Madrid. Época actual
—Es muy agradable este sitio —comentó Carlos paseando la vista por el restaurante que Almudena y Chavi habían elegido para celebrar la fiesta de la boda.
—A Álvaro le habría gustado más la Hípica o alguno de los locales con tradición en la familia, pero los jóvenes han preferido esto, que es de un amigo suyo y no tiene aún ni medio año —explicó la tía Amparo.
El local se llamaba Mirador de la Luna y estaba a una media hora al norte de Madrid, en medio de un jardín boscoso que apenas si parecía tocado por la mano del hombre. El salón era amplio, con grandes ventanales que permitían ver la sierra, decorado de manera sobria y funcional en tonos crudos y tostados con detalles en plata, algunas antigüedades, y muchas flores de temporada.
Era una boda relativamente pequeña, apenas doscientos invitados elegantemente vestidos.
Carlos y Helena estudiaron el plano para ver qué mesa les había correspondido y ella comprobó, con alivio, que Almudena había tenido la inteligencia necesaria de no obligarlos a compartir mesa con el pesado de Íñigo, su exmarido, y su actual esposa. De hecho, ellos estaban casi al otro lado del salón. ¡Chica lista!
En la mesa donde estaban ellos, cerca de la de los novios, estaban también su prima Amparo, Paloma Contreras, la modista, y Fernando y Emilio, dos buenos amigos de Álvaro, médico y arquitecto respectivamente, que eran pareja y no conocían a casi nadie más en el salón.
—¡Pobres! —dijo Amparo sonriendo, que había coincidido con ellos otras veces en fiestas familiares—. Con tanta gente joven que hay por aquí y os ha tocado la mesa de los mayores, por no decir de los vejestorios.
—¡Hombre, muchas gracias! Supongo que lo de vejestorio lo dirás por ti, ¿no? —Helena sonreía también, pero era evidente que no le había hecho mucha gracia el comentario.
—¡Menuda suerte hemos tenido! —dijo Emilio, halagador—. Compartir mesa contigo, Amparo, y con la mejor modista de Madrid, y con una artista de fama mundial…
—Y un editor australiano desconocido —terminó Carlos guiñándole un ojo—, pero que al menos habla español. Todos con un corazón tan joven como el de Almudena, eso sí.
Soltaron la carcajada y se lanzaron unánimemente sobre los canapés calientes que un camarero acababa de depositar en la mesa.
—¿Has encontrado tiempo para echarle un ojo a las cajas que dejó tu madre, Helena? —preguntó Amparo procurando que sonara natural y no hubiese ningún tono de reproche.
—Pues sí, prima, y resulta que, además, nos lo hemos pasado muy bien hurgando en el pasado. Carlos está encantado, pero es que en el fondo es su trabajo.
—Me alegro. A Blanca le habría hecho muchísima ilusión. Recuérdame antes de irnos de que te dé una cosilla más. La llevo aquí mismo en el bolso.
—Puedes dármela ya.
—No hay prisa. Ahora vamos a disfrutar de la comida. Si es verdad que nos van a traer todo esto que pone aquí, lo vamos a pasar muy bien —dijo, levantando el pequeño menú que había sobre cada plato.
—¿De qué cajas habláis? —preguntó Paloma.
—La madre de Helena seleccionó fotos, papeles y cosas varias de la familia para que, a su muerte, ella las tuviera.
—¡Ah, doña Blanca! ¡Qué señora tan elegante y tan guapa!
—Pero como en mi familia todo el mundo está empeñado en que a mí el pasado no me interesa, nadie se creía que de verdad las iba a estudiar —completó Helena mientras elegía un nem de verduras del plato de delicias asiáticas.
—El pasado es fundamental para poder entender y aceptar el presente —dijo Paloma—. Por idiota que suene, yo llevo ya varios meses acudiendo a unas reuniones de la Plataforma de Niños Robados. Aún no he conseguido casi nada, pero de todas formas solo tematizarlo y tener con quién hablar sobre ello, ya ayuda.
—¿Qué es eso? —preguntó Carlos—. No me digas que te robaron un niño alguna vez.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no se trata de eso, por fortuna. Pero te aseguro que llevé muchísimo cuidado de que en mis partos estuvieran mi marido y mi madre presentes todo el tiempo, por si acaso.
—Es un tema que ha surgido no hace mucho —amplió Fernando—. Al parecer en la época de Franco e incluso después, hasta los años ochenta, se produjeron robos de bebés en muchos hospitales españoles. Ha sido un gran escándalo que, sin embargo, se ha tapado con mucha rapidez. Debe de ser que hay demasiada gente implicada y a casi nadie le conviene que la cosa se airee demasiado.
Paloma siguió hablando.
—Al principio muchas veces se trataba de que ciertas parejas del régimen, bien situadas y sin hijos, se ponían en contacto con ciertos hospitales donde ciertos médicos, enfermeras y monjas les «conseguían» bebés recién nacidos. A las madres se les decía que el bebé había nacido muerto y en paz. Y las que daban mucho la lata e insistían en ver el cadáver de su hijo al final conseguían que les enseñaran a un bebé muerto que tenían en la nevera para esos casos. Siempre había algún niño que efectivamente había nacido muerto y esos cadáveres se conservaban un tiempo para poderlos enseñar a las madres.
—Pero ¿cómo podían mantenerlo todo en secreto? —preguntó Carlos—. ¿No había sospechas ni denuncias?
Los españoles cambiaron una mirada.
—En aquella época, como seguro que sabes —contestó Emilio—, España estaba dividida entre los que habían ganado la guerra y los que la habían perdido. Todos españoles, pero españoles de primera categoría y españoles de segunda, o de tercera. Si la mujer que daba a luz era una roja, por mucho que sospechara, sabía que era inútil denunciarlo. Siempre saldría perdiendo. Algunas veces sí que se trataba de chicas muy jóvenes, solteras, pobres, que daban a su hijo voluntariamente en adopción. Pero otras veces se engañaba a la madre y su hijo era vendido a una familia que se lo pudiera pagar.
—¿Y tú crees que eso pasó en tu familia, Paloma? —preguntó Helena.
—No puedo saberlo seguro, claro, pero es que siempre me ha pasado una cosa rara. Desde muy pequeña tuve siempre la sensación de que me faltaba algo, de que yo era solo la mitad, de que había alguien más en el mundo que era como yo. Ya sé que suena raro, pero os juro que es verdad.
Todos cabecearon asintiendo y comentaron que habían leído cosas similares en revistas y novelas.
—Al final, después de darle mucho la lata a mi madre, que no quería hablar de aquellos tiempos, pensad que yo nací en el cuarenta y tres, en plena posguerra, de madre viuda, me contó que dio a luz mellizos y mi hermano murió en el parto.
Dos camareros rellenaron las copas y cambiaron los platos vacíos por un surtido de entrantes fríos.
—Eso ya me ayudó, pero lo curioso es que yo seguía sientiendo que había otra persona en el mundo que era como yo. Y era otra chica, no un varón. Mi madre insistía en que eran manías mías, que no podía ser, que mi hermano nació muerto y era chico, ella lo había visto con sus propios ojos, un niño moreno, algo más pequeño y débil que yo. Lo dejé estar durante mucho tiempo porque no sabía qué hacer. Llegué a creer que era una especie de caso grave de «amiga invisible»; incluso lo consulté con un psicólogo, que no consiguió ayudarme. Y de repente, un buen día, sentí de golpe un gran dolor, una enorme tristeza, y el eco que había tenido siempre dentro, desapareció. Supe de pronto que estaba sola en el mundo; que mi otro yo había muerto.
Calló unos instantes y continuó después de dar un sorbo de cava.
—Hace poco, cuando empezó a comentarse el asunto de los bebés robados, me informé, contacté con la gente de esta plataforma y empecé a buscar seriamente. Allí me enteré de que se hacían cosas horribles, como robar niños de personas sospechosas de ideologías de izquierda, sobre todo ya en los años setenta, figuraos, ¡en los setenta!, para dar sus hijos a parejas de ultraderecha y luego hacer un seguimiento científico para saber si en un niño influye más la genética o la educación y el entorno.
—¿Y has conseguido averiguar algo de tu caso concreto? —preguntó Carlos.
Paloma negó con la cabeza.
—Aún no. El problema es que yo nací en Tánger. Mi padre había sido oficial del Ejército republicano, estuvo tres años en la cárcel, en trabajos forzados, y salió ya muy enfermo. Llegó a casa, mi madre se quedó embarazada y decidieron trasladarse a Tánger donde la represión no era tan dura, según se decía. Él murió al poco de llegar y mi madre se quedó sola y embarazada de mellizos. Dio a luz en el Hospital Español, como paciente de beneficiencia, porque no tenía dinero para pagarse el parto. Le ofrecieron dar a los niños en adopción, pero ella se negó. Éramos lo único que le quedaba de su marido. Ahora la Plataforma ha conseguido ver los registros de entonces, pero hay muchas lagunas y faltan muchos documentos. Los típicos incendios que siempre son una explicación tan socorrida. El día en que yo nací, nacieron tres bebés más. Dos niñas y un niño muerto, que sería mi hermano. Eso es todo.
