos de tamaño tesoro!». «Todo es ya vuestro», contesta al ansioso avariento el griego acompañante que estaba acechando sus miradas y pensamientos, y entonces Bohemundo, tras alguna pausa, carga por fin con el espléndido regalo. Lo lisonjean además con el brindis de un principado independiente; pero Alexio se desentiende en bosquejo de la osada petición del empleo de gran doméstico o general del Oriente. Los dos Robertos, hijo el uno del conquistador, y pariente el otro de tres reinas, [523] tributaron al par su acatamiento al solio bizantino. Suenan en particular los loores del emperador, barón dadivoso y excelente hasta lo sumo, que lo acogió desde luego en su privanza, y se comprometió a educarlo y establecerlo colmadamente como su hijo menor. Por la parte del Mediodía, el conde de san Giles de Tolosa escasamente reconocía la supremacía del rey de Francia, príncipe para él de habla y nación ajenas. Capitaneando hasta cien mil hombres, pregonó que tan sólo era soldado y sirviente de Jesucristo, y que el griego podía darse por bien pagado con un convenio de amistad y alianza. Su porfiado desvío, el valor y alcance de su rendimiento, centelleaba entre los bárbaros, dice la princesa Ana, como el sol en medio de los luceros. El emperador muestra desembarazadamente a su fiel Raimundo sus recelos contra Bohemundo el codicioso; y el estadista veterano se hace cargo de que un fementido en la amistad suele ser sincerísimo en la ojeriza. [524] El caballeroso Tancredo es el postrero en doblegarse, y luego nadie podía empañar sus timbres remedando a tan sumo prohombre. Menosprecia oro y lisonjas; las echa en su presencia con un patricio desmandado; huye al Asia en traje de soldado, y se aviene con amargos ayes al predominio de Bohemundo y a los intereses de la causa cristiana. El móvil más eficaz y patente es la imposibilidad de cruzar el piélago y cumplir su voto sin el beneplácito y las naves de Alexio; pero vivían entrañablemente esperanzados de que, en hollando el continente del Asia, sus aceros habían de borrar toda afrenta, desentendiéndose luego de un compromiso que tampoco él trataría de cumplir lealmente. El ceremonial de su homenaje halagó a un pueblo que estaba hacía mucho tiempo conceptuando el boato por equivalente del poderío. El emperador, encumbrado en su solio, enmudece inmoble; los príncipes latinos van adorando su augusta majestad, y se allanan a besar sus plantas o sus rodillas, vileza que sus propios escritores se sonrojan de confesar sin poder negarla. [525]
El interés público o privado acalla todo murmullo entre los duques y condes; pero un barón francés (suponen [526] que Roberto de París) se propasa a trepar al solio y sentarse junto al mismo Alexio. Reconviénelo cuerdamente Balduino, y entonces el osado prorrumpe en su cerril lenguaje: «¿Quién viene a ser este zafio que está ahí muy sentado, mientras una caterva de esforzados adalides lo rodean todos de pie?». No desenmudece el emperador, encubre su ira y se entera por el intérprete del contenido que ya se maliciaba en parte, por aquel idioma universal del ademán y el semblante. Antes de la despedida de los peregrinos indaga el nombre y la esfera del arrojado barón. «Soy francés —contesta Roberto—, de sangre hidalga y acendrada. Lo que puedo decir es que hay en mi vecindad una iglesia [527] adonde acuden los retadores de profesión. Mientras asoma algún enemigo están rezando a Dios y a los santos. He frecuentado mucho el paraje, y hasta ahora nadie ha chistado contra mí.» Despídelo Alexio con alguna advertencia oportuna sobre la guerra contra los turcos, y la historia se explaya gustosa sobre aquel ejemplar terminante de las costumbres de su siglo y de su país.
Emprendió, redondeó Alejandro la conquista de Asia con treinta y cinco mil macedonios y griegos, [528] cifrando su confianza en el tesón y arreglo de su falange de infantería. La pujanza sobresaliente de los cruzados estribaba en su caballería, y en su reseña por las llanuras de Bitinia resultaron entre jinetes y sirvientes en grupa, completamente armados con celadas y cotas de malla, hasta cien mil combatientes. Los quilates de tamaña soldadesca son acreedores a tan esmerada individualidad, pues la caballería europea, echando el resto, logró en el primer conato aprontar aquel cuerpo tan formidable. Parte de la infantería se empleaba en guerrillas, gastadores y flecheros; mas luego el tropel se arremolinaba en su propio desorden, y confiamos no en nuestros ojos y conocimientos sino en un capellán del conde Balduino, [529] para estimar en seiscientos mil a los peregrinos de armas tomar, además de clérigos, monjes, mujeres y niños en el campamento latino. Pásmase el lector y antes que vuelva de su asombro añadiré, con el idéntico testimonio, que si cuantos estuvieron ostentando la cruz cumplieran su voto, emigraran de Europa hacia el Asia más de seis millones. En medio de tan trabajosos documentos, me cabe el descansar algún tanto con un escritor más perspicaz y reflexivo, [530] quien tras la misma reseña de caballería tilda la credulidad del capellán de Chartres, y aun duda que en las regiones cisalpinas en la geografía de un francés alcanzasen a producir y desembocar tamañas muchedumbres. Recapacitando con yerta calma, se echa de ver que muchísimos de aquellos devotos jamás asomaron sobre Constantinopla y Niza. El influjo del entusiasmo es vario y pasajero; la reflexión o la cobardía detuvo a infinitos en casa y más a los menesterosos y endebles; habiendo rechazado también a muchos los tropiezos del camino, tanto más insuperables cuanto imprevistos para la ignorancia fanática. Blanqueaban con sus huesos las tiradas montaraces de Hungría y de Bulgaria; el sultán les acuchilló la vanguardia, computándose la pérdida del primer embate, por acero, clima o cansancio en trescientos mil individuos. Y aun los miles y miles que sobrevivían marchaban y se agolpaban más y más para adelante en la peregrinación sagrada, asombraban al par a los griegos y a ellos mismos. Desfallece el brío rebosante de su idioma para los conatos de la princesa Ana; [531] las pinceladas de langostas, hojas, flores, arenas del mar y estrellas del firmamento no retratan al vivo cuanto ha presenciado, y aquella hija de Alexio prorrumpe en que la Europa se desencajaba por los cimientos, disparándose toda sobre el Asia. Tampoco se abarcan y deslindan las huestes antiguas de Darío y Jerjes, más propenso a conceptuar que jamás líneas de uno solo ciñeran mayor gentío que el agolpado en el sitio de Niza, primera operación de los príncipes latinos. Quedan ya disipados sus móviles, sus índoles y sus armas. En cuanto a tropas, eran las más francesas; los Países Bajos, el Rin y la Pulla enviaron refuerzos poderosos: llegaron cuadrillas de aventureros de España, Lombardía e Inglaterra, [532] y acudieron algunos irracionales fanáticos y desnudos de los pantanos y serranías remotos de Irlanda y Escocia, ferocísimos en sus hogares, pero desaguerridos por fuera. A no escarnecer la superstición la cordura sacrílega de querer defraudar al más ínfimo cristiano del merecimiento de la peregrinación, aquel tropel inservible con bocas y sin manos pudiera haberse avecindado en el Imperio griego, hasta que los compañeros franqueasen y afianzasen el camino del Señor. A cortísimo número de peregrinos que transitaron el Bósforo se permitió visitar el Santo Sepulcro, pues sus complexiones septentrionales se abrasaban con los rayos, y adolecían con los vapores del sol asiático. Solían apurar indiscretamente sus abastos de agua y comida: [533] su muchedumbre agotaba los manantiales interiores; el mar estaba lejano, los griegos les eran desafectos, y los cristianos de todas las sectas huían a carrera de la rapiña voraz e inhumana de sus hermanos, pues en los extremos de su necesidad solían asar y devorar la carne de sus cautivos, ora niños, ora tal vez adultos. Para turcos y sarracenos, los idólatras de Europa aparecían más odiosos con el nombre y concepto de caribes; se cogieron espías y se les hizo presenciar el asado de cuerpos humanos girando sobre las ascuas para el banquete de Bohemundo, cuya doblez ostentó aquel objeto para que cundiese más y más su fama aterradora entre los infieles. [534]
