4

Madrid. Época actual

No sabes lo que me alegro de que te hayas venido conmigo, Helena.

—¿Y eso?

—Llevo toda la tarde tratando de hablar contigo, pero como todo el mundo estaba empeñado en acapararte, no había manera. Y como yo ni siquiera soy realmente de la familia…

Helena giró la cabeza hacia el muchacho al volante y enseguida la volvió de nuevo al frente. Últimamente le dolía el cuello si lo giraba demasiado en una u otra dirección.

—Bueno… ahora eso de la familia ya no se toma con tanta exactitud como antes.

—No soy más que el hijo del primer matrimonio de la actual esposa de tu hijo —precisó Marc.

—Ya. El hijo de Sara. El hijastro de Álvaro. Creo que la última vez que te vi tenías diez años o así.

—Once. Fue cuando fuimos a Australia a visitarte, poco después de la boda de mi madre con Álvaro. Ahora tengo casi veintitrés, como Almudena.

—Pues sí que tienes buena memoria.

—Es que me impresionó mucho tu casa, y tu estudio. Entonces decidí que quería ser pintor, como tú.

—¡Ah! ¡Vaya!

Habría preferido tomar un taxi y no tener que entablar conversación con nadie porque, a pesar de que la noche anterior y todo el domingo habían resultado mucho más agradables de lo que había pensado, y de que había podido echarse una siesta y todo el mundo se había ocupado de que estuviera cómoda, ya tenía ganas de volver a estar sola, de no tener que socializar con su familia. Si había aceptado la oferta de Marc de llevarla a Madrid era simplemente porque nunca había podido decir que no a ir en un coche rápido con un chico joven y guapo. Por estúpido que resultara, eso era algo que siempre la hacía sentirse mejor. Y Marc era condenadamente guapo.

—Sigo en ello, ¿sabes? —insistió el chico, al darse cuenta de que ella no pensaba añadir nada más—. Conseguí entrar en Bellas Artes y allí estoy, aunque si quieres que te diga la verdad, bastante harto de tanto convencionalismo. Los grandes no pasaron por la Academia o la rechazaron incluso en mitad de los estudios. Estoy pensando en dejarla. Para el tipo de cosas que yo hago, no necesito lo que me enseñan. Tú no estudiaste, ¿verdad?

—Sí. Claro que estudié —lo contradijo Helena con vehemencia—. En Estados Unidos. Una formación académica no te garantiza el éxito, pero al menos conoces las técnicas. Mira, Marc, es así de fácil: primero demuestra que eres capaz de pintar como Velázquez y luego podrás hacer lo que quieras.

Por el rabillo del ojo vio cómo Marc apretaba los labios. Estaba claro que no era eso lo que quería oír.

—Oye —dijo el chico, como si se le acabara de ocurrir la idea, al cabo de unos kilómetros en los que ambos se limitaron a escuchar una emisora de radio que ponía música de los setenta—. ¿Podría enseñarte mi trabajo? Me serviría de mucho tu opinión.

Ella suspiró. No tenía ningún interés en pelearse con el hijo de Sara y contribuir con ello al mal ambiente que antes o después se desplegaría en la familia, pero nunca mentía cuando le pedían una opinión profesional, y algo le decía que los cuadros de Marc no iban a gustarle, de modo que prefería darle largas al asunto y no acabar intercambiando insultos. Porque, si algo le había enseñado la experiencia de situaciones similares, era que nadie, y menos que nadie un principiante, se tomaba bien que un artista más viejo le señalara todos los errores que estaba cometiendo.

—Sí, hombre. Un día de estos… Después de la boda —contestó del modo más vago y menos hiriente que pudo.

—¿Y si vamos ahora? No vivo lejos del centro. De hecho nos pilla casi de paso.

—Son las once y media de la noche, criatura. No querrás que vea tus cuadros a oscuras…

—Mi atelier tiene luz eléctrica. Ventajas de ser hijo de familia burguesa. —Le lanzó una sonrisa luminosa que le daba aire de chico travieso pero buena gente, un pequeño diablillo. Tenía que reconocer que era una sonrisa que derretía el corazón—. ¡Venga! Te llevo. De paso ves dónde vivo, te pongo un whisky y me das tu opinión.