—¿Qué constaba como causa de la muerte? —preguntó Fernando.
Paloma esbozó una mueca dolida.
—Lo mismo que todos en este tipo de casos. No eran muy imaginativos. Otitis.
—¿Otitis? ¿Mortal? ¡Qué salvajada! ¿Cómo podían ser tan idiotas? —Fernando estaba escandalizado.
—Por eso solemos saber que hay gato encerrado. Es la causa de muerte más frecuente en caso de robo. Lo mismo lo hacían a propósito para que los que estaban en el ajo supieran que era uno de los casos de «adopción». Mi madre pensó siempre que su hijo había muerto, al fin y al cabo vio su cadáver. Pero cuando yo empecé a meterme en esto, me enteré de que, como os he contado, muchas veces era el mismo cadáver de bebé el que enseñaban una y otra vez a todas las madres.
—Mi hermana también nació en Tánger en 1943 —dijo Helena, que había estado callada todo el tiempo. Se acababa de dar cuenta de que lo que había contado ahora Paloma era la historia de la que Almudena les habló días atrás en el restaurante sin acordarse de quién se la había contado a ella—. El 7 de mayo de 1943.
Paloma se llevó la mano a la boca.
—¡Qué casualidad! Yo también. Eso quiere decir que nuestras madres estaban de parto a la vez en el mismo sitio; que tu hermana fue una de esas dos niñas. ¡Qué cosas!
—En aquella época mis padres vivían no sé si en Casablanca o ya en Rabat, pero al parecer el hospital de Tánger era el mejor.
—Si eras paciente de pago, sí —dijo Paloma con un toque de amargura. Se dio cuenta de la expresión de los demás y sonrió de nuevo—. Vamos a hablar de cosas más agradables, si os parece. Al fin y al cabo esto es una boda.
—Ah, antes de que cambiemos de tema, Paloma. ¿Te has acordado de traerme la foto? —preguntó Helena.
Paloma asintió con la cabeza, cogió el bolso y sacó el móvil.
—Mira, aquí la tienes. Y lo había recordado bien: Dora, Ana, Elena y yo. Y Martin, claro, y los novios de mis amigas.
Helena cogió el aparato con un ligero temblor. Su mirada se clavó de inmediato en la chica rubia y en el desconocido que posaba sus manos en los hombros de ella.
—¿Este era Martin?
Paloma asintió con la cabeza.
—¿Y ella quién era? ¿Su novia?
—Claro.
Esperó unos momentos por si venían más preguntas y, al ver que no, y que su respuesta había dejado perpleja a Helena, añadió:
—No me digas que no la has reconocido.
Carlos estaba tan pendiente de las palabras de Paloma como ella. Los dos querían decir: «Alicia», pero ambos esperaban a que la modista lo dijera primero, para poderle preguntar de qué se conocían y cómo era posible que Alicia tuviera un novio llamado Martin cuando estaba casada con Jean Paul y acababa de enamorarse de Michael.
—Pero ¿qué os pasa? ¿Y esas caras? ¡La chica de la foto era yo a los veintipico años! Nunca os perdonaré que me hayáis llamado vieja de esa forma. ¡Mira que no reconocerme! ¿Y quién decís que podría ser Alicia?
—¿Tú, vieja? ¡Jamás, Paloma! —intervino Fernando, sin darse cuenta de que había una pregunta que esperaba respuesta—. ¡Venga, vejestorios queridos, vamos a brindar por la eterna juventud, por el amor y la buena comida!
Helena, que se había puesto palidísima, se levantó sin disculparse y se marchó apresuradamente en dirección al jardín.
Los demás se quedaron con las copas alzadas, perplejos, viéndola alejarse y brindaron en silencio.
—¿Qué le pasa a Helena? —preguntó Amparo mirando a Carlos.
—Será mejor que vaya a ver. Volvemos enseguida.
Lo siguieron la mirada de incomprensión de Paloma y la de preocupación de Amparo.
Rabat, 1969
Alicia aparcó casi enfrente de los Oudayas a las cinco menos veinte. Iba bien de tiempo; seguramente llegaría ella antes que Michael. Dudó unos segundos. Si recogía primero las telas y las dejaba en el coche, llegaría tarde a su cita con él. Si iba primero a ver a Michael, luego, al volver, tendría que darse mucha prisa; pero él podría ayudarla a llevarlas.
Cerró el coche y caminó a buen paso hacia la fortaleza. «Esto es lo primero —se dijo—. En el peor de los casos, si vuelvo sin las telas, nos pasaremos sin ellas.»
Llegó casi corriendo al patio y, cuando ya estaba a punto de entrar en la terraza del café, un turista que estaba apoyado en el quicio de una puerta haciendo una foto a la callejuela blanca con su zócalo añil, se despegó de la pared y le cerró el paso.
—¡Hola, Alicia! —la saludó en inglés—. ¿Qué haces tú por aquí?
Ella se mordió el labio inferior. Ahora ya estaba contestada la pregunta de si John la había oído cuando estaba hablando con Michael. Seguramente no sabía para qué y con quién había quedado, pero había venido a averiguarlo.
—Recoger las telas para la fiesta, y comprar unas pastas del café moruno —improvisó—. Perdona, pero tengo un poco de prisa.
—¿Me harías un favor? Me he dado cuenta de que estoy muy a gusto en Rabat, pero no quiero abusar de vosotros y he pensado alquilar una habitación aquí para unas semanas. Me han ofrecido algo aquí mismo, en esta puerta. ¿Te importa acompañarme un momento, a ver qué te parece? Yo no sé bien en qué fijarme, y si el precio es correcto y todo eso. Además, el hombre que la alquila no habla inglés y yo no hablo francés, ni árabe, claro.
—Ya te digo, John, tengo prisa. Quizás otro día.
—Me está esperando para las cinco. Será solo un momento. Por favor.
Alicia cambió su peso de un pie a otro. Solo quería marcharse, pero él le cerraba el camino hacia el café.
—Además —dijo John, acercándose un poco a su oído—. Si me echas una mano, nadie tiene por qué saber que has venido a encontrarte con un tal Michael a quien llamas «my love». Ni siquiera Jean Paul. Anda, es un momento. Me traduces el precio y las condiciones y te puedes ir.
Le abrió la puerta azul de la casa.
Alicia lo pensó un segundo, nerviosa y deseando acabar. Era un tipo despreciable, pero no le convenía que precisamente ahora empezara a contarle cosas raras a Jean Paul. Al día siguiente, después de la fiesta, ya no importaría, pero de momento no. Aún no. No antes de que ella hubiera reunido a su familia y les hubiera confesado sus sentimientos y su situación.
Entró en la casa y empezó a subir la escalera. Detrás de ella, John cerró la puerta.
A cien metros de allí, Michael eligió una mesa a la sombra junto al pretil del río, pidió un té de menta, echó una mirada a su reloj y se dispuso a esperar a Alicia.
Madrid. Época actual
Cuando Carlos la alcanzó en la terraza, Helena se abrazaba a sí misma, e incluso a simple vista se notaba que estaba temblando. Él la abrazó por detrás, y juntos perdieron la mirada en las cumbres de la sierra.
—¿Tú te das cuenta de lo que significa eso, Charlie? —La voz de Helena era ronca y sonaba inestable.
—Que Alicia y Paloma eran hermanas. Gemelas.
—Pero ¿cómo?
—Es evidente, ¿no?
—Sí —contestó ella muy bajito—. No hay otra respuesta. Mis padres la compraron. La robaron.
Hubo un silencio que a Carlos se le antojó muy largo. Pero sabía que tenía que darle tiempo. Helena digería las cosas mucho más deprisa que la mayor parte de la gente que él conocía, pero era importante dejar que lo hiciera sin interrupciones. Si se le daba el tiempo de pensarlo e interiorizarlo, se ponía en marcha el automatismo que a él siempre le había parecido casi escandaloso: de un momento a otro parecía que no había sucedido nada, como si se hubiese corrido el proverbial tupido velo sobre los acontecimientos. Luego, mucho más adelante, todo volvía a surgir para ser masticado de nuevo, una y otra vez, hasta que decidía que ya había examinado el asunto desde todos los puntos de vista posibles y había llegado a una conclusión. Entonces, al menos aparentemente, lo borraba de su vida para que no pudiera hacerle más daño. Y cuando se trataba de una persona que la había herido o la había traicionado, Helena era capaz de conseguir, al cabo de un tiempo, que esa persona dejara de significar nada para ella. Era el profundo núcleo de frialdad que siempre había estado en su interior y que le había permitido sobrevivir a todas las tragedias de su vida; la gente «se le moría», como lo formulaba ella, dejaba de ocupar su pensamiento, dejaba de dolerle. Salvo cuando la herida era tan grande que se transformaba en una de las sombras de sus pinturas, una de esas sombras amorfas, sin nombre, que seguían acechándola.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Carlos al cabo de unos minutos, cuando la tensión del cuerpo de Helena le permitió suponer que algo había cambiado ya.
