LVII

LOS TURCOS DE LA ALCURNIA DE SELJUK - SU REBELIÓN CONTRA MAHMUD, CONQUISTADOR DEL INDOSTÍN - TOGRUL SOJUZGA A LA PERSIA Y ESCUDA A LOS CALIFAS DERROTA Y CAUTIVERIO DEL EMPERADOR ROMANO DIÓGENES POR ALP ARSLAN - PODERÍO Y MAGNIFICENCIA DE MALEK SHAH - CONQUISTA DE ASIA MENOR Y SIRIA - ESTADO Y OPRESIÓN DE JERUSALÉN - PEREGRINACIONES AL SANTO SEPULCRO

Tiene el lector ahora que trasladarse de la isla de Sicilia hasta allende el mar Caspio, paraje solariego de los turcos o turcomanos, contra quienes principalmente se asestó la primera cruzada. Yacía desde mucho antes disuelto aquel su imperio escítico del siglo VI; pero sonaba todavía su nombre entre griegos y orientales, y los derrames de la nación, en varios pueblos poderosos e independientes, se tendían por los páramos desde la China al Oxo y al Danubio; ya la colonia de húngaros terciaba en la república europea y soldadesca de esclavos turcos se erguía entronizada por los solios de Asia. Mientras lanzas normandas estaban avasallando la Pulla y la Sicilia un enjambre de aquellos pastores septentrionales se fue explayando por los reinos de Persia; los príncipes de la alcurnia de Seljuk encumbraron un imperio pujante y esplendoroso, teniendo por ámbitos desde Samarcanda hasta el confín de Grecia y del Egipto, arraigando los turcos su señorío en Asia Menor, hasta que la media luna descolló sobre el cimborio de Santa Sofía.

Uno de los príncipes turcos más sobresalientes fue Mamod, o Mahmud [380] el Gaznevida, que estuvo reinando en las provincias meridionales de Persia a los mil años del nacimiento de Cristo. Su padre, Sebectago, era esclavo allá como tercero en su misma clase del caudillo de los fieles. Mas en esta alcurnia de servidumbre, el encabezamiento venía a ser titular, pues lo desempeñaba el soberano de la Transoxiana y Jorasán, el cual tributaba su homenaje también nominal al califa de Bagdad. La segunda graduación era la de un ministro de Estado lugarteniente de los Sumánides [381] que rompió con su rebelión los lazos de la esclavitud política. Pero la grada tercera ya descendía al estado efectivo de servidumbre doméstica en la familia de aquel rebelde, desde donde Sebectago con su denuedo y habilidad se fue encumbrando a caudillo supremo de la ciudad y provincia de Ghazna, [382] como yerno y sucesor de un dueño agradecido. Ampararon al pronto y derrumbaron luego los sirvientes la dinastía menoscabada de los Sumánides, y en la revuelta general fue siempre medrando más y más la fortuna de Mahmud. Inventose para él por primera vez el dictado de sultán, [383] y su reino se fue siempre explayando desde la Transoxiana hasta las cercanías de Ispahán, desde las playas del Caspio hasta la desembocadura del Indo. Pero el manantial caudaloso de su riqueza y nombradía se cifró en la guerra que estuvo sosteniendo contra los gentiles del Indostán. Ceñiré a menos de una página aquella historia que abultaría un gran volumen con el pormenor de sitios y batallas en doce expediciones. Cruda intemperie, risco empinado, río caudaloso, yermo esterilísimo, muchedumbre enemiga, escuadronada línea de elefantes, [384] nada contrasta, azora o desalienta al héroe musulmán. Propasa los linderos de Alejandro en sus conquistas; tras una marcha de seis meses por las breñas de Casimira y del Tíbet asoma sobre la gran ciudad de Kinoga por el alto Ganges, [385] y en combate naval sobre uno de los brazos del Indo arrolla a cuatro mil barcos del país. Delhi, Cabor y Multan tienen que franquearle sus puertas. Préndase para su asiento del reino fertílisimo de Guzarete y su codicia se empapa en el afán soñado de hallar las islas doradas y aromáticas del piélago Meridional. Los rajás le tributan impuestos, conservando sus señoríos con las vidas y haberes de sus pueblos; mas el ansioso musulmán se ensaña inexorablemente contra la religión de la India; centenares de templos o pagodas quedan arrasados y miles de ídolos destruidos, estimulando y enriqueciendo a los sirvientes del Profeta con los metales preciosos de que constaban. Erguíase allá la pagoda de Sumnate sobre el promontorio de Guzarete por las cercanías de Dire, una de las últimas posesiones restantes de los portugueses. [386] Pagábanle rentas dos mil aldeas y otros tantos bracmanes vivían consagrados al culto de la Divinidad, lavándolo por la mañana con agua del remoto Ganges, y los dependientes ascendían a trescientos músicos, trescientos barberos y quinientas lindísimas bailarinas. Ceñía el piélago tres costados del templo, y la estrecha garganta del cuarto se resguardaba con un derrumbadero, natural o artificial, y el vecindario de la ciudad y su campiña se reducían a una nación entera de fanáticos. Confesaban y penitenciaban los pecados de Kinoga y Delhi, pero si un advenedizo asomara por su recinto sagrado, quedaría instantáneamente yerto con una ráfaga de la venganza divina. Contra este reto se enardece la fe de Mahmud y ensaya personalmente la potestad de la deidad india. Los venablos musulmanes traspasan a cincuenta mil devotos, se escalan sus murallas, se profana su santuario y el vencedor asesta su maza de hierro a la cabeza del ídolo. Trémulos acuden los bracmanes con la oferta de cincuenta millones de duros, y sus consejeros más consumados le hacen cargo de aquel exterminio de una imagen de piedra que en nada mudará el interior de aquellos gentiles, y que pudiera dedicar aquel caudal para el alivio de los creyentes menesterosos. «Poderosas y concluyentes serán esas razones, mas no ha de ser Mahmud para la posteridad un traficante de ídolos.» Redobla sus mazazos, y un tesoro de perlas y rubíes oculto en el vientre de la estatua explicó hasta cierto punto la galantería devota de los bracmanes. Repartiéronse aquellos fragmentos de ídolos por Ghazna, La Meca y Medina. Vitorea Bagdad la relación edificativa, y el califa lo ensalzó como celador de la fe y de los haberes de Mahoma.

Salgamos de esta carrera de sangre, pues tal viene a ser la historia de las naciones, y explayémonos un tanto por la florida senda de la ciencia y el pundonor. Veneran todavía por el Oriente el nombre de Mahmud el Gaznevida cuyos súbditos paladearon las excelencias de la paz y la prosperidad; la religión embozaba sus vicios, y dos ejemplares obvios lo conceptuarán de magnánimo y justiciero.

I. Sentado en su diván, reparó que un súbdito desvalido se le doblegaba querellándose de la insolencia de un soldado turco que le estaba usurpando su casa y su lecho. «Alto a tanto alarido —le dice Mahmud—, avísame en asomando otra vez por allá, que voy en persona a sentenciar y castigar al atropellador». Sigue el sultán al guía cerca de la casa con su guardia, y apagando los hachones del acompañamiento sentencia al reo cogido in fraganti en robo y adulterio, y lo castiga de muerte. En seguida de la ejecución, se reencienden las luces, Mahmud se postra y reza, y levantado luego pide alguna refacción, devorándola hambrientamente. El desagraciado se muestra atónito y curioso, y el monarca con suma dignación le desentraña todo el misterio: «Tenía acá mis motivos para recelar que tan sólo alguno de mis hijos se propasase a tamaña tropelía, y apagué los hachones para que fuese mi justicia ciegamente inexorable. Mi plegaria ha sido de gracias por el descubrimiento del reo, y era tan congojosa mi zozobra que he pasado tres días en ayunas desde el punto de vuestra queja».

