LXVIII
REINADO O ÍNDOLE DE MOHAMED II - SITIO, ASALTO Y CONQUISTA FINAL DE CONSTANTINOPLA POR LOS TURCOS - MUERTE DE CONSTANTINO PALEÓLOGO - SERVIDUMBRE DE LOS GRIEGOS - EXTINCIÓN DEL IMPERIO ROMANO EN EL ORIENTE - CONSTERNACIÓN DE EUROPA - CONQUISTAS Y MUERTE DE MOHAMED II
El sitio de Constantinopla por los turcos clavó nuestra atención en la persona o índole de su asolador memorable. Era Mohamed II hijo [1342] de Amurates, también segundo, y aunque su madre ha merecido la condecoración de cristiana, y aun primera, queda más probablemente revuelta con el sinnúmero de mancebos que de todas partes iban poblando el harem, o serrallo del sultán. La educación y sus arranques le caracterizan finísimo musulmán, y en concertando con algún infiel, acudía presuroso a purificarse manos y rostro con los ritos de la ablución legal. Parece que con la edad y el imperio fue dando ensanches a tan menguada ridiculez, y allá su engreimiento desaforado desconocía superioridad alguna en cualquier jerarquía; y aun se dice que allá en sus desahogos se solía propasar hasta poner al Profeta de la Meca los apodos de salteador y de embustero. Mas procuró como sultán acatar la doctrina y el sistema del Alcorán; [1343] pues sus indiscreciones caseras permanecían secretas para el vulgo, y no podemos menos de maliciar la credulidad de extraños y émulos tan propensos a exceptuar, que todo interior encallecido en sus desbarros tiene que sobreponerse al desatino y la patraña. Con la enseñanza de ayos consumados, descolló Mohamed muy temprano en la carrera de la sabiduría, y además de su habla nativa, se asegura que estaba impuesto en otros cinco idiomas: [1344] árabe, persa, caldeo o hebreo, latín y griego. Podía el persa servirle de recreo, y el árabe de religiosidad, y la mocedad oriental suele familiarizarse con aquellos estudios. Por las comunicaciones de griegos y turcos, a fuer de conquistador, pudo también ejercitarse en el habla de un pueblo que estaba ansiando sojuzgar. En cuanto a la poesía [1345] o prosa latina, [1346] sus propias alabanzas hallarían acogida en sus oídos, mas ¿qué uso, o qué mérito podía hallar un estadista o un erudito en el tosquísimo dialecto de sus esclavos hebreos? Su memoria abarcaba la historia y la geografía del globo; las vidas de héroes orientales y tal vez occidentales [1347] fogueaban su emulación; el desvarío contemporáneo le disculpa de su aplicación a la astrología, y siempre supone algún rudimento en las ciencias matemáticas, y una afición profana a las artes asoma en el brindis y galardón culto a los pintores italianos. [1348] Pero desvalido quedaba el influjo de la religión y del estudio con su temple desaforado y montaraz. No copiaré, ni acabaré tampoco de creer las consejas de los catorce pajes, en cuyos estómagos mandó escudriñar en busca de un melón robado, ni de la hermosa esclava, o quien cortó él mismo la cabeza para evidenciar a los jenízaros que su soberano sabía sobreponerse al amor. Los anales turcos callando ensalzan su sobriedad, tildando tan sólo a dos o tres individuos de la alcurnia otomana con el desbarro de la beodez. [1349] Mas no cabe desconocer, que sus ímpetus eran tan desaforados e incontrastables que al menor desagrado, así en palacio como en campaña, derramaba años la sangre, y que se arrojaba con desenfreno a gozar bestialmente a los jóvenes cautivos de la primera nobleza. Estuvo estudiando en la guerra de Albania las lecciones, y luego sobrepujó el ejemplo de su padre, pues alzando su alfanje avasalla dos imperios, doce reinos con doscientas ciudades. Era por cierto guerrero, y tal vez gran caudillo. Constantinopla selló su nombradía: pero en cotejando medios, tropiezos y hazañas, Mohamed II viene a menos valer el lado de Alejandro y de Tamerlán. Siempre bajo su mando fueron las fuerzas muy superiores a las del enemigo, y sin embargo el Éufrates y el Adriático le atajaron la carrera, contrarrestando sus armas Huniades, Scanderbeg, los caballeros de Rodas y el rey de Persia.
En el reinado de Amurates holló y dejó el solio por dos veces, pues su temprana edad no alcanzaba a poder arrollar la oposición del padre; mas nunca se avino a indultar a los visires que opinaron por el acuerdo de aquella disposición provechosa. Se solemniza su desposorio con la hija de un emir turcomano, y tras unos festejos de dos meses, sale de Andrinópolis con su novia, para aposentarse en su gobierno de Magnesia. A las seis semanas recibe un mensaje del diván, que le participa el fallecimiento de Amurates, y las demasías de los jenízaros. Con su diligencia y brío quedan enfrenados; atraviesa el Helesponto con una guardia selecta, y a una milla [1,6 km] de Andrinópolis, visires, emires, imanes y cadíes, soldadesca y pueblo se postran a las plantas del nuevo sultán. Afectaron gran duelo y aparentan sumo regocijo; sube al solio a los veintiún años, y despejó todo móvil sedicioso matando a sus hermanos, con especialidad a Ahmed, hijo de una princesa griega, que era quien le traía más celoso. [1350] Acuden los embajadores de Asia y Europa, cargados de parabienes y de solicitudes por su intimidad, y con todos prorrumpe en demostraciones pacíficas y comedidas. Se corrobora la confianza del emperador griego con juramentos solemnes y extremos expresivos, sellando así la ratificación del tratado, y se le asigna una posesión pingüe, para el pago anual de trescientos mil asperes, como pensión de un príncipe otomano, detenido a su instancia en la corte bizantina. Pero los inmediatos a Mohamed no podían menos de temblar al presenciar la violencia con que un monarca tan mozo está reformando el boato palaciego de su padre, aplicando los desembolsos de mero lujo a los intentos ambiciosos, y una comitiva inservible de cien mil halconeros, o quedó toda apeada, o se alistó en las banderas. Desde el primer verano de su reinado, acaudilla un ejército, y va visitando las provincias asiáticas; pero apenas doblega la altanería del caramanio se aviene a sus rendimientos para que ni el más leve obstáculo le retraiga de la ejecución de su plan agigantado. [1351]
Los moralistas mahometanos, y con especialidad los turcos, sentencian que ninguna promesa tiene fuerza de ley para atar a los infieles contra los intereses y las obligaciones de su religión, y que todo sultán tiene en su mano, como árbitro, el cumplir u hollar contratos, ya propios, ya de sus antecesores. La magnanimidad justiciera de Amurates menospreció altamente aquella inicua prerrogativa; pero su hijo, por esencia orgullosísima, se avenía por miras ambiciosas, a los amaños más ruines del engaño y del disimulo. Suena paz en sus labios, mientras su corazón abriga la guerra; suspira, día y noche tras la posesión de Constantinopla, y los griegos, de suyo indiscretos, le brindan con pretextos para el fatal rompimiento. [1352] En vez de esmerarse en quedar olvidados, sus embajadores andan más y más por los reales en demanda del pago, y aun del aumento sobre lo ya convenido. Molestan al diván con sus instancias, y el visir propenso reservadamente a los cristianos, tiene por fin que manifestarles por entero el concepto de sus hermanos: «¡Necios y malaventurados romanos! —prorrumpe Calil— ¡nos hacemos cargo de vuestras mañas, y os descuidáis de nuestro peligro! Aquel pundonoroso Amurates desapareció para siempre, y trepó a su solio un vencedor mozo que arrolla leyes y tropiezos, y si os salváis de sus manos aclamad a la Providencia divina que va dilatando el castigo de vuestras maldades. ¿A qué viene el intento de arredrarnos con amenazas locas o indiscretas? Despedid al fugitivo Orchan, coronadle sultán de Romanía, llamad los húngaros de allende el Danubio, mandad contra nosotros las naciones occidentales; tened por cierto que así no haréis más que acarrearos y anticipar vuestro exterminio». Pero si el visir asustaba con su severo lenguaje, halagüeño por el contrario se les muestra en semblante y expresión el príncipe otomano; y les asegura que en regresando a Andrinópolis van a quedar desagraviados colmadamente mirando siempre por los verdaderos intereses de los griegos. Atraviesan el Helesponto, manda cesar la pensión y arrojar de las orillas del Strimon a todos los empleados, providenciando así ya una hostilidad, y su disposición inmediata amaga a las claras; y aun entabla el sitio de Constantinopla. Había su abuelo planteado una fortaleza asiática sobre la playa del Bósforo, y dispone alzar al fuerte Europeo un castillo mucho más formidable, mandando acudir hasta mil albañiles por la primavera a un paraje llamado Asomaton, a cinco millas [8,04 km] de la capital griega. [1353] Se acoge el desvalido a la persuasiva, que suele ser infructuosa, y así en balde se empeñan los embajadores en retraer a Mohamed de su intento. Manifiéstanle que su abuelo solicitó del emperador Manuel su anuencia para igual empresa, y que entrambas fortificaciones habían de señorear el estrecho, y quebrantar la armonía de las naciones; atajar a los latinos que traficaban por el Mar Negro, y tal vez privar de abastos la ciudad. «No entablo contra ella —replica el sultán alevoso—, intento alguno, pero el imperio de Constantinopla se ha de ceñir a su propio recinto. ¿Habéis olvidado el conflicto en que pusisteis a mi padre, con ir a coligarse allá con los húngaros, cuando invadieron el paso por tierra, y las galeras francesas atajaron el Helesponto? Tuvo Amurates que arrollar el Bósforo, y nuestra resistencia no correspondió a vuestra intención dañada. Niño era yo en Andrinópolis y temblaron los mahometanos, y por algún tiempo los Gabures [1354] desacataron nuestro desvalimiento; pero triunfó mi padre en los campos de Varna, votó una fortaleza en la corte occidental, y me cumple el verificar aquel voto. ¿Tenéis acaso derecho, tenéis fuerzas para atajar mis pasos en mi propio territorio? Mío es con efecto el solar, hasta las playas del Bósforo. Los turcos moran en Asia y Europa ya está desierta de romanos. Volveos, y enterad a vuestro monarca que el actual otomano nada tiene que ver con sus antecesores y cuyas resoluciones arrollan sus deseos, y que obra mucho más de cuanto aquel puede idear. Volveos en salvo, pero ay de quien asome con igual mensaje, pues será desollado vivo». Con tal desengaño, Constantino, el primero de los griegos en tesón y en jerarquía, [1355] resuelve en fin desenvainar el acero, y contrarrestar la aproximación y el establecimiento de los turcos sobre el Bósforo. Desármale el dictamen de sus ministros tanto civiles como eclesiásticos, quienes abogan por un sistema menos caballeroso y aun menos cuerdo que el suyo, que se conforme con sus largos aguantes, que tizne al otomano con la maldad y el oprobio de agresor, y allá confiar en los acasos y en el tiempo para su resguardo y la demolición de un fuerte que no podía sostenerse por mucho tiempo en la cercanía de ciudad tan crecida y populosa. En aquel vaivén de zozobras y de esperanzas, de cordura y de credulidad, se desatienden los afanes imprescindibles del hombre y de la coyuntura, cerrando los griegos sus ojos, aunque asomados ya al derrumbadero, hasta que venido el sultán con la primavera, estalló el trance de su exterminio.