He tenido que explayarme, y muy a mi placer retratando al vivo con los pasos de la primera cruzada, las costumbres de Europa, mas iré luego compendiando el idéntico y cansadísimo pormenor de proezas más o menos peregrinas, pero historiadas por la ignorancia. Desde sus primeros reales por la cercanía de Nicomedia van luego adelantando por divisiones, traspasan el confín ya estrecho del Imperio griego; habilitan su tránsito por serranías y entablan su guerra devota contra el sultán, sitiándole su capital misma. Corría su reino de Rum desde el Helesponto hasta la raya de Siria, atajando la peregrinación a Jerusalén; era su nombre Kilidje-Arsian, o Solimán, [535] de la alcurnia de Seljuk, e hijo del primer conquistador; y en defensa de un territorio conceptuado como propio por los turcos se granjeó los loores de sus enemigos, por quienes únicamente suena en la posteridad. Amainando ante el primer ímpetu de aquel torrente, deposita su tesoro y familia en Niza; se encastilla por las sierras con cincuenta mil caballos, de donde se descuelga por dos veces para asaltar los campamentos o cuarteles de los sitiadores cristianos, que venían a formar como un semicírculo de dos leguas. Los muros encumbrados y sólidos ceñidos con fosos profundos y torreados en trescientos sesenta puntos eran el valladar contra la cristiandad, y los musulmanes se criaban guerreros y religiosísimos. Los príncipes franceses, colocados ante la ciudad, entablan y adelantan sus embates, prescindiendo unos de otros; la emulación estimula hasta lo sumo su denuedo; mas éste se mancilla con la crueldad, y la emulación bastardea con envidias y discordias. Los latinos se valen para el sitio de Niza de los arbitrios y la maquinaria de los antiguos. Minas, arietes, tortugas, torres movibles, fuego artificial, catapultas balistas, hondas, arcos cruzados para arrojar piedras y flechas [536] y en siete semanas, con sumo afán y continua sangre, progresan los sitiadores con especialidad por la parte del conde Raimundo. Pero los turcos, dueños del lago Ascanio, [537] que se extiende por más de una legua al occidente de la ciudad, van dilatando la resistencia con la seguridad de su retirada en el último trance. Acude al intento la advertencia ingeniosa de Alexio transportando un sinnúmero de lanchas desde el mar hasta el lago, y cuajándolas de flecheros diestrísimos apresan a la sultana fugitiva. Queda cercada Niza por mar y tierra, y un emisario griego recaba del vecindario que se acoja al graciable amparo de su amo, y se salve con una rendición oportuna de la saña de los bravíos europeos. Los cruzados, al estar ya palpando la victoria, sedientos de sangre y despojos, miran absortos la bandera imperial tendida sobre la ciudadela, y Alexio se apropia con solícito desvelo de tan suma entidad. El pundonor y el interés acallan el susurro de los adalides; y tras el descanso de nueve días se encaminan hacia la Frigia guiados por un caudillo griego, de quien maliciaban correspondencia reservada con el sultán, cuya consorte y sirvientes principales se habían devuelto decorosamente y sin rescate; y aquella generosidad del emperador con unos incrédulos [538] se conceptuó de alevosía para la causa cristiana. No desmaya, antes bien se enardece, con el malogro de su capital el esforzado monarca; manifiesta a sus aliados y súbditos la invasión impensada de los bárbaros occidentales; acuden los emires turcos al llamamiento de la lealtad y de la religión, y las rancherías turcomanas van acampando bajo su estandarte, abultando los cristianos su desmandada hueste hasta doscientos o trescientos mil caballos. Está el sultán sosegadamente esperando que el enemigo deje a la espalda el mar y la frontera griega le va hostigando los costados, advierte su marcha indiscreta y revuelta en dos columnas fuera de su vista recíproca, y a poco trecho de Dorileo, en Frigia, sorprende la izquierda más endeble y casi la anonada con su caballería. [539] Calor, flechazos a nubes y refriega desordenada abruman a los cruzados, se desbaratan y dan por desahuciados, sosteniendo la desmayada pelea tan sólo el tesón personal, y sin asomo ya de formación, de Bohemundo, Tancredo y Roberto de Normandía. Rehácenlos las banderas revividoras del duque Godofredo, que vuela con el conde de Vermandois en su auxilio capitaneando sesenta mil caballos, y siguiéndolos Raimundo de Tolosa, el obispo de Puig y el ejército entero. Se escuadronan todos al golpe y emprenden nueva batalla. Se los contrarresta con igual valentía, y menospreciando al par la cobardía griega y asiática, se confiesa por ambas partes que turcos y francos son los únicos que merecen apellidarse soldados. [540] Varía y se contrapone el recio encuentro al tenor de las armas y de la enseñanza; con ímpetu recto, con evoluciones revueltas, con la enristrada lanza, con el disparado venablo, con el pesado montante y el corvo alfanje, con la armadura engorrosa y el ropaje delgado y volandero, y con el arco, tártaro y larguísimo, y la ballesta o arco cruzado, arma mortal desconocida todavía por los orientales. [541] Mientras tienen aguante los caballos, y flechas las aljabas, prepondera Solimán en el trance, y cuatro mil cristianos caen a los flechazos de los turcos; mas por la tarde amaina la agilidad a la pujanza, el número por ambas partes viene a igualarse, o es por lo menos tan crecido como cabe en el terreno, o como cualquier caudillo puede abarcarlo; pero al revolver, de un cerro asoma la postrera división de Raimundo y sus provinciales, quizás de suyo, sobre la retaguardia del enemigo exhausto, y queda por fin zanjada la dilatadísima contienda. Sobre la muchedumbre innumerable, yacen hasta tres mil jinetes paganos, se saquean los reales de Solimán, y entre tantísima preciosidad ceban especialmente la curiosidad ahincada de los latinos las armas y jaeces peregrinos, y luego los nunca vistos dromedarios y camellos. La retirada prontísima del sultán está pregonando la suma trascendencia de aquella victoria, pues con su reserva de diez mil guardias evacua el reino de Rum, yendo arrebatadamente en pos del auxilio, y estimulando el encono de sus hermanos orientales. Los cruzados, en su marcha de cerca de doscientas leguas, van atravesando el Asia Menor, por yermos y ciudades todas despobladas, sin tropezar con amigos ni enemigos. La geografía [542] logra allá rastrear la situación de Dorileo, Antioquía en Pisidia Iconio, Arquelais y Germanicia, y va cotejando sus nombres clásicos acá con los modernos de Eskisher, la ciudad antigua, Aksher, la blanca, Cogni, Crekli y Marash. Al atravesar los peregrinos el desierto, donde un sorbo de agua se trueca por plata, los acosa la sed insufrible, y al asomar algún arroyuelo se arrojan desaladamente de bruces con mayor daño para aquel desmandado gentío que la misma carencia anterior. Trepan con afán y peligro los riscos empinados y resbaladizos del monte Tauro, y muchos soldados arrojan las armas para afianzar sus pasos; de modo que, a no encabezar su vanguardia el espanto general, una escasa cuadrilla de enemigos denodados derrumbarán a su salvo la línea larguísima de los trémulos advenedizos. Dos de sus caudillos más eminentes, el duque de Lorena y el conde de Tolosa, van en literas, curando éste por milagro, según cuentan, se salva de su desahuciada dolencia, como igualmente se salva Godofredo al perseguir por las serranías de Pisidia arriesgadamente a un oso enfurecido.