II. Había el sultán de Ghazna declarado guerra contra la dinastía de los Bowides, soberanos de la Persia occidental, pero lo desarmó una carta de la sultana madre y suspendió su invasión hasta la edad adulta de su hijo. [387] «Mientras vivió mi marido —decía la artera regenta—, estuve siempre muy recelosa de vuestra ambición, por ser príncipe y guerrero digno de vuestras armas. Ya no existe; su cetro paró en manos de una mujer y de un niño, y no os habéis de arrojar a embestir la niñez y la flaqueza. Desairada conquista por cierto o vergonzosa derrota sería la vuestra: y al cabo el paradero de la guerra está siempre en la diestra del Altísimo». La avaricia era la única tacha que empañaba la índole esclarecida de Mahmud, y aquel afán nunca se vio más colmadamente satisfecho. Los orientales se descompasan siempre en punto a millones de oro y plata, cuales nunca pudo abarcar el ansia del hombre, y lo mismo en cuanto al tamaño de perlas, rubíes y diamantes cuales nunca echando el resto de su poderío los crió naturaleza. [388] Pero hierve el suelo del Indostán en minerales preciosos atrayendo allá su comercio en todos los tiempos la plata y el oro del orbe, y aquel primer conquistador mahometano fue el desflorador de tantísimos despojos virginales. Sus extrañezas en el último plazo de su vida están demostrando la insubsistencia de tales logros, granjeados con sumo afán, conservados con ansioso desvelo, y por fin irremediablemente malogrados. Va un día revistando por anchurosos y redoblados aposentos sus tesoros en Ghazna; prorrumpe en lágrimas, cierra de nuevo las puertas y no dispone de preciosidad alguna en vísperas de perderlas todas. A la madrugada hace grandioso alarde y reseña de sus fuerzas militares y resultan cien mil infantes, cincuenta y cinco mil caballos y mil trescientos elefantes de batalla. [389] Llora otra vez por la insubsistencia de todo lo humano, acibarando más y más su quebranto con el auge hostil de los turcomanos, a quienes él mismo había internado en el corazón de su reino de Persia.

Despoblada Asia modernamente, tan sólo por las cercanías de las ciudades asoman muestras de gobierno y labranza, quedando los yermos distantes o intermedios al absoluto y particular albedrío de árabes, curdos y turcomanos. [390] Dos ramas considerables de estos últimos están abarcando por ambas partes el mar Caspio: su colonia occidental puede alistar cuarenta mil soldados; la oriental más desviada para los viajantes, pero más populosa y pujante, se ha ido acrecentando hasta el número de cien mil familias. Encajonados entre naciones civilizadas están conservando las costumbres de su desierto escítico: van trashumantes con sus campamentos al par de las estaciones y pastorean sus rebaños entre escombros de alcázares y templos. La ganadería es su riqueza única: sus tiendas, blancas o negras según el color de sus banderas, están forradas de fieltro y son absolutamente redondas; su ropaje de invierno es una zalea de oveja, y para el estío un capote de lana o de algodón; los rostros de los hombres son cerriles y feroces y la traza de las mujeres, por el contrario, suave y halagüeña. Con su vida trashumante se fortalecen su denuedo y su afición a las armas; pelean a caballo y campea de continuo su valentía en reyertas mutuas o con sus vecinos. Rinden cierto tributillo al dueño del territorio por su permiso para el pasto, y el mando casero corresponde a los principales o mayores. La primera emigración de los turcomanos orientales, los más antiguos de la estirpe, viene a caer al siglo X de la era cristiana. [391] Declinando los califas y flaqueando sus lugartenientes, la valla del Jaxartes quedó repetidamente allanada; y a cada embate tras la victoria o la huida de los compañeros vagaban tribus y, abrazando la fe musulmana, lograban campamento franco por las llanuras anchurosas y el clima suave de la Transoxiana y Carizmio. Los esclavos turcos aspirantes al trono fomentaban aquellas emigraciones, para reclutar sus huestes, y avasallar los súbditos y los campeadores, escudando la raya contra los naturales aún más bravíos de Turkestán y extremando Mahmud Gaznevida aquel sistema mucho más de lo acostumbrado anteriormente. Advirtiole su yerro un caudillo de la estirpe de Seljuk que vivía en el territorio de Bochara. Habíale preguntado el sultán cuánta soldadesca podría aprontarlo; «en remitiendo —contesta Ismael— una de estas flechas es nuestro campamento, hasta cincuenta mil sirvientes vuestros están en el disparador para montar a caballo». «¿Y si ese número no me basta? —insiste Mahmud—. Enviad esta segunda flecha a la ranchería de Belik y hallaréis otros cincuenta mil». «Pero —prorrumpe Gaznevida, encubriendo su congoja—, ¿si necesitase todas las fuerzas de vuestras tribus emparentadas?». «Venga mi arco —fue la postrera contestación de Ismael—, y en paseándolo al derredor acuden hasta doscientos mil jinetes a vuestro aviso». La zozobra de intimidad tan formidable movió a Mahmud para trasladar las tribus más azarosas al interior de Jorasán, donde el río Oxo los desviaba de sus hermanos, y las murallas de sus ciudades sumisas venían a tenerlos acorralados. Mas el aspecto de la comarca era más halagüeño que pavoroso y la tirantez del mando se aflojó con la ausencia y luego la muerte del sultán de Ghazna. Convirtiéronse los zagales en gavillas de salteadores, y éstas en una hueste conquistadora, sus guerrillas anduvieron acosando la Persia hasta Ispahán y el Tigris sin que los turcomanos se avergonzasen o se estremeciesen de contrarrestar con su denuedo y poderío a los soberanos más encumbrados de Asia. Mazud, hijo y sucesor de Mahmud, desatendió en demasía las advertencias de sus Omrahes más consumados. «Vuestros enemigos —le solían repetir—, eran al principio un enjambre de hormigas; ahora son viboreznos, y si en seguida no se les machaca, pasarán luego en serpentones enormes y ponzoñosos». Tras varias alternativas de hostilidades y treguas, tras rechazos o logros de sus lugartenientes marchó el sultán personalmente contra los turcomanos, quienes lo embistieron en derredor con alaridos descompasados y escaramuzas guerrilleras. «Mazud —dice el historiador persa—, [392] allá se dispara sólo a contrarrestar aquel caudal de armas centelleantes menudeando tales arrojos de fuerza agigantada y denuedo, heroico cuales nunca rey alguno alcanzó a remedarlos. Algunos amigos arrebatados por el ímpetu de sus palabras y obras, y con aquel pundonor innato que hierve en los pechos valientes, acompañan a su señor en términos que por donde quiera que blandían sus alfanjes fulminantes quedan guadañados los enemigos o huyen despavoridos a carrera. Pero al tremolar allá la misma victoria sus estandartes, la está acosando la desventura por la espalda, y al otear en derredor su hueste menos el cuerpo de su mando, abalánzase a ciegas por el rumbo de la fuga». Por fin queda el Gaznevida a lo mejor desamparado por algunos caudillos de ralea turca, y aquel trance memorable de Zendecan [393] funda en Persia la dinastía de los reyes pastores. [394]