—Habrá que decírselo a Paloma. Después de la boda, claro. Ahora no es momento.
—Sí. Estoy de acuerdo.
—¿Te acuerdas de que en la caja había tres fotos de mi madre? En dos estaba embarazada, de Goyito y de mí. De Alicia no había foto de embarazo. Supongo que estaba tratando de decírnoslo y no supimos verlo.
—También podría haberte escrito una carta. Habría quedado más claro.
—¿Quién sabe? Igual llegó a escribirla y luego la quemó. Ahora está claro por qué se sentía culpable. ¿Te acuerdas de que en la constelación la mujer que hacía de mi madre, se agarró el vientre nada más empezar? Se discutió un poco si podría tratarse de un aborto… ahora ya sabemos a qué se refería. Lo que no sabemos es por qué.
—¿Cómo que por qué? —preguntó Carlos, sin entender la cadena asociativa de Helena.
—¿Por qué compraron un bebé si podían tener hijos propios?
—Supongo que nunca lo sabremos. —Llegaron hasta el jardín los primeros compases de la marcha imperial de La guerra de las galaxias, lo que le arrancó una sonrisa a Carlos—. ¡Anda! Me parece que van a abrir el baile. ¿No crees que deberíamos estar dentro o no te sientes con fuerzas?
Helena se soltó de Carlos, enderezó su postura y se pasó la mano por el pelo.
—Sí. Ya pensaremos en todo esto más adelante. Ahora es la boda de Almudena y Chavi; todo lo demás puede esperar. Lleva esperando más de cincuenta años.
Después de haber comenzado la última parte de la fiesta de modo tan poco clásico, luego, por contraste, los novios habían decidido abrir el baile con El Danubio Azul.
Carlos y Helena lo habían bailado hasta el final y se acababan de sentar a recuperar el aliento cuando Marc se materializó junto a la mesa para sacarla a bailar.
—¡Pero muchacho! ¡Qué ocurrencia! ¡Con tantas chicas guapas que tienes aquí!
—Esto no es nada desinteresado, Helena —sonrió, tendiéndole la mano—. Con tu permiso, Carlos.
—Carlos no es mi dueño y yo ya soy mayor, jovencito.
—¡Mira que es difícil hacer las cosas bien contigo! ¡Eres de un jodido! ¡Y yo que trataba de ser elegante! Anda, ven a bailar; tengo algo que contarte.
—En ese caso probaré suerte con mi compañera de mesa —dijo Carlos, de buen humor, volviéndose hacia Paloma, que acababa de llegar del brazo de Emilio—. ¿Me harás el honor, Paloma?
La modista sonrió, se puso de nuevo en pie y, juntos, salieron a la pista. Helena pensó que hacían buena pareja y sintió una punzada de algo que, en otras circunstancias, podrían haber sido celos. Paloma llevaba un vestido vaporoso de un azul plomo que enfatizaba el color de sus ojos y el rubio pálido de sus cabellos. Parecía Grace Kelly en una película de Hitchcock. Parecía Alicia, una Alicia de setenta años que nunca había conocido. De repente le dio miedo la idea de tener que contárselo todo a la modista, ver cómo reaccionaba, empezar una relación con ella. O quizá no. ¿Por qué tendría que empezar una relación con una desconocida que, casualmente, se parecía a su hermana perdida? Sacudió la cabeza, impaciente, molesta por estar empezando a mentirse a sí misma. Nada era casual, y no se «parecía» a su hermana. Era su gemela.
Alicia nunca había sido su hermana; era la hermana de Paloma que, sin embargo, nunca había llegado a conocerla.
—Bueno, Helena, ¿bailas, o piensas darme calabazas? —insistió Marc, viéndola perdida en sus pensamientos.
Salieron a la pista y empezaron a intentar ajustar sus ritmos.
—Sé que soy un coñazo, lo sé y lo confieso, pero tengo algo que enseñarte y, como no es momento de ir a mi atelier, lo tengo en el móvil. ¿Me dejas que te lo muestre?
—Sí, hombre, sí. Vamos un momento ahí afuera. Tráeme un whisky con hielo, anda.
—Ah, creía que solo tomabas whisky después de medianoche. —Su sonrisa era traviesa.
—Hoy es especial. Se casa tu hermana.
—¡Aleluya! A ver si ahora descansamos todos. Espera aquí, vuelvo enseguida con tu droga.
Helena se sentó en un gran sillón orejero con vista a los altos álamos del jardín que ahora se balanceaban en la brisa. Detrás de sus copas se adivinaba la sierra, de un verde intenso. Pensó de pronto que hacía medio siglo, de hecho más, de la boda de Alicia, la primera boda de su vida. Se acordó de su vestido, de seda azul y negra, ajustado al cuerpo, del sombrerito con velo de mujer fatal, de los altos tacones, de las miradas que le echaban los amigos de Jean Paul: «Esa es la hermana de la novia», «un bombón de dieciocho años», «está como un tren». Tan guapos los novios, tan jóvenes, tan ilusionados. La fiesta en el jardín, decorado como Las mil y una noches. Seis años después Alicia estaba muerta y ya no quería a Jean Paul, mientras que ella estaba enamorada de su cuñado.
¡Malditos los recuerdos! ¡Malditos los secretos enterrados, las mentiras familiares, las preguntas sin respuesta, las respuestas que los demás se habían llevado a la tumba!
El futuro siempre empezando, empeñado en llegar y explotarle a todo el mundo en la cara.
Se preguntó qué sucedería con Chavi y Almudena, cuánto tiempo aguantarían juntos, si llegarían a tener hijos, a celebrar las bodas de plata.
Carlos y ella les habían regalado un vuelo a Australia, para que los visitaran cuando quisieran, para no perder la relación que apenas si habían empezado a cimentar, una relación que, curiosamente, había nacido de la exploración del pasado.
—Su whisky, madame. —Marc le tendía un vaso lleno de hielo y de líquido color de ámbar.
—¿Qué bebes tú?
—Gin-tonic, por supuesto.
—Venga, enséñame eso.
Marc dejó su vaso sobre un bargueño toledano oscuro y tan feo que podría ser auténtico, sacó su móvil y le abrió una foto.
—Mira. He estado trabajando en esto en el tiempo que no nos hemos visto. Día y noche. Obsesivamente. ¿Qué me dices?
La foto mostraba una tela de buen tamaño, aún sin terminar, en la que se veía un cine en ruinas tomado desde la pantalla hacia el patio de butacas. Los sillones eran rojos y muchos de ellos estaban rotos o habían sido colonizados por insectos o alimañas. Los palcos se caían a pedazos y las molduras habían perdido trozos de escayola, florones dorados y adornos que habían caído sobre las butacas. En medio de la desolación, una figura de mujer vestida de negro miraba al contemplador como si fuera su Némesis, con ojos llameantes y una boca entreabierta en la que se adivinaban unos dientes peligrosos que, sin embargo, quedaban ocultos por su sonrisa, una sonrisa que no prometía nada bueno.
Helena se quedó mucho tiempo mirando la imagen en el teléfono de Marc.
—Enhorabuena. Empiezas a descubrir tu voz y tu mirada.
—¿Te gusta?
—No. Claro que no. No creo que esto esté pensado para que le guste a nadie. Pero el arte no tiene por qué gustar. Tiene que conmover, sacudir, inquietar. Tiene que dar miedo, o escalofríos, o nostalgia por lo perdido. Tiene que darte un puñetazo en el estómago. O al menos un calambre en el intelecto. Tiene que plantear preguntas, romper esquemas, hacer que quieras mirar para otro lado o que te preguntes cómo es posible lo que estás viendo. Vas bien, Marc. Ni comparación con lo primero que me enseñaste.
—Es pura rabia.
—Se nota.
—La mujer eres tú.
—¿Ah, sí? ¡Qué halagador!
—No creas.Te he odiado mucho.
—Claro. Para eso lo hice.
—¿Y si yo hubiera sido de los que se rompen?
—Entonces te habrías roto y no se habría perdido nada. Así, con suerte, tendremos un artista más. No te lo tomes demasiado en serio, Marc. Hay artistas a montones; más de los que uno cree. Solo sobreviven los que necesitan su arte por encima de todo. Es cuestión de egolatría. El arte no te necesita a ti ni a nadie. Eres tú quien lo necesitas, más de lo que necesitas una vida normal, con hijos, con familia, con un amor estable. Estás dispuesto a sacrificar todo eso a cambio de ser artista. No es ni bueno ni malo, es que no lo puedes evitar. ¡Bienvenido al club de los obsesos! —Helena chocó su vaso con el de Marc y continuó—. A todo esto… cuando termines con las butacas, piensa que cada una de ellas es única, individual; píntala como si fuera la protagonista del cuadro. Debes concederle la misma atención a todo. Pero vas muy bien, en serio. —Hizo otra pausa y lo miró a los ojos en silencio durante unos segundos, disfrutando de su nerviosismo—. Mira —dijo por fin—, sigue pintando así y dentro de año y medio, cuando vuelva a Madrid para preparar mi retrospectiva, si lo que has hecho es de este nivel, te presentaremos en público. Pero piensa que necesitas un mínimo de veinte telas. ¿Serás capaz?
