Epílogo

Madrid. Época actual. Dos años después

Carlos salió a la plaza a tomar una bocanada de aire fresco. Tenía muchísima costumbre de acudir a vernissages e inauguraciones de todo tipo y sabía que nadie iba a echarlo de menos. La artista estaba asediada por unos y por otros, y más desde que todo el mundo se empeñaba en hacerse una foto con el móvil al lado de la gran pintora; al director y sus adláteres les solía resultar pesado tener que acompañarlo para que no se sintiese abandonado, y a él la gente en general le aburría porque siempre decían las mismas cosas, hacían las mismas preguntas y se empeñaban en querer saber detalles de su vida privada con Helena Guerrero, la gran artista, como si viviera con un animal fabuloso, con un dragón o con un unicornio, en vez de compartir sus días con una mujer normal que, por lo que fuera, era buenísima pintando.

Tres días antes había sido el vernissage de la exposición de Marc y ahora la inauguración de la retrospectiva de Helena. Le parecía que llevaba siglos de preparativos y celebraciones. Se alegraba mucho de que nadie más en la familia se hubiera decidido por el arte ni ninguna otra actividad pública. Aquello resultaba agotador para las parejas y la familia cercana. Pero pronto podrían acabar y dedicarse un tiempo a sí mismos, a descansar, a hacer algo bonito. Quizá volver a La Mora y reconquistarla para ellos dos.

Helena había mejorado muchísimo desde la boda de Almudena, tanto en carácter como en salud. Ya no tenía fases de insomnio alternando con fases de pesadillas. Incluso las sombras habían desaparecido de su obra, lo que había alegrado muchísimo al director del museo y al comisario de la exposición.

Recordaba aún sus rostros maravillados cuando Helena les enseñó su última tela: una plaza marroquí casi como la de su primer cuadro importante: La luz de Marruecos; todo el ambiente de un día de mercado, con puestos de frutas y de zumos, saltimbanquis, cuentacuentos, encantadores de serpientes… y en el centro tres mujeres jóvenes avanzando al encuentro del espectador pero obviamente hablando entre sí de algo que les interesaba y les hacía mucha gracia, cogidas del brazo, vestidas a la moda de los años sesenta. En el centro Helena, con el mismo aspecto de su Autorretrato con piscina, pero sin gafas de sol. A izquierda y derecha dos muchachas iguales: rubias, elegantes, un poco frías. Una de ellas con melenita corta y la otra con un recogido alto y un pequeño flequillo. Las tres sonrientes, felices, como si acabaran de oír un piropo que las hubiera halagado y estuvieran orgullosas de sí mismas, de ser tan jóvenes, tan guapas. Y de estar juntas.

La sombra de las tres, apenas visible, estaba detrás de ellas. El sol las iluminaba de pleno y sacaba los colores —vibrantes, poderosos—, a sus ojos, a sus vestidos, al bullicio de su alrededor. El cuadro se llamaba Mediodía en Marruecos. 1969.

Habían colocado ambas telas en una sala de paredes oscuras una frente a otra y el diálogo que se establecía entre los dos cuadros era magnífico y revelador.

Todos estaban seguros de que la exposición sería un gran éxito.

Carlos miró el reloj, calculó que podían quedarle otros diez minutos antes de que a alguien se le ocurriera salir a buscarlo, se sentó a una de las mesas del bar más cercano, en la terraza, y pidió una caña.

Con toda la calma del mundo, sacó una carta que llevaba dos años acompañándolo a todas partes y que había leído tantas veces que se la sabía casi de memoria. La desplegó de nuevo y volvió a leerla.

Maravillosa Helena, amor alcanzado y perdido para siempre,

ahora sí que hemos llegado al final de este largo viaje; no habrá más aplazamientos ni más visitas porque, si estás leyendo esto, es que yo ya estoy muerto y, por ello, a salvo de tus preguntas, de tus críticas y de tu horror.