Ejecútanse sin falencia cuantas órdenes le place expedir, a un soberano que nunca indulta. Asoma el veintiséis de marzo, y zumba el enjambre de operarios turcos en el paraje de Asomaton y transportan materiales sin cuento de Asia y de Europa. [1356] Se cuece la cal en Catafrigia, se corta la madera en los bosques de Heraclea y Nicomedia, y las canteras de Anatolia van suministrando grandiosa sillería. Cada uno de los mil albañiles tenía dos segundos, y la tarea diaria era de dos codos. Triangular es la planta de la fortaleza [1357] y torreada gallardamente en sus ángulos, ya en la falda del monte y principalmente sobre la playa; veintidós pies [6,7 m] forman el macizo de los muros y treinta [9,14 m] el de las torres, y la mole del edificio está cubierta con un terrado solidísimo de plomo. Está Mohamed activando y dirigiendo personalmente la obra, con ahínco infatigable; toman los tres visires a competencia el empeño ansioso de acabar cada uno su respectiva torre; los cadíes lidian con los jenízaros en el afán, y la ínfima tarea se condecora y realza con el servicio de Dios y del sultán, y el esmero de la muchedumbre hierve más y más, con la presencia de un déspota, cuya sonrisa esperanza al ambicioso, y cuyo ceño es una sentencia de muerte. Se aterra el emperador griego al estar mirando los adelantos de la obra, y se espera en vano con lisonjas y regalos amansar a un enemigo implacable, que anda en pos, y reservado se desvive por la más leve coyuntura de reyerta, con que faltasen a menudo motivos o pretextos para fomentarla. Destrozos de iglesias suntuosísimas, y hasta las columnas de mármol consagradas a san Miguel Arcángel, todo para en manos de los profanos y rapaces musulmanes, sin el menor asomo de escrúpulo ni reparo; y cuantos cristianos se arrojan a oponerse logran luego la corona del martirio. Solicita Constantino resguardo turco para la campiñas y bienes de sus desventurados súbditos; se franquea la guardia, pero dando ensanche para que pazcan las caballerías de los reales, y abriguen a sus dependientes contra los naturales. La comitiva de un caudillo otomano había pastado los caballos por medio de la sementera ya en sazón; el daño es de consideración, y la tropelía causa una contienda, en la cual fenecen individuos de ambas naciones. Se complace Mohamed en oír la queja, y destaca una partida para exterminar la aldea culpable, los comprometidos huyen, pero cuarenta segadores inocentes y sosegados fenecen a manos de la soldadesca. Hasta entonces sigue Constantinopla con el trajín del comercio siempre expedito; a la primera alarma se cierran sus puertas; pero el emperador, ansiando más y más la paz, al tercer día franquea el paso a los prisioneros turcos [1358] y se manifiesta en expreso mensaje siempre resignado, como cristiano y como militar. «Puesto que ni juramentos, ni tratados —dice a Mohamed—, ni tampoco rendimientos afianzan la ansiada paz, continúo en la guerra limpia. Sólo confío en Dios, si se digna ablandar tu pecho, me complaceré con tan venturosa mudanza; y si rinde la ciudad a tus manos, me conformo sin chistar con su voluntad sagrada. Pero antes que el Juez de la Tierra nos llegue a sentenciar, me es forzoso vivir y morir en defensa de mi pueblo». La respuesta del sultán es hostil y terminante: redondea sus fortificaciones, y antes de regresar a Andrinópolis coloca de Atalaya un Aga con cuatrocientos jenízaros para cobrar tributo de cuantos bajeles transiten por el alcance del cantón sin distinción de pabellones. Una embarcación veneciana intenta desentenderse de aquel nuevo señorío en el Bósforo, y va a pique de un solo cañonazo de una pieza húngara. Se salva en la lancha con treinta marineros; pero los arrebatan aherrojados a Porte; empalan al capitán y degüellan su gente, y el historiador Ducas [1359] estuvo viendo en Demótica sus cadáveres entregados a las fieras. Se emplaza el sitio de Constantinopla para la primavera próxima, pero un ejército otomano marcha desde luego sobre Morea para retraer las fuerzas de los hermanos de Constantino. En aquel calamitoso trance, uno de aquellos príncipes, el déspota Tomás, logra la dicha, o le cabe el desconsuelo, de nacerle un hijo: «postrer heredero —dice Franza—, con sus lamentos, de la última chispa del Imperio Romano.» [1360]
Griegos y turcos pasan un invierno desvelado y angustioso; los primeros con sus zozobras, y los segundos con sus anhelos, y unos y otros con los preparativos de rechazo o de avance, y ambos emperadores, los más interesados en la ganancia o en el quebranto, son también los más eficaces en el vaivén de sus afectos. Inflaman a Mohamed mocedad y afán; se desahoga con la construcción de un alcázar en Andrinópolis, llamado de Jehan Numa [1361] (la atalaya del orbe), pero el raudal de sus pensamientos le vincula todo el conato en la conquista de la ciudad imperial. Muy a deshora, como en el segundo sueño, se arroja de su lecho, y envía en busca de su primer visir. Mensaje, hora, príncipe y su propia situación, sobresaltan la conciencia de Calil Bajá, que mereció la privanza y aconsejó el restablecimiento de Amurates. Asciende el hijo al solio, sigue el visir con su cargo y con visos de intimidad, pero el estadista consumado se hace cargo de que está pisando una senda de hielo cenceño y resbaladizo, que se va a quebrar bajo sus plantas, para sepultarle en el abismo. Su amistad con los cristianos, que podía ser inocente en el reinado anterior, lo tenía tiznado con el apodo de Gabur Ortachi, o padrino de los infieles, [1362] y su codicia estaba sosteniendo una correspondencia venal y traidora, que se patentizó y castigó después de la guerra. Al recibir el mandato regio abraza tal vez por despedida a su esposa y niños; llena una copa con monedas de oro, acude arrebatadamente a palacio, y brinda, según la costumbre oriental, el tributo corriente de su obligación y agradecimiento. [1363] «No es mi ánimo —prorrumpe Mohamed—, recobrar las dádivas, sino redoblarlas y encarecerlas más y más sobre tus sienes; y en cambio requiero otro galardón de mucha mayor entidad: Constantinopla». Vuelto en sí el visir de su extrañeza, dijo «el mismo Dios que te ha proporcionado tan gran parte del Imperio Romano, no te ha de recatar lo restante con su capital. La Providencia y tu poderío te están ya afianzando al éxito, y tanto yo como los demás esclavos fieles, vamos a sacrificar nuestros haberes y vidas». «Lala [1364] (o ayo) —continúa el sultán—, ya estás viendo este almohadón, pues toda la noche lo traigo a vueltas; ya me levanto de mi lecho, ya me acuesto de nuevo, mas nunca el sueño acude a mis párpados. Cuidado con el oro y la plata de los romanos; los sobrepujamos en armas, y con el auxilio de Dios y las plegarias del Profeta, creo vamos a apoderarnos de Constantinopla». Para ir más y más rastreando el temple de su obediencia suele rondar las calles a solas y disfrazado, y hay quien lo descubre cuando se retrae de la vista del vulgo. Está ahora delineando el plano de la ciudad enemiga, y sobre todo conferenciando con sus generales e ingenieros sobre la colocación de baterías, la parte más accesible de las murallas, por donde han de reventar las minas, los parajes más adecuados para el arrimo de las escalas y el asalto, y los ejercicios diarios ponían en planta las tareas nocturnas.
Entre los medios de asolación, cundía con sumo ahínco el descubrimiento reciente de los latinos, y su artillería sobrepuja ya en su asomo por el orbe. Un fundidor danés o húngaro, que había estado hambreando en el servicio de los griegos, deserta a los mahometanos, y merece cuantiosos agasajos al sultán. Le paga Mohamed con la contestación a su primera pregunta, mientras está estrechando al advenedizo. «¿Podremos arrojar balas que den al través con las murallas de Constantinopla? Me consta su fortaleza, mas aun cuando fuesen más incontrastables que las de Babilonia, soy capaz de disponer una máquina que sobrepuje a su resistencia; la colocación y manejo de dicha máquina debe correr a cargo de tus ingenieros». Bajo esta confianza se plantea una fundición en Adrinópolis; se dispone el metal, y a los tres meses presenta Urbano un cañón de bronce de calibre asombroso; su boca era de doce palmos y la bala de piedra pesaba más de seiscientas libras [276 kg]. [1365] Se franquea campo para la primera prueba delante del palacio, mas para precaver sustos, se pregona la víspera tamaña novedad. Se oye a muchísimas millas la explosión, y hasta el tercio de una torre entra la bala con el empuje de la pólvora, sepultándose hasta dos varas en el paraje donde llega a caer. Para su acarreo, se engarza y eslabona un conjunto de treinta carruajes, tirados por sesenta bueyes, se colocan por los costados hasta doscientos hombres para ir sosteniendo y apalancando aquel trabajoso equilibrio; doscientos cincuenta operarios van delante para allanar y fortalecer el camino y habilitar las puertas, y se emplean cerca de dos meses en la afanosa marcha de ciento cincuenta millas [241,39 km]. Un filósofo travieso escarnece con este motivo la ceguedad de los griegos, y advierte [1366] con mucha razón que siempre conviene desconfiar de las cooperaciones de todo pueblo vencido. Computa que una bala, aun de doscientas libras [92 kg], requiere la carga de ciento cincuenta libras [69 kg] de pólvora, y que su empuje sería apocado y desvalido, por cuanto tan sólo la quincena parte de aquella cantidad pudiera inflamar al golpe. Ajenísimo, como me hallo, de todo artificio asolador, me hago cargo de que en el sistema actual de artillería, se antepone el número de las piezas al peso enorme del metal, el redoble del fuego al estruendo y aun al resultado de la explosión. No me atrevo sin embargo a impugnar el testimonio positivo y unánime de escritores contemporáneos; así es inverosímil que los primeros polvoristas, en sus conatos tan torpes y desatentados, traspasasen los límites de la regularidad. En el día mismo un cañón turco, todavía más enorme que el de Mohamed, está guardando la entrada de los Dardanelos; y aunque su manejo es trabajosísimo, en un experimento reciente ha surtido un efecto de consideración. Una bala de peso de más de mil libras [460 kg] con trescientas treinta [151,8 kg] de pólvora y a una distancia inmensa, se dividió en tres trozos, atravesó el estrecho, y cuajando las aguas de espuma, asomó y rebotó por la loma contrapuesta. [1367]
Mientras Mohamed está amenazando la capital de Oriente, el emperador de los griegos se enfervoriza más y más implorando asistencia al cielo y a la tierra. Ensordecen las potestades invisibles a sus plegarias, y la cristiandad se desentiende allá con desvío de la catástrofe de Constantinopla, mientras suenan promesas de socorro por parte del sultán de Egipto, quien se muestra celoso y advertido por su situación política. Endebles son algunos estados, y otros se hallan a larguísima distancia; hay quien mira la contingencia como imaginaria, y hay quien, por el contrario, conceptúa el fracaso absolutamente inevitable; siguen los príncipes occidentales engolfados en sus contiendas caseras e interminables, estando el pontífice romano airado en extremo con la falsedad u obstinación de los griegos. En vez de echar el resto en influjo, armas y caudales, Nicolás V tenía predicho su exterminio; y se contemplaba como comprometido en el cumplimiento de su profecía. Amainó quizás al fin a los asomos del trance, mas ya su conmiseración es tardía, sus conatos resultan endebles y absolutamente infructuosos, Constantinopla yace en la tumba, antes que las escuadras de Venecia y de Génova traten de dar la vela. [1368] Hasta los príncipes de Morea y de las islas aparentan tibia neutralidad; la colonia genovesa de Gálata, está negociando un tratado peculiar, y el sultán las sigue más y más esperando con las muestras engañosas de que han de sobrevivir por su clemencia al exterminio del Imperio. Gentío plebeyo y hasta nobles bizantinos, se desentienden ruinmente del peligro de su patria y la avaricia de los principales, rechazan al emperador y reservan para los turcos los tesoros recónditos, para cuya defensa pudieran sortear ejércitos enteros de Europa asalariada. [1369] Se aparata sin embargo el príncipe menesteroso y aislado, para contrarrestar a su formidable antagonista; pero por más que su tesón corresponda al trance, no alcanzan las fuerzas para lid tan arriesgada. Raya la primavera, y el raudal de la vanguardia turca va arrollando pueblos y aldeas hasta las mismas puertas de Constantinopla, y halla todo rendido, salvación y resguardo; pero quien intenta resistir, fenece a fuego y sangre. Entréganse a la primera intimación las plazas griegas de Mesembria y Aqueloo sobre el Mar Negro, tan sólo Selibria se condecora gallardamente con sitio o bloqueo, y sus denodados moradores los acometen por tierra, se arrojan por mar en sus lanchas, saquean la costa opuesta de Cízico, brindan sus cautivos en mercado público; pero asoma luego Mohamed, y todo enmudece y se postra; acampa al pronto a cinco millas [8,04 km] y desde allí marchando escuadronado, enarbola el estandarte imperial ante la puerta de san Román, hasta que por fin el seis de abril, plantea el sitio memorable de Constantinopla.