—Estoy seguro.
—Bien. —Buscó por su bolso—. Aquí tienes mis contactos privados. Cuéntame cómo se va desarrollando la cosa —dijo, tendiéndole una tarjeta—. Tenme al día.
—¿Qué quieres a cambio?
—No seas idiota.
—¿Ya no quieres saber cuánto cuesta mi cuerpo?
—Sé lo que cuesta, me lo dejaste claro la primera noche, pero ya no compro. Ahora soy tu abuela adoptiva, y si todo va bien, tu descubridora. El sexo está sobrevalorado. ¡Ponte a trabajar —le acarició la mejilla y se puso de pie para volver al salón —, chico guapo!
De camino a su mesa, se encontró con Amparo, que estaba bailando con Álvaro, padre de la novia, guapísimo de chaqué.
—¡Mamá, me debes un baile! —le gritó al pasar.
—Prometido. Estoy en mi mesa.
—Helena, espera un momento. —Amparo se detuvo en medio de la pista, sacó un sobre de su bolso y se lo entregó—. Para cuando quieras leerlo. Es lo último que escribió Blanca.
—Gracias, prima. ¿Tú lo has leído?
—No. Es solo para ti.
Amparo y Álvaro siguieron evolucionando por el salón, Helena volvió a su mesa, que estaba desierta, cogió un bombón de la cajita que alguien había dejado en el centro y volvió a salir a uno de los salones exteriores para leer con tranquilidad y sin interrupciones las palabras que su madre le había trasmitido desde las profundidades del tiempo. No estaba segura de que fuera la mejor de las ideas hacerlo en ese momento, pero había tenido de pronto la intuición de que, después de lo que acababa de descubrir, ya nada podría sacudirla demasiado. Cuanto antes la leyera, antes terminaría. Ahora solo tenía que prepararse para leer otra sarta de mentiras sentimentales que posiblemente habían contribuido a tranquilizar a su madre en la última etapa de su vida. Las leería con distancia, con curiosidad, como quien lee una novela, algo que tiene un cierto interés pero que no va a afectar tu vida directamente.
Se sentó en un sillón medio oculto por unas frondosas palmeras en macetones y abrió la carta.
Querida hija mía, queridísima Helena:
Estas son las últimas palabras mías que leerás en tu vida; espero que hayas llegado hasta aquí y que sean de verdad tus ojos los que pasen ahora por estas líneas.
Si estás leyendo esto y no eres mi hija Helena, te ruego que tengas la decencia de volver a meter la carta en el sobre y no sigas adelante. Lo que voy a contar aquí no le importa más que a ella, a mí y, como mucho, a alguien que pertenezca a las siguientes generaciones de la familia, pero no está pensado para ojos de extraños. La maldición caiga sobre quien lea esto sin derecho.
Helena, hija mía, en esta carta tengo pensado revelarte todo lo que sé, el alfa y el omega, aunque puedo asegurarte desde ya mismo que sé bastante más del alfa.
Voy a empezar con lo que supongo que más puede interesarte después de haber leído lo que te dejé en las cajas, de modo que no hay más remedio que volver a aquel verano de 1969, el último que pasamos como familia en La Mora.
Yo empecé a notar que algo no iba bien cuando, fijándome en detalles aparentemente sin importancia, me di cuenta de que Alicia y Jean Paul pasaban muy poco tiempo juntos, mientras que tú y él casi siempre estabais en los mismos grupos, haciendo las mismas cosas. Ellos ya no se iban a dormir a la misma hora ni se levantaban juntos igual de tarde. Alicia, que hasta unos meses atrás se las arreglaba siempre para comentar lo raro que le parecía no haberse quedado embarazada todavía, ahora ya no lo mencionaba, mientras que de golpe parecía interesadísima por las compañías aéreas y por Canadá. De vez en cuando se encerraba en la salita de al lado de la puerta de entrada y hablaba en inglés en voz muy baja cuando calculaba que todos estábamos fuera de la casa, sobre todo su marido. Y un día, poco antes de la maldita fiesta del alunizaje, al tratar de sacar de debajo de su cama un gato que se había refugiado allí, me di cuenta de que la maleta mediana estaba llena. Te confieso que me picó la curiosidad y la saqué. Era evidente que Alicia pensaba marcharse sin decirle nada a nadie. No tuve más que sumar dos y dos para suponer que había otro hombre.
Intenté que se confiara a mí y me contara qué estaba pasando, pero no tuve éxito. No sé si le dio miedo o vergüenza, pero no conseguí saber nada concreto, salvo que no se encontraba del todo bien y que estaba angustiada por cosas vagas que no quiso explicarme.
El 21 de julio, cuando nos dijeron que la policía había encontrado su cadáver, aprovechando que papá y Jean Paul iban a Rabat a identificarla, yo dije que no me sentía capaz, me quedé en casa, deshice la maleta y lo metí todo otra vez en el armario. Luego busqué todo lo que pudiera apuntar a la existencia de un adulterio y resultar comprometedor para la reputación de mi hija. Reuní todas las cartas que encontré, incluso algún fragmento suelto de borradores o de cartas que ella misma había roto en pedazos, busqué su diario y me lo llevé todo a mi cuarto. Más adelante arranqué y destruí muchas páginas. Ella no quería que nadie pudiera leer lo que estaba destinado solo para sus ojos, de manera que, sabiendo que la policía llegaría pronto y querría enterarse de todos los secretos de la vida de mi hija, lo escondí todo. Efectivamente, la policía no encontró nada cuando registraron su habitación y Jean Paul no llegó nunca a saberlo.
Ese mismo día, muy temprano, llamó a la puerta un chico de uniforme que enseguida comprendí que debía de ser el hombre del que se había enamorado Alicia y por el que estaba dispuesta a dejarlo todo. Michael, me dijo que se llamaba. Le di la horrible noticia y le pedí en nombre de tu hermana y de toda la familia que no volviera jamás y que no permitiese que nadie lo supiera.
Solo mucho más tarde se me ocurrió que aquel chico tan guapo podría haber sido el asesino de Alicia, aunque nunca llegué a creerlo realmente.
Se lo conté a tu padre, investigó al muchacho y llegó a la conclusión de que no era probable. Por eso siguió buscando hasta que consiguió descubrir la verdad y solucionar el asunto.
A partir de 1979, como quizá recuerdes, todo cambió. Papá y yo empezamos a disfrutar otra vez de estar vivos, tú volvías a España un par de semanas los veranos y hasta Íñigo se dignaba permitir que Álvaro pasara un tiempo con nosotros en Santa Pola. Casi volvimos a ser una familia normal, siempre que no pensáramos en todo lo que habíamos perdido.
Esto, hija mía, es el omega. Ahora, si quieres, hablaremos del alfa, del auténtico comienzo de toda nuestra historia.
Helena apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón orejero y cerró los ojos. No estaba segura de querer seguir leyendo pero algo la empujaba a continuar, una curiosidad quemante que casi podría definir como morbosa. El alfa. ¿Se atrevería su madre a contarle la verdad sobre Alicia? ¿Iba a proporcionarle una explicación que le hiciera comprender cómo habían podido llegar a esa situación? ¿O volvería a mentirle?
Desvió la vista hacia el salón. Por las cristaleras se veía pasar a la gente bailando, riéndose, la música sonaba a toda potencia, todo el mundo lo estaba pasando bien. Debería entrar, guardar la carta en el bolso y seguir leyendo más tarde. Al fin y al cabo la boda de su nieta era ahora, mientras que el pasado seguiría igual de muerto unas horas después cuando tuviera el tiempo y las ganas de volver a las líneas de su madre, la que ahora en sus cartas la llamaba «queridísima», como si ella no supiera que siempre fue la que menor valor tuvo a sus ojos y, si la quiso alguna vez, fue en la época de Santa Pola, primero porque estaba Álvaro, y luego porque era la única hija que le había quedado, ya que, muertos Goyito y Alicia, no había nadie más a quien querer.
Empiezo ahora la parte que más dolorosa me resulta, hija mía: el alfa, como te he dicho. Supongo que en gran parte se trata de que quiero irme de este mundo con la conciencia limpia y no me queda más remedio que confesártelo. Haz con ello lo que quieras, lo que puedas, y perdóname. Eso es lo único que me importa.
Siempre me alegró ver lo bien que os llevabais Alicia y tú. ¿Te acuerdas las veces que dije lo bonito que era veros juntas, hablando en francés como solíais hacer, comentando cosas del internado, hablando de chicos o de vestidos o de lo que fuera? Se me ensanchaba el alma al veros tan cercanas, tan cariñosas, una morena, otra rubia.