Helena se observó por dentro, tratando de decidir si su cuerpo aguantaría. Hacía poco más de veinticuatro horas de su llegada a España y no tenía ni idea de cuándo su organismo decidiría que necesitaba descanso inmediato, pero no pensaba confesarle a un mocoso que no podía más, y la verdad era que en ese preciso instante se sentía bastante bien. Para su cuerpo no eran casi las doce de la noche sino más bien las doce de la mañana. Un whisky le sentaría estupendamente antes de meterse en la cama.

—Entonces primero me llevas a algún lado cerca de tu casa a tomar esa copa. Si hay música, mejor. Bailamos un poco y luego le echo esa mirada a tus famosos cuadros, que más vale que sean buenos porque, en cuestiones profesionales, yo siempre digo lo que pienso. Y luego me llevas a casa. ¿Trato hecho?

Marc dio un salvaje acelerón como respuesta.

—¡Eres increíble, tía!

Sin tener muy claro si «tía» iba referido a su parentesco honorario o si se trataba de que la consideraba casi una chica de su edad, Helena se limitó a sonreír, perdiendo la vista en las luces de Madrid que ya llenaban el horizonte del sur.

En el chalet de San Sebastián de los Reyes, Álvaro se acababa de servir un whisky con hielo y miraba por encima del borde del vaso a su mujer, que le devolvía la mirada sin saber bien qué cara poner.

—Has perdido la apuesta, cari —dijo con su mejor sonrisa de triunfador—, así que voy a ir pensando a qué restaurante me vas a invitar. Al menos, como ves, la cosa no ha sido tan terrible y mi madre incluso se ha dejado acompañar a Madrid por tu hijo. Como Marc no es tonto, seguro que consigue que vaya a echarle un ojo a sus cuadros y… ¿quién sabe?, lo mismo tenemos otro genio en la familia.

—Está increíble tu madre. ¿Qué edad tiene ya? ¿Setenta?

—Sesenta y ocho. Y es verdad que se conserva estupendamente. Será la mala leche…

Sara se acercó y le dio un beso en la oreja.

—Pues se ha portado bastante bien.

—Salvo las barbaridades que le ha dicho a mi padre durante la comida.

Sara se echó a reír.

—Se las ha ganado a pulso. Es que Íñigo es de un machista… Hace más de cuarenta años estuvo casado con ella, ¿cuánto? ¿Dos años, tres…? Lo justo para que nacieras tú y poco más. Ella lo abandonó y desde entonces no se han visto más que un par de veces contadas… y sin embargo aún se empeña en hablarle como si lo supiera todo de ella y como si tuviera algún derecho sobre su vida. Yo encuentro normal que Helena le haya pegado un par de cortes, la verdad es que esta vez me ha caído mejor que todas las últimas veces.

—Hombre, me alegro. Al menos alguien lo ha pasado bien.

—Pero, cielo, ¿qué te pasa con tu madre? Si eras tú el que querías que viniera…

Salieron juntos al jardín y se sentaron en el sofá-balancín, mirando el cabrilleo de los faroles en el agua quieta de la piscina. Álvaro cogió la mano de su mujer mientras con la otra hacía girar los cubos de hielo en el vaso.

—¡Es que me habría gustado tanto tener una madre! ¡La eché tanto de menos de pequeño! Y luego, cuando mi padre decidió por fin volverse a casar, yo ya tenía casi quince años y, aunque Mayte siempre me cayó bien, ya no tenía edad de tener una madre nueva, así que me tuve que quedar con la que tenía, con la ausente, a la que solo empecé a ver de nuevo de Pascuas a Ramos a partir de los diez años, cuando después del divorcio mi padre empezó a ablandarse un poco y me permitía verla en Santa Pola, en el chalet de los abuelos. Agh, te lo he contado mil veces…

—Bueno… pues ahora la tienes. Disfrútala.

—Es que cada vez que la veo… no sé… tiene sus cosas buenas, claro, pero… no sé cómo explicarlo… no es como cuando pienso en ella, como cuando sé que va a venir y me hago ilusiones… no sé lo que me pasa.

—Que te gustaría, pero que no la sientes como si fuera tu madre —resumió Sara.

—Sí. Supongo que es eso —concedió Álvaro.

—Igual que para Almudena tampoco es una abuela de verdad.

—Pues no. Pero parece que a la niña le hace ilusión que haya venido desde Australia a propósito para su boda.

—Tanto como a propósito… También está eso de la retrospectiva… y además creo que tiene un amigo en una clínica de Madrid al que quería visitar.