Las tropas de Asia y Europa se tienden a derecha e izquierda, desde Propóntide, hasta la bahía misma, los jenízaros al frente se colocan delante de la tienda del monarca; se atrinchera toda la línea otomana, y otro cuerpo grandioso abarca el arrabal de Gálata, y acecha la fe dudosa de los genoveses. El escudriñador Filelfo, que residía en Grecia treinta años antes del sitio, afirma terminantemente, que todas las fuerzas turcas, prescindiendo de su nombre y su entidad, no pasaban de sesenta mil caballos y veinte mil infantes, y estos vituperando el apocamiento de las naciones, que se postraran rendidamente a una guerrilla de bárbaros. Tal es con efecto la planta corriente de los Capiculi, [1370] tropas de Porte, que marchan con el príncipe, que las costeaba de su tesoro. Pero los bajaes, allá en sus gobiernos, aliviaban y mantenían sus milicias provinciales, repartían tierras a rédito militar, se agolpaban voluntarios esperanzados del sumo despojo, y el pregón de la trompeta sagrada estaba brindando a enjambres de fanáticos hambrientos y denodados, quienes por lo menos estaban agravando el pavor, y en el primer avance embotan los aceros del cristianismo. Abultan Ducas, Chalcondyles y Leonardo de Quíos la mole turca hasta el número de trescientos o cuatrocientos mil hombres; pero Franza es un juez más cercano y esmerado; y luego su terminante suma de doscientos cuarenta y ocho mil no se propasa de los términos de la experiencia y la probabilidad. [1371] Menos formidable es la armada italiana, pues aunque aparecen por Propóntide hasta trescientas veinte velas, se reducían todas a unas dieciocho galeras de guerra, siendo los más de los restantes mares, de abastos o transportes, que están a toda hora desembarcando gente, víveres y municiones. El vecindario de Constantinopla asciende a más de cien mil moradores; pero aquel número asoma en las listas del cautiverio y no de la milicia, consistiendo los más en artesanos, clérigos y mujeres, y luego gente ajenísima de aquel tesón que hasta las mismas mujeres han demostrado en ciertos trances, por la defensa de la patria. Doy por supuesta y casi disculpo la repugnancia de individuos para ir a guerrear en una frontera remota, bajo el albedrío de un déspota; pero el hombre que se retrae de exponer su vida en defensa de sus propios hijos y de sus haberes, carece ya de los primeros y más briosos móviles de la sociedad, y de la misma naturaleza. Dispone el emperador una pesquisa general y empadronamiento, por barrios, calles y casas, de cuantos ciudadanos, y aun monjes, se hallan de armas tomar con ánimo de acudir a defender sus hogares. Se confía a Franza, [1372] y sumado escrupulosamente el conjunto, afirma al soberano con extrañeza y amargura, que la defensa nacional queda reducida a cerca de cinco mil romanos. Renovose aquel encono mortal entre Constantino y su leal ministro, y se van distribuyendo a proporción en el arenal broqueles, ballestas y mosquetes a las compañías de ciudadanos. Consuela algún tanto el refuerzo de un cuerpo de dos mil advenedizos, a las órdenes de Juan Justiniano, caballero genovés; se les anticipa una cantidad crecida, y se les promete un galardón grandioso, el principado de la isla de Lemnos, para el caudillo valiente y victorioso. Se ataja la boca de la bahía con una cadena poderosa, sostenida por bajeles de guerra y de comercio griegos e italianos, deteniendo además para el servicio público cuantos buques van llegando de Candía y del Mar Negro. Hay que guarnecer un recinto de trece o tal vez dieciséis millas [20,92 o 25,74 km] con siete u ocho mil hombres, contra todo el poderío del Imperio otomano. Señorean los sitiadores Europa y Asia a sus anchuras; al paso que las fuerzas y abastos de los sitiados tienen que ir menguando diariamente, sin contar con la llegada de otros auxilios o socorros.
Allá los romanos primitivos desenvainaron sus aceros con la resolución de vencer o morir; y luego los cristianos resignados se abrazaron mutuamente, esperando sufrida y amorosamente la cuchillada del martirio; pero los griegos de Constantinopla se acaloraban por la religión en sus contiendas y partidos, en sus enconos y discordias. El emperador Juan Paleólogo antes de morir había protestado contra la unión que le tenía malquisto con los latinos; ni se renovó aquel intento hasta que el sumo conflicto de su hermano Constantino le dictó un nuevo ensayo de adulación y de disimulo. [1373] Con la solicitud de auxilio temporal, llevan sus embajadores el encargo de alegar toda seguridad en punto a obediencia espiritual; cohonesta sus distracciones de los negocios de la Iglesia con los afanes urgentísimos del Estado, y sus anhelos católicos echan a menos la presencia de un legado. Repetidas veces quedara burlado el Vaticano, mas el decoro requería que no se desatendiesen sus muestras de arrepentimiento; más obvio se hace el envío de un legado que el de una hueste, y como seis meses antes del total derrumbo, asoma el cardenal Isidoro de Rusia con aquellas ínfulas, acompañado de un sinnúmero de clérigos y soldados. Salúdale el emperador con los dictados de amigo y de padre; acude a sus sermones públicos y privados con decoroso acatamiento, y firma el tratado de unión, al par que los eclesiásticos y los seglares más condescendientes. El doce de diciembre, ambas naciones en el templo de Santa Sofía, se hermanaron y confundieron en el sacrificio y la plegaria, entonando solemnemente los nombres de entrambos pontífices; esto es, el de Nicolás V, vicario de Cristo, y el del patriarca Gregorio, el cual había salido desterrado para un pueblo rebelde.
Se escandalizan todos con el traje y el idioma del clérigo latino que está oficiando, y se horrorizan de que está consagrando una tortita, hostia u oblea de pan ázimo o sin levadura, y vertiendo agua fría en el copón sacramental. Reconoce sonrojado un historiador nacional que ninguno de sus paisanos, ni el mismo emperador procedían de buena fe en aquel concurso occidental. [1374] Se cohonesta aquel arrebato y atropellamiento con la escasez de una muestra tan esmerada a su debido tiempo, pero todas sus disculpas más o menos fundadas están confesando terminantemente su perjurio. Al querer sus hermanos pundonorosos estrechar a los avenidos: «Aguardad —contestan—, a que Dios haya salvado la ciudad del dragón infernal que está ahí desencajando sus quijadas para devorarme y en tanto palparéis si nos hemos reconciliado de corazón con los azimitas». Mas no caben aguantes en los fervorosos, ni las artes palaciegas alcanzan jamás a enfrenar los ímpetus del entusiasmo popular. Desde el mismo cimborio de Santa Sofía los moradores de ambos sexos y de todas clases allá se disparan en oleada a la celda del monje Genadio [1375] para consultar con el oráculo de la iglesia. Invisible se hace el varón sagrado, allá en arrobo al parecer, o engolfado en meditación profundísima, como en éxtasis sobrehumano; mas ya tiene colgada a la puerta de su estancia una tablilla parlante, y todos se van retirando, al paso que leen las palabras pavorosas: «¡Oh malhadados romanos; con que abandonáis la verdad, y en vez de confiar en Dios, cifráis vuestra salvación en los italianos! Apiadaos de mí, Señor, protesto aquí en vuestra presencia que vivo inocente de tamaño delito. Desventurados romanos, recapacitad, deteneos y arrepentíos. En el trance mismo de apartaros de la religión paterna, y abrazaros con la impiedad misma, quedáis sepultados en servidumbre advenediza». Según dictamen del mismo Genadio, las vírgenes religiosas, tan puras como arcángeles, pero altaneras como espíritus malignos, desechan el acta de unión, y abjuran todo roce y convenio con los asociados actuales y venideros de los latinos, y la mayor parte del clero y del pueblo aclama y sigue su ejemplo. Los griegos enardecidos se disparan del monasterio, y repartiéndose por los bodegones brindan por el exterminio de todo esclavo del papa; empinan sus vasos en honra y gloria de la imagen de la sagrada Virgen, claman y le ruegan que defienda contra Mohamed la misma ciudad que allá en otro tiempo salvó de la saña de Cosroes y del chagan. Se embriagan de fervor y de vino, y prorrumpen desaforadamente: «¿Qué necesidad podemos tener de auxilio, de unión y de latinos? Vaya allá muy lejos de nosotros ese malvado culto de los azimitas». Por todo el invierno anterior al gran fracaso, la nación entera se contagió con aquel arrebato frenético, y la temporada de Cuaresma, y los asomos de la Pascua, en vez de encariñarse mutuamente, tan sólo condujo para extremar sin término el enfurecimiento fanático. Los confesores van escudriñando y enardeciendo hasta lo sumo las conciencias, y se impone penitencia rigurosísima a cuantos han recibido la comunión de mano de algún sacerdote adicto aun allá tácitamente a la unión. El servicio del altar por sí solo ha venido a inficionar hasta a los meros y callados mirones que lo han presenciado, y quedaron todos apeados del timbre sacerdotal; ni es lícito aun en la extrema agonía, el acudir a su asistencia para las plegarias y la absolución. Mancillada ya la iglesia de Santa Sofía, con el sacrificio latino, queda desierta, a fuer de sinagoga judía, o de templo pagano, por el clero y por los seglares, y silencio lúgubre y profundísimo reina desde la cumbre del gran cimborio, perfumado antes de continuo por inmensas nubes de incienso, iluminado con innumerables blandones, y retumbando allá en el eco redoblado de plegarias y parabienes. Odiosísimos herejes y aun infieles aparecen los latinos, y el primer ministro del Imperio, el gran duque, entona desaforadamente que antepone presentar en Constantinopla el turbante de Mohamed a la tiara del papa, o al capelo de cardenal. [1376] Arranque tan impropio de un cristiano y de un patricio, se generaliza fatalísimamente entre los griegos; defrauda al emperador del cariño y del apoyo de los súbditos, y su cobardía nativa viene a santificarse con la resignación a los decretos divinos, o a una esperanza soñada de algún suceso milagroso.