¿Nunca pensaste por qué no os parecíais nada físicamente? ¿Nunca se te pasó por la cabeza que Alicia o tú podíais ser adoptadas?
Helena levantó los ojos de la carta con un ahogo en el pecho. «Claro que no, mamá, qué tontería. ¿Cómo se me iba a ocurrir algo así? Aunque eso podría explicar por qué me querías menos que a tu propia hija —pensó, deseando no haber empezado a leer la carta—. Nunca nos insinuasteis nada; es evidente que no estaba previsto que nos enterásemos.»
Papá y yo nos casamos en 1936, muy felices, muy enamorados, y empezamos a construirnos una vida nueva en Marruecos porque a él lo habían trasladado a un puesto diplomático en el consulado de Casablanca. Pero pasaban los años y yo no conseguía tener hijos mientras que mi hermana Pilar ya tenía a Amparo y luego a Vicente.
Quizás ahora te suene raro, tú nunca has sido demasiado maternal, para ti los hijos son más bien un estorbo, te lo he oído decir muchas veces, pero yo pensaba que me iba a volver loca. Mi vida estaba vacía, todas las mujeres que conocía tenían a sus hijos y se pasaban la vida hablando de embarazos, de partos, lactancias, educación infantil… todas menos yo.
Al final tu padre, desesperado y tratando de hacer lo que pensó que era lo mejor para mí, me propuso algo vergonzoso que yo acepté enseguida: fingiríamos un embarazo con ayuda de Micaela —¿te acuerdas de Micaela?—. Ella me ayudaría a ponerme un vientre falso que iría creciendo mes a mes y, cuando llegara el momento, iríamos a Tánger, al Hospital Español, y allí adoptaríamos un bebé del que una madre soltera quería deshacerse.
Queríamos un niño, pero en la semana que estuvimos en Tánger solo nacieron niñas y al final aceptamos. Cuando entró la monja a mi habitación y me puso entre los brazos a Alicia recién nacida, el amor que sentí por ella fue instantáneo, como un rayo que me atravesara entera. Habría dado mi vida por ella, en ese mismo instante. Pasé tres días espantosos en el hospital fingiendo recuperarme de un parto que no había tenido lugar, con el miedo constante de que la madre se arrepintiera y me quitaran a mi hija.
Porque ya era mi hija, ¿comprendes, Helena? Tanto como si la hubiese parido yo.
Nada más salir de allí, papá emprendió gestiones para repetir lo que habíamos hecho y esta vez tener un chico. A todos los hombres les ilusiona tener un hijo y yo quería que tu padre estuviera igual de feliz que yo, que tuviera un varón que continuara su apellido y al que pudiera enseñar a montar, a cazar, a todas esas cosas que les gustan a los hombres.
Pero las cosas salieron de otro modo, hija mía. Año y medio después me quedé embarazada de forma natural y di a luz a Goyito en el sanatorio de Casablanca. Y otros dos años más tarde viniste tú, sin fingimientos, sin mentiras, hija mía y de papá, de carne y sangre nuestra.
Me acuerdo de lo feliz que estaba yo en el sanatorio, dándote de mamar y jugando con tu manita que me apretaba el dedo meñique cuando, sin que viniera a cuento, la mujer de la cama contigua me contó de casos de bebés robados a sus madres. Me explicó que había mujeres que querían librarse de sus hijos y darlos en adopción, pero que también había otras que no querían y a esas las engañaban diciendo que su niño había nacido muerto; lo que hacían era vendérselo a un matrimonio estéril que daba su nombre a la criatura y salía de la clínica con todos los papeles en regla mientras que la madre verdadera se volvía a su casa destrozada, llorando por su bebé muerto.
¡Aquella noticia me hizo tanto daño, Helena! Papá se esforzaba por convencerme de que en nuestro caso todo había sido legal, pero yo no dejaba de pensar «¿y si no fuera así?». Porque en ese caso sería un robo, un tráfico de seres humanos, un pecado contra Dios y los hombres y la naturaleza.
Me las arreglé para ir llevando la situación, para ir convenciéndome de lo que quería creer. Y entonces, apenas ocho años después de nacer, Goyito enfermó de meningitis y no hubo nada que hacer para salvarlo.
¿Comprendes ahora mi dolor? Era más incluso que el dolor natural por haber perdido un hijo aún niño. Era mucho peor porque yo sabía que era un castigo divino por nuestro orgullo, por nuestra falta de fe.
Y cuando conseguí superarlo, muchos años después, y empecé a creer que Dios me había perdonado, entonces sucedió lo de Alicia y eso me rompió. No podía dejar de pensar que no era justo que hubiese sido ella, porque el castigo debía ser solo para mí, no para mi pobre niña que no tenía culpa de nada, que habría podido vivir feliz hasta su vejez si se hubiese quedado con su verdadera madre.
Si Dios había decidido castigarme, el castigo, el auténtico castigo, habría sido perderte a ti, que eras mía de verdad. Y sin embargo tuve que vivir con la culpa de saber que había cometido un pecado terrible pero que el Señor me había permitido conservarte a ti en lugar de castigarme matándote.
Y luego, cuando ya empezaba a creer que después de perder dos hijos, ya podría perdonarme, me castigó con tu abandono. Tú te marchaste lejos y te perdimos también. No tienes idea de cuánto sufrí por ello, aunque sabía que me lo había merecido.
Mucho más tarde vino la fase de los veranos en Santa Pola y, aunque tú y yo ya no teníamos mucho que decirnos, yo estaba agradecida de haberte recuperado y no quería pedir más. Perdona que nunca me atreviera a contarte las cosas, pero mi vergüenza era demasiado grande.
Y después, cuando nos vinimos a vivir aquí, a Madrid, al piso de la Castellana (papá no quería que nos instaláramos en ninguno de los dos pisos que Franco nos había regalado a cambio de dar de lado a tu padre y de su silencio en un asunto que nunca llegó a contarme, aunque me enteré por los papeles que dejó y que confío que también tú hayas comprendido) es cuando, por pura casualidad, me llevó una amiga a una modista famosa, Paloma Contreras, en la calle Fuencarral.
No te puedes hacer una idea de cómo me sentí, Helena, cuando nada más entrar y conocerla, me vi mirando a mi propia hija muerta, como podría ser si hubiera vivido para cumplir los cuarenta y cinco. Tienes que conocerla. Tienes que ir y darte cuenta tú también de que es Alicia envejecida, aunque igual de preciosa.
Me aficioné a ir a verla. Era como una droga. No lo podía evitar. Se lo conté a tu padre, pero él no quiso ir y lo que a mí me consolaba a él quizá le habría hecho mucho daño. Siempre estuvo muy unido a Alicia.
Investigué con discreción y supe que la madre de Paloma había dado a luz en Tánger la misma maldita semana que yo pasé allí; a ella, al parecer, le habían dicho que había tenido mellizos, un niño y una niña, y que el chico había nacido muerto. Pero yo estoy segura de que había tenido gemelas. Le dejaron a una, la otra me la dieron a mí.
Y ahí empezó mi nuevo castigo, el que consistía en saber que aquella mujer no había querido deshacerse de su hija, sino que la habían engañado, que le habían robado a una de las dos. Y fíjate qué curioso, Paloma se dedica a lo mismo que Alicia, las dos a la moda y el diseño, y las dos se casaron con chicos extranjeros en la misma época.
Nunca he tenido valor de decirle nada a Paloma. Paso por allí para verla sonreír, para llenarme los ojos con su presencia, para volver a ver viva a mi hija, pero nunca he querido hacerle el daño de contarle la verdad. Hazlo tú si lo crees conveniente.
Este es el alfa al que me refería.
Sé que tú siempre quisiste saber quién mató a tu hermana y espero que el tiempo que has dedicado a la lectura de los papeles que te dejé te haya servido para comprender qué sucedió. Por el contrario, nunca supiste que el verdadero misterio estaba al principio, en su nacimiento. Ahora lo sabes. Espero que puedas perdonarme.
De todas formas, Alicia fue nuestra hija y tu hermana. No creo que ninguna otra chica haya sido más querida por su familia. Tú, preciosa mía, Helena querida, eres mi única hija verdadera, nacida de mí, amamantada a mi pecho, sangre de mi sangre. Quiero que lo sepas, aunque ya no podré abrazarte cuando termines de leer esta carta.
Tu madre, que te quiere por toda la eternidad,
BLANCA
Se dio cuenta de que le temblaban las manos y dejó la carta en su regazo mientras intentaba tranquilizarse con inspiraciones profundas. Su madre la quería. La había querido siempre. Cuando pronunció aquellas horribles palabras que se le habían grabado en la mente y le habían corroído el alma durante decenios —«¿Por qué Alicia? Tendrías que haber sido tú»— no quería decir que lo hubiese preferido, sino que le habría parecido un castigo mayor. Pero ¿cómo iba ella a saberlo, si no tenía ni idea de que Alicia no fuera su hermana de sangre?
Le gustaría que Paloma le enseñara fotos de su infancia y compararlas con las de Alicia a la misma edad.