Pasan luego victoriosos los turcomanos a elegir su rey, y si la conseja muy probable que trae un historiador latino [395] merece crédito, sortearon a su nuevo dueño. Estampan en cierto número de flechas sucesivamente ya el nombre de cada tribu, ya de cada alcurnia, y por fin de los respectivos candidatos forman un lío de donde las va sacando un niño, y el sumo juez recae en Togrul Beg, hijo de Miguel y nieto de Seljuk, cuyo apellido vino a inmortalizarse con el encumbramiento de la posteridad. El sultán Mahmud, aunque muy preciado de genealogista, extrañó sin rebozo la alcurnia de Seljuk; pero allá el padre y tronco de aquel linaje asoma como caudillo poderoso y afamado. [396] Propasose a profanar el harén del príncipe, y lo desterraron del Turkestán, pero Seljuk atraviesa con gran comitiva de amigos y vasallos el Jaxartes; acampa por las cercanías de Samarcanda, profesa la religión de Mahoma y alcanza la corona del martirio en guerra contra los infieles. Su edad de ciento veinte años sobrepasó a la vida de su hijo, y Seljuk se declaró ayo de sus dos nietos Togrul y Saafar; el primero se revistió a sus cuarenta y cinco años con el dictado de sultán en la ciudad real de Nishabur. Las prendas del venturoso candidato abonaron la ciega disposición de la suerte. Excusado es encarecer el denuedo de un turco, y la ambición de Togrul [397] corría pareja con su valentía. Sus armas fueron arrojando a los Gaznevidas de los reinos meridionales de Persia, arrinconándolos por grados hasta las orillas del Indo en busca de conquista más templada y opulenta. Anonadó por el occidente la dinastía de los Bowides, pasando el cetro de Irak de la nación persa a la turca. Cuantos príncipes vinieron a experimentar las flechas de Seljuk, doblegaron sus frentes hasta el polvo; asomose con la conquista de Aderhijan o la Media al confín romano, y el mayoral engreído envió un embajador o heraldo a Constantinopla en demanda del tributo y obediencia del emperador. [398] En el interior de sus estados era Togrul un padre para el pueblo y para su tropa; con su desempeño firme y justiciero convaleció la Persia de su achaque de anarquía, y las manos mismas empapadas todas en sangre pararon en celadores de la equidad y del sosiego público. La porción más montaraz, y quizás la más ajuiciada, de los turcomanos [399] siguió morando en las tiendas de sus antepasados, y aquellas colonias militares lograron desde el Oxo hasta el Éufrates el amparo y fomento de sus príncipes nativos. Pero los turcos ciudadanos y palaciegos se fueron afinando con los negocios y afeminando con los deleites, remedaron traje, idioma y modales de los persas, y los alcázares de Nishabur y de Rú ostentaron el señorío y boato de una monarquía grandísima. Ascendían los árabes y persas más beneméritos a los sumos timbres del Estado, y al fin la nación turca en globo abrazó entrañable y fervorosamente la religión mahometana. Los enjambres de bárbaros septentrionales que iban cuajando a Europa y Asia han venido a deshermanarse por siempre de resultas de igual conducta. Allá musulmanes y acá cristianos han ido al par orillando sus tradiciones soñadas y solariegas ante la racionalidad y el predominio del sistema reinante, ante el eco de la antigüedad o el consentimiento de las naciones. Pero el triunfo del Alcorán es más acendrado y castizo, como ajeno de todo culto esplendoroso y capaz de enamorar a los paganos con sus visos de halagüeña idolatría. Descolló el primer sultán Seljuk con su fe acaloradísima, repitiendo diariamente las cinco plegarias impuestas a los verdaderos creyentes, consagrando en cada semana los dos días primeros a un ayuno extremado y planteando y encumbrando en todas las ciudades una mezquita, antes que se tratase de fundar un alcázar para Togrul. [400]

El hijo de Seljuk se empapó con la creencia del Alcorán en raptos de acatamiento al sucesor del Profeta; pero este peregrino atributo adolecía de litigio entre los califas de Bagdad y Egipto, y cada competidor estaba ansiando el evidenciar sus títulos para el concepto de los bárbaros prepotentes aunque cerriles. Se había declarado Mahmud Gaznevida por la alcurnia de Abás, menospreciando afrentosamente el ropaje honorífico que le había presentado el embajador fatimita. Pero el hashemita desagradecido varió con la suerte, y engrandeciendo la victoria de Zendecan, apellidó al sultán Seljuk caudillo temporal del mundo musulmán. Al desempeñar Togrul aquel cargo sumo, lo llaman para libertar al califa Cayem, y obedeciendo a intimación tan sagrada se apropia un nuevo reino. [401] Adormecíase en su palacio de Bagdad el dueño de los fieles, a manera de un vestiglo endiosado. Su sirviente, o más bien árbitro, el príncipe de los Bowides: no alcanzaba ya a escudarlo contra el desenfreno de tiranillos menores, los emires árabes o turcos andaban acosando con sus rebeldías el Tigris y el Éufrates. Imploraban a fuer de bendición la presencia de un conquistador, y los desmanes pasajeros de hierro y fuego se disculpaban como específico saludable y único que redundaba en sanidad para la república. Sale de Hamadán el sultán de Persia acaudillando fuerzas arrolladoras; yace al punto el engreído y vive el postrado; desaparece el príncipe de los Bowides; la cabeza de todo rebelde pertinaz besa las plantas, descargando su azote sobre los vecindarios díscolos de Mozul y de Bagdad. Tras el escarmiento de todo reo y el recobro de la paz, el mayoral regio acepta el galardón de sus afanes; y una farsa solemnísima está representando el triunfo de la preocupación religiosa sobre el poderío bárbaro. [402] Embárcase el sultán turco sobre el Tigris, llega a la puerta de Raca y hace su entrada pública a caballo. Se apea con sumo acatamiento a la entrada del palacio, precediéndolo sus emires desarmados. Permanece el califa sentado tras su velo negro, cuélgale de la espalda el traje negro de los abasíes, y empuña en su diestra el bordón de apóstol del Señor. El vencedor del Oriente besa el suelo, permanece un rato en ademán modesto, y luego se encamina al solio entre su visir y el intérprete. Pasa después Togrul a otro solio y hace leer en alto su encargo que lo constituye lugarteniente en lo temporal y vicario del Profeta. Revístenlo sucesivamente con siete ropajes honoríficos y le presentan hasta siete esclavos naturales de los siete climas correspondientes al imperio arábigo. Almizclaron el velo místico, le ciñeron las sienes con dos coronas y el costado con dos cimitarras, y además los símbolos de su doble reinado en el Oriente y el Ocaso. Tras este preámbulo se le atajó al sultán la segunda postración; pero besó por dos veces la mano al caudillo de los fieles, y sonaron más y más sus dictados con el pregón de los heraldos y el aplauso de los musulmanes. El príncipe Seljuk en su segunda ida a Bagdad rescató de nuevo al califa de las garras de sus enemigos, y fue guiando su mula del ronzal devotamente y a pie desde la cárcel hasta su palacio. Estrecharon su intimidad con el enlace de la hermana de Togrul y el sucesor del Profeta. Había internado en su harén sin reparo a una doncella turca; pero Cayen negó altaneramente al sultán teniendo a mengua el mezclar la sangre de los hashemitas con la de un pastor escita, y fue dilatando por meses aquel negocio, hasta que por la rebaja de sus rentas echó de ver que estaba siempre en manos de un dueño. Celebrados los desposorios, fallece el mismo Togrul, [403] y no dejando sucesión, le sucede el sobrino Alp Arslan en el dictado y prerrogativas de sultán, sonando su nombre tras el del califa en el rezo de los musulmanes. Se van ensanchando los abasíes en independencia y poderío; pues entronizados ya en Asia los monarcas turcos se afanan mucho menos por las interioridades de Bagdad, aliviando así a los caudillos de los fieles en punto a tropelías afrentosas, con que sin cesar los aquejaban la presencia y escaseces de la dinastía persa.

Tras el vuelco de los califas, todo fue discordia y degeneración de los sarracenos por las provincias asiáticas de Roma, que con las victorias de Nicéforo, Zimisces y Basilio, se habían ido extendiendo hasta Antioquía y los confines orientales de la Armenia. A los veinticinco años del fallecimiento de Basilio, una ralea desconocida de bárbaros, que hermanaban el denuedo escítico y el fanatismo de recién convertidos con el arte y la opulencia de poderosas monarquías, se disparan sobre los sucesores al Imperio. [404] Millares y millares de caballería turca van abarcando una raya de doscientas leguas desde Tauris hasta Arzeroum, y la sangre de ciento treinta mil cristianos fue un holocausto halagüeño para el Profeta arábigo; pero las armas de Togrul no trascendieron honda y duraderamente por los ámbitos del Imperio griego. El raudal se desbocó soslayadamente por las campiñas, retirándose el sultán sin gloria ni provecho del sitio de una ciudad armenia, se continuaron o suspendieron las leves hostilidades con alternativas en sus resultados y la valentía de las legiones macedonias renovó la nombradía de los conquistadores de Asia. [405] El nombre de Alp Arslan, el valeroso león, está retratando el concepto popular de un varón cabal, y el sucesor de Togrul descolló con la ferocidad generosa de la regia alimaña. Atraviesa el Éufrates capitaneando la caballería turca, entra en Cesárea, capital de Capadocia, adonde se abalanza en alas de la nombradía y el prez del templo de San Basilio; pero su solidez rechaza al demoledor, quien carga sin embargo con las puertas del sagrario tachonadas con oro y pedrería, profanando las reliquias del santo tutelar, cuyas flaquezas mortales yacían ya enmohecidas con su antigüedad venerable. Redondea Alp Arslan la conquista de Armenia y Georgia. Anonádanse en Armenia el dictado de reino y el brío de la nación; los mercenarios de Constantinopla rinden las fortalezas; advenedizos todos sin fe, veteranos sin paga ni armas, y luego reclutas sin enseñanza ni subordinación. Una misma nueva trae el malogro de la raya entera del valladar fuertísimo, sin que los católicos extrañaran ni sintieran que gente tan empapada con los desvaríos de Nestorio y de Eutiques parase por disposición de Jesucristo y de su Madre en manos de los infieles. [406] Defienden los georgianos [407] solariegos o íberos con más tesón los bosques y cañadas del Cáucaso; mas campean infatigables el sultán y su hijo Malek en aquella guerra sagrada; imponen obediencia temporal y espiritual a sus cautivos, y en vez de collares y brazaletes, se colgó una herradura, como señal afrentosa, a cuantos infieles permanecían adictos al culto de sus padres. Mas no era el cambio ni extrañable ni universal, y aun en medio de siglos de servidumbre los georgianos han estado conservando la serie de sus príncipes y obispos. Pero aquella estirpe en que naturaleza echó el resto de la suma perfección, yace allá encenagada en el desamparo, la idiotez y la torpeza; su profesión del cristianismo, y todavía más su ejercicio, se reduce a mero nombre; y si se han desentendido de toda herejía, es únicamente por cuanto su cerrilidad les imposibilita el retener una creencia metafísica. [408]