Avalorando la consternación extremada, el primo de Bohemundo y el hermano de Godofredo se destacan de la hueste con sus respectivas escuadras de quinientos o setecientos jinetes. Van allá barriendo a carrera los cerros y la costa de Cilicia, desde Cogui hasta las puertas sirias; plantan por primera vez el estandarte normando sobre las almenas de Tarso y de Malmistra; pero la sinrazón altanera de Balduino provoca al fin al sufrido y gallardo italiano, y así asestaron sus estoques consagrados contra uno y otro en lid profana y particular. El pundonor es el móvil, y la nombradía el galardón de Tancredo; pero agració la suerte la empresa más interesada de su competidor. [543] Llámanlo en asistencia de un tirano griego o armenio, a quien los turcos permitieron seguir reinando en Edesa, y Balduino acude bajo el concepto de hijo y campeón suyo; mas apenas se aposenta en la ciudad, enardece al pueblo para que mate a su padre, se apodera del solio y del tesoro, va ensanchando sus conquistas por las cumbres de Armenia y las llanuras de Mesopotamia, y funda el primer principado de los francos o latinos, que subsistió por cincuenta y cuatro años allende el Éufrates. [544]
Habían fenecido estío y otoño, antes que los francos pudieran asomarse a la Siria. Se delibera en el consejo sobre la alternativa de sitiar Antioquía, o acantonar el ejército para el descanso de la invernada; el afán de peleas y del Santo Sepulcro los están aguijoneando para el avance, y tal vez era esto lo más acertado, pues la nombradía y el empuje de todo invasor van por horas amainando, al paso que retoñan sin cesar los arbitrios de la guerra defensiva. Resguardaba el cauce del Orontes la capital de Siria, y el puente de hierro con nueve arcos saca su nombre de las puertas macizas de los dos torreones construidos a cada extremo. Franqueolas al golpe el acero del duque de Normandía, pues con su victoria internó hasta trescientos mil cruzados, suma que admite las rebajas de pérdida y deserción, pero que manifiesta a las claras lo abultado de la reseña en Niza. En la descripción de Antioquía, [545] no se acierta con un medio cabal entre la magnificencia antigua bajo los sucesores de Alejandro y de Augusto, y la traza actual del turco desamparo. El Tetrapolis, o cuatro ciudades, conservando su nombre y situación, dejaría gran vacío en un recinto de cuatro leguas, y esta medida, como también el número de cuatrocientas torres, no cuadran cabalmente con las cinco puertas, tan repetidamente mencionadas en el pormenor del sitio. Mas todavía hubo de estar Antioquía floreciente con ínfulas de capital crecida y populosa. Encabezaba a los emires turcos Baghisiano, comandante de la plaza y veterano adalid. Componíase su guarnición de seis a siete mil caballos, y de quince a veinte mil infantes; dícese que fueron degollados hasta cien mil musulmanes, cuyo número era probablemente inferior al de griegos, armenios y sirios, quienes tan sólo catorce años estuvieron esclavizados por la alcurnia de Seljuk. Por los escombros de un murallón sólido y empinado, se está ahora mismo infiriendo que se encumbraba sobre el valle hasta más de sesenta pies, y por donde habían acudido menos el afán y el arte se deja suponer que el río, el pantano y los cerros la defendían con suficiencia. Habíanla tomado, no obstante la decantada fortificación, persas, árabes, griegos y turcos, pues cerca tan dilatada no podía menos de adolecer acá y acullá de quiebras o endebleces que percibiesen el avance, y en un sitio entablado a mediados de octubre tan sólo un tesón vehemente pudo abonar el arrojo de su intento. Rebosaron los campeones de la Cruz de cuanta pujanza cabe ostentar en medio de una campiña, solían vencer en los repetidos trances de salidas, forrajes, en asaltos y defensas de convoyes, y tan sólo podemos lamentarnos de que sus hazañas se suelen abultar hasta un punto ajeno a toda certidumbre y probabilidad. Rajó la espada de Godofredo a un turco [546] desde el hombro hasta la cadera, y la mitad del infiel fue a parar al suelo, mientras el caballo se llevó la otra mitad hasta la misma puerta de la plaza. Al ir girando Roberto de Normandía contra su antagonista, prorrumpe religiosamente: «Encomiendo tu cabeza a los demonios del infierno», y al punto queda rajada aquella cabeza hasta el pecho por la guadaña ejecutiva. En suma, la realidad o la hablilla de proezas tan agigantadas no podía menos de encerrar [547] a los musulmanes en su recinto, y contra aquellas murallas de tierra y piedra, inservibles eran espadas y lanzas. Sigue a pausas el afán del sitio, y careciendo los cruzados de ingenio y dinero para idear y entablar maquinaria y arbitrios para el asalto, echan menos la asistencia poderosa del inteligente y acaudalado emperador en el cerco de Niza, supliéndolo escasa y trabajosamente algún genovés o pisano que aportaba por Siria, a impulsos de su religión o su interés; pero la empresa tan arriesgada y estéril los retraía generalmente de aquellas playas, cuando por flojedad o por zozobra de los francos quedaban expeditas dos puertas al vecindario para sus abastos y refuerzos. A los siete meses, tras el malogro de la caballería y de un gentío indecible con el hambre, la deserción y el cansancio, poquísimo tienen adelantado los sitiadores, dándose ya por desahuciados, cuando el Ulises latino, el artero y ambicioso Bohemundo, acude a la astucia y el engaño. Son muchos y mal hallados los cristianos de Antioquía, y Firuz, un renegado sirio, granjeándose la privanza del emir y el mando de tres torres, cifró el mérito de su arrepentimiento en una alevosía, sin escrupulizar ni él ni los latinos en la bastardía del intento. Entáblase correspondencia reservada para su logro entre Firuz y el príncipe de Tarento, manifestando éste desde luego en el consejo de jefes que iba a poner la plaza en sus manos; pero pacta la soberanía de su conquista por galardón de tamaño servicio, y aunque al pronto se le rechaza por envidia la propuesta, luego el sumo apuro y el interés de todos la facilita. Los príncipes franceses y normandos verificaron la sorpresa nocturna, trepando personalmente por las escalas descolgadas de las almenas, y el nuevo compañero, matando a su hermano por escrupuloso, abraza y entromete a los siervos de Jesucristo. Abócase la hueste por las puertas, y los musulmanes se hacen cargo de que, si bien desahuciados de toda conmiseración, es ya inasequible la resistencia. Defiéndese la ciudadela, y los mismos vencedores se hallan luego acorralados con las fuerzas innumerables de Kerboga, príncipe de Niosul, quien con veintiocho emires turcos se adelanta al rescate de Antioquía. Están los cristianos por más de tres semanas asomados a su exterminio, dándoles el endiosado lugarteniente del califa y del sultán a escoger únicamente entre la muerte o la servidumbre. [548] En aquel trance echan el resto de su desfallecido denuedo, se disparan de la ciudad, y en aquel solo día memorable destrozan o dispersan la hueste turco-arábiga que, según allá refieren a su salvo, ascendía a seiscientos mil hombres. [549] Hay ahora que historiar los aliados sobrehumanos, pues la causa naturalísima de la victoria de Antioquía fue la desesperación a todo trance de los francos, con la sorpresa, desavenencia y tal vez los desaciertos de sus torpes y engreídos contrarios. La descripción de la batalla aparece tan revuelta como ella misma, descollando la tienda de Kerboga como grandísimo alcázar realzado con lujo asiático, y con cabida para más de dos mil personas, y resplandeciendo sus tres mil guardias, encajonados todos, jinetes y caballos, en finísimo acero.