—No me ha dicho nada.

—Se lo ha dicho a Almudena cuando trataban de encontrar un momento para ir a ver a Paloma.

—¿Qué Paloma?

—Paloma Contreras, la modista, hombre.

—¡Qué raras sois las mujeres! Las tiendas llenas de vestidos y tenéis que ir a hacéroslo a medida, como si estuviérais contrahechas.

—¿No te suena de nada alguien que va a un sastre desde hace años?

Álvaro se echó a reír suavemente.

Touché. Pero es que, si no fuera por mí y unos cuantos más, el hombre se habría muerto de hambre. Y es un artista…

—Sí, ya. Como mi hijo. ¡Ya podía terminar empresariales de una maldita vez en lugar de tanto arte!

—¿Tú sabes que mi madre estudió empresariales?

—¿En serio?

Álvaro asintió con la cabeza, se acabó lo que quedaba en el vaso y lo dejó sobre el césped.

—Durante un tiempo la idea era trabajar con su hermana y su cuñado en la casa de modas que tenían. Luego sucedió lo de la tía Alicia y todo se fue a hacer puñetas.

—¡Pobre chica! ¡Tan joven!

—Creo que andaba por los veintisiete o veintiocho. Mi madre tenía veintidós, como Almudena ahora. Fue el 20 de julio de 1969. Mientras todo el planeta estaba mirando cómo Neil Armstrong bajaba del módulo y se paseaba por la superficie de la Luna, algún hijo de puta estaba violando y matando a mi tía en Rabat.

—Nunca me has contado realmente qué pasó.

Hubo unos segundos de silencio en los que solo se oía el suave murmullo de las ramas más altas de los árboles, movidas por una ligera brisa que en el suelo apenas se sentía.

—Nunca lo he sabido. Fue antes de que yo naciera. Mi padre tampoco sabía nada. Mi madre se largó. Mis abuelos, que podrían haberme contado cosas, nunca quisieron hablar de ello durante mi infancia. Lógico, claro. Y luego… la abuela Blanca perdió la cabeza y el abuelo Goyo se pegó un tiro. Fin de la historia.

—¿Y no te gustaría saber?

Álvaro se pasó las manos por el pelo, hacia atrás.

—Sí. A veces sí.

—Pues pregúntale a tu madre. A mí también me gustaría saberlo.

—Anda, vamos a la cama. Este fin de semana me ha dejado hecho polvo y eso no es nada cuando pienso en que dentro de dos semanas se casa la niña.

—Tú también te casaste y ya ves que no fue para tanto… —le tomó Sara el pelo mientras iba soplando las velas de todos los faroles que rodeaban la piscina.

—Porque me casé «de penalti», como se decía entonces, ¿te acuerdas de la expresión? Susana se quedó embarazada y no hubo más remedio. La cosa se arregló en unos días; nos casamos un sábado por la mañana, nos fuimos a comer a la Hípica y se acabó.

—Venga, venga, en el 93, cuando nació Almudena, ya no había que casarse si uno no quería.

—En mi familia, sí.

—Aparte de que yo me refería a nuestra boda, tuya y mía —dijo Sara, algo picada.

—Sí, eso fue bonito y tampoco fue tanto lío. Venga, en serio, a la cama. Estoy que no me tengo.

—Ve subiendo. Yo lo cierro todo.

Álvaro entró en la casa. Sara, como todas las noches, recorrió el jardín, se aseguró de que todo estuviera cerrado con llave y pensó que la vida sería mucho más fácil después de la boda cuando Almudena se fuera definitivamente a su propia casa, con su marido, y Helena volviera a Australia.

Cuando llegaron a casa de Marc a eso de las dos, Helena ya estaba bastante tocada por los tres whiskies con hielo que se había bebido casi sin pausa. En el bar donde habían estado, el calor era infernal y habían estado bailando casi todo el tiempo, por un lado porque ella hacía siglos que no bailaba y había decidido aprovechar la oportunidad como si no hubiera mañana, y por otro porque bailar y beber le ahorraba tener que conversar en un lugar donde apenas si era posible oír los gritos de tu acompañante. Además, ¿de qué narices iba a hablar con aquel muchacho, como no fuera de cosas de la familia? Y ese era un tema que no le apetecía particularmente.