No remedaba Alp Arslan el pundonor fingido y entrañable de Mahmud, pues no escrupulizó en atropellar a la emperatriz Eudocia con sus niños. Tanto la estrecha, que la infeliz se entrega en brazos de un soldado con su cetro, revistiendo a Romano Diógenes con la púrpura imperial. A impulsos de su patriotismo, o quizás de su engreimiento, sale luego escandalosamente a campaña en los días de Pascua, siempre sagrados; pues no siendo en palacio más que el marido de Eudocia, era ya en sus reales todo un emperador del Oriente, sosteniendo aquel predicamento con medios escasos y denuedo incontrastable. Con su brío y sus logros la soldadesca se envalentona, los súbditos se esperanzan y los enemigos temen. Habían los turcos osado internarse hasta el corazón de la Frigia; pero tenía el sultán encargado a sus emires el desempeño de la guerra, y ufanos con su conquista tenían sus varios cuerpos desparramados por los ámbitos de Asia. Cargados con sus despojos, y ajenos de toda disciplina, van cayendo separada y desvalidamente en manos de los griegos, y redoblando el emperador con su extremada actividad su presencia, y aun están oyendo hablar de su expedición por Antioquía, cuando se halla acuchillando al enemigo por los cerros de Trebisonda. Afánase en tres campañas, y aventa a los turcos allende el Éufrates, empeñándose a la cuarta en el rescate de la Armenia. Tiene que abastecerse para dos meses por la asolación general del territorio, y luego se adelanta a sitiar la plaza notable de Malazkerd [409] a media distancia entre Van y Eterea. Acaudilla a más de cien mil hombres, reforzando a Constantinopla con las muchedumbres revueltas de Frigia y Capadocia; pero la pujanza efectiva se cifra en los súbditos aliados de Europa, las legiones de Macedonia y los escuadrones de Moldavia, de uzos y de Bulgaria, muchos de aquéllos, principalmente, de ralea turca, [410] y ante todo las tropas mercenarias y aventureras de franceses y normandos. El valeroso Ursel de Baliol capitanea sus lanzas, pariente o padre del rey de Escocia, [411] que sobresalían para el concepto general en el ejercicio de las armas, o según el estilo griego en la danza pérsica.

Al rumor de aquel arrojado embate contra su señorío hereditario, acude al vuelo Alp Arslan con cuarenta mil caballos. [412] La maestría ejecutiva de sus evoluciones inhabilita y acobarda a los griegos más numerosos, sobresaliendo su denuedo y clemencia en el primer encuentro y derrota total de Basilacio, general de alta graduación. El emperador, tras la rendición de Malazkerd, había separado torpemente sus fuerzas, y por más que se empeñó en reincorporar a los francos asalariados, ni acudieron éstos a su llamamiento, ni quiso esperarlos; y luego con la deserción de los uzos, acosado de sospechas y congojas, rechazando el dictamen más cuerdo y acertado, se disparó arrebatadamente a la refriega. Propónele el sultán pactos decorosos que le afianzaban la retirada con anuncios de paz; pero le suena el brindis a zozobra y flaqueza, y le contesta con un reto descompasado. «Si el bárbaro —prorrumpe— está anhelando la paz, que al punto evacue el terreno que abarca para los reales romanos, y entregue la ciudad y alcázar de rey, por prenda de su veracidad». Sonríese Alp Arslan con tamaño devaneo, llorando al mismo tiempo sobre el malogro de tantos fieles musulmanes, y tras una plegaria fervorosa pregona su permiso para cuantos apetezcan retirarse de la refriega; trenza con sus propias manos la cola de su caballo, arrima el arco y las flechas, empuña la maza y la cimitarra, viste un ropaje blando, se empapa en almizcle, y encarga que si lo vencen lo entierren al punto en aquel mismo sitio. [413] El sultán se desprendió afectadamente de sus armas arrojadizas; pero cifrando siempre sus esperanzas en los flechazos de la caballería turca formada con varios claros en media luna. En vez de las reservas y líneas redobladas de la táctica griega, escuadrona Romano su hueste en mole única y maciza, y arrolla briosa y desaladamente a los bárbaros que van cediendo con artera y blanda resistencia. Desperdicia casi todo un día calurosísimo en esta pelea guerrillera e infructuosa, hasta que la fatiga y la cordura lo precisan a recobrar sus reales. Pero muy azarosa suele ser una retirada ante un enemigo diligente, y no bien se encara el estandarte hacia retaguardia, cuando la cobardía ruinó la emulación indecorosa de Andrónico, príncipe envidioso que mancilla su cuna y la púrpura cesárea [414] y desmorona la formación, y entonces los escuadrones turcos, en aquel trance de revuelta y cansancio, disparan una nube de saetas, cercando con los extremos de la media luna a la retaguardia griega. Tras el exterminio del ejército y saqueo de los reales, por demás se hace el puntualizar el número de muertos y cautivos. Los escritores bizantinos entonan lloroso duelo a la pérdida de una perla incomparable, olvidando que las provincias asiáticas de Roma quedaron irreparablemente sacrificadas en aquel día tan aciago.