Triangular es la planta de Constantinopla, y los dos costados marítimos son absolutamente inaccesibles a los avances del enemigo, Propóntide por naturaleza y bahía por arte. Entre ambas marinas, la base del triángulo, esto es, el costado terreno, está resguardado con un murallón doble y un gran foso de cien pies [30,47 m] de profundidad. Contra esta línea de fortificación, que Franza extiende (testigo de vista) hasta seis millas [9,65 km], [1377] dirigen los turcos su avance principal, y el emperador, señalando a cada cual su servicio o mando de los puntos más arriesgados, emprende la defensa de su muralla. Al principio del sitio, la tropa griega baja al foso y sale al campo, mas luego se hacen cargo de que según la desproporción de las fuerzas, un solo cristiano es de más entidad que veinte turcos, y así tras aquellos ímpetus denodados, se ciñen cuerdamente a resguardar la muralla con las arrojadizas. No cabe tachar aquel miramiento de cobardía. Apocada y ruin es, con efecto, la nación entera, pero el último Constantino se hace acreedor al dictado de todo un héroe; el tercio gallardo de voluntarios rebosa de pujanza romana, y así los auxilios advenedizos corresponden al pundonor caballeresco de los occidentales. Descargas de venablos y flechas, menudean al eco, humo y fuego de mosquetería y artillería. Las armas menores disparan cinco, seis y hasta diez balas de tamaño de avellanas, y según la espesura de las filas y el empuje de la pólvora, un solo tiro traspasa y vuelca compañías enteras de enemigos. Pero luego los avances turcos se resguardan en trincheras, o tras montones de escombros. Los cristianos se van más y más amaestrando en la milicia; pero les va escaseando la pólvora. Sus cañones son de menor calibre y en corto número, y aunque hay tal cual pieza mayor, no se aventuran a colocarla sobre la vieja muralla, con el recelo de que la construcción añeja venga a desplomarse con la explosión. [1378] Aquel medio asolador había trascendido a los musulmanes, empleándolo con la energía que dan riquezas y despotismo. Ya se historió la disposición del cañón grandísimo de Mohamed, objeto patente y de sumo bulto para los anales de aquel tiempo, y acompañan a la enorme pieza otras dos, poco menores. [1379] El frente dilatado de la artillería turca se asesta contra la muralla, tronando más y más catorce baterías a un tiempo contra los puntos más accesibles, y entre ellas, no se aciertan a deslindar si era de ciento treinta piezas, o su descarga de ciento treinta balas. Pero en medio del poderío y la eficacia del sultán, asoma desde luego el atraso de la nueva ciencia. Aun con un mandarín que está contando los minutos, el cañón mayor tan sólo puede hacer siete descargas al día, [1380] y aun así se caldea tanto el metal que al fin para en reventarse, y mata a varios de los sirvientes, a pesar del esmero del fundador en verter aceite por la boca a cada tiro.
Las primeras descargas, poquísimas certeras, están causando sumo estruendo con poquísimo resultado, hasta que un cristiano les aconseja que viertan la artillería contra los costados opuestos del ángulo saliente de un bastión. En medio de mil torpezas, la repetición y la violencia de tanto fuego causan alguna mella en las murallas, y los turcos, esforzando sus avances hasta la orilla del foso, intentan terraplenar la grandísima abertura, y proporciónanse rumbo para el asalto. [1381] Van hacinando sacos, fajinas y troncos, y es tal el ímpetu de aquella muchedumbre, que toda la cabeza, o vanguardia, se hunde en aquel abismo y queda soterrada debajo de la mole. El ahínco de los sitiados se cifra ya todo con terraplenar el foso, y los sitiadores conceptúan su salvamento en el conato de conservarlo absolutamente despejado, y tras largo y penoso afán de todo el día, llega la noche y queda otra vez expedita la cerca. Acude Mohamed a las ruinas, pero es el suelo herroqueño, y el rumbo de los mineros queda luego atajado y contraminado por los defensores, y el arte no había llegado todavía a macizar de pólvora los fosos y volar así ciudades enteras. [1382] La circunstancia que particulariza al sitio de Constantinopla es el enlace de la artillería antigua con la moderna. Alternan en él los cañones con la mosquetería antigua para despedir piedras y flechas o venablos; bala y ariete compiten allí contra la idéntica muralla, y el descubrimiento de la pólvora no tiene todavía arrinconado el uso del fuego liquido e inextinguible. Adelantan una torre de madera sobre rollos, y aquel alcázar portátil lleva consigo pertrechos y fajinas y va resguardada con la triple cubierta de pieles frescas de buey; está toda arpillerada y los tiradores hacen desde allí fuego a su salvo. Tiene tres puertas por el frente para aprontar a recoger los soldados, y los operarios, trepando a su cima por una escalera interior, donde alzan una especie de escala para despedirla, formar un puente y engancharla en el muro opuesto. Por medio de mil arbitrios a cual más pernicioso, logra por fin dar al través con la torre de san Román, forcejean los turcos hasta lo sumo; pero al cabo quedan rechazados de la lucha, e imposibilitados con la lobreguez; pero esperanzan que en rayando el alba han de recobrar el terreno perdido, con mayor ventaja. La actividad del emperador y de Justiniano aprovechan cuanto es dable aquel rato de sosiego y desahogo, y permaneciendo entrambos inmobles para echar el resto de aquel trance en que se cifran el salvamento de la ciudad y de la iglesia. Amanece, y el sultán azorado está viendo la gran torre de madera reducida a cenizas, el foso despejado y la torre de san Román otra vez cabal y poderosa. Se lamenta de su malogro y prorrumpe en la exclamación profana, de que a la palabra de los treinta y siete mil profetas no le precisaron a creer, que semejante obra y en tan breve tiempo quedase restablecida por los infieles.
Tibio y tardío es el socorro de los príncipes cristianos, pero desde los primeros recelos del sitio había Constantino negociado por las islas del Archipiélago, Morea y Sicilia los auxilios más imprescindibles. Desde principios de abril cinco naves crecidas [1383] armadas en corso y mercancía, debían salir de la bahía de Quíos, a no contrarrestarles el viento tenacísimo del norte. [1384] Uno de aquellos bajeles arbolaba el estandarte imperial, y los demás eran genoveses; y todos venían cargados de trigo, centeno, vino, aceite y hortalizas y sobre todo con soldados y marineros para el servicio de la capital. Tras aquella detención angustiosa, una ventolina suave y luego un soplo recio del sur los arrolla por el Helesponto y Propóntide; mas ya la ciudad está cercada por mar y por tierra, y la escuadra turca a la embocadura del Bósforo se tiende allá en media luna de extremo a extremo todo el frente para interceptar, o por lo menos rechazar, a los denodados auxiliares. Todo lector que tenga presente la perspectiva de Constantinopla se hará cargo y se pasmará de la grandiosidad de aquel espectáculo. Las cuatro naves cristianas seguían surcando con joviales alaridos, y al impulso combinado de vela y remo contra la escuadra enemiga de trescientos bajeles, y murallas, campamento y playas de Europa y Asia, están cuajadas de gentío innumerable, que están esperando con ansia el desenlace del grandísimo empeño. Al pronto no ponía dudas el paradero de la lid, pues la superioridad de los musulmanes era desmedida y ajena de toda competencia, y en medio de una bonanza el mayor número, acompañado de valor, no podía menos de quedar triunfante. Pero aquella armada repentina y tosquísima fue labrada no por la inteligencia de un pueblo, sino por el albedrío del sultán, y los turcos en la cumbre de su prosperidad confesaban que Dios les había otorgado el imperio de la tierra y reservado el dominio del mar para los infieles; [1385] repetidas derrotas y una decadencia rapidísima ha ido confirmando la verdad de aquella manifestación. Fuera de catorce galeras de alguna consideración, todo lo restante de aquella armada eran barcos abiertos, construidos torpemente y manejados sin conocimiento, recargados de tropa y faltos de artillería; y por cuanto el denuedo se cifra personalmente en la confianza de su propia fuerza, hasta el jenízaro más valiente está temblando en aquel nuevo elemento. Diestrísimos pilotos guían las grandísimas naves cristianas, tripuladas con veteranos de Italia y griegos, curtidos todos en la práctica y en los peligros del mar; avanzan sus moles a sumergir o arrollar cuantos tropiezos se atraviesan a su tránsito: barre su artillería las aguas; vierten torrentes de fuego líquido sobre sus contrarios, quienes abalanzándose al abordaje, se vienen acercando, y viento y marea favorecen siempre al mejor navegante. En aquel trance los genoveses se arrojan al rescate de la almiranta, ya casi avasallada por el enemigo; y al fin los turcos, de lejos y de cerca quedan completamente rechazados con pérdida de consideración, hasta dos veces. Descuella Mohamed a caballo hacia el extremo de un promontorio para enardecer el denuedo con su voz y su presencia, con mil promesas de galardones, y con el temor, mucho más poderoso que el miedo del enemigo. Ímpetus del alma y ademanes del cuerpo, [1386] todo está remedando las gestiones de los combatientes, y sobándose allá soberano de la naturaleza, aguijonea el caballo y se engolfa por el agua con arrojo furibundo pero infructuoso. Los vituperios redoblados, la gritería del campamento, comprometen los otomanos a tercera refriega más empeñada y sangrienta que las dos anteriores teniendo yo que repetir, aunque indeciso, el testimonio de Franza, quien afirma, por boca de los mismos vencidos, que vinieron a perder en aquel día hasta doce mil hombres. Huyen desbaratados a las playas de Asia y Europa, mientras la escuadrilla cristiana surca intacta y triunfadora las aguas del Bósforo y fondea a su salvo en la bahía, al interior de la bahía, blasonando en alas de su victoria de que todo el poderío turco ha de yacer a sus plantas; al paso que el almirante o capitán bajá viene a consolarse con la herida dolorosa en un ojo culpando a este fracaso como causa principal de su descalabro. Era Balthi Ogli un renegado de la alcurnia de los príncipes búlgaros; ajaba sus timbres de valiente una codicia extremada, y bajo el despotismo, ya monárquico ya popular, toda desventura está arguyendo sumo delito. El desagrado de Mohamed anonada su jerarquía y su carrera. Tiéndenle cuatro esclavos a presencia del soberano en el suelo, y le descargan hasta cien golpes con una barra de oro. [1387] Queda sentenciado a muerte y tiene que implorar la clemencia del sultán, quien se contenta con el castigo más suave de confiscación y destierro. La llegada de aquel socorro resucita las esperanzas de los griegos y está tiznando la vil poltronería de sus aliados occidentales. Millones de cruzados habían ido a sepultarse por los desiertos de Anatolia y los peñascos de Palestina voluntaria y desesperadamente; al paso que la ciudad imperial es de suyo fuertísima y se muestra patente a todo amigo, y un armamento regular o competente de las potencias marítimas ponía en salvo los restos del poderío romano, y sostenía una fortaleza cristiana en el corazón del Imperio otomano. Mas aquella fue la única y endeble tentativa para el rescate de Constantinopla: las potencias remotas se desentendieron de todo peligro, y el embajador de Hungría, por lo menos de Huniades, se halló en el mismo campamento del sultán para descargarle de zozobras y estar dirigiendo las operaciones del sitio. [1388]