Lo que le apetecía mucho más era justo lo que había hecho: apoyar la frente en el hombro de Marc y dejarse llevar por la música lánguida que el DJ había puesto durante la última media hora. Al principio había pensado sentarse y descansar un rato de todos los saltos y sacudidas, pero el chico la había enlazado con total naturalidad y, apoyados el uno en el otro, se habían dedicado casi a dormir de pie, como dos elefantes cansados que no consiguen detenerse.

Había sido agradable abrazar de nuevo a un hombre joven. Hacía mucho que no se había permitido ese tipo de comportamiento. Hacía mucho que, por influencia de Carlos, se había acomodado a una vida de buena burguesa, de señora madura de clase media alta, y las únicas locuras que se permitía, ella que tantas había hecho durante su vida, eran las que tenían lugar en su taller y que solo concernían al uso y combinación de materiales nuevos.

Sonrió para sí misma imaginándose a Carlos allí, con ellos. Carlos diciéndole discretamente al oído: «¿No crees que después de la paliza del viaje y el jet-lag ya sería hora de retirarse?».

Pues no. Sería hora cuando ella decidiera que era hora. Ni un minuto antes.

Al llegar al estudio, Marc entró delante.

—Quédate ahí, Helena; voy a encender una luz para que no te rompas la crisma con algún trasto.

—Pero no enciendas muchas. Así el ambiente es más agradable. —No quería decirle que le estaba subiendo un dolor de cabeza que se pondría peor con la luz.

Al fondo de la única habitación se encendió un foco de teatro que había sido colocado para iluminar toda la pared donde se apoyaban media docena de cuadros de formato mediano. Al primer golpe de vista, todos parecían estar habitados por fantasmales mujeres semivestidas vistas a través de una ventana o por una puerta entornada.

Helena se acercó despacio, para contrarrestrar el ligero mareo que sentía, producto de la combinación del cansancio y el alcohol.

Marc esperaba junto al foco con los brazos fuertemente cruzados sobre el pecho y un diente mordisqueando el interior del labio.

—¿No hay donde sentarse? —preguntó Helena echando una mirada circular al desorden del cuarto y a las sillas llenas de papeles y libros.

—Aquí, en los pies de la cama, si quieres.

Helena se sentó donde le decía el chico y se quedó mirando los cuadros, que ahora estaban a unos cinco metros de ella.

—¿Qué? —urgió Marc—. ¿Qué me dices?

Ella apartó la vista de las telas para fijarla en él con un cierto cansancio; el cansancio de las cosas que una ha dicho cientos de veces.

—Que eres un pésimo dibujante.

—Soy pintor —se defendió, cambiando su peso de un pie a otro.

—Ya. Y por lo que parece, consideras que el dibujo está por debajo de tu nivel.

Marc se pasó la mano por el pelo, incómodo.

—No. Si pensara eso, me dedicaría a la abstracción. Es que… no sé… que no me parece tan fundamental, que yo lo que busco es otra cosa.

—¿Qué buscas?

Helena casi lo podía oír pensar, esforzarse por encontrar una justificación de su chapucería en el dibujo, una justificación que sonara plausible y, a ser posible, intelectual. Nunca se había planteado realmente esa pregunta. Eso era evidente.

—Es que son fantasmas… —dijo por fin, eludiendo la respuesta a lo que ella quería saber—. Por eso están… como desdibujadas… difuminadas…

—Por eso y porque no eres capaz de pintar un personaje que parezca a la vez real y casi transparente.

Marc se encogió de hombros, molesto.

—Ven. Siéntate aquí. —Ella palmeó la cama a su lado—. Míralos de nuevo. Has evitado ponerles unos ojos de verdad para no tener que preocuparte de pintar una mirada, ¿no es así?

—Tú pintas sombras para no tener que pintar lo que las proyecta —contestó Marc, picado y ya casi agresivo. Helena se echó a reír.

—Sí. Pero todo lo que no es esa sombra está presente, no solo presente sino que además es hiperrealista; no hay ninguna técnica de evitación.

Marc jugueteaba con la cremallera de su cazadora de verano.

—Yo no soy hiperrealista. Cada uno tiene su estilo.

—Eso es verdad. Y… además, no son tan malos como yo temía —terminó con una sonrisa.

Él giró la cabeza hacia ella, con la expresión de un niño al que acaba de perdonársele un castigo y no acaba de creérselo todavía.

—Tienes mucho que aprender, pero tan malos no son. Hay algo… no sé… algo elusivo. Un talento de partida. —Helena le acarició la mejilla donde la barba ya pinchaba ligeramente.