Agolpáronse alternados trances de victoria y descalabro, de abundancia rebosante y de hambrientísimas escaseces en el sitio de Antioquía, y un calculista teórico dará por sentado que la fe sería el móvil eficaz y perpetuo de su práctica, y que los soldados de la Cruz, los libertadores del Santo Sepulcro, vivían resueltamente aparejados para estar día y noche presenciando ya su martirio; pero la experiencia está desde luego aventando ilusión tan caritativa, pues apenas asoman en la historia profana extremos más rematados de prostitución y desenfreno, cuales reinaban allá ante los muros de Antioquía. Deshojadas yacían las enramadas de Dafne, pero el ambiente sirio seguía empapado en los mismos achaques; tentaciones vehementísimas estaban extraviando a los cristianos con cuanto embeleso [550] fomenta o rechaza la naturaleza; desatendíase la autoridad de los caudillos, no alcanzando pláticas ni edictos a enfrenar aquellos escándalos, tan perniciosos para la disciplina militar, como ajenos de la pureza evangélica. Apuraron los francos en la primera temporada del sitio y posesión de Antioquía, vinieron los francos a consumir con profusión disparatada la provisión económica de largos meses; yermas las campiñas, ningún abasto rendían, y por fin las amas turcas los arrojaron de toda la comarca. En la invernada las lluvias enconaron las dolencias, compañeras inseparables de la escasez, y luego el calor del estío, el alimento nocivo y la estrechez de tantísima muchedumbre acarrearon aquellos extremos de hambre y peste que menudean y acongojan en la historia, bastando la fantasía para figurarse cada cual sus padecimientos y sus recursos. Agenciábanse con afán los ínfimos mantenimientos a suma costa de caudales o despejos, y no podía menos de ser horroroso el conflicto para los necesitados; puesto que tras de pagar tres marcos de plata por una cabra, y quince por un camello flaquísimo, [551] tuvo el conde de Flandes que mendigar una comida, y el duque Godofredo que tomar prestado un caballo. De los sesenta mil caballos de la reseña en el campamento, quedaban dos mil a fines del sitio, y apenas llegaban a doscientos los hábiles para entrar en refriega. Quebrantado el cuerpo y despavorido el ánimo, amainó aquel ardientísimo entusiasmo de los peregrinos, y el afán de la vida tenía postrados los incentivos más devotos y pundonorosos. [552] Entre los caudillos asoman tres héroes sin asomo de temor o de tacha; sostenían su religiosidad magnánima a Godofredo de Bullón, su ambición y su interés a Bohemundo, y Tancredo pregonaba por dondequiera que mientras le quedasen cuarenta jinetes no desistiría de la empresa de Palestina. Mas se malició dolencia voluntaria en el conde de Tolosa y Provenza; hubo que retraer de la costa al duque de Normandía con excusas de la Iglesia; Hugo el Grande, aunque primer adalid en la refriega, afianza con ansia la primera proporción para su regreso, y Esteban, conde de Chartres, desertó ruinmente de su propio estandarte y del consejo que estaba presidiendo. Desalentó a la soldadesca la huida de Guillermo, vizconde de Melon, apellidado el Carpintero, por sus tremendos hachazos, y los más santos se escandalizaron con el desliz de Pedro el Ermitaño, quien después de armar la Europa contra el Asia, intentó desentenderse de la obligación del ayuno. En cuanto a la muchedumbre de los guerreros rebelados, sus nombres (dice un historiador) quedan ya borrados del libro de la vida, aplicando el apodo oprobioso de volatines a cuantos se descolgaban por la noche de las murallas de Antioquía. Acudía el emperador Alexio [553] al socorro de los latinos, pero desfalleció al constarle su situación desahuciada. Enmudecían desesperados ante su infausta suerte; inservibles se hacían juramentos y castigos, y para recabar de la soldadesca que acudiese a la defensa de sus muros era tal vez forzoso incendiarles su paradero.
Aquel fanatismo que los puso en el disparador de su exterminio fue ahora su salvador victorioso, abundando en causa tan peregrina y en hueste tan acalorada visiones, profecías y milagros. Menudearon más y más en aquel conflicto con suma pujanza y éxito. Había asegurado san Ambrosio a un eclesiástico timorato que debían encabezar dos años de quebranto a la temporada del rescate y bienandanza; la presencia y reconvenciones del mismo Jesucristo solían atajar a los desertores; prometían los difuntos resucitar y pelear con sus hermanos; había alcanzado la Virgen el perdón de sus pecados, y luego revivió su confianza con una señal patente, el descubrimiento esplendoroso y oportuno de la Sagrada Lanza. Se ha celebrado por este particular, o por lo menos merece disculpa, el ardid de los caudillos; mas una trampa devota por maravilla es parto reflejo de muchos individuos, y un impostor arrojado puede contar con el arrimo de los cuerdos y la credulidad del pueblo. Había un clérigo marsellés de mañas ruines y costumbres relajadas, llamado Pedro Bartolomé. Preséntase a la puerta del consejo para relatar la aparición de san Andrés, que por tres veces se le ha repetido en sueños, con amenaza tremenda si osaba orillar los mandatos del cielo. «En Antioquía —dijo el apóstol—, en la iglesia de mi hermano san Pedro, junto al altar mayor está encubierto el bote acerado que traspasó a la punta de su lanza el costado de nuestro Redentor. Al tercer día, aquel instrumento de salvación sempiterna y ahora temporal se ha de manifestar a sus discípulos. Buscad y hallaréis; enarboladlo en la refriega, y aquella arma mística va a traspasar los pechos empedernidos de los incrédulos». Aparenta el obispo de Puig, legado del papa, oír con tibieza y desconfianza; pero el conde Balmundo se abalanza a la revelación, pues aquel súbdito leal lo había escogido, en nombre del apóstol, para guarda de la Santa Lanza. Se dispone el desengaño, y al tercer día, tras la preparación debida de plegaria y ayunos, el clérigo marsellés introduce doce testigos confidenciales, y entre ellos el conde con su capellán, atrancando las puertas de la iglesia contra el ímpetu de la muchedumbre. Ábrese la tierra en el paraje señalado, mas los cavadores que se van relevando ahondan hasta doce pies sin lograr su intento. Por la noche, cuando Raimundo ha tenido que acudir a su sitio, y los asistentes cansadísimos empiezan a susurrar, baja Bartolomé osadamente en camisa y sin zapatos al hoyo. Con la lobreguez de la noche y del paraje coloca reservadamente el bote de una lanza sarracena, y al primer eco y primer destello del acero, prorrumpe en un rapto devotísimo. Álzase la sagrada lanza de aquella hondura, envuelta en un velo de seda y oro, para exponerla a la veneración de los cruzados; aquella suspensión ansiosa se dispara entonces general y atronadamente en alaridos de gozo y esperanza, y la soldadesca desahuciada hierve ya toda en denodado entusiasmo. Prescindiendo ahora de las arterías e ímpetus de los caudillos, avaloran desde luego aquella revolución tan venturosa con cuantos arbitrios suministran la devoción y la disciplina. Envían su gente a los cuarteles, encargándole con ahínco que se fortalezca de cuerpo y alma para la cercana refriega echando el resto