Mal pueden los griegos internarse por los arcanos del diván, mas vienen a conceptuar que su resistencia tenaz y a todas luces asombrosa, ha de acosar o quebrantar la perseverancia de Mohamed. Está con efecto ideando su retirada y va a levantarse el sitio, cuando los celos ambiciosos del segundo visir contrarrestan el dictamen de Calil Bajá, quien sigue manteniendo su correspondencia reservadísima con la corte bizantina. Se da por desahuciada la rendición de la capital, mientras no se entable un sistema doble de avance por la bahía, al par que por el de tierra; mas permanece inaccesible la bahía, pues sostienen la cadena incontrastable de Constantinopla ocho buques grandiosos y más de veinte menores, con varias galeras y lanchones, y en vez de arrollar aquel tropiezo, los turcos podían recelar una salida naval y otro encuentro en alta mar. En medio de aquel vaivén, el numen de Mohamed viene a idear y ejecutar un plan portentoso; a saber, el de ir transportando por tierra sus bajeles y sus almacenes desde el Bósforo hasta la parte superior de la bahía. La distancia será como de diez millas [16,09 km]; el terreno es quebrado y cubierto de maleza, y por cuanto hay que despejar el rumbo tras el arrabal de Gálata, para en manos de los genoveses la alternativa de tránsito expedito o total exterminio. Aquellos mercaderes egoístas están desde luego ansiando la fineza de ser los postreros en el degüello general; y el atraso en el arte se suple con los brazos a miles de miles a cual más solícito y brioso. Se allana la travesía y se cuaja de fuertísimos tablones y para suavizar el paso se embarniza y se engrasa con enjundia de infinitas cosas. Se harán ochenta galerillas o bergantines de más o menos remos en la playa del Bósforo; se van colocando sobre rollos y se van trayendo al empuje de brazos y garruchas. Van de guías o pilotos dos conductores al timón y a la proa de cada bajel; se da la vela si favorece el viento, y todo se vuelve aclamación y gritería. En una sola noche, aquella escuadrilla turca trepa a la loma y resbala por la llanura, y entra por los bajíos de la bahía a larga distancia de las naves más asoladoras de los griegos. La entidad de aquella empresa se abulta más con el pavor por una parte y la confianza por otra que acarrea desde luego; pero el hecho patente se ostenta a presencia de todos, y suena por los escritos de ambas naciones. [1389] Ya los antiguos habían echado mano de igual ardid. [1390] Las galeras otomanas, tengo que repetirlo, venían a ser lanchones; y si cotejamos los buques y la distancia, los tropiezos y los medios, el decantado portento [1391] se ha visto quizás igualado por el ingenio moderno. [1392] Señorea Mohamed lo alto de la bahía con escuadra y ejército, construye en las angosturas un puente, o sea muelle de cincuenta codos [21 m] de anchura y cien [42 m] de longitud; se forma de barriles o toneles; se enmadera por encima, se afianza con cadenas y se entablona con solidez. Sitúa una pieza de gran calibre sobre aquella batería flotante, mientras las galeras con tropa y escalas se acercan al punto más accesible, ya antes asaltado allá por los conquistadores latinos. Tal vez fue la reprensible flojedad de los sitiados en no arrasar aquellas obras a medio construir; pero el fuego superior arrolló y acalló al inferior; y aunque acuden luego vigilantes a quemar de noche los barcos y el puente del sultán, su desvelo les ataja el intento, sus galeones de vanguardia fenecen o se rinden y se les asesinan atrozmente en el acto hasta cuarenta mozos sobresalientes entre griegos e italianos, sin que se alivie la pesadumbre del emperador con el desagravio justo, aunque cruelísimo, de clavar por la muralla las cabezas de doscientos sesenta musulmanes. Tras aquel sitio de cuarenta días no cabe ya sortear el paradero de Constantinopla. Desfallece la escasa guarnición para acudir a las dos llamadas contrapuestas. La artillería otomana va desmantelando aquellos antemurales que descollaron por largos siglos contra todo embate; son ya varias las brechas patentes, y junto a la puerta de san Román, yacen arrasadas cuatro poderosas torres, y Constantino tiene que acudir a despojar las iglesias con el compromiso del cuádruple para ir pagando la tropa desmandada y endeble, con cuyo sacrilegio da nuevo campo a los insultos de todo enemigo de la unión. La tea de la discordia menoscaba los restos de las fuerzas cristianas; los auxiliares genoveses y venecianos se pelean por la preeminencia en sus servicios respectivos, y luego Justiniano y el duque, cuya ambición sigue desaforada en medio de tan sumo peligro, se están tildando mutuamente de traición y cobardía.
Habían ya sonado, durante el sitio, tal cual vez las voces de paz y capitulación, y aun se cruzaron entre el campamento y la ciudad algunos mensajes. [1393] El emperador griego tiene que amainar con la adversidad, y se aviniera desde luego a términos compatibles con su decoro y el de la religión. Ansioso está el turco de derramar la sangre, y anhela todavía más el afianzar para sí propio los tesoros bizantinos, y cumplía con una obligación sagrada en brindar a los Gabures con la elección de tributo, circuncisión o muerte. Colmada podía quedar la codicia de Mohamed con la suma anual de cien mil ducados; pero su ambición se aferra en la capital de Oriente; ofrece un equivalente grandioso al príncipe, y tolerancia, o despido sin quebranto; pero tras largos vaivenes se clava en la resolución de hallar trono o sepultura ante los muros de Constantinopla. Acendrado pundonor, y la zozobra de vituperio universal, atajan a Paleólogo el oprobio de entregar la ciudad a las garras del otomano, y se empeña en arrostrar los extremos postreros de la guerra. Emplea el sultán varios días en los preparativos del asalto, y se alarga el plazo para cumplir con los anuncios de su predilecta astrología, que fija en el veintinueve de mayo el día infausto o venturoso del empeño. Por la noche del veintisiete expide sus órdenes terminantes; junta a los jefes militares y reparte sus soldados por el campamento para pregonar la obligación y los motivos de tan arriesgada empresa. El temor es el gran móvil de todo gobierno despótico, y sus amagos se expresan en el estilo oriental, y son que todo fugitivo o desertor, aun cuando tenga las alas de un ave, [1394] no ha de sortear su justicia inexorable. De padres cristianos nacieron los más de sus bajaes jenízaros, pero tienen ya encarnados los timbres del nombre turco, y en medio de la renovación perpetua de individuos, la adopción los va empapando en los arranques de la legión, regimiento y compañía, que reinan más y más con el remedo y la disciplina. Se exhorta en aquel empeño sagrado a todo mahometano, para que purifique su alma con la plegaria y sus cuerpos con siete lavatorios, y que se abstenga del más mínimo alimento hasta el fin del día siguiente. Se reparten a tropel los derechos o cánones por las tiendas, para infundir a todos el afán del martirio y la confianza de mocedad irracional por las vegas y vergeles del paraíso, en los brazos de vírgenes ojinegras. Mohamed se ciñe a galardones temporales y patentes; paga doble a las tropas victoriosas: «Míos son —dice—, ciudad y edificios, pero allá va para vosotros, valientes, cautivos y despojos, los tesoros de metales y hermosuras; sed ricos y sed felices, varias son las provincias de mi Imperio, el guerrero denodado que allá trepe ante todos al muro de Constantinopla, gobernará la más rica y populosa, y mi agradecimiento le agolpará blasones y caudales, muy superiores a los sueños de su esperanza». Arde la tropa turca en general entusiasmo, menospreciando la vida y ansiando la refriega. Todo es alarido y gritería: «Dios es Dios; no hay más que un Dios, y Mahoma es el apóstol de Dios»; [1395] y mar y tierra, desde Gálata hasta las siete torres centellean con el resplandor de los fuegos nocturnos.
Diversísima es la situación de los cristianos, quienes a voces y con quejidos amargos están llorando las culpas y el castigo de sus pecados. Sale en solemne procesión la imagen celestial de la Virgen, mas aquella divina Patrona ensordece a sus plegarias; claman contra el emperador por su tenacidad en rehusar una rendición oportuna, anticipando su horrorosa suerte, y suspiran ya todos por el sosiego de la servidumbre turca. Convoca a palacio la primera nobleza y a los aliados más valientes, para disponerles en la noche del veintiocho para su desempeño en el peligro sumo del asalto general. La última arenga de Paleólogo es el sermón de exequias del Imperio Romano. [1396] Promete, insta, y en vano se esmera en infundir la esperanza que murió en su propio pecho. Todo asoma lóbrego y sin consuelo, y ni el Evangelio ni la Iglesia proponen galardón alguno esclarecido a los prohombres que expiran por su patria; pero el ejemplo de su príncipe y el encierro de un sitio ha escudado aquellos guerreros con el valor de la desesperación, y la escena trágica descuella con los afectuosos arranques de Franza, que estuvo presenciando aquella reunión tristísima. Lloran, se abrazan, comprometen sus vidas prescindiendo de haberes y familias, y cada caudillo, acudiendo a su puesto, conserva toda la noche una vela ansiosa sobre la muralla. Entra el emperador con algunos leales en la gran basílica de Santa Sofía, que en breves horas ha de parar en mezquita, y recibe compungidamente con ayes, lágrimas y plegarias el sacramento de la sagrada comunión. Descansa un rato en palacio, que está resonando con alaridos y lamentos; anda pidiendo perdón a cuantos puede haber agraviado, [1397] y monta a caballo para ir visitando los puntos y observar los movimientos del enemigo. El conflicto y vuelco del postrer Constantino campea con mayor timbre que la prosperidad dilatada de los Césares bizantinos.