Esperanzado Romano hasta el extremo, se afana más y más en rehacer y poner a salvo las reliquias de su ejército. Queda ya el centro, el punto imperial indefenso y acorralado por el enemigo victorioso, y sostiene todavía el trance desesperadamente hasta el anochecer, capitaneando siempre a los súbditos fieles y valerosos que cercan su pendón. Van cayendo a su lado, le matan el caballo, lo hieren, y el sumo emperador permanece solo y denodado hasta que se le agolpa tal muchedumbre, que lo abruma y lo maniata. Los competidores por presa tan esclarecida son un esclavo que lo había visto entronizado en Constantinopla y un soldado monstruoso, cuya fealdad se excusaba con su promesa de algún rasgo señalado. Romano, despojado ya de armas, joyas y púrpura, pasa peligrosísímamente la noche en el campo de batalla, en medio de una turba revuelta de bárbaros desmandados. Al amanecer llevan al cautivo regio ante Alp Arslan, quien no acaba de creer su logro, y llama a sus embajadores para comprobar la identidad de la persona, y luego se convence plenamente con el testimonio entrañable de Basilacio, que se arroja llorando a las plantas de su desventurado soberano. Visten plebeyamente al sucesor de Constantino, lo llevan al diván turco y le mandan besar la tierra ante el señor de Asia. Obedece con suma repugnancia, y se cuenta que Alp Arslan, apeándose disparadamente de su solio hasta llegó a estampar su planta sobre la cerviz del emperador. [415] Se duda del hecho, y si en aquel trance de altanería el sultán se atuvo a la costumbre nacional, lo restante de su conducta no ha podido menos de merecer las alabanzas de sus enemigos ilusos y aun puede servir de enseñanza a los siglos posteriores. Alza instantáneamente del suelo al cautivo regio, y estrechándole por tres veces la mano con ahínco entrañable le asegura que vida y decoro le seguirían inviolablemente acatados en manos de quien sabía conservar la majestad de sus iguales, constándole los vaivenes de la suerte. Acompañan a Romano desde el diván turco a una tienda contigua, donde los palaciegos del sultán lo sirven con boato y miramiento, sentándolo dos veces al día a la misma mesa del soberano. En un coloquio llano y expedito de ocho días ni palabra ni mirada insultante asomó al rostro del vencedor; pero tildó adustamente a los súbditos indignos que habían desamparado en el trance a su príncipe esforzado apuntando amistosamente a su antagonista varios yerros en que había venido a incurrir en el desempeño de la guerra. Desde el preliminar de su convenio pregúntale Alp Arslan qué trato conceptuaba había de merecer, y el sosiego inalterable del emperador está desentrañando el desahogo de su interior. «Si sois cruel —le dice—, me quitaréis la vida; si adolecéis de altanería me arrastraréis a las ruedas de vuestra carroza; pero si atendéis a vuestros intereses aceptaréis un rescate y me restituiréis a mi patria». «¿Y cuál —continúa el sultán—, fuera vuestro porte si la suerte se mostrara risueña con vuestro intento?». La contestación del griego abarca un arranque más para callado, así por cordura como por agradecimiento, que para dicho: «Si yo venciera —le dice con arrogancia—, si yo venciera descargaría sobre este cuerpo mil azotes». Se sonríe el turco ante las palabras de su cautivo y dice que la ley cristiana encarga el amor de los enemigos y el perdón de las injurias, y le manifiesta caballerosamente que no ha de seguir un ejemplo que reprueba con toda su alma. Delibera Alp Arslan maduramente sobre el asunto, dicta las condiciones del rescate y de la paz, y le impone por el pronto un millón, y luego un tributo anual de trescientas sesenta mil monedas de oro, [416] los enlaces de la prole regia y la franquicia de cuantos musulmanes se hallan en poder de los griegos. Suspira Romano y firma aquel tratado tan afrentoso para la majestad del imperio; enseguida lo revisten con un ropaje honorífico a la turca, devolviéndole sus nobles y patricios, y el sultán, tras un abrazo caballeroso, lo despide con presentes riquísimos y una guardia militar. Al asomar al confín de su imperio lo enteran de que el palacio y las provincias se han desentendido de todo homenaje a un cautivo; recógese a duras penas la cantidad de doscientas mil monedas, y el apeado monarca envía aquella porción de su rescate confesando desconsoladamente su desvalimiento y afrenta. La generosidad o acaso la ambición del sultán se está desde luego aparatando para sostener a todo trance la causa de su aliado, pero queda frustrado su intento con la noticia de que Romano Diógenes yace derrotado, preso y difunto. [417]

No asoma por los ámbitos de aquel convenio con Alp Arslan ciudad o provincia desencajada de los dominios del emperador cautivo, reforzándose únicamente con los trofeos de su victoria y los despojos de la Anatolia, desde la Antioquía hasta el Mar Negro. Lo más florido de Asia yacía en su poder; más de mil príncipes o hijos de tales acataban rendidamente su solio, capitaneando luego hasta trescientos mil soldados. Desentendiose el sultán del alcance sobre los griegos; pero estaba allá ideando la conquista más esclarecida del Turkestán, cuna solariega de la alcurnia de Seljuk. Marcha de Bagdad hacia el Oxo, abárcalo con un puente, y sus tropas emplean veinte días en transitarlo. Atájale su carrera el gobernador de Benem, y el caramio José osa defender su fortaleza contra el sumo poderío del Oriente. Lo rinden, lo traen a la tienda real, y el sultán, en vez de encarecer su tesón, le afea su torpe tenacidad y desvarío, y luego la contestación descocada del rebelde le acarrea el decreto de que lo amarren a cuatro puntales, para que espire en situación tan dolorosa; y al oír aquel mandato, el reo tira de su daga y se abalanza a ciegas al solio, y al blandir la guardia sus mazas, la detiene Alp Arslan, el flechero más atinado de su tiempo; pero resbala un tanto, se le soslaya la saeta y recibe en el pecho la daga de José, que yace luego en trozos. Es la herida mortal, y el príncipe turco dedica al espirar a los reyes engreídos la siguiente advertencia: «Encargome allá un sabio en mi mocedad —prorrumpe Alp Arslan—, que me humillase ante el Señor; que desconfiase de mi fortaleza, sin menospreciar jamás ni al más menguado enemigo. Desatendí aquellas lecciones, y queda mi descuido merecidamente castigado. Ayer mismo, al otear desde una loma el número, el arreglo y la gallardía de mis huestes, estremecíase la tierra bajo mis plantas, y me estuve diciendo acá en lo íntimo de mi corazón eres positivamente el monarca del orbe y el guerrero más invicto e incontrastable de todos sus ámbitos. Ese aparato de tropas ya no es mío, y ufanísimo con mi propia pujanza caigo aquí a manos de un asesino». [418] Realzaban a Alp Arslan las prendas de un turco y un mahometano; su voz y su estatura imponían acatamiento a larga distancia; era bigotudo, y erguía el turbante encumbrado en forma de corona. Depositaron sus restos en el túmulo de la dinastía Seljukia, y el viandante podía leer esta inscripción provechosa y recapacitar sobre ella: [419] «Cuantos habéis estado viendo la gloria de Alp Arslan, ensalzada hasta el empíreo, acudid a Marte y lo miraréis sepultado en el polvo». El exterminio del rótulo, y de la misma tumba, está pregonando todavía más recientemente la insubsistencia de las grandezas humanas.

Quedó reconocido, ya en vida de Alp Arslan, su primogénito por sultán venidero de los turcos; pero, muerto el padre, contendieron por la herencia un tío, un primo y un hermano. Tremolan sus cimitarras, agolpan sus secuaces, y tres victorias de Malek Shah [420] plantearon arraigadamente su nombradía y su derecho de primogenitura. En todos tiempos, y con especialidad en Asia, el afán sediento de poderío ha disparado los mismos ímpetus, y acarreado idénticos trastornos, pero en todo el vaivén de las guerras civiles no asoma arranque más castizo y magnánimo que el contenido en un dicho del príncipe turco. En la víspera de la batalla está rezando devotamente en Too, ante la tumba del Eman Riza. Al levantarse el sultán del suelo, pregunta a su visir Necart, que había también estado de rodillas a su lado, cuál había sido el tema de su plegaria reservada. «Que vuestras armas canten victoria», le contesta cuerda y aun sinceramente el ministro. «Pues por mi parte —le replica el generoso Malek—, estuve suplicando fervorosamente al Dios de los ejércitos; que se sirviese privarme de corona y vida, si fuese mi hermano más acreedor que yo a reinar sobre los musulmanes». Ratifica el califa el juicio favorable del cielo, y el dictado sacrosanto del caudillo de los fieles se comunicó por primera vez a un bárbaro; el mismo que por su merecimiento personal y por la extensión de su imperio fue el príncipe mayor de su siglo. Plantadas la Persia y la Siria, acaudilla hueste innumerable para redondear la conquista del Turkestán, entablada por su padre. En el tránsito de Oxo, un barquerillo de los transportadores de su tropa se le queja de que le han dilatado su pago hasta la cobranza de rentas sobre Antioquía. Se formaliza el sultán con aquella sinrazón; pero se sonríe con la lisonja mañera de su visir. «No fue mi ánimo dilatar allí tantísimo el plazo, sino dejar a la posteridad un testimonio de que el Oxo y Antioquía, aunque puntos tan remotos entre sí, estaban acatando a un mismo soberano.» Pero impropia y menguada era aquella cuenta, pues fue avasallando allende el Oxo las ciudades de Bujara, Carizmio y Samarcanda, y anonadando a todo esclavo rebelde o bravío independiente que osaba contrarrestarlo. Atraviesa Malek el Sibon o Jaxartes, postrer lindero de la civilización persa; se le rinden las rancherías del Turkestán; su nombre se estampa en las monedas y suena en las plegarias del Cashgar, reino tártaro al confín de la China. Tiende luego desde aquella raya su carrera dominadora a todo trance, o supremacía feudataria al poniente y Mediodía, hasta las sierras de Georgia, las cercanías de Constantinopla, la ciudad santa de Jerusalén y las selvas aromáticas de la Arabia Feliz. En vez de desempoltronarse con el regalado lujo de su harén, el rey pastor, tanto en paz como en guerra, acampa y se afana día y noche. Con aquel movimiento incesante de su reales, su presencia iba siempre beneficiando a todas las provincias, y se cuenta que fueron hasta doce sus paseos militares por los ámbitos anchurosos de un señorío mayor que el de Ciro en Asia, y que el de los mismos califas. Su expedición más religiosa y regia fue la de su peregrinación a La Meca; escudaban sus armas las caravanas, enriquecía ciudadanos y advenedizos con la profusión de sus limosnas, plantando por el desierto paradores y posadas comodísimas para el alivio y regalo de sus hermanos. Deleitábase aquel sultán apasionadamente con la caza, empleando en ella hasta cuarenta y siete mil caballos; pero tras una batida general repartía por cada presa una moneda de oro a los menesterosos, levísimo resarcimiento a costa del pueblo por el costo y daño de aquel recreo tan regio. Descollaron en aquel reinado de paz y de prosperidad por las ciudades de Asia alcázares y hospitales, mezquitas y colegios, siendo poquísimos los que se retiraban de su Diván sin algún agasajo, y nadie, absolutamente, sin justicia. Al arrimo de aquella alcurnia [421] revivieron el idioma y la literatura de la Persia, y si Malek competía con la liberalidad de un turco menos poderoso, [422] estaban resonando por su palacio los cantares de cientos de poetas. Formalizó el sultán su ahínco en la reforma del calendario juntando todos los astrónomos del Oriente. Por ley del Profeta, tienen los musulmanes que ir siguiendo las irregularidades de los meses lunares, pero en Persia, desde el tiempo de Zoroastro, la revolución del sol era muy sabida, y aun solemnizada con festividad anual; [423] pero desde el vuelco del imperio mago quedó desatendida la intercalación, y agolpándose los quebrados de horas y minutos en redoblados días, la fecha de la primavera, desde el signo de Aries fue a pasar al de Piscis. La era Jelalea ilustró al reino de Malek, y todos los yerros, así anteriores como venideros, quedaron enmendados con un cómputo que, aventajándose al de Juliano, se acerca en gran manera al sumo esmero de la disposición gregoriana. [424]