de la ración respectiva para hombres y caballos, y espere al rayar el alba la señal del avance y la victoria. Ábrense de par en par, la madrugada de san Pedro y san Pablo, las puertas de Antioquía. Clérigos y monjes en gran procesión entonan el salmo guerrero: «Aparézcase el Señor y quedarán dispersos sus enemigos», se escuadronan en doce divisiones por obsequio a los doce apóstoles, y la Sagrada Lanza, por ausencia de Raimundo, se confía al cargo de un capellán. Palpitan los sirvientes, y acaso los enemigos de Jesucristo, al influjo de aquella reliquia o trofeo [554] realzando su pujanza poderosísima con la novedad, el ardid o el rumor de un templo verdaderamente milagroso. Tres caballeros, con ropajes blancos y armas centellantes se descuelgan al parecer de los cerros; esfuerza su voz Ademaro, legado del papa, y los apellida san Jorge, san Teodoro y san Mauricio; en el afán de la refriega no tienen cabida ni la duda ni la averiguación, y todo se vuelve albricias por la aparición que está deslumbrando la vista o la fantasía de una hueste fanática. Suena y resuena en el trance la revelación de Bartolomé de Marsella; pero fenecido aquel auxilio temporal, el señorío personal, y las limosnas cuantiosas que redundaban en beneficio del conde de Tolosa por su resguardo de la Sagrada Lanza movieron a envidia y ejercitaron la racionalidad de sus competidores. Un erudito normando se empeñó en despejar filosóficamente el pormenor de aquella conseja en su descubrimiento y en la índole del mismo descubridor, y entonces el devoto Bohemundo atribuyó el portento de aquel rescate únicamente a los méritos e intercesión de Jesucristo; los provenzales por algún tiempo abonaron a voz en grito su paladio nacional retando a los incrédulos y sentenciándolos a muerte y a infierno, por el intento de alegar dudas y raciocinios contra un cúmulo de visiones nuevas, en confirmación de aquel descubrimiento. Iba creciendo no obstante el desengaño, y tuvo que sujetar el descubridor su vida y su veracidad al juicio de Dios. Hacínase la leña seca en medio de los reales, se enciende grandísima hoguera, sube la llama a la altura de treinta codos, dejando una sendita encallejonada de doce pulgadas solamente para el tránsito peligrosísimo. Atraviesa el desventurado clérigo marsellés el fuego con agilidad y tino, pero el ardor intensísimo le abrasa muslos y vientre y fenece al otro día, y los creyentes siguen ateniéndose a las protestas de inocencia y verdad que exhala más y más el moribundo; y luego los provenzales se empeñan en sustituir una cruz, un anillo y hasta un tabernáculo a la Sagrada Lanza, que cae luego en olvido y menosprecio. [555] Gravísimos historiadores afirman no obstante la revelación de Antioquía, y tan suma es la pujanza de toda credulidad, que los milagros más dudosos en el sitio y trance mismo del suceso se reciben luego a ciegas a larga distancia de tiempo y lugar.
El tino o la suerte de los francos vino a dilatar la invasión hasta la decadencia del Imperio turco. [556] Hermanados quedaron en paz y justicia los reinos de Asia con el gobierno varonil de los tres sultanes primeros, y las huestes innumerables que solían acaudillar personalmente igualaban en denuedo y se sobreponían en disciplina a todos los bárbaros del Occidente. Pero en el trance de la cruzada estaban allá batallando hasta cuatro hijos por la herencia de Malek Shah; sus ambiciones personales se desentendían del peligro general, y en el vaivén de sus encuentros los vasallos vivían ajenos del verdadero objeto de sus homenajes. Competidores o enemigos de Kerboga eran los veintiocho emires que iban siguiendo sus estandartes; arrebataban sus reclutas de los pueblos o tiendas de Siria o de Mesopotamia, y los turcos veteranos se empleaban o fenecían en guerras civiles allende el Tigris. Afianzó el califa de Egipto aquella coyuntura de apocamiento y desavenencia para recobrar sus posesiones, y Afdal, sultán suyo, sitiando a Tiro y a Jerusalén, arrojó a los hijos de Ortok y restableció en Palestina la autoridad civil y eclesiástica de los fatimitas. [557] Oyen o presencian atónitos las grandísimas huestes de cristianos, que van pasando de Europa hacia el Asia, complaciéndose con los sitios y batallas que destroncan el poderío de los turcos, sus contrarios en secta y monarquía. Pero aquellos mismos cristianos son enemigos del Profeta, y, derrumbadas Niza y Antioquía, el móvil de su empresa, que se iba más y más declarando, los empujaría hasta las orillas del Jordán, o tal vez del Nilo. Mediaron cortas y embajadas más o menos frecuentes o escasas, según los trances de la guerra, entre el solio del Cairo y los reales latinos; y sus contrapuestas ínfulas eran parto de su ignorancia y su entusiasmo. Pregonaban los ministros de Egipto, ya comedida o ya altaneramente, que su cohermano, el verdadero y legítimo caudillo de los fieles, había rescatado a Jerusalén del yugo turco, y que los peregrinos, dividiéndose por cuadrillas y deponiendo sus armas, visitarían a su salvo y conveniencia el sepulcro de Jesús. Dándolos por abatidos e indefensos, el califa Mortali menospreció sus armas y encarceló a sus diputados, pero con la conquista y victoria de Antioquía acudió a ir agasajando a campeones tan formidables con regalos de caballos y ropajes de seda, alhajas y bolsas de oro y plata; graduando por sumo personaje a Bohemundo, y por segundo a Godofredo. La contestación de los cruzados en su varia fortuna fue siempre con la misma igualdad y entereza; desentendíanse de escudriñar las pretensiones o goces particulares de los secuaces de Mahoma; prescindiendo de nombres o naciones, todo usurpador de Jerusalén venía a ser un enemigo, y en vez de ceñirles el sistema y los términos de su peregrinación, tan sólo rindiendo a tiempo la ciudad y provincia, su sagrado derecho pudiera merecer su alianza, o amansar sus triunfadoras y ejecutivas iras. [558]
Mas quedó suspendido aquel avance, aun presenciando ya su galardón esclarecido, hasta más de diez meses, después de la derrota de Kerboga Yerto apareció el afán denodado de la cruzada en el trance de la victoria, y en vez de seguir marchando en alas de su predominio, se dispersaron y empaparon regaladamente en las amenidades de la Siria. Dilación extrañísima causada por el quebranto de su pujanza y subordinación. Feneció la caballería con el servicio incesante y trabajosísimo de Antioquía, como también miles y miles de personas de toda clase por hambre, dolencias y deserción; abusaron de nuevo y sin tasa de su abundancia, y padecieron tercera escasez, y aquella alternativa de conflicto y desenfreno vino a engendrar una peste, que sepultó más de cincuenta mil peregrinos. Sin desempeño para el mando, ninguno quería obedecer; los enconos privados, contenidos un tanto para el riesgo general, retoñaron de nuevo con ímpetus, o por lo menos con anhelos de hostilidad; el encumbramiento de Balduino y de Bohemundo incitó la envidia de sus compañeros; los caballeros más valientes fueron acudiendo al resguardo de sus nuevos principados, y el conde Raimundo malogró desatinadamente tropas y tesoros en una expedición al interior de la Siria. La invernada fue toda de rencillas y trastornos; pero asomó algún destello de pundonor y religiosidad con la primavera, y entonces la ínfima soldadesca, ajena de celos ambiciosos, orilló a fuerza de clamores y de amagos la flojedad que tenía embargados a los caudillos. Los residuos de hueste tan poderosa se mueren por fin en el mes de mayo desde Antioquía hasta Laodicea, siendo el todo unos cuarenta mil latinos, la mitad inservible, y los restantes, mil quinientos caballos con veinte mil de infantería. Siguen desahogadamente su marcha entre el monte Líbano y la playa del mar, acudiendo holgadamente a sus urgencias desde la costa los comerciantes genoveses y pisanos, e imponiendo cuantiosas contribuciones a los emires de Trípoli, Sidón, Acre y Cesárea, quienes franquean el tránsito y ofrecen seguir el ejemplo de Jerusalén. Desde Cesárea se internan por el país, y los doctos van reconociendo la geografía sagrada de Lidda, Ramla, Emasis y Belén; y luego, al descubrir los cruzados la Ciudad Santa, olvidan sus afanes y quebrantos ansiando su galardón patente. [559]