Tenía que hablar con Paloma y decirle todo lo que sabía. Paloma tenía derecho a comprender lo sucedido aunque fuera a costa de que Helena incriminara a sus propios padres, a Goyo y a Blanca. Estaba claro que la modista necesitaba saber; por eso iba a las reuniones de la Plataforma de Bebés Robados.
Helena guardó la carta en el bolso y aún con la cabeza girando en torno a todo lo que acababa de saber, entró en el salón, donde los camareros habían empezado a despejar la pista. O ahora venía la parte de cortar la tarta nupcial o iban a empezar las actuaciones de los amigos o algún tipo de espectáculo. Se sentía como partida en dos, como si parte de sí misma estuviera en el presente, en aquella sala donde se celebraba la boda de su nieta, y la otra parte flotando en el territorio del pasado que casi parecía más real que todo lo que la rodeaba, aunque el pasado estuviese habitado por fantasmas que la cercaban, que la habían cercado siempre y quizá por eso eran más reales y conocidos que las personas de carne y hueso que reían y brindaban a su alrededor.
Regresó a su mesa y se sentó con un suspiro; ni ella misma sabía si de satisfacción o de angustia.
—¿Todo bien? —preguntó Amparo inclinándose un poco hacia ella.
—Sí. Muy bien, Amparo. Por fin. Acabo de comprender muchas cosas.
Carlos le apretó la mano y estuvo a punto de preguntarle algo, pero en ese momento salieron a la pista los novios con un micrófono cada uno y se limitó a sonreírle y aumentar la presión en su mano.
Helena se quedó mirando a Paloma, embobada. Ahora que lo sabía, se preguntaba cómo era posible que no lo hubiese visto ella misma, aunque sí recordaba que en el momento de conocerla pensó «así sería mi hermana hoy si viviera». Y sí, así era: alta, fina, rubia, elegante, graciosa sin estridencias. Por eso Alicia y Helena, las dos hermanas, nunca se habían parecido físicamente.
Tomando una decisión repentina, se inclinó hacia Paloma antes de que los novios empezaran a hablar y le dijo:
—Tenemos que vernos lo antes posible. Tengo información para ti sobre tu nacimiento y lo que pasó en el hospital de Tánger.
Los ojos de Paloma se dilataron de sorpresa. Helena le cogió la mano y se la apretó. Luego sonó una fanfarria y ya no pudieron hablar más.
La Mora, Rabat. 1979
Cuando aparcó junto a la verja Goyo sintió un pinchazo de algo que podía ser nostalgia, o júbilo, o alguna otra emoción mezclada para la que no tenía nombre. Diez años. Habían pasado diez años desde la última vez que había entrado por esa verja a la que durante tanto tiempo había sido su casa, La Mora, el paraíso en tierra donde había sido tan feliz con Blanca, donde habían criado a sus tres hijos, donde habían sufrido tanto por la muerte del pequeño, por el asesinato de su hija mayor, donde habían celebrado la boda de Alicia y Jean Paul. Los rosales habían crecido y se derramaban como cascadas de colores sobre las verjas y los emparrados, las palmeras se balanceaban suavemente en la brisa del mar como llevaban siglos haciéndolo; todo seguía su curso y él ahora, por fin, también podría descansar y hacer descansar a Blanca, volver a viajar, volver a la vida.
No había avisado a su yerno de su llegada porque no sabía cuántos días necesitaría para las gestiones que tenía que hacer. Por fortuna todo se había arreglado más deprisa de lo que pensaba y ahora le sobraba tiempo. Tenía que hablar con Jean Paul antes que nada. Luego quizá se regalara unos días de asueto en La Mora, de pensar en el pasado, de hacer las paces con toda la rabia, con toda la furia, la angustia y la impotencia que lo habían llenado durante tantos años.
Disfrutó el corto camino hasta la casa porque lo que antes era cotidiano y apenas digno de una mirada era ahora extraordinario y lo animaba a contrastarlo con sus recuerdos. Jean Paul se había preocupado de que todo estuviera bien; se notaba su amor por el jardín, el cuidado que había puesto en mantenerlo e incluso mejorarlo.
Llevaba las llaves en el bolsillo pero dudó durante unos segundos porque, aunque al fin y al cabo aquella seguía siendo su casa, desde la muerte de Alicia el usufructo pertenecía a su yerno.
Años atrás no había tenido más remedio que poner ciertas propiedades que tenía interés en conservar a nombre de sus hijas. El gestor les había recomendado a ambas que hicieran testamento cuanto antes, de manera que sus propiedades revertieran a Blanca en caso de defunción de ellas, y Alicia lo había hecho de ese modo, pero dejándole el usufructo a su marido siempre que no volviera a casarse. Nadie se había podido imaginar entonces que Alicia moriría a los veintisiete años recién cumplidos. De todas formas, ni él ni Blanca habían querido impugnar el testamento de su hija, que representaba su última voluntad, y ninguno de los dos había querido, de momento, seguir viviendo en Marruecos.
Ahora se habían vuelto a adaptar a la vida en España, el Mediterráneo les sentaba bien y había sido bonito construir una casa desde cero, amueblarla, adecuarla a sus necesidades de matrimonio mayor con una sola hija que vivía en Asia y un solo nieto al que apenas veían.
Antes de meter la llave en la cerradura le llegó un estrépito desde la piscina. Algo debía de haberse caído y rodaba por el suelo, de modo que fue a ver.
Jean Paul, sentado a la mesa de hierro, fumando frente a la superficie quieta del agua, le daba la espalda. Estaba claro que no esperaba a nadie y pensaba que no tenía nada que temer.
—¿Da usted su permiso, mi capitán? —dijo en broma para sacarlo de su contemplación.
Jean Paul casi dio un salto en la silla y se giró hacia él, pálido como una sábana.
—¡Joder, hijo! No quería asustarte de ese modo. Perdona. Tendría que haber tosido o algo.
Goyo dejó en una silla la bolsa que llevaba al hombro y se adelantó con la mano tendida. Jean Paul se la estrechó e, inmediatamente, lo abrazó con fuerza mientras ambos se palmeaban la espalda con entusiasmo.
—Pero ¿qué haces tú aquí? ¿Cómo se te ha ocurrido venir sin avisarme? Habría ido a recogerte al aeropuerto. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¡Qué alegría!
—Tenía unos asuntillos que resolver y, como no sabía cuánto tiempo me iba a ocupar, he decidido venir a darte una sorpresa, pero ya he visto que casi te mato del susto.
—Es que aquí nunca viene nadie, Goyo, y como no te esperaba…
—¿Nada de fiestas locas, como antes?
Jean Paul sacudió la cabeza.
—¿Has visto ya a Suad? Se va a volver loca de alegría. Voy a pedirle que te prepare la habitación sin decirle que eres tú y así le das la sorpresa.
—Espera, muchacho. Un momento. Antes tengo que contarte algo.
—¿Te pongo algo de beber? ¿O prefieres un té?
—Primero quiero decirte lo que he venido a decir. Lo demás, después.
Se sentaron frente a frente. El rostro de Goyo era una máscara sin expresión, como si estuviera tallado en madera.
—Tú dirás.
—Tengo que darte una mala noticia. —Hizo una pequeña pausa, apenas unos segundos que a Jean Paul, sin embargo, se le hicieron eternos—. Supongo que hace poco que has visto a ese fotógrafo americano… Fleming.
—¿John?
—Sí, John Fleming, el que estuvo aquí hace años invitado por Helena, con una parejita medio hippy. Me figuro que era amigo tuyo. Sé que te visitaba una o dos veces al año.
—Sí. —El uso del pasado le acababa de dejar la boca seca—. John a veces es un coñazo, pero no hay nada que hacer. Vuelve siempre como la falsa moneda. Lo bueno es que es un culo de mal asiento y nunca se queda mucho tiempo.
—Ya no vendrá más.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha tenido un accidente o algo?
—Es una forma de verlo, sí. Lo maté anteayer.
—¿Quéeee? —Jean Paul se agarró a los brazos de hierro del silloncito, mirando a su suegro a la cara, tratando de distinguir las señales de una broma que culminaría con una risotada al ver su expresión de horror.
—Ese hijo de puta era el asesino de Alicia —dijo Goyo con naturalidad.
Jean Paul se cubrió la cara con las dos manos mientras sacudía la cabeza en una negativa de impotencia.
—Estoy seguro. Totalmente seguro. Me lo confesó. —Goyo se inclinó hacia su yerno, que se había destapado el rostro y lo miraba, anonadado.
—¿Cómo que te lo confesó?
—Bueno… digamos que no fue exactamente por propia voluntad. Empezaré por el principio, si te parece. Espera, vamos dentro y te acepto esa copa; creo que tú, sobre todo, la necesitas.
Se acomodaron en el salón. Goyo en el sofá, junto a la chimenea, Jean Paul de espaldas a las ventanas, en el sillón orejero, después de haber servido dos whiskies y dejado la botella sobre la mesa, bien a mano.