—¿Crees… crees que se podrían vender? Tú que conoces a tantos galeristas de los grandes… ¿crees que podríamos organizar una exposición?

Se miraban fijamente, a apenas veinte centímetros de distancia; la mano de Helena seguía explorando el rostro de Marc, su cuello, su hombro.

—¡Qué hambre tenéis los principiantes! —murmuró sin dejar de acariciarlo—. Nadie quiere aprender primero… antes de plantearse otras cosas. Vender, vender… eso es lo único que os importa.

—No es nada malo querer vivir del arte. Tú te has hecho rica con tus cuadros… —dijo él en voz estrangulada.

—Sí. Yo también tenía mucha hambre. Siempre he tenido mucha hambre…

Helena puso la mano en la nuca del chico y lo atrajo hacia su boca en un beso posesivo que Marc no esperaba pero que devolvió al cabo de unos segundos de indecisión. Ella empezó a desabrocharle la camisa.

—¿Qué… qué haces? —jadeó él, asustado. Helena sonreía como una loba.

—Tienes hambre, ¿no? Y prisa… mucha prisa. ¡Venga! Vamos a jugar el juego. ¿Qué cuesta tu cuerpo?

El muchacho tragó saliva frente a ella.

—¿Me ayudarás?

—Puedo planteármelo —contestó sin perder la media sonrisa—. Apaga ese foco.

Marc se puso de pie, fue a apagar la luz, se quitó la camisa y los vaqueros y volvió a besarla hasta que, juntos, cayeron en la cama.

Valencia, 1935

La comida había sido deliciosa; la conversación, agradable y distendida; y Carmen, la señora de Santacruz, había impresionado a los dos oficiales por su elegancia y discreta amabilidad, que los había hecho sentirse realmente cómodos a pesar de que la invitación tenía que haber sido para ella no solo una sorpresa sino casi una imposición.

Después de los postres, los caballeros se retiraron al despacho del anfitrión para degustar un buen coñac y fumar unos puros habanos, mientras las señoras se instalaron en la salita con un café y unas copitas de anís dulce.

—¿Qué dices de Vicente, mamá? —preguntó Pilar como al desgaire.

—Parece buen muchacho, aunque yo había oído decir que era un poquito tarambana… al menos de más jovencito. Pero hoy me ha resultado muy simpático, la verdad. Es teniente, ¿no?

—Sí, teniente.

—¿Y el otro muchacho ya es capitán?

—Es que está destinado en Marruecos, mamá —intervino Blanca—. Ahí aún se asciende por méritos de guerra.

—Sí, tiene aspecto de ser un hombre de armas tomar. —Blanca hizo una mueca y su madre se apresuró a precisar lo dicho—. Quiero decir que… no sé… que Vicente parece más señorito de buena familia, mientras que el capitán Guerrero parece… pues eso… un guerrero. Más hecho, más maduro… ¿cuántos años tiene?

—Treinta.

—¿Y sigue soltero?

—La vida militar no deja tiempo para los noviazgos —aportó Pilar, reflexiva—. Es lo que dice Vicente. Y lo del ascenso de Goyo no es por Marruecos. Los de antes sí, pero este se lo han dado por lo de Asturias, cuando lo de la huelga del año pasado, ¿os acordáis?

En ese momento entró Encarnita con una pequeña bandeja de plata, sobre la que había una tarjeta de visita.

—¡Uy, vaya! —comentó doña Carmen—. A ver a quién se le ha ocurrido venir a alegrarnos el domingo.

Blanca miró a su hermana con un punto de desesperación. Pilar sabía que Blanca pensaba salir a pasear con Goyo; si ahora recibían visita, al menos una de ellas tendría que quedarse para animar la reunión.

—Son los Valls. ¿Han venido también Solita y Joaquín? —preguntó doña Carmen a su doncella. Encarnita asintió—. Pues pásalos al salón; yo voy enseguida. ¿Nos quedan piñonates o algo que sacarles con el café? Ya voy yo a echar una mirada. Venga, hijas, salid a saludar.

Carmen salió de la habitación a toda prisa mientras las hermanas se miraban esperando el momento de hablar sin que su madre las oyera.

—Yo ahora mismo me voy con Goyo a los Viveros —dijo Blanca en un tono que no admitía réplica—. Vicente está siempre en Valencia y Goyo se marcha pasado mañana.