Redundó en alguna nombradía de Jerusalén la repetición y trascendencia de sus memorables sitios. Babilonia y Roma tuvieron que echar el resto de su tesón para por fin arrollar la pertinacia del vecindario, el solar empinado que venía a excusar el esmero de la fortificación, y luego las murallas y torres que resguardaban la parte llana y accesible. [560] Habían ido a menos aquellos obstáculos en tiempo de las cruzadas, pues sus baluartes yacían totalmente destruidos o escasamente repuestos; los judíos, y así la nación como su culto, estaban padeciendo destierro perpetuo; pero varía menos la naturaleza que el hombre, y así el solar de Jerusalén, aun que un tanto más llano y desviado, era de suyo todavía fuerte contra cualquier enemigo. Duchos ya los sarracenos con un sitio reciente y tres años de posesión, acudieron a suplir las nulidades fundamentales de una plaza que ni el pundonor ni la religión podían consentir su desamparo. Ladino o Iftikhar, lugarteniente del califa, tenía a su cargo aquella defensa, y esmerose discretamente en contener al vecindario cristiano con la zozobra de su propio exterminio y el del Santo Sepulcro, y en alentar a los musulmanes afirmándoles sus galardones tanto temporales como sempiternos. Se cuenta que su guarnición ascendía a cuarenta mil turcos y árabes, y si le cupo la reseña de veinte mil habitantes, desde luego ascendía a más el ejército sitiado que el sitiador. [561] A no menguar en tanto grado las fuerzas latinas, y poder ceñir cumplidamente el recinto de cerca de una legua, [562] ¿á qué intento esencial bajarían al valle de Ben Himmon y al torrente Cedron [563] y a los derrumbaderos de levante y mediodía, de donde nada les cabía esperanzar ni temer? Asestaron principal y atinadamente las miras contra los costados del norte y poniente de la ciudad. Tremoló Godofredo de Bullón su estandarte sobre la primera loma del monte Calvario; por su izquierda y hasta la puerta de san Esteban continuaban la línea del cerco Tancredo y entrambos Robertos, y el conde Raimundo se acuarteló desde la ciudadela hasta la falda del monte Sion, que caía a la sazón fuera del recinto. Al quinto día se arrojan los cruzados a un asalto general, locamente esperanzados de allanar las murallas sin máquinas, o de trepar a su cumbre sin escalas. A su ímpetu desaforado allanan la primera valla, pero luego quedan rechazados con afrenta y matanza hasta su mismo campamento; pues con tanta repetición de visiones y profecías estaba ya embotada y exhausta la eficacia de este ardid monástico teniendo al fin que acudir al tiempo y el afán como el único medio del vencimiento. Redondeose con efecto el plazo en cuarenta días pero fue cuarentena angustiada y calamitosa. Hambrearon más y más por culpa hasta cierto grado de la glotonería de los francos, mas en aquel suelo peñascoso que carece casi absolutamente de agua agotábanse manantiales y arroyuelos en el estío; y no alcanzaban a los sitiadores el arbitrio de apagar la sed por medio de los aljibes y cisternas artificiales que abundaban en la ciudad. Los ejidos yacen todos desarbolados y rasos; por consiguiente, sin ramaje sombrío ni maderas de construcción. Halláronse sin embargo crecidísimas vigas en un sótano; un bosque junto a Siquem, la selva encantada del Taso, [564] se apeó por entero, y luego la pujanza y maestría de Tancredo fue trayendo a los reales las maderas necesarias para las máquinas que dispusieron luego unos artistas genoveses recién aportados en la bahía de Jafa. Costearon el duque de Lorena y el conde de Tolosa dos torres movibles en sus apostaderos, y empujáronlas con devoto ahínco a la parte más desatendida aunque poco accesible de la fortificación. El fuego enemigo redujo a cenizas la torre del Tolosano; mas su competidor estuvo más desvelado y venturoso, pues sus flecheros despejaron el muro de todo defensor, se apeó el puente levadizo, y un viernes a las tres de la tarde en el día y hora de la Pasión, se encumbró Godofredo victorioso en las almenas de Jerusalén. La emulación denodada sigue por dondequiera aquel ejemplo, y a los cuatrocientos y sesenta años de la conquista de Omar quedó la Ciudad Santa rescatada del yugo mahometano. En cuanto al saqueo de haberes públicos y privados se convinieron todos en respetar exclusivamente la propiedad del primer ocupante, y los despojos de la mezquita mayor, setenta lámparas y vasos de plata y oro macizo, fueron el galardón y extremaron la generosidad de Tancredo. Ofrecieron sangrientísimo sacrificio al Dios de los cristianos desaforados: habíalos enfurecido la resistencia, y así ni edad ni sexo alcanzaron a mitigar su saña implacable; estuvieron tres días matando a diestra y siniestra sin contrarresto, [565] y resultó luego con la podredumbre de los cadáveres una epidemia espantosa. Tras el degüello de setenta mil musulmanes, y la quema de los inocentes judíos en su misma sinagoga sobró todavía muchedumbre de cautivos que el interés o el cansancio dejó con vida. Descolló Tancredo con sus arranques compasivos sobre aquella manada de fieras heroicas; pero es más de alabar la blandura aunque interesada de Raimundo, en brindar con salvoconducto a la guarnición de la ciudadela. [566] Libre quedaba el Santo Sepulcro, y los vencedores sangrientos se esmeraron en cumplir y aparatar su voto; descalzos y descubiertos, con muestras de contrición, fueron trepando en ademán rendido al monte Calvario, entonando el clero sus antífonas; besaron la losa cubridora del Salvador del mundo, bañando con lágrimas de gozo y penitencia el monumento de su redención. Dos filósofos han conceptuado por diversísimo rumbo esta hermandad entre ímpetus bravíos y entrañables, dándola el uno por obvia y naturalísima [567] y el otro por disparatada e increíble. [568] Se ha supuesto tal vez infundadamente a la idéntica persona y a la misma hora, pues el ejemplo del virtuoso Godofredo movió la religiosidad de sus compañeros para asear sus cuerpos y purificar sus pechos, ni me cabe el presumir que los más furibundos en la matanza encabezasen luego muy ufanos la procesión al Santo Sepulcro.