—Llevo años investigando a ese cabrón desde que me di cuenta de ciertos detalles que luego te contaré. De momento basta con que sepas que estoy totalmente seguro de su culpabilidad. Supe que iba a venir a Rabat, lo seguí, vi que se registraba en el hotel Balima antes de venir aquí a visitarte y me informé de que pensaba volver allí a pasar aún al menos otra noche antes de ir al aeropuerto. Supongo que tendría otros negocios en Marruecos además de venir a verte; negocios más lucrativos, por lo que enseguida verás.
»Yo cogí una habitación en otro hotel del centro, lo seguí hasta cerca de aquí y esperé a ver si volvía a Rabat. Esta vez solo estuvo unas horas contigo, luego estuvo un buen rato en la medina. De vuelta al hotel, se quedó en el bar tomando una copa. Me colé en su cuarto del Balima poco antes de que regresara y esperé. Nada más entrar le inyecté una buena dosis de burundanga. Al cabo de un par de minutos, lo dejé caer sobre la cama y empecé a preguntarle todo lo que quería saber.
—¿Qué es eso? —preguntó Jean Paul en un susurro.
—¿La burundanga? En la base se trata de escopolamina. Es un compuesto químico muy interesante que puede usarse como anestesia y que tiene la particularidad de que el sujeto contesta a cualquier pregunta que se le haga sin ocultar nada. Por eso lo llaman «el suero de la verdad». Y, lo mejor de todo, suprime la voluntad del sujeto durante un buen rato y, cuando se despierta, su memoria no ha registrado nada de lo sucedido.
—¿Existe de verdad una cosa así?
—Te lo juro. Ni siquiera es una sustancia peligrosa. La usé porque, a pesar de que estaba seguro, quería que confesara. En el caso de que me hubiese equivocado, lo habría dejado dormir en su cuarto y al despertar no le quedaría ningún recuerdo de lo sucedido.
—Entonces… ¿te dijo que lo había hecho él?
Goyo asintió y dio un buen trago a su whisky.
—Me dijo incluso que al principio había pensado en usar burundanga para violar a Alicia pero no la consiguió. Por eso usó heroína.
—¿Por qué la mató, Goyo? —Jean Paul estaba desencajado, había empezado a sudar y el pelo se le pegaba a la frente.
—No se explicaba con mucha claridad. No había querido matarla al principio, balbució. Dijo algo de «hacerle un favor», el muy hijo de puta. Luego murmuró algo de «follársela» y te confieso que no quise oír más. Llevaba preparada una dosis de heroína para tumbar un caballo. Lo mismo que hizo él con mi niña. Justicia poética, ¿no te parece? Me costó una barbaridad no matarlo a puñetazos y a patadas, pero era fundamental hacerlo pasar por una sobredosis accidental. No podía dejarle marcas de golpes en el cuerpo. Antes o después lo encontraría la policía y tenía que parecer un accidente.
—¿Y por qué no me lo dijiste antes de hacerlo?
Por un momento Jean Paul tuvo la sensación de que su suegro lo miraba con cierto desprecio, pero enseguida cambió de expresión y no podía estar seguro.
—¿Para qué? ¿Lo hubieses matado tú? —Como esperaba, su yerno bajó la cabeza.
Goyo continuó hablando:
—Para mí era importante vengar a Alicia, hijo. Para ti no. Tú no eres como yo. Ahora su sangre está en paz, y su madre y yo podemos volver a la vida. Tú también, si puedes.
—No sabía que eras capaz de hacer una cosa así.
—Hay unas cuantas cosas de mí que nadie sabe, hijo.
Hubo un largo silencio en el que los dos acabaron lo que quedaba en el vaso y volvieron a llenarlo.
—A todo esto, el cabrón te robó algo. —Goyo se agachó, abrió la cremallera de la bolsa y sacó un cuadro pequeño: el autorretrato de Helena en la piscina—. ¿O se lo diste tú?
—No. ¿Cómo se lo iba a dar yo? Me encanta ese cuadro. Debió de cogerlo de mi habitación en un descuido. Siempre estuvo dando la paliza con que quería comprarlo y como yo no quería vender, supongo que me lo robó sin más.
—Me gustaría llevárselo a Blanca. Ahora cuando le cuente esto, quisiera darle el cuadro de Helena para que pueda estar en paz. Pero dejaré escrito que a nuestra muerte será para ti. ¿Puedo?
—Claro, Goyo. Llévaselo a Blanca. ¿Se lo vas a contar? ¿De verdad?
—Es mi mujer, muchacho. Entre nosotros no hay secretos. Bueno… —sonrió—, apenas los hay. Y ella lo necesita para volver a vivir. Lo que no he conseguido encontrar es la pulsera de la abuela. La habrá vendido hace tiempo, el muy cabrón.
La luz se había ido yendo del salón. Estaban casi en penumbra; solo el color ambarino del whisky ponía un toque de calidez entre las sombras.
—¡Ah! Y al volver de la medina, el americano tenía esto. —Goyo volvió a agacharse hacia la bolsa y sacó dos fajos de billetes de francos franceses—. Pensé que ya no le iban a hacer falta, de modo que dejé unos cuantos y me quedé el resto. Nadie sabía que los tenía, nadie los echará de menos. La Mora siempre necesita arreglos y reparaciones.
Jean Paul se echó a reír, una risilla histérica que empezó siendo casi un susurro y acabó en una carcajada desde el fondo de los pulmones.
—Había pensado que podríamos diseñar una piscina nueva. Menos americana, más romántica, más elegante. ¿Te gustaría?
Jean Paul asintió con los ojos y la cabeza. Las risas aún no le permitían hablar.
Madrid. Época actual
Habían estado hablando sin parar durante casi tres horas, unas veces contando las cosas sin más, turnándose Carlos y Helena, y otras veces contestando las preguntas de Paloma hasta que llegaron a un momento en que unos por agotamiento y la otra porque el cerebro y el cansancio de las emociones no le daban para más, se quedaron callados, terminándose el té tibio a sorbos cortos.
Mientras tanto era ya casi de noche y el pequeño apartamento estaba sumido en la penumbra azulada que precede a la noche. Carlos se levantó a prender un par de velas y las depositó en la mesa, en silencio; luego encendió una lámpara de pie que daba una luz suave y volvió a sentarse.
Paloma miraba una foto de Alicia en la que se la veía a los veinte o veintiún años en París, acodada en un puente, con Notre Dame al fondo, a su izquierda. Le pasaba la yema del dedo por encima de la cara una y otra vez.
—Mi hermana —dijo en voz baja—. Mi gemela. La que yo supe toda la vida que existía; y nadie quería creerme. Alicia. ¿A ella no le pasó nunca? ¿Nunca sintió que tenía otra mitad perdida por ahí?
—Mi madre contaba a veces que de pequeña tenía una amiga invisible que se llamaba Pamela, pero, al parecer, desapareció al nacer yo. Nunca la oí hablar de ella.
—Claro, una vez que tuvo una hermana de verdad, dejó de pensar en la desconocida; es natural —dijo con tristeza. Vio cómo la miraban Carlos y Helena y volvió a animarse, al menos en apariencia—. ¡Cuánto me habría gustado crecer con ella! ¿Era buena hermana?
Helena asintió con la cabeza.
—Para mí, la mejor. ¡Cuánto siento que te la perdieras! ¡Cuánto siento que ni siquiera ahora puedas conocerla, aunque sea después de tanto tiempo!
Paloma levantó los ojos de la foto y sonrió.
—Al menos te he encontrado a ti. ¿Sabes lo que me gustaría? Que pudiera verla mi madre.
—Creo que sería peor para tu madre saber que su hija sobrevivió y la mataron antes de llegar a los treinta años. Ya sufrió bastante cuando le dijeron que uno de sus bebés recién nacidos había muerto, con eso basta para una vida —dijo Carlos suavemente.
—¡Qué curioso que todo esto se pusiera en marcha por una constelación familiar! ¿No os parece? Creo que voy a apuntarme a una, a ver si sale lo mismo cuando plantee la cuestión de que siempre me he sentido como la mitad de algo —dijo Paloma.
—Es lo más probable. Eso de sentirse partido es un clásico en gemelos separados al nacer; hay montones de estudios sobre ello y yo lo he visto en varias constelaciones a las que he asistido.
—Aunque me figuro que no siempre se encuentran y que no siempre está tan claro como en nuestro caso.
—No, pero cuando la cosa no está tan clara, por cuestiones de falta de parecido o similares, siempre queda hacer un análisis de ADN.
Helena estaba admirada de cuánto sabía Carlos del tema. Había participado en varias constelaciones a lo largo de los últimos años y debía de haber visto muchas situaciones curiosas.
—Sé que suena tonto, dado el extraordinario parecido entre nosotras, pero ¿estáis seguros de que Alicia y yo somos hermanas? —preguntó Paloma, casi con timidez.
—Si quieres estar absolutamente segura, yo que tú encargaría un análisis genético al Instituto Nacional de Toxicología. Son ellos los que lo hacen en casos como estos.