—Tú sabes muy bien que Joaquín Valls viene por verte a ti. Y Solita es un muermo. Además, yo había pensado que Vicente y yo podríamos ir con vosotros a Viveros.

—Pues venid después.

—No me parece bien que te vayas sola con ese hombre, que al fin y al cabo es un desconocido.

—Tú lo que no quieres es tener que hacerte cargo de los Valls. Pero mira, si ahora me voy yo, la próxima vez que haya que fastidiarse con algo, me lo quedo yo para que tú puedas salir con Vicente.

Pilar sonrió.

—Hecho.

—Pues discúlpame con ellos y diles que estoy de visita en casa de una amiga. Saldré por la puerta de servicio. Dile a Goyo que lo espero abajo.

—Abajo, ¿dónde? ¿En la escalera, como los novios de las criadas?

—Así se dará más prisa.

Unos minutos después, ya reunidos todos en el salón con los hombres, que habían salido del despacho a saludar a los recién llegados, doña Carmen preguntó a Pilar:

—¿Y tu hermana?

—Ha tenido que salir corriendo. Con todo el lío se le había olvidado que había prometido visitar a Margarita, que está en cama.

—¡Vaya por Dios! ¡Uy! ¿Ya se va usted, capitán?

—Lo lamento, señora, pero no tengo más remedio. Ha sido un honor y un gran placer. Presente usted mis respetos a su hija. Gracias por todo, don Mariano.

Guerrero repartió sonrisas y apretones de manos, recogió la gorra de plato de manos de Encarnita y medio minuto después daba la vuelta a la esquina para encontrarse en la escalera de servicio con Blanca, que lo esperaba con una sonrisa traviesa y los ojos brillantes bajo el sombrero de paja.

—¿Me enseñas los famosos Jardines de Viveros?

Ella negó con la cabeza, juguetona.

—Otros mejores. Te voy a llevar a los jardines de Monforte. Están igual de cerca, pero así, si Pilar y Vicente se libran de los Valls, no nos encontrarán. Pero no se lo digas a nadie —añadió, cruzándose los labios con el índice.

—Tengo costumbre de guardar secretos.

Mientras caminaban por la acera de sombra, Blanca volviendo la cabeza de tanto en tanto para asegurarse de que no los había seguido nadie, Goyo pensaba que era la pura verdad lo que acababa de decir, aunque en ese momento había sido solo una frase juguetona. Tenía costumbre de guardar secretos. Los últimos meses había viajado bastante más de lo que su destino en Marruecos haría pensar porque Franco, su antiguo comandante en Alhucemas, mientras tanto su compañero de armas y el hombre a quien más admiraba en el mundo, le había pedido que sirviera de enlace para transmitir ciertos mensajes de los que no se podían confiar ni siquiera al teléfono, y mucho menos al telégrafo o al servicio de Correos.

Había tenido que mentir muchas veces, callar muchas otras, moverse en ocasiones al borde mismo de la ilegalidad, pero sabiendo siempre que contaba con el respaldo del general más joven de Europa, el hombre que, si quisiera, podría enderezar la terrible situación en la que se encontraba la patria, corroída por el pensamiento envenenado de los sicarios de Moscú.

Él tenía esperanzas de que llegara pronto el momento. Sanjurjo estaba harto de esperar, Mola tenía los planes casi listos. Solo era necesario asegurarse el apoyo de algunos de los generales, especialmente el de Franco, sin el cual todo el tinglado se vendría abajo, como ya había sucedido en el 32. Pero Paco no había dado todavía su consentimiento. Decía que la situación no estaba madura, que el momento no había llegado. Y seguramente tenía razón, pero estaban pasando cosas que hacían hervir la sangre de cualquier patriota, y a Goyo la espera le estaba costando cada vez más.

Había oído decir a Franco que la cosa no se resolvería con rapidez, que costaría mucho tiempo y mucha sangre, pero eso era algo que a él, personalmente, no le asustaba. Si con ese derramamiento de sangre enemiga y con el heroico sacrificio que una guerra implicaba se podía conseguir una vida digna, de paz y trabajo, sin bombas de anarquistas, ni iglesias quemadas por comunistas y socialistas, ni violaciones de monjas y mujeres decentes, valdría la pena luchar.