Yaciendo la Europa en lóbrega barbarie, los destellos científicos de Asia corresponden más bien a la avenencia que a las luces de los conquistadores turcos, debiéndose en gran parte aquella temporada sabia y pondonorosa a un visir persa, que manejó el Imperio en los reinados de Alp Arslan y su hijo. Acataba el califa al ministro esclarecido Nizam con ínfulas de oráculo en materias de religión y de ciencia, y luego el sultán le encargó sus veces para el desempeño fiel del poderío y de la justicia. A los treinta años de ejercicio, la nombradía del visir, sus caudales y hasta sus servicios le redundaron en cargos criminales. Las asechanzas de una mujer y de un competidor dieron con él al través, y atropelló su vuelco una declaración de que su sombrero y su tinterillo iban, por decreto divino, embebidos en el solio y la diadema del sultán. El dueño despide al estadista venerable de noventa y tres años, acúsanlo sus enemigos, y un fanático lo degüella: las últimas palabras de Nizam acreditan su inocencia, y lo restante de la vida de Malek fue ya escaso y deslucido. Desde Ispahán, solar de trance tan afrentoso, trasladose el sultán a Bagdad, con ánimo de llevar también al califa y plantar su propia residencia en aquella capital musulmana. Alcanza el apocado sucesor de Mahoma una prórroga de diez días; pero antes de cumplirse aquel plazo el ángel de la muerte intima al bárbaro su exterminio. Habían pedido sus embajadores en Constantinopla el desposorio con una princesa romana; pero se soslayó decorosamente la propuesta, y la hija de Alexio, que pudiera muy bien haber sido la víctima, está expresando su aborrecimiento mortal a un enlace tan monstruoso. [425] Concedió el sultán su hija al califa Moctadí, con la imprescindible condición de que retrayéndose de sus mujeres y concubinas, se consagre únicamente al desempeño de tan honorífico desposorio.

Finó la grandiosidad y sistema del Imperio turco al fallecimiento de Malek Shah. Batallaron por su solio el hermano y los cuatro hijos, y tras un eslabonamiento de guerras civiles hermanó a los aspirantes ya reducidos un convenio, dividiendo duraderamente con la dinastía persa la rama primogénita principal de la alcurnia de Seljuk. Las tres dinastías de los menores fueron las de Kermyn, Siria y Rum: quedó la primera mandando arrinconadamente [426] allá ciertas playas extensas sobre el piélago indio; [427] la segunda logró arrojar a los príncipes árabes de Alepo y Damasco; y la tercera, más conexa con nuestro rumbo, invadió las provincias romanas de Asia Menor. Contribuyó en gran manera para su ensalzamiento la política grandiosa de Malek, franqueando expedita carrera a los príncipes de su sangre, aun tras de haberlos vencido en refriega campal, para proporcionarse reinos dignos de su ambición encumbrada, desahogándose además, con su lejanía, de aquellas ínfulas perniciosas de sus ánimos turbulentos. El gran sultán de Persia, encabezando su alcurnia y nación, imponía obediencia y tributo a sus hermanos regios, y así los tronos de Kermyn y de Niza, de Alepo y Damasco, los atabekes y emires de Siria y Mesopotamia tremolaban sus pendones respectivos escudados con aquel cetro supremo, [428] tendiéndose las rancherías de los turcomanos por las llanuras de Asia occidental. Relajáronse al punto para luego disolverse por entero los vínculos de hermandad y subordinación con la muerte de Malek, y la condescendencia de la alcurnia de Seljuk fue revistiendo a sus esclavos con herencias de reinos, y, hablando a lo oriental, brotaron príncipes a miles del polvo de sus plantas. [429]

Uno de la regia estirpe, Cutulmish, hijo de Izrail y nieto de Seljuk, había fenecido en la batalla contra Alp Arslan, y el vencedor afectuoso había derramado lágrimas sobre su tumba. Sus cinco hijos, valentones todos y ansiosos de poderío, y todavía más de venganza, desenvainaron sus cimitarras contra el hijo de Alp Arslan. Escuadronadas ya sus huestes tan sólo esperaban la señal del avance, cuando el califa, orillando la majestad que lo sacramentaba para los ojos vulgares, interpuso su mediación sagrada. «En vez de ir ahí a derramar la sangre de vuestros hermanos, y hermanos al par en la fe y en la descendencia, juntad vuestras fuerzas en una Guerra Santa contra los griegos, enemigos de Dios y de su apóstol.» Oyen su voz: el sultán abraza a su parentela rebelde, y el mayor, el esforzado Solimán, acepta el estandarte real que le proporciona la conquista expedita y el mando hereditario de las provincias del Imperio Romano, desde Ercerun hasta Constantinopla, con las regiones desconocidas del Occidente. [430] Acompáñanlo sus cuatro hermanos; atraviesan el Éufrates, acampan por las cercanías de Kutaieh, en la Frigia, y sus guerrillas de caballería van talando las campiñas hasta el Helesponto y el Mar Negro. Desde el menoscabo del Imperio, persas y sarracenos habían atropellado con sus correrías pasajeras, mas el paradero de una conquista permanente quedaba reservado para el sultán turco, y los introductores de sus armas fueron los mismos griegos aspirantes a reinar sobre los escombros de su patria. Tras el cautiverio de Romano, el hijo endeblillo de Eudocia estuvo por seis años temblando bajo el peso de la corona imperial, hasta que un mismo mes, con dos respectivas rebeliones vinieron a perderse por el Oriente y el Ocaso: llamábanse Nicéforos entrambos caudillos, pero diferenciábanse el europeo y el asiático, apellidándose el primero Brienio, y Botaniates el segundo. Hízose cargo el Diván de sus respectivas razones, o más bien promesas, y tras algún titubeo se declaró Solimán por Botaniates, rompió la marcha con sus tropas desde Antioquía hasta Niza, e incorporó la bandera de la media luna con el pendón de la cruz. Constituido por fin su aliado en el solio de Constantinopla, agasajó con grandioso hospedaje al sultán en el arrabal de Crisópolis o Scútari, trasladando a Europa un cuerpo de dos mil turcos, a cuya destreza y denuedo, debió el nuevo emperador la derrota y prisión de su competidor Brienio. Carísima resultó la compra de Europa con el holocausto de Asia, quedando Constantinopla defraudada de la obediencia y rentas de las provincias allende el Bósforo y el Helesponto, y los adelantos sistemáticos de los turcos, que venían fortificando los tránsitos de sierras y de ríos, desahuciaban los ánimos del ansiado retiro y expulsión. Acude otro candidato a la dignación y auxilio del sultán; acompaña Meliseno con su ropaje de púrpura y borceguíes encarnados el campamento turco, y las ciudades más desconfiadas flaquean a la intimación de un príncipe romano, quien al punto las va traspasando a los bárbaros. El mismo emperador Alexio revalida aquellos traspasos en un tratado de paz, pues sus zozobras por parte de Roberto lo precisan a escudarse con el arrimo de Solimán, y sólo al fallecimiento del sultán puede ir extendiendo hasta Nicomedia, a veinte leguas de Constantinopla, los linderos orientales del orbe romano. Tan sólo Trebisonda, al resguardo del mar y de sus cerros, conservó al extremo del Euxino su jerarquía antigua de colonia griega, y su destino venidero de un imperio cristiano.