En la ceguedad de lobreguez profunda puede un asalto lograr el intento; pero en aquel grandísimo y general avance, el tino militar y la cavilación astronómica de Mohamed le aconsejan que espere hasta el amanecer de aquel memorable veintinueve de mayo del año 1453 de la era Cristiana. La noche había sido vigorosamente empleada; tropas, artillería y fajinas se abocan sobre la orilla del foso, que por varios puntos está ya ofreciendo tránsito obvio y suave para la brecha; y las ochenta galeras están ya como tocando con sus proas y sus escalas las murallas tal vez indefensas de la bahía. Reina el silencio bajo pena de la vida, pero el eco inevitable del movimiento no se sujeta a la disciplina y ni al miedo, ata cada cual su lengua y contiene sus pisadas, pero la marcha y faena de tantos miles no puede menos de causar allá una confusión de vocería descompasada, que suena en el oído de los escuchas de las torres. Amanece, y sin disparar el cañonazo de la madrugada, asaltan los turcos por mar y por tierra el recinto entero, y la semejanza de una cuerda redoblada y retorcida se aplicó a la extensión y continuidad de su línea de avance. [1398] Encabezan la hueste los cuerpos ruines; tropel que pelea voluntariamente sin mando ni arreglo, de ancianos y niños de campesinos y vagos, y de cuantos acudieron a ciegas al campamento con la esperanza confusa de presa y martirio. Allá el empuje de la turba los arrebata hasta la muralla misma; los trepadores más arrojados yacen luego en el foso; y toda flecha, toda bala de los cristianos, se emplea aventajadamente en la maciza muchedumbre. Pero ya en aquel primer afán desfallecen las fuerzas y escasean los pertrechos; los mismos cadáveres van cuajando el foso, y sostienen las huellas de sus compañeros, y en suma la muerte de toda aquella vanguardia aventurada se les hace más provechosa que la vida. Asoman las tropas de Anatolia, y Romanía a las órdenes de sus bajaes y caudillos respectivos; su avance varía y titubea; pero tras refriega de dos horas se sostienen los griegos sin quebranto, y entonces suena más pura la voz del emperador alentando a su soldadesca para coronar con su tesón redoblado el rescate de su patria. En aquel trance decisivo descuellan los jenízaros, fuertes, pujantes e incontrastables, el mismo sultán a caballo con una maza de hierro en la mano, es el observador y juez de su denuedo; le escoltan hasta diez mil de sus tropas palaciegas y reservadas siempre para los momentos más críticos de toda refriega, y su vista y su voz van disparando la oleada del combate. Se colocan detrás de la línea los ejecutores de la justicia para impeler, conducir o castigar, y si el peligro arredra por el frente, oprobio y muerte inevitable atajan por la retaguardia a los fugitivos. Todo alarido de susto y dolor queda ahogado con la música marcial de tambores, clarines y timbales, y la experiencia tiene comprobado que la operación mecánica del sonido, avivando más y más el giro de la sangre y de los espíritus, obra más ejecutivamente sobre la máquina humana, que la racionalidad del pundonor y de la elocuencia. Atruena la artillería otomana de la línea, de las galeras y del puente, y campamento y ciudad, griegos y turcos quedan envueltos con un nublado de humo que tan sólo puede venir a despejarse con el rescate total, o el vuelco del Imperio Romano. Las lides particulares de tantos héroes históricos o fabulosos embelesan la fantasía, y cautivan tal vez nuestros afectos, la maestría de evoluciones grandiosas enteran al entendimiento, y van siempre perfeccionando una ciencia perniciosa, pero imprescindible, y en el cuadro siempre igual, odiosísimo de un asalto general, todo se vuelve sangre y horror y confusión, y no me he de empeñar, mediando ya más de tres siglos y la distancia de centenares de millas, en ir especificando lances a oscuras, y en los cuales los individuos mismos son incapaces de conceptuarlos adecuadamente.
Puede atribuirse la pérdida ejecutiva de Constantinopla a la flecha o bala que atraviesa el puño de Juan Justiniano. La vista de su sangre y el dolor agudísimo, quebrantan el tesón del caudillo, cuyas armas y disposiciones constituyen el resguardo más poderoso de la ciudad. Retírase de un punto en busca de facultativo, pero el emperador le sale al encuentro, y prorrumpe enconado: «Leve es la herida, el peligro extremado y vuestra presencia imprescindible; ¿y adónde tratáis de retiraros?». Pero él mismo escribe: «Contesta ya trémulo el genovés, que Dios acaba de abrir a los turcos» y entonces pasa ejecutivamente por una de las brechas de la muralla interior. Con esta acción cobarde tizna los timbres de su vida militar, y su propio vituperio y el de las gentes acibaran de muerte los pocos días que sobrevivió en Gálata o en la isla de Quíos. [1399] La generalidad de los auxiliares latinos sigue aquel ejemplo, y cabalmente amaina la defensa cuando se enardece más el avance. Son los otomanos cincuenta, y tal vez ciento tantos como los cristianos; entrambas murallas yacen reducidas a escombros por la artillería; en un recinto de millas, puntos ha de haber más accesibles y poco defendidos, y en arrollando el sitiador un solo tránsito, queda ya perdida la ciudad entera. El primero que se granjea el galardón del sultán es el jenízaro Hasán, agigantado y forzado en extremo. Con la cimitarra en una mano y el escudo en la otra, trepa por la fortificación exterior, y de los treinta jenízaros sus competidores, fenecen hasta dieciocho en el arriesgado intento. Descuellan ya en la cima Hasán y sus doce camaradas; derrumban al gigante; se rehace sobre una rodilla, mas le acosan de todo punto las saetas y las piedras en incesante redoble. Mas aquel encumbramiento demuestra que es asequible la empresa; un enjambre de turcos cuaja al punto las murallas y torres, y los griegos volcados de su situación aventajada, yacen hollados por la redoblada muchedumbre. En medio de la inundación [1400] el emperador desempeñando heroicamente el cargo excelso de general y la lid encarnizada de un soldado, estuvo largo rato patente y al fin desaparece. La nobleza que le rodea sostiene hasta su postrer aliento los esclarecidos nombres de Paleólogo y Cantacuzeno; se está oyendo aquella exclamación trágica: «¿No acudirá algún cristiano a cortarme la cabeza?» [1401] y su postrer zozobra fue la de caer vivo en manos de los infieles. [1402] La desesperación cuerda de Constantino arroja la púrpura; en el remolino, viene a caer por una mano desconocida y su cuerpo queda sepultado bajo un monte de muertos. Con su desaparición, ya no hay asomo de orden ni de resistencia; huyen los griegos al interior de la ciudad, y muchos fenecen ahogados junto a la puerta de san Román por las estrecheces de sus callejuelas. Rompen desaforadamente los turcos victoriosos, y desembocan por las brechas de la muralla interior, y al internarse por las calles, tropiezan luego con sus hermanos, que arrollan también al enemigo por la puerta de Fenar, hasta la parte de la bahía. [1403] Degüellan en el primer ímpetu más de dos mil griegos; mas luego la codicia sobrepuja a la crueldad, y los vencedores confiesan que se avinieran luego a dar cuartel, si el tesón del emperador y de sus tercios selectos no les precisase a la refriega incontrastable de extremo a extremo de la capital. Así pues, tras un sitio de cincuenta y tres días, Constantinopla, fundadora del poderío de Cosroes y del chagan y de los califas, quedó irreparablemente sojuzgada por las armas de Mohamed II. Tan sólo volcaron su imperio los latinos, pero sus conquistadores musulmanes hollaron en el polvo su religión. [1404]
La oleada de la desventura corre o vuela desaforadamente, por los ámbitos inmensos de Constantinopla, y va disipando todavía, por los barrios más remotos la ignorancia de boca de su exterminio. [1405] Pero con el pavor general; con el afán de los arranques amistosos y sociales, en medio del estruendo y los vaivenes del asalto, el desvelo sería general por todos sus extremos, y no me cabe creer que los jenízaros viniesen a despertar de su profundo y apacible sueño. Cerciorados todos del fracaso general, quedan al pronto vacíos albergues y conventos, y el vecindario trémulo se arremolina por las calles, como grey de vivientes apocados, como el desvalimiento con su mutuo arrimo alcanza a construir algún resguardo, o con la esperanza aérea de que en medio del gentío, cada individuo pudiera quedar allá invisible y en salvo. Agólpanse todos disparados en el templo de Santa Sofía; rebosan en menos de una hora, santuario, coro, presbiterio, y galerías altas y bajas, de infinitos padres, maridos, madres, niños, clérigos, monjes y monjas; se atrancan las puertas por el interior, y acuden al amparo del cimborio sagrado, aborrecido poco antes como edificio profano y envilecido. Estriba su confianza en la profecía de un entusiasta o impostor; a saber, que llegaría el caso de entrar los turcos en Constantinopla y azotar a los romanos hasta la columna de Constantino en la plaza de Santa Sofía; pero que sería aquel cabalmente el término de sus quebrantos; que se apearía un ángel del cielo, con espada en mano, y con aquella arma celeste entregaría el Imperio a un pobrecillo sentado al pie de la columna. «Toma esa espada —le dirá—, y trata de vengar al pueblo del Señor». Al eco de aquellas palabras incitadoras, huirán precipitadamente los turcos, y los romanos victoriosos los ahuyentarán desde el Occidente y de toda Anatolia, hasta el confín de Persia. Con este motivo, Ducas con algún despejo y con suma verdad, vitupera la tenacidad y las discordias de los griegos. «Aun cuando apareciera el ángel —prorrumpió el historiador—, ofreciendo exterminar nuestros enemigos, si quisierais aveniros a la unión de la Iglesia, desecharéis en aquel trance decisivo, vuestro salvamento y engañaréis a vuestro Dios». [1406]
Al estar esperando la bajada de aquel ángel tardío, redoblados hachazos destrozan y franquean las puertas, y no mediando resistencia, sus manos desembarazadas se emplean en ir entresacando y afianzando los prisioneros. Mocedad, hermosura y visos de riqueza cautivan sus inclinaciones, y el derecho de propiedad se divide entre ellos con la anterioridad de preso, fuerza personal o autoridad de mando. En una hora amarran a los varones con cuerdas, y a las hembras con sus velos o ceñidores. Encadenan a los senadores con sus propios esclavos; prelados con porteros de la misma iglesia, y meros plebeyos con damas principales, cuyos rostros habían sido invisibles para el sol y para su propia parentela. Quedan las jerarquías arrasadas por el cautiverio; y quedan también cortados todos los vínculos de la naturaleza, sin que el soldado empedernido haga el menor aprecio del gemido del padre, el llanto de la madre, ni los lamentos del niño. Las más extremadas en sus alaridos son las monjas, arrebatadas del altar con sus pechos descubiertos, las manos desencajadas y desgreñada su cabellera, cumpliéndonos suponer que poquísimas antepondrían los desvelos del harem a las canturrias del monasterio. Desventurado vecindario, grey postrada, que va pasando de a cientos y miles por las calles en redobladas sartas, y amagos y golpes les avivan el paso, pues el afán de los vencedores se cifra principalmente en el cebo de más y más presas. Igual desenfreno está reinando en todas las iglesias y monasterios, en todos los palacios y viviendas de la capital, y ni lugar sagrado ni recóndito alcanza a escudar las personas o los haberes de los moradores. Más de sesenta mil de aquel trémulo gentío van a parar al campamento y a la escuadra, trocados o vendidos, según el antojo de sus dueños, y desparramados en lejana servidumbre, por las provincias del Imperio otomano; y entre aquel inmenso rebaño, vamos a entresacar algunos individuos descollantes. Cabe al historiador Franza, primer camarero y secretario íntimo, la misma suerte, con toda su familia. Yace esclavo por cuatro meses, padeciendo tropelías sin cuento, recobra su libertad; luego al invierno asoma por Andrinópolis, y logra rescatar a su mujer de manos del mir bashi, o caballería mayor; pero sus dos hijos, en la flor de su mocedad y su hermosura, se entresacan para el uso del mismo Mohamed. Fallece la niña de Franza en el serrallo, tal vez todavía doncella; su hijo de quince años, antepone la muerte a su afrenta, y el regio amante lo traspasa por su propia mano a puñaladas. [1407] Hecho tan atroz repugna a la humanidad, sin admitir en desagravio el rasgo verdaderamente garboso de rescatar a una matrona griega con sus dos hijos, por una oda latina de Filelfo, casado en aquella familia esclarecida. [1408] El engreimiento inhumano de Mohamed se regalara en extremo con la posesión de un legado romano; pero la maña del cardenal Isidoro burla toda pesquisa, y se salva de Gálata en traje plebeyo. [1409] Los bajeles italianos de guerra y mercancía están todavía ocupando la cadena y entrada de la bahía exterior. Descuellan con su valor durante el sitio, y aprovechan el trance de su salvamento, mientras la marinería turca anda dispersa tras el saqueo de toda la ciudad. Al dar la vela cubre el gentío suplicante y lloroso, con mil alaridos la playa entera, mas no es dable tan inmenso transporte, y venecianos y genoveses tienen que ceñirse a sus propios paisanos; pues en medio de las promesas grandiosas del sultán, el vecindario de Gálata desampara sus albergues, embarcando sus alhajas y sus ropas.