Lo que no tenía ninguna gracia era haber conocido a Blanca precisamente ahora, en un momento en que no podía disponer de su vida como le hubiera gustado, pero si Franco seguía retrasando su decisión, era más que posible que aún dispusieran de unos meses, quizás hasta un año. Tiempo suficiente para conseguir que Blanca estuviera dispuesta a casarse con él, y más si lograba convencer a ella y a su familia de que la guerra era inminente y, en esos casos, siempre era mejor para una mujer estar casada con un militar en lugar de ser solo su novia.

Pero ahora tenía que dejar de pensar en esas cosas. Ahora tenía que poner sus cinco sentidos en gustarle a Blanca lo suficiente como para encarrilar sus planes en la dirección correcta. Y disfrutar del momento de felicidad presente antes de que las cosas volvieran a ponerse feas.

Algunas imágenes de lo de Asturias pasaron por su mente pero las apartó, resuelto, como se aparta una mosca que se empeña en volver a una herida. No era el momento de recordar esas cosas.

Blanca se había detenido con una sonrisa invitadora a la puerta de una casa donde dos leones de piedra apoyados cada uno en una bola fingían proteger la entrada.

—Aquí es.

—¿Esto es un jardín público?

—No del todo —contestó ella con un mohín—. Fue en tiempos un palacete de una familia noble; ahora lo van a convertir en unos jardines abiertos a todo el mundo, pero de momento no es ni una cosa ni otra porque los jardineros aún no han terminado. Sería una lástima que te fueras de Valencia sin verlo. ¿Qué dices? ¿Nos atrevemos a entrar?

Goyo se tocó el bigote, fingiendo dudar con una sonrisa burlona.

—Contigo a mi lado me atrevo a todo. Incluso a desafiar a esta pareja de terribles leones de piedra.

—¿Sabes que los encargaron para el Congreso de los Diputados, en Madrid?

—No me digas. ¿Y qué hacen aquí?

—Que le salieron al escultor demasiado pequeños y decidieron encargar otros —terminó ella con una risa cantarina, mientras, asegurándose con una mirada por encima del hombro de que no había nadie más en la callejuela, empujaba la verja lo justo para que pudieran pasar—. Anda, ven que cierre.

Goyo hizo lo que le pedía, Blanca volvió a cerrar la reja y avanzaron unos pasos por el camino de la izquierda, que llevaba a una rosaleda donde se detuvo bajo un enorme rosal trepador, de flores de un rosa tan pálido que parecían blancas y desprendían un suave perfume.

—Ayer a estas horas aún no te conocía —dijo él mirándola a los ojos—. Sin embargo, siento como si nos conociéramos de toda la vida. ¿A ti te pasa igual?

Ella cerró los ojos un segundo, luego se dio la vuelta y, lentamente, se fue acercando al estanque, sabiendo que él la seguía.

Quería decirle que sí, que a ella le pasaba lo mismo, que si él le pedía que se fueran juntos al fin del mundo, no se lo pensaría dos veces. Pero no podía decirlo. ¿Qué iba a pensar de una mujer que confesaba una cosa así en la primera cita?

—Dime, Blanca, háblame por Dios.

—Yo también siento algo especial, Goyo, no puedo negártelo; pero es muy pronto todavía.

—Esperaré, Blanca. Esperaré lo que haga falta hasta que te decidas. Solo quiero que me contestes a una pregunta y luego te dejaré en paz, te lo prometo.

—Pregunta.

—¿Tengo esperanzas? ¿Puedo hacerme ilusiones, aunque sean pocas y vagas? ¿Puedo pensar en ti por las noches, cuando esté en Marruecos, y soñar con que me esperas aquí en Valencia?

Ella alzó la cabeza y lo miró. El último sol de la tarde se colaba por los agujeritos de su sombrero de paja y salpicaba su rostro de lunares de luz; sus ojos verdes brillaban como brotes tiernos.

Él era un hombre valiente. Lo había demostrado muchas veces, lo habían condecorado en dos ocasiones por su valor frente al enemigo. Sin embargo, en ese momento sintió miedo. Miedo de que lo rechazara, de que sus vidas, que apenas si se habían cruzado ligeramente la noche anterior, siguieran cada una por su cuenta, como líneas divergentes. Miedo de que le dijera que no y no volviera a verla nunca más. O mucho peor, de volver a verla y que estuviera casada con otro.

—Sí, Goyo —dijo Blanca por fin—. Te esperaré hasta que vuelvas.