A los ocho días de acontecimiento tan memorable, que el papa Urbano ya difunto no pudo saber, tuvieron los adalides latinos que nombrar un rey para gobernar a buen recaudo las conquistas de Palestina. Menoscabaron Hugo el Grande y Esteban de Chartres con intempestiva retirada su nombradía; pero luego se esmeraron en recobrarla, sacrificando gallardamente sus vidas en segunda cruzada. Arraigose Balduino en Edesa y Bohemundo en Antioquía; pero ambos Robertos, el duque de Normandía [569] y el conde de Flandes antepusieron sus herencias en el Occidente a una competencia mal segura y a un cetro estéril. Sus mismos secuaces tildaron los celos de Raimundo y la voz libre, unánime y justiciera del ejército pregonó a Godofredo de Bullón por el primero y el más digno de los campeones de la cristiandad. Aceptó su magnanimidad un encargo tan azaroso como esclarecido; pero en la misma ciudad donde habían coronado de espinas a su Salvador, el devotísimo peregrino desechó el nombre y las insignias de la soberanía y el gran fundador del reino de Jerusalén vino a contentarse con el dictado modestísimo de barón y defensor del Santo Sepulcro. Interrumpiose su gobierno de un solo año, [570] plazo cortísimo para la felicidad pública, por el llamamiento a campaña con la venida del visir o sultán de Egipto, quien por lo desidioso que estuvo en precaver el malogro de Jerusalén, acudía luego arrebatadamente a desagraviarlo. Selló su total descalabro en la batalla de Ascalón el establecimiento de los latinos en Siria y encumbró el denuedo de los príncipes franceses, quienes en aquel trance se despidieron ya de la Guerra Santa. Gloria debe redundarles por la suma desigualdad en el número con aquella infinidad de caballería fatimita, pero excepto unos tres mil etíopes o negros armados con látigos de hierro, huyeron los bárbaros meridionales al primer embate, ofreciendo un parangón interesante con el ardimiento de los turcos aquella afeminación poltrona de los egipcios. Colgando al fin ante el Santo Sepulcro la espada y el estandarte del sultán, el nuevo rey (harto merece este dictado) abraza en despedida a sus compañeros, sin quedarle más que el bizarro Tancredo con trescientos jinetes y dos mil infantes para la defensa de la Palestina. Un nuevo enemigo, el único contra quien Godofredo podía acobardarse, asaltó su soberanía; pues Ademaro, obispo de Puy, tan descollante en el consejo como en la refriega, había fallecido en la última epidemia en Antioquía, y los demás eclesiásticos tan sólo conservaban la altanería codiciosa de su estado, alborotando sediciosamente para que la elección de obispo antecediese a la de monarca. Usurpó el clero latino las rentas y jurisdicción del patriarca legítimo, el cargo de herejes o cismáticos abonaba la exclusión de griegos y sirios, [571] y bajo el yugo de hierro de sus rescatadores echaban menos el gobierno tolerante de los califas árabes. Daimberto, arzobispo de Pisa, que se había educado detenidamente allá entre la política recóndita de Roma, trajo una cuadrilla de compatricios al extremo de la Tierra Santa, y quedó instalado sin competencia como cabeza espiritual y temporal de la Iglesia. Empuña al punto el nuevo patriarca [572] el cetro granjeado con los afanes y la sangre de los victoriosos peregrinos, y tanto Godofredo como Bohemundo se avienen a recibir de sus manos la investidura de sus posesiones feudales. No basta aun todo esto, pues Daimberto pretende la propiedad directa de Jerusalén y de Jafa, y el héroe, en vez de un rechazo resuelto y caballeroso, entabla negociaciones con el clérigo; cediose un barrio de cada ciudad a la Iglesia, y el obispo se da por satisfecho comedidamente con la reversión eventual de lo restante, en caso de fallecer Godofredo sin sucesión, o de granjearse nuevo solio en El Cairo o Damasco.
Sin tamaño allanamiento iba el conquistador a quedar despojado de su reino reducido a Jerusalén y Jafa con una veintena de aldeas o poblaciones por la comarca. [573] En aquella misma estrechez seguían aún los musulmanes encastillados en puntos inexpugnables, y así el labrador, el traficante y el peregrino estaban más y más expuestos a hostilidades incesantes. Desahogábanse los latinos confiadamente escudados con las armas del mismo Godofredo de los dos Balduinos, y su hermano y primo, quien le sucedió en el solio, y por fin vinieron a igualar en cuanto a la extensión de señorío, mas no en los millones de súbditos, a los antiguos príncipes de Judea y de Israel. [574] Reducidas ya las ciudades marítimas de Laodicea, Trípoli, Tiro y Assalon, [575] adonde acudieron poderosamente las escuadras de Venecia, Génova, Pisa y aun de Flandes y Noruega, [576] toda aquella tirada de costa desde Escanderem hasta la raya de Egipto quedaba expedita para los peregrinos cristianos. Desentendíase el príncipe de Antioquía de aquel predominio, pero los condes de Edesa y Trípoli se confesaban aún vasallos del rey de Jerusalén; reinaban los latinos allende el Éufrates y las cuatro ciudades de Hems, Hamah, Damasco y Alepo eran los únicos residuos de las conquistas mahometanas en Siria. [577] Cundieron idioma, leyes, costumbres y dictados de la nación francesa y de la Iglesia latina por aquellas colonias marítimas; y según la jurisprudencia los Estados principales y las baronías subordinadas iban descendiendo por la línea de sucesión masculina o femenina; [578] pero los hijos de aquellos primeros conquistadores, [579] ralea revuelta y bastarda, vivían relajados con la blandura del clima, y la llegada de nuevos cruzados de Europa solía ser casual y remota. Desempeñaban el conjunto de los feudos seiscientos y sesenta y seis caballeros, [580] que contaban con el auxilio de otros doscientos bajo la bandera del conde de Trípoli, acompañando a cada caballero por su campiña cuatro escuderos o flecheros también a caballo. [581] Luego las iglesias y los vecindarios aprontaban hasta cinco mil setenta y cinco sargentos, o probablemente soldados de infantería y el total de la milicia legal del reino no excedería de once mil hombres, resguardo mezquinísimo contra los millares de sarracenos y turcos que tenían en el disparador. [582] Pero el valladar incontrastable de Jerusalén se cifraba en los caballeros del hospital de San Juan [583] y del templo de Salomón [584] con su asociación extrañísima de vida militar y monástica sugerida por el fanatismo, y luego comprobada por la política. Aspiraba la flor de toda la nobleza de Europa al distintivo de la cruz, profesando los votos de aquellas órdenes tan respetables; inmortales aparecían su denuedo y su disciplina, y la donación ejecutiva de ocho mil alquerías o cortijos [585] los habilitó para la manutención de un gran cuerpo de caballería en defensa de la Palestina. La austeridad conventual vino luego a desaparecer con los ejercicios militares; pero luego también llegó aquella soldadesca cristiana a escandalizar el orbe con su altivez, codicia y relajación; con su afán de inmunidades y jurisdicción desavinieron la Iglesia y el Estado, peligrando la paz general con su celosa competencia. Pero aun en medio de su rematada disolución, siempre los caballeros del Templo y del Hospital siguieron sosteniendo su concepto de fanáticos denodados. Con su vida desarreglada estaban siempre en el disparador ansiosos de morir en servicio de Jesucristo, y los arranques caballerosos, pasto de las cruzadas, por fin se trasladaron con su instituto a la isla de Malta. [586]