—Pero ¿qué muestras les va a dar, Carlos? —preguntó Helena—. Lo más que pueden probar es que Paloma y yo no somos hermanas, cosa que ya sabemos. La idea sería probar que ella y Alicia eran gemelas, pero Alicia lleva casi cincuenta años enterrada y no me parece mucho plan exhumar ahora sus restos, la verdad.
—No hace falta. —Carlos se levantó, fue al dormitorio y volvió con una mano en el bolsillo de la americana. Sacó algo y lo dejó en la mesa con suavidad: el medallón que Blanca había puesto en la caja—. Ahí dentro hay un mechón de pelo de Alicia. Con suerte, se puede usar para la comparación de material genético de las dos gemelas.
Paloma cogió el medallón, cerró los ojos unos segundos y lo besó.
—Gracias, queridos míos —dijo—. Me habéis hecho el mayor regalo de mi vida.
—Señoras, estoy muerto de hambre. ¡Vámonos de aquí! Os invito a cenar.
Madrid, 1981
Goyo caminaba sin prisa por la Gran Vía en dirección a Callao. Había salido del Círculo de Bellas Artes, donde tenía que haberse encontrado con Pacheco, un antiguo compañero de la Academia que llevaba jubilado tantos años como él y que al final no había aparecido. Estaba más bien de mal humor. Era cada vez más frecuente que las personas dieran plantón a los amigos y conocidos y luego se disculparan tranquilamente con un «lo siento, chico, me surgió algo en el último momento». No pensaba volver a quedar con Pacheco en la vida.
De hecho cada vez había más cosas que no pensaba volver a hacer. Estaba claro que se estaba haciendo viejo; lo notaba en que cada vez le gustaba menos el mundo, la evolución de la sociedad, la falta de urbanidad y de cortesía de las personas, el olvido consciente de la caballerosidad, del sentido de la responsabilidad, de tantas cosas que en su juventud se consideraban imprescindibles para la vida civilizada. Por no hablar del abandono de todo tipo de valores. Ya no se hablaba de disciplina, de jerarquía, de sacrificio. «Patria» era un concepto anticuado. «Honor», una palabra extranjera.
Los últimos tiempos del régimen de Franco ya habían sido bastante vergonzosos, pero lo que se había instalado en su lugar era casi peor. Ahora incluso el PCE había sido legalizado, ya hacía cuatro años de ello, y en plena Semana Santa, además. Él no había sido nunca muy de misa, igual que Franco en sus inicios, pero aquello estaba hecho a propósito y clamaba al cielo.
Habían hecho una guerra, la paz había costado infinidad de sacrificios, miles de españoles habían muerto para evitar la debacle roja y ahora el país había vuelto a las andadas: comunistas, socialistas, trotskistas… hasta maoístas y Joven Guardia Roja y quién sabe qué aberraciones más pegaban impunemente sus carteles por toda España y convocaban a reuniones, y manifestaciones y sentadas y marchas. Cataluña y las Vascongadas tenían ahora un estatuto de autonomía, como lo llamaban, que llevaría en pocos años al deseo de independencia, con lo cual, o habría que volver a luchar para evitar la separación de regiones tan fundamentales para la unidad de la patria, o permitir que España fuera disminuyendo y perdiendo su lugar en el mundo.
La banda terrorista ETA campaba por sus respetos y llevaba cometidos ya cientos de asesinatos sin que ni los sucesivos gobiernos ni el ejército hubiesen hecho nada por impedirlos.
Cuando recordaba los sucesos de Asturias de cincuenta años atrás, le daba vergüenza ajena pensar que ahora el brazo militar se había vuelto tan flojo. Si lo dejaran a él montar una operación de emergencia, no habría más muertos que los terroristas.
¡Y el nuevo gobierno de la UCD! Hacía apenas una semana que el guaperas de Suárez había dimitido como presidente porque ya no lo apoyaban ni los suyos.
Si había quedado con Pacheco era porque aún tenía ciertos contactos y había oído rumores de que en algunos cuarteles aún quedaban patriotas que empezaban a cansarse de estar haciendo el canelo y se sentían deseosos de enseñar los dientes a toda la morralla «democrática» que estaba destruyendo el país.
Desde que había vuelto a vivir en España, Goyo se había ido crispando políticamente; hasta él mismo se daba cuenta. En Marruecos, una vez superada, al menos en parte, lo que él siempre consideró la traición del hombre y del régimen en quienes siempre había confiado y por los que se había sacrificado hasta las últimas consecuencias, la política franquista española era algo que le resultaba vagamente vergonzoso, anticuado, un poco ridículo, pero nada que le quitara el sueño. Luego, al volver a España, y sobre todo al instalarse en Madrid, la degeneración del régimen antiguo y la desorientación de los nuevos intentos de todos aquellos niñatos ni de izquierda ni de derecha habían conseguido volver a ponerlo agresivo. Ya no le gustaba su patria, ni la época en la que le había tocado vivir su vejez, ni el país que se vislumbraba en el futuro; y si alguna vez había pensado que el rey podría reconducir la situación, poco a poco se daba cuenta de que tampoco esa era la solución que necesitaba España. La actitud del monarca le hacía temer que si en algún momento se diera una situación como la que se vivió en Marruecos durante el régimen nazi en Francia, el rey de España no se pondría en contra de los vencedores como el sultán Mohammed tuvo el valor de hacer. Lo recordaba con orgullo y nostalgia.
Cuando el régimen colaboracionista de Vichy pasó a Marruecos la orden de hacer una lista de todos los judíos residentes en el país y entregarlos a Alemania a través de Francia, el sultán contestó diciendo que en Marruecos no había judíos, que eran todos súbditos marroquíes y, consecuentemente, no pensaba entregar a ninguno.
Si Goyo hubiera creído que el rey era de ese temple, habría aumentado su optimismo, pero sencillamente no lo creía capaz. Se había criado con Franco y sus chaqueteros, pasilleando, aprendiendo a intrigar, aprendiendo a callar cuando convenía, a quedar bien con militares, obispos y millonarios. ¿Qué se podía esperar? ¿Qué se podía esperar de un hombre que oficialmente era capitán general de los ejércitos españoles sin haber pegado un solo tiro más que a algún ciervo en Guadarrama o en algún safari en África?
Se vio reflejado en un escaparate al pasar. Seguía delgado, pero su espalda ya se curvaba ligeramente hacia el suelo sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Tenía setenta y cinco años y llevaba ya muchos retirado del Ejército. Ahora era simplemente un constructor jubilado, un millonario viejo, alguien con quien solo se contaba por su dinero. «Y por mi mala leche», pensó, sonriendo por dentro.
Enfiló la calle Fuencarral. Allí, en alguna parte, debía de estar la tienda de la que le había hablado Blanca. En algún lugar de esa larga calle trabajaba una mujer de casi cuarenta años que nació en Tánger a la vez que Alicia. Sentía curiosidad, no podía negarlo; pero no iría a verla. Estaba seguro de que Blanca exageraba al decir cuánto se parecían. ¿Cómo iba a saberlo ella, si Alicia había muerto doce años atrás, antes de cumplir los treinta, y la modista, si de verdad era su hermana, era ahora mucho mayor?
Se había levantado viento y empezaba a hacer frío. Decidió entrar en una cafetería y tomarse algo caliente, un café con leche y una buena copa de coñac para combatir el invierno.
Buscó una mesa agradable, con buena luz por si quería echarle una mirada al periódico, junto a los ventanales, pidió lo que había pensado y se quitó el abrigo en cuanto el calor del interior empezó a hacerle efecto.
Entonces la vio. En la calle, cruzando hacia el mismo bar donde él estaba, con otras dos mujeres con las que conversaba y reía. Alicia. Su Alicia. Su niña preciosa.
No era que se le pareciese. Es que eran iguales. Era ella de nuevo.
Sintió cómo la garganta se le contraía y los ojos se le llenaban de lágrimas. Todo el dolor de la pérdida, toda la nostalgia de su pequeña se le vino encima de golpe como una ola gigante que lo dejaba empapado y aterido.
Nunca lo había visto así, pero ahora se daba cuenta de lo que significaba, de lo que habría significado para la madre, perder a su hija recién nacida. Aunque no. Perderla después, perderla a los veintisiete años era mucho peor porque significaba perder todo lo que los había unido durante todo ese tiempo, perderlo para siempre y tener que seguir viviendo sin ella, sin su sonrisa, sin sus mimos y sus caprichos y sus consejos; sin todo el futuro que uno siempre había creído que se extendía por delante de ellos.
La había vengado al menos, pero si en 1943 la hubiera dejado con su madre y su hermana gemela en Tánger, ahora Alicia podría ser socia de esa tienda de trajes de novia y venir al bar con las otras chicas a tomar un café en la pausa de media mañana y hablar de tonterías y reírse. Viva. Feliz.
Se tomó el coñac de un trago, fue a pagar a la barra y salió al frío de febrero sintiéndose viejo y derrotado.