Desde las primeras conquistas de los califas, el quebranto más lastimoso que padecieron la Iglesia y el Imperio se cifra en el establecimiento de los turcos en Anatolia y Asia Menor. Alcanzó Solimán el dictado de Sari, campeón sagrado, añadiendo su nuevo reino de los romanos, o de Rum, a las tablas de la geografía oriental. Suele delinearse corriendo, desde el Éufrates hasta Constantinopla, desde el Mar Negro hasta el confín de la Siria, rebosando sus ámbitos de minas de plata, hierro, alumbre y cobre, feracísimos en mieses y viñedos, con crías de ganados y caballos sobresalientes. [431] Las riquezas de Lidia, las artes griegas y el esplendor del siglo de Augusto asomaban tan sólo en los libros y en los escombros, igualmente recónditos para conquistadores tártaros. Pero la Anatolia aun en el menoscabo presente está todavía ofreciendo tal cual ciudad opulenta y populosa, de las que en el Imperio Bizantino descollaron mucho más florecientes en número, grandiosidad y señorío. Escogió el sultán a Niza, cabeza de la Bitinia, para su palacio y fortaleza: plantose a treinta y dos leguas de Constantinopla el solio de la dinastía Seljukia de Rum negando y escarneciendo la divinidad de Jesucristo en el mismo templo en que se proclamó por el primer concilio general de los católicos. Predicáronse en las mezquitas la unidad de Dios y la misión de Mahoma; enseñose la literatura arábiga en las escuelas; sentenciaban los cadís según la legislación del Alcorán; fueron prevaleciendo el idioma y las costumbres turcas por las ciudades, y los campamentos turcomanos cuajaban los cerros y llanuras de la Anatolia. Con las condiciones violentísimas del tributo y la servidumbre, cabía a los griegos cristianos el goce y ejercicio libre de su religión; pero las profanaban sus iglesias más sacrosantas, cometían continuos desacatos con sus sacerdotes y obispos, [432] tenían que sobrellevar el triunfo de los paganos y las apostasías de los suyos; miles de niños andaban señalados con la cuchilla de la circuncisión, y otros muchos miles ya cautivos tenían que servir torpemente para los deleites de sus amos. [433] Perdida ya Asia, conservaba aun Antioquía su homenaje anterior a Jesucristo y al César; mas aquella provincia solitaria yacía allá ajena de todo arrimo romano, y cercada en derredor del poderío mahometano. El gobernador Filareto se estaba desesperadamente aparatando para el sacrificio de su pundonor y religión, pero se le anticipa su hijo, quien volando al palacio de Niza brinda al sultán con presa tan aventajada. Monta Solimán desaladamente a caballo, y en doce noches (pues descansaba de día) completa una marcha de doscientas leguas. La diligencia y reserva allanan a Antioquía, y las ciudades agregadas hasta Laodicea y el confín de Alepo [434] siguen el ejemplo de su capital. Desde Laodicea hasta el Bósforo tracio, y brazo de san Jorge, se extendían a lo largo por treinta jornadas las conquistas y el reino de Solimán, y de diez a quince de ancho, entre los peñascos de Licia y el Mar Negro. [435] La ignorancia turca en cuanto a navegación resguardó por algún tiempo la deslucida seguridad del emperador; mas no bien las manos de los griegos cautivos llegaron a construir una escuadra de doscientos bajeles, cuando trémulo Alexio se abroquela tras las murallas de su capital. Derrama sus cartas llorosas por Europa, para lastimar a los latinos, poniéndoles de bulto el peligro, la flaqueza y las preciosidades de la ciudad de Constantino. [436]

Pero la conquista más sonada de los turcos seljukios fue la de Jerusalén, [437] que paró luego en un teatro de naciones. Pactó el vecindario en su capitulación con Omar el resguardo de su religión y propiedades; mas no cabía contrarrestar la interpretación de un dueño enojadizo, y en los cuatro siglos del reinado de los califas, tormentas y bonanzas estuvieron sin cesar alternando en el horizonte de Jerusalén. [438] Yendo siempre a más sus convertidos y pobladores, los musulmanes usurpaban ya tres cuartos del recinto, mas quedaba no obstante un barrio peculiar para el patriarca con su clero y pueblo, pagando únicamente por el resguardo de cada uno dos monedas de oro, y dejando en manos de los fieles el Sepulcro de Jesucristo, con la iglesia de su Resurrección. Preponderaba entre tres devotos el número y la jerarquía de los forasteros, pues con la conquista de los árabes, en vez de cesar, se habían fomentado las peregrinaciones a la Tierra Santa, y como el pesar y la ira se están siempre dando la mano, se inflamaba más por puntos el entusiasmo incitador de aquellos expuestísimos viajes. A tropel acudían peregrinos de levante y poniente a visitar el Santísimo Sepulcro y los santuarios convecinos, con especialidad por la temporada de Pascua, y griegos y latinos, nestorianos y jacobitas, coptos y abisinios, armenios y georgianos, estaban sosteniendo las capillas, el clero y los necesitados de sus comuniones respectivas. El rezo tan acorde en varios idiomas, el culto de tantísimas naciones en el sumo templo de su religión, no podía menos de ser un espectáculo sublime y edificante; mas aquel afán de las sectas cristianas solía ir empapado en vengativo encono, y en el reino de aquel sufrido Mesías, que perdonaba a sus enemigos, estaban aspirando a sojuzgar y perseguir a sus hermanos espirituales. Apropiáronse los francos, por su número y denuedo, la ansiada preeminencia, y el poderío de Carlomagno [439] escudaba al par a los peregrinos de la Iglesia latina, y a los católicos del Oriente. Aquel religiosísimo emperador socorría dadivosamente el desamparo de Cartago, Alejandría y Jerusalén, fundando o dotando varios monasterios por Palestina con toda magnificencia. Harun Al-Rashid, el más descollante de los abasíes, apreciaba en su competidor cristiano la igualdad en potestad y en numen, corroboraban su intimidad con repetidos agasajos de regalos y embajadas, y el califa, sin desprenderse de su señorío efectivo, presentó al emperador las llaves del Santo Sepulcro, y acaso de la ciudad de Jerusalén. Al ir ya decayendo la monarquía carolingia, fue luego la república de Amalfi la promotora de los intereses comerciales y religiosos en Oriente. Sus bajeles llevaban y traían los peregrinos occidentales por las costas de Egipto y Palestina, y con sus cargamentos provechosos merecían la privanza y la intimidad de los califas fatimitas; [440] instituyose feria anual sobre el monte Calvario, y los traficantes italianos llegaron a fundar el convento y hospital de San Juan de Jerusalén, una de la orden militar y monástica que vino después a reinar en las islas de Rodas y de Malta. Si los peregrinos cristianos se contentaran con reverenciar el túmulo de un profeta, nunca los secuaces de Mahoma vituperarían, sino que antes bien remedarían su religiosidad; mas como unitarios rigidísimos se escandalizaban con una adoración que está representando el nacimiento, muerte y resurrección de todo un Dios, y tildaban las imágenes católicas con el apodo de ídolos, sonriéndose los musulmanes airados [441] al presenciar el encendimiento de la flama milagrosa en la víspera de Pascua sobre el Santo Sepulcro. [442] Aquel engaño devoto, inventado en el siglo IX, [443] cundió apasionadamente entre los cruzados latinos, repitiéndose anualmente para las sectas griega, armenia y copta, [444] que están embaucando al crédulo auditorio [445] en provecho propio y de sus tiranos. En todos tiempos acudió a robustecer la racionalidad del tolerantismo, y el desembolso y tributos de tantos miles de advenedizos aumentaban más y más por años las rentas del príncipe y de sus emires.