El desenfado voluntarioso que descuella en el sistema feudal sobresalía con suma pujanza en los guerreros de la Cruz, quienes encumbraban para su caudillo al más benemérito de sus iguales. En medio de aquella servidumbre asiática, tan ajena de toda enseñanza palpable, se planteó allá cierto asomo de libertad política; y las leyes del reino francés se fueron derivando del manantial más castizo de la igualdad y la justicia. La condición fundamental e imprescindible de aquellas leyes es la avenencia de los mismos que se sujetan a su cumplimiento. Encargado Godofredo de la suprema dignidad y magistratura, acudió al dictamen público y privado de los peregrinos latinos más enterados de los estatutos y costumbres de Europa, y con estos antecedentes y el consejo y aprobación del patriarca y los barones, del clero y de los seglares, compuso Godofredo el Fuero de Jerusalén, [587] monumento precioso para la jurisprudencia feudal. El nuevo código, autorizado con los sellos del rey, el patriarca y el vizconde de Jerusalén, se depositó en el Santo Sepulcro, y realzado con las mejoras del tiempo sucesivo, se le consultaba con acatamiento, cuantas veces sobrevenía, algún caso dudoso en los tribunales de Palestina. Fracasó todo con el reino y la ciudad y los fragmentos [588] de la ley escrita se estuvieron conservando en la tradición solícita [589] y en la práctica inconstante hasta a mediados del siglo XIII; la pluma de Juan de Ibelin, conde de Jafa, uno de los feudatarios, [590] restableció el código, y la revisión terminante se redondeó el año de 1369 para el uso del reino latino de Chipre. [591] Dos tribunales de diversa jerarquía eran los estribos constitucionales de la justicia y la libertad; fundolos Godofredo, presidente nato del mayor compuesto de barones, descollando el príncipe de Galilea, el señor de Sidón y de Cesárea y los condes de Jafa y de Trípoli, quienes tal vez con el condestable y el mariscal [592] venían a ser con especialidad compañeros y jueces mutuos. Pero cuantos nobles obtenían sus haciendas de la misma corona tenían que acudir a la sala del rey; ejerciendo cada barón iguales incumbencias en las juntas inferiores de sus respectivos feudos. Señor y vasallo vivían honorífica y voluntariamente relacionados acatando el uno a su bienhechor y amparando el otro a su allegado, y así estaban recíprocamente comprometidos, correspondencia que podía cesar mediando desvío o agravio. El registro de matrimonios y testamentos iba embebido en los actos de religión y vinculado con el clero, pero las causas civiles y criminales de la nobleza y la herencia y goce de sus feudos eran incumbencia de la Sala Suprema. Cada individuo era su juez y celador de los derechos públicos y particulares. Tenía que sostener con su voz y su espada los recursos legítimos del señor; pero si alguno de éstos se propasaba en atropellar el fuero y la propiedad del vasallo, acudían los vocales confederados a sostener de palabra y obra su demanda. Sentenciaban sin reboso su inocencia y su agravio, pedían la devolución de su libertad y sus haciendas; suspendían frustrándole la demanda su servicio, desencarcelaban al hermano y lo escudaban en todo, pero sin ofender la persona del dueño, que era para ellos siempre sagrada. [593] En los pleitos, alegatos y réplicas se explayaban sutilmente los letrados; pero solían orillarse argumentos y testimonios, acudiendo a las lides judiciales, y el fuero de Jerusalén admite en varios casos aquella institución bárbara, abolida ya pausadamente con las leyes y costumbres de Europa.
Corriente era a la sazón la prueba por pelea en los casos criminales que trascendían a la vida, miembro o pundonor de cualquier individuo, y en todo litigio civil que llegaba al importe de un marco de plata. Parece que en lo criminal era la pelea regalía del acusador, quien, excepto en casos de traición, desagraviaba su pundonor o la muerte de quien pudiera corresponderle; mas cabiendo testimonio tenía que presentar ejecutivamente los testigos del hecho. Entonces el recurso de la pelea se trasladaba al defensor, pues achacaba al testigo el intento de perjurarse para menoscabar su derecho; y así venía a quedar en el mismo caso del querellante en lo criminal. Entonces no se conceptuaba ya la lid como un género de prueba, ni como testimonio negativo (como lo supone Montesquieu); [594] pero siempre el derecho de ofrecerse a la pelea se fundaba en el de acudir al desagravio armado, y entonces venía a fundarse en el mismo principio que el reto particular. Las mujeres, los lisiados y los ancianos de más de sesenta años podían únicamente valerse de campeones alquilados, y la consecuencia del vencimiento era la muerte del campeón o testigo, o ya del acusado o del acusador; mas en los casos civiles el demandante quedaba afrentado y perdía el pleito, y campeón y testigo padecían muerte ignominiosa. Optaba en muchos lances el juez para otorgar o negar la pelea, pero se especifican dos casos en que era imprescindible el desafío; a saber: si un vasallo leal desmentía a su compadre por pedir injustamente alguna parte de la hacienda de su señor, o si un litigante perdidoso se arrojaba a contrarrestar el juicio y la veracidad del juzgado. Podía retar a los jueces, pero en términos arduos y expuestísimos; pues en el mismo día no podía menos de estar peleando con todos los individuos del tribunal, aun los ausentes en el auto, y con un solo vencimiento resultaba afrentado y muerto; y el desesperanzado de su victoria es de suponer que no se aventuraría a la pelea. En el Fuero de Jerusalén, la sutileza legal del conde de Jafa se esmera loablemente más en retraer de la pelea judicial que en facilitarla, lo que se deriva más bien del pundonor que de la superstición. [595]
Entre los motivos que descargaban a los plebeyos del tiránico yugo feudal, sobresale aquella institución de vecindarios y gremios, y si los de Palestina son contemporáneos de la primera cruzada, serán también los más antiguos del orbe latino. Se desentendían muchos peregrinos de sus amos bajo la bandera de la cruz, y los príncipes franceses por razón de Estado cebaban su inclinación afianzándoles los derechos y regalías de ciudadanos. Se expresa terminantemente en el Fuero de Jerusalén que tras de haber instituido para sus caballeros y barones el tribunal de los pares, presidido por él mismo, planteaba Godofredo una cámara segunda, en que su vizconde estaba representando su propia persona. Abarcaba esta jurisdicción a todos los ciudadanos del reino, componiéndose de individuos selectos y dignísimos, quienes juraban sentenciar según las leyes de los actos y haberes de sus iguales. [596] Procedían al remedo de Jerusalén en sus conquistas y establecimientos de ciudades nuevas los reyes y sus vasallos mayores, llegando a plantearse hasta más de treinta, antes de la pérdida de la Tierra Santa. Otra clase de súbditos, los sirios, o cristianos orientales, [597] se vieron atropellados por el afán del clero, mas acudió a escudarlos la tolerancia del Estado, condescendiendo Godofredo con su instancia fundadísima de ser juzgados por sus leyes nacionales. Planteose tercer juzgado para su propio uso ciñéndolo a la jurisprudencia casera; eran sus miembros jurados sirios de sangre, idioma y religión, pero el cargo de presidente (raíz en arábigo) solía ejercitarse a temporadas por el vizconde de la ciudad. A distancia descomunal de los nobles, ciudadanos y extranjeros, se allana el Fuero de Jerusalén a nombrar los villanos o siervos, los campesinos y cautivos de la guerra, que venían a conceptuarse propiamente como parte de la hacienda. El alivio y amparo de aquellos desventurados no se tuvo por acreedor a los esmeros de la legislación, pero acude eficazmente al recobro, no al castigo de los fugitivos. A manera de canes o halcones que se extraviaron al dueño legítimo, podían perderse y reclamarse, igualando al esclavo con el halcón en cuanto al valor; pero había que mancomunar tres esclavos, o doce bueyes para equivaler a un potro de guerra, señalando hasta trescientas piezas de oro, en aquel tiempo de caballería, por el precio del irracional más generoso. [598]