En la toma y saqueo de las ciudades populosas, el historiador está sentenciado a la repetición del pormenor idéntico de un fracaso invariable, pues el mismo desenfreno ha de acarrear los propios estragos, y en reinando aquel enfurecimiento, pequeñísima es por cierto la diferencia entre naciones cultas o montaraces. En medio de los clamores confusos del odio y el fanatismo, no se tilda a los turcos de excesivo derramamiento de sangre cristiana; pero según sus máximas las mismas de toda la Antigüedad, todo vencido se desprendió de la vida, y el galardón legal del vencedor estriba en la posesión, la venta, o el rescate, de sus cautivos de ambos sexos. [1410] Otorga el sultán las riquezas de Constantinopla a su tropa victoriosa, y el apresamiento de una hora prepondera al afán de largos años. No hay reparto arreglado, y la cuota de los despojos no se proporciona con los respectivos merecimientos, y los sirvientes del campamento son los apresadores del premio de los valientes, sin alternar en la fatiga y el peligro de la refriega. El pormenor de sus hurtos carece de amenidad y de instrucción, y el total del conjunto en el postrer desamparo del Imperio ha venido a regularse en cuatro millones de ducados; [1411] y aun de esta suma, cierta porción correspondía a venecianos, genoveses, florentinos y comerciantes de Ancona. Aquellos advenedizos iban redoblando sus fondos con el vaivén del giro; pero los haberes del vecindario griego se presentaban ostentosamente en sus palacios, en sus alhajas y en sus tesoros recónditos, ya de ricos metales en barra, o bien guardados en moneda antigua y corriente, temerosos todos de tener que aprontarlos para la defensa de su patria. El mismo cimborio de Santa Sofía (tras tanta queja de profanación de iglesias y monasterios) aquel cielo terrenal, segundo firmamento, alcázar de querubines, y solio de la gloria del mismo Dios, [1412] queda despojado de las ofrendas de siglos, y oro, plata, perlas y joyas, con los vasos y ornamentos sacerdotales, se destroza todo malvadamente para el servicio del público. Se desnuda a las imágenes divinas de cuanto se hace apreciable para los ojos profanos, arden tela o madera, se pisan o se trasladan a las caballerizas o a las cocinas, para los servicios más ínfimos. Pero aquel ejemplar sacrílego es un remedo de cuanto hicieron allá los conquistadores latinos de Jerusalén y de Constantinopla; y aquellas tropelías cometidas con Cristo, con la Virgen y con los santos por los criminales filósofos, se repiten ahora por los musulmanes con los monumentos de la idolatría. Tal vez algún filósofo, desentendiéndose del clamoreo general, advertirá, que en la ya suma decadencia de las artes, no servían los artefactos, más apreciables que su mismo trabajo, y que la maña sacerdotal y la creencia popular aprontarían un nuevo surtido de visiones y de milagros. Con más veras llorará el malogro de las bibliotecas bizantinas, asoladas o dispersas en el trastorno general; ciento veinte mil manuscritos vinieron a desaparecer, [1413] vendiéndose a diez volúmenes por ducado, y el mismo precio afrentoso, quizás muy alto para un estante de teología, comprendía las obras de Aristóteles y de Homero, esto es, los partos más esclarecidos de la ciencia y de la literatura griegas. Pero el ánimo se desahoga un tanto recordando que gran parte de nuestro tesoro ilustre e imponderable vino a salvarse en Italia, y luego los artistas de un pueblo de Germania inventaron una máquina que burla los embates del tiempo y de la barbarie.
Desde la madrugada del memorable veintinueve de mayo, todo es robo y desenfreno en Constantinopla, hasta por la tarde en que el mismo sultán [1414] fue pasando triunfalmente desde la puerta de san Román. Acompañantes, visires, bajaes, guardias, cada cual (dice el historiador bizantino) brioso como Hércules, certero como Apolo, e igual en la refriega a diez de la ralea vulgar de los mortales. Va mirando el vencedor [1415] con asombro y satisfacción la perspectiva extraña y esplendorosa de templos y palacios, tan sumamente ajenos del estilo oriental en arquitectura. En el hipódromo o atmeidan le embarga la vista aquella columna con las tres serpientes enroscadas, y en prueba de su pujanza destroza con su maza de hierro la quijada inferior de uno de los tres monstruos, [1416] que para el concepto de los turcos, eran los ídolos o ensalmos de la ciudad. Se apea a la puerta principal de Santa Sofía, y se adelanta por la nave principal, y tan sumo es el esmero con que mira por aquel grandioso monumento de su gloria que advierte cómo un musulmán desaforado está destrozando el pavimento de mármol, y le amaga con su cimitarra que habiendo otorgado a la soldadesca los despojos y los cautivos, los edificios públicos y particulares quedaban reservados para el príncipe. Manda al punto, que la metrópoli de la Iglesia oriental quede trocada en mezquita; se despoja de los instrumentos riquísimos y portátiles de la superstición; se estrellan las torres y paredes cuajadas todas de imágenes y mosaicos, quedan tersas y purificadas, reduciéndolas a su mera y primitiva sencillez. Ya en el mismo día, o en el viernes siguiente, el muezín o pregonero trepa a la torre más empinada, y vocea el esan o brindis público, en nombre de Dios y del Profeta; el imán se pone a predicar, y Mohamed II desempeña el namas de la plegaria y del nacimiento de gracias en el retablo mayor, donde lo acababan de celebrar los mismos cristianos, ante el postrero de los Césares. [1417] De Santa Sofía se encamina a la mansión augusta, pero ya desolada, de un centenar de sucesores del gran Constantino, y que en poquísimas horas quedó despojada de todo su boato imperial. Le asalta una reflexión tristísima sobre los vaivenes de la grandeza humana, y repetía un dístico elegante de la poesía persa: «Tejiendo ha estado la araña su tela en el alcázar suntuoso, y la lechuza aulló su ronquido sobre las torres de Afrasiab». [1418]
Mas no se da su afán por satisfecho, ni conceptúa colmada su victoria, mientras ignore el paradero de Constantino; si huyó, feneció o cayó prisionero. Claman los jenízaros por el galardón de su muerte; descubren por fin su cadáver, hacinado con otros; por el distintivo de las águilas bordadas de su calzado, reconocen los griegos con pesadumbre mortal la cabeza, pero Mohamed, después de tenerla vilmente colgada, otorga al difunto, ostentando su sangriento triunfo, unas exequias decorosas. [1419] Entonces, Lucas Notaras, gran duque [1420] y primer ministro del Imperio, es ya el prisionero de mayor posición. Al rendir su persona y tesoros a las plantas del vencedor, le pregunta airado con ceño el sultán: «¿Cómo no se han empleado esos tesoros en defensa del príncipe y de la patria?». «Eran vuestros —contesta el esclavo—, y Dios los reservó para esas manos». «Si los teníais reservados, para mí —le replica—, ¿cómo habéis osado retenerlos tanto tiempo, con resistencia infausta e infructuosa?». Alega el gran duque la tenacidad de los advenedizos y algún estímulo reservado del visir primero; y tras aquella conferencia pavorosa, Mohamed lo despide afianzándole indulto y amparo. Se allana también Mohamed a visitar su esposa, princesa venerable, traspasada de quebranto y enfermiza, esmerándose en consolarla con temple halagüeño y expresivo, con todo el ademán de la sencilla humanidad y de sumo y filial acatamiento. Abarca el mismo rasgo de clemencia a todos los magnates, rescatando a varios con su propio caudal, y por algunos días se están manifestando como padre y amigo del pueblo vencido. Mas luego se trueca el teatro, y está regando el hipódromo con la sangre de los principales cautivos. Abominan los cristianos de su crueldad alevosa, y engalanan con matices brillantísimos el martirio del gran duque y sus dos hijos, atribuyendo su muerte a la negativa caballerosa de entregar sus niños a la lujuria del soez tirano. Mas allá un historiador bizantino apunta descuidadamente la especie de conspiración, rescate y auxilios italianos; la traición era de suyo esclarecida; pero todo rebelde que se aventura gallardamente, por el mismo hecho vende su vida, y no cabe vituperar a un vencedor en punto a exterminar al enemigo que desmereció su confianza. El sultán victorioso regresa el dieciocho de junio a Andrinópolis, y se sonríe al recibir embajadas, a cual más pomposa y rendida, de los príncipes cristianos, que están ya viendo su propio exterminio tras el derrumbe del Imperio oriental.