Él la levantó del suelo y le dio un par de vueltas, loco de alegría, hasta que ella protestó golpeándole los hombros, y volvió a depositarla sobre la gravilla del camino.

—Entonces… ¿somos novios? —preguntó Goyo, sin querer perder la ventaja que ya había ganado.

Blanca bajó la vista, ligeramente ruborizada. A ella misma le extrañaba el efecto que aquel hombre producía en su interior. No se ponía colorada cuando bromeaba con sus otros pretendientes; jamás había tenido dificultades para decir que no o para dar largas a quien fuera. Sin embargo… ahora… con el capitán Gregorio Guerrero…

—Sí —le dijo—. Si quieres… seré tu novia.

Entonces se besaron como la noche anterior, pero con más intensidad, con más sentimiento, como si acabaran de descubrir una sed que solo podía saciarse en los labios del otro.

En ese momento Goyo Guerrero pensó que por primera vez en la vida conocía realmente el significado de la palabra victoria.

Madrid. Época actual

—Anda, déjalo —dijo Helena quitándose al muchacho de encima y sentándose en la cama con los pies ya en el suelo—. Los dos estamos demasiado borrachos para esto. Otro día, más.

En la penumbra, Marc se incorporó sobre un codo mirándola con perplejidad hasta que se dio cuenta de que hablaba en serio.

—¿Quieres que te pida un taxi?

—No. Quiero que me lleves a casa como habíamos quedado. Yo no soy una de esas muchachitas que se creen independientes porque vuelven a casa por su cuenta mientras el hombre se queda tan cómodo en su propia cama. El trato era que yo venía a ver tus cuadros y luego tú me llevabas a casa. —Helena se iba vistiendo mientras hablaba. Marc seguía sin comprender qué estaba pasando. Tenía claro que no había estado a la altura, eso sí. Lo que no tenía tan claro era si ella había decidido marcharse por eso o por otra cosa, y habría preferido con mucho terminar lo que habían empezado y tener algún tipo de fuerza sobre ella.

—Vale —dijo por fin, levantándose—. Ya te llevo.

Helena sonrió en la oscuridad sin que él se diera cuenta.

Las calles seguían llenas de gente en la madrugada de verano. Para Helena, acostumbrada a vivir en una ciudad tan tranquila y soñolienta como Adelaida, era realmente curioso ver todo aquel movimiento nocturno de gente semiborracha, como una invasión zombi saciada ya de carne y sangre pero sin ninguna necesidad de dormir. Con la ventanilla bajada, el aire de la marcha agitaba su pelo y sus pendientes largos. Cerró los ojos sintiendo una especie de felicidad, eco de días pasados, de cuando las noches de verano no acababan nunca y cada hora traía una nueva sorpresa engarzada a las demás como las cuentas de un collar inacabable. Cuando Marc trató de poner la radio, Helena cubrió su mano, disuadiéndolo.

—No, deja. Así se está bien. Necesito oírme pensar.

—¿Tú eres capaz de pensar a estas horas?

—Lo que hace la costumbre… ¿no? No suelo estar tanto tiempo entre gente como he estado este fin de semana. Necesito soledad. Lo que vale la pena surge de la soledad, crece en la soledad, hasta que lo das a luz. Estando entre gente no se puede crear.

—No lo había pensado nunca.

—Pues piénsalo.

Habían llegado a la Plaza de España y Helena bajó del coche con rapidez.

—Gracias, Marc. Ya nos veremos.

—¿Me das tu número? —El muchacho se pasaba la lengua por los labios resecos, nervioso. Le resultó enternecedor lo angustiado que estaba al pensar que no tenía manera de localizarla salvo a través de su madre y de Álvaro.

—Sí, hombre. Apunta. Es mi número español.

—Te haré una perdida para que tengas el mío y, si quieres, mañana podría llevarte por ahí, a donde tú me digas.

—Mejor dentro de un par de días. Mañana tengo cosas que hacer.

Nada más decirlo se dio cuenta de que era verdad. Al día siguiente iría a visitar a Jean Paul. No era consciente de haber tomado la decisión en algún momento de la noche, pero sabía que así era y que era inapelable. Iría a visitarlo en cuanto se despertara. Después de eso no tenía planes, porque no tenía la más remota idea de cómo le sentaría volver a ver al que, tanto tiempo atrás, fue su cuñado.

Y su gran amor de juventud.