No tengo ya la fuerza de escribir demasiado, de modo que me limitaré a consignar los hechos más notables que debes conocer para poder hacerte una idea fidedigna de algo que te importa o al menos te importó mucho.

Si todo ha salido como yo lo calculé, habremos tenido una conversación en la que tú habrás leído una carta, posiblemente en mi presencia, en la que te explico lo que sucedió aquel día en que tu padre vino a visitarme para decirme que había conseguido averiguar que el asesino de Alicia había sido John Fleming, a quien la policía rabatí había encontrado muerto en una habitación de hotel. ¿Recuerdas, queridísima?

No quise entonces decirte la verdad. No quise decirte que Goyo mató a John con sus propias manos inyectándole una sobredosis de heroína, como hizo él con Alicia. No sabía si decírtelo te haría odiar o despreciar a tu padre, ese hombre magnífico a quien yo tanto quise y que tuve la suerte de tener por suegro. Por si acaso, decidí callar de momento. Tú querías una solución que te permitiera descansar y yo te la proporcioné.

Pero ahora, después de mucho pensarlo, he decidido contarte la verdad, amor mío. Es hora de morir y siento que es conveniente hacerlo con la conciencia limpia.

Es cierto que John mató a tu hermana, a mi mujer. Suya fue la mano que lo hizo.

Pero, de hecho, la maté yo.

Lo siento, mi amor. No quise hacerlo. Fue un accidente. Te juro por lo más sagrado que jamás pensé que las cosas saldrían así.

Tú sabes cuánto nos queríamos entonces tú y yo, la de vueltas y vueltas que le dimos a cuál sería la mejor solución para poder vivir juntos como queríamos, sin hacerle daño a Alicia ni a tus padres. Yo, por otro lado, y ahora me avergüenza tener que confesarlo, tenía miedo de perder el negocio que tanto nos había costado crear y empezaba a dar frutos, perder La Mora, y perderte a ti.

Aquel verano Alicia estaba rara, fría, distante. Muchas veces, al acostarme a su lado por las noches, sabiendo que tú estabas al otro lado de la pared, pensaba lo estupendo que sería que Alicia, simplemente, desapareciera. Imaginaba un accidente de tráfico, un ataque terrorista al avión en el que volvía a París, un calambre mientras nadaba en el océano.

Y al parecer, un día, después de haber bebido y fumado mucho, en una de esas noches nuestras de la piscina, a solas con John, debí de hablar de mis fantasías; la verdad es que no recuerdo mucho. No le hablé de ti, de nosotros. Eso puedo jurártelo.

También sé seguro que jamás le pedí que matara a mi mujer, aunque solo fuera por no ponerme en manos de alguien capaz de hacer algo tan espantoso.

Por eso, el 20 de julio, cuando Alicia me dijo que se iba a Rabat a recoger las telas, no pensé que pudiese haber ningún peligro. John se había ido por la mañana a fotografiar por la medina. No pensé que una cosa tuviera relación con la otra.

La noche del 22, cuando ya había explotado la bomba de la muerte de Alicia y nuestra maravillosa familia había empezado a hacer aguas, John vino a verme al dormitorio donde yo trataba de dormir a base de sedantes y me enseñó la pulsera de la abuela. Puedes imaginar que me desperté de inmediato. Se sentó en la cama, a mi lado, y con toda naturalidad, me dijo que había decidido hacerme un favor, haciendo realidad mi deseo y que, como era una persona considerada, no pediría demasiado a cambio.

Te ahorraré los detalles sórdidos, amante cuñada. Desde ese momento, John Fleming empezó a visitarme una vez al año pidiendo una cantidad por su silencio que se iba haciendo más y más alta, conforme al prestigio creciente de la marca de Alice&Laroche, según me decía. Me contó que había escondido la pulsera en un lugar en el que jamás la encontraría pero que me incriminaría de inmediato si la policía la encontraba

Diez años me estuvo chantajeando. Yo era consciente de que, siendo el marido de la víctima, la persona que más podía ganar con su muerte y además, culpable de adulterio con su propia cuñada, las cosas solo podrían verse de una manera, en el caso de que la policía empezara a investigar.