La revolución que trasladó el cetro de los abasíes a manos de los fatimitas redundó, en vez de en quebranto, en beneficio de la Tierra Santa. Residiendo en Egipto el soberano, estaba palpando la suma entidad del comercio con la cristiandad latina; y los emires de Palestina vivían más cercanos al solio poderoso y justiciero. Mas el tercero de aquellos fatimitas fue el famoso Hakem, [446] mozo desaforado y despreciador de Dios y de los hombres, y en cuyo reinado alternaron desenfrenadameme el vicio y el desvarío. Desentendiéndose de las costumbres inveteradas del Egipto, impuso a las mujeres encierro absoluto: a tamaña servidumbre clamaron entrambos sexos; enfureciose a su vocería, abrasó parte del antiguo Cairo, y batallaron por varios días sangrientamente el vecindario y la soldadesca. Manifestose al pronto el califa celosísimo mahometano, fundando y enriqueciendo mezquitas y colegios, costeó hasta mil doscientas copias del Alcorán en letras de oro, y mandó desarraigar los viñedos del Alto Egipto. Mas esperanzó luego vanidosamente plantear una religión nueva; aspiró a tramontar la nombradía del Profeta, apellidándose imagen patente del Altísimo, quien tras nueve apariciones sobre la tierra se estaba por fin manifestando en su regia persona. Al nombre de Hakem, señor de vivos y difuntos, se doblaban todas las rodillas en adoración entrañable; celebrábanse sus misterios sobre loma cercana al Cairo; hasta dieciséis mil convertidos firmaron ya su profesión de fe, y al presente mismo un pueblo libre y belicoso, los drusos del monte Líbano, viven todavía empapados en la vida y en la divinidad de un frenético y un tirano. [447] Endiosado una vez Hakem, tenía que odiar a judíos y cristianos como siervos de sus competidores, quedándole tan sólo algún rastro, por preocupación o cordura, de apego a la ley mahometana. Su persecución inhumana y desatinada acarreó martirios y apostasías, así en Egipto como en Palestina, hollando por igual fueros y prerrogativas de sectas, y vedando expresamente toda devoción, nativa o advenediza. Arrasó hasta sus cimientos el templo del orbe cristiano, la iglesia de la Resurrección: interrumpiose el portento luminoso de la Pascua, y se echó el resto en profanar y anonadar la cueva labrada en el peñasco, que es propiamente el Santo Sepulcro. Atónitas e inconsolables las naciones de Europa con aquel sacrilegio, en vez de armarse para el recobro y defensa de la Tierra Santa, se contentaron con desterrar y quemar judíos, por consejeros reservados de bárbaro tan desalmado. [448] Pero el voluble Hakem se arrepiente y templa hasta cierto punto los quebrantos de Jerusalén; y sellado estaba ya el mandato regio para el restablecimiento regio, cuando los emisarios de su hermano asesinan al tirano; los califas sucesores volvieron al régimen anterior político y religioso; concediose tolerancia expedita, y al arrimo piadoso del emperador de Constantinopla el Santo Sepulcro renació de sus escombros, y, tras breve abstinencia, se agolparon los peregrinos con mayor auge de apetito a la mesa espiritual. [449] Escaseaba y peligraba el tránsito a Palestina por mar, pero convertida ya la Hungría se franqueó aquella comunicación segura entre la Alemania y la Grecia; la caridad de san Esteban, apóstol de su reino, socorría y guiaba a sus hermanos viandantes, [450] y desde Belgrado hasta Antioquía iban atravesando hasta quinientas leguas de un imperio cristiano. El afán de la peregrinación sobresalió, cual nunca entre los francos, atropellándose por el camino muchedumbres incesantes de ambos sexos y de jerarquía, y menospreciando la vida, con tal que llegasen a besar la tumba de su Redentor. Desentendíanse príncipes y prelados de sus posesiones, y aquellas redobladas caravanas estaban ya como encabezando las huestes que en el siglo se escuadronaron bajo las banderas de la Cruz. Como treinta años antes de la primera cruzada, el arzobispo de Metz y los obispos de Utrecht, Bamberga y Ratisbona, emprendieron viaje tan trabajoso desde el Rin hasta el Jordán, ascendiendo la muchedumbre de sus comitivas a siete mil personas. Agasajolos esmeradamente el emperador en Constantinopla; pero la ostentación de su opulencia incitó la codicia de los árabes bravíos; escrupulizaban el blandir las espadas, y sostuvieron un sitio con la aldea de Cafarnaun, hasta que los socorrió con su protección comprada el emir fatimita. Tras su visita de los lugares santos, se embarcaron para Italia, y tan sólo dos mil llegaron a salvo a sus respectivas patrias. Ingulfo, secretario de Guillermo el Conquistador, se halló en esta romería, y expresa que salieron de Normandía hasta treinta gallardos y perfectamente equipados jinetes, pero que despasaron los Alpes veinte cuitados romerillos, empuñando sus bordones, con sus zurroncillos al hombro. [451]

Derrotados los romanos, asomaron los turcos a desasosegar a los califas fatimitas; [452] y el Carizmio Atsiz, uno de los tenientes de Malek Shah, se encaminó a la Siria capitaneando numerosa hueste, y sojuzgó a Damasco a hierro y hambre. Hems y las demás ciudades de la provincia reconocieron al califa de Bagdad y al sultán de Persia, y el emir victorioso se adelantó sin resistencia hasta las orillas del Nilo: ya el fatimita estaba tratando de internarse por el corazón del África, cuando sus negros se arrojan desesperadamente, con el vecindario del Cairo, sobre el turco, y lo aventan allende el confín del Egipto. Se desenfrena el vencido, en su retirada, con robos y matanzas, convida al juez y a los escribanos a su campamento, y los degüella, con más de tres mil vecinos de Jerusalén. El sultán Tucush, hermano de Malek Shah, castiga la crueldad o derrota de Atsiz, afianzando con más fundamento y mayores fuerzas el señorío de Siria y Palestina. Reinó como veinte años la alcurnia de Seljuk en Jerusalén; [453] pero el mando hereditario de la ciudad santa y su territorio, pasó a manos del emir Ortok, caudillo de una tribu turcomana, y cuyos hijos, después de su expulsión de Palestina, vinieron a plantar dos dinastías sobre el confín de Armenia y Asiria. [454] Azorosa en extremo fue para los cristianos de levante y los peregrinos de poniente aquella trastornadora revolución de un gobierno sentado y hermandad antigua con los califas, y plantadora sobre sus cervices de un yugo de hierro por los advenedizos del Norte. [455] El gran sultán había como prohijado en su corte y en sus reales las artes y modales de Persia; pero la nación turca, y con especialidad las tribus pastoras, regían siempre montaraces como en el desierto. Hostilidades advenedizas y caseras estaban plagando la gran tirantez del Asia, desde Niza hasta Jerusalén, y aquellos pastores de Palestina; señoreando a temporadas sus fronteras siempre variables, no tenían lugar ni temple para estar esperando los réditos del comercio y de la devoción. Los peregrinos, tras los innumerables peligros de su tránsito dilatado, al asomar por fin a los umbrales de Jerusalén, paraban en víctimas de rapiñas particulares y tropelías públicas, feneciendo a menudo de hambre o de dolencia antes de tributar su acatamiento al Santo Sepulcro. Los turcomanos, a impulsos de su barbarie nativa, o de su fervor desaforado, andaban insultando al sacerdocio de todas las sectas; arrastraron de los cabellos por el pavimento al patriarca, y luego lo empozaron en una mazmorra, para estafar el rescate a su grey condolida; asaltando además y escarneciendo con fiereza bravía el culto divino en la misma iglesia de la Resurrección. Su relación patética llegó a conmover a los millones de Occidente que bajo el estandarte de la cruz fueron marchando al rescate de la Tierra Santa, a pesar de ser muy baladí la suma de tantísima desventura en cotejo de aquel disparo sacrílego de Hakem, aguantado tan sufridamente por los cristianos latinos. Provocación más llevadera inflamó luego el temple más irritable de sus descendientes; asomaron allá nuevos ímpetus caballerescos, y sobre todo más predominio papal, hiriendo una fibra de sensibilidad intensísima, cuyo vaivén llegó a latir hasta en el mismo corazón de Europa.