Yace Constantinopla muda y asolada, sin príncipe y sin vecindario; mas no cabe apearla de aquella situación incomparable que la ensalza para ser la metrópoli de un imperio poderoso; y el numen de su propio solar ha de triunfar en todo tiempo de los embates de los siglos y de la suerte. Bursa y Andrinópolis, antiguos solios de los otomanos, se desdoran con su postración en clase de meras capitales de provincia; y Mohamed II y sucesores plantean y realzan el suelo preferente y de suyo imperioso escogido allá por Constantino. [1421] Quedan arrasadas cuerdamente las fortificaciones de Gálata, que pudieran servir de resguardo a los latinos; pero el estrago de la artillería turca se repara muy pronto; y antes del mes de agosto, ya se había acopiado la cal necesaria para el restablecimiento de las murallas. Dispone ya el vencedor de edificios y solares, usando de su albedrío; repara ante todo un espacio de ocho furlongs [1608 m], desde el extremo del triángulo para el restablecimiento de su alcázar o serrallo. Allí es donde el Gran Señor (como lo apellidaron enfática y vilmente los italianos) empapado en sensualidad irracional, está como señoreando Europa y Asia; pero ni su persona, ni sus playas están siempre a salvo de los embates de armada enemiga. La excelsa catedral de Santa Sofía, constituida ya mezquita, se granjea pingües rentas, se corona de empinados minaretes, y se ameniza con alamedas y fuentes en derredor, para la devoción y recreo de los musulmanes. Siguen aquel decorado en todos los jami o mezquitas regias, construyendo la primera el mismo Mohamed, sobre los escombros de la iglesia de los santos Apóstoles, y el panteón de los emperadores griegos. Al tercer día de la conquista, el sepulcro de Aba Ayub, o Job, sólo se aparece en una visión, después de haber fenecido en el primer sitio por los árabes, y ante la tumba de aquel mártir se ciñe siempre el sultán la espada del Imperio. [1422] Ya Constantinopla no corresponde a un historiador romano, ni me pararé a ir delineando los edificios civiles y religiosos que se profanaron, o erigieron por el dominio turco; se renueva luego el vecindario, y a fines de diciembre ya cinco mil familias de Anatolia y Romanía habían obedecido al mandato imperial, y bajo pena de muerte, tuvieron que avecindarse en la capital. Súbditos mahometanos están ya resguardando con su muchedumbre y su lealtad al solio de Mohamed; pero su política atinada va recogiendo los restos de las familias griegas, que acuden en tropel bajo el salvoconducto de vidas, libertad y ejercicio cabal de su religión. El ceremonial de la corte bizantina previene las mismas formalidades antiguas para la elección e investidura del patriarca. Se horrorizan y se complacen alternativamente; están viendo al sultán entronizado, que devuelve a manos de Genadio el báculo pastoral, símbolo de aquel excelso cargo eclesiástico; conducen al patriarca a la puerta del serrallo, le entregan un caballo arrogante, riquísimamente enjaezado, y encarga a los visires y bajaes que lo acompañen al palacio de su nueva residencia. [1423] Se dividen los templos de Constantinopla entre las dos religiones; se deslindan sus distritos; y hasta que la quebrantó Selim, nieto de Mohamed, los griegos [1424] estuvieron por más de sesenta años disfrutando aquella partición equitativa. Al arrimo de los individuos del diván, que deseaban sortear el fanatismo del sultán, cuantos abogan por los cristianos intentan alegar que la división fue un acto, no de generosidad, sino de justicia; no un otorgamiento sino un contrato, y si la mitad de la población se había tomado por asalto, la otra mitad se había rendido al resguardo de una capitulación sagrada. En realidad el acta de la concesión había desaparecido en el fuego, pero los jenízaros ancianos testimonian el convenio, y su juramento venal es de más peso para el concepto de Cantemir que el recuerdo positivo y unánime de la historia de aquel tiempo. [1425]
Quedarían allá para el despotismo turco los escasos trozos del reino griego en Asia y en Europa, pero el remate o final de las dos primeras dinastías [1426] que reinaron en Constantinopla terminaron la decadencia y ruina del Imperio Romano en Oriente. Los déspotas de Morea, Demetrio y Tomás, [1427] hermanos ya únicos del último Paleólogo, quedaron atónitos con la muerte del emperador Constantino y el exterminio de la monarquía. Desahuciados de todo resguardo, tratan al par de la nobleza, que se aúna con ellos, de albergarse por Italia, fuera del alcance de los turcos; pero el sultán victorioso desvanece sus zozobras, contentándose con un tributo de doce mil ducados; y mientras su ambición va más y más escudriñando islas y continente, para abalanzarse a su presa, se desentiende allá de Morea, por todo un desahogo de siete años. Pero en aquella misma temporada de tregua, menudean tropelías, desavenencias y desamparo. El hexamilion, el valladar del istmo, tantas veces erigido y volcado, no era defendible por largo tiempo con trescientos flecheros italianos; empuñan los turcos las llaves de Corinto; regresan siempre de sus correrías cargados de presas y acompañados de cautivos, y todo lamento de los griegos atropellados se oye allá con indiferencia o menosprecio. Los albanos, ranchería vagarosa de salteadores y pastores, plagan aquella península con sus robos y matanzas; imploran ambos déspotas el auxilio bochornoso y expuestísimo del bajá confinante, y tan pronto como apacigua la rebelión, los alecciona para su conducta venidera. Ni vínculos de sangre, ni juramentos repetidos a millares con la comunión y ante los altares, ni la potestad más apremiante de la necesidad, alcanzan a zanjar, ni aun a suspender sus discordias caseras. Entrega más y más a fuego y sangre sus respectivos patrimonios; limosnas y socorros del Occidente allá se desperdicia todo en mutuas hostilidades, ejercitando únicamente sus potestades en ejecuciones bárbaras y arbitrarias. El conflicto y la venganza del competidor desvalido lo hacen acudir al árbitro supremo, quien hecho cargo de la madurez de sus intentos, se declara Mohamed amigo y amparador de Demetrio, y marcha a Morea con fuerzas irresistibles; toma posesión de Esparta, y prorrumpe: «Suma es tu flaqueza para enfrenar provincia tan díscola; esposa mía será vuestra hija, y pasaréis el resto de vuestra vida con decoroso desahogo». Suspira Demetrio y se conforma; entrega hija y castillos, sigue hasta Andrinópolis a su soberano y su yerno, donde recibe para su mantenimiento y el de sus secuaces, una ciudad en Tracia y las islas adyacentes de Lemnos, Imbros y Samotracia. Se le incorpora al año siguiente un compañero de desventura, el postrero de la alcurnia Comnena, quien tras la toma de Constantinopla por los latinos, había fundado un imperio nuevo, sobre la costa del Mar Negro. [1428] Mohamed, al ir sojuzgando Anatolia, se empeña en cercar con ejército y armada la capital de David, quien se titula con arrogancia emperador de Trebisonda; [1429] y la negociación se cifra en una pregunta breve y terminante: «¿Os acomoda afianzar vida y tesoros, cediendo el reino; o más bien os empeñáis en malograr vida, tesoros y reino?» Ríndese el apocado Comneno a su pavor, y al ejemplo de un vecino musulmán, el príncipe de Sínope, [1430] quien a una intimación idéntica le había entregado una ciudad fortificada, con cuatrocientos cañones y diez o doce mil soldados. Cúmplese cabalmente la capitulación de Trebisonda, y trasládase el emperador con su familia a un castillo en Romanía; mas por una leve sospecha de corresponderse con el rey de Persia, David, con toda la alcurnia Comnena, fenece sacrificado al encono o la codicia del vencedor. Ni tampoco alcanza el entronque de suegro a escudar al desventurado Demetrio contra el destierro y la confiscación; pero el sultán se conduele con menosprecio de su rendida sumisión, traslada sus secuaces a Constantinopla, y acude a su desamparo con una pensión de cincuenta mil asperes, hasta que el hábito monacal y una muerte tardía descargan a Paleólogo de aquel dueño terrestre. No cabe deslindar si la servidumbre de aquel desventurado, o el destierro de su hermano Tomás aparecen más desairados. [1431] Huye el déspota de la desdicha de Morea, se salva en Corfú, y luego en Italia, con algunos acompañantes desnudos y hambrientos; su nombre, sus padecimientos y la cabeza de san Andrés apóstol le proporcionan el amparo del Vaticano, y su desventura se va dilatando con una pensión de seis mil ducados por el papa y los cardenales. Sus dos hijos, Andrés y Manuel, se educan en Italia, mas el primero despreciable para sus contrarios y gravoso para sus amigos, vino a desdorarse con la ruindad de su conducta y de su desposorio, teniendo un título por única herencia y lo vendió a los reyes de Francia y Aragón. [1432] Carlos VIII, en su prosperidad volandera, anheló juntar el Imperio de Oriente con el reino de Nápoles, y en una función ostentosa, tremoló el dictado y la púrpura de Augusto; se regocijan los griegos y tiembla el otomano a la llegada de la caballería francesa. [1433] Manuel Paleólogo, hijo segundo, tiene el antojo de asomar por su patria; su regreso podía complacer sin asustar a Puerta; se le mantiene en Constantinopla con desahogo y señorío, y al morir le acompaña una comitiva grandiosa de cristianos y mahometanos a la sepultura. Si hay vivientes de suyo generosos que se niegan a propagar en estado de servidumbre, el postrer hijuelo de la alcurnia imperial, fue de inferior temple, pues aceptó de la liberalidad del sultán dos lindas mancebas, y su hijo al sobrevivirle se confunde allá en la muchedumbre, con el traje y la religión de un esclavo turco.
Suena más y más y se abulta sin término la trascendencia de la gran Constantinopla en su derrumbe, y el pontificado de Nicolás V, por lo demás próspero y pacífico, queda tiznado para siempre con aquel quebranto. Se desploma el Imperio oriental, y el pesar y el pavor de los latinos, se renuevan y van al parecer a renovar también el antiguo entusiasmo de las cruzadas. Celebra Felipe, duque de Borgoña, en uno de los países más remotos de Occidente, en Lisla, de Flandes, una reunión de la nobleza, y el boato pomposo de las funciones corresponde colmadamente a sus fantásticos arranques. [1434] Entra en medio del banquete un sarraceno agigantado en el salón, conduciendo un elefante artificial con un gran castillo en el lomo, una matrona enlutada, simbolizando la religión, sale del alcázar, llora su servidumbre y tilda la poltronería de los campeones; el heraldo mayor del vellón de oro se adelanta llevando en el puño un faisán vivo, que representa, según rito caballeresco, al duque. A intimación tan peregrina, el duque, príncipe cuerdo y anciano, contesta, comprometiendo su persona y poderío, en guerra sagrada contra los turcos; barones y caballeros de la concurrencia remedan todos el mismo arranque; se juramentan con Dios, la Virgen, las damas y el faisán, y sus votos particulares son tan disparatados como la sanción general del juramento. Pero la ejecución se cifra en un trance venidero y advenedizo, y por espacio de doce años, hasta su postrer aliento, el duque de Borgoña, está más y más escrupulosa, y tal vez entrañablemente, en el disparador de su enardecida marcha. Si afán igual abrasara los demás pechos; si la armonía entre cristianos correspondiera a su valentía; si de todos los países, desde Nápoles hasta Suecia [1435] acudiera con proporcionada cuota de caballería e infantería, con gente y caudales, se hiciera muy probable el rescate de Constantinopla y el arrojo allá de los turcos, lejos del Helesponto y del Éufrates. Pero Eneas Silvio [1436] secretario del emperador, quien está enviando cartas, se halla en todas las juntas; estadista y orador, retrata en fuerza de su experiencia, la repugnancia y el destemple de la cristiandad. «Es —dice—, cuerpo sin cabeza, república sin leyes ni magistrados. Allá centellean el papa y el emperador con dictados campanudos, como unas imágenes brillantísimas; mas no alcanzan a mandar, y luego nadie trata de obedecer. Cada Estado tiene allá su príncipe separado, y cada príncipe su interés propio. Cuál será la oratoria que desempeñe el sumo intento de hermanar tan diversas y encontradas potestades para alistarlas bajo un pendón idéntico. Ya que se juntan armados, ¿quién los acaudilla? ¿quién los coordina? ¿qué disciplina militar los uniforma? ¿Quién es el proveedor de tan inmensa muchedumbre? ¿Quién es el que posee tantísima variedad de idiomas? y ¿quién templa y entona tal desigualdad de costumbres? ¿Quién será el reconciliador de Francia con Inglaterra, de Génova con Aragón, y de los germanos con los húngaros y bohemios? Si el número es corto, los arrollan los infieles; si muy crecido, se anonadan con su propia mole y desconcierto». Pero trepa el mismo Eneas al solio pontificio, con el nombre de Pío II, y se aferra de por vida en el empeño de la guerra turca. Enciende allá, en el concilio de Mantua, ciertas chispas de entusiasmo; pero al asomar el nuevo papa en Ancona, en ademán de embarcarse personalmente con la tropa, el compromiso vuela con las excusas, se emplaza terminantemente el día para un plazo indefinido, y toda la hueste viene a reducirse a unos cuantos peregrinos germanos, a los cuales tiene que ir despidiendo colmados de indulgencias con tal cual limosna. Sus varios sucesores se desentienden allá de lo venidero, y todas las potestades de Italia engolfadas en sus planes presentes y ambiciosos, la distancia o cercanía de los objetos les distrae o compromete según su mayor o menor bulto aparente. Si se hicieron cargo con el debido tino y despejo de sus verdaderos intereses, acudieron todos a sostener una guerra principalmente marítima contra el enemigo común, y al arrimo de Scanderbeg y sus valerosos albanos; se precaviera la invasión ejecutiva del reino de Nápoles. Con el sitio y saqueo de Otranto por los turcos, todo es pavor y trastorno, y el papa Sixto está ya tratando de tramontar los Alpes, cuando repentinamente se desvanece la tormenta con el fallecimiento de Mohamed II, a los cincuenta y cuatro años de su edad. [1437] Sus arranques altaneros estaban abarcando toda Italia, pues dueño ya de la fortaleza poderosa y bahía ancha y segura, el mismo reinado iba tal vez a encumbrarse con los trofeos de la Nueva y de la Antigua Roma. [1438]