Además, te lo confieso, yo me sentía tan culpable, que casi me alegraba de tener que pagar un precio por mi crimen. Por lo que le había hecho a Alicia y, además, por haberme quedado La Mora y el negocio. Solo te perdí a ti.

Solo. ¡Qué palabra tan pobre, tan pequeña, para expresar lo que aquello significó para mí!

Jamás llegué a entender del todo por qué nunca volviste. Yo no intenté acercarme a ti por dos razones: porque me sentía horriblemente culpable de lo sucedido, y porque tenía miedo de que Goyo y la policía de Rabat pudieran llegar a ciertas conclusiones que me incriminarían con toda seguridad. Si empezaban a sospechar, venían a La Mora con una orden de registro y encontraban la maldita pulsera, que yo no sabía dónde estaba, mi suerte estaba echada.

Esperé y esperé tu regreso. Y un día acepté que jamás sucedería.

De modo que te perdí para siempre, hasta nuestro reencuentro en una clínica oncológica cincuenta años después. Ese fue mi auténtico castigo.

Como te expliqué en la otra carta, Goyo vino a verme en 1979 pero no me dijo lo que yo te conté en la carta anterior, eso fue una mentira destinada a tranquilizarte. Lo que me contó era que había investigado a John, había quedado convencido de que era el asesino de Alicia y lo había castigado.

Lo curioso, y lo que me salvó, es que tu padre pensaba que John y yo éramos amigos, que él me visitaba por afecto una vez al año, para darme ánimos. No se le ocurrió pensar que yo pudiera tener algo que ver con el asesinato de Alicia y que estuviera siendo chantajeado por John.

Por eso me asusté tanto cuando me dijo que, al principio, le había inyectado el suero de la verdad. Porque una sola pregunta adecuada me hubiese condenado para siempre, pero por fortuna no se le ocurrió preguntar nada más que si la había matado él. Y la respuesta fue «sí». Parece que también murmuró algo de «hacerle un favor» pero tu padre lo malentendió, por fortuna para mí, y eso lo enfureció lo bastante como para no querer preguntar más.

Antes de marcharse dejando allí su cadáver, Goyo encontró en su habitación un buen puñado de billetes y pensó que se trataba de negocios de droga que el americano había hecho en la medina antes de retirarse al hotel.

Trajo el dinero a La Mora —dinero mío que yo acababa de darle a mi chantajista, junto con tu Autorretrato, que también me había exigido John— y sugirió que lo usáramos para remodelar la piscina. Puedes imaginarte la ironía de la situación. Creo que fue el peor ataque de risa histérica de mi existencia.

A partir de ese momento, mi vida fue más tranquila, pero no del todo, porque seguía sin saber qué había sido de la pulsera. Aquello se convirtió en mi pesadilla recurrente. Soñaba casi todas las noches que buscaba en un laberinto que cada vez tenía un aspecto diferente; a veces encontraba la pulsera en el limo de un estanque, a veces en un nido de pájaro en las últimas ramas de una higuera seca. Otras veces buscaba y buscaba sin encontrar, y de pronto las medallas de la pulsera caían sobre mí como pájaros enfurecidos, como enjambres de insectos dorados y letales. O goteaban sangre entre mis manos y la fuente se teñía de rojo. Sí. La sangre. Tantas veces la sangre…

Hasta que un día, tratando de arreglar una fuentecilla, la encontré. En eso te dije la verdad. Solo te mentí en cuanto al momento del hallazgo. La pulsera llevaba años y años en la fuente, pero también hace muchos años que la descubrí y desde entonces ha acompañado mis noches de La Mora, pasando de una mano a la otra como un rosario macabro.

También te mentí en lo de Luc; él no la encontró ni llegó a saber nunca nada del asunto. Si puedo pedirte un último favor desde el otro lado de la muerte, es que no le digas nada de todo esto a mi hijo.

Imaginé muchas veces volver a entablar contigo una conversación que nos llevara a la resolución del caso. Por eso te llamé a mi lado cuando supe que el tiempo apremiaba. Por eso te estimulé a ir a Rabat, a recuperar La Mora. Pensaba que eso nos uniría, a pesar de que ahora tienes otro amor y hay otro hombre a tu lado.

Nos ha unido un poco, ¿verdad, mon amour? Una aventura, como las de antes. Te he ido llevando poco a poco de la mano hasta que has llegado a ver por ti misma que, como en una de esas novelas que tanto te gustaban entonces, el asesino era el narrador.

He estado debatiendo conmigo mismo si decirte o no todo esto, y al final he llegado a la conclusión de que posiblemente debes saberlo, aunque quizá te quite la serenidad que habrás alcanzado al poder cerrar el caso de tu hermana con la mentira piadosa que te ofrecí en la carta anterior.

No sé si he hecho bien, pero no me arrepiento. El camino ha sido bello y te he ayudado a recuperar lo que fue tuyo, lo que fue nuestro.

Cuida de La Mora. Allí está mi corazón y nuestros mejores recuerdos.

Te dejo, ahora sí, para siempre, con todo mi amor,

YANNICK

Carlos terminó de leer por enésima vez y, por enésima vez, pensó: «¡Qué hijo de puta!». Le había dado a él la carta para Helena justo antes de salir para Rabat, dos años atrás. Después de darle muchas vueltas, ahora estaba seguro de que el muy cabrón lo había hecho a propósito para que fuera él, Carlos, quien cargara con el peso de la decisión: enseñarle la carta a Helena y hacerla desgraciada de nuevo o destruirla y saber que la estaba engañando, que él sabía cosas que ella ignoraba.

También estaba seguro de que Jean Paul había querido hacerle daño a él, dejando que se enterase de esa manera de que Helena y su cuñado fueron amantes en el pasado, en vida de Alicia; algo así como tratar de darle celos retrospectivos, posiblemente los que Jean Paul estaba sintiendo en el presente al verlo junto a Helena y saber que eran pareja. Lo que Jean Paul no había podido adivinar era que Charles St. Cyr era un hombre sereno que no se dejaba llevar por ese tipo de estupideces de folletín.

Por eso había leído la carta antes de dársela a Helena. Porque no se fiaba de Jean Paul; y las cosas le habían dado la razón.

Helena había recuperado la alegría, sabía que su madre la quiso siempre; se había enterado de quién mató a su hermana, sabía que el asesino había muerto ya, incluso había inciado una tímida relación con Paloma, aunque aún no había llegado a convertirse en una auténtica amiga, cosa por otra parte, natural. Era la gemela de Alicia, pero no era ella. Era absurdo pensar que iba a recuperar a su hermana, y Helena, por fortuna, era una mujer terriblemente pragmática: siempre supo que era un simple sueño, bonito, un poco cursi, imposible.

Lo más importante, en cualquier caso, era que Helena estaba en paz.

Rasgó la carta en pedazos cada vez más pequeños, los dejó caer en el cenicero del bar y con un encendedor de plástico les prendió fuego hasta que no quedaron más que cenizas. «¡Qué lástima que sean tan pocas! —pensó—. Con un buen puñado de este tipo de cartas, podría haber encargado un diamante para engastarlo en un anillo y pedirle una vez más que sea mi mujer.»

Cuando apareció Álvaro buscándolo, Carlos aún se estaba riendo.

El vientecillo de la tarde casi había conseguido arrastrar todas las cenizas.

La Quinta del Pino (Elche),
29 